Una sorpresa en Escocia - Julie Shackman - E-Book

Una sorpresa en Escocia E-Book

Julie Shackman

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Beschreibung

El romance escocés de la autora del bestseller Una escapada a Escocia. Cuando la organizadora de bodas Sophie Harkness se niega a cambiar la boda de una amiga para dar cabida a una novia mimada, se queda sin trabajo. Hasta que descubre que su difunta abuela le ha comprado una tienda en el bonito pueblo escocés de Briar Glen. Sorprendida y encantada, Sophie abre su propia tienda de porcelana en honor a su abuela. Pero cuando recibe un inusual juego de té junto con una misteriosa carta, no puede evitar sentirse intrigada por la historia que se esconde tras la antigüedad. Y cuando el apuesto pero distante crítico de arte Xander North llama a su puerta, Sophie está a punto de descubrir el verdadero y original pasado de su último tesoro.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91.702 19.70 / 93.272 04.47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Una sorpresa en Escocia

Título original: A Scottish Highland Surprise

© 2022 Julie Shackman

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por One More Chapter, una división de HarperCollins Publishers Ltd, UK

© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788410021495

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Una historia sobre arrepentirse de lo que no se ha hecho, y no de lo que se tiene…

1

 

 

 

 

 

—¡¿Qué demonios es esto?! ¡Este no es el tono que pedí!

Su rostro de bronceado color caoba se acercó al mío.

Miré la cinta color olivo que la novia llevaba en la mano.

—Señorita Carberry…, uhm…, quiero decir…, señora Carberry-Joyce —me corregí, mientras los invitados a la boda tropezaban a nuestro alrededor, derramando champán y rebuznando ruidosamente—. Ese es el tono que pidió para los regalos.

Sus claros ojos felinos se entrecerraron.

—Por supuesto que no es el que pedí. —Su velo espumoso le sobresalía de la cabeza como una erupción volcánica—. Quería verde periquito.

—Cariño —la tranquilizó su recién marido desde atrás—. ¿No puede esperar esto un poco? Bunty y Seb tienen que salir temprano. Tienen un vuelo nocturno a Gstaad.

Ella soltó la pálida mano del novio.

—¿No ves que estoy ocupada ahora? —replicó.

Deslicé mi carpeta de debajo del brazo y hojeé unas cuantas páginas en las que se enumeraban, con todo lujo de fatigosos detalles, las exigencias de Misha Carberry-Joyce.

Todo estaba allí en letra Arial, desde la suelta de una docena de canarios rosas en el hotel hasta los corazones esculpidos y entrelazados que había encargado hacer con dos bloques de hielo.

Cuando la recepción estaba en pleno apogeo, con los invitados balanceándose, las lámparas de araña resplandecientes y siluetas formando sombras en la pista de baile, no pude evitar darme cuenta de que la elaborada escultura de hielo empezaba a rendirse debido al calor y a las luces. Me recordó a una figura de cera derritiéndose en una película de terror.

Intenté no mirar mientras se encogía lentamente y se acercaba cada vez más a la tarta nupcial de ganache de limón y chocolate de dos metros de altura. Así era como me sentía ahora, como esa escultura que se derretía.

Desvié mi atención de la escultura que se deshacía para buscar en mi carpeta la muestra de cinta que la señora Carberry-Joyce había traído hacía unos meses. Bueno, cuando digo «carpeta», más bien parecía el tomo de las páginas amarillas. Daba la sensación de que había dedicado dos años de mi vida a organizar aquella maldita boda.

Dejé a un lado mi creciente enfado. «Aguanta, Sophie. Solo unas horas más, y este infierno habrá acabado».

Había guardado el trozo de la cinta solicitada en una bolsita de plástico por seguridad. La saqué y se la entregué.

—¿Puede confirmarme si esta es la muestra de cinta que me entregó para que yo me asegurara de que iba en los regalos, señora? —dije.

Intenté disimular mi enfado. Había puesto todo mi empeño en esta boda, trabajando hasta tarde y pidiendo favores a mis contactos. Pero ¿se me había agradecido algo? Para nada.

Detrás de nosotros, el cuarteto clásico había desaparecido, y lo sustituía un DJ blandengue que se llamaba Astor.

Cuando sonaron los acordes de Pharrell Williams, los ojos de la confrontada novia percibieron el trozo de cinta. Se movió sobre sus tacones de aguja y tragó saliva.

—Debes de haberla confundido con la de otra persona. Me voy a quejar…

Su voz acusadora se apagó cuando le dio la vuelta a la cinta de satén brillante. En el reverso venía escrito «Oliva para mis regalos», con su caligrafía de araña.

Dos destellos de color le florecieron en las mejillas.

En vano esperé una disculpa, pues ella se limitó a revolverse dentro de aquellas capas de merengue blanco que llevaba y esforzarse por hablar.

—¿Todo bien, señorita Harkness?

Se me encogió el estómago. «Genial. Justo lo que me faltaba».

Heston Cole, el gerente del lujoso Castillo Marrian y jefe mío, se materializó a mi lado sin hacer el menor ruido. ¿Cómo lo hacía? Podía entenderlo cuando atravesaba alguna de las alfombras de felpa del hotel, pero el suelo del Gran Salón era de madera de cerezo pulida.

—Todo bien, gracias —triné, deseando que se alejara.

Ignorándome, Heston dirigió su sonrisa zalamera a la novia quejosa.

—Espero que todo sea de su agrado, señora —dijo.

La sonrisa de ella era tensa. La vi dudar. Me echó una mirada.

—Sí, gracias. Todo es… satisfactorio —respondió.

¿«Satisfactorio»? ¿Estaba de broma?

La escultura de hielo, los pájaros rosas, por no hablar del imitador de Ed Sheeran que les había cantado una balada mientras caminaban hacia el altar y la limusina de oro rosado con incrustaciones de joyas que se había reservado para más tarde esa noche para llevarlos a la luna de miel…, y todo eso era solo el inicio.

Sentí la sangre burbujeando en las venas. Meses organizando esta maldita boda habían llevado mis niveles de estrés al límite y ello implicaba que muy a menudo me iba a casa con migraña. La celebración de hoy había hecho que las docenas de bodas que había organizado antes en el Castillo Marrian parecieran fiestas de cumpleaños infantiles de dos horas de duración.

Sintiendo mi furia hirviente, Heston volvió sus afiladas facciones hacia mí para mirarme.

—¿Por qué no se retira, señorita Harkness? —me sugirió—. Puedo encargarme yo mismo de atender las necesidades de la señora el resto de la velada.

Se me cerraron los puños. Apenas me atrevía a mirar a Misha Carberry-Joyce.

Una mueca de sonrisa cruzó sus labios.

