Viene clareando - Gloria Lisé - E-Book

Viene clareando E-Book

Gloria Lisé

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Beschreibung

Partiendo de un hecho verídico, la autora narra una hermosa parábola que se va entretejiendo en los versos de Atahualpa Yupanki: entonces surge un pasado familiar, la silenciosa dignidad de una madre, la militancia de un padre, la vida provinciana y una especie de valor cívico que alienta en personajes cuyo callado sacrificio es el sostén verdadero de la historia.  Viene clareando es "la narración de un exilio interno" en palabras de Marcela Crespo Buitrón, Doctora en Filología Hispánica, en su trabajo publicado como parte de una investigación para el Conicet, Argentina, en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas "Dr. Amado Alonso" de la Universidad de Buenos Aires.  La novela se inaugura con un golpe, el del cuerpo deshecho de Atilio Sandoval contra la vereda de la Fotia, el 23 de marzo de 1976, ante la mirada estupefacta de su novia Berta. La historia plantea así, desde sus inicios, una problemática que encontraba en la época de referencia un punto extremo de tensión, pero que se prolonga hacia atrás en el tiempo, conectándose con las luchas revolucionarias del siglo XX en Latinoamérica (en la novela se alude a la entrega del Che Guevara a cambio de una "cabeza de chancho"), y más atrás aún, con la explotación y dominio de las poblaciones indígenas por parte del sistema colonial -explica Roxana Juárez en su artículo "Fronteras, formas del (des)arraigo y memoria en Viene clareando, de Gloria Lisé". A partir de ese golpe inaugural, la protagonista, estudiante de medicina, novia del líder sindical asesinado, asume tras la muerte, la generalizada postura de "simulada" indiferencia de gran parte de la población civil de ese momento. Siguiendo el derrotero de muchos que atravesaron situaciones similares, Berta decide huir de su ciudad natal hacia la de su madre, en La Rioja, iniciando así el periplo que, paradójicamente a sus objetivos de olvidar y escapar, constituye el encuentro con la memoria familiar y social, en la medida en que restituye historias negadas y voces silenciadas.  La novela fue traducida al inglés, portugués y turco.

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Viene clareando

GLORIA LISÉ

VIENE CLAREANDO

Lisé, Gloria

Viene clareando / Gloria Lisé. - 1a ed. - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-122-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS

COLECCIÓN: LA OTRA CARA DE LA MONEDA

Arte de tapa: Carolina Ísola

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, sin autorización expresa del editor.

© 2015, por BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS

Domicilio editorial: Avda. Uruguay, 4400 Salta - Argentina

Tel.: (54-387) 4317305 / 4010112

web: www.edicionesbtu.com.ar - contacto: [email protected]

Depósito Ley 11.723

ISBN: 978-950-851-122-5

Digitalización: Proyecto451

Índice de contenidos

Portada

cabeza de chancho

el anillo

ser de esa gente

24 de marzo

escuchar la radio

flores

hay una foto

la tía Avelina

el cuerpo

los 21

Tristán Nepomuceno

Ave María

tal vez

mensajero

infierno

la ventana

Olpa

Indio

Lupe

un año

Lusaper Gregorian

cantar

Yacumaman

palo santo

Dedicatoria

En recuerdo de Isauro Arancibia y su hermano Arturo, Atilio Santillán y Trinidad Iramain, a quienes no pude conocer porque fueron muertos sin acusación fundada ni derecho a la defensa.

El relato que prosigue no es más que una ficción.

Viditay, ya me voy

de los pagos del Tucumán,

en el Aconquija viene clareando

vidita, nunca te he de olvidar.

Viditay, triste está

suspirando mi corazón,

y con el pañuelo te voy diciendo

paloma, vidita, adiós, adiós.

cabeza de chancho

Lo tiraron por una ventana de la FOTIA, era Atilio Sandoval que explotaba sobre la vereda de calle General Paz. Una noche caliente, una noche tucumana con luna como queso y en los techos ventiladores y gatos, según el lado de donde se mirara; y aunque ya el bochorno cedía a los vientos refrescantes del otoño, en esa noche, nada menos, Sandoval, que no se rendía, le hacía frente a la muerte y se la ponía como un poncho.

Era el 23 de marzo de 1976 y cambiaba todo para siempre.

Lo mataban, y así, muerto contra el suelo, convertido en una cosa, Berta miró su cabeza aplastada, y antes de que la sangre trajera olor de matadero, ella, que bien lo conocía, hizo lo que todos los que estaban allí: hizo como que no lo había visto, se acomodó una cara de nada sobre el rostro, y cruzó la plaza. Al frente, la estatua de Hipólito Yrigoyen, con su traje sin bolsillos, porque era el presidente que nunca había robado, de espaldas al Palacio de Justicia, miraba hacia otra parte, como ella, que en ese instante se prometía que lo haría a perpetuidad.

Atilio Sandoval ya no se ofendería ni lo juzgaría un acto de traición. Había perdido, lo habían reventado como tantas veces se lo habían jurado, y así, volado Sandoval por una ventana de la FOTIA, se había ido de Tucumán, de los ideales de justicia social, de los sentimientos de Berta, de sus abrazos, de su cuerpo sentado en esa misma vereda escuchándolo hablar a las multitudes, desde ese mismo balcón. Sí, Atilio tenía debilidad por el balcón, porque era peronista hasta los huesos.

Miraría para siempre hacia otro lado, y eso ya no iba a importar porque él no estaría para juzgar su falta de coherencia o de huevos, como a veces le imprecaba; aunque Sandoval, como nadie, sabía que ella era toda una mujer.

—Me cago en la historia que lo parió —dijo por lo bajo.

No era el modo de despedirlo, no eran las palabras finales que hubieran correspondido a semejante historia de amor.

Enojada, indignada contra ese poco de hombre que quedaba en la vereda, de haber podido lo habría atacado a patadas y le habría dado golpes de puño, golpes de hombre, que le propinaría en la cara mientras preguntaría:

—¿Por qué?, por qué no me hiciste caso, por qué no nos fuimos cuando se podía, por qué no importó todo lo que yo te había dado, por qué no te bastó y seguiste emperrado, persiguiendo esa justicia de la reputa madre. No ves que te vendieron, que te entregaron, ¡seguro que por una cabeza de chancho! Por una cabeza de chancho, así como decías cuando criticabas al Che por haber metido en Bolivia una revolución que ningún boliviano quería.

—Por una cabeza de chancho entregaron al Comandante —así le decía. Y ahora era él, hecho una estampilla, absurdo, grotesco, feo, sin cara, silenciado para siempre en unos segundos que Berta sabía, darían vuelta todas las historias. Ahora había que escapar, escapar sin que nadie se diera cuenta de que escapabas.

Velozmente reaccionó como un felino en medio de la caída. Era el preciso instante para inventar visitas inesperadas a familiares que no existían, becas, trabajos, compromisos en los lugares más alejados. Porque había que salir de Tucumán y correr lo más rápido posible; se había quebrado la última barrera y ahora todo podía suceder. Era urgente: avisar, empacar, no perder tiempo en despedidas que ya no tenían sentido, y buscar un lugar en el mundo donde poder mirar hacia otro lado, como esa estatua de Yrigoyen.

Como a él, tampoco le harían falta los bolsillos, ni grandes valijas, ni la ropa buena, ni los libros, ni su guitarra. Porque vendría el tiempo de los gritos sin grito y la música quedaría guardada en un ropero, entre esos vestidos que ya no se usan, pero que se preservan con naftalina, mantenidos por la ilusión, de que alguna vez, el cuerpo volverá a ser lo que era, y les dará la bienvenida, y se deslizarán bajo las axilas, agradecidos de haber vuelto a ser parte de una vida.

el anillo

Madre, estoyen camino, pude tomar un micro; conseguí pasaje a La Rioja, pasaré por Catamarca, llegaré a sus pagos.

Esta noche, cuando llegué a la casa, usted me vio entrar, ya le habían avisado. Yo solo bajé los ojos y le dije: «Es mejor que me vaya, seguro será por poco tiempo».

