Vivirás - Anna K. Franco - E-Book

Vivirás E-Book

Anna K. Franco

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Beschreibung

Tras brillar y ser, llegó la hora de que te animes a vivir.Glenn es una soñadora que vive enamorada del amor. Pero, sujeta a las estrictas normas de su familia, debe ocultar todo aquello que le gusta y todo con lo que sueña. Cuando deja su casa para ir a un seminario, cree por fin conocer la libertad. Allí se encuentra con Ben, el partido perfecto. Sin embargo, también aparece Dave, alguien a quien su padre echaría a patadas… Glenn piensa que Dave es todo lo que jamás le atraería. Pero inesperadamente él la incita a ir en busca de sus sueños, y volver a verlo se convierte cada vez más en una necesidad. ¿Siempre es malo romper las reglas? ¿Cuál es el precio de la libertad?

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ARGENTINA

VREditorasYA

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MÉXICO

vryamexico

vreditorasya

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Para todas las Chloe de este mundo.

#YoTeAbrazo

“Apunta alto, porque las estrellas están escondidas en tu alma.

Sueña profundamente, porque cada sueño precede la meta”.

1

Historias sin final

Ahí estaba yo: llorando otra vez. Kang Je Joon acababa de morir atropellado por un camión, y no lo podía creer. Había pasado quince capítulos del k-drama esperando el reencuentro con Song Hyun Hee. Y el beso. Siempre esperaba los besos. Pero en los dramas coreanos eran apenas roces de labios.

Tomé un pañuelo descartable de la caja y me limpié la nariz mientras la madre de Kang Je Joon golpeaba, desesperada, la puerta de la casa de Song Hyun Hee y le gritaba que, por su culpa, su hijo había muerto. ¡Pobre Song Hyun Hee! Ahora tendría que vivir con el dolor de haber perdido al amor de su vida y, encima, con la culpa.

–¡Glenn! –gritó una de mis hermanas. Me levanté de la cama de un salto y pausé la reproducción justo cuando ella abrió la puerta–. ¿Otra vez estás mirando eso? –protestó.

Cerré la puerta deprisa y le sujeté los brazos.

–No digas nada. ¿Ya llegó mamá?

–No. Tampoco papá.

–Entonces puedo seguir mirando. Ya casi termina; Kang Je Joon no puede haber muerto, tengo que enterarme si está vivo.

El ceño fruncido de mi hermana de doce años me adelantó sus conclusiones.

–¿De qué estás hablando? –contestó–. A veces creo que te estás volviendo loca.

Sí. El encierro a veces me enloquecía. ¿A quién no?

–¿Qué necesitas? ¿Para qué entraste a mi habitación? –indagué para cambiar de tema.

–Porque también es el dormitorio de Ruth y ella me pidió que le alcanzara su libro.

Asentí y me senté sobre la cama para esperar a que mi hermana se fuera. Cuando empecé a impacientarme, miré la hora en el móvil. Estaba tardando demasiado; si no se apresuraba, no podría terminar de ver el episodio antes de que llegaran mis padres.

Abrió la puerta con las manos vacías. No se iba.

–¡Ruuuuth! –gritó. ¡Y vaya que tenía voz!, casi tuve que taparme los oídos–. No encuentro tu libro. ¡Tendrás que subir tú!

Ruth entró a la habitación murmurando.

–Ni siquiera puedes hacer un favor, Delilah –se quejó, y empezó a revolver su mesa de noche–. Te dije que estaba en la gaveta. ¿Sabes lo que es una gaveta? –siguió revolviendo un rato y luego se quedó quieta–. No está. Tiene que tenerlo Chloe. ¡Chloe!

Poco a poco, todas mis hermanas terminaron en mi habitación: Ruth, Delilah, Chloe, Ava, y por último entró la pequeña Gabrielle.

–¡Tú! –me señaló, con su dedo índice diminuto y una enorme sonrisa, y asentó la punta en mi mejilla. Después se echó a reír como si yo fuera un objeto gracioso. Quizás lo era: nada podía quitarme la expresión de agotamiento. En una familia numerosa, la privacidad se convertía en un sueño inalcanzable. Para colmo, pasábamos casi todo el tiempo en casa, también en vacaciones. Ese año, como en dos semanas yo tenía que partir a New Hampshire para asistir a un seminario bíblico, mis padres habían decidido cancelar nuestro breve viaje. Necesitábamos dinero para que ellos pudieran visitarme y para que yo regresara a casa algunos fines de semana.

A veces encontraba algo de tranquilidad en el baño. Con la excusa de hacer lo segundo o darme una ducha, me encerraba a escuchar mi música favorita, aunque fuera prohibida. Mamá y papá solo nos permitían escuchar canciones religiosas, pero yo admiraba a Whitney Houston, Barbra Streisand, Celine Dion y otras intérpretes grandiosas. Soñaba con subir a un escenario y cantar como ellas, así como cantaba en la iglesia.

Mis hermanas no se iban; se indagaban unas a otras para ver quién tenía el libro. Solo Chloe permanecía callada, esperando a que las demás resolvieran el conflicto. Ella ya había dicho que no había visto nada, y eso era todo. Nunca discutía ni se enojaba, siempre estaba seria y era muy tímida. Era una chica de pocas palabras.

Tuve que resignarme: hasta el siguiente rato a solas, no me enteraría de si Kang Je Joon vivía o si de verdad había muerto. Cerré la ventana del k-drama y borré el historial de navegación. Recogí mi móvil y bajé las escaleras.

Me senté en el sillón y abrí el archivo de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Con suerte podría leer un capítulo antes de que llegaran mis padres. Ni siquiera eso: Ava y Gabrielle, mis hermanas de ocho y tres años, las menores de la familia, se arrojaron sobre mí en el sofá, acabando con mi momento de paz. Se pusieron a conversar de juguetes, y yo traté de leer en compañía de sus voces hasta que oí la puerta. Mamá entró, nos saludó, y después de resolver el asunto del libro por el que Ruth y Delilah seguían discutiendo, se puso a preparar la cena con ayuda de Ruth.

