Vitoria - José Antonio Abasolo Martínez - E-Book
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Beschreibung

Vitoria: una ciudad de caminantes proporciona una respuesta a cómo el crecimiento de la urbe vasca se ha ejecutado, sin alterar su valor ecológico, dentro del escenario natural que tenía hace 200 años. Ese es el mérito que apreció la Comisión Europea para distinguirla como European Green Capital en 2010. Es un modelo de expansión urbana singular que evitó la utilización del sistema de ensanches reticulares característicos en los siglos XIX y XX.

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Primera edición digital: marzo 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imágenes de portada y contraportada: Irene Escribano Jara / Alfredo Fermín Cemillán Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Víctor Rojas Revisión: Adrià Gil Viñuelas

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 José Antonio Abasolo © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-43-9

José Antonio Abasolo

Vitoria: una ciudad de caminantes

Las claves de la Green Capital de 2012

Índice

 

Cubierta

Legal

Portada

Prólogo. El urbanismo verde de Vitoria

Introducción

Dialogando con el paisaje

El sustrato geológico y geográfico

Poblamiento respetuoso

Inteligente gestión ambiental

Alianza con los caminantes

Creciendo sin puertas al campo

La ocupación de la campiña

Las alternativas: una urbanización sin ensanches

La ciudad de los caminos y paseos

Nueva salida a la frontera

La calle de La Estación

Triunfo y ocaso de los paseos

Ciudad Jardín: una propuesta habitacional vanguardista

La ciudad de los polígonos

De cómo se optó por el polígono

Tres décadas de ajedrez poligonal

El bloqueo del mecanismo de la ciudad-máquina

Recorte del tablero, enroque y final de la partida

La ciudad ecológica

El afán verde

Los amos del suelo

El Ayuntamiento elige el mercado

Los Ensanches del tercer milenio

A rebufo del Movimiento Moderno

Pactando con los propietarios

El sistema: optimizar el capital ecológico

La práctica: del urbanismo dirigido al convenido

Los pactos: de La Florida a la «playa» de Gamarra

Los convenios: de los parques de distrito al Anillo Verde

El gran convenio de los ensanches del año 2000

Hacia la municipalización del suelo

La expropiación pactada

Un acuerdo de dudosa legalidad

Epílogo: una ciudad de ciudades

Conclusiones

Anexo fotográfico

Prólogo. El urbanismo verde de Vitoria

 

Cuando abordamos el análisis de la gestión urbanística de una ciudad, nos adentramos en un paseo que revela mucho más que simples edificios y calles. Estamos explorando la historia, la cultura y la visión de una comunidad que ha tejido su identidad en la trama de su entorno territorial. En esta ocasión, el autor, el periodista José Antonio Abasolo, nos invita a sumergirnos en el interesante relato de Vitoria-Gasteiz, una ciudad que ha forjado su destino de manera planificada a lo largo de los siglos.

A medida que exploramos las páginas de este ensayo, nos sumergimos en el tejido urbano de Vitoria-Gasteiz, donde las calles se entrelazan con la historia, las plazas son el escenario de la vida cotidiana y los parques se erigen como oasis de tranquilidad. Pero, más allá de la estética, es el compromiso de esta ciudad con la incorporación de la naturaleza en su diseño urbano y territorial, así como su apuesta por la industria y la cohesión social lo que la hace verdaderamente especial.

No es necesario compartir en todo momento cada una de las visiones del autor para reconocer en cada página el mérito de su esfuerzo en capturar la esencia de la gestión urbanística en esta ciudad. Su enfoque en Vitoria como «una ciudad de caminantes» es revelador, pero me atrevería a añadir que hablamos de una ciudad a escala humana. Desde su fundación, Vitoria-Gasteiz ha mantenido una preocupación constante por la calidad de vida de sus habitantes, y esto ha dejado una huella indeleble en su desarrollo urbano.

No podemos hablar de la gestión urbanística de Vitoria-Gasteiz sin mencionar su incorporación temprana del concepto de sostenibilidad. Desde la década de 1990, nuestra ciudad se ha convertido en un referente internacional en materia de sostenibilidad urbana. Sus políticas innovadoras en energías renovables, movilidad sostenible y circularidad son ejemplos inspiradores para el mundo entero. Vitoria-Gasteiz busca el bienestar de sus ciudadanos desde el equilibrio con el medio ambiente y la actividad económica.

Además, es crucial destacar su firme compromiso con la acción climática y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Vitoria-Gasteiz ha incorporado activamente estas metas en sus planes presentes y futuros, reconociendo la importancia de abordar los desafíos del cambio climático y promover un desarrollo inclusivo y sostenible. La ciudad no solo se esfuerza por reducir su huella de carbono, sino que también trabaja incansablemente para mejorar la vida de sus habitantes, creando un entorno urbano y territorial que responda a las necesidades de todas las personas.

