Vidas en corto - Margarita Girardi - E-Book

Vidas en corto E-Book

Margarita Girardi

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Beschreibung

"Ladrones que se acuerdan de su abuela, hinchas que se olvidan de cumplir una promesa, mujeres que hacen la valija, sesiones de terapia, chicos que se abandonan. Vidas en corto es un viaje por la condición humana, un viaje que invita a reflexionar sobre nuestros propios anhelos y prejuicios, a mirarnos en el espejo, a rememorar la infancia o ese lugar al que llamamos hogar. Pero también es un recorrido por la vida de personajes entrañables, asombrosos, lo mismo frágiles que valientes, canallas que nobles; personajes, todos, construidos con una elegancia y destreza que cautivan. Con una mirada perceptiva y una voz clara, crítica y poética, Margarita Girardi nos hace pensar y también sentir. Vidas en corto es una serie de historias tan breves como intensas, que laten, que respiran, que unas veces hacen reír y otras veces estremecen. Cada relato es un territorio plagado de sensaciones que perduran, imágenes que deslumbran, personajes que sorprenden, vidas en corto, en fin, que dejan huella" (Maura Campillo).

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Seitenzahl: 151

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Margarita Girardi

VIDAS EN CORTO

NARRATIVAS

Girardi, Margarita

Vidas en corto / Margarita Girardi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-90-3

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos contemporáneos. 3. Literatura Contemporánea. I. Título.

CDD A863

© 2024, Margarita Girardi

Primera edición, junio 2024

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Asistencia editorial Eleonora Centelles

Coordinadora de ediciones Jacqueline Golbert

Editora María Elvira Woinilowicz

Jefa de corrección María Nochteff Avendaño

Corrección Carolina Iglesias y Patricia Jitric

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Collage de tapa Verónica Martínez Castro

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Índice

CubiertaPortadaCréditosAl contrarioLa moscaFiestaLo sé todoPor culpa de MiguelMi crepúsculoParada en el miedoLa nenitaEl mayor de mis fracasosNoritaMi niño se fueMudanzaEl enano de jardínEs hoyTodo bienLa calandriaNo te cubro másPiernas de alambreLa colombianaEl día que se murió mi papáSmashSin complejosEl estudiantePicaporteAgradecimientosSobre este libroSobre la autoraÍndiceTienda PAM

Al contrario

Mi papá, desnudo, aplasta a mi mamá, pero se ve que no la aplasta del todo porque se sostiene sobre los brazos. Y ella se ríe, no llora. Me parece que no le duele. Veo las piernas de ella, que abrazan a mi papá por sobre la cintura mientras que sus manos se cruzan por detrás de la nuca. Se cuelga como si fuera un koala. Lo veo contorsionarse y medio que bufa como si estuviera agitado, igual que cuando terminamos de jugar una carrera. Mi mamá le dice que siga, que siga. Y yo no sé qué es lo que quiere que siga porque todo el tiempo siento que ella se va a romper, debajo de mi papá, que es regrandote. Me dan ganas de hacer algún movimiento para salvarla. Algo no es normal. Están en medio de una luchita, como las mías con mi hermano y creo que a los dos les gusta. Ahora, mi mamá grita. Dice: “Sí, sí, sí”. Yo espero que diga “no” o “basta” o “salí”. Es todo al revés.

Me quiero ir, pero estoy como pegado al piso. Mi papá rebota como un resorte y cada vez que baja parece que empuja a mi mamá adentro del colchón, como si estuviera rellenando una botella de plástico con bolsas de nailon y las apretara para que entren más y más en menos espacio, como nos enseñaron a hacer a nosotros para cuidar el medioambiente. Después, mi papá se desploma sobre mi mamá, como si se hubiera muerto y ella le acaricia la cabeza y lo besa. Parecen en calma. De repente, mi mamá le hace una toma de yudo y ella está sentada sobre él. Le veo la espalda. El pelo le cae suelto, despeinado. Y ahora es ella la que rebota y mi papá le dice: “Gorda, me estás matando”, pero no suena como si se estuviera muriendo. Las sábanas y la frazada están en el piso. Es todo un desorden. Parece un campo de batalla. ¿Por qué nos dicen a mi hermano y a mí que no peleemos si están haciendo lo mismo? O peor. Y me dan ganas de decirles que estoy aquí, pero abro la boca y no me sale nada.

El corazón me late fuerte. Salgo de la habitación igual que como entré, sin hacer ruido. Entorno la puerta para dejarla como estaba. No la cierro. Me voy a ver la tele, pero no me puedo concentrar. Al rato, ella aparece como si nada, atándose el pelo con una colita. La miro para ver si le duele algo, pero no. Está sonriente. Canturrea y me pregunta si quiero que cenemos. Voy a contestarle y otra vez no puedo hablar. Ella me mira, pero empieza a poner la mesa. Mi papá tiene el pelo mojado. Se ve que se bañó antes de comer. Me pregunta qué están dando en la tele y me doy cuenta de que no lo sé. Echo un vistazo rápido a la pantalla y ni idea. Él se sienta al lado mío. Estoy incómodo. Siento que tengo un secreto que no quiero tener. Mi papá me da una palmada cariñosa en la cabeza y me pregunta por mi hermano. Me encojo de hombros. Está en lo de la abuela, dónde va a estar.

Papá se va a ayudar a mamá en la cocina. Sirven la cena y yo no puedo mirar a ninguno de los dos. Son tan distintos de esos pulpos que se enroscaban hace nada más que un rato. Es como si no los conociera. ¿Será que pasa siempre eso cuando cierran la puerta? No quiero ni pensarlo. Pero algo me da curiosidad, no parecen tristes. Al contrario.

La mosca

Hoy desarmé el altar que le armé a mi mamá para el Día de los Muertos. Le puse flores naranjas. Copetes y no caléndulas, como hacen los mejicanos, porque en esta época no hay caléndulas en la Argentina; sal para que encontrara el camino a casa; velas que se lo iluminaran; comida que a ella le gustaba: nueces y chocolate y, por supuesto, su foto, la más linda que tengo. No había pan de muertos porque no sé cómo se hace y también me olvidé del agua. Yo creo que mi mamá estuvo aquí. Espero que no se haya vuelto a morir, pero de sed. En todo caso, no lo creo. Ella siempre tenía recursos para todo.

Mientras estaba desarmando, se posó una mosca en el brazo del berger, casi a mi lado, provocándome. Lo mío es instintivo. No las soporto. ¡Zas!, le di el manotazo y me sorprendí porque la maté. No es fácil matar una mosca con la mano, pero o ellas están más lentas o yo he ganado habilidad.

La maté. Las sentí. Esas tantas que se metían en la combi de mi papá. Parada para no gastar nafta. Con los vidrios abiertos para que no nos asfixiáramos, se llenaba de moscas y entonces, nosotros tratábamos de cazarlas. No había mucho que hacer dentro de la combi y a veces pasábamos horas allí. A mi papá se le había ocurrido ese juego de cazar moscas y nosotros lo jugábamos. Bah, yo seguro, Nacho prefería protestar y decir cada cinco minutos que quería volver a casa con mamá. Marita le pegaba codazos para que se callara, pero creo que era peor. Yo le veía la frente afligida a mi viejo y no decía nada. Esperaba que las moscas se posaran y manoteaba para todos lados, pero nunca lo conseguía. Ellas eran más rápidas. Y desde entonces les tengo este odio que no se me va.

—Saludá y sonreí.

—Pero papá…

—Vayan los tres juntos. Saluden, sonrían y digan gracias.

—El jugo es horrible.

—Nacho, aceptá todo. Después vemos.

Él se metía entre las góndolas, lo suficientemente lejos como para que no se dieran cuenta de que éramos sus hijos, pero sin perdernos de vista, listo para ayudarnos, si era necesario. Nunca hizo falta. Miraba algún que otro precio de productos que no pensaba comprar ni podía pagar y después pasaba por la caja con un paquete de yerba. Nosotros lo esperábamos en la puerta. Cada uno tenía una cajita de jugo de naranja y un alfajor que nos habían dado las promotoras. Papá respiraba aliviado. Teníamos nuestra merienda y no íbamos a poder decirle a mamá que con papá no comíamos nada.

Nacho protestaba.

—El jugo tomátelo vos.

Nosotros lo mirábamos con enojo. Nos cansaban las tardes con papá. ¿Por qué no podíamos quedarnos en casa calentitos? Papá vivía en una combi. Al principio fue divertido jugar a que viajábamos sin viajar. Después perdió el encanto. La Calamidad, como la habíamos bautizado, se volvió un lugar maloliente donde papá acumulaba su ropa sin lavar y ya casi no quedaba espacio. Y para colmo, nunca había nada para comer. Salíamos de la escuela cargando nuestras mochilas. Él nos esperaba y esbozaba una mueca de dientes blancos que quería disfrazarse de sonrisa, pero estaba triste. Tenía esa tristeza que no se puede ocultar. Encima nos abrazaba fuerte y delante de todos. Era difícil desprenderse de esos abrazos. Y después empezaba nuestra peregrinación. Dejábamos las mochilas en La Calamidad y nos llevaba al súper a merendar lo que podíamos garronear de los promotores. Yo sentía vergüenza. Creo que ya nos tenían más que junados. Tres veces por semana, cuando tocaba con papá, teníamos que repetir el mismo ritual. Entrar al súper y pararnos frente a lo que fuera que estaban regalando porque eso era lo que íbamos a comer, sin importar qué tocara. Algunas veces daban sobrecitos de champú y papá se ponía nervioso. No tenía más remedio que comprarnos un paquete de galletitas, que nunca era suficiente, pero al menos era algo.

Cuando volvíamos a casa, mamá nos interrogaba sin piedad. Nosotros habíamos aprendido a responder escuetamente, sin detalles. A veces le hermoseábamos la cosa todo lo que podíamos.

—La pasamos bien. Nos divertimos. Sí, comimos. Hicimos la tarea. Papá me ayudó con matemática. Estuvimos en el parque. No, no tomamos frío. Llevamos la campera.

Eso es lo que decíamos. Incluso, Nacho evitaba tirar bosta y eso que él lo pasaba mucho peor que Marita y yo, por decisión propia. Elegía torturar al viejo y embroncarse la tarde, para después cubrirlo y encerrarse en su cuarto.

No siempre era mentira. Nos ayudaba con la tarea y hacía fácil lo difícil. A veces, muy de tanto en tanto, nos llevaba a tomar un helado. La excursión a la heladería era una fiesta. Sabíamos que había conseguido algún trabajo y tenía unos mangos en el bolsillo. El helado nos ponía contentos, aunque no daba para la tarde entera. Marita siempre se chorreaba porque se encaprichaba con que quería cucurucho y no vasito. Mamá jamás nos dejaba tomar cucuruchos porque el helado se derretía irremediablemente en algún lugar de nuestra ropa, pero Marita aprovechaba que papá no decía nada y se pedía uno. Sabíamos que mamá iba a rezongar, pero tampoco se podía arruinar el momento. Después de vagabundear un buen rato en la plaza o en algún parque, terminábamos en La Calamidad, exhaustos.

Mamá tenía antenas. No sé cómo hacía, pero casi siempre se daba cuenta de todo. Por H o por B, discutían sin parar. No importaba cuánto nosotros tratáramos de evitarlo. Me acuerdo lo loca que se ponía cuando volvíamos con olor a cigarrillo. Papá fumaba y nosotros quedábamos impregnados con ese olor que tampoco se me fue nunca. Otra cosa que odio. El faso. Lo increíble es que ella también fumaba. ¡Y cómo! Pero claro, no lo hacía en un cubículo. Nos cuidaba. Decía que no podíamos convertirnos en fumadores pasivos.

Tiro la mosca muerta y me lavo las manos una y otra vez. Me parece que me ha pegado todas las inmundicias que tocaron sus patas antes de que mi mano la aplastara. Saco los copetes al jardín. Están medio machucados los pobres, pero creo que van a sobrevivir una vez que los ponga en la tierra. Cumplieron su propósito. Yo creo que la vieja, desde donde esté, debe haber sonreído al verlos. La sal ni siquiera se humedeció y los chocolates me los voy a comer esta noche, antes de dormir, igual que hacía ella. Sobre todo, los años de esa separación infame que la mosca me trajo de vuelta. Porque fueron unos años nomás. Incluso, hubo tiempos mejores. Un día mi papá nos dio la sorpresa.

—Hoy no vamos a La Calamidad. Hoy vamos a casa.

Nosotros creímos que casa era casa, pero no. Esta era una nueva casa. Un departamento que por fin había podido alquilar. Nos mostró orgulloso que teníamos una habitación con tres camas, una cucheta y otra puesta en L por si alguna vez nos queríamos quedar los tres a dormir. Su ropa ya no estaba en la combi sino colgada en su placar. Hasta había una alacena con Nesquik, dulce de leche y pan para tostadas. Ya no fue necesario cazar moscas para entretenernos. Yo creo que los tres estábamos tan orgullosos como él. A Nacho le habían crecido los ojos de pura sorpresa. Y no gruñía. Masticaba su pan en silencio, mirando cada rincón, no perdiéndose detalle. Esa tarde también se alteró nuestra rutina. Por primera vez vino a buscarnos mamá. Primero se quedó tímidamente en la puerta. No parecía ella. Estaba cohibida. Papá, risueño, la hizo pasar. Él sabía en lo que se metía. Se venía la inspección ocular implacable, pero parece que aprobó porque esa tarde no se pelearon y nos fuimos charlando de cualquier cosa. Mamá no hizo comentarios negativos y eso ya era un montón.

Hoy tengo claro que ese día marcó el principio. El principio de la reconciliación. Con muchas prevenciones. La Calamidad desapareció de la noche a la mañana y ya no la vimos más. Ni despedirnos pudimos. El cigarrillo fue prohibido dentro de casa. Dejamos de ir al súper a garronear la merienda. Hasta que una tarde volvimos a estar juntos los cinco, esta vez sí, en casa. Y así seguimos por muchos años.

Mamá se murió hace seis meses. Y sí, de cáncer de pulmón. Ella, que nos cuidaba del humo de papá, era una chimenea viviente. Eso sí, fumaba fuera de casa o dejaba escapar el humo por la ventana abierta de su dormitorio. Cuando papá volvió a casa para no irse nunca más, prefería salir a la vereda, hasta que un invierno dejó el cigarrillo con tal de no seguir chupando frío. Ahora tengo a papá conmigo. Me mira desarmar el altar. Le parece una cosa de brujería, pero le veo la expresión. En el fondo le gustaba pensar que mamá estaba aquí otra vez, protestando, pero viva.

Lo veo agarrar el matamoscas en la cocina y se lo arranco de la mano. El pobre no entiende nada. Lo mío es un gesto reflejo. Las moscas son un asco, pero las mato yo.

Fiesta

Mi tío se ocupaba siempre de darles las estocadas finales. Yo me apuraba a poner las ollas debajo de sus cogotes abiertos para que no perdiéramos ni una gota de sangre, sangre que sería morcilla. Los chanchos no se entregaban sin gritarle al mundo su descontento. Sus chillidos en medio de la madrugada silenciosa despertaban a todos los vecinos. Ninguno podía hacerse el desentendido y esquivar el bulto, pero no era por eso que venían a ayudar. No los movían los clamores de las bestias, sino sus paladares inundados, anticipando el banquete que iban a disfrutar.

—¡Arriba, arriba! A levantarse. Ya son las cinco.

La voz de mi viejo era categórica. A mí me tiraba la cama, no tanto por sueño sino por frío. Al salir de abajo de la pila de frazadas con las que dormía, recibía la cachetada de la casa helada. Decí que el nono ya tenía la cocina a leña que quemaba a todo trapo. También te esperaba con unos mates. El de las cinco era el primero de muchos durante esos días. Pensar en las faenas de la jornada me ponía contento y me impulsaba a levantarme. ¡Era día de carneada!

Apenas si llegaba a vestirme y zamarrear a mi hermano Enrique, cuando sentía la voz inconfundible de la tía Gemma que venía saludando desde lejos. La tía Gemma tenía una voz imparable, de esas que te persiguen hasta el horizonte y ahí también te alcanzan. Nadie como ella para lavar las tripas. Mi mamá hacía hervir agua como para un regimiento y todos nos empeñábamos en pelar los cerdos hasta dejarlos blancos como la leche. Los chanchos eran enormes, pero se colgaban de un aparejo enganchado a la rama más gruesa del roble que daba sombra al galpón. Pensar que el roble se secó cuando le dio un rayo de plano y hubo que talarlo. Ya ni siquiera el galpón existe. La soja fue ganando espacio, metiéndose por todos los rincones y se decidió que era mejor demoler el galpón para dar lugar a la sembradora.

Mi viejo evisceraba los chanchos con la precisión de un cirujano. Movía el cuchillo despacio, casi con ceremonia y dejaba caer las vísceras en una carretilla. De ahí, se separaban: para un lado iban el hígado, el corazón, la lengua, los riñones; para la tía, las tripas y para los purretes, la vejiga, que se convertía en la mejor pelota de fútbol que jamás hubiera tenido. Quique, mi primo mayor, la inflaba y le hacía tres nudos, uno en cada agujero. Siempre duraba más o menos lo que duraba la carneada. Lo importante era que nos dejaba jugar al fútbol pateando cerdo hasta volver a la de trapo, la de todos los días.

La vaca ya la había mandado fraccionada el carnicero del pueblo. Mi abuelo y mi padre, sí, trozaban los cerdos, eligiendo la carne. La mejor era para los salames. La más despareja, para los chorizos y los codeguines. Y se dividía la grasa: una parte, para el tocino y otra, para hervir. Este proceso era lento, pero nos permitía ponernos al día.

—¿Sabés que Saporitti se mudó al campo de los Garrone? —le preguntó mi tío a mi viejo.

—Sí, lo conozco. Es un tano recién llegado que es más pobre que las ratas.

—No sé si será pobre, pero sí, dicen que es rata. No come huevos para no tirar la cáscara.

Y ahí venían las risotadas, mientras la cuadrilla familiar que se ocupaba de la selección seguía concentrada. Era importante que la vaca estuviera completamente desgrasada. Además, una vez escogida la carne, empezaba la pesada para mantener las proporciones justas. Dos tercios de cerdo y uno de vaca.