Las tareas se dividían y cambiaban a lo largo de la semana: ese día me tocaba poner la mesa. Para cuando llegó papá y se sentó en la cabecera, ya estaba todo listo.

Nos tomamos de las manos, cerramos los ojos e inclinamos las cabezas. Papá hizo una oración. Cuando finalizó, mamá sonrió y comenzamos a pasarle nuestros platos. Primero le servía a papá, después a cada una de nosotras, de menor a mayor. Como yo era la más grande, siempre me tocaba esperar. Ella se servía por último. La consigna era: cuida a la que es menor que tú. Y eso implicaba servir primero a las niñas.

–Glenn –resonó la voz gruesa de papá–. ¿Es cierto que esa compañera tuya, Liz, está embarazada?

Los labios de mamá se entreabrieron por la sorpresa. Me removí en el asiento, un poco incómoda. De pronto ya no tenía ganas de cenar.

–¿Cómo te enteraste? –pregunté en voz baja. Solían decirme que tenía un tono muy dulce, pero cuando estaba frente a mis padres, parecía el de una niña.

–Sabes que el consejero escolar asiste a nuestra iglesia y, como las clases ya terminaron y ella ya no es alumna del colegio, me lo contó. ¿Tú lo sabías? –mi silencio fue una respuesta–. ¿Lo sabías y no me lo dijiste?

–¿Por qué te lo diría? Es la vida de Liz –respondí con un hilo de voz.

–Nunca me gustó esa chica –intervino mamá, negando con la cabeza–. Se maquilla desde los trece años, no entiendo cómo algunos padres permiten eso.

–¿Qué opina su padre del embarazo? –siguió indagando papá.

–Su padre no vive con ella –contesté, cabizbaja. Conocía la historia de Liz, y no merecía que la juzgaran. Hubiera querido ser capaz de defenderla.

–Ahora todo tiene sentido –acotó mamá–. Las familias disfuncionales resultan en este tipo de cosas. Un bebé siempre es una bendición, pero qué pena por esa chica que no supo esperar al matrimonio.

–Tiene dieciocho y ahora vive con el padre de su hijo, que es la persona más buena del mundo –argumenté. Liz había formado una familia, eso era positivo.

–Glenn –intervino papá–. ¿Te parece adecuado que una chica de dieciocho años quede embarazada antes de terminar el colegio y se vaya a vivir con su novio?

–No sé, pero ella conoció el amor. Y Dios es amor.

–Cariño –intervino mamá–. Claro que Dios es amor, pero las personas confunden ese concepto. Por ejemplo, una pareja del mismo sexo no es amor. El niño que espera tu amiga es bendecido por Dios, pero un embarazo no deseado y una convivencia a los dieciocho años tampoco es amor. Es una circunstancia que debieron haber evitado con abstinencia.

–Entonces, si se hubieran casado, ¿sí sería amor? Muchas chicas de la iglesia se casan a los dieciocho, ni bien terminan el colegio.

–Glenn, ¿acaso estás discutiendo? –me regañó papá. Volví a agachar la cabeza.

–No –respondí en voz baja, manteniendo a raya mi pasión.

–Imagino que no volverás a reunirte con esa chica; no tiene nada en común contigo.

Lo miré de golpe, rogándole en silencio que no me apartara de mis amigas.

–Esa otra, Val, tampoco me agrada demasiado –aportó mamá–. Antes era de una manera, pero de pronto cambió y… no sé, ya no me genera confianza.

–Son las únicas amigas que tengo fuera de la iglesia y las quiero –repliqué, procurando ocultar que era una queja.

–En cuanto entres al seminario conocerás muchas personas con tus ideales, tus convicciones y valores –respondió mamá–. Esas chicas te sirvieron para hacer trabajos y estar acompañada en el comedor mientras ibas al colegio; ya no es necesario que las veas.

–¿Es una propuesta o es una orden? –indagué.

Ruth me miró con los ojos muy abiertos. Nunca contestábamos a nuestros padres.

–No me gusta el tono que estás utilizando –me amonestó papá–. En cuanto a Liz, es una orden. En cuanto a Val, podemos negociarlo. Por lo menos ella irá a la universidad. Cambiemos de tema, esa chica ya arruinó nuestra cena.

Perdí las ganas de cenar, pero, como en mi casa también estaba prohibido dejar algo en el plato, comí. Millones de personas padecían hambre en el mundo y nosotros, que teníamos comida en la mesa, debíamos honrarla sin desperdiciar una sola sobra.

Esa noche, en mi dormitorio, me senté en el escritorio mientras Ruth leía en la cama y Chloe estudiaba una partitura para el domingo; tocaba el piano en la iglesia. El libro, al final, había aparecido debajo de la cama; lo había hallado mamá y se le había caído a la misma Ruth.

Espié por sobre el hombro y, como las vi a cada una concentrada en lo suyo, abrí el chat especial que tenía con Val para el baby shower de Liz.

Glenn.

Val, ¿estás?

Val.

Sí.

Glenn.

¿Pensaste cómo podría ser la decoración? A Liz y a Jayden les gustan los libros, ¿por qué no hacemos algo con eso? ¿Cómo dijo que se llamaban en Nameless? ¿Lady Macbeth y Shylock? Busquemos imágenes sobre eso y de otros personajes de algunas historias conocidas.

Val.

Jajaja, ¡Glenn! Apenas está de cinco meses, faltan tres para el baby shower. Pero sí, me gusta la idea.

Glenn.

Es que me voy al seminario y volveré esporádicamente. Tengo que ocuparme ahora. Ve pensando en los invitados y en la comida. ¿Hacemos muffins caseros?