En estas páginas, José Antonio Abasolo nos brinda una valiosa perspectiva sobre la gestión urbanística de Vitoria-Gasteiz, una ciudad que ha incorporado la naturaleza, la sostenibilidad, la calidad de vida, la acción climática y los ODS como ejes fundamentales de su desarrollo. Este ensayo es un tributo a una ciudad que ha logrado forjar un equilibrio único entre lo urbano, lo rural y lo natural, entre la modernidad y la tradición.

Te invito a adentrarte en las calles y plazas de Vitoria-Gasteiz a través de las palabras de Abasolo, a explorar su rica historia y a reflexionar sobre el impacto del urbanismo en nuestras vidas y en el futuro de nuestras ciudades.

Bienvenidos a este apasionante viaje por la gestión urbanística de Vitoria-Gasteiz, una ciudad que nos muestra el camino hacia un futuro más sostenible, habitable y en consonancia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.

Ana Oregi Bastarrika Urbanista

Introducción

 

La entidad financiera Bloomberg difundió un tuit hace unos años en el que, al describir las bondades ecológicas de Vitoria, afirmó que es «una ciudad de caminantes». Es evidente que la empresa neoyorquina se refería a la inveterada costumbre de los vitorianos de pasear —o hacer deporte— por los alrededores de su núcleo urbano, pero no podía afirmarse que quisiera decir que esos caminantes eran la causa última de los éxitos medioambientales de su urbe. Con la documentación que he consultado y el tiempo que he empleado en escribir este ensayo, me creo en condiciones de afirmar que sí lo son. A mi juicio, esos vitorianos a los que les gusta pasear por los alrededores del núcleo urbano (los caminantes, según el sustantivo utilizado por la financiera norteamericana) no son solo la consecuencia del atrayente entorno natural que circunda su perímetro urbano, algo que cualquier observador daría por supuesto, sino la causa misma de que siga existiendo tras muchas décadas de pelear y presionar a los gestores de su Ayuntamiento para que aplique las medidas que eviten su degradación. Y las autoridades municipales han sido sensibles a ese deseo de sus ciudadanos.

Después de décadas de adoptar medidas de mejora ambiental, los políticos municipales postularon a Vitoria como aspirante al título de Capital Verde (Green Capital) en cuanto la Comisión Europea decidió instituirlo. En 2010, solo dos años después de la creación del galardón, lograron su objetivo1. Es sabido que lo ostentaron durante los doce meses de 2012. Ya son más de una decena las ciudades europeas que tienen reconocido ese título, pero la concesión dada a Vitoria tuvo un valor añadido. El 21 de octubre de 2010, cuando la Comisión se lo otorgó, en un año en el que Estocolmo estaba ejerciendo la primera capitalidad verde del continente, su fallo sorprendió: una pequeña ciudad del norte de España, casi desconocida en el contexto europeo hasta su proclamación como capital de Euskadi, había superado a Ámsterdam en el pugilato por la capitalidad green europea de 2012, y se había adelantado a Copenhague en la pugna para lograr esa distinción.

Si se analiza el listado de la decena larga de ciudades proclamadas Green Capital, se intuye qué es lo que intentan premiar quienes fallan el otorgamiento del título. Cuando han distinguido a consolidadas poblaciones urbanas conocidas en todo el mundo por su indudable calidad ambiental, es claro deducir qué es lo que les llamó la atención, pero cuando han premiado a otras menos conocidas, tales como Liubliana, Bristol, Essen, Nimega, Nantes y Vitoria, han intentado buscar alguna singularidad en su ejecutoria green. Desde un entorno natural excepcional que se ha sabido conservar, a un control de la gestión de la expansión urbana dirigida a poner coto a cualquier exceso. Lo que el organismo europeo ha premiado en el caso de Vitoria se refiere a esos dos aspectos: el escenario natural que rodea la urbe y su gestión respetuosa. Este ensayo describe el primero y analiza las motivaciones de las autoridades locales para aplicar la segunda. Las conclusiones que se extraen de esa reflexión son que los responsables municipales actuaron —y siguen haciéndolo— con una especial sensibilidad ambiental mucho antes de que delimitaran los emblemas más recientes de la actual Green Capital —por ejemplo, el Anillo Verde— y que lo hicieron acuciados por la presión de los ciudadanos para que sean conservados los parajes que ellos y sus ancestros usaron, primero, para cazar, y luego, simplemente, para solazarse al pasear por ellos.

Aunque el dictamen que reconoció en 2010 los méritos de Vitoria para ser declarada Green Capital no explícita entre ellos los mecanismos de intervención pública en la gestión del suelo, este es un aspecto muy relevante del urbanismo vitoriano, sobre todo el que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX. La última de las tres partes de este ensayo está dedicada a investigar sus reglas de actuación, que el trabajo agrupa bajo el epígrafe genérico de «Pactando con la propiedad». En resumen, se trata de una actuación pactada con los titulares o usufructuarios de la propiedad del territorio urbanizable. La base del pacto era —y sigue siendo— una gestión ágil de los derechos y obligaciones que señala la legislación del suelo a efectos de poder actuar en sus terrenos mientras se negocia la plasmación de sus derechos en un documento con valor de ley. Los otros dos mecanismos, recogidos en los dos capítulos previos, son: el respeto al entorno natural y al paisaje que rodea la ciudad, lo que sintetizo con el título «Dialogando con el paisaje»; y el despliegue urbano capilar y flexible que introduce la ciudad en el medio natural al mismo tiempo que permite que este la envuelva, lo que se explica en el segundo capítulo, «Creciendo sin puertas al campo».

En el epílogo se recogen lo que considero que el modelo de Vitoria puede aportar al desarrollo futuro de las ciudades. Los crecimientos poblacionales de las grandes urbes europeas y norteamericanas evolucionan en la actualidad en torno al 3 ٪. Con esta tasa, Nueva York o Londres habrán crecido hasta 2050 del 18 al 20 ٪. La ONU2 estima que a mediados de este siglo el 70 ٪ de la población del planeta vivirá en zonas urbanas; aproximadamente un tercio más que ahora, por lo que los principales crecimientos urbanos se producirán en Asia y América del Sur. Nueva Delhi, por ejemplo, a pesar de que ya tiene una población de 24 millones de personas, habrá duplicado esa cifra. Lo mismo puede ocurrir en Ciudad de México, San Pablo, Lagos, Singapur, Shanghái y Pekín, como casos más destacados. Ciudad de México y Delhi apuestan por crecimientos continuos, sin límites espaciales, con gran consumo de suelo; mientras, Singapur y Shanghái optan por acumular edificación en vertical para optimizar el aprovechamiento de su territorio. Otras ciudades abocadas a crecer a ritmos muy elevados —en especial Pekín y otras aglomeraciones chinas— han optado por convertirse en el epicentro de enormes megalópolis. Es evidente que ninguna de estas opciones aporta soluciones dirigidas a un modelo más sostenible de urbanismo, por lo que los nuevos esquemas europeos, como el de las Green Capital, podrían proporcionar esquemas más operativos.

Referencias

Ochoa de Olano, I. (2010). Vitoria reinará en la Europa verde en 2012. El Correo. El jurado calificador de los méritos de las seis ciudades aspirantes a ejercer la capitalidad verde europea de 2012 (un premio creado por la Comisión Europea en 2008) decide el 21 de octubre de 2010, en Estocolmo, otorgar esa distinción a Vitoria, tras una reñida competición de la capital vasca con Barcelona y Malmö (Suecia).UN-Habitat. World Cities Report 2022.

Dialogando con el paisaje

 

El paisaje que rodea Vitoria ha predeterminado la forma de la ciudad. Y los vitorianos, en un diálogo secular con él, han conseguido que las autoridades municipales lo domestiquen, para su uso urbano sin alterar su esencia. Esa forma de proceder es la primera regla del urbanismo verde que se ha practicado desde antiguo en la capital del País Vasco: transformar, pero manteniendo lo esencial. Es una forma de proceder muy delicada, porque, ¿qué es lo que hay que conservar? ¿El trapecio de césped que el avance urbano ha dejado frente a mi ventana?, ¿el bosquecillo en torno a la charca en la que cazaba ranas siendo un niño?, ¿el olmo centenario que hemos logrado salvar en un parterre protegido por una verja de hierro? En estos tres supuestos, y en muchos otros que podríamos relacionar, hay una visión subjetiva del observador: una confusión entre lo que ve reflejado en su retina y lo que esa imagen evoca en su cerebro. Pues «toda valoración de un paisaje lleva intrínseco un componente importante de estimación personal, de valoración subjetiva»1, y eso supone un riesgo de confundir el todo: la armonía del conjunto, con las partes que lo componen.

La apreciación paisajística que se ha sabido ver y mantener en Vitoria es algo más sutil. Puede basarse en un elemento subjetivo. Por ejemplo, en el sonido de las campanas de los templos que coronan el Casco Viejo y de las iglesias de las aldeas que salpican el llano circundante, el que recuerda Juan López de Uralde2, un oriundo acostumbrado a vivir lejos de su urbe natal, cuando oye el tañido de un campanario en cualquier parte del mundo en el que se encuentre. Pero también tiene su sustento en la percepción objetiva de un foráneo, que no puede ver trufada su visión por un recuerdo, como es el caso de la especialista en arte Rosa Olivares tras su primera visita. «Lo primero que llama atención a un visitante en Vitoria es esa extraña sensación de ciudad abierta, de tranquilidad ambiental»3. Algunos escritores han tratado de buscar las causas de esa «sensación de tranquilidad». Uno de ellos, Ricardo Becerro de Bengoa, la atribuye al «delicioso llano que rodea la ciudad, sembrado todo de tierras de labor, decorado con grandes arboledas y cortado en todas las direcciones por infinidad de sendas y caminos»»4. En 1776, más o menos cien años antes, un inglés5 explicaba así la impresión que le causa cruzar la llanura alavesa camino de Vitoria. «No encuentro palabras para expresar su maravillosa fertilidad, la multitud de aldeas que se ven en todas las pequeñas elevaciones, los majestuosos bosques que se extienden junto a las tierras de pan llevar». Ya entrado el siglo XX, el comandante de un avión alemán que tuvo que aterrizar en el aeródromo improvisado en las praderas de Lakua comparó la pista de aterrizaje con un «salón alfombrado»6. Todos los testimonios hablan de un contexto que cautiva al visitante y enamora al autóctono.