Fingí una sonrisa y salí de la melée nupcial por el pasillo decorado con cuadros y retratos hasta llegar a las puertas del jardín, que daban al recinto del hotel. Estaban abiertas de par en par y mostraban la tarde de ese sábado de abril en todo su esplendor primaveral. Al otro lado del césped, una pareja de invitados se abrazaba torpemente.

Tiré la carpeta a un lado del camino de grava y me quedé de pie con mi traje azul marino arrugado y los tacones de punta. Respiré hondo varias veces, deleitándome con el olor a menta del jardín y con el tintineo de la fuente de la sirena, que sonaba como las campanas de Navidad.

Después de trabajar en el Departamento de Relaciones Públicas del Ayuntamiento, me sentí muy emocionada cuando conseguí este trabajo. Fue un alivio dejar atrás la redacción de comunicados de prensa sobre el gasto de las autoridades locales y las preguntas sobre un concejal corrupto que hacía malabarismos con su mujer, su amante y unos gastos de cuento de hadas.

Sin embargo, poco a poco, el deslumbramiento que sentí cuando llegué a este hotel de lujo en expansión, con sus torretas, que parecían yogur helado, y su césped verde ácido, por no hablar de su clientela de alto nivel, empezó a desvanecerse.

Enseguida me vi desbordada por el torrente de ridículas peticiones de las parejas; en particular, de las novias adineradas.

Mi creciente fama de hacer las cosas bien se había extendido entre las futuras novias de la jet set y me encontré con que mi querido jefe, Heston, delegaba cada vez más en mí y estaba cada vez menos presente para ayudarme. Antes de darme cuenta de lo que pasaba, me sentí agotada e infravalorada, sin conciliación entre mi vida laboral y la personal.

Tengo que admitir que mi cuenta bancaria estaba bastante saneada, gracias al generoso aumento de sueldo que recibí cuando empecé a trabajar en el Castillo Marrian, pero ¿qué alegría había en eso, cuando volvía a casa cada noche arrastrando de mí y me parecía a la hermana de Freddie Kruger?

No me extrañaba que Callum, mi exnovio, se hubiera cansado de mis absurdos horarios, aunque el hecho de que encontrara consuelo en los brazos de su jefa de mediana edad del banco tampoco había ayudado.

Después del desastre con Callum, yo dudaba que volviera a confiar en mi intuición con otro hombre.

Parpadeé y me rodeé con los brazos, obligándome a volver al presente. Notaba que mi pelo rubio claro se salía del moño con la brisa primaveral, pero no me importaba. Lo único que quería era sumergirme en una bañera perfumada con lavanda y llamar a la abuela para echarme unas buenas risas.

Mi cerebro frenó en seco. Por supuesto, eso ya no era posible. Un nudo de emoción se me formó en el pecho. Recordé que mi abuela había fallecido hacía apenas dos semanas y ese recuerdo fue como si un objeto contundente me golpeara. Los hombros se me hundieron bajo la chaqueta. Cuando estaba ocupada, podía compartimentar, en cambio ahora estaba allí, en el hotel, cansada y enfadada…

Se me acumularon lágrimas en los ojos, aunque hice lo que pude por disimularlas. El tintineo de copas y sillas que llegaba desde detrás de mí se expandió por los jardines.

Aún podía oler los penetrantes lirios blancos y ver la expresión perdida de mamá en el funeral. Papá nos había abrazado a las dos, murmurando una retahíla de palabras reconfortantes.

La abuela Helena tenía ochenta años cuando murió; siempre había sido una de esas personas que daban la impresión de ser invencibles.

De ella heredé mi amor por la porcelana. La abuela me enseñó desde que yo era muy pequeña la delicada belleza de la vajilla, su fascinante historia y el placer de saborear una taza de té en unos delicados taza y platito.

Nos pasábamos horas sentadas, fantaseando con la idea de descubrir un raro Meissen o Spode.

Ella los coleccionaba. El salón de su casita de campo estaba salpicado de vitrinas que exhibían con orgullo su bien escogido surtido de juegos de té.

También tenía mucho sentido del humor. Sentí que sonreía al recordar que la abuela se refería a menudo a sus entrometidos y desagradables vecinos como Statler y Waldorf, y que tarareaba la sintonía de los Teleñecos cada vez que los veía en su jardín.

Mi madre ponía los ojos en blanco y decía: «¿Tienes que ser tan sarcástica, mamá?». Y los ojos cómplices de la abuela centelleaban y respondía: «Se llama “ingenio”, querida».

Aquel domingo de marzo por la tarde se desvaneció de repente en el sillón de su acogedora casita, rodeada de su querida vajilla y sabiendo que la adorábamos.

Una bola de pena me subió a la garganta.

Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano y cogí la carpeta con las notas de la boda que descansaba a mis pies.

Menos mal que al día siguiente tenía el día libre, pero no sería ni tranquilo ni agradable. Le había prometido a mamá que la ayudaría a ella y a papá a empezar el penoso trabajo de ordenar las cosas de la abuela en la casa de campo.

Deberíamos haber empezado antes, pero mamá no podía enfrentarse a ello.

Me alisé el cuello blanco con volantes de la blusa y alcé los ojos. En el cielo se retorcían giros de color mandarina.

Sabía que no podía seguir así. No era feliz. Era como un robot, cumpliendo mecánicamente con mi rutina diaria. Perder a la abuela de aquella manera, de repente, me había hecho reflexionar sobre lo que era importante y lo que quería hacer el resto de mi vida.

Tenía que hacer algún tipo de cambio. Y pronto. Tenía que coger mi futuro por los cuernos y darle una buena sacudida. Debía hacer algo, pero ¿qué?

—Te echo de menos, abuela —murmuré antes de meterme de nuevo en el hotel para coger mi bolso del despacho y dirigirme a casa.

2

 

 

 

 

 

La casita unifamiliar de mi abuela estaba frente a un parque infantil, no lejos de mi apartamento y de la casa de mis padres, en el pintoresco pueblecito escocés de Briar Glen, que se describía como la puerta de las Highlands.

Cuando nos detuvimos delante del 94 de Ferry Loan, las campanas de la iglesia del domingo por la mañana dejaron escapar un lánguido y oxidado repique, y las colinas que hay más allá del parque estaban salpicadas de brezo lila que llevaba volutas de melancólica niebla.

Papá apagó el motor y se volvió para estudiar a mamá, que estaba sentada a su lado, en el asiento del copiloto.

—Marnie.

Ella estaba mirando por la ventanilla la casita, con su puerta de color cobalto, el césped minúsculo y cuidado y las macetas, repletas de tulipanes verdes y marfil, pensamientos de color rosa vivo y narcisos amarillos. Recuerdo cuando la abuela encontró las macetas de loza en el vivero local hacía varios años. Le gustaron en cuanto las vio y se dirigió al mostrador de atención al cliente para concertar la entrega.