“¡Chicas!”, exclamó mamá desde el pasillo. “¡Hora de la revisión!”.

–Ay, no… –balbuceé.

Eliminé el grupo del baby shower a la velocidad de la luz y traté de recordar si había algún chat en el que hubiera dicho algo problemático. No hice a tiempo: mamá abrió la puerta y nos pidió que fuéramos al comedor.

Nos quedamos de pie junto a la mesa, como cada vez que a mis padres se les ocurría hacer la revisión, y esperamos nuestro turno de ocupar la silla junto a papá. Él siempre se sentaba en la cabecera, mamá a la izquierda y yo a la derecha. La derecha, ahora, estaba libre para ir alternando entre nosotras.

Gabrielle, Ava y Delilah, por su edad, no tenían móvil, así que la primera en pasar fue Chloe, siguiendo la norma de respetar el orden de menor a mayor. A ella siempre le iba bien, era la más callada y obediente de todas. Tenía catorce años, unos ojos enormes y el mismo pelo rizado que todos en mi familia.

–Muy bien –aprobó papá, después de revisar su teléfono. Ella se levantó y regresó a nuestra habitación–. Adelante, Ruth.

Ruth se sentó y esperó a que papá revisara su móvil. Tenía dieciséis años y un arte para salirse con la suya.

–Eso no es mío –dijo en cuanto la foto de un chico con el torso desnudo apareció. Papá la miró.

–¿Y entonces por qué está en tu teléfono? –cuestionó.

–Abre el chat del colegio, seguro lo enviaron allí mientras bajaba las escaleras, por eso no pude eliminar esa foto inapropiada de mi teléfono.

En efecto, una chica había subido la imagen hacía cinco minutos, y así, Ruth se salvó.

–Glenn.

Me senté y le entregué el móvil con un nudo en el estómago. Tragué con fuerza, orando para que no hubiera olvidado alguna foto o conversación riesgosa. Lo primero que revisó fue la galería de imágenes.

–Sigues guardando coreanos –protestó. Como estaban vestidos y tenían cara de buenos, nunca me pedía que los eliminara. Entrecerró los ojos–. No estarás viendo esas novelitas de nuevo, ¿no? –indagó.

–No –respondí, negando con la cabeza–. Solo me atrae el idioma. –Y los coreanos, debía estar pensando él, pero no dijo nada y me permitió conservarlos.

No emitió palabra cuando revisó los chats. No podía hacerme cargo de lo que decían los chicos de la escuela, y en la conversación con mis amigas lo último que habíamos comentado era que el clima estaba espantoso. Había eliminado todos los mensajes que hicieran referencia al embarazo y convivencia de Liz o al noviazgo de Val ni bien los había leído. Me había habituado a eliminar en el momento todo lo que pudiera traerme problemas.

El corazón se me anudó cuando se le ocurrió revisar las descargas. Cerré los ojos y bajé la cabeza. Apreté los dientes mientras pensaba en un insulto, aunque eso también estuviera prohibido.

–¿Por qué tienes otra vez ese libro de Harry Potter aquí? –indagó papá. No revisaba las descargas de mis hermanas; sus lecturas no eran peligrosas, de hecho a ellas les compraba los libros en papel. En cambio las mías…

–Debe haber quedado de la otra vez.

–¿Acaso me estás mintiendo, Glenn? –preguntó con tono autoritario.

Cuando me miraba con expresión severa, me temblaban las piernas. Papá era moreno, robusto y muy alto, y a veces daba miedo.

–No –me apresuré a responder.

–Lo eliminaste el mes pasado delante de mí.

–No era este. Era El Misterio del Príncipe.

¡Maldición! Era tan ingenua que acababa de delatarme.

–Ya te expliqué por qué no es bueno que leas ese tipo de libros.

–Son solo libros, es ficción.

–Habla de magia, mueve espíritus oscuros.

–También dijiste eso de Fausto y lo leímos en el colegio. Por favor…

–No quiero que leas libros que arruinen tu mente, Glenn. Bórralo y, si vuelves a descargarlo, me quedaré con tu móvil –sentenció–. En dos semanas te irás al seminario. Representarás a nuestra familia en New Hampshire, tengo que saber que puedo confiar en ti.

Suspiré y eliminé el archivo delante de él. Quizás, cuando me fuera al seminario, pudiera conocer el final de la historia del mago.

2

266 millas de libertad

La tarde que partía a New Hampshire me despedí de mis hermanas y repasé el contenido de mi mochila temiendo olvidar algo. Teléfono, cargador, identificación, dinero, mi Biblia. Lo básico estaba, el resto era prescindible.

Bajé las escaleras y me encontré con mamá; papá estaba cargando mi bolso en el coche. Mientras íbamos a la estación de autobuses, me llenaron de recomendaciones. Eran tantas que tuve que hacer una lista abreviada en mi cabeza:

Hacer quedar bien a la familia.

Mantenerlos informados día a día.

Ser siempre obediente.

Evitar a los extraños.

No salir de noche.

Prestar atención en clase.

Aprender más de Dios.

La lista continuaba, pero me distraje cuando una mujer nos pasó por al lado en bicicleta. Me recordó a la protagonista de la última novela romántica que había leído a escondidas. Ella vivía en Italia y también andaba en bicicleta.

Cuando leía o miraba k-dramas, a veces deseaba que la vida de los personajes fuera la mía. Lo que sucedía en la ficción era mucho más interesante que la realidad. Por lo menos, más que la mía. Y en ese momento me pregunté si la vida de esa chica que estaba pasando junto a nosotros se parecería a una novela romántica.

–¿Entiendes, Glenn? –interrogó mamá, devolviéndome al mundo real.

–Sí –contesté, pero no tenía idea de qué había dicho.