El sustrato geológico y geográfico

La primera causa de todo ello hay que buscarla en la geología y la geografía. En términos geológicos la llanura alavesa es una de las depresiones formadas por la erosión de las montañas emergidas durante los plegamientos orográficos que originaron los Pirineos. La génesis del espacio encerrado entre montes que rodea Vitoria es similar al de la cuenca de Pamplona, al valle de la Burunda (a medio camino entre ella y la capital navarra) y al rellano prepirenaico de Lumbier-Aoiz7. Tras los últimos cataclismos geológicos del mioceno, que tuvieron lugar hace unos 20 millones de años, las lluvias y los ríos degradaron más y con mayor rapidez a los materiales blandos que habían quedado tras los plegamientos entre las cadenas de sierras orientadas de este a oeste. Pero mientras que en las zonas más próximas a la cordillera pirenaica, la erosión conformó hoyas con rasgos de barranco, en el entorno de Vitoria dio origen a una planicie. La causa de esta singularidad es la diferente disposición de los circos montañosos que rodean las zonas erosionadas. Basta ver un mapa geológico para apreciar la peculariedad de la depresión que hoy forma la llanura alavesa. Las montañas que, a modo de gradas, se descuelgan del Pirineo, como si fuera un brazo, hacia lo que los geólogos llaman «el umbral vasco» de la cordillera se abren, como los dedos de una mano, cuando llegan a la altura de Vitoria.

Umbral pirenaico vasco. Las alineaciones montañosas que se descuelgan de la cordillera pirenaica (a la derecha) crean valles estrechos entre ellas en su avance por el territorio de Navarra y el País Vasco hasta que se separan rodeando a Vitoria como una tenaza abierta (izquierda del mapa). Fuente: «La cuenca vasco-cantábrica a través de sus cartografías geológicas». Luis Martínez Torres. Universidad del País Vasco (UPV), 1998.

La explicación de esa apertura es que, en este último eslabón, las montañas se formaron en torno a una plataforma que, durante más de 200 millones de años, estuvo sumergida, formando un mar de poca profundidad. Los montes del norte —cuyas cumbres de Gorbea, Anboto y Aratz son las que se ven más al fondo del escenario que se divisa desde Vitoria— fueron arrecifes del mar, más profundo, que separaba la placa ibérica, la actual península, de la plataforma europea. La alineación de alturas del Sur, más suave y cercana a la zona urbana, es consecuencia de la erosión producida durante el Terciario (hace unos 50 millones de años) sobre formaciones geológicas continentales, las creadas a la orilla de ese mar somero después de la retirada de las aguas. La circunstancia de que este lecho submarino sea más elevado que el del fondo de los valles más occidentales que unen al Pirineo con la cordillera Cantábrica es lo que provoca esa impresión de estar en un altiplano aislado cuando se camina por la campiña que rodea la ciudad.

Los otros elementos del paisaje —la vegetación, los ríos, etc.— son una consecuencia de este contexto geológico y orográfico. La particular disposición de las cadenas montañosas, alineadas de este a oeste, genera un acusado contraste entre el plegamiento norteño y la falla del sur: la depresión del Ebro. Pero no es un cambio brusco, sino progresivo, y se centra en las comarcas centrales de esa banda transicional. Una de ellas, quizá la más importante, es la Llanada Alavesa. El tipo de suelo (más o menos silíceo o calcáreo), la altitud (que varía en más de 500 metros entre los meandros del Zadorra y las cimas del circo montañoso) y el clima (que fluctúa entre el subcantábrico y el submediterráneo según la latitud en la que esté cada barranco, cada ladera o cada seto fluvial), configuran una vegetación muy variada. Un estudio clásico8 explica que en los países mediterráneos se produce «la mayor variedad de cultivos y topografías dentro de una distancia corta». El autor cita, en este sentido, las variaciones que se producen entre el punto más bajo de la Tierra, el mar Muerto, y las montañas de alrededor de 6000 metros cercanas a Teherán. A una escala menor, esta misma variación se produce entre la depresión del Ebro, al sur de Navarra, y las cumbres de Gorbea y Aratz.

«La ciudad no se comprende sin ese paisaje campestre y montañoso que se contempla desde muchas de sus calles»9, afirma el profesor Eugenio Ruíz Urrestarazu. Y lo explica así: «La visión hacía el norte, con un horizonte más lejano, ofrece un contraste entre las «tonalidades pardas» de las crestas alomadas de las sierras más próximas, las de Elguea y Urkilla y los serrijones calizos más elevados, ya en territorio de Guipúzcoa, que sobresalen al fondo». Se trata de los cantiles y crestones de Aizkorri y Aratz, las montañas que se formaron al borde del mar profundo que separaba la placa continental y la ibérica. En invierno, al cubrirse de nieve, «adquieren cierto aire alpino y su resplandor les hace parecer más prominentes». Cuando el espectador da la espalda a estas sierras y mira, quizá en la misma calle, hacia el sur, el perfil montañoso está mucho más cerca. Contempla parte de los montes de Vitoria, la cadena orográfica formada sobre el lecho de aquel milenario mar somero que ocupó durante cientos de millones de años la actual llanura alavesa. Es el otro dedo que cierra el circo de montañas que circunda a la ciudad. Y en este caso, el manto vegetal que las cubre es magnífico y muy variado. Esta variedad es consecuencia de la combinación de los efectos de la altitud. En la zona más baja, el escaso roble albar que se salvó de las talas para campos de cultivo da paso a otro robledal de menor porte, el quejigo, y este es sustituido más arriba, ya casi en las crestas y cumbres, por el hayedo. La variedad cromática de estos bosques es muy rica. «Durante la primavera —precisa Urrestarazu—, el verde limón de los jóvenes brotes del haya contrasta con el aire más taciturno de los robledales». Pero es en otoño, cuando las hojas del hayedo han pasado a un amarillo ocre antes de caer al suelo, cuando su color contrasta con los tonos entre el marrón y el burdeos de las hojas del quejigal. En invierno, las deshojadas hayas muestran sus ramajes desnudos, entre rojizos y grisáceos, sobre el fondo blanco de las nieves de las cimas, mientras el quejigo sigue aportando otra gama cromática; el amarrillo otoñal ha ido derivando a un marrón que se oscurece, casi hasta un tono chocolate, según avanza la estación fría.

Solo resta explicar la génesis del espacio circundado por montañas que ha gestado esa particular atmósfera climática y vegetal a la Llanada Alavesa, la cuna de Vitoria. Como las demás depresiones prepirenaicas, es el resultado de la erosión fluvial producida tras los plegamientos del Terciario. Cuando los cursos fluviales encontraron materiales más duros (areniscas al norte y calizas al oeste y sur) acabaron rodeando esos obstáculos, de forma que, con el tiempo, se convirtieron en las colinas, cerros e, incluso, serrezuelas que aparecen diseminadas, aquí y allá, en medio del llano. Este es otro elemento paisajístico esencial, pues estos resaltes montañosos, a pesar de su pequeña altitud, dieron cobijo al quejigo, la variedad de roble que ha logrado sobrevivir. Así, hasta hoy día, la visión de los dispersos bosquetes de esas pequeñas montañas; una sucesión más o menos lejana de manchas verdinegras en primavera y verano, o amarrillo marrones y pardas en otoño, destacando sobre el fondo del mismo tono cromático de los montes, enmascara el efecto de la acción antrópica en el medio natural, cuyo principal efecto ha sido la practica anulación de los bosquetes de roble en las zonas más bajas y llanas y de las alamedas en las riberas de los pequeños afluentes del Zadorra.

Poblamiento respetuoso

El diálogo con el paisaje comenzó cuando la población asentada en la colina generatriz de la antigua Vitoria descendió al llano. Los asentamientos humanos fuera de las zonas altas respetadas por la erosión del cuaternario, donde surgieron los primigenios núcleos urbanos iniciales, se distribuyeron de una manera muy armoniosa en las vaguadas, laderas, riberas fluviales y otros pliegues del terreno. La interrelación entre la actividad humana y la del medio ambiente ha sido admirada desde antiguo por muchos viajeros. Una de las referencias más antiguas de esa admiración por tal modelo de poblamiento es la que expresaba en 1528 el embajador veneciano Andrea Navajiero5. Este dignatario escribía la siguiente descripción tras llegar por el sur, desde Castilla: «…y se baja luego a una gran llanura rodeada de montañas, como un anfiteatro, en cuyo centro está Vitoria, situada en un collado, y a su alrededor y en las faldas de los montes se ven por todas partes lugarejos, aldeas y caseríos que forman muy agradable vista. Y dicen en Vitoria que hay tantos como días tiene el año».

Cinco siglos después siguen existiendo 63 aldeas que, al igual que entonces, embellecen las vistas campestres. Contemplar los campanarios de las iglesias de esas pequeñas poblaciones aporta un deleite visual no menor al auditivo que se siente al percibir el tañido de sus campanas. Las torres de los pequeños templos descuellan, como faros, sobre los tejados de los diminutos núcleos urbanos de las aldeas. Unas veces recortando su silueta sobre la llanura, otras sobresaliendo de un bosquete, en ocasiones despuntando del fondo de una vaguada o emergiendo por encima de las copas de los árboles en una ladera. Pero el embajador veneciano contempló, sin duda, algunos asentamientos humanos que aumentaban esa alabada sensación de tranquilidad ambiental, sobre todo los molinos de agua que bordeaban los cauces de los pequeños ríos de montaña, poco más que unos arroyos, que se remansaban formando meandros al llegar al llano. Un informe reciente10 ha censado la existencia hasta bien entrado el siglo XX de un centenar de ruedas de molienda alojadas en otros tantos edificios levantados en las riberas de los riachuelos.

Eran las aldeas, los molinos y las ventas, al salpicar de rincones humanizados la llanura rodeada de montañas, quienes convertían al medio natural en una campiña «deliciosa», según el calificativo empleado por Ricardo Becerro de Bengoa. La rusticidad de este ambiente bucólico llegaba a los mismos aledaños de la zona urbana, penetrando en ocasiones dentro de ella sin mayor conflicto con los edificios industriales añadidos a comienzos del siglo XX en esos parajes. En el primer tercio de ese pasado siglo, Tomás Alfaro11 afirmaba que, desde el Portal del Rey, una de las calles abocadas al lugar que ocupó una puerta de la muralla, «se divisaba la carretera (de Pamplona) y el verdear de los campos entre los chopos». Uno de los parques que salpican de verde el actual tramado viario urbano, el de El Prado, era una antigua dehesa hasta que el Ayuntamiento decidió, hace ya más de un siglo, preservarla del diente de las reses, aislándola con un murete perimetral. Hoy día es un bosque de castaños de indias rodeado de urbanizaciones residenciales. Las acciones de este mismo signo que se han sucedido a lo largo de los dos últimos siglos han permitido paliar, a efectos paisajísticos, la pérdida de la mayor parte de los álamos que bordeaban los ríos, y de la práctica totalidad de los setos que se habían dejado crecer en los linderos de las piezas de labor, que desaparecieron a mediados del siglo XX por efecto de la reordenación de las fincas de cultivo conocida como «concentración parcelaria»12.

El equilibrio entre acción humana y medio natural en un radio de varios kilómetros del entorno de la ciudad es positivo. A pesar de la casi total desaparición de los robledales de las zonas llanas por la expansión de las fincas de cultivo, la floresta de las laderas sigue aportando una nostálgica belleza. La salvación de una parte considerable del quejigo —el roble carrasqueño que sigue aferrado a los pequeños montículos—, además de conservar el paisaje, ha contribuido a que en La Llanada alavesa haya existido, durante todo el siglo pasado, un equilibrio entre el espacio dedicado al bosque y a la producción agrícola. La confluencia del respeto a esa vegetación natural de las colinas que salpican el llano con una agricultura que ha destruido menos manto vegetal natural que en otros lugares explica ese uso equilibrado del medio natural rural. La comparación de un estudio sobre la vegetación natural potencial de los 278 kilómetros cuadrados de extensión que tiene el término de Vitoria, con uno de los mapas de uso de suelo más recientes13, indica que algo más de un tercio (95 kilómetros cuadrados) de esa superficie sigue siendo un espacio rural natural. Dentro de esa porción del territorio que ha conservado su ecosistema natural se encuentra más de la mitad del bosque originario. Es decir, a pesar del intenso uso de ese espacio a lo largo del último siglo, el territorio municipal vitoriano ha logrado evitar la pérdida de casi la totalidad de las manchas forestales del roble quejigo (quercus faginea) y frenar, en los últimos decenios, la regresión del hayedo y los encinares.

La ciudad y su entorno natural. El territorio municipal vitoriano incluye las vertientes norte, este y sur de tres cadenas montañosas cubiertas de bosques que rodean a la ciudad a una distancia de 4 a 7 kilómetros de su centro urbano. Este verde de origen forestal se mimetiza con el de los parques y zonas naturales que salpican la llanura de uso agrícola y el espacio urbano. Fuente: Vitoria-Gasteiz, Plan General de Ordenación Urbana: revisión: texto refundido, abril 2003/ Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz, Departamento de Urbanismo, Servicio de Planeamiento y Gestión Urbanística, 2003.

Es cierto que buena parte del bosque primigenio de esa zona que conserva su base natural se ha degradado a un estado de matorral disperso y que en más de la mitad de los 6,4 kilómetros cuadrados (6400 hectáreas) que siguen siendo forestales, el arbolado es de pequeño porte (monte bajo) al haber resurgido en las últimas décadas por medio de rebrotes en antiguas zonas de pastoreo. Pero los detalles sobre la peor o mejor conservación de esa superficie que retiene, al menos, vestigios de su vegetación originaria no es tan relevante como el hecho de que exista, que haya logrado ser preservada de la agricultura industrializada y de la urbanización, y que suponga una tercera parte del territorio municipal. Durante todo su desarrollo reciente en las dos últimas centurias, desde que la ciudad salió de su caparazón medieval, una parte de la llanura y gran parte de las montañas que rodean el casco urbano han logrado mantener el ecosistema que les proporcionó hace millones de años su génesis geológica y climática. Las especies vegetales, obviadas las salvedades sobre su mayor o menor porte, siguen siendo las originales. Es cierto que el bosque de gran porte representa solo una tercera parte de esa reserva natural, pero se trata de una herencia silvestre con una gran capacidad regenerativa si se dan las condiciones para que se produzca la regeneración. Este potencial ha sido comprobado durante los últimos cien años. Primero, en la primera mitad del siglo XX, a medida que la extensión de la mecanización agrícola disminuyó la cabaña de ganado de labor, que solía pastar en la parte alta de los montes, se recuperó el hayedo en esas cotas. Después, la reducción de los pastos extensivos dentro de los bosques bajos, los más próximos a las zonas de cultivo, provocado, en este caso, por un retroceso de la ganadería, frenó el riesgo de desforestación en las áreas más próximas a la zona urbana a mediados del siglo pasado.

Inteligente gestión ambiental

El modelo de propiedad —básicamente comunal— y la fórmula de gestión —más preocupada por la conservación que por la explotación intensiva— son la clave para comprender las causas de esta evolución. «No solo el entorno es importante, sino también la adecuada elección de una economía que se ajuste al mismo». El geógrafo Jared Diamond14 no se refiere a ningún sistema económico especial, sino a una fórmula sostenible de gestión. A su juicio, la elección de la solución gestora adecuada es lo que explica que «algunas sociedades con los mismos recursos que otras son capaces de desarrollar prácticas para evitar la sobrexplotación mientras otras llegan a su agotamiento». Tras estudiar diversos casos de civilizaciones que lograron salvar su entorno frente a otras que colapsaron por destruirlo, llega a la conclusión de que las que lo salvaron lo consiguieron porque tenían propiedades comunales y órganos gestores elegidos por el común. En Vitoria, salvo los campos de cultivo que rodean la ciudad y algunos parques municipales vitorianos, el resto de su entorno es de propiedad comunal15 y su órgano de gestión es el Concejo. Cada uno de los 63 pequeños pueblos que rodean a la ciudad tiene uno de esos órganos concejiles, llamado Junta Administrativa, y cada Junta es soberana para decidir, por acuerdo vecinal, el destino de cada terreno y la responsable de gestionarlo. La municipalidad vitoriana no tiene concejo, sin embargo, cogestiona —con las citadas juntas— esa tercera parte del territorio municipal que conserva el carácter de espacio rural natural. Participa con una cuota de propiedad del 16 %.

La gestión de esa masa patrimonial por parte de tantos copropietarios no ha sido fácil de coordinar, pero el carácter comunal —y por lo tanto, público— de todos ellos ha contribuido a evitar deforestaciones radicales, y consecuentemente ha frenado también repoblaciones masivas que, de haberse realizado, como se hicieron el siglo pasado en los montes vascos de la vertiente cantábrica, habrían desvirtuado el paisaje natural. No hay certeza en los datos sobre la extensión de la superficie de aprovechamiento común (comunal) de vocación forestal. El primer dato contrastado procede de un Inventario de Montes y Terrenos de Aprovechamiento Común de 192616. A lo largo de un siglo la extensión catalogada ha fluctuado en una horquilla situada entre las 6000 y las 7000 hectáreas. Los campos de propiedad privada que se roturaron para la agricultura nunca han superado la mitad de la superficie del municipio —unas 12 000 hectáreas— y hasta mediados del siglo XX coexistieron, en una encomiable convivencia, con las 9500 hectáreas de bosques, pastos o zonas de monte bajo, que conservan su base natural. La roturación de comunales para el cultivo en el último siglo ha sido y es esporádica. Se estima que afectó a alrededor de 1800 hectáreas.

Reparto por usos y propietarios del territorio de Vitoria

* De las cuales, 6000 ha son de vegetación autóctona.Fuente: Datos oficiales, con elaboración propia.

Los controles impuestos por los poderes públicos a las agrupaciones titulares de los derechos de uso comunal de montes y pastos para salvaguardar una explotación sostenible ya existían en el siglo XVIII por mandato real. En 1748, una Real Cédula de Conservación Montes17 ordena que «se señalen los parajes y especies a plantar cada año tomando por regla cinco árboles por cada vecino» y que se vigile la forma de extracción de productos forestales, de forma «que se limpien y se desbrocen los árboles viejos y nuevos». La finalidad de aquellos mandatos de la Corona, que era limitar la demanda de cortas de árboles destinados a construcciones navales y a la elaboración de carbón vegetal para las ferrerías, se había extendido dos siglos después a las llamadas «suertes foguerales»18, que también exigían a sus beneficiarios —en general, aldeanos que necesitaban leña— realizar plantaciones que compensaran sus extracciones de madera. Sin embargo, durante mucho tiempo los villanos (los avecindados en Vitoria, la villa realenga fundada por el rey navarro Sancho el Mayor) no participaban en ese sistema pactado de uso del monte comunal, a pesar de que gran parte de él estaba dentro de los límites del municipio. Un autor decimonónico escribía hace decenios sobre «el carácter paradójico de las relaciones entre Vitoria (su municipalidad) y las aldeas de su término municipal»19. Aunque los núcleos rurales y los señoríos que estaban fuera de las murallas vitorianas dependían del Ayuntamiento, ambas entidades tenían sus propios órganos de representación. Los plebeyos y pecheros —los habitantes de las aldeas— tenían una Junta que, aunque, en derecho positivo, carecía de poder frente al Consistorio, este no podía obstaculizar su funcionamiento. Los representantes del concejo podían interponer sus quejas contra una un dictamen municipal ante los tribunales o el rey. Los nobles y los fijosdalgos tenían otra, que, en última instancia, podía saltarse cualquier trámite legal para solicitar directamente el amparo real.

Los villanos, los ciudadanos de entonces, sobre todo si su medio de vida no dependía del campo, comenzaron a tratar de frenar las potestades de los aldeanos y los aristócratas, en cuanto la ciudad tuvo cierto peso demográfico, para poder disfrutar de la campiña. El creciente uso del suelo comunal para pastos por los aldeanos, en detrimento del que ellos habían usado de antiguo con el mismo fin, les limitaba de forma creciente ese disfrute. Pero en todos los casos se llegó a un equilibrio de intereses gracias a que siempre ha existido una convergencia de puntos de vista entre diferentes grupos sociales y la autoridad responsable de regular el uso del medio natural rural. A mediados del siglo XIX, en un informe municipal sobre los resultados de un plan de regeneración forestal realizado en la periferia de la ciudad, el político informante afirma que el mantenimiento o recuperación de los árboles está justificado porque «hacen a los campos amenos y deliciosos»2٠. Pero para el Concejo de Zuazo de Vitoria, una aldea situada cuatro kilómetros al oeste del casco urbano, el motivo es diferente. Los vecinos del pueblo decidieron salvar un bosque comunal apetecido por los agricultores, situado frente a su aldea, para garantizarse el abastecimiento de leña21 Estos dos casos aislados demuestran que la coincidencia de facto en un objetivo común; salvar el bosque, no responde a los mismos intereses, pero los compatibiliza.

La consecuencia más valiosa de este equilibrio de intereses es que logró evitar la tala sistemática de árboles y establecer un modelo de extracción de arbolado tendente a tratar de devolver al bosque, a largo plazo, lo que se le quita. Este equilibrio se alteró en las primeras décadas del pasado siglo por el incremento de la carga ganadera que soportaba el monte al incorporarse a ella los bueyes, pues la cabaña bovina aumentó de forma paralela al incremento de las superficies cultivadas. Como consecuencia de todo ello, muchos bosques, sobre todo los más cercanos al espacio urbano, se degradaron. Los troncos de sus árboles comenzaron a menguar de grosor y las arboledas se llenaron de calveros. Curiosamente las alamedas próximas a las periferias urbanas se salvaron —y, de hecho, crecieron— como consecuencia de la decisión de los concejos más rurales de trasladar sus plantaciones compensatorias, que debían ser hechas en sus comunales de sus propios montes, a terrenos marginales agrícolas y riberas de los ríos. Esta circunstancia, unida a otras dos acaecidas a mediados de la pasada centuria, que aliviaron la presión sobre la masa forestal (las reducciones del ganado de labor por la mecanización de la agricultura y de las extracciones de leña por la incorporación del gas en consumos domésticos) reforzaron el aspecto campestre de la urbanización de la periferia en el borde sur de la ciudad. La imagen bucólica que aportaron reforzó la decisión de la alta y media burguesía de tomar bajo su control la franja suroeste de la campiña más próxima a la ciudad, contigua al parque de El Prado, donde proyectaban edificar sus mansiones y quintas, para salvarla de las asechanzas de la agricultura industrializada. Se trataba de los mismos parajes que los villanos menos pudientes habían comenzado a considerar como sus zonas de esparcimiento. Las clases altas coincidían, de hecho, con el pueblo llano de la ciudad en esta preocupación por salvaguardar el entorno natural más próximo a las áreas urbanizadas. Los ciudadanos de a pie estaban más preocupados por esas alamedas que trataban de compensar las talas y sacas de leña de los montes, que por recuperar la vegetación forestal perdida o degradada. Consideraban que tenían un derecho para disfrutarlas, aunque no fuera más que para pasear. Sus preocupaciones se expresan en reclamaciones administrativas que comenzaron a ser frecuentes en los años 30 del siglo XX, y que, en muchos casos, acababan en resoluciones municipales a su favor. A modo de ejemplo basta citar dos dictámenes del ingeniero de montes22