Mamá pensó entonces que estaba obsesionada, pero yo sonreí al recordarlo. Siempre me habían recordado a Alicia en el País de las Maravillas.

—Vamos —susurró mamá, se desabrochó el cinturón y apretó la mano de mi padre—. Pongámonos manos a la obra.

Papá me miró por encima del hombro y me sonrió de forma discreta. Salimos los tres del coche y papá nos guio por el pequeño camino de cemento. Desbloqueó la puerta de la abuela y esta se abrió de golpe.

Todavía me parecía que ella iba a estar allí de pie, dispuesta a estrecharme entre sus brazos con su risa gutural. Siempre llevaba un delicado perfume de lavanda.

En lugar de ello, reinaba un pesado silencio. El pasillo enmoquetado estaba vacío, salvo por su familiar aparador de roble, todavía salpicado de fotos de todos nosotros.

A la derecha se hallaba el salón, con cortinas de cachemir estampadas, la pesada chimenea de piedra, el mullido sofá verde azulado oscuro y dos sillones.

Había más fotografías en marcos dorados: mamá y papá antes de casarse, con el brillo de sus ojos juveniles; la abuela y yo, con seis años, en el paseo marítimo de Ayr, riendo mientras las gaviotas revoloteaban sobre nuestras cabezas, sin que el verano escocés nos disuadiera en absoluto de devorar un cucurucho de helado cada una.

—No sé por dónde empezar —confesó mamá con cara de desconcierto.

Papá le puso la mano en el hombro.

—Coge las cosas de Helena que más signifiquen para ti —le propuso—. Los de la empresa de limpieza ha dicho que se encargarán del resto.

Mamá se metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros negros y sugirió que empezáramos por el salón.

Cuando mamá y papá pasaron a mi lado, me quedé parada un momento. Dios sabía cuántas veces nos habíamos sentado la abuela y yo, encorvadas ante la mesa circular de madera de su cocina, bebiendo una taza de té de una de sus queridas teteras y arreglando el mundo.

A menudo le hablaba del Castillo Marrian y de mis frustraciones, de las alegrías ocasionales y, con más frecuencia, de las interminables exigencias de personas que no sabían lo que era la vida real.

La abuela, allí sentada, con sus facciones hermosas y regias, asentía y se compadecía de mí, mientras yo desahogaba mis frustraciones.

Cuando era más joven, solía intentar adivinar cuál de sus muchas teteras elegiría la abuela aquel día para preparar nuestra infusión. ¿Sería la Royal Albert Roses, la Wedgwood Butterfly Bloom o la Aynsley Blue Crocus?

Tenía bastantes para elegir, así que yo siempre me equivocaba, pero en las ocasiones en que acertaba la abuela aplaudía con alegría y me entregaba mi «premio»: un trozo extragrande de su célebre tarta de chocolate y caramelo.

Incluso cuando me equivocaba acerca del juego de té que iba a utilizar, el trozo de tarta siempre rozaba el tamaño de un tope de puerta.

Se me hizo un nudo la garganta. Contuve las lágrimas, me puse mis deportivas con purpurina y me acerqué a la puerta de la cocina para echar una mano a papá y mamá. Tenía que calmarme. Mamá también estaba sufriendo y yo sabía que tenía que estar a su lado.

Cuando estaba a punto de salir de la cocina, algo me hizo detenerme. Había un sobre blanco alargado oculto detrás de una de las teteras de la abuela. Todas las demás teteras, tazas y platitos estaban dentro de las vitrinas del salón; en cambio, esa tetera estaba sola, cerca de la tostadora negra cromada.

Fruncí el ceño. ¡Qué raro! Ella era muy estricta con sus preciados juegos de té. ¿Por qué estaba esa tetera sola y con un sobre detrás?

Quizá era una factura urgente que había que pagar. Lo cogí. Estaba a punto de llamar a mamá cuando le di la vuelta. «Sophie» estaba escrito en el anverso con la apasionada letra de la abuela.

La sorpresa de ver su letra bailando en la parte delantera del sobre hizo que se me acelerara el corazón.

Abrí la boca para llamar a papá y mamá, pero volví a cerrarla. Primero la abriría y luego les contaría lo que había dentro. ¿Y si era algún oscuro y dramático secreto del pasado de mi familia? ¿Quizá mi madre se había escapado a los dieciséis años y se había unido a una banda de thrashmetal y mi verdadero padre era un roquero entrado en años? ¿O tal vez mi abuela había trabajado para el MI5 cuando era joven?

Casi me echo a reír a carcajadas. Seguramente era algo mucho más mundano. No había duda de que Ken era mi padre. Teníamos la misma sonrisa generosa y ladeada, y nos mordíamos el interior de la boca cuando algo nos preocupaba. En cuanto a que mi abuela fuera empleada de los servicios secretos, no habría durado ni cinco minutos. No habría podido guardarse eso para sí misma, y mucho menos secretos de Estado.

Abrí el sobre y saqué una hoja doblada de papel de carta de color rosa claro.

Empecé a leer. Mis ojos escrutaban lo que la abuela había escrito, pero mi cerebro luchaba por seguir el ritmo.

Cuando comprendí el significado de sus palabras, mi estómago realizó un impresionante movimiento en picado, antes de recuperarse y volver a su sitio. ¿Qué había hecho?

¿De qué iba todo esto? ¿Qué había estado haciendo mi abuela?

3

 

 

 

 

 

Queridísima Sophie:

 

Por favor, no te alarmes por esta carta e intenta no estar triste. Recuerdo que a menudo te reías cuando te decía esto, pero siempre he tenido un presentimiento, y algo me dice ahora que quizá no me quede mucho tiempo. He vivido ochenta maravillosos años y no me arrepiento de nada. Bueno, eso no es del todo cierto. Hay una cosa que me gustaría haber hecho y por eso he escrito esta carta.

 

Releí la carta, con los pensamientos revoloteando por todas partes. Oía a mamá y a papá moverse en el salón de al lado, ajenos al sonido de mi corazón, que latía más rápido contra mis costillas. Mamá estaba muy ocupada hablando de la planta de yuca de mi abuela, que se había hecho tan grande como un árbol de Navidad.

Volví a centrar mi aturdida atención en la carta de la abuela, mientras unos rayos de la aguada luz de la mañana caían sobre el suelo de linóleo de la cocina.

 

Sé lo duro que estás trabajando en el Castillo Marrian, corriendo a la llamada de todas las codiciosas novias flash. ¡Qué gente tan creída!

 

A pesar de que la cabeza me daba vueltas, sonreí, imaginando a la abuela diciéndome eso con sus ojos celestes brillando de furia por mí.

 

Y de eso se trata.

Al principio de esta carta he mencionado que me arrepentía de una cosa, y es cierto.