En la terminal, papá entregó la maleta por mí y los dos me despidieron delante de la puerta del autobús.

–Cuídate, por favor –rogó mamá, acariciándome las mejillas.

Papá apoyó una mano sobre mi frente y murmuró una bendición. Los abracé y me despedí con una sonrisa. Subí el primer escalón del ómnibus. Me volví y los saludé con la mano, como una niña. Ellos respondieron de la misma manera; papá tenía un brazo sobre los hombros de mamá y ella se enjugaba las lágrimas mientras cada uno agitaba la mano libre.

Terminé de ascender y empecé a transitar el pasillo. Recién entonces me di cuenta de que por primera vez me alejaría de casa sola, y se me anudó el estómago. Ser responsable de mí misma me daba bastante miedo.

Me senté con un fuerte deseo de bajar y regresar a mi casa. Había añorado ese viaje desde que papá había tomado la decisión de que fuera al seminario antes de empezar la universidad, pero ahora que el día había llegado, temía no resistir lejos de mi hogar. Nunca había dormido en otra cama que no fuera la mía, ni siquiera me dejaban quedarme a dormir en lo de mis amigas, y de repente estaba alejándome doscientas sesenta y seis millas de mi familia.

Un señor con una barriga enorme se sentó a mi lado. Me saludó con una sonrisa, a lo que respondí del mismo modo. Eso no quebraba la regla de cuidarme de los extraños, ¿cierto? Si no respondía, habría faltado a la norma de ser amable y respetuosa.

Miré a mamá y a papá: todavía estaban del otro lado de la ventanilla.Ella tenía expresión de preocupación. Él, de orgullo. Antes de salir de casa había dicho que estaba tranquilo, porque en el campus me cuidarían. Todos los residentes eran chicos de mi edad y de la misma religión, y eso los hacía confiables. Las autoridades eran pastores y voluntarios con los que papá había compartido muchas conferencias, así que su preciosa hija mayor sería libre a medias.

Apoyé una mano en el vidrio justo cuando el autobús empezaba a moverse. ¿Cómo se sentiría vivir lejos de casa? ¿Podría hacer amigos en el campus? ¿Qué haría con la libertad que, de pronto, tenía entre mis manos? Cuando mis padres desaparecieron de mi vista, me atravesó una profunda sensación de soledad.

Permanecí un rato aplastada en el asiento, mirando la ciudad; se dificultaba avanzar por el tránsito. Para cuando alcanzamos la carretera, el nudo en mi estómago se había disuelto, aunque no conseguía aplacar la ansiedad.

Para distraerme extraje los auriculares, los conecté al teléfono y abrí el reproductor de música. La noche anterior había descargado todos los libros que me apetecía leer, había guardado las canciones prohibidas que quería escuchar y había creado de nuevo el chat del baby shower de Liz. Ya no sería necesario borrar nada de todo eso: si ahora era independiente, papá no volvería a citarme para la revisión. Sin embargo, aunque había ganado libertad, estaba estancada, mirando el móvil. La noche anterior no sentía culpa, ¿por qué ahora sí? Cada regla de mis padres resonaba en mi memoria: “no quiero que leas libros que arruinen tu mente”, “esa música es pecaminosa”, “¿te parece adecuado que una chica de dieciocho años quede embarazada antes de terminar el colegio y se vaya a vivir con su novio?”.

Mi dedo tembló sobre I Will Always Love You de Whitney Houston, que hasta la noche anterior había sido mi canción favorita. Desobedecer en casa era un desafío; aquí, perdía la gracia. Finalmente, decidí escuchar música religiosa.

El viaje hasta New Hampshire me pareció larguísimo. No estaba acostumbrada a andar sola; siempre había recorrido distancias largas en compañía de mis hermanas, y extrañaba conversar con alguna de ellas. La risa de Ava, los gritos de Delilah, el entusiasmo de Gabrielle… Excepto Chloe, las demás se hacían notar todo el tiempo, y mientras que antes odiaba no tener un instante de silencio, ahora añoraba sus voces. Además, estaba nerviosa, y no pude dormir.

Cuando el autobús se detuvo en mi parada, casi salté del asiento; no veía la hora de bajar. Me dirigí a la baulera en compañía de otras personas, y una vez que obtuve mi maleta, busqué a un voluntario del campus de la iglesia. Lo hallé del otro lado del predio, con una camiseta amarilla que tenía el logo de la institución. Para entonces, solo quedábamos una chica rubia que había bajado del mismo autobús y yo.

–¿Vienes por el seminario? –le pregunté.

–¡Sí! –contestó ella con una sonrisa. Me puse contenta: acababa de hacer mi primera conocida, y sonreí también.

–Soy Glenn.

–Louise.

El voluntario nos recibió con una expresión alegre y se presentó como Fred. Comenzó a contarnos detalles de la vida en el campus aún antes de subir a la camioneta. Era de tez morena, como yo, y tendría unos veinte años.

–A las ocho comienza la hora del desayuno. Los días de semana, a las nueve tomarán la primera clase, que dura hasta las doce. De dos a cuatro tomarán el segundo turno. A las seis se sirve la cena. A las nueve hay toque de queda: ¡cada uno en su cuarto! Los sábados hacemos algunas tareas de mantenimiento, pero tienen el resto del tiempo libre. A veces proponemos campamentos y festejamos los cumpleaños de la semana. También ensayamos música y coro. Los domingos asistimos a la celebración y luego tenemos el día libre. Será muy divertido, ya verán.

Louise y yo nos miramos y sonreímos, ilusionadas. Nos contamos a qué iglesia íbamos cada una, dónde vivíamos, cómo estaban formadas nuestras familias. Por lo que comentó, me di cuenta de que sus padres no eran tan estrictos como los míos, pero su padre no era pastor. El mío siempre se quejaba de que algunos fieles eran demasiado permisivos.