Usted me esperaba pálida, más seria que nunca, apenas le salían las palabras, porque usted es de las que ponen el cuerpo pero no de las que hablan, ni de las que se quejan y usted me enseñó a ser así, y eso no se cambia.

No me dijo nada, solo al rato vino con un manojito de billetes, envueltos, envueltitos, Madre, porque usted es así, es una Riera, metida para adentro, envuelta, riojana pura.

Me dio su pensión, yo sé que era todo lo que había, y su bolso azul, ese de lona, el que usted solamente saca para ir a la Virgen del Valle, el que era para el sanatorio, el de los partos, el de la buena suerte que usted decía.

—Váyase m’hija, algo va a encontrar, llegue lo más lejos que pueda y mande sus noticias.

Habían llevado también a Mauro Sandoval, el hermano de Atilio, el que era dirigente de los maestros, y se esperaba que apareciera muerto por algún lado. La misma noche dos desdichas juntas en la misma familia, y usted ya rezaba por esa madre, y buscaba algún santo que tuviera por trabajo consolar en semejantes tribulaciones.

Yo no podía mirarla a la cara madre, era la hija que usted no había esperado. Yo tenía la culpa, me desgraciaba, la desgraciaba y la dejaba ahora sola con todos mis hermanos y usted, que había soñado que yo le fuera médica, una doctora, que yo le fuera una compensación de todos sus desvelos, ahora me iba, como un ladrón, como una mala persona, la avergonzaba y la asustaba. Usted tenía que entornarme la puerta apenas, y avisarme para que nadie me viera salir. No había sido esa su ilusión.

Yo me tenía que ir vestida de blanco para mi casamiento, el que usted no tuvo, o hecha una doctora que dejaba Matadero para curar gente y enseñar progreso. No se lo pude dar Madre; lo intenté pero no pude, y ahora que venía el amanecer, ya no había tiempo para arreglar nada, solo se podía escapar para salvar el pellejo, y pasar la noche, que después supe, Madre, era lo peor.

No sé qué puse en el bolso azul, usted me preparó en una servilleta la tortilla de arroz que me guardaba para la cena, las primeras mandarinas de ese año y una manzana, la que siempre me había puesto para la escuela. Así es Madre, usted me enviaba a la vida otra vez con una manzana; «una manzana al día da salud y lozanía», era la frase que usted repetía, pero yo no tenía hambre, sentía que nunca más en la vida iba a tenerlo, y no recuerdo si se lo agradecí.

Dudé en llevar la libreta universitaria, no sabía si era un peligro o me serviría de algo, porque a esas alturas ya no se sabía nada, pero decidí llevarla y la guardé en esa parte descosida del fondo donde quedaba oculta por si me revisaban.

No nos despedimos, yo solo bajé la cabeza, como cuando era chica y usted me retaba, y esperé que, aunque fuera por única vez en la vida, usted se quejara de esta hija, o le cayera alguna lágrima de rabia, o me diera un cachetazo por haberlo querido tanto a Atilio y haberla desoído. No, Madre, en vez de eso, usted dulcemente hizo en mi frente la señal de la santa cruz, como en el bautismo y me dijo:

—No se olvide nunca, hija, que cuando usted nació yo la entregué a la Virgen y a San Nicolás de Bari. Aquí está su madre, el ángel custodio me la va a cuidar. Vaya a los pagos de mi familia y encuentre a mis hermanos, y acuerdesé, por donde vaya, que si usted da con una mano, Dios la va a bendecir con las dos, que usted también se llama Cristina porque la consagré a Cristo, y ahí donde vea un Sagrado Corazón sepa que está el corazón de su madre pidiendo por usted, si usted se inclina le estará dando los respetos a su madre y a la madre de Dios.

Me fui dejándola sola, sin hacer ruido porque los chicos dormían, sin demorar más las cosas. La dejé en medio de todas las estampitas con que usted llenó la casa, y la sartén del arroz, que no se la lavé porque esa vez no tuve tiempo. Me fui con esa libreta universitaria, donde me habían puesto la nota, la nota que usted esperaba: «Aprobada, 9 nueve, Anatomía». La dejé con mis libros que usted todavía pagaba, y solamente nos miramos.

