Vida de sombras (Ganadora Premios Rita) - Sarah Morgan - E-Book

Vida de sombras (Ganadora Premios Rita) E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Él era su único buen recuerdo en medio de una vida sombría… Stefan Ziakas era el archienemigo empresarial de su padre, pero también era el único hombre que había hecho que Selene Antaxos se sintiera hermosa. Por eso, y a pesar de sus reticencias, Selene decidió acudir a él en busca de ayuda cuando decidió forjarse una nueva vida. Pero el implacable millonario no tenía nada que ver con el caballero andante que ella recordaba. En cuestión de días, Selene, seducida, perdida la inocencia y traicionada, se dio cuenta de que había vendido su alma, y su corazón, al diablo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.

VIDA DE SOMBRAS, N.º 2261 - octubre 2013

Título original: Sold to the Enemy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3826-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Nadie va a dejarte dinero, Selene. Temen demasiado a tu padre.

–No todo el mundo –Selene se sentó en la cama y acarició el cabello de su madre, siempre tan bien cortado para mantener las apariencias–. Deja de preocuparte. Pienso sacarte de aquí.

Su madre se quedó inmóvil. Ambas sabían que cuando hablaban de «aquí» se referían a «él».

–Debería ser yo quien dijera eso. Debería haberme ido hace años. Cuando conocí a tu padre era encantador. Todas las mujeres estaban prendadas de él, pero sus ojos no se apartaban de mí. ¿Te imaginas lo que sentí?

Selene fue a decirle que no, que ella solo recordaba sentirse atrapada en aquella isla, pero se lo calló.

–Claro que sí. Era rico y poderoso –ella no cometería ese error. El amor nunca la cegaría hasta el punto de no darse cuenta de cómo era el hombre que se ocultaba bajo la superficie.

–No sé por qué hablamos de irnos cuando sabemos que nunca lo permitirá. De cara al mundo somos una familia perfecta, y no consentirá que esa imagen se rompa –su madre se giró de lado a la pared.

Selene resopló, frustrada. Era como ver a alguien alejarse en una balsa sin hacer el menor esfuerzo por alcanzar la orilla.

–No vamos a pedirle permiso. Quizá haya llegado el momento de que el mundo sepa que no somos una familia perfecta.

La apatía de su madre no la pillaba por sorpresa. Su padre regía sus vidas y las controlaba desde hacía tanto que había perdido toda esperanza. A pesar del calor y de que en la fortaleza en la que residían no había aire acondicionado, Selene sintió que la recorría un escalofrío.

¿Cuánto tiempo era necesario para que alguien perdiera el deseo de luchar? ¿Cuántos años antes de perder la esperanza, antes de darse por vencido? ¿Cuándo también ella se volvería hacia la pared en lugar de ponerse en pie?

Más allá de las contraventanas que filtraban la luz, el sol arrancaba destellos al mar Mediterráneo, creando un resplandor que contrastaba dramáticamente con la oscuridad del dormitorio.

Para muchos, las islas griegas eran un paraíso, y quizá alguna lo fuera. Selene solo conocía una, Antaxos, y no tenía nada de paradisíaca. Separada de sus vecinas por una brazo de mar violento y rocoso, y dirigida por un hombre temido, su reputación la acercaba más al Infierno que al Cielo.

Selene cubrió los hombros de su madre con la sábana y dijo:

–Deja que yo me ocupe.

El comentario insufló una nueva energía en su madre.

–No lo enfades.

Selene llevaba toda la vida oyendo esas palabras y andando de puntillas para no enfadar a su padre.

–No tienes por qué vivir así, controlando todo lo que haces y lo que dices.

Selene sentía lástima al mirar a su madre y pensar en lo hermosa que había sido: una belleza nórdica de la que se había encaprichado el playboy millonario Stavros Antaxos. Este la había embelesado con poder y riqueza, y se había derretido como la cera sometida al fuego, impidiéndole ver a la persona que se ocultaba bajo un barniz de sofisticación. Con ello, había tomado una decisión equivocada y su vida y su alma habían quedado aplastadas por un hombre sin compasión.

–No hablemos de él. He recibido un correo esta semana del Hot Spa de Atenas –llevaba días guardándose la noticia–. ¿Recuerdas que te dije que era una cadena muy exclusiva y que tienen hoteles spa en Creta, Corfú y Santorini? Les he mandado muestras de mis velas y jabones y les han entusiasmado. Las han usado en sus tratamientos y varios clientes han insistido en comprarlas por un dineral. Ahora quieren hacerme un pedido. Es mi gran oportunidad

Estaba tan emocionada con la noticia que la reacción de su madre la decepcionó.

–Tu padre nunca dejará que lo hagas.

–No tengo por qué pedirle permiso para vivir mi vida como quiera.

–¿Y cómo vas a hacerlo? Necesitas dinero para montar el negocio y él no te lo dará.

–Lo sé. Por eso tengo un plan alternativo –a pesar de que Selene estaba acostumbrada a hablar solo después de asegurarse de que nadie la escuchaba, miró hacia la puerta, que ella misma había cerrado, aun sabiendo que él ni siquiera estaba en la isla–. Voy a irme esta misma noche. No podré llamarte en varios días y no quiero que te preocupes por mí. Todo el mundo creerá que me he ido a pasar una de mis semanas de reclusión y meditación en el convento.

–¿Cómo vas a hacerlo? El servicio de seguridad te lo impedirá. Le avisará.

–Una de las ventajas de ser la hija aislada y tímida de un hombre temido es que nadie esperará verme. Pero aun así, tengo un disfraz.

Su madre la miró aterrorizada.

–¿Y si no llegas al continente, qué harás?

Selene lo tenía todo planeado, pero no pensaba compartir su plan ni siquiera con su madre.

–Tranquila, lo he pensado todo. Confía en mí y volveré a recogerte. Por ahora, debes quedarte para mantener las apariencias y no despertar sospechas. En cuanto tenga el dinero volveré por ti.

Su madre le asió el brazo con fuerza.

–Si consigues huir no vuelvas. Para mí, es demasiado tarde.

–No hables así –Selene la abrazó–. Volveré y las dos nos iremos juntas.

–Ojalá pudiera darte yo el dinero que necesitas.

Selene pensaba lo mismo. Si su madre hubiera mantenido la independencia, no se encontrarían en aquella situación. Pero la primera y más sagaz maniobra de su padre fue asegurarse de que su mujer no tuviera ingresos propios. Al principio, su madre lo había tomado como una prueba de amor. Solo más tarde, se dio cuenta de que no quería tanto cuidar de ella como controlarla.

–Tengo suficiente como para llegar a Atenas. Allí solicitaré un préstamo para montar el negocio.

–Tu padre tiene contactos. Ningún banco te dejará dinero, Selene.

–Lo sé. Por eso mismo no pienso acudir a un banco.

Su madre sacudió la cabeza.

–¿Quién va a ser capaz de enfrentarse a tu padre? Nadie.

–Te equivocas. Hay un hombre que no lo teme –dijo Selene, sintiendo que el corazón se le aceleraba.

–¿Quién?

–Stefanos Ziakas –dijo Selene, fingiendo una indiferencia que no sentía.

Su madre palideció.

–Ziakas es igual que tu padre: egoísta y cruel. No te dejes engañar por su carisma y su atractivo. Es peligroso.

–No es verdad. Lo conocí hace años, en aquella fiesta que dio en un yate y en la que interpretamos nuestro papel de familia ideal. Fue muy amable conmigo –dijo Selene, ruborizándose.

–Lo fue para irritar a tu padre. Se odian mutuamente.

–Cuando habló conmigo no sabía quién era.

–Eras la única chica de diecisiete años de la fiesta, y no dudes que sabía quién eras –dijo su madre, intranquila–. Si no, por qué crees que te dedicó tanto tiempo cuando estaba acompañado de la actriz Anouk Blaire.

–Me dijo que era una aburrida, que solo estaba con él para potenciar su carrera y que solo se preocupaba por su aspecto. Dijo que yo era mucho más interesante, y charlamos toda la noche.

Selene recordaba haberle contado cosas sobre sus sueños y sus proyectos de futuro que no había compartido con nadie, y él la había tomado en serio. Hasta el punto de que cuando le preguntó si la creía capaz de tener un negocio propio, él le había dicho algo que no había olvidado: «Puedes hacer lo que te propongas si lo deseas de verdad».

Y ese momento había llegado.

Su madre suspiró.

–La niña y el millonario. ¿Y por esa conversación crees que te ayudará?

«Vuelve en cinco años, Selene Antaxos, y hablaremos».

Selene había querido hacer más que hablar con él. Intuía que se daba cuenta de que su vida era una gran mentira, y había sentido una mayor complicidad con él que con ninguna otra persona en el mundo. Era la primera vez que alguien la escuchaba, y desde entonces, siempre que necesitaba consuelo, pensaba en lo que él le había dicho.

–Seguro que me ayuda.

–Temo que más que ayudarte, te haga daño. No tienes experiencia con hombres como él. Tú te mereces a alguien amable y bondadoso.

–No es eso lo que necesito en este momento. Necesito a alguien con valor para enfrentarse a mi padre. Quiero montar mi propio negocio y Ziakas sabrá orientarme. A él nadie lo ayudó y antes de cumplir treinta años era millonario.

Selene encontraba inspiración en la historia de Ziakas. Si él lo había conseguido, ¿por qué no podía lograrlo ella?

Sacando energía de la angustia, su madre se incorporó.

–¿De verdad crees que puedes acudir a Ziakas y pedirle dinero? Aunque consiguieras escapar de la isla, no accederá a verte.

–Estoy convencida de que te equivocas. Y sé cómo salir de la isla –Selene no quería revelar su plan, ni dejar que su madre debilitara su confianza en sí misma, así que se puso en pie–. Volveré mañana. Tengo tiempo de sobra antes de que mi padre vuelva de... De su viaje.

Así era como se referían a las ausencias de su padre, aunque él no se esforzaba lo más mínimo por ocultar sus infidelidades.

No quería pensar en qué haría si su madre, como en otras ocasiones, se negaba a marcharse. Solo sabía que quería escapar de la cárcel que Antaxos representaba, y los acontecimientos de la semana previa la habían confirmado en su postura.

Se inclinó para besar a su madre.

–Sueña con tu nueva vida. Podrás reír de nuevo, volverás a pintar y tus cuadros volverán a venderse.

–Llevo años sin pintar. Ya no tengo el impulso.

–Porque te han quitado las ganas de vivir, pero la recuperarás.

–¿Y si tu padre vuelve antes de lo esperado y descubre que te has ido?

Selene sintió que se asomaba a un abismo y que necesitaba un punto de apoyo.

–Eso no va a suceder –dijo con determinación.

Stefan puso los pies sobre el escritorio.

Atenas, la ciudad en crisis a la que el mundo observaba con asombrada inquietud, despertaba en torno al edificio de sus oficinas centrales. La gente lo animaba a trasladar su negocio a otra ciudad: Nueva York o Londres, a cualquier sitio con tal de que dejara atrás la traumatizada capital de Grecia. Pero Stefan hacía oídos sordos.

No estaba dispuesto a abandonar el lugar que le había permitido llegar a ser quien era. Él sabía lo que significaba perderlo todo, pasar de la prosperidad a la pobreza. Conocía el miedo y la inseguridad, y cuánto había que luchar para recuperarse. Esa era una victoria incontestable y que proporcionaba mucho más satisfacción que una batalla fácil. Y la había ganado con creces. Tenía poder y dinero.

A la gente le hubiera sorprendido saber lo poco que le importaba el dinero. Sin embargo, el poder era otra cosa. De muy pequeño había aprendido su valor. Abría puertas, convertía los «noes» en «síes», las dificultades en facilidades. El poder era afrodisíaco y, cuando era necesario, un arma perfecta que usaba sin que le temblara la mano.

El teléfono sonó por enésima vez en diez minutos y lo ignoró una vez más.

Una llamada a la puerta lo sacó de su ensimismamiento. Se trataba de Maria, su asistente personal.

Stefan la miró alzando una ceja con gesto irritado.

–No me mires así. Sé que no quieres que te moleste, pero no estás contestando a tu línea personal –al no obtener respuesta, Maria resopló–. Sonya te ha llamado varias veces.

–Llama para decirme que está enfadada, y no tengo el menor interés en hablar con ella.

–Ha dejado un mensaje: que no piensa hacer de anfitriona en tu fiesta de esta noche hasta que no tomes una decisión respecto a vuestra relación. Literalmente ha dicho: «Dile que o se compromete o rompemos».

–Pues rompemos. Se lo he dicho, pero no quiere entenderlo –Stefan levantó el auricular bruscamente y borró los mensajes sin molestarse en escucharlos, ante la mirada desaprobadora de Maria–. Llevas doce años trabajando para mí. ¿Por qué me miras así?

–¿Nunca va a importarte acabar una relación?

–No.

–Eso dice mucho de ti, Stefan.

–Sí, que se me dan bien las rupturas.

–No: que las mujeres con las que sales te dan lo mismo.

–Tanto como yo a ellas.

Sacudiendo la cabeza, Maria tomó dos tazas vacías del escritorio de Stefan.

–Tienes todas las mujeres que quieras y no hay una sola con la quieras asentarte. Eres un hombre con éxito en todas las parcelas excepto en la personal.

–Te equivocas.

–No me creo que no quieras algo más en una relación.

–Quiero sexo frecuente, apasionado y sin complicaciones –Stefan respondió con una sonrisa a la mirada de desaprobación de su asistente–. Por eso elijo a mujeres que quieren lo mismo.

–El amor te transformaría.

¿Amor? Solo oír la palabra bloqueaba algo en el interior de Stefan. Bajó los pies del escritorio.

–¿Desde cuándo forma parte de tu trabajo ocuparte de mi vida privada?

–Como quieras, no sé por qué me molesto –dijo Maria. Y salió, pero volvió al instante–. Hay alguien que quiere verte. Puede que ella te ayude a recordar que eres humano.

–¿Una mujer? Creía que mi primera cita era a las diez.

–Viene sin cita previa, pero no he tenido el valor de decirle que se fuera. Es una monja, y dice que tiene que hablar contigo urgentemente.

–¿Una monja? –preguntó Stefan, asombrado–. Si viene a salvar mi alma, llega tarde. Dile que se vaya.

Maria se cuadró de hombros.

–No pienso echar a una monja.

Stefan soltó un resoplido de exasperación.

–Cómo puedes ser tan inocente. ¿No te has planteado que puede ser una stripper?

–Sé cuándo un hábito es de verdad. Y no resultas nada atractivo cuando eres tan cínico.

–Pero siempre me ha venido bien como escudo protector. Y ahora que te has vuelto una blanda, lo voy a necesitar más que nunca.

–Me niego a decir a una monja que se vaya. Además, tiene una sonrisa muy dulce –Maria suavizó su expresión antes de mirarlo con determinación–. Si quieres echarla, tendrás que hacerlo tú mismo.

–Está bien, hazla pasar. Ya verás lo fácil que es alquilar un disfraz de monja.

Maria se fue, evidentemente aliviada, y Stefan esperó molesto una visita de la que no esperaba obtener ningún beneficio.

Su irritación se incrementó al ver entrar a la monja con la cabeza inclinada y cubierta por una toca. Su actitud pía no afectó a Stefan, que la observó desde su asiento sin inmutarse.

–Si espera que admita mis pecados, le advierto que la próxima cita es en una hora y no es tiempo suficiente para resumírselos. Si lo que quiere es dinero, mis abogados se encargan de mis obras benéficas. Yo gano el dinero, pero lo gastan otro.

El tono de voz que usó habría ahuyentado a muchos, pero la monja se limitó a cerrar la puerta a su espalda.

–No se moleste –dijo él con frialdad–. Se marchará en unos segundos. No comprendo qué pretende con... –enmudeció al ver que la mujer se retiraba la toca y una melena de cabello rubio plateado caía en cascada por su espalda.

–No soy una monja, Stefan –su voz suave y agitada sonó más propia de una alcoba que de un convento.

–Es evidente –dijo él, irritándose con Maria por haberse dejado engañar–. Estoy acostumbrado a que las mujeres recurran a cualquier truco para conseguir una cita conmigo, pero ninguna había caído tan bajo como para hacerse pasar por monja.

–Tenía que pasar desapercibida.

–Me temo que en el barrio financiero de Atenas, una monja no pasa precisamente desapercibida. La próxima vez, ponte un traje de chaqueta.

–No podía arriesgarme a ser reconocida –la mujer miró hacia la ventana y, ante la exasperación de Stefan, se acercó para contemplar la vista.

¿Quién era? Había algo vagamente familiar en su rostro. Stefan intentó desnudarla mentalmente para ver si lo ayudaba a recordar, pero era difícil pensar en una monja desnuda.

–Dado que no me acuesto con mujeres casadas, no entiendo la necesidad del disfraz. Si me equivoco, ilumíname, por favor –Stefan enarcó una ceja–. ¿Dónde? ¿Cuándo? Tengo una memoria pésima para los nombres.

Selene apartó la mirada de la ventana y clavó sus penetrantes ojos verdes en él.

–¿Dónde y cuándo, qué?

Stefan, que odiaba los misterios y no se caracterizaba por su tacto, dijo:

–¿Dónde y cuándo nos acostamos? Seguro que fue estupendo, pero vas a tener que darme detalles.

Ella carraspeó.

–No me he acostado contigo.

–¿Estás segura?

–Según los rumores –dijo ella con frialdad–, el sexo contigo es inolvidable, así que supongo que lo recordaría.

Más intrigado de lo que habría estado dispuesto a admitir, Stefan se acomodó en el asiento.

–Se ve que sabes más de mí que yo de ti. Así que la cuestión es ¿Qué haces aquí?

–Me dijiste que volviera cuando pasaran cinco años, y la semana pasada se cumplieron. Eres la única persona que ha sido considerada conmigo en toda mi vida.

Su tono emocional encendió las alarmas en la mente de Stefan. Acostumbrado a detectar la vulnerabilidad para usarla en su provecho, suavizó su actitud.

–Debe tratarse de un error, porque yo nunca soy considerado con las mujeres. De hecho, me esfuerzo por no serlo para evitar que empiecen con insinuaciones sobre anillos, bodas y casitas en el campo. Y ese no es mi estilo.

Selene sonrió.

–Te aseguro que conmigo fuiste muy amable. De no ser por ti, creo que me habría tirado por la borda en aquella fiesta. Charlaste conmigo toda la noche y me diste esperanza.

Stefan enarcó las cejas, sorprendido, al tiempo que intentaba recordar haber coincidido antes con aquella mujer de cabello espectacular.

–Definitivamente, debes haberte equivocado de persona. Dudo que hubiera charlado contigo en lugar de haberte llevado a la cama.

–Me dijiste que volviera en cinco años.

Stefan entrecerró los ojos.

–Me sorprende que ejerciera tal autocontrol.

–Mi padre te habría matado.

Stefan la miró fijamente y de pronto se quedó paralizado. Aquellos preciosos ojos tenían un peculiar tono verde que solo recordaba haber visto en una ocasión, tras unas desfavorecedoras gafas.

–¿Selene? ¿Selene Antaxos?

–Veo que sí me reconoces.

–Con dificultad –Stefan la recorrió de arriba abajo con la mirada–. ¡Dios mío, no eres ninguna niña!

Recordaba a una chica desgarbada, una adolescente dominada por su sobreprotector padre, una princesa cautiva.

«No te acerques a mi hija, Ziakas».

Aquella había sido la velada amenaza que le había impulsado a charlar con ella.

Le bastaba pensar en el nombre Antaxos para que su día se estropeara, y en aquel instante tenía ante sí a su hija. Los turbios sentimientos que esa noción despertó en él, le obligaron a recordarse que ella no era responsable de los pecados de su padre.

–¿Por qué vas disfrazada de monja?

–Tenía que esquivar al servicio de seguridad de mi padre.

–Seguro que no ha sido fácil. Claro que si tu padre no tuviera tantos enemigos, no necesitarías una protección tan férrea –ahogando los sentimientos que lo asaltaban, Stefan se puso en pie y rodeó el escritorio–. ¿Qué haces aquí?

El único recuerdo que tenía de aquella noche era haber sentido lástima de ella, un sentimiento tan ajeno a él que por eso mismo lo recordaba. Creía que las personas tomaban sus propias decisiones, pero al verla, tan larguirucha e incómoda, había pensado que ser la hija de Stavros Antaxos era una desgracia inmerecida.

–Ahora mismo te lo explico –dijo ella. Pero agachándose para tomar el bajo del hábito, preguntó–: ¿Te importa que me lo quite? Estoy asada.

–¿Dónde lo has comprado?

–Me educaron las monjas de la isla vecina, Poulos, que siempre me han apoyado. Ellas me lo dejaron. Pero ahora que estoy a salvo contigo, ya no lo necesito.

Considerando que pocas mujeres se sentían a salvo junto a él, Stefan la miró desconcertado mientras ella se retorcía y peleaba con la prenda, hasta quitársela y quedarse totalmente despeinada. Debajo, llevaba una camisa blanca con una falda tubo negra que abrazaba unas piernas espectaculares.

–Casi me muero de calor en el ferri. Por eso no llevo chaqueta.

–¿Qué chaqueta?

–La del traje.

Stefan apartó la mirada de sus piernas, sintiéndose como si le hubieran golpeado la cabeza con un bate, y escudriñó los ojos de Selene en busca de la joven insegura del pasado.

–Estás cambiada.

–Eso espero. De hecho, confío en parecer la mujer de negocios que soy –Selene se puso una chaqueta a juego con la falda que sacó del bolso y se recogió el cabello con una horquilla–. Cuando me conociste tenía granos y aparato. Estaba espantosa.

Pero ya no tenía nada de fea, pensó Stefan.

–¿Sabe tu padre que estás aquí?

–¿Tú qué crees? –dijo ella con una pícara sonrisa que reclamó la atención de Stefan hacia sus voluptuosos labios.

–Sospecho que tu padre debe llevar varias noches en vela –dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por pensar en ella como la niña del pasado y no como la mujer en la que se había transformado–. Debería ofrecerte algo. ¿Quieres un... un vaso de leche?

Selene se retiró un mechón de cabello de la cara, entre tímida y seductora.

–No tengo seis años. ¿Sueles ofrecer leche a tus visitas?

–No, pero no acostumbro a recibir a menores.

–No soy menor. Soy una adulta.

–Eso es evidente –dijo Stefan. Y al ir a desabrocharse el botón de la camisa para aliviar el calor que sentía, descubrió que ya estaba suelto. ¿Estaría estropeado el aire acondicionado?–. ¿Vas a decirme por qué estás aquí?

Si lo que pretendía era arruinar a su padre, podrían llegar a un acuerdo.

–He venido a proponerte un negocio.

Los enormes ojos de Selene le trasmitieron tal anhelo, que Stefan sintió un golpe de deseo súbito y poderoso, completamente inapropiado dadas las circunstancias.