El paisaje me abrumó: había mucho verde y, a lo lejos, se divisaban algunas montañas. Como estaba amaneciendo, todo se hallaba teñido de un tono anaranjado que confundía el verano con el otoño. La carretera era sinuosa y angosta, adecuada al tamaño de la población de la zona.

Nos metimos por un camino donde había un cartel con el dibujo de una iglesia y algunas palabras escritas que no alcancé a leer. En menos de cinco minutos llegamos a un cerco. El campo se veía magnífico, no podía creer que iba a pasar nueve meses en ese sitio.

Fred saludó al portero, y el hombre entrado en años abrió el cerco. Seguimos andando hasta acercarnos a una enorme edificación rectangular de una sola planta y bajamos del vehículo. Me quedé asombrada de la maravilla que me rodeaba: había árboles con hojas de diversos colores, arbustos con flores y una hermosa iglesia a unos cuantos metros.

Una mujer salió a recibirnos mientras Fred nos entregaba las maletas.

–¡Llegaron las chicas de Nueva York! –exclamó, abriendo los brazos para acogernos. Todos eran tan amables que, así, era fácil sentirse como en casa.

Nos contó que se llamaba Tracy y que era la celadora de las chicas en el campus. Tenía tez blanca, su pelo era rojizo y abultado, y usaba algo de maquillaje. Todo un acontecimiento para mí, que solo me había maquillado unas pocas veces a escondidas de mis padres y que no había visto hacerlo a mamá o a mis hermanas. Una vez más comprobaba que no todos vivían la religión como nosotros y volví a preguntarme, como tantas otras veces, si acaso era necesario ser tan estrictos.

Mientras nos dirigíamos al edificio principal, envié un mensaje a mamá para que supiera que había llegado bien. Ella respondió enseguida: el pastor amigo de papá ya le había avisado que yo estaba a salvo. Me deseó suerte y prometió que hablaríamos más tarde. Ya me parecía que alguien iba a mantenerlos informados.

Recorrimos la sala, el comedor y los salones de estudio. Tracy nos presentó a algunos seminaristas que ya habían llegado y volvimos a salir en dirección a los dormitorios, que estaban en construcciones separadas. Uno era para las chicas, y el otro, para los chicos.

En nuestro sector había ya unas veinte chicas, la mayoría de piel oscura. Debían llegar unas treinta más. El campus de New Hampshire era un sitio codiciado, y solo se admitían cien estudiantes por año. Antes de hacerte un espacio, evaluaban tu familia, tu nivel de compromiso con la iglesia y había que enviarles un video exponiendo tus aspiraciones y por qué querías ingresar al seminario. El valor de la cuota se equiparaba al nivel de las exigencias.

Era domingo y las clases comenzaban al día siguiente, así que pasé la mañana conversando con algunas compañeras mientras iban llegando las otras. Había chicas de todas partes, incluso de rincones remotos de los Estados Unidos. El tema principal fue la vida de las iglesias a las que cada una de nosotras concurría, aunque terminamos hablando de nosotras mismas.

–¿Y a ti qué te gusta? –me preguntó una de ellas.

–Me gusta cantar, leer y mirar dramas coreanos –respondí. Ninguna me miró como papá cuando mencionaba las “novelitas asiáticas”, como él las llamaba.

–Ay, a mí también me encantan los k-dramas –dijo Sandra–. ¿Ya viste Playful Kiss?

–¿Quién no vio Playful Kiss? Debe ser el primer drama que miramos todas –intervino Helen.

¡No podía creerlo! Hasta ese día solo había podido canalizar mi pasión por las “novelitas asiáticas” de manera virtual, en foros repletos de desconocidas.

–No sé qué es eso –manifestó una tercera.

–Yo tampoco.

–Son series asiáticas. A mí me gustan las de amor –explicó Helen.

–Yo prefiero tocar la guitarra –contó Louise. Entonces hablamos de música.

–A mí me gusta cantar –comenté. Tocaba algunos instrumentos, pero lo mío era el micrófono.

–¡A mí también! –dijo alguien más. Nunca me había sido tan fácil hacer amigas. En la escuela, solo contaba con Val y Liz; a los demás les parecía aburrida y un objeto de burla. Cuando era niña, se reían de mi pelo abultado de rizos pequeños. En la preadolescencia, mi religión se transformó en una barrera, y terminé aislada hasta que aparecieron otras dos solitarias: Val y Liz. Nos transformamos en un trío de chicas muy distintas, pero que nos llevábamos bien. Nos había unido un tonto trabajo de Ciencias a los trece y, desde entonces, habíamos sido mejores amigas.

Papá me llamó para verificar que todo estuviera en orden y hablamos un rato. Al mediodía, Tracy nos fue a buscar para el almuerzo. Nos informó que a partir de esa noche tendríamos que ir al comedor por nuestra cuenta en el horario estipulado. Además nos advirtió que debíamos respetar el cronograma si no queríamos perder puntos en nuestra libreta de calificaciones. La obediencia también se tenía en cuenta a la hora de considerarnos buenos seminaristas.

En el comedor, por primera vez nos encontramos con los chicos. Podíamos sentarnos donde quisiéramos, así que empezamos a mezclarnos con ellos. Como a la primera que había conocido era Louise, nos mantuvimos juntas mientras llenábamos nuestras bandejas y luego buscamos una mesa con sitio libre para las dos. Miré hacia la izquierda al tiempo que ella estudiaba el lado derecho: todo parecía ocupado. Pasé la vista por una mesa, por otra… y entonces mis ojos se detuvieron en alguien.

Mi corazón empezó a latir muy rápido. ¿Acaso era él? Ben Williams, el chico que había conocido en un campamento de la iglesia a los trece años y con el que había soñado hasta los dieciséis.

