Ver como feminista - Nivedita Menon - E-Book

Ver como feminista E-Book

Nivedita Menon

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Beschreibung

Incisivo, ecléctico y políticamente comprometido, Ver como feminista es un libro audaz y de amplio alcance. Para la escritora Nivedita Menon, el feminismo no se trata de un triunfo final sobre el patriarcado, sino de una transformación gradual de la esfera social decisiva para que las antiguas estructuras e ideas cambien para siempre. Este libro reivindica el mundo a través de una lente feminista, entre la experiencia concreta de la dominación sobre las mujeres en India y los grandes desafíos del feminismo global. Desde las acusaciones de acoso sexual contra figuras de fama internacional hasta el reto que la política de castas implica para el feminismo, desde la prohibición del velo en Francia hasta el intento de imponer la falda a las jugadoras como vestimenta obligatoria en las competiciones internacionales de bádminton, desde la política queer hasta los sindicatos de trabajadoras domésticas o la campaña Pink Chaddi, Menon muestra con destreza los modos en que el feminismo complejiza y altera definitivamente todos los campos de la sociedad contemporánea.

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Nivedita Menon es profesora de Pensamiento Político en la Jawaharlal Nehru University, en Delhi. Entre sus libros previos se destacan Recovering Subversion: Feminist Politics Beyond the Law (2004), la compilación Sexualities (2007) y Power and Contestation: India after 1989 (2007), en coautoría con Aditya Nigam. Es una de las cofundadoras del blog kafila.online, en el que es una comentarista activa. Ha traducido textos de ficción y no ficción, del hindi y el malayo al inglés y del malayo al hindi. Está activamente involucrada en los movimientos ciudadanos y democráticos de la India.

Fotografía: Mukul Dube

Ver como feminista

Nivedita Menon

Traducción de Tamara Tenenbaum

Autora Nivedita Menon

Traducción Tamara Tenenbaum

Corrección Gemma Deza Guil y Sonia Berger

Diseño de colección Rosa Llop

Imagen de cubierta Anita Dube

Producción del ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

octubre de 2020, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-62-2

Esta obra está sujeta a la licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0. Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

Edición original en inglés, Zubaan Books y Penguin Books India, 2012, Nivedita Menon, Seeing Like A Feminist

_________

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

Índice

Introducción

Familia

Cuerpo

Deseo

Violencia sexual

Feministas y «mujeres»

¿Víctimas o agentes?

Conclusión

Notas

Bibliografía

Agradecimientos

Introducción

¿Han oído hablar alguna vez del «maquillaje natural»?

Consiste en esto:

«El objetivo del maquillaje natural es que tu piel luzca un aspecto fresco y resplandeciente, sin que se note que llevas maquillaje. Lo único que necesitas es un delineador de ojos, máscara de pestañas, un lápiz labial nude y un colorete que resalte tus mejillas y le dé a tu piel un brillo que parezca natural»1.

En suma, el maquillaje natural consiste en pasar horas pintándote la cara para que parezca que no te la has tocado.

El mantenimiento del orden social se parece bastante a eso. Requiere la realización fiel de un conjunto de rituales prescritos una y otra vez a lo largo de la vida. Existen complejas redes de reproducción cultural dedicadas a este único propósito. Pero, en última instancia, el objetivo de esta incesante actividad es producir el efecto de una naturalidad intacta.

Sin embargo, cuando una «ve» el mundo como una feminista, con la mirada de una feminista, la sensación es como la de activar la función «Mostrar formato» en Microsoft Word. Lo que se muestra es el arduo y complejo formateo que sucede debajo de una superficie que se veía tersa y completa.

¿A qué llamo feminismo? Una perspectiva feminista reconoce que la organización jerárquica del mundo en torno al género es clave para el mantenimiento del orden social, que vivir vidas marcadas como «masculinas» o «femeninas» es vivir realidades diferentes. Pero, al mismo tiempo, ser feminista es imaginarse ocupando la posición marginal y relativamente desempoderada con referencia a todos y cada uno de los marcos de dominación que engullen el espacio central. Por ejemplo, cualquier lectora potencial de este libro está en una posición de cierto poder en relación con los varones de clase trabajadora con los que interactúa en su vida diaria —el conductor de rickshaw, el conserje, el sirviente doméstico—; y si es una mujer hindú de la casta superior en India, o una norteamericana blanca en cualquier parte, ocupará una posición de más poder que cualquier varón que no lo sea. A la vez, esta mujer experimentaría una falta de poder relativa por el hecho de ser mujer si se encontrara con un varón en posición de atacarla sexualmente, más allá de su clase o casta; o al comparar sus opciones de vida y autonomía con las de un varón de su misma clase. Huelga decir que no solo las «mujeres» pueden adoptar el feminismo como una perspectiva política y una forma de vida, pero los varones que elijan hacerlo deben posicionarse en contra de los privilegios que de otra manera podrían haber dado por sentados.

Por consiguiente, el feminismo no va de varones y mujeres individuales, sino de entender los modos en que «varones» y «mujeres» se producen e insertan en patriarcados que cambian de forma en cada época y cada lugar. El título de mi libro está inspirado en Seeing like a State («Ver como el Estado») de James Scott, pero hay una diferencia crucial en el modo en que el verbo «ver» funciona en su caso y en el mío. Scott utiliza la metáfora de la vista para hablar de las maneras en que un Estado moderno hace legibles prácticas heterogéneas con el fin de controlarlas. Así, la «vista» del Estado está investida de un poder enorme, porque cuando el Estado «ve» una identidad está haciendo «real» esa identidad: al «ver», el Estado simultáneamente ordena la sociedad. Por el contrario, cuando alguien que es feminista «ve» desde la posición de marginalidad que ha decidido deliberadamente ocupar, esa mirada representa un gesto de subversión hacia el poder; desorganiza y desordena el marco establecido, se resiste a la homogeneización y abre múltiples posibilidades en lugar de cerrarlas.

Ser feminista no es solo entender que en distintos lugares y épocas fraguan identidades diferentes (localizadas jerárquicamente como dominantes o subordinadas), sino también tener una conciencia particular del proceso de generización (gendering). Por «generización» entiendo las maneras en las que las personas se producen como varones y mujeres «adecuados» a través de reglas y regulaciones de distinta índole, algunas que interiorizamos y otras que cumplimos a fuerza de violencia. Ser feminista es reconocer que, además de la injusticia derivada del género, existen múltiples desigualdades estructurales que subyacen al orden social, creer que el cambio es posible y trabajar por él en todos los niveles. El feminismo no es una organización a la que nos inscribimos formalmente, y no puede identificarse nunca con los logros aislados de mujeres individuales. Ser feminista es sentirse parte de la historia de la que somos producto; es insertarse en dos siglos de narrativas densas e intrincadas de luchas y celebraciones que trascienden las fronteras nacionales; escuchar los versos de las canciones de rabia y de pena y de militancia en mil lenguas; recordar a nuestras heroínas, a las mujeres que nos precedieron, y, sobre todo, experimentar un enorme sentido de la responsabilidad de continuar su tarea.

¿Este libro «va sobre la India»? Creo que no. Cuando leemos La mujer eunuco de Germaine Greer, El segundo sexo de Simone de Beauvoir o El feminismo es para todo el mundo de bell hooks no suponemos que están escribiendo «sobre» Australia, Francia o los Estados Unidos. Más bien las vemos teorizar desde sus propias localizaciones para formular argumentos sobre las mujeres y el patriarcado en general y, aunque algunos de sus argumentos funcionan en una pluralidad de contextos, no es el caso de todos ellos. En este libro me baso en investigaciones y activismos feministas que pertenecen a mi parte del mundo para entablar conversaciones con debates y experiencias feministas de ámbito global. La diferencia clave puede ser que, cuando en el no-Occidente teorizamos sobre la base de nuestras experiencias, raramente asumimos que esas experiencias son generalizables en todas partes. Pero sí creemos que las comparaciones y compromisos con otros feminismos no solo son posibles, sino inevitables. Y precisamente por eso, en este libro, muchas veces asumo y me dirijo a las voces ardientes del feminismo global que nos rodean. Y cuando hablo de «nosotras», en general me refiero a las feministas.

Permítanme reiterar, por consiguiente, que mi foco en este libro es la política feminista y las maneras feministas de ver cómo operan los modos generizados de poder. O sea, que no se trata de las mujeres en la política. En la actualidad, la escena política en la India está marcada por la presencia de mujeres apasionadas, independientes y militantes: Medha Patkar en la lucha contra el desarrollo capitalista ecológicamente insostenible e injusto; Irom Sharmila, alimentada a la fuerza bajo arresto durante once años por el Estado indio, mientras sostiene su ayuno en pos de la anulación de la Armed Forces (Special Powers) Act (Ley de Poderes Especiales de las Fuerzas Armadas), la ley que permite que su estado de Manipur y el noreste de India en general sean tratados como territorio ocupado; Mayawati, la líder dalit del Bahujan Samaj Party (Partido de la Sociedad Mayoritaria), una de las organizaciones dalit más poderosas de la India, por nombrar solo a tres de ellas. Por otra parte, hay una activa participación de mujeres en la derecha hindú y en el movimiento antirreserva de las castas superiores, en movimientos ecológicos y de lucha por la tierra, así como en los movimientos maoístas armados. Todo esto puede estudiarse (y se ha estudiado) desde un punto de vista feminista, pero ese no es mi proyecto aquí, porque en este libro yo me limito a trabajar solo con ideas y activismos que se ocupen directamente de los modos generizados de poder en la actualidad.

Quiero plantear ahora una opinión contraria para complicar la distinción que hago entre «feminismo» y «mujeres en movimientos políticos». Nalini Nayak, que trabaja con movimientos de pueblos pesqueros sobre temas de subsistencia y sostenibilidad ecológica, designa a los movimientos ecológicos como «la base de recursos de nuestro feminismo». Y con ello sugiere que estos dos activismos no pueden separarse de una manera nítida. Y es evidente que, como feministas, debemos comprometernos políticamente con estos movimientos, pero única y exclusivamente a los fines de este pequeño libro, mantendré la distinción conceptual.

Por las mismas consideraciones de espacio y claridad argumental, no me sumerjo en la historia del feminismo en la India, que comienza en el siglo XIX, y sobre la que se ha escrito una bibliografía muy extensa, parte de la cual se cita en diferentes puntos de este libro. Me he concentrado mayormente en la contemporaneidad, acudiendo a la historia solo para mostrar el proceso por el que emergieron las características que vemos en el presente.

Mi pensamiento acerca de la política india en general es siempre parte del trasfondo del libro, y está delineado de forma más completa en un trabajo anterior escrito en colaboración con Aditya Nigam, Power and Contestation (2007). Allí vemos los dos proyectos gemelos de la élite india, el de la Nación y el del Capital, militantemente desafiados y subvertidos por una serie de impugnaciones, algunas de las cuales están además en confrontación directa entre ellas. Aunque ese libro también adoptaba una lente feminista para mirar la política india, este se enfoca específicamente en cuestiones que surgen de la naturaleza generizada del poder.

Este libro está dividido en seis capítulos que abordan seis motivos que considero claves e interrelacionados. Una nota rápida para aquellas lectoras lo suficientemente afortunadas como para haber eludido una tediosa educación académica: el texto está salpicado de referencias a otros libros y artículos, pero esos nombres y fechas entre paréntesis y en las notas al final pueden saltarse por completo. Están ahí porque quiero dejar claro que mis argumentos emergen en conversación con activismos feministas de todas partes y porque algunas lectoras podrían querer seguir investigando, pero se pueden obviar sin ningún problema. Los detalles de todas las referencias entre paréntesis que aparecen en los textos y en las notas al final están en una lista en orden alfabético al final del libro, y he agregado cinco libros como referencias generales justo al principio de esa lista.

En conclusión, espero haber propuesto no respuestas, sino nuevas preguntas y nuevos objetos que no habíamos visto antes. Ver como una feminista no es estabilizar, sino desestabilizar. Cuanto más entendemos, más se mueven nuestros horizontes.

Familia

«Si el matrimonio es el fin de la vida, ¿cómo puede

ser al mismo tiempo el objetivo de la vida?»

La historia de Moni

Hay una tolerancia cero para quienes infringen el cuidadosamente producido orden «natural» de la sociedad negándose a adecuarse a las normas de apariencia y conducta. En un pueblo en el oeste de Bengala, hace unos años, a una joven llamada Moni la apalizaron, raparon y desnudaron en público por vestirse y «comportarse como un muchacho». Este estallido de violencia revela el esfuerzo que requiere el mantenimiento del orden social. Es muy fácil desestimar este incidente como la acción de un grupo de pueblerinos incivilizados, pero ¿sería muy distinta la reacción en un lugar completamente opuesto, pongamos por ejemplo, en la oficina principal de una corporación multinacional, si un empleado varón insistiera en usar un sari y un bindi en el trabajo?

Por eso, aunque el horror que Moni tuvo que vivir quizás se sitúe en el extremo de un espectro, lo destacable es que el orden social no despliega una presencia o ausencia absolutas de tolerancia a lo diferente, sino precisamente un espectro de intolerancia. Cada uno de nosotros es responsable en cierta medida de mantener estos protocolos de intolerancia, que no se sostendrían si a título individual dejáramos de realizar nuestra parte. Desde criar hijos «como es debido» hasta corregirlos amorosamente o castigar sus conductas inapropiadas, desde asegurarnos de no romper jamás los protocolos hasta mirar mal o burlarnos de las personas que parecen diferentes, desde realizar intervenciones psiquiátricas y médicas coercitivas hasta aplicar el chantaje emocional y la violencia física: hay todo un rango de pendientes resbaladizas en el que jamás reparamos.

Pero la violencia que Moni afrontó no respondía solo a cuestiones de apariencia y conductas adecuadas al género. Incluía otra dimensión igual de significativa: la ansiedad en torno a la institución del matrimonio, a su mantenimiento y protección. Me refiero al matrimonio «realmente existente», el patriarcal y heterosexual. Sucede que la joven fue torturada no solo porque se había comportado como un muchacho, sino también porque se negó a renunciar a su amistad con una recién casada del pueblo.

La cuestión de qué representa un comportamiento adecuado según el género está entonces inextricablemente vinculada a la sexualidad legítima, orientada a la procreación. O sea, una sexualidad estrictamente vigilada para asegurar la pureza y la continuidad de identidades cruciales, como la casta, la raza y la religión. El deseo no heterosexual amenaza la continuidad de estas identidades porque no es directamente procreativo desde un punto de vista biológico, y si las personas no heterosexuales tienen hijos por otros medios, como intervenciones tecnológicas o la adopción, entonces la pureza de esas identidades se ve amenazada. Por supuesto, incluso el deseo heterosexual y potencialmente procreativo se considera una amenaza cuando se niega a fluir en las direcciones legítimas; de ahí la violencia desatada contra quienes se enamoran de personas de la casta o la religión incorrecta.

La institución encargada de esta vigilancia de la sexualidad es la familia patriarcal y heterosexual. La familia tal como existe hoy es el núcleo que sostiene el orden social.

Este orden social reconoce, con acierto, que el deseo no heterosexual y el desafío de las expectativas de apariencia «adecuada» a un género son, de hecho, señales de una negativa a participar en el negocio de reproducir la sociedad con todas sus identidades existentes intactas. Se dijo que Moni tenía dieciséis años, pero era tan pequeña y delgada que «aparenta(ba) unos doce», según un periodista que estuvo en el pueblo. ¿Cómo escapó Moni a la fuerza inquebrantable de esos protocolos que la mayoría de nosotras parece haber interiorizado tan mansamente? Por lo visto, la estructura construida por esos protocolos, que se presenta como tan «natural», incuestionable e inmutable, es más endeble de lo que parece. Hay fisuras, hay filtraciones; sus bordes son porosos y vulnerables. Hay muchas, muchas más Monis, quizás incluso dentro de nosotras mismas. Es precisamente porque la estructura es tan frágil que tuvo que movilizarse una fuerza así de enorme contra la resistencia de una niña pequeña y delgada.

¿Qué tiene que ver el amor con esto?

¿Qué es una familia? ¿Un grupo de personas que se quieren y se apoyan entre ellas en los buenos tiempos y en los malos? No obstante, no cualquier grupo de personas que haga esto es reconocido como una «familia»; por ejemplo, un grupo de amigos, una pareja homosexual con hijos adoptivos, madres solteras, mujeres que conviven con sus hermanos y hermanas, etcétera. La «familia» es una institución con una identidad legal, y el Estado reconoce como «familias» solo a conjuntos específicos de personas vinculadas de una manera específica. No solamente la ley define «la familia»: más allá de los marcos legales, se nos impone ser parte de una familia definida en términos muy estrictos. En muchos consorcios de viviendas, por ejemplo, se sobreentiende informalmente que solo se admite como inquilinas a parejas casadas heterosexuales. Una «familia» solo puede ser una familia patriarcal y heterosexual: un hombre, «sus» hijos y «su» mujer.

En 1984, un fallo del Tribunal Supremo de Delhi sentenció que los derechos fundamentales garantizados a todos los ciudadanos indios por la Constitución no eran aplicables en la familia: estos derechos se terminan en la puerta de casa. Dejar entrar a los derechos fundamentales en la familia, dijo el juez, sería como «dejar a un toro entrar en una tienda de porcelana»1. El juez, de hecho, tenía toda la razón. Si se dejan entrar los derechos fundamentales en la familia y si cada miembro de la familia es tratado como un ciudadano libre con los mismos derechos que todos los demás, la familia colapsará. Porque la familia, en su forma existente, se basa en jerarquías claramente establecidas de género y edad, con una primacía del primero sobre la segunda; es decir, un varón adulto es en general más poderoso que una mujer, aunque ella sea mayor que él.

Así, la familia como institución se basa en la desigualdad. Su función es perpetuar formas específicas de la propiedad privada y el linaje: formas patrilineales de propiedad y descendencia, en las que la propiedad y el «apellido» de la familia fluyen de los padres a los hijos varones.

Recuerdo un momento precioso en la película hindi Mrityundand, en la que las mujeres interpretadas por las actrices Shabana Azmi y Madhuri Dixit están casadas con dos hermanos. El marido de Shabana es impotente y todo el pueblo lo sabe. Ella se va por un tiempo y tiene un amorío; al volver, está visiblemente embarazada. Su cuñada, Madhuri Dixit, le pregunta sorprendida, «Didi, yeh kiska bachha hai?» («¿de quién es este hijo?»). Es una pregunta absurda e innecesaria porque es evidente que el bebé está dentro de su cuerpo y es de ella, pero esta pregunta absurda tiene todo el sentido en una sociedad patriarcal (y solo en una sociedad patriarcal): quién es el padre, es eso lo que se está preguntando. ¿A qué casta pertenece, sobre las propiedades de quién puede reclamar un derecho?

Shabana se limita a contestar: «Mera» («mío»). Recuerdo el murmullo que hubo en el cine ante tal respuesta, algunas risitas. ¿Un poco de nervios?

El hecho es que ningún varón puede nunca saber si un hijo es suyo. Una mujer puede saber que un hijo es suyo, pero un varón no, ni siquiera con un análisis de ADN. Un test de ADN puede decirte solamente que un hijo no es tuyo, pero, si tu ADN coincide, eso solamente indica «una alta probabilidad estadística» de que ese hijo sea tuyo. Como dicen, «la maternidad es un hecho biológico, la paternidad es una ficción sociológica». Es esta certeza la que crea una ansiedad permanente al patriarcado, una ansiedad que requiere que la sexualidad de las mujeres se someta a una estricta vigilancia.

El furor en torno al Día de San Valentín es revelador del hecho de que el amor indisciplinado es percibido como inherentemente amenazante. En India, el Día de San Valentín se ha vuelto cada vez más popular desde los años 1990. Como feministas, no estábamos particularmente a favor del Día de San Valentín, porque tenemos nuestras reservas en relación con la narrativa del «amor romántico», donde solo un tipo particular de historia de amor se considera una verdadera historia de amor. Por supuesto, debe ser una historia entre un varón y una mujer, y por supuesto, cuando te enamoras, la mayoría de las veces terminas «sucumbiendo» a la persona apropiada: el varón es al menos unos meses mayor que la mujer, al menos un par de centímetros más alto ¡y gana al menos un poco más que ella! Lo importante en el «amor romántico» es que la mujer sea de alguna manera más pequeña, más diminuta en un sentido tierno, mientras que el varón es un adulto. Por eso las feministas por tradición hemos criticado el «amor romántico», que, pese a ser supuestamente incontrolable, siempre termina adecuándose perfectamente al patriarcado.

También criticamos el Día de San Valentín porque se trata menos del «amor» que de vender y de comprar y del mercado, porque en el Día de San Valentín no basta con amar a alguien, hay que comprar algo para demostrarlo: tarjetas, flores, osos de peluche… Cuando el fenómeno empezó a manifestarse en los liberales años 1990, lo criticamos porque parecía el ejemplo perfecto del nuevo consumismo.

Pero muy pronto, la derecha hindú arremetió contra el Día de San Valentín por considerarlo peligroso para los «valores indios», y no solo lo hizo verbalmente, sino también a través de violentos ataques a parejas que coqueteaban en público. Este ataque al Día de San Valentín coincidió con un número creciente de casos en todo el país, incluidas las grandes ciudades, en los que familias separaban violentamente a parejas que habían escogido casarse con personas de castas o religiones diferentes y en los que, en general, uno o ambos miembros de la pareja acababan muertos. Estos asesinatos han sido bautizados como «crímenes de honor» por la prensa británica, pero Pratiksha Baxi sugiere un término más crudo y revelador: «muertes por custodia», debido a que los jóvenes asesinados en estos casos están bajo la custodia de sus propias familias, como si fueran prisioneros2. También vimos el vínculo con la oleada creciente de «suicidios lésbicos», mujeres que se suicidaban dejando cartas en las que escribían que amaban a mujeres particulares sin las cuales no podían vivir, pero de quienes estaban siendo separadas por sus familias. Cada uno de estos episodios de violencia que llega al conocimiento público hacen visibles los crecientes desafíos que afrontan el sistema de castas y las normas comunitarias de adecuación sexual.

B. R. Ambedkar había visto el potencial del matrimonio entre castas para lo que él llamaba «la aniquilación de la casta». En un famoso pasaje publicado por primera vez en 1936, escribió: «En aquellos lugares donde el tejido social está unido por otros lazos, el matrimonio es un asunto ordinario de la vida. Pero donde la sociedad está cortada en pedazos, el matrimonio como una fuerza vinculante se vuelve una cuestión urgente y necesaria. El verdadero remedio para romper las castas es el matrimonio entre castas. Ninguna otra cosa servirá para resolver el problema de la casta» (Ambedkar 1936: 67).

Evidentemente, setenta y cinco años después, los panchayats de las castas siguen compartiendo (y temiendo) el reconocimiento de Ambedkar del potencial disruptivo que el matrimonio entre castas tiene en las identidades de casta. Como feministas, no obstante, podríamos querer relativizar el poder sanador del matrimonio como una «fuerza vinculante» en este proceso, por razones que irán aclarándose a medida que avancemos.

En la segunda década del siglo XXI, el término «crímenes de honor» devino moneda corriente para hablar de los consejos de los tradicionales pueblos multiclanes en la comunidad Jat de Haryana, los khap panchayats, que han ordenado y cometido múltiples asesinatos de parejas que eligieron matrimonios «inapropiados». Estos consejos se distinguen de los sarkari panchayats constituidos bajo el paraguas del Estado y argumentan que tienen mayor legitimidad en la comunidad que estos, lo cual bien podría ser verdad. Los khap panchayats llevan un tiempo exigiendo enmiendas a la Ley de Matrimonio Hindú, como la prohibición de los matrimonios sagotra (entre miembros del mismo clan patrilineal o gotra) y bhaichara (entre miembros del mismo círculo de pueblos). Sumadas a las presiones sociales contra el matrimonio entre castas, estas restricciones combinadas implicarían efectivamente que casi cualquier persona que un varón o una mujer conociera en su infancia y su juventud estaría fuera de los límites permitidos para el amor; de este modo, las decisiones matrimoniales quedarían firmemente en manos de las familias.

Se ha dicho muchas veces que la imagen de los khap panchayats como violentos y dictatoriales es culpa de las élites urbanas educadas en tradiciones británicas que desprecian a los pueblerinos y que las comunidades gobernadas por estos consejos están contentas con ellos. No obstante, es importante destacar que, en última instancia, el desafío a la autoridad de los khaps proviene en primer término de la gente joven del seno de esas comunidades. En efecto, este problema llegó a ojos de las «élites urbanas» solamente a partir de la resistencia rotunda a los dictados de los khap panchayats por parte de los y las jóvenes de estas comunidades, que se exponen al boicot social e incluso a la muerte por amor*.

En resumen, las feministas reconocemos aquello que los sectores conservadores en la India encuentran peligroso en el Día de San Valentín: el potencial subversivo del amor. Un amor que se niega a ser domesticado por las reglas de la casta, la comunidad y la heterosexualidad.

La división sexual del trabajo

Pero, aceptémoslo, una vez que el amor se encaja suavemente en la institución del matrimonio, se trata de un matrimonio como cualquier otro. Mis amistades y yo hemos intercambiado muchas anécdotas sobre la extraña experiencia de encontrarnos defendiendo los matrimonios arreglados en conversaciones con gente occidental, bienintencionada pero ingenua, que nos pregunta en un tono horrorizado: ¿todavía existe el matrimonio arreglado en la India? Un matrimonio es un matrimonio, les decimos. ¿Cuántas personas en Occidente se enamoran «perdidamente» (es decir, de forma inevitable, en oposición a los rígidos controles de los matrimonios arreglados) de alguien a quien sus padres jamás habrían visto con buenos ojos? ¿Y tan diferente es el comportamiento del matrimonio resultante con el tiempo?

Uno de los rasgos definitorios de esta institución es la división sexual del trabajo. Las mujeres son responsables del trabajo doméstico, es decir, de la reproducción de la fuerza de trabajo. Todo aquello que es necesario para que las personas puedan hacer sus trabajos día tras día (comida, casas limpias, ropa limpia, descanso) lo proveen las mujeres. Se espera de la mujer de la casa que o bien realice estas tareas por sí misma o bien sea responsable de asegurarse de que una mujer más pobre las realice por un salario bajo. En cualquier caso, se considera que el trabajo doméstico es una responsabilidad principalmente femenina incluso si, como suele ser el caso, la mujer también realiza un trabajo asalariado fuera del hogar.

No hay nada «natural» en la división sexual del trabajo. El hecho de que varones y mujeres realicen distintos tipos de trabajo, tanto en el seno de la familia como fuera de ella, tiene poco que ver con la biología. Solo el proceso concreto del embarazo es biológico; todo el resto del trabajo que debe hacer una mujer en el interior del hogar (cocinar, limpiar, cuidar de los hijos, todo eso que se consideran «tareas domésticas») puede realizarlo igual de bien un varón; sin embargo se considera «trabajo femenino». Esta división sexual del trabajo se extiende incluso al ámbito «público» del trabajo asalariado y, otra vez, esto no tiene nada que ver con el «sexo» (la biología) y tiene en cambio todo que ver con el «género» (la cultura). Ciertos tipos de trabajo son considerados «trabajos de mujeres» y otros, trabajos de varones pero lo más importante es que cualquier trabajo de mujer se valora menos y recibe una remuneración inferior respecto de los trabajos de varones. Por ejemplo, la enfermería y la docencia (en especial en los niveles educativos más bajos) son profesiones predominantemente femeninas y, además, están comparativamente mal pagadas en relación con otros trabajos profesionales que suelen ejercer las clases medias. Las feministas señalan que esta «feminización» de la docencia y la enfermería aparece porque estos trabajos se conciben como extensiones del trabajo de cuidado que las mujeres realizan en el hogar.

Al mismo tiempo, una vez que el «trabajo femenino» se profesionaliza, los varones prácticamente lo monopolizan. Por ejemplo, los chefs profesionales son todavía mayoritariamente varones, tanto en Nueva Delhi como en Nueva York. La razón es clara: la división sexual del trabajo garantiza que las mujeres siempre deban terminar priorizando el trabajo doméstico no remunerado frente al trabajo asalariado.

El hecho es que lo que subyace a la división sexual del trabajo no es una diferencia biológica «natural», sino una serie de supuestos ideológicos. De manera que, por una parte, se supone que las mujeres carecen de fuerza física y no son aptas para trabajos pesados, pero, tanto en la casa como fuera de ella, hacen los trabajos más pesados (cargar agua y leña, moler maíz, trasplantar plántulas de arroz, transportar cargas en la cabeza para minas y construcciones). Pero al mismo tiempo, cuando el trabajo manual que hacen las mujeres logra mecanizarse, y así volverse más ligero y mejor pagado, son los varones quienes reciben la formación para usar la nueva maquinaria, y se deja fuera a las mujeres. Esto sucede no solo en las fábricas, sino incluso cuando se trata de trabajos que por tradición realizaban las mujeres en el seno de una comunidad; por ejemplo, cuando los molinos eléctricos de harina reemplazan la molienda manual de granos o cuando las redes de pesca industriales de nailon reemplazan a las tradicionales que tejían a mano las mujeres, son los varones quienes reciben formación para ocupar estos empleos, mientras que las mujeres se ven forzadas a desempeñar trabajos manuales aún más extenuantes y peor pagados que los que tenían antes.

La Equal Remuneration Act (Ley de Igualdad Salarial) se aprobó en 1976, pero las mujeres siguen recibiendo un sueldo inferior al que cobran los varones por el mismo trabajo. Una de las maneras en que los empresarios se las arreglan para hacer esto a pesar de la ley es segregando a varones y mujeres en partes diferentes del proceso de trabajo, y pagando luego una cantidad de dinero inferior por el trabajo que hacen las mujeres. Ello les permite argumentar que no se trata de que las «mujeres» cobren menos que los «varones», sino de que un tipo de trabajo se pague menos que otro, aunque ese trabajo no sea menos extenuante físicamente ni esté menos cualificado que el que se les da a los varones.

El trabajo no remunerado que realizan las mujeres incluye la recolección de combustible, forraje y agua, la cría de animales, el procesamiento de cultivos cosechados, el mantenimiento del ganado, el cuidado de huertos y la cría de aves de corral para aumentar los recursos familiares. Si las mujeres no hicieran este trabajo, los productos aquí listados tendrían que adquirirse en el mercado y los servicios mencionados deberían abonarse a trabajadores o trabajadoras asalariados, o bien la familia tendría que vivir sin ellos. Sin embargo, los roles de género están tan naturalizados que el censo indio no reconoció estas tareas como «trabajo» durante mucho tiempo, dado que no se realizan a cambio de un salario, sino que se trata de trabajo no remunerado llevado a cabo en el hogar. Las mujeres mismas tienden a no dar cuenta de estos trabajos porque los ven como parte de sus responsabilidades «domésticas». Incluso cuando sus actividades generan ingresos, pueden pasar desapercibidas si están mezcladas entre medio de otras tareas domésticas (Krishna Raj 1990; Krishna Raj y Patel 1982). De este modo, el trabajo de las mujeres se invisibiliza. Como resultado de la presión persistente de las economistas feministas, en el censo de 1991 se modificó por primera vez la pregunta «¿Realizó usted algún tipo de trabajo durante el año pasado?». A la formulación original se le agregó la frase «incluyendo trabajo no remunerado en una granja o empresa familiar», permitiendo así que este trabajo se hiciera visible para el Estado. Las feministas cuyas intervenciones hicieron posibles estos cambios creen que cuanto más precisa sea la información que el Estado obtiene sobre los tipos de trabajo que realizan las mujeres, mejor organizadas estarán las políticas estatales de reducción de la pobreza, generación de empleo, etcétera.

La división sexual del trabajo tiene consecuencias serias para el rol de las mujeres como ciudadanas, porque los horizontes de una mujer están limitados por esta supuesta responsabilidad «principal». Sea en la carrera profesional que elijan o en lo que respecta a su participación política (en sindicatos o en elecciones), las mujeres aprenden desde muy pequeñas a limitar sus ambiciones. Esta autolimitación es lo que produce el denominado «techo de cristal», ese nivel profesional que rara vez logran superar las mujeres; o lo que se conoce como el «mommy track» (el «camino de la mami»), esa ruta laboral ascendente que es más lenta en el caso de las mujeres porque pasan algunos de los años más productivos de sus vidas profesionales cuidando de sus hijos. El supuesto de que la ocupación principal de las mujeres es la maternidad también orienta la política pública: los gobiernos de Francia, Alemania y Hungría otorgan a las mujeres tres años de baja de maternidad con la esperanza de mejorar sus tasas de natalidad. En 2008, el Gobierno indio alargó la baja de maternidad de sus empleadas a seis meses, además de instituir para ellas una baja remunerada de dos años (que puede ser utilizada en cualquier momento) para cuidar de sus hijos pequeños. Esta medida, según informaba un periódico, «pondría verdes de envidia a las mujeres de India Inc.». Es decir, que las mujeres empleadas en el sector privado matarían por tener el mismo privilegio del que ahora gozaban las mujeres del sector público: el privilegio de renunciar al progreso de sus carreras profesionales. En medio de todo esto, a veces resulta difícil recordar que la mayoría de las veces los niños tienen dos padres y que la crianza no es responsabilidad exclusiva de uno solo de ellos. Una madre soltera no debería verse obligada a tomar la difícil decisión de congelar su carrera para criar a sus hijos, mientras varones más jóvenes se le adelantan porque sus responsabilidades de crianza están completamente cubiertas por sus esposas.

No quiero decir con ello que las tareas domésticas y la crianza sean irrelevantes y aburridas, sino más bien que tanto los aspectos positivos y creativos de estas tareas como aquellos más arduos deben ser compartidos de forma equitativa por varones y mujeres.

La segregación del trabajo por sexo es clave no solo para el mantenimiento de la familia sino también de la economía, que se derrumbaría como un castillo de naipes si el trabajo doméstico tuviera que ser remunerado, sea por el marido o por un empresario. Planteémonoslo así: el empresario paga a sus empleados por las tareas que desempeñan en su lugar de trabajo. Pero para que sus empleados puedan regresar a su lugar de trabajo cada mañana dependen de que alguien más (o, en el caso de la mujer, ella misma) realice toda una serie de tareas por las que el empresario no paga (cocinar, limpiar, llevar adelante una casa). Cuando lo que tenemos es una estructura completa de trabajo no remunerado sosteniendo la economía, la división sexual del trabajo no puede considerarse un asunto doméstico y privado; es lo que mantiene la economía en funcionamiento. Si mañana todas las mujeres reclamaran una remuneración por este trabajo que hacen, o bien los maridos tendrían que pagarles o bien los empresarios tendrían que pagarles a sus maridos. Y la economía se haría pedazos. El sistema entero funciona sobre el supuesto de que las mujeres realizan el trabajo doméstico por amor.

Hubo un momento en la historia del feminismo en el que se impulsó la demanda de salarios para el trabajo doméstico. En el Reino Unido en la década de 1970 esta demanda fue una potente herramienta retórica, porque obligó a reconocer que el trabajo doméstico que hacen las mujeres tiene un valor económico. Pero muchas feministas sienten que esta demanda deja intacta la división sexual del trabajo; de hecho, medidas como la baja por maternidad de tres años pueden ser vistas como una forma de «salario por maternidad», pero, como hemos visto, encasillan a las mujeres de modo aún más rígido en el considerado «trabajo femenino».

En 2010, un fallo significativo del Tribunal Supremo de la India se pronunció sobre el valor del trabajo doméstico realizado por las mujeres. Una ama de casa murió en un accidente de tráfico y su marido reclamó compensación. Un tribunal le concedió una suma, calculando los ingresos de una mujer desempleada en un tercio de los ingresos de su marido. El marido apeló al Tribunal Supremo buscando mejorar la suma. En su fallo, el Tribunal Supremo aumentó la cantidad en un grado considerable y sostuvo, además, que entender el trabajo doméstico de las mujeres como desprovisto de valor económico evidenciaba un sesgo de género. Los jueces sugirieron que no solo convendría modificar la ley aplicable en este caso particular (la Motor Vehicles Act o Ley de Vehículos Motorizados), sino también muchas otras, y que la cuestión del valor del trabajo de las mujeres debía ser abordada por el Parlamento (Gunu 2010).

Es importante recordar el contexto de esta sentencia emblemática sobre el valor del trabajo doméstico de las mujeres. Estuvo ocasionada por la muerte de una esposa y trató la cuestión de la compensación económica debida a la familia del marido por la pérdida de la persona que había realizado ese trabajo. ¿Sería concebible un fallo similar si una mujer viva reclamara a su marido ante los tribunales una compensación económica por su trabajo? Tengo mis dudas. Así y todo, incluso si fuera concebible ese fallo, yo, como algunas feministas durante el movimiento que reclamaba un salario por las tareas domésticas, tendría mis reservas acerca de la reprivatización de la división sexual del trabajo, en la que el marido se convierte en el patrón y la mujer en la empleada.

El trabajo doméstico tiene una dimensión social ineludible pero invisible que debe ser reconocida. Esta dimensión deviene visible solamente cuando consideramos a aquellas que realizan este trabajo a cambio de un salario: las empleadas domésticas.

Las empleadas domésticas

Puede hacerse un cálculo aproximado del número de empleadas domésticas («sirvientas») en India sobre la base del hecho de que la clase media profesional del país se cuenta en alrededor de 30 millones. Suponiendo que en la mayoría de estas casas habría una criada, y que en algunas habría más de una, el número de trabajadoras y trabajadores domésticos probablemente se sitúe cerca de los 15 millones. Consideremos ahora la siguiente información. En la primera encuesta nacional de la India dirigida a trabajadoras sexuales no sindicalizadas, realizada recientemente, el 71 por ciento de ellas afirmó haberse cambiado voluntariamente al trabajo sexual tras probar otros tipos de trabajo más esforzados y peor pagados. La categoría mayoritaria entre estos empleos previos era la de trabajadoras domésticas. En otras palabras, un gran número de mujeres participantes en la muestra encontraban el trabajo de sirvienta más degradante, agotador y peor remunerado que el trabajo sexual (Sahni y Shankar 2011). A las personas de clase media que contratan «criadas», y en cuya imaginación ser prostituta es un destino peor que la muerte, este hecho debería producirles un momento de vergonzosa autorreflexión.

No hay nada inherentemente degradante en limpiar las casas de otras personas o cocinarles por un salario; podría ser un trabajo como cualquier otro. Pero no en India. Aquí el trabajo contiene los peores aspectos del feudalismo y el capitalismo.

La crueldad de las clases medias indias hacia sus «sirvientas» supera a los peores excesos del feudalismo. La expresión educada «empleada doméstica» que ha reemplazado a la palabra «sirvienta» en el uso público es peligrosamente engañosa. Que no quepa duda: son sirvientas. No se las trata como seres humanos, ni siquiera como mascotas. Además de sufrir agresiones físicas y sexuales (lo que es muy común), las trabajadoras domésticas realizan un trabajo pesado y extenuante que nunca se acaba, porque, si viven en la casa de sus empleadores, no tienen un horario de trabajo específico y, si viven fuera, no tienen días libres ni vacaciones.

Esto sin mencionar las humillaciones a las que se las somete de manera rutinaria. He visto muchas veces en restaurantes de Delhi la imagen lamentable de mujeres jóvenes, claramente criadas a cargo de niños pequeños, que permanecen en pie durante todo el tiempo que tardan sus patrones en comer, listas para hacerse cargo del bebé en cualquier momento, sin que se les ofrezca siquiera un vaso de agua. Los miembros de una de estas coquetas parejas que vi podrían haber sido tranquilamente estudiantes en Estados Unidos, donde, si alguna vez hubieran tenido que dedicarse a cuidar niños para cubrir sus gastos, habrían esperado nada menos que ser tratados con dignidad. Este desprecio hacia quienes realizan un trabajo manual esencial está profundamente vinculado a la diferencia de castas y es una parte fundamental de la mentalidad de las clases medias indias pertenecientes a las castas superiores, cuyas credenciales «progresistas» tienden a manifestarse únicamente en permitirle al barrendero dalit entrar en la cocina a lavar sus platos sucios.

Antaño, el sirviente de la familia feudal al menos podía esperar una protección general en tiempos de escasez, mientras que el criado moderno a lo sumo puede aspirar a recibir pequeños préstamos para emergencias personales, a ser descontados luego de la miseria que cobra. Por otro lado, un contrato de trabajo capitalista podría ser un poco más digno que la situación feudal, puesto que ambas partes acuerdan mutuamente una serie de términos y condiciones. También puede ser más alienante que el lazo feudal conservado por generaciones y generaciones, al no proveer ningún vínculo humano más allá de los límites del contrato, pero, al menos en principio, es más equitativo. El sirviente indio no conoce ni la red de seguridad del siervo feudal ni la igualdad formal del contrato capitalista: soporta al mismo tiempo la humillación de la jerarquía feudal y la explotación fría del capitalismo.

El aislamiento sufrido por las jóvenes criadas internas es aterrador: llegan de lugares distantes a grandes ciudades como Delhi y Bombay, muchas veces no conocen el idioma local, su único entorno son las casas en las que trabajan, y el trato con sus empleadores, que pasan fuera de casa casi todo el día, es su única interacción humana, y el calificativo «humana» no sería aplicable en la mayoría de los casos. Solo cuando hay agencias eclesiásticas involucradas en la contratación existe algún tipo de supervisión del trato que los empleadores dan a las criadas.

La crisis que enfrentan las clases medias en muchas ciudades de la India, y en estados como Kerala en los que pueden encontrarse trabajos mejor pagados en otros sectores, es que cada vez hay más escasez de personal doméstico. El trabajo doméstico se ha convertido en la opción menos elegida entre los trabajos manuales. De ahí, tal vez, la reciente avalancha de articulistas en publicaciones en lengua inglesa que se explayan en ocurrentes columnas y artículos basados en entrevistas sobre las excentricidades de una u otra criada en particular, las dificultades para encontrar una «buena» criada o niñera o el hecho de que este ámbito se haya convertido en un «mercado de vendedores». Es revelador que nunca encontremos entrevistas con las propias criadas. Puede haber una fotografía de una criada de rodillas, fregando el suelo; o en una caricatura pícara y tierna, agitando una escoba, pero ¿qué tiene ella que decir? No lo sabemos.

Una voz extraordinaria de una empleada doméstica a la que sí tenemos acceso es la autobiografía de Baby Halder, originalmente escrita en bengalí y luego traducida a varios idiomas, incluyendo el inglés como A Life Less Ordinary (2006) (en español se publicó en 2009 con el título de Una vida menos ordinaria). Es el relato simple y sin sentimentalismos de una vida de pobreza extrema y explotación por una serie de empleadores, hasta que la autora llegó a trabajar para el profesor retirado que la alentó a escribir. Necesitamos muchas más voces de este tipo en la esfera pública para quebrar la complacencia de las clases medias indias.

Las otras personas ausentes en los artículos sobre sirvientes mencionados con anterioridad son los varones de clase media. Normalmente, las entrevistadas son lo que se llama «mujeres que trabajan», es decir, que perciben un salario por trabajar fuera del hogar. Y porque hacen eso, no pueden realizar su verdadero trabajo de cuidar de sus casas y sus familias de forma gratuita. De modo que deben pagar a otras mujeres (y a veces, a otros varones) para hacer un trabajo que ellas mismas harían gratis. Pero sus maridos, los padres de esos hijos e hijas, no tienen nada que ver con todo esto: ellos tienen que ocuparse de sus vidas. Y de ahí las historias desgarradoras de las mujeres: tuve que pedirle al chófer que cuidara a mi bebé porque no podía saltarme una reunión importante, tuve que perderme una reunión importante porque la niñera no apareció. Mientras tanto, los proveedores de esperma jamás se pierden ninguna reunión, por muy trivial que sea.