Víctimas de la opulencia y otros relatos - Mariano Azuela - E-Book

Víctimas de la opulencia y otros relatos E-Book

Mariano Azuela

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Beschreibung

Víctimas de la opulencia es de un realismo estrujante, por duro y por vigente; un vívido retrato del México prerrevolucionario que describe la pobreza y la desigualdad que privaba y que la Revolución trató de revertir. Éste, como todos los cuentos de Mariano Azuela, es a la vez denuncia y sátira, una mirada profunda sobre la condición humana y sus circunstancias. "Víctimas de la opulencia", "La lección que no aprendí en las aulas", "Lo que se esfuma", "Avichuelos negros", "El caso López Romero" y "Un rebelde", seis relatos para visitar el México de inicios del siglo XX, del campo o la metrópoli, en el Porfiriato, la Revolución y el México posrevolucionario, son muestra de las amplias miras de la inclinación artística de Azuela: su narrativa de la Revolución, la proletaria, la realista, la urbana y la vanguardista.

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MARIANO AZUELA

Ilustraciones ANTONIO HELGUERA

Primera edición, 2019 [Primera edición en libro electrónico, 2020]

Coordinador de la colección: Luis Arturo Salmerón Sanginés Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero Imagen de portada: Antonio Helguera

D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6608-6 (ePub)ISBN 978-607-16-6513-3 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Víctimas de la opulencia

La lección que no aprendí en las aulas

Lo que se esfuma

Avichuelos negros

El caso López Romero

Un rebelde

VÍCTIMAS DE LA OPULENCIA

I

La desvencijada puerta parecía ceder de un momento al otro, empujada por el furioso ventarrón. Sus podridas maderas crujían como gemidos humanos y el aire se colaba a chorros. Era un cuartucho desmantelado y sucio; en una cazueleja rota una mecha de sebo oscilaba su flama macilenta y rojiza, sacudida por instantes por la alocada danza del aire que entraba por resquebrajaduras y rendijas, a punto de extinguirse totalmente.

A mitad del cuarto, sobre rústica mesita de encino, reposaba el “angelito” casi cubierto de flores, desprendiendo un aroma sofocante. Le quedaba al descubierto la cabecita como botón tronchado en su tallo. Una cara enjuta, terrosa y apergaminada, los cabellos untados a la frente y a los carrillos mojados todavía; los ojos entreabiertos en dos hondas cuencas violáceas.

Cuando se oyó un lejano reloj público, dando las siete, una mujer que estaba acurrucada al pie de la mesa se levantó sollozando, se echó el rebozo a la cabeza y se inclinó sobre el cuerpo rígido del muertecito, puso sus labios sobre la piel reseca y helada, y así permaneció algunos segundos, sacudida por el llanto y como si quisiera comunicarle el propio calor de su sangre.

Se alejó poco a poco, indecisa, como borracha. Pero ya en las calles caminó con rapidez, sin sentir el cierzo invernal que atería las carnes, ni la arena menuda levantada por el ventarrón que le azotaba la cara. Más intenso, más profundo era el otro dolor que la iba destrozando. Seguía aprisa, aprisa, con el alma hecha garras y el corazón partido por el remordimiento.

Moderó su paso ya en las calles más céntricas de la ciudad y, al llegar al pórtico de una arrogante mansión, se detuvo bruscamente.

—¿Qué hacía tanto, mujer? Ande pronto, que el niño ha despertado y la señora tuvo que batallar con él hasta que se durmió. La entretuvimos con puras mentiras.

II

La recamarita era un derroche de gracia y de lujo. Tapicerías con muñecos, animales y juguetes pintados; una gran lámpara de gruesos cristales y armazón de plata oxidada difundía discretamente su tibia claridad sobre las alfombras de color verde nilo, sobre los cortinajes musgo apagado y sobre los damascos y peluches rojos. Reverberaban las columnitas, capiteles y molduras niqueladas de la camita del niño, entre un torbellino de encajes que se levantaban vaporosos formando una nube y cerrando en pabellón por todos lados.

Reproduciéndose en las lunas distribuidas profusamente en los muros, la mujer se acercó de puntillas y entreabrió las gasas. El bebé dormía como un ángel. Sus mofletes del color de las rosas se parecían a los del Niño Dios de la parroquia.

—¿Siempre se murió el tuyo?

Volvió su rostro ajado y nada respondió a la ama de llaves que la interrogaba.

Ésta se alejó levantando con indiferencia los hombros. Piaron los cenzontles en el corredor, en las azoteas maulló un gato y el reloj prosiguió imperturbable su tic tac.

Todo igual, todo como siempre. Aquí no ha pasado nada.

III

Uno de los mimados del destino. De los que, desde que nacen, viven a expensas de vidas ajenas. ¿Qué importa que la madre sea joven, hermosa y robusta, si hay muchas vacas humanas que se alquilan para sustituirla y con creces? La madre joven y rica no destruirá los encantos de su cuerpo ni prescindirá de sus caprichos de mujer desocupada y ociosa, si por unas cuantas monedas obtiene otros senos pletóricos de savia para su hijo. No sabe ni quiere saber que un ser humano indefenso va a ser sacrificado bárbaramente en aras de su holgazanería y de su vanidad, porque con dinero paga lo que por dinero se vende. Su elástica moral burguesa está amparada por el cura gordinflón que dirige su conciencia y comparte el chocolate con las damas de alcurnia.

En uno de esos momentos luminosos que pasan como relámpagos fugitivos hasta en las inteligencias más obtusas, la pobre mujer tuvo la visión de la eterna injusticia de la vida. El sacrificio del hijo de la gleba en aras del placer del prócer. No sólo se le pide el sudor de su frente y el aniquilamiento de sus fuerzas en trabajos brutales, sino lo más sagrado que debería ser para él: la vida de sus propios hijos. Por el rico y para el rico la madre será peor que la loba y que la misma serpiente: les robará la savia de su pecho rebosante y pletórico de vida para ofrecerlo al niño del poderoso.

Una llamarada de indignación le quema el alma. Sus manos se agitan convulsas cuando un pensamiento espantoso pasa por su imaginación calenturienta, cuando rememora escenas pasadas. Pero su conciencia no está tampoco muy quieta. ¿Por qué se dejó ofuscar por el ofrecimiento de un puñado de monedas, mucha comida, comodidades y holganza, abandonando al hijo que con sus senos llenaba de salud y de vida? Cuando quiso corregir su error, era tarde. La llamaron para que fuera a verlo, después de muchos meses de ausencia, y de su humilde casucha, a orillas de la ciudad, regresó llorando y transida de dolor. Su hijito, triste momia perdida entre unos helados pañales, con su cara envejecida muy arrugada y doliente, con sus ojos apagados y quebradizos donde apenas quedaban señales de vida.

—Imprudente, nuestro bebé se va a enfermar con tantos lloriqueos.

Y se le prohibió terminantemente volver a su niño. En vano la pobre madre protesta y hace venir al marido.

—Sea por Dios, hija… le debemos muchos favores al amo y no nos podemos negar.

Y desde entonces no había vuelto a ver a su hijito hasta esa noche en que, por compasión, una vieja criada le facilitó la escapatoria mientras “los señores recibían”.

¡Cogerlo por el cuello y allí mismo ahogarlo!

Cocharon sus dientes, una oleada de sangre bañó su cabeza, se le crisparon las manos y sus oídos zumbaron. Con los ojos espantosamente abiertos se acercó más aún. El bebé se removió en su blando lecho, abrió los ojos y reconociendo a su nana le sonrió dulcemente, quedándose instantáneamente dormido otra vez.