Me detuve a observarlo: era moreno y bien parecido. Sus ojos grandes y su mirada vivaz invitaban a admirarlo. Cuando sonrió, no tuve dudas de que era él y de que ahora me parecía todavía más encantador que a los trece.

–¿Te parece ahí? –señaló Louise.

Seguí la dirección de su dedo. Por mirar a Ben, no me había dado cuenta de que había dos lugares libres justo en su mesa. Me puse nerviosa y tardé en responder. Para cuando me decidí a decirle que sí, otras dos ocuparon el lugar. Terminamos sentándonos en otra mesa.

Mientras almorzábamos, no dejaba de intentar mirarlo por sobre el hombro. ¡Ben Williams! Todavía recordaba la primera vez que lo había visto en el campamento. Estábamos corriendo y, de golpe, caí a sus pies. Su amigo había interpuesto la pierna delante de las mías. Ben rio a carcajadas, pero aunque se estuviera burlando de mí, me pareció hermoso. Ni hablar cuando extendió su mano y me ayudó a levantarme.

–¿Estás bien? –me preguntó–. Debes tener más cuidado –me aconsejó. Y siguió corriendo.

Fue suficiente para que me pasara el resto del campamento suspirando por él.

Lo agregué a Instagram y él me aceptó. Tenía cientos de seguidores; era esperable, siendo tan atractivo. Desde entonces nos cruzamos un par de veces más en eventos de nuestras iglesias y yo le daba me gusta a sus publicaciones. Él jamás respondió a las mías. Con el tiempo, la vida nos distanció, incluso en el espacio virtual, y dejé de prestar atención a sus actualizaciones.

Por la tarde nos dividieron y nos llevaron a distintos salones. Allí nos explicaron el funcionamiento del campus, nos dieron los horarios por escrito y un plano para ubicar cada clase. No había posibilidad de elegir, todos cursaríamos todo, pero alternados. No sabía si me tocaría con Louise, con Ben o si jamás compartiríamos una sola asignatura.

Esa noche, después de la cena, me indigesté mirando el Instagram de Ben para ponerme al día. Había mucha información atrasada de la que no tenía idea. Al parecer, no estaba en una relación. Necesitaba contarle a alguien que nos habíamos reencontrado, así que, una vez en la cama, abrí el chat que tenía con Val y Liz. Mis amigas de la iglesia podían develar mi secreto, en cambio ellas no podían contárselo a nadie, porque no conocían a mis compañeros de la iglesia. Además, siempre daban buenos consejos.

Glenn.

Chicas.

Val.

¡Glenn! ¿Ya llegaste a New Hampshire?

Glenn.

Sí. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Luke?

Val.

Muy bien, preparándonos para la universidad.

Glenn.

¿Has sabido algo de Liz?

Val.

No.

Liz.

¡Aquí estoy!

Val.

¡Ey! ¿Cómo estás? ¿Cómo está nuestro sobrino postizo?

Liz.

Bien. Creciendo.

Glenn.

¿Y Jayden?

Liz.

Trabajando, para variar. ¿Cómo estás tú?

Val.

¿A esta hora?

Liz.

Sí, y a veces regresa más tarde. ¿Qué tal el seminario bíblico, Glenn?

Glenn.

Las clases empiezan mañana. Pero…

Val.

¡¿“Pero” qué?!

Glenn.

¿Se acuerdan de Ben, el chico con el que las volví locas desde octavo hasta décimo grado?

Val.

¿Cómo olvidarlo? Solo hablabas de él.

Glenn.

Está aquí. ¡Está aquí!, ¿entienden?

Liz.

¿Es ese idiota que se había reído de ti?

Glenn.

¡Tenía trece años! La gente cambia. Dudo que ahora se ría de mí.

Liz.

Como sea. Eres buena siguiendo reglas, así que sigue estas normas básicas: 1. No lo justifiques si es malo contigo, sin importar lo que diga tu pastor. 2. No te ilusiones por demás. La vida no es un drama asiático.

Val.

¿Puedo agregar algo? 3. Por lo que más quieras, ¡no le digas en la primera cita que quieres casarte y tener hijos mañana!

Glenn.

Jajaja, son insoportables, pero las quiero y las extraño. Espero que nos veamos pronto. Me voy a dormir, a las nueve hay “toque de queda”.

Val.

Jajaja, ¿quién hizo ese chiste tan malo?

Glenn.

Un voluntario.

Val.

Tenía que ser. ¡Adiós!

Liz.

Adiós.

Suspiré, apoyando el teléfono sobre mi pecho como si lo abrazara.

De pronto, había perdido el miedo a la libertad. Doscientas sesenta y seis millas me separaban de casa. Era hora de aprovechar.

3

Lógica

La primera mañana de clases fue tranquila. Éramos veinte en el aula. Nos presentamos y contamos experiencias sobre estudios bíblicos que habíamos hecho antes del seminario. Al finalizar nos asignaron una tarea para la clase siguiente: hacer una lista de las épocas y los lugares que aparecían en el Antiguo Testamento.

Durante la hora del almuerzo se respetaron los lugares del día anterior. Por el momento ese sería mi sitio, hasta que los lazos de amistad se fueran rearmando y la gente empezara a intercambiar asientos.

A las dos recogí mis útiles y me dirigí a otra aula. Puse un pie adentro mirando los horarios. ¿A qué hora podía hacer la tarea? Si me duchaba a las seis, quizás…

La distracción me hizo tropezar con alguien. Una mano fuerte y segura me sujetó del codo. Cuando alcé la cabeza con el pelo delante de la cara e intenté ver a través de mis pequeños rizos castaños, me pareció distinguir a Ben. Me aparté el cabello con rapidez: sí, era él. Y sonreía delante de mí.

–¿Estás bien? –preguntó. Al parecer, mi destino era tropezar con él y que él terminara sosteniéndome. Mi imaginación se disparó, haciendo que me sonrojara. Era un buen inicio para una historia de amor.