Yo nada más le dije:

—No deje el tratamiento, Madrecita.

Y me quedaron sus ojos madre, sus ojos que estaban llenos de verdad, porque sabían de la suya y de la mía, sus ojos de despedida, de despedida para siempre, de no disimularnos nada, porque las dos sabíamos que usted estaba enferma, enferma de muerte y que yo quería cuidarla, pero me iba, y usted ni siquiera me juzgaba. Sus ojos me decían, Madre, que ya no volveríamos a vernos.

Ahora estoy en el colectivo, aclara el día y es 24 de marzo, veo las quintas repletas de naranjas, limones, pomelos, man­darinas. Es tiempo de cosecha. La caña está verde, Tucumán es verde, verde oscuro, verde enloquecedor, verde tan verde que parece que revienta, revienta de vida y pienso en Atilio, que ya no tendrá nunca en sus manos una naranja agria, que ya no podrá contarme otra vez cómo los obreros y los estudiantes las cortaban de los árboles de la plaza para tirárselas a los milicos en los desfiles, o a la cana, para que se les cayeran los caballos en las manifestaciones. Atilio nunca más podrá arrancar una naranja y sentir en la piel su perfume dulzón y decirme que le haga dulce, que si no sé, que aprenda, que no sea una vaga.

Me he dormido unos minutos y he visto sus manos, Madre, las suyas, que de golpe se han vuelto como las de su propio padre, don Celestino Riera. Ahora usted tiene manos de anciana y lleva ese anillo que era de mi abuelo, el que se ha puesto como se lo puso su propia madre cuando murió el esposo, el que se puso usted cuando enterró a su madre. Le veo puesto el anillo y me despierto y veo el sol que se levanta por Santiago del Estero, y me enojo por todo lo que me ha pasado y le ha pasado, y le prometo, Madre, que voy a vivir para ponérmelo; que usted va a morir de vieja y yo también; que algún día volveré a Tucumán hecha una reina y usted va a estar orgullosa de esta hija que tiene, y yo le cerraré los ojos y usted descansará en paz, y yo viviré en paz, porque soy su hija madre, la de su amor, la de su orgullo, el fruto de su altanería y llevaré el anillo de los Riera, nuestra única fortuna, porque le haré lugar a ese ángel en que usted cree, ese que usted y solo tres viejas rezadoras más conocen; el Ángel Custodio, que me cuidará, porque yo lo dejaré que me cuide, porque usted lo ha querido.

Viviremos, se lo juro, madre.

ser de esa gente

Matadero estaba encendido de día y de noche, pero desde el atardecer le brillaba la chimenea con un fuego que bramaba a muerte y a vida. El ganado iba hacia su degollina y los trabajadores a su subsistencia. Era como un enorme ingenio, un infierno lícito, de matadores vestidos de blanco de la cabeza a los pies. Un ámbito rodeado de boliches, limitado por callejas surcadas por cientos de carros que esperaban las reses ya faenadas y sus vísceras y que en su precario transporte, goteaban sangre tibia sobre la tierra de las inmediaciones.

Había comedores, carnicerías, forrajerías para el ganado y almacenes de ramos generales en los que se abastecían los campesinos que no tenían costumbre de ir al centro. Eran gente de alpargatas y sombrero de ala corta, tomadores de vino de litro, duros, malhumorados, divertidos, de cuchillo y de a caballo, de carro tirado por bestias cuyos arreos a veces sorprendían por los largos listones de cuero que ajustaban los arneses, enjoyados con tachas que brillaban cuando el transporte hacía su aparición en los amaneceres, o refulgían al sol del mediodía, inclemente para humanos y animales. Gente que andaba desde la primera estrella hasta el rayar del alba sin quejarse del frío, y ni siquiera el calor les merecía demasiado comentario. Venían de las cercanías y de muy lejos, trayendo reses, llevando la faena. Confluían con los carros carboneros que venían desde Santiago del Estero y que se entremezclaban con los carros cañeros que, en época de zafra, volteaban cañas verdes mal cargadas, mal acomodadas de tanto que les entregaba la tierra y del escaso tiempo que otorgaba la molienda; y por eso, parte de la desprolija estiba de cañas, estaba aceptado, caía y se pudría en los caminos.

Distintas tonadas se escuchaban en los alrededores de Matadero, la gente venía de otras partes a encontrar trabajo en Tucumán o a estar de paso, por el ferrocarril, las ferias, el conchabo de temporada en ingenios y obrajes o porque servía para empezar de nuevo para el que escapaba de algo o alguien, no porque fuera un lugar bueno, sino porque parecía menos malo que el que se intentaba superar.

Alternaban con los trabajadores, peones, propietarios de pequeños fundos, camioneros, jugadores de cartas y de dados, vagos y borrachos de toda graduación, tahúres, viboreros. Gente que parecía ser oscura y gente que era clara porque no tenía dobleces ni complicaciones y sus vidas habían sido ya enervadas, por el solo hecho de subsistir en la precariedad viviendo todos al día, que era mucho más que mucho. Gente de cigarro, de guiso, de empanadas a las ocho de la mañana porque ya les ha pasado el mediodía, con cuentos de hazañas a facón, en los que no se siente el olor de la sangre porque viven en la sangre. Y campamentos de gitanos que periódicamente se instalaban en las cercanías, a los que les cedían el agua los vecinos que creaban, con su sola presencia, ilusiones de viaje, de misterio, de jardines, porque en las coloridas mantas que extendían sobre sus carpas y automóviles existían las únicas flores de toda esa vasta villa marrón.

Un mundo dentro de otro mundo, cerrado a la policía, negado de asfalto. Al fondo, el puente de los suspiros, del que se contaban historias de suicidios por amor, novias fantasmas, colgados, innumerables venganzas, ajustes de cuentas, occisos de toda clase y motivo, y cada tanto, el tren que le pasaba por encima aplastaba más ese puente, esa realidad, ya del todo aplastada.

Todo esto terminaba adelante, hacia el norte, en la avenida Juan B. Justo, donde comenzaba el Tucumán presentable, ese que todavía se llamaba «la perla del norte»; a las orillas, un barrio de casas buenas, llamado Obispo Piedra Buena en homenaje a ese cura emancipador, y el Río Salí hacia el bajo, desde donde se raleaba la vegetación hasta que el desierto se imponía, porque era Santiago del Estero.

El ferrocarril marcaba las horas del día y los chicos jugaban en las vías, a la sombra de los tártagos que crecían a los costados, esperando los trenes que llegaban del sur. Los pasajeros se asomaban por las ventanillas del convoy, que ya avanzaba lento porque estaba próximo a la estación de San Miguel, mirándose fijamente con los habitantes de la Villa. La gente del sur, los «porteños», y los norteños que volvían; algunos, arrogantes por haber dejado el interior, otros, con ojos de derrota o gratitud por el regreso.

Los niños se hacían unos pesos, los había limosneros y vendedores de roscas o turrones que se cocinaban en sus ranchos, invariablemente secos y desabridos. Pedían moneditas a los pasajeros que ya veían el final del viaje y, tal vez por eso mismo, una moneda no era mucho que perder ni imprescindible de guardar, y hacer una caridad con esos chicos de Matadero que corrían al lado del tren hasta podía ser un acto que propiciara la buena fortuna del visitante, porque ahí, en Mataderos, terminaba el campo, se acababan las quintas florecidas de azahares y aparecía la miseria de Tucumán. Los hijos del cierre de todos los ingenios, los del quiebre de los pequeños productores del campo, los hijos del verde, que ahora se hacinaban en una horma de villas oscuras, destartaladas, feas y brutales, alrededor de la gloriosa ciudad.