No es algo grande ni trascendental. No es que me hubiera gustado ver la gran barrera de coral o conocer a la reina, aunque ambas cosas habrían sido maravillosas.

Para algunas personas puede ser un arrepentimiento insignificante. Pero ¿cómo puede serlo cuando haces algo que amas?

 

Me mordí el labio. Nada de la abuela Helena había sido insignificante.

Nunca debí permitir que mi corazón dominara mi cabeza y siempre me arrepentiré de haberlo hecho.

 

Me gustaría que fueras a mirar en el armario de debajo de las escaleras, Sophie. Una vez que hayas visto lo que hay allí, las cosas se aclararán mucho más.

 

Bajé la carta y miré a mi alrededor, como si hubiera olvidado temporalmente dónde estaba.

Mi abuela siempre tuvo una inclinación por lo dramático, pero esta vez se había superado.

¿De qué estaba hablando?

En la puerta de al lado, mamá y papá seguían trabajando, ajenos a lo que pasaba por mi cabeza. Oía a papá apartar a un lado unas mesas de nido en las que la abuela solía poner la comida junto a su sillón.

Dejé la carta de la abuela en la mesa de la cocina y salí al pasillo.

El armario de debajo de la escalera estaba pintado de blanco, a juego con el resto de la escalera y pasaba bastante desapercibido. Nunca me fijaba en él. Siempre supuse que la abuela guardaba allí su considerable cantidad de zapatos, o tal vez los restos de los aparejos y el equipo de pesca de mi difunto abuelo.

Me agaché frente a él, cogí la manivela y tiré.

Se abrió chirriando, y, al hacerlo, salió de él un tenue aroma a polvo y ambientador de manzana.

Me asomé dentro, pero no había luz. Encendí la linterna del móvil y la levanté e iluminé las paredes del armario con su brillante blancura.

Al principio, me sorprendió lo engañosamente grande que era por dentro. Parecía serpentear alejándose de mí y descendiendo hacia la izquierda y por debajo de la escalera. Me puse de rodillas e incliné aún más la cabeza, moviendo la luz del móvil arriba, abajo y alrededor.

Cuatro cajas de cartón marrón estaban colocadas al fondo, una encima de otra, en la pared del fondo. Todas estaban cerradas con cinta adhesiva marrón. En cada caja, estaba garabateado el nombre «sophie» con rotulador negro.

¿Qué había estado haciendo mi abuela?

Saqué del hueco la primera caja, marcada con el número 1. Su misterioso contenido emitió un ligero traqueteo.

Al darme cuenta de que sería más fácil abrirla con unas tijeras, me puse en pie y cogí un par del cajón de la cocina.

Volví a arrodillarme frente al enorme armario y abrí la cinta adhesiva de la primera caja. El contenido estaba cubierto con un par de capas de plástico de burbujas, y encima del envoltorio había otro sobre.

Cogí el sobre y, con cuidado, quité el plástico de burbujas.

Un fuerte gemido escapó de la base de mi garganta.

Era un juego de té precioso, de un amarillo pálido como el sol, con un dibujo de hiedra. Desde la robusta tetera a juego hasta las delicadas tazas, los platitos y la jarra de leche, todo brillaba ante mí. Nunca la había visto. Siempre supuse que toda su colección estaba expuesta en el salón.

Levanté una de las tazas para apreciar el detalle de la hiedra. Parecía un original de Burleigh, grabado a mano con rodillos de cobre.

¿La abuela me había dejado esto en su testamento?

Yo no tenía ni idea de que tuviera algo así. Nunca lo había dicho. ¿Y el resto de las cajas? ¿Qué había guardado en ellas?

Estaba tan ensimismada admirando la brillante vajilla de color amarillo dorado que casi me olvido de la otra carta de la abuela que yo tenía en la mano derecha.

Abrí el segundo sobre.

 

Queridísima Sophie:

 

Conociéndote como te conozco, sospecho que ya habrás echado un vistazo a lo que hay dentro de esta caja. Es preciosa, ¿a que sí? Espero que hayas reconocido que es un juego de Burleigh. Pero no es el único.

 

Mis ojos, cada vez más abiertos, pasaron de su letra a las otras tres cajas que estaban guardadas en el armario.

 

En las otras cajas hay otros juegos de té, tan valiosos como este. No pude cumplir mi sueño de tener mi propia pequeña tienda de vajillas, así que por eso hago esto para ti.

 

Me desplomé contra la pared en estado de shock, con las piernas extendidas hacia delante. «Oh, abuela. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?».

Como anticipándose a mi siguiente pregunta, la carta de la abuela continuó:

 

Como sabrás, la señora Cotter vende su floristería, Florecer con Vistas. Bueno, debería decir que la vendía. Cuando me enteré, hablé con ella, le expliqué mis intenciones y fue encantadora conmigo. Así que he comprado su negocio para ti.

 

«¡¿Cómo?!». Mi mente se disparó. ¿Mi difunta abuela me había comprado el negocio de la señora Cotter?

Por mi cabeza empezaron a desfilar sin cesar imágenes de la pequeña y coqueta floristería de la calle principal de Briar Glen, encajonada entre la joyería y la farmacia.

Me quedé quieta un momento, incapaz de concentrarme en nada. Sentí que el tiempo se había congelado. Me humedecí los labios y exhalé un largo y lento suspiro. Luego salí disparada hacia delante, buscando las otras cajas con incredulidad. Recorrí el resto de la carta.

 

En la parte inferior de esta primera caja, encontrarás una lista en la que se detallan los demás juegos de té y su valor aproximado. Me tomé la libertad de tasar cada juego hace un par de meses.

Me gustaría que vendieras estos juegos de té y usaras las ganancias para empezar tu propio negocio de vajillas.

 

Mi atención se esforzaba por comprender lo que estaba leyendo.

 

También hay una lista de proveedores de vajillas de confianza y sus contactos, junto con el itinerario, para cuando estés lista para seleccionar tus propios juegos.

 

Atónita, me pasé una mano por encima de la coleta. Era surrealista. Estaba agachada en el salón de la abuela, rodeada de una vajilla muy valiosa.

 

Sophie, esta es tu oportunidad de hacer algo que te guste.

Sé que hace tiempo que no eres feliz en tu trabajo. No te sientes recompensada ni apreciada por lo que haces.

Así que he decidido ayudarte.

Aprovecha la oportunidad para ti. Aprovecha esta oportunidad por mí, y que sepas que te estaré cuidando con mucha alegría y orgullo.

Te has convertido en una joven encantadora y es un placer llamarte mi nieta.

 

Siempre te querré,

Tu abuela, xx

 

No sabría decir cuánto tiempo pasé allí sentada, con la caja a medio abrir delante de mí y el precioso juego de té, decorado con dibujo de hiedra, asomando por fuera de su envoltorio de burbujas. Mi teléfono móvil yacía sobre la alfombra del vestíbulo y la puerta del armario de la escalera estaba abierta de par en par.

Lo único que percibí fue el sonido de mis propios suspiros llorosos y luego a mamá y papá, que salían corriendo del salón para averiguar qué pasaba.

4

 

 

 

 

 

Entregué las dos cartas de la abuela a mis desconcertados padres y abrí el resto de las cajas mientas aguantaba las lágrimas. Las cajas contenían una gran variedad de juegos de té, desde el clásico Wedgwood hasta un antiguo juego de plata eduardiano de 1903.

Papá no podía decidir qué merecía primero su atención, si los juegos de té o las misteriosas cartas de la abuela.

—¿Qué demonios es todo esto? ¿De qué está pasando, Sophie?

Negué con la cabeza, todavía aturdida.

—Lee las cartas, papá —respondí por toda respuesta.

Le echó una mirada a mamá y leyó para sí, hasta que llegó al final de la segunda carta.

—¡Maldita sea! Qué vieja más astuta…

La confusión y la impaciencia de mi madre iban en aumento.

—Kenny. ¿Qué pasa? —preguntó mi madre.

Papá le pasó las cartas. Empezó a leerlas mientras yo permanecía agachada sobre la vajilla del pasillo.

Mamá se llevó la mano a la garganta.

—¿Te ha comprado una tienda?

Asentí con la cabeza.

—Pero ¿por qué?… ¿Cómo?…

Papá se encogió de hombros impotente.

—Helena era una mujer muy espabilada, pero ¿de dónde demonios ha sacado tu madre todo esto?

Mamá agitó las manos en el aire.

—Dímelo tú. Nunca supe que tenía todo esto. Quiero decir, sabía lo de la vajilla de los armarios del salón, por supuesto…

Me froté la frente, luchando por procesar las novedades.

—¡Dios sabe cuánto valdrá todo! —exclamé.

Papá arqueó una de sus gruesas cejas canosas.

—Te puedo asegurar que este lote tiene que valer mucho dinero. Debe de haber miles de libras en vajilla antigua aquí.

Seguía sentada en la alfombra del pasillo de la abuela. La cabeza me daba vueltas por lo que se decía en las cartas y por la vajilla reluciente que me rodeaba.

Mamá levantó un dedo con escepticismo y señaló las cajas que había a nuestros pies.

—¿De dónde ha sacado todo esto? —Sus seductores ojos azules se abrieron de par en par—. Oh, Dios, ¿no creerás que ha robado algo?

Papá soltó una carcajada.

—¿Tu madre recibiendo mercancía robada? No seas tonta, Marnie. Tu madre una vez escudriñó la calle principal de Briar Glen tratando de localizar al dueño de una moneda de cincuenta peniques que se le había caído.

A pesar de mi conmoción por la situación, me reí al recordarlo.

—Pero debe de haberlos sacado de algún sitio. Y ¿qué quiere decir cuando habla de dejarse llevar por el corazón? —dijo mamá.

Papá levantó los brazos.

—Solo Dios lo sabe. Bueno, los haya sacado de donde los haya sacado, Helena ha dejado claro que quiere que Sophie los tenga ahora.

Tragué saliva.

—Sí, y que abra mi propia tienda de vajilla.

Demasiado aturdidos para emprender ninguna otra clasificación de las pertenencias de mi abuela por ese día, papá sugirió que cargáramos el coche con las cuatro cajas de juegos de té.

—Volveré y recogeré las mesas de nido y lo demás una vez que os haya dejado a ti y a tu madre en casa —dijo.

 

 

Podía oír el débil traqueteo del maletero cuando papá nos llevaba a casa. Menos mal que mamá y papá solo vivían a diez minutos de la casa de mi difunta abuela; me habría puesto muy nerviosa si hubiera tenido que hacer un viaje más largo para llevarme objetos tan preciados.

Debía de llevar planeándolo al menos tres meses, posiblemente más. Mi abuela guardó aquella preciosa vajilla para mí y luego compró una tienda, sin que papá, mamá ni yo supiéramos nada.

Hicimos el viaje de vuelta casi en silencio y solo volvimos a hablar cuando papá aceleró el coche.

Bajo el sol de la mañana, mamá, papá y yo llevamos las cajas al vestíbulo alfombrado y las depositamos allí.

Papá colocó una de las cajas, la que contenía el juego de Cockatrice verde de Minton de porcelana china, en la esquina de la escalera. Se irguió de golpe cuando se le ocurrió algo. Se volvió hacia mamá.

—Me pregunto si eso es lo que estaba haciendo Helena cuando me pasé por allí hace unas semanas —soltó.

—¿Qué quieres decir?

Papá se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—En aquel momento no le di mucha importancia, pero, en las dos ocasiones anteriores en que fui a ver si tu madre se encontraba bien, estaba hablando por teléfono con alguien. Colgó la llamada demasiado rápido cuando aparecí. —Le pregunté a papá si había mencionado con quién hablaba—. No. Cambió de tema y empezó a hablar de otra cosa. No hizo ningún comentario sobre quién estaba al teléfono. —Papá se encogió de hombros—. En ese momento me pareció un poco raro, pero luego lo olvidé.

Mamá me miró.

—Ella entonces estaría tratando de resolver todo esto.

 

 

Después de sacar las últimas cajas del coche y de apilarlas en un rincón del pasillo de casa de mis padres, mamá preparó unos sándwiches de queso y pepinillos para almorzar, antes de que papá y yo volviéramos a casa de la abuela para vaciar los armarios del salón de su colección «oficial» de juegos de té.

Mamá insistió en preparar una tetera para cuando regresáramos, y los tres nos sentamos agradecidos en el salón, acunando nuestras tazas y digiriendo la bomba que nos había soltado mi difunta abuela.

Recorrí con la mirada la habitación, cuyas puertas daban al cuidado jardín, con sus macetas de cerámica y sus setos recortados. En la pared del fondo había una preciosa acuarela difuminada del melancólico paisaje de colinas elevadas de Briar Glen. Era una escena idílica, pero estábamos confusos.

—¡Esto es una locura! —solté—. Quiero decir, que ya tengo trabajo. No me apasiona, pero es un empleo seguro, o todo lo seguro que se puede esperar hoy en día.

Miré hacia el vestíbulo, donde el alijo secreto de juegos de té y teteras de la abuela parecía guiñarme un ojo al asomarse por debajo del plástico de burbujas.

—No puedo dejar mi trabajo y montar un negocio —dije.

Mamá me dio la razón:

—No sé en qué estaba pensando. Quería mucho a mi madre, pero a veces me pregunto de dónde sacaba esas ideas que tenía. —Se volvió en el sofá—. No crees que estaba teniendo algún tipo de episodio, ¿verdad, o que no sabía lo que hacía?

Papá la miró y luego a mí.

—Helena era más que nosotros tres juntos. Siempre fue un espíritu libre, o, al menos, lo intentaba. Ese padre tuyo no la animó precisamente a ser ambiciosa, ¿verdad?

Mamá reflexionó sobre lo que papá acababa de decir.

—Mi padre tenía costumbres demasiado formales y, como tenía demasiado miedo de arriesgarse, esperaba que mamá también fuera como él. —Enarcó una ceja con escepticismo—. Eran muy diferentes. A menudo me he preguntado cómo llegaron a estar juntos. —Mamá miró las cartas arrugadas de la abuela que tenía en el regazo—. Y no tengo ni idea de a qué se refería cuando dijo que eran otros tiempos y que se arrepentía de una cosa.

—Helena quería que hicieras lo que ella nunca pudo hacer —me dijo papá, captando de nuevo nuestra atención—. Y, fuera lo que fuera, está claro que quiere que te arriesgues y que hagas algo que te guste.

Abrí la boca y la volví a cerrar.

Mamá meció su melena pelirroja. La voz se le quebró de emoción al comentar:

—Bueno, creo que esto es egoísta. —Sus ojos confusos se nublaron de lágrimas.

Me levanté del sillón y me acerqué a mamá, tirando de ella hacia mis brazos extendidos. Aspiré su perfume de Coco Chanel.

Mamá mantenía la cabeza inclinada en el hueco de mi cuello.

—Sé que tu abuela a menudo se sentía frustrada por la vida que tuvo con tu abuelo, pero no puede cargarte a ti con sus sueños no cumplidos. No es justo.

La abracé con más fuerza.

—La abuela pensaba que me estaba ayudando, mamá —repliqué—. Me quejaba ante ella a menudo de todos mis exigentes clientes de las bodas.

Mamá se pasó el dorso de la mano por los ojos húmedos.

—Sé que en su fuero interno debió de pensar que hacía lo correcto, pero, aun así… —Su voz se apagó cuando el sol de la tarde bañó la alfombra de arpillera.

Papá parpadeó.

—¿Significa eso que ni siquiera vas a considerar la idea de tu abuela? —me preguntó.

Me froté la frente. Me sentía culpable. No quería decepcionar a mi abuela. Era lo último que quería. Sin embargo, lo que me pedía… ¡era absurdo! Me gustaba la vajilla bonita, como a ella, pero convertir esa pasión en un negocio de éxito ¡era una idea absurda!, por muchas razones que me rondaban por la cabeza: no tenía experiencia en el comercio local, las pequeñas empresas de Briar Glen luchaban por sobrevivir en la situación económica actual, no tenía ni idea de cómo elaborar un plan de negocio, y la lista de aspectos negativos crecía y se oscurecía a medida que pensaba en ellos.

Me sacudí la coleta, rechazando los puñetazos de culpabilidad que me golpeaban en el pecho. Había sido una idea maravillosa, llena de amor y muy generosa por parte de mi abuela, y ella nunca sabría cuánto apreciaba lo que había intentado hacer por mí, pero era imposible.

Forcé una sonrisa decidida y triste.

—Es una gran idea, papá, pero la abuela no lo pensó bien. Es imposible.

5

 

 

 

 

 

La mañana siguiente llegó demasiado deprisa y trajo consigo la alegría habitual del lunes de otra semana de trabajo.

Me había hecho a la idea de que papá, mamá y yo recogeríamos el día anterior algunas cosas de la abuela que realmente significaran algo para cada uno de nosotros, y no que nos encontraríamos con una preciosa vajilla que sería la envidia de Harrods y con una tienda en la que venderla.

Si no iba a abrir mi propio negocio, ¿qué iba a hacer con el ajuar de la abuela?

Había intentado proponer ideas: desde vender el local y hacer una donación sustancial a dos de las organizaciones benéficas favoritas de la abuela hasta donar la vajilla al Museo de Historia de Glasgow.

Me senté un momento en el aparcamiento del personal del hotel, con los dedos aún aferrados al volante de mi Škoda Citigo color cobre. El Castillo Marrian se alzaba delante de mí con la luz de abril reflejándose en sus relucientes ventanas y torreones.

Con Briar Glen desplegado en todo su esplendor escocés y frondoso, pude entender por qué ejercía tanta atracción para las bodas.

Cogí el bolso del asiento trasero y me alisé la falda azul marino, que me llegaba por la rodilla.

Los huéspedes se arremolinaban en la recepción del hotel, una zona construida con cristal y cromo, resplandeciente, con instalaciones de arte abstracto y se oían amables murmullos de conversación en el comedor, cubierto con papel pintado de tonos chocolate y crema, donde se servían los desayunos.

Saludé a Una y Derek, los dos recepcionistas que trabajaban esa mañana, y bajé al comedor que daba a los ondulantes terrenos repletos de árboles y flores. Se oía el tintineo de las tazas y el traqueteo de los cubiertos del desayuno.

Mi despacho estaba al otro lado del cristal esmerilado azul hielo del spa Sensations, más al fondo del pasillo.

En cuanto me quité la chaqueta y encendí el ordenador para echar un vistazo a mi agenda del día, Heston irrumpió en el despacho con su severo pelo negro y su expresión de enfado. Sus finos dedos se estrechaban en torno a su corbata Castillo Marrian de color clarete, con las iniciales C & M doradas bordadas.

—¿Qué tal el domingo? —me soltó, con una sonrisa falsa.

En alerta máxima, junté las manos sobre mi escritorio semicircular de nogal, en el que había un par de fotografías de mis padres y una preciosa foto de mi abuela en su setenta cumpleaños sosteniendo su tarta de cumpleaños lila y rosa.

—Bien, Heston. ¿Qué favor vas a pedirme? —dije.

Fingió sorprenderse.

—¿No puedo preguntar por mi organizadora de bodas favorita? —Antes de que pudiera contestarle, cogió la silla de enfrente y se acomodó en ella—. He decidido tomarme una semana de vacaciones a partir de esta tarde. Pablo quiere que conozca a sus padres, que están en España.

Casi salgo disparada de la silla.

—Pero Heston, mira esto. —Giré la pantalla para que pudiera verla. Mi calendario repleto brillaba en mi PC en color verde lima—. Esto no es un juego de Tetris. Es mi calendario de reuniones para esta semana. ¿Cómo esperas que haga malabarismos con todo lo que hay aquí y, además, con tus compromisos?

Heston descartó mi cargada agenda con un movimiento de su huesuda mano.

—No te pongas así, querida. Pospondré algunas de mis citas hasta que vuelva la semana que viene —propuso. Bueno, algo era algo, pero, aun así, yo seguía teniendo delante una avalancha de bodas en distintas fases de organización—. Pero si pudieras encargarte de la organización de la boda de Ulrika Bonnington, sería maravilloso. Se suponía que iba a reunirme con ella y su madre esta mañana a las once, pero tengo taaantas cosas que hacer antes de irme…

El golpe final de Heston me hizo tambalear. ¡¿Qué?! ¡No puede ser! No podía hacerme eso. Simplemente no podía.

No obstante, a juzgar por la forma en que su enjuto cuerpo salía corriendo de mi despacho, podía hacerlo, y, de hecho, lo hizo.

Ulrika Bonnington era hija de Chastity y Spence Bonnington, propietarios de una flota de cruceros de lujo que ofrecían a los turistas la mejor experiencia escocesa. Ulrika se iba a casar con el hijo de un político comedido, aquí, en el Castillo Marrian, el 22 de diciembre. Cuando Ulrika se puso en contacto con el hotel para decir que quería que su boda se celebrara aquí, Heston insistió en que se encargaría él personalmente de los preparativos, ya que se trataba de una «boda sexi y de alto nivel».

Sin embargo, según Casper, nuestro recepcionista sueco, la señorita Bonnington estaba volviendo loco incluso a Heston, con su interminable retahíla de ridículas exigencias, despotricantes correos electrónicos y chirriantes llamadas telefónicas.

Salí corriendo de mi escritorio tras él.

—Heston. ¡Heston! ¡Espera un segundo! Insististe en que querías esta boda. Impusiste tu rango.

Heston ya avanzaba de forma impresionante por el pasillo adornado con flores. Acababan de depositar jarrones con flores frescas en los pedestales, lo que daba a la estancia un aire de bosque tropical colombiano.

—Oh, la experiencia te sentará bien —dijo él por encima del hombro—. Ahora tengo que irme. Sorcha ha dicho que podía hacerme un hueco para depilarme las cejas a las nueve y media. Ciao! —Su traje de chaqueta desapareció tras las puertas dobles del spa.

Volví pataleando hacia mi despacho, rebosante de indignación y mal genio.

¡Mierda! ¡Mierda! Hablando de la mierda, ¡me he caído justo encima de ella! Pero ¿qué podía hacer? Un par de revistas del mundo del espectáculo iban a cubrir la boda, y la familia Bonnington se estaba gastando una cantidad de dinero obscena en el castillo.

No me quedaba otra. Al faltar Heston, yo tendría que lidiar con las Bonnington.

Mi correo electrónico sonó, lo que me irritó aún más. Era un e-mail de Heston. Me mandaba notas de su reunión inicial con Ulrika Bonnington y su madre. No perdía el tiempo.

Me desplomé derrotada en la silla y me las arreglé para cambiar la reunión que tenía prevista a las once de la mañana con un nuevo florista que promocionaba su negocio para más tarde, con el fin de atender a las Bonnington.

Si conseguía que mi reunión con ellas no durase más de una hora, tendría tiempo suficiente para almorzar antes de mi siguiente cita, de las doce y media, con una pareja de novios.

Giré en mi silla para contemplar la multitud de árboles y césped de la parte de atrás, que caían en cascada al otro lado de la ventana de mi despacho.

Heston me debía una, una muy grande.

 

 

Ulrika Bonnington miró mi despacho, con su moqueta azul petróleo y sus cortinas a cuadros, como si estuviera atrapada en las entrañas de Satán.

—Creía que Heston Cole se ocupaba de mi boda —observó ella.

«Yo también».

Oculté mi enfado con una sonrisa profesional.

—El señor Cole está de vacaciones esta semana y me ha pedido que lo sustituya —repuse. La nariz respingona de Ulrika Bonnington se disparó hacia arriba—. Así que… —Escribí en el teclado para sacar la copia electrónica de las notas de Heston para la boda Bonnington-Barclay— se va a casar aquí, en el Castillo Marrian, el 22 de diciembre.

—Sí, a propósito de eso —intervino Chastity Bonnington, la madre de la novia, sentada a su lado como si fuera la seguridad de un club nocturno—, hemos decidido que no estamos contentos con la fecha y nos gustaría cambiarla.

Un escalofrío de preocupación me recorrió. No podía ser que pensaran adelantarla. Las fechas de aquí a final de año ya estaban ocupadas. Esperaba que mi voz sonara tranquila.

—¿Puedo preguntar por qué?

Ulrika me inmovilizó en mi silla giratoria. Me miraba como si yo fuera el tonto del pueblo.

—El 22 de diciembre no es suficientemente navideño —declaró.

Parpadeé ante su cascada de extensiones de pelo amarillo brillante y su chaqueta de piel rosa bebé.

—¿No es suficientemente navideño? —pregunté.

—Así es —dijo—. Lo he hablado con Gideon y nos gustaría trasladar nuestra boda a Nochebuena.

«Oh, tienes que estar bromeando».

Un viento helado se arremolinaba en mi despacho.

Nunca organizábamos bodas el 24 de diciembre. La familia Marrian creía que los empleados tenían todo el derecho del mundo a pasar tiempo con sus familias, sobre todo en Navidad. No obstante, se había hecho una excepción especial con Tony y Sonya, el hijo y la futura nuera de nuestra empleada doméstica más veterana, Ivy Dunsmuir. Eran una familia encantadora. Los propietarios del Grupo Hotelero Cascada Marrian, sir Guy Marrian y lady Josephine Marrian, habían insistido en que se les diera un trato especial cuando hice una llamada subrepticia a la oficina central y ensalcé las virtudes de la publicidad festiva y reconfortante que esto generaría. La oficina central había insistido incluso en pagar el cincuenta por ciento de la factura final, pues sabía que la publicidad que esto generaría no tenía precio.

—Me temo que no organizamos bodas el 24 de diciembre. Es la política de la empresa. —Sonreí amable, consciente de que las dos mujeres dirigían hacia mí su poco impresionada atención—. Voy a ver si encuentro una alternativa.

Me desplacé hasta diciembre. El rojo brillante de las reservas me devolvió la mirada. Solo quedaba una cancelación para la tarde del 18 de diciembre.

Ulrika Bonnington estalló:

—¿El 18? ¡Eso es aún menos navideño que el 22! —Me sobresalté cuando Ulrika Bonnington apareció junto a mí, en mi lado del escritorio, y dirigió una garra rubí acusadora a la pantalla de mi ordenador—. ¿No aceptáis reservas de bodas para Nochebuena? Entonces, ¿qué es eso? ¿Qué pasa el 24 de diciembre a las 11 de la mañana?

Me apresuré a hacer clic para alejarme del diario de la boda, aunque era demasiado tarde. Ella ya lo había visto. Debería haber tenido más cuidado, pero no esperaba que se moviera tan rápido con esas cuñas de metacrilato. Intenté salirme con la mía:

—¿Qué reserva?

Ulrika Bonnington volvió tambaleándose al otro lado de mi mesa y se colocó junto a su madre, que seguía sentada, con las manos apoyadas en sus huesudas caderas.

—Esa reserva que decía Sonya y Tony, boda de Dunsmuir y Lovegood —respondió Ulrika Bonnington.

Mis ojos, cada vez más abiertos, se desviaron hacia la madre de la novia, que ahora me apuntaba con puñales suspicaces, tan escalofriantes como los de su hija.

Ulrika Bonnington volvió a sentarse en su silla, ansiosa por escuchar mi explicación.

Ahora me tocaba a mí poner mala cara. Me crucé de brazos. Podía adivinar cuál sería su reacción.

—Les pido disculpas. Ese acto es inamovible. Lleva meses en la agenda.

De ninguna manera iba a sacrificar un día tan especial para Ivy y su familia, solo para complacer los caprichos fluctuantes de Ulrika Bonnington.

Los ojos verdes y felinos de Ulrika se entrecerraron.

—Sí. Seguro que esa gente lo entenderá cuando les digas quiénes somos.

Hice un ruidito de indignación. ¿De verdad acababa de decir eso? La audacia de esta mujer era asombrosa. ¿Comprenderían los de la otra boda que una heredera mimada y exigente hubiera decidido de repente que quería para su propia boda el día a ellos asignado?

Negué con la cabeza, mi trenza rubia vainilla ondulando por mi espalda.

—Lo siento mucho, señorita Bonnington, pero eso es imposible. —Sonreí con frialdad—. Como acabo de explicarle, podemos acomodarla el 18 o puede mantener su reserva para el 22. En cualquier caso, estaré encantada de poner a su disposición de forma gratuita, por supuesto, nuestro coche de caballos navideño para que usted y sus invitados lo disfruten. —Ignoré el gruñido de desaprobación de Ulrika—. El Castillo Marrian también aseguraría que su tema del reino mágico de nieve y hielo sea insuperable.

La tez de Ulrika Bonnington se puso pálida bajo el maquillaje.

—¡No quiero un carruaje tirado por un burro viejo y destartalado! Quiero que mi boda sea en Nochebuena.

Luché por mantener un aura de calma, mientras en mi interior empezaba a enfurecerme por el flagrante privilegio. Junto a Ulrika, su madre extendió una mano anillada en un intento de calmarla. No funcionó.

—Señorita Bonnington, comprendo su decepción —mentí entre dientes—, pero puedo asegurarle que su boda el 22 de diciembre será la experiencia festiva perfecta para usted y sus invitados.

Los brazos castaños de Ulrika asomaban bajo las mangas de su chaqueta.

—Esto es ridículo. ¿Dónde está Heston? Quiero hablar con él. —Sus fríos ojos brillaron—. ¿Cómo es ese dicho sobre el organillero y no el mono?

Sentía cómo se me cerraban los puños bajo el escritorio.

—Señorita Bonnington, acabo de decirle que el señor Cole se prepara para irse de vacaciones.

—Ah. Entonces, todavía no está de vacaciones.

Ulrika Bonnington se reclinó en el respaldo. Parecía una medusa rubia ceñuda.

«¡Maldita sea! No quería que se me escapara».

Miré a su madre. Ella desvió la atención hacia la alfombra de mi despacho. Así que, lo que su hija quería, lo conseguía. Bueno, esta vez no. No a expensas de la querida y dulce Ivy y su familia.

Cogí el teléfono y llamé al spa del hotel. Heston estaba tranquilo.

—¡Estoy a mitad de las cejas! —Se oyó un ruido cuando se impulsó hacia arriba—. ¡No puedo ir a España con cara de sorpresa!

Dejó escapar un agónico gemido cuando le conté la versión resumida de los hechos, bajo la atenta mirada de Ulrika.

—¡Oh, por el amor de Dios! No podemos permitirnos perder su dinero. En cinco minutos estoy en tu despacho.

Colgué el auricular con un temblor de preocupación. No, Heston no se pondría del lado de Ulrika Bonnington. Era mi jefe y me apoyaría. Representábamos al Castillo Marrian como un frente unido. Con independencia del dinero, no estaba dispuesta a arruinar la boda de la familia de Ivy y, a pesar de que Heston tenía la profundidad de una cucharilla, estaba convencida de que él estaría de acuerdo.

Heston irrumpió por la puerta de mi despacho cinco minutos después, con la frente tan rosa que parecía un pavo desplumado.

Tras saludar efusivamente a las Bonnington, cogió una silla libre del pasillo.

—Así que, Heston, ya le he explicado a la señorita Bonnington que el 24 de diciembre no es posible. —Abrí mucho los ojos hacia él para darle más énfasis, pero observé, con una creciente sensación de enfado e incredulidad, que Heston se movía inquieto.

—¿No podemos cambiarlos? —murmuró él al cabo de unos instantes. Me incorporé, parpadeando con furia. ¡¿Estaba dispuesto a capitular ante esa horrible mujer?! Fingí no entender—. Estoy seguro de que, si se lo explicamos a Ivy y a su hijo, podremos trasladar su boda al 22 de diciembre y permitir que la señorita Bonnington celebre su ceremonia en Nochebuena.

Los labios rosados de Ulrika Bonnington esbozaron una sonrisa de satisfacción.

Mi fachada de profesional se desmoronó. Al diablo con el esfuerzo de diplomacia.

—Pero eso no es justo —solté, con la indignación encendida en nombre de Ivy y su familia—. Les prometimos hace meses que Sonya y Tony se casarían en Nochebuena. Ivy y su difunto marido se casaron en esa fecha y significa mucho para ella.

Heston agitó una mano pálida y complació a Ulrika Bonnington con una de esas sonrisas suyas que revolvían el estómago.

—Estoy seguro de que a Ivy no le importará. Es una mujer muy comprensiva y tratable. Hablaré con ella.

Mi cabeza pasó de Heston a Ulrika y su madre. Esto no tenía sentido… ¡y era tan despiadado!

Me enderecé, vestida con mi chaqueta de traje.

—Lo siento, pero esto es inaceptable. No estoy de acuerdo en absoluto. Todas nuestras novias merecen el día de la boda de sus sueños, no solo unas pocas elegidas.

Ulrika Bonnington me señaló con su barbilla puntiaguda.

Heston giró sus ojos claros y acuosos hacia su frente lisa como la cera.

—Por supuesto, estoy de acuerdo contigo, Sophie. —Era evidente que no—. Nos enorgullecemos de proporcionar a cada novia el día de su boda que se merece. Pero el Castillo Marrian prospera gracias a su clientela de alto nivel.

Ulrika y su madre intercambiaron miradas de satisfacción al ser descritas como «de alto nivel». Tamborileé con las uñas sobre el escritorio.