Viajar a Japón te rompe la tarde - El Monaguillo & Frikidoctor - E-Book
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Viajar a Japón te rompe la tarde E-Book

El Monaguillo - Frikidoctor

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Beschreibung

Como te conozco, sé que estás aquí leyendo la contraportada del libro, pensando: «Me lo leo o no me lo leo». ¡Claro que sí! ¡Léetelo! ¡Que estás más aburrido que en una feria sin dinero! Y descubrirás una de las mayores mentiras de la historia de la televisión, eso sí, también vas a partirte de risa. El Monaguillo llevaba cinco años en el programa de El Hormiguero mintiendo a la audiencia, haciéndoles creer que todas las semanas iba a Japón para traer los objetos más curiosos del país del sol naciente, pero no era cierto, jamás había estado allí. No sabía ni dónde estaba el desvío. El que de verdad viajaba era Frikidoctor, un tío más raro que un chino pelirrojo. Para deshacer el entuerto, al Monaguillo no le quedó más remedio que coger un avión con destino a Tokio acompañado de Frikidoctor. Un viaje más movido que la maraca de un brujo, cargado de aventuras y mucho humor por el país más surrealista de todo el planeta. El libro con el que no vas a parar de reír.

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Seitenzahl: 147

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Viajar a Japón te rompe la tarde

© 2020, Sergio Fernández Meléndez

© 2020, José Fernando Señarís Romay

© 2020, HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta e ilustración: Luis Doyague

Diseño de maqueta: María Pitironte

Fotos de los autores: Carlos López

Maquetación: Safekat

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-584-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatorias

Prólogo. Viajar a Japón te rompe la tarde

Capítulo 1. Si vas a Japón, no hagas planes ese día

Capítulo 2. El viaje más largo del mundo

Capítulo 3. Por fin llegamos a Tokio

Capítulo 4. El hotel y el chorrito

Capítulo 5. Shibuya y Hachiko

Capítulo 6. Genki Sushi, el restaurante mecánico

Capítulo 7. El Donki

Capítulo 8. El metro

Capítulo 9. Akihabara

Capítulo 10. La cena con el señor Saito

Capítulo 11. Harajuku, el barrio de la gente que viste raro

Capítulo 12. El templo de Sensoji

Capítulo 13. El shabu-shabu

Capítulo 14. El Instituto de Tecnología de Chiba y el profesor Fideo

Capítulo 15. La clase en el Instituto Cervantes de Tokio

Capítulo 16. Shinjuku y el restaurante donde te pescas la comida

Capítulo 17. Skeletonics en Hachioji

Capítulo 18. El terremoto falso

Capítulo 19. La cena con los Yumbo Dump

Capítulo 20. La feria del juguete de Tokio

Capítulo 21. El juego del ovni

Capítulo 22. Regreso y final

Agradecimientos

Sobre los autores

 

 

 

 

 

 

 

 

A mi familia, a mis amigos Frikidoctor y Luís Salvador, a mi editora Olga Adeva y a toda la familia de El Hormiguero.

 

Sergio Fernández El Monaguillo

 

 

A mi padre, que siempre quiso que escribiera un libro. Aquí lo tienes papá. Eso sí, el primero ha tenido que ser con El Monaguillo.

 

José Señarís Frikidoctor

 

 

 

 

 

 

A los de Crepúsculo les encantaría vivir en Tokio porque se hace de noche muy pronto. Antes de que termine la telenovela del mediodía, ya se ha hecho de noche.

 

 

No es sitio para poner una empresa de placas solares y se venden muy pocas tarrinas de Nivea. Casi todo el mundo es blanco nuclear o, directamente, transparente. En Japón Iniesta puede pasar por rapero afroamericano.

 

A esto hay que sumarle que hay una humedad que pareces un bollito borracho de esos rellenos de licor. ¡Cómo se suda en Japón! No es el mejor lugar para trabajar haciendo mudanzas. Subes una cuesta y parece que vuelves del Camino de Santiago.

 

Tokio está lleno de luces y pantallas gigantes poniendo en bucle vídeos musicales de japoneses vestidos con ropa de colores que llevan seis cafés en el cuerpo y no paran de gritar. Se les ha ido la mano con las pantallas. Hay más televisiones que en la recepción de un bingo.

 

Es un sinvivir, estás más intranquilo que los padres de los niños de Stranger Things… Esos niños deberían centrarse en los estudios y dejar de ir a sitios en bicicleta.

 

Si mi madre viajara a Tokio y viera tantas luces encendidas, se volvería loca apagándolas. Las madres son muy de apagar las luces.

 

—¡Porque no hace falta tanta luz!

 

Y con esa afirmación te callan la boquita. Es verdad que a veces te preguntas quién pagará cada mes el recibo de la electricidad de Japón, ¡menudo disgusto se tiene que llevar ese señor!

 

Realmente no es la ciudad más silenciosa de la tierra, no está para desconectar y escribir tus memorias y una antología poética. Pero si profundizas un poco, puedes llegar a encontrar jardines y templos ocultos, y parece que de pronto te han teletransportado a otro lugar. Lugares que son tan tranquilos que también te ponen nervioso.

 

¡¡¡JAPÓN ES UN SINVIVIR!!!

 

Pero también es el país en el que he vivido los momentos más sur realistas de mi vida.

 

Empecemos por el principio.

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando sonó el despertador a las cinco de la mañana no sabía si iba a Tokio o a comprar porras. Mi cerebro cuando madruga necesita como veinte minutos para volver a reiniciar todas las aplicaciones.

 

 

Me lavé la cara en el bidé porque a esa hora no tengo riego y hago cosas que jamás imaginaríais. Me hice un café con leche y mojé una croqueta porque a esa hora

 

¡¡¡NO SOY PERSONA!!!

 

Después de un buen rato, cuando recuperé el conocimiento, me senté y por fin recordé el motivo que me había llevado a levantarme más temprano que en toda mi vida. Si me levanto a esa hora es para ir al baño y volverme a acostar. Es la próstata, que va mandando señales…

 

—¡Estoy aquíííííí! —dice la condenada.

 

En ese momento empecé a tener más miedo que el vigilante del camping de Viernes 13, que es el trabajador al que más rápido dan de alta y de baja.

 

¿Quién me manda a mí a decir que sí a una aventura que cambiaría mi vida para siempre?

 

Otro de los personajes de esta historia es mi amigo Frikidoctor, quizás una de las pocas personas que sería capaz de competir contra mí en modo pesao. En algún instante de debilidad me convenció para que viviera una experiencia que puede hacer que os llevéis las manos a la cabeza en cada capítulo.

 

LO TENGO QUE DECIR:

¡¡¡SOY UNA VÍCTIMA!!!

 

Tenía en bandeja no vivir la experiencia más loca de mi vida, pero Pablo Motos hizo todo lo posible por destapar la mentira.

 

Llegué a tener engañada a toda España. Todos creían que iba cada semana a comprar mis cacharros a Japón. ¡Los españoles me creían! Les había comido el corazón. ¡¡¡No me habían pillado!!!

 

Hasta ese día nadie había logrado descubrirme porque repartía cariño y almíbar a raudales. Me interrogó en directo, hasta me puso un foco en la cara como en las películas. Y yo pensaba: «Cada día más amigo de este hombre y todos los días mintiéndole…».

 

Era imposible pensar que alguien igual de cariñoso que el osito de Mimosín con dos chupitos de crema de orujo podía llevar años mintiendo a un país entero.

 

Se acababa mi tiempo, se desmoronaba mi coartada. Pablo sospechaba algo. Además, había descubierto varias contradicciones en mi sección de El Hormiguero y me tenía entre la espada y la pared. Mi renovación estaba al borde del mismo precipicio donde el coche de Thelma y Louise no volvió a pasar la ITV.

 

Llegó el momento. Delante de más de tres millones de personas me preguntó:

 

—¿Cuántas veces has ido a Japón? ¡Y no me mientas, que tengo pruebas!

 

Le contesté:

 

—No he ido nunca… La verdad es que no sé ni dónde está el desvío.

 

OHHHHHH.

¡GRAN DECEPCIÓN!

 

En ese instante no podía mirar a Pablo a la cara porque se me pasaban por delante todas las temporadas del programa, todos los buenos momentos… ¡Ay, Pablo! ¡Mi pequeño del alma! ¿Te acuerdas? ¡Con su piel de…! Y Paquirrín decía ¡canela!

 

Menos mal que me dieron la última oportunidad. Tenía que salir rumbo a Tokio inmediatamente con Frikidoctor y toda la expedición del programa si quería conseguir la renovación. Así que empecé a prepararlo todo. Lo primero la maleta.

 

Me compré una maleta en la que cabían todos los concursantes de Operación Triunfo Uno y los hijos de Angelina Jolie. ¡La más grande que había en la tienda!

 

Llevaba ropa para vestir a los actores del musical de El Rey León, sobre todo porque mis camisas de palmeras nunca fueron muy discretas. En Japón hay mucho contraste, los chavales que se visten a oscuras y llevan ropas imposibles; y los adultos, que visten como si vinieran de grabar un capítulo de El secreto de Puente Viejo. No hay término medio.

 

Ya estaba todo preparado. Me esperaba un taxi en la puerta y un chófer muy amable me ayudó a bajar la maleta desde casa como si fuéramos costaleros. Íbamos sacando un trono, hubo un momento en el que creí escuchar una saeta.

 

Me monté, cerré la puerta y le dije al conductor:

 

—¡Siga a ese coche!

 

Y no había nadie. No entendió la broma y fuimos camino del aeropuerto.

 

Otra prueba a superar, ¡¡¡el aeropuerto!!!

 

 

 

 

 

 

 

 

El taxi me dejó en la terminal y nada más bajarme me di cuenta de que aquello no iba a ser fácil. Al pasar la puerta automática lo primero que me encontré fue a un señor con un mono —la ropa de trabajo, no el primate— que me ofreció envolver la maleta en papel film, como cuando mi madre me preparaba el bocata de mantequilla con azúcar para el colegio.

 

 

El hombre, que posiblemente se llamaba Federico, no le quitaba ojo a mi equipaje. Digo que posiblemente se llamaba Federico, pero con el corazón en la mano os digo que tenía las mismas posibilidades de llamarse Julio o Fernando. Ni idea de cómo se llamaba. El caso es que Federico empezó a agobiarme como el dependiente de un bazar chino, ese dependiente que te va siguiendo por los pasillos y tú intentas darle esquinazo como un ninja con una bomba de humo.

 

Sentía la misma presión que en ese tenso momento en el que el comercial del Círculo de Lectores llamaba al timbre, y tú te quedabas inmóvil en el sofá y le bajabas el volumen a la tele, intentando no hacer ruido para que pensara que no había nadie en casa.

 

Al final, como soy más blando que la papada de una suegra, le tuve que decir que sí a envolver la maleta y empezó a darle vueltas como si fuese un kebab. Me la dejó envasada al vacío. Os recomiendo que si aceptáis ese servicio, echéis al bolso un bisturí. Yo por suerte iba con Frikidoctor y siempre lleva uno en el bolsillo.

 

Lo siguiente era localizar el mostrador de facturación. Para encontrarlo tienes que ser amigo de Julian Assange. Aquello parece una prueba de Cifras y letras. Después de un rato analizando la información de las pantallas como Tom Hanks en Elcódigo Da Vinci, encontramos el nuestro. Iba con muchísimo miedo porque se aproximaba uno de los momentos más tensos del viaje: pesar la maleta.

 

Yo soy una persona que tira mucho de vestuario, ya que tengo un físico que se presta a ello. Tengo ropa para cubrir todo el Pantone, y, claro, va sumando, va sumando, y pesa. Además, una de mis apuestas personales es la pana. La pana tiene muchísimas virtudes, pero ligera no es.

 

Llegamos al mostrador y un azafato me invitó a poner la maleta en la cinta. Dio diez kilos de más, a once euros el kilo. Estaba a precio de lubina salvaje. Me dijo el hombre que podía vaciarla y repartir el peso con cualquiera de mis compañeros de expedición. Podía elegir entre Frikidoctor, cirujano y guionista de la sección; Kike, nuestro jefe de producción; o JuanG, nuestro cámara y realizador.

 

Pero, claro, yo había envasado la maleta como una lata de calamares en salsa americana. De esas latas que cuando las abres te salta el líquido a presión y no lo ves venir. Para no organizar más escándalo, decidí pagar el exceso de peso y poder así enfrentarnos al último reto de la terminal: el control de seguridad.

 

No sé si os habréis dado cuenta de que soy una persona nerviosa, inquieta. A mí el estrés no me viene bien. El control de seguridad es algo que no está hecho para mí.

 

Me puse en la fila y, cuando me tocaba, se me acercó un vigilante y me dijo que si llevaba líquidos, que si llevaba portátil, iPad, que me quitara los zapatos, que me quitara la correa, que si llevaba algo en los bolsillos, monedas, que el reloj también pitaba… Me llegó toda la información de golpe y no supe gestionarla. Era la misma sensación que cuando tu madre te dejaba solo en la cola del súper, veías que te tocaba pagar ya y ella no llegaba. Así me sentí, desbordado.

 

Resulta que llevaba un bote de gomina de más de cien mililitros, y, como no me lo dejaban pasar, me pareció buena idea echármelo de golpe en la cabeza para no desperdiciarlo. Se me puso el pelo como a Josep Pedrerol. Parecía que me habían echado levadura Royal.

 

Recuerdo que a Frikidoctor le pitó el bisturí, pero como tiene carné de médico, le dejaron seguir sin problema. Lo que sí le quitaron fue una bolsa de caramelos de café con leche que hace una señora que se quedó viuda. Menos mal que se los confiscaron, porque siempre te ofrece uno de los que lleva en el bolsillo, que están ya como de microondas, y al final te lo comes por compromiso, se te pega en las muelas y te tiras dos horas para poder volver a abrir la boca.

 

QUE SE DEJEN DE SUPERGLÚ Y USEN CARAMELO DE CAFÉ.

 

Por fin estábamos preparados para subir al avión. Había una cola más larga que cuando salió el Pokémon Rojo. Mientras esperaba me saqué el título de socorrista. Había chiquillos que cuando les tocaba, la cara ya no se parecía a la del pasaporte. Además, volvía a pasar algo parecido a lo del control de seguridad. Antes de subir al avión tenías que llevar el equipaje de mano, la documentación, la tarjeta de embarque… Y todo al mismo tiempo que mirabas tu número de asiento y buscabas el hueco para colocar la maleta. Me estaba saturando como la web de Renfe.

 

Por fin, estábamos todos sentados. El primer vuelo era corto, por lo que no me preocupaba tanto el asiento que me tocara. Hacíamos escala en Frankfurt. Desde que me enteré que la escala era allí, ya tenía en mente las famosas salchichas. Pasar por Frankfurt y no comerte una salchicha es como pasar por Jaén y no beberse un vaso de aceite.

 

Le pedí a Jorge Salvador que nos dejase tiempo en la escala de Frankfurt para poder pasear por la terminal en busca de un puesto de los que están montados en un carrito para comprarla. La verdad es que el bueno de Jorge me entendió perfectamente.

 

Al final fui el único que se la comió. Frikidoctor, Kike y JuanG fueron más conservadores, sabiendo que luego venía un vuelo de once horas, y que la salchicha en el estómago podía hacerse fuerte y tomar el control del cuerpo.

 

Fuimos a nuestra puerta de embarque rumbo a Haneda, aeropuerto de Tokio. En este vuelo sí que me preocupaba el asiento, menos mal que el avión estaba medio vacío. Estar once horas en la misma postura solo lo aguanta un youtuber.

 

Mi objetivo era conseguir un asiento en salida de emergencia. Encontré uno libre y, cuando me senté, vino la azafata y me dijo algo en inglés. No me enteré de nada. Podía haber dicho que me asomaba un testículo que yo seguiría tan normal. Luego me enteré de que me había preguntado si estaba dispuesto a actuar en caso de emergencia. Viendo la presencia física que tengo, me ofendió la duda.

 

Ya lo tenía todo: el asiento perfecto, mis series, música… Estaba preparado para afrontar el largo viaje que teníamos por delante. Además, estaba separado de Frikidoctor. Llegamos a hacer el vuelo juntos y pido la baja.

 

Se me sentó al lado un señor que cogió el sueño rápido. Creo que estaba viendo en la pantalla el canal de Teledeporte. Sin embargo, yo estaba nervioso porque mi última experiencia en avión había sido un vuelo a Melilla en un día de mucho levante. Aquello se movía más que un niño después de tragarse un azucarillo.

 

QUÉ MAL LO PASÉ…

 

Por ahora todo estaba yendo bien, y poco a poco me fui relajando hasta que de repente noté que, como diría Woody de Toy Story, había un amigo en mí. La salchicha de Frankfurt no había dicho su última palabra.

 

Para un vuelo tranquilo que tengo, resulta que mi capricho alemán quería un papel protagonista en esta historia. El primer síntoma fue el sudor frío en la espalda. Ahí supe que el tiempo jugaba en mi contra. Pasó la azafata a dar la cena y qué cara me vería que directamente me puso un menta poleo.

 

A partir de ahí era una lucha contra el crono. Lo primero que hice fue localizar el baño. Me puse de pie y con paso firme crucé el pasillo, dejando tras de mí numerosos avisos de lo que se venía. Abrí la puerta y supe que había llegado el momento de enfrentarme a una de las escenas más dantescas que un ser humano tiene que afrontar: cagar en el avión. ¿Sabes cuando pintas con un espray de los de grafiti? ¿Sabes cuando vas al autolavado que te cuesta sujetar la manguera de la fuerza que hace? Aquello fue algo impresionante. Lo peor de todo es que me encerré para que no entrase nadie. Tuve que respirar un aire más cargado que en Chernóbil.