En ese mundo, entre esa gente, doña Amalia del Valle Riera, consiguió una vivienda a poco de la muerte del esposo. Berta creció en ese barrio alejada de todo lo que ese barrio fuera porque su madre se propuso que esa niña estaría allí de paso y que sería señora, de ninguna orilla, del centro, mejor aún… «doctora». Y cada vez que Berta quiso mezclarse con los niños de esa Villa, su madre la traía a los libros y a la casa y cerrando la puerta tras de sí le decía:

—Acordate, vos no sos de esa gente, sos una Rojas del Pino.

24 de marzo

Es 24 de marzo, tengo 20 años, nací en San Miguel de Tucu­mán, mi madre es Amalia del Valle Riera, mi padre Manuel Rojas del Pino, hijo de Alfonso el escritor, tengo cuatro hermanos menores, todos varones: Carlos Alberto, Sergio Daniel, Juan José y Juan María, los mellizos. Nací el 20 de junio de 1955 y me pusieron por nombre Berta Cristina. Berta por la madrina de mi padre; Cristina, porque lo eligió mi madre. Estudio medicina y he aprobado todas las materias del tercer año. Me voy de Tucumán porque es mejor así, porque tuve un amor y murió, porque tengo mucha pena y necesito trabajar, porque tengo que ayudar a mi madre que apenas puede criar a mis hermanos con un empleo. Mi padre nos ha dejado, porque era viejo y estuvo muy enfermo y ha muerto en los brazos de mi madre recibiendo los últimos auxilios de la religión en la que no creyó nunca, pero que respetó, porque respetaba a mi madre y tampoco quería contrariarla, porque ella es devota católica y nos inculcó respeto. Ellos finalmente se han casado cuando él enviudó y nos ha dado el apellido, pero nunca nos desamparó ni abandonó a mi madre a quien dio trato de esposa y de señora por toda la vida. No tengo relación con la familia Rojas del Pino, ellos no han querido saber nada con nosotros y la abuela, su madre, doña Lucinda ha fallecido antes de que mis padres se casaran y ordenó, mientras estaba sana y en vida de mi padre, que no llegáramos a su casa mientras fuéramos hijos del pecado, los bastardos de su hijo. Bueno, mi madre no soportó eso y no nos llevó a verla, ni la noche en que la señora mandó a buscarnos para conocernos, pedirnos perdón y darnos su bendición de abuela, porque se moría y no quería llevarse al otro mundo el pecado de impiedad y falta de compasión, que el sacerdote le refregó en la cara cuando se lo contó con sus últimas fuerzas, y le dijo que arreglara eso antes de irse, porque era un cura nuevo, porque por la urgencia no habían dado con el confesor de siempre. Este era uno de esos que no usan sotana y andan por las afueras diciendo que si Cristo hoy regresara seguro que se instalaría en una villa, de Tucumán posiblemente, o con los hacheros de un ingenio, porque esas son sus ovejas, y sus hermanos, los más pobres y afligidos.

Llegaron en auto a buscarnos, apurados entraron sus empleados diciendo que doña Lucinda se moría y que fuéramos inmediatamente porque ella había ordenado. Los chicos ya estábamos subidos en el convertible negro que resplandecía en la noche cuando mi madre nos bajó a los gritos, que nos metiéramos a la casa, hecha una furia, sin los anteojos, erizada como una leona, despeinada y descalza, apenas prendido el batón, y le gritó al chofer lo que escucharon todos los vecinos:

—Dígale a esa vieja que me echó de su casa con mi bebé hace quince años, que me sacó a los gritos diciéndole a su hijo «¡sacame esa porquería de aquí!», ¡que se lleve su pecado, que lo pague, que yo me llevaré los míos, que no la perdono y la maldigo, que ya vamos a encontrarnos en el infierno!, ¡que se le queme la hostia dentro de la boca, pero que a mis hijos no se los doy, ni se los muestro, ni se los llevo! ¡Que se muera cien veces, que voy a darme el gusto de escupir sobre su tumba,… bah… que me recago en ella y en la putísima madre que la parió!

Yo tenía quince años y al escucharla entendí cosas que no se me habían dicho nunca. Mi padre había muerto hacía pocos meses, después de sufrir todas las indignidades de una enfermedad que lo minó totalmente.