–Sí –contesté, mucho más segura que a mis trece años.

Tal como había afirmado a mis amigas, Ben ya no se reía de mí. De hecho parecía bastante interesado.

–Soy Ben.

–Glenn.

–¿Nos conocemos?

Reí, bajando la cabeza. Me había puesto nerviosa, y así, parecía más ingenua de lo que era.

–Sí.

–¡Vaya! Me resultas familiar, pero no te recuerdo. ¿De dónde nos conocemos, exactamente?

–Nos conocimos en un campamento cuando teníamos trece años. Quedamos conectados a través de Instagram; todavía te sigo.

Estaba boquiabierto. Yo quise que me tragara la tierra: solo había un modo de que me acordara tanto de él cuando él ni siquiera reparaba en mí. Había dejado claro que me atraía.

–Estoy asombrado –dijo–. ¿Tomas esta clase?

–Sí.

–Lo siento, sigo en tu camino. Pasa –se movió, y yo avancé haciendo un gesto de agradecimiento con la cabeza.

Nos sentábamos en pupitres individuales, pero quedamos uno junto al otro. Él había buscado sentarse junto a mí.

–¿Recuerdas de dónde soy? –indagó. No podía creer que tuviera ganas de conversar conmigo.

–Eres de Nueva Jersey.

Otra vez me había delatado. Creería que yo era una stalker.

Soltó una carcajada y puso un brazo en el respaldo de mi silla. Mi corazón empezó a galopar, emocionado.

–¿Tú de dónde eres? –preguntó.

–Soy de Nueva York –contesté; mis mejillas ardían.

–¿Dices que todavía me sigues en Instagram? –buscó su teléfono y comenzó a mirar entre sus contactos–. ¿Cómo es tu apellido?

–Jackson. Soy Glenn Jackson.

–¡Ah! Aquí estás –me miró sonriente–. Lamento no haberte reconocido.

–No hay problema.

Cuando entró la profesora, quitó el brazo de mi asiento y yo sentí que me desabrigaban. Había sido como si me abrazara.

Durante la clase tuvimos que trabajar en equipo con otra pareja de chicos. La asignatura trataba de cuestiones adolescentes abordadas desde una perspectiva religiosa. El tema de la semana eran los tatuajes y piercings.

–Para nosotros son una cuestión de gusto o moda, pero no constituyen un pecado –concluyó una compañera en nombre de su grupo.

–Tienes razón –admitió la profesora–. El asunto es que tu cuerpo es un templo y debes cuidarlo. Los tatuajes y las perforaciones duelen. Entonces, si agredieras tu cuerpo, es decir, si le provocaras dolor, estarías agrediendo a Dios.

Mi amiga Liz se cruzó por mi mente y levanté la mano.

–Parir duele –dije–. Entonces, ¿el embarazo es una agresión a Dios?

La profesora rio. No había querido discutir, pero siempre había tenido dudas sobre los conceptos de mi padre, ¿y qué mejor que resolverlas ahora?

–Eso es natural, así lo dispuso el Señor, pero no te ha enviado a tatuarte –contestó la mujer–. Abran sus Biblias, consulten Génesis 3:16 –todos hicimos caso–. “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos”. La mujer pecó y tiene que pagar el precio.

–Entonces, si el día que tenga que dar a luz quiero una anestesia, ¿eso iría en contra del mandato de Dios? –preguntó otra compañera.

Los varones empezaron a reír y a mirarse entre sí; supuse que consideraban que eran dudas femeninas y se sentían un poco incómodos.

–Tranquila –le dijo la profesora–: para cuando tengas hijos, estarás preparada para lidiar con el dolor. Tu mente sabrá llevarlo adelante con fortaleza y entrega.

Me quedé callada, aunque con el ceño fruncido. Muchas cosas me sonaban raras, pero yo debía estar equivocada.

–Otro día conversaremos sobre relaciones sexuales y embarazo adolescente –continuó la profesora–. Volvamos al tema de la clase: los tatuajes y piercings van en contra de Dios. No solo porque agreden nuestro cuerpo, sino, además, porque son costumbres y ritos paganos que datan de cuando el hombre no conocía la Palabra. En Levítico 19:28 se pide a los israelitas que no se hagan “marcas de tatuaje” para que no se parezcan a otros pueblos que se grababan símbolos de dioses paganos.

Con eso me acalló. Tenía lógica.

Esa noche volví a escribir al chat de mis amigas.

Glenn.

¡Ben me habló, chicas! No se acordaba de mí, pero me pidió disculpas por no haberse dado cuenta de que todavía lo seguía en Instagram. Supongo que ahora me prestará más atención, ¡no veo la hora de encontrar un “me gusta” de él! Trabajamos juntos toda una clase. Y, para tu información, Liz: no se rio de mí.

Liz.

Jajaja, ¡bien por ti! Más te vale mantenernos informadas de cómo sigue tu historia de novela.

Val.

Lo mismo digo. Estaré atenta.

Al mediodía siguiente, Ben me invitó a sentarme en su mesa. Una chica se había cambiado de lugar y solo quedaba un sitio, así que tuve que avisarle a Louise que me apartaría. Percibí que a ella no le agradó la noticia, pero esperaba que me comprendiera. Como la noté un poco distante el resto del día, le conté que Ben me había encandilado a los trece años y que había desistido de intentar obtener su atención a los dieciséis, pero que ahora la vida nos estaba dando una nueva oportunidad y que él al fin parecía interesado en mí.

Empezamos a sentarnos juntos en el almuerzo y separados en la cena. En su mesa se hablaba mucho de las clases y de lo que íbamos sumando a nuestros conocimientos religiosos. En la mía, a veces conversábamos sobre el seminario también, pero siempre nos íbamos por las ramas y terminábamos contándonos asuntos de nuestras vidas, nuestros gustos personales y nuestras familias.

La semana siguiente, el tema de la clase que compartíamos fue la sexualidad.

–“Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando” –leyó la profesora, y nos miró–. ¿Qué quiso decir Pablo con estas palabras en la primera carta a los Corintios?

Levanté la mano.

–Por lo que dice allí, significa que tanto el hombre como la mujer deben ser vírgenes antes del matrimonio o evitar las relaciones sexuales en la viudez. ¿Por qué, entonces, solo se insiste siempre en la virginidad y abstinencia femeninas?

Oí algunas risas de varones. Me sonrojé: ¿acaso había ido demasiado lejos? ¿Solo la profesora podía usar los términos que correspondían y los demás debíamos utilizar eufemismos? ¿Habría sido mejor guardarme la pregunta?

–Lo que sucede es que, si la mujer se hace respetar, menos hombres pecarán –respondió la profesora–. Si todas las mujeres cumplieran el mandato de casarse vírgenes, los hombres no tendrían más remedio que casarse también, porque no habría con quién tener sexo antes del matrimonio, manteniendo así su virginidad. Recuerden: ¿quién tentó a Adán?

–¿No es un poco injusto que siempre se nos vea como las culpables de todo? –insistí. Ahora que mi padre no estaba cerca, no podía contener mi lengua. La profesora suspiró. No quería irritarla; no me di cuenta de que lo hacía hasta que fue demasiado tarde.

–No es que las mujeres seamos culpables, pero sí responsables –contestó–. Esas chicas que salen mostrando todo, ¿acaso valoran su cuerpo? ¿Por qué tientan a los hombres y luego se espantan si abusan de ellas?

–Hay chicas que, aunque vayan bien vestidas, sufren de un abuso –se atrevió a decir una compañera.

–Pues el hombre que abusa de una chica bien vestida como de una que va mostrando todo merece que el peso de la justicia humana y divina caigan sobre él –respondió la profesora con ímpetu–. Sin embargo, eso no habilita a las mujeres a provocarlo. Chicas: cuanto más se respeten a ustedes mismas, más las respetarán los varones.

Como siempre, terminé guardando silencio antes de meterme en problemas.

Ben levantó la mano.

–Yo creo en el matrimonio y en la familia –dijo con convicción–. Por eso, aunque algunos chicos se rían de lo que pienso, solo voy a hacerlo por primera vez con mi esposa, el día que me case, sin importar cuánto me provoque alguna chica.

La profesora sonrió.

–¡Eso es tener coraje! Bien dicho, Ben.

“Solo voy a hacerlo por primera vez con mi esposa, el día que me case”. Me quedé mirándolo, sorprendida. ¿Entonces sí existía alguien que quería lo mismo que yo? Tenía razón cuando les decía a mis amigas que un chico de mi religión me comprendería. Ya no solo me atraía Ben: me estaba enamorando de él.

“No te ilusiones por demás. La vida no es un drama asiático”.

Bajé la cabeza y apreté los dientes; no quería recordar las reglas de Liz. No quería reglas por una vez en mi vida, solo hacer lo que a mí me parecía que estaba bien.

Cuando salimos de la clase, Ben me abordó en el pasillo.

–Me gusta cómo piensas, Glenn. ¿Por qué no salimos este fin de semana? Me contaron los chicos que hay una sola cafetería cerca, pero que sirve buenos batidos.

–¡Me encantan los batidos! –exclamé.

Acordamos que saldríamos el sábado.

Ben y Glenn, dos almas gemelas. Era una cuestión de lógica.

4

¿Qué te importa?

Miré la hora en el móvil: las tres y diez. Había pensado que Ben me pasaría a buscar por la casa de las chicas y que iríamos juntos a la cafetería. A las dos me había avisado por mensaje que había salido antes del campus para hacer unas compras, que fuera sola a la cafetería y que lo esperara en la puerta.

La idea me atemorizó en un principio; no quería atravesar un sendero de campo y luego caminar por una carretera en un lugar desconocido. Pero tampoco quería perderme la cita y que Ben creyera que era una ñoña que nunca había salido de casa, aunque lo fuera. Reuní coraje y le respondí que no había problema. Y ahí estaba, en la puerta de la cafetería, esperándolo. Ben tenía que llegar a las tres, se había atrasado diez minutos. No se me cruzaba por la cabeza que pudiera dejarme plantada. Era Ben, un chico religioso que quería formar una familia. Jamás se burlaría de una chica.

–¡Glenn!

Su voz puso mi corazón en una montaña rusa. Giré sobre los talones y se me escapó una sonrisa: Ben vestía una camiseta blanca y un pantalón de jean azul. Tenía un estilo clásico y prolijo que resultaba encantador.

Se acercó y puso una mano en mi antebrazo. Mi piel se estremeció.

–Disculpa que me haya demorado.

–No hay problema –dije.

–Entremos.

La cafetería era un pequeño local lleno de ventanas, con cortinas viejas y mesas de madera. Los bancos eran de plástico rojo y tenían el respaldo alto. En el centro de la mesa había kétchup, pimienta, sal y azúcar. También un menú plastificado de una sola página. No era el mejor lugar del mundo, pero servía para pasar el rato.

Un señor asiático se nos acercó. Tenía puesto un delantal; por su aspecto apostaba a que rondaba los setenta años.

–¿Café? –preguntó.

–No. Yo quiero un batido de fresa –contestó Ben.

–Yo también –dije.

El señor asintió y se alejó. Entonces volví a mirar a Ben. No podía creer que lo tuviera enfrente y que al fin estuviéramos solos.

–Cuéntame, Glenn: ¿tienes novio?

Me sorprendió que esa fuera su primera pregunta. Claro que yo no tenía novio, ni él novia; de lo contrario, no estaríