Vais a decir que estoy loco - Andreu Martín - E-Book

Vais a decir que estoy loco E-Book

Andreu Martín

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"Ahora me duermo, ahora me despierto, ahora me duermo." Así es la vida de Francesc Ascás, un extravagante joven que oye voces y dice cosas raras, que dibuja cómics y está enganchado a las predicciones de una maga televisiva, y todo ello encerrado en el piso donde vive, con la única luz que le ofrecen las rendijas de las persianas bajadas. Hasta que un día aparece muerta Blanca Benito, su vecina y única amiga, y será entonces cuando la policía lo acusa de homicidio, por ser el loco de la escalera, porque ya se sabe que un loco es capaz de todo. Bajo esta trama, Andreu Martín nos adentra en una rueda de la fortuna rebosante de imprevistos y sucesos de todo tipo, donde finalmente todo el mundo te toma por loco porque "los locos siempre dicen que no lo están, de manera que cuando uno dice que no está loco, enseguida piensan que está como una cabra". Y precisamente aquí es donde el lector jugará un papel relevante: descubrir quién realmente lo está y quién no, quién dice la verdad y quién miente, y cuáles son las voces equívocas. Una novela llena de intertextualidades, personajes rocambolescos y lugares emblemáticos, algunos ya muy conocidos dentro del universo del escritor. Después de títulos como El Harén del Tibidabo, Todos te recordarán y La favorita del Harén, Andreu Martín vuelve para ofrecernos una historia colmada de ambigüedades y con una temática que le apasiona: los trastornos y las psicopatías.

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Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett concedidos por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim). Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria —con ya más de un centenar de novelas—. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil.

 

«Ahora me duermo, ahora me despierto, ahora me duermo.» Así es la vida de Francesc Ascás, un extravagante joven que oye voces y dice cosas raras, que dibuja cómics y está enganchado a las predicciones de una maga televisiva, y todo ello encerrado en el piso donde vive, con la única luz que le ofrecen las rendijas de las persianas bajadas. Hasta que un día aparece muerta Blanca Benito, su vecina y única amiga, y será entonces cuando la policía lo acusa de homicidio, por ser el loco de la escalera, porque ya se sabe que un loco es capaz de todo.

Bajo esta trama, Andreu Martín nos adentra en una rueda de la fortuna rebosante de imprevistos y sucesos de todo tipo, donde finalmente todo el mundo te toma por loco porque «los locos siempre dicen que no lo están, de manera que cuando uno dice que no está loco, enseguida piensan que está como una cabra». Y precisamente aquí es donde el lector jugará un papel relevante: descubrir quién realmente lo está y quién no, quién dice la verdad y quién miente, y cuáles son las voces equívocas. Una novela llena de intertextualidades, personajes rocambolescos y lugares emblemáticos, algunos ya muy conocidos dentro del universo del escritor.

Después de títulos como El Harén del Tibidabo, Todos te recordarán y La favorita del Harén, Andreu Martín vuelve para ofrecernos una historia colmada de ambigüedades y con una temática que le apasiona: los trastornos y las psicopatías.

Vais a decir que estoy loco

Vais a decir que estoy loco

ANDREU MARTÍN

Primera edición: enero del 2021

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:EDITORIAL ALREVÉS, S.L.C/ València, 241, 4.º08007 [email protected]

© 2021, Andreu Martín© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S. L.

ISBN: 978-84-17847-84-5Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

1

Me parece recordar que ayer noche,

no estoy muy seguro de ello porque me dormí, tenía mucho sueño, la televisión me da sueño y ahora me duermo ahora me despierto, pero estoy casi seguro,

seguro, seguro,

que anoche Ada Maga se dirigió a mí desde la tele,

sí, sí, a mí, a mí personalmente,

recuerdo con exactitud cómo me miró desde la pantalla del Samsung, y dijo «Francesc, esta va por ti» antes de echar las cartas.

Y, mientras interpretaba el mensaje de los arcanos, me echaba ojeadas cargadas de intención y picardía, «atento, que te estoy hablando a ti, Francesc, esta va por ti».

Y dijo:

—La carta que te representa, Francesc, es la del Loco,

(era evidente que me estaba dedicando la representación)

te veo desorientado, agobiado, buscando un norte y una guía, y aquí, la Torre nos dice que estás confuso, que tienes miedo, porque la torre se rompe y nos anuncia un cambio brusco, quizás traumático, pero no tienes que preocuparte porque aquí están las Estrellas, que significan buenas perspectivas, que tendrás suerte, que vas a salir airoso. Y hay una señora que te ayudará. La Rueda de la Fortuna nos confirma el cambio imprevisto y feliz. Cambio imprevisto protagonizado por una mujer, como te decía, como nos confirma la presencia, aquí, de la Papisa, una mujer madura y sabia, una consejera, una musa que te conducirá hacia la luz. Los pensamientos y las intenciones de esta mujer están representados por el Diablo, pero no tengas miedo. El Diablo significa que su influencia será magnética, irresistible, mágica, te sentirás embrujado, poseído, quizás te resultará un poco doloroso, pero tienes que dejarte llevar porque ya te he dicho que todo sucederá para bien. Es una influencia positiva, es un cambio para mejorar, como certifica aquí el Mago, lleno de habilidad, de audacia, un ilusionista que manipula y hace milagros y provoca ilusiones, una persona libre e independiente.

Quizás hayas hecho algo malo,

(dijo, algo malo)

tú sabrás lo que has hecho,

(dijo, algo malo, tú sabrás lo que has hecho)

pero aquí, el Ahorcado garantiza que todo lo que te encuentres solo será negativo en apariencia. Al final, te espera el perdón, el descanso, la curación, la mejora. Y, de cara a un futuro lejano, no podía salirte una carta mejor que esta.

La Muerte.

La carta de la Muerte representa la salvación, el cambio radical, el viaje hacia la luz.

Yo ya lo sabía: en Las clavículas de Salomón, la Muerte está representada por la Letra Mem y significa el renacimiento, la inmortalidad a través del cambio, la transmutación.

Ada Maga decía todo esto mirándome a mí, directamente a mí, fijamente, obsesivamente, desde el televisor, y me llamaba Francesc, o sea que me conoce lo bastante bien como para tutearme, y ahora estoy mirando a la calle.

Pero no he salido al balcón.

Para que no me vean.

Estoy dentro de casa y atisbo a través de las rendijas de la persiana cerrada a medias. Como estoy en un tercer piso, casi no veo nada. No veo la acera, delante del portal, y muy poco de la calzada porque se interpone un plátano de copa frondosa y amarilla. Pero ya me hago una idea de la situación.

Policías de uniforme que van de un lado para otro, y policías de paisano que escriben cosas en un cuaderno o hablan por el móvil con cara de cabreo. Y un intermitente azul que hace un momento tenía más presencia, porque aún era oscuro, y ahora se va desvaneciendo porque amanece.

Llega un coche negro, brillante, recién lavado. Trae a alguien muy distinguido porque se espera en el interior hasta que un agente uniformado le abre la puerta.

Es el juez.

Un juez gordo de movimientos pesados que hace gestos de figurín elegantísimo. Se abrocha un botón de la chaqueta como quien dice «Mirad lo que sé hacer», y esconde barriga, y tira de los faldones por detrás como para ocultar un culo que nadie le miraría por gusto. Detrás de él baja un hombre más insignificante, con alma de esclavo. Lleva una carpeta de cuero, o de plástico negro.

Es el secretario.

Luego, una mujer joven y delgada, alta, la prota de la película, con un jersey gris porque ya empieza a refrescar, falda, zapatos de medio tacón, nada espectacular. Discreta. Probablemente madre de familia.

Es la doctora. La forense.

Tocará a Blanca. La manoseará. Le levantará el antiguo camisón hasta la cintura y hurgará en su cuerpo. Manos manchadas de sangre.

Me cabreo. Me rebelaría si pudiera. Se me llenan los ojos de lágrimas.

Porque eres un imbécil. Llevas años preparando este momento.

Dos años. No más de dos años.

Dos años son muchísimos cuando se tienen veintiuno. Años preparando este momento y, a la hora de la verdad, la cagas.

Sí, sí, la cagas. Sí, sí, la has cagado mucho. Como un idiota baboso.

El corazón me late tan fuerte que me castañetean los dientes, y el cerebro también empieza a latir y me gustaría romper algo.

Llaman a la puerta.

Todavía estoy de pie espiando por la persiana y me tiemblan las piernas.

Salgo al balcón que une el salón con la habitación de al lado, cierro los ojos para que desde la calle no me vea ningún policía, que nadie grite, que nadie me dispare, y vuelvo al interior del piso, a lo que debería ser el dormitorio principal y donde ya hace tiempo que desmonté y arrinconé la cama para construir, con maderas, cartones y plásticos encontrados en contenedores de basura, la maqueta de un castillo medieval donde transcurrían algunas escenas de mi primer álbum, Equis se escribe sin x.

De allí salgo al estrecho —estrechísimo— espacio de pasillo ahogado entre dos estanterías metálicas y tengo que arrimarme a la pared para deslizarme hasta el minúsculo vestíbulo.

Abro la puerta del piso y encuentro en el rellano a dos policías de uniforme, un hombre y una mujer, jóvenes, amables, inocentes, relajados, como malos actores interpretando un papel que no se corresponde con el vestuario que les han puesto. «Hola, somos testigos de Jehová», no me vengáis con chorradas, no sois testigos de Jehová, que lleváis uniforme, joder.

—Buenos días. ¿Es usted Francesc Ascás, el inquilino de este apartamento?

—Soy el propietario. ¿De dónde han sacado mi nombre?

—De abajo, del buzón.

—¿Con qué permiso? ¿Tienen una orden judicial?

Sonrisas como abusos de poder. Miran detrás de mí, frunciendo el ceño ante el montón de libros que forma una barrera tan cerca de la puerta.

—Para leer los buzones no hace falta una orden judicial —dice la policía hembra—. Solo queremos preguntarle si sabe algo del incidente de esta noche pasada en el piso de abajo.

Me quedo con la palabra «incidente».

—¿Preguntarme? ¿Interrogarme?

—¿Puede decirnos algo?

—¿Y mis derechos?

—Luego hablaremos de sus derechos. Pero ¿sabe algo del incidente de esta noche en el piso de abajo?

Vuelta con el incidente.

—¿Qué ha pasado esta noche en el piso de abajo? —replico.

—¿No sabe nada?

No se lo creen. Es acoso. Me están acosando con su abuso de autoridad. Sudo y me tiemblan las manos.

No pueden apartar su mirada de la estantería que les cierra el paso. Es un muro multicolor de lomos de libros de Dana Gibson, Munch, Paul Klee, Hopper, Van Gogh, Fortuny, Opisso, Jordi Benito, Egon Schiele. A mí se me pondrían ojos de niño el día de Reyes por la mañana. A ellos, no.

—¿Se pueden identificar, por favor?

El policía hombre señala con su índice el número de cinco cifras que lleva pegado en el pecho.

—Este es mi número. Tome nota, si quiere. —La mujer también se toca el pecho—. Pero ¿por qué se resiste a contestar a nuestras preguntas?

Muy afectuosos los dos, pero acusadores, inquisidores. Sospechan de mí. Si no contesto a sus preguntas, es como si me declarase culpable y me arrastrarán al calabozo a hostias.

En defensa propia:

—Porque sí que quiero contestar a sus preguntas.

Con un rictus que significa «pero ¿no ven que soy inocente?».

—¿Entonces?

Silencio.

—¿Entonces? —repito.

—Si quiere contestar, conteste.

—¿Qué quieren saber?

No se inmutan. Obstinadamente complacientes, repiten la pregunta y están dispuestos a repetirla tantas veces como haga falta.

—¿Qué sabe del incidente que ha sucedido esta noche en el piso de abajo, en el primero primera?

El corazón me late muy fuerte, tengo que abrir la boca para respirar bien. Tengo mucho sueño.

—¿Qué ha pasado?

—¿No sabe lo que ha pasado?

No me creen.

—No.

La policía mujer se decide y me suelta la noticia con ganas de hacer daño:

—Alguien ha matado a su vecina, la señora Blanca Benito.

¡Pam!

Es una prueba. Los dos contemplándome obsesivamente, atentos a mis reacciones. Según lo que haga, lo que diga, según qué músculo mueva, caerán sobre mí y me pondrán las esposas. No quiero parpadear, tengo que cuidar lo que hago con las comisuras de los labios, me encuentro mal, me dan ganas de dormir, la taquicardia hace que me tambalee. Como tengo que decir algo, suelto un ruido descontrolado:

—Qué. —Así, sin entonación.

—Que alguien ha matado a su vecina, la señora Blanca Benito —repite la mujer policía con saña.

La llama Blanca. Me parece bien. Detesto que la llamen la Beata; en todo el vecindario, en todo el barrio, la llaman la Beata y me da rabia. No es una beata. No era una beata. Tenía un sagrado corazón en el recibidor, y una virgen en el pasillo y una santa cena en el comedor, y usaba aquel antiguo camisón cerrado en el cuello y por debajo de las rodillas, pero no era una beata. No puedo evitar que unos lagrimones densos, pesados y cálidos se deslicen por mi rostro.

—Lo siento —dice la policía hembra.

—Eran muy amigos, ¿verdad? —pregunta el policía macho.

—Qué. —Es el único sonido que sale de mis pulmones. No puedo articular palabras. Y no tengo que hacerlo.

—Un vecino nos ha dicho que la visitaba a menudo.

—Sí —llorando como un niño, viendo a los policías a través de una cortina líquida. No puedo evitarlo, no puedo hablar, no tengo que hablar.

—Nos han dicho incluso que usted tiene una llave del piso de la señora Blanca.

Eso ya es una acusación. Si reconozco que tengo una llave de abajo, me matarán.

—No. No tengo una llave. Es mentira. Yo no sé nada. Yo estaba durmiendo.

—¿No ha oído ruido de pelea? ¿Gritos? Los otros vecinos dicen que ha habido mucho jaleo.

—No. —Lloro y lloro. Desconsolado. Me hundo—. No puedo más. Tengo mucho sueño. Estoy enfermo. Tomo pastillas.

No me ayudan, no me sujetan para que no me caiga, no me preguntan si me encuentro bien, si necesito un médico. Dicen:

—¿Quieres decirnos algo, Francesc? —tuteándome, los cabrones, tuteándome para ablandarme. Niego con la cabeza, no me vais a liar. Insisten, sádicos—: Vamos. Ayer por la noche, ¿no bajaste a ver a Blanca?

—No.

—¿Seguro?

—¿Qué nos quieres explicar?

Hago un esfuerzo. Si no les digo algo, me electrocutarán con el Taser, me pegarán puñetazos y puntapiés.

—Que le gustaban mucho mis dibujos. Que me invitaba a tomar el té. Preparaba muy bien el té.

—¿Y no discutisteis?

—No. Nunca discutimos. Reíamos. A ella le gustaban las chicas de mis dibujos. La Tina y la Transi, con esas tetas que les pongo. «Las tetas», decía Blanca, «las tetas».

—Pero te hizo enfadar.

Quiere decir: «Te hizo enfadar y la mataste».

—¡No me hizo enfadar nunca! ¡Solo se reía con mis cómics!

—¿Se reía de tus cómics?

—No. Le hacían gracia. Y a mí me hacía gracia que le hicieran gracia. Por favor, ¿qué me están diciendo? ¿Que la han matado? ¿Quién la ha matado?

—Yo no lo sé —dice ella—. ¿Quién la ha matado, Francesc?

La miro. A ella y a él, primero a una, luego al otro.

—Yo no.

Se para el mundo.

—¿Así que, entre las tres y las cuatro de la madrugada, estabas...? —a punto para anotar lo que le diga.

—Durmiendo. Estaba durmiendo. No he oído nada. No sabía nada.

—Bueno, pues muchas gracias —dando la entrevista por terminada.

—Muchas gracias —dice el poli macho, a regañadientes, frustrado porque no puede ponerme las esposas.

Cierro la puerta con mucho cuidado para no provocar un estrépito que parezca irrespetuoso. Se me cierran los ojos. Las piernas se me ablandan. Caeré al suelo desmayado de un momento a otro. Tengo que dormir.

Paso por la habitación de la maqueta medieval con miedo de caer sobre ella y destrozarla. De su interior, salen ciento veinticinco mariposas invisibles que me acompañan revoloteando alrededor de mi cabeza. No puedo verlas pero, si presto atención, puedo percibir la vibración de sus alas, la caricia del aire que desplazan. Me acompañan cuando salgo al balcón con miedo de saltar a la calle y, a la luz del alba, los ojos se me llenan de pequeñas chispas fugaces, como si los rayos solares rebotaran en los movimientos de los lepidópteros, que hacen mucho más respirable la atmósfera. El cielo es azul y destacan en él dos líneas blancas, muy rectas. Son aviones de guerra que sobrevuelan la ciudad para calcular cuántas bombas deberían soltar para matarnos a todos. Llego a mi habitáculo chocando con los estantes metálicos llenos de libros de cómics, de ilustración, de pintura, novelas, tratados de demonología, muchos CD y DVD. El catre está junto a la mesa de dibujo. Las sábanas están revueltas y sucias, pero no tengo tiempo de alisarlas.

Me desplomo.

Me desplomo desde lo alto de un acantilado.

Abajo, el mar

vuelo

como una gaviota.

Soy una gaviota.

No noto el golpe contra la superficie del agua y ya estoy sumergido en líquido amniótico.

¿Tengo problemas respiratorios?

Me da igual.

Es tan agradable sentir que te mantienes alejado de todo contacto material.

2

Ya he salido de casa. Ya estoy en la calle.

Es uno de esos días especiales en que los árboles se mean en los perros. Hace un viento arrasador que les sacude las copas y les arranca las hojas y cabecean enfurecidos, con ganas de hacer daño. Cuando se les acerca un perro y levanta la pata, lo rechazan con una meada inesperada. No sé de dónde les sale el líquido que expelen, si es savia o látex o qué, pero los chuchos se llevan un buen susto y gruñen y enseñan los dientes. Asistimos al inicio de una guerra a muerte. Los árboles replican al fin, pero los perros no tardarán en contraatacar.

Hay otros mundos y están en este, dijo Paul Éluard. Lo que no dijo Éluard es que, si eres capaz de ver y vivir esos mundos, te llaman loco y te marcan con la cruz de la mierda. Hay aviones, y coches, y camiones, y motos, y martillos hidráulicos, y perforadoras, y generadores, y gritos de miles de víctimas angustiadas, y los peatones fingen que no oyen nada, todos embobados con sus móviles y sus tabletas. No quieren oír el alboroto y no quieren ver los demonios reptilianos y venenosos que corren entre sus piernas.

Un hombre desgarbado y sucio duerme a la puerta de un banco, junto a mi casa. Me pregunto si será publicidad. ¿O tal vez una metáfora?

Voy diciendo «No pienses en Blanca, no pienses en Blanca, no pienses en Blanca, no pienses en Blanca, no pienses en Blanca», para no pensar en Blanca.

Para huir del bullicio y los dragones, yo también utilizo el móvil, como todo el mundo. En Twitter, soy seguidor de cuentas de cuerpos de policía de diferentes ciudades del mundo. Eso me permite el acceso de vez en cuando a noticias sorprendentes que dan mucha risa. Las comparto por WhatsApp con César Cuevas, el dibujante de Le Bretteur, que a él también le gustan estas cosas.

He cogido la gorra y el móvil, porque tengo que ir a hacer fotografías. Me he tomado las pastillas y, cuando tomo las pastillas, no puedo dibujar, no me puedo concentrar. Cuando tomo las pastillas, o bien me quedo durmiendo en la cama, o estupefacto mirando al techo; o, si me encuentro mejor, salgo a pasear y hago fotos que luego me servirán para mis cómics. Edificios, rincones, vehículos, gente.

Había dos policías de uniforme en el rellano. No me han dejado bajar por las escaleras. Sin más explicaciones. Que bajara con el ascensor. No tenían ningún derecho a obligarme, pero no me he resistido. Quería ver la puerta del piso de Blanca, por si acaso estaba abierta y podía mirar al interior. He tenido que aguantarme. Abuso de autoridad.

Ya he salido de casa. Ya estoy en la calle. «No pienses en Blanca, no pienses en Blanca, no pienses en Blanca.» Y voy buscando en Twitter: policía de Los Ángeles, LAPD, de Nueva York, NYPD, Policía Nacional, Guardia Civil. Hoy no hay nada muy interesante. Persecuciones de ladrones, advertencias de robos, alarmas infundadas.

Ayer por la tarde, la telefoneé y le dije:

—¿Puedo bajar? Tengo dibujos nuevos.

Me dijo:

—No.

Así, sin más explicaciones, bruscamente. «No.» Como si me escupiera a la cara. «No.» Nunca me había contestado así. Nada propio de Blanca.

—¿Te pasa algo? —pregunté—. ¿Estás bien?

Dijo:

—No. Nada. El trabajo.

Y cortó la comunicación.

Me quedé jadeando, con el corazón latiendo en mi garganta. Como si acabáramos de cortar nuestra relación para siempre. Lágrimas en los ojos. No volví a llamarla. No volveré a llamarla nunca más porque por la noche ya estaba muerta.

Atravieso la calzada y entro en el bar Las Castañuelas.

Es un bar cualquiera, decorado de cualquier manera, sin ánimo de gustar a nadie, con fórmica y papeles arrugados por el suelo, hedor de aceite de colza y eructos de cazalla. A la hora de comer, Las Castañuelas se llena porque tiene un menú a diez euros y la paella de los jueves no está mal, y todo el mundo va a lo suyo, a sus móviles, a sus conversaciones, a sus discusiones y risas. Hasta que entro yo: mira, ese es Frank Ascás, que vive ahí enfrente, un chico extravagante, siempre dice cosas raras, siempre hace cosas raras, está mal de la cabeza, y callan y me miran. Me miran los mecánicos del taller de coches de la esquina, y los hermanos obesos del quiosco del centro de la plaza, y el viejo borracho de canas y rostro congestionado siempre colgado de su vaso de vino, y la pareja desconocida que no sabe si hacer manitas o no hacer manitas junto a la ventana, y las tres chicas que se ríen y se ríen (una usa gafas) y beben birras, e incluso me mirará el hombre calvo, de gafas de sol y cazadora marrón casi amarilla, que está al otro extremo del mostrador y parece que no pueda apartar su vista del móvil. El único que no me mira es el vecino polígamo y promiscuo que vive en el piso de arriba del mío, el tercero primera. Cohabita con tres mujeres: una que podría ser su madre, otra que podría ser su hermana y una tercera que podría ser su hija, y corre el rumor de que cada una tiene una habitación decorada según su edad y que el hombre duerme con una o con otra según su estado de ánimo. Hay noches en que puedo oír sobre mi cabeza el ajetreo que se traen cuando se montan una orgía los cuatro.

No me dicen nada porque no saben cómo dirigirse a mí, en qué idioma tienen que hablarme, qué tratamiento tienen que darme, porque son unos cagados. No me dicen nada, pero me miran.

Yo, como si estuviera pendiente del móvil y el Twitter.

Luego murmurarán, cuchichearán mirándome de reojo, pero me da igual, ya estoy acostumbrado. Mi vida es mucho más rica que la suya.

«No pienses en Blanca, no pienses en Blanca.»

«No. Nada. El trabajo.» Y cortó. Para siempre.

Nunca me había contestado así.

Solo me saluda el dueño del bar, Fu Manchú, porque es un mercenario, tiene que saludarme porque cada mañana vengo aquí a gastar, un té con leche y dos cruasanes de mantequilla, y cada mediodía a comer el menú de diez euros, los jueves paella. Me saluda, pero no me mira.

Se parece a Yang Shinhai, un asesino en serie chino que cometió sesenta y siete asesinatos y veintitrés violaciones a martillazos y hachazos. Lo llamaban el Monstruo Asesino (como sea que se diga en chino) o también el Monstruo de Henan, porque muchos de sus crímenes los cometió en una ciudad que se llama así, Henan. Lo condenaron a muerte y lo ejecutaron en 2004 de un tiro en la nuca. Pero yo al dueño de Las Castañuelas lo llamo Fu Manchú porque él no sabe nada de Yang Shinhai.

—Fu Manchú, déjate el bigote como Dalí, coño, que te parecerás a Fu Manchú.

Cuando camino hacia mi mesa, experimento una de esas sorpresas que me cortan el aliento. Estoy a punto de pegar un brinco, o un grito, y supongo que se me nota en la mirada, pero me contengo y paso de largo de la mesa de las tres chicas y me acomodo en la única mesa que está libre, cerca de la puerta del lavabo. Me pongo de espaldas, de espaldas al mostrador, al bar, al mundo, para que nadie vea la confusión en mis mejillas. Porque la chica de las gafas es Ada Maga, la cartomántica de la tele. Es ella en persona. No se parece mucho porque en la tele las maquillan y la tele cambia mucho a las personas, pero es ella, porque nos hemos mirado a los ojos y yo la he reconocido, pero ella también me ha reconocido. No tenemos que olvidar que lo sabe todo sobre mí. «Si has hecho algo malo», me ha dicho desde la pantalla, «Si has hecho algo malo, tú sabrás lo que has hecho, al final te espera el perdón, el descanso, la curación, la mejora. Y, de cara a un futuro lejano, la Muerte».

Y una señora que me ayudará. Déjame que lo ponga en mayúsculas: una Señora que me Ayudará, la Papisa, una Mujer Madura y Sabia, una Consejera, una Musa que te conducirá hacia la luz. Es ella, ¿no lo ves? La chica de la mesa de ahí atrás.

Es una bruja.

Una bruja buena, un hada, una Ada Maga.

Me ha mirado y lo sabe todo.

Habla con ella.

¡No, no! Lo sabe todo. No es una bruja. Es una diosa todopoderosa.

Si es una diosa tienes que adorarla.

Tengo que adorarla.

Acércate y arrodíllate ante ella y dile: «Soy vuestro esclavo, Señora, satisfaced en mí vuestros caprichos».

No, no.

Fu Manchú aparece a mi lado por sorpresa y pone en la mesa el plato de verduras a la plancha. No le pido lo que quiero porque cada día tardaba tanto en decidirme que no acabábamos nunca. Por fin, le dije que a mí me gusta todo y que me pusiera lo que quisiera.

—He oído que han matado a una mujer en tu escalera —murmura el chino en su castellano macarrónico.

—Sí —le confirmo—. La Beata.

No me gusta llamarla la Beata, pero si digo Blanca no sabrá de quién le hablo.

—Eso me han dicho. —Y no se mueve de mi lado.

—Sí, es así. —No lo miro porque estoy muy agobiado y tengo hambre y me apetece comer las verduras a la brasa. Quiero que me deje en paz.

—Pobre mujer.

—Sí.

—Erais muy amigos...

—Mucho.

—Te acompaño en el sentimiento.

—Vale.

Se va, por fin, y yo respiro desconcertado porque no imaginaba que un chino conociera y utilizara una fórmula como «te acompaño en el sentimiento».

Encuentro en el móvil un titular interesante: «Los Ángeles: Dos muertos en un tiroteo entre dos bandas de atracadores que querían robar la misma joyería». Me gusta saber que pasan cosas como estas. Son la demostración de que la confusión y el disparate no son exclusivos de mi cerebro. Me lo imagino. Dos pandillas de individuos enmascarados, con pasamontañas o con máscaras de Betty Boop, en la puerta de Tiffany’s, «Eh, ¿qué hacéis? ¿Dónde vais? ¡Que nosotros hemos visto esta tienda primero!», «Pero ¿qué dices? ¡Si hace un mes que estamos preparando el golpe!», «¡Pero nosotros llevamos Kaláshnikov y vosotros solo pistolas de 22 mm!». Y ahora te pego un empujón, ahora vuela un tortazo y se escapa un tiro, o se escapan dos, y la policía en medio de la acera, estupefacta, levantando la mano, pidiendo permiso para intervenir. Dos muertos. Fantástico. Le envío el tuit a César.

Cuando me atrevo a volverme, Ada Maga y sus amigas ya se han ido.

3

Cuando salgo a la calle, después de comer, y paso por delante del banco, noto que el hombre desgarbado y sucio huele muy mal. Una fetidez que no es humana.

Viajo con los Ferrocarriles de la Generalitat, que hoy van llenos de gente libidinosa. Hay un hombre de aspecto febril muy pendiente de sus manos trémulas, que conserva sobre las rodillas, evidentemente tentado de tocarse la bragueta. Y la anciana que presiona la punta de su lengua entre los labios mirando con ojos alucinados la pantalla del móvil, seguramente una peli porno. Nadie me mira, pero soy consciente de que permanecen atentos a mi comportamiento y a mis reacciones, convencidos de que, en caso de que se lanzaran a la orgía desenfrenada que todos anhelan, no podrán contar conmigo. Soy el intruso. El diferente. Me siento marginado.

Busco refugio en Twitter. Me salva un «superviviente».

Es así como César y yo llamamos a las noticias policiales como esta: «Roma: Quiere matar a su madre y quemar el cadáver, muere en el incendio y la madre sobrevive». Titulares que suelen terminar con una forma del verbo «sobrevivir». Ya tenemos ocho en nuestra colección. A César y a mí nos dan mucha risa. «Cáceres: En una residencia de ancianos, un hombre de 82 años mata a tres funcionarios, intenta suicidarse y sobrevive.»

Envío por WhatsApp este del que quería matar a su madre y murió en el incendio.

Tengo que soportar —tenemos que soportar, todos— la violenta situación hasta la estación de final de línea, porque es allí donde me dirijo. Avenida del Tibidabo. Me gustaría que estuviera el Tranvía Azul, pero ya no está. La alcaldesa odia a los turistas y lo ha quitado para joderlos.

Compruebo que en este barrio, como en el mío, abundan los recogedores de caca de perro. Son personas que encuentran un placer especial en utilizar bolsas de plástico para recoger excrementos que encuentran por la calle. Pero no excrementos cualquiera. Tienen que ser cacas calentitas, recién hechas. Lo he comprobado porque, en alguna ocasión, al ver a uno de estos individuos en acción, le he indicado otras cacas de perro que había en la acera, «Eh, que aquí tiene otra», y me han mirado como ofendidos, como diciendo «¿Quién se ha creído que soy? Yo no recojo cualquier caca». Tiene que ser calentita, recién hecha. Probablemente por eso la mayoría de los recogedores de caca que he visto, por no decir todos, llevan su propio perro, para estar bien seguros de que las cacas son recientes y de calidad.

En el número 15 de la avenida del Tibidabo hay una mansión de bloques de granito, como de película de miedo. Los desagües del tejado están decorados con dragones monstruosos copiados de Notre-Dame de París; hay ventanas de medio punto con pequeñas columnas que sirven para que el caballero ate una soga y suba a rescatar a una doncella, o ventanas cegadas por vitrales que vistos desde el interior deben de ser preciosos, y hay aspilleras para disparar con ballestas contra los atacantes, y una puerta principal con arco conopial y un escudo heráldico que ostenta el lema «Hic et nunc». Modernismo de princesas y dragones, y caballeros con armadura, y brujas y ogros; modernismo inspirado en el Conde Drácula e inspirador de Disney. Adosado a su lado izquierdo hay un restaurante, El Dulzón, con demasiadas cristaleras y demasiada claridad, pero este no lo voy a dibujar. Rompe la atmósfera. Me inspiraré en este edificio para diseñar el palacio de los Wapamente, que son los malos y por tanto tienen que esconderse en un lugar tenebroso y siniestro.

Ante la mansión del terror, en la calzada, mirando arriba y abajo como si esperase un taxi, hay un hombre. Es alto y musculoso, sobre todo musculoso, y exhibicionista, porque hace ostentación de sus bíceps, tríceps, deltoides, trapecio y pectorales con una camiseta imperio de lo más escotada. Pienso que no hace tiempo para vestir una camiseta como esta. Yo llevo camiseta de invierno, camisa de felpa, sudadera de capucha con la capucha puesta y aún me parece que hace fresco. Él, en cambio, parece que esté en pleno verano, tan tranquilo, con cintura de bailarín, piernas tal vez demasiado delgadas, vaqueros y zapatillas de suela de esparto. Me recuerda a un Freddie Mercury que se hubiera corregido la dentadura. Los cabellos peinados atrás y pegados al cráneo con brillantina y bigote negro y grueso que parece una salchicha quemada. Cuando ve que levanto el móvil para hacer la primera foto, deja de buscar taxi y, decidido, cruza la calle hacia mí.

—¡Eh, chico, chico, no hagas fotos!

Me quedo helado.

—¿Por qué? —pregunto, un poco apabullado por su personalidad.

—No puedes. Ven mañana y harás tantas fotos como quieras.

—Pero las necesito hoy.

El hombre me mira con una sonrisa tibia que significa que no necesita ningún motivo para ser amable y paciente.

—¿Para qué las necesitas?

—Tengo que dibujar. —Pienso: «No te precipites, habla despacio, no te aturulles»—. Soy dibujante de cómics. Quiero inspirarme en esta casa para diseñar el castillo de los malos. Y tengo que dibujarlo hoy.

El hombre mira arriba y abajo, como si buscara más fotógrafos por los alrededores. Habla, pero no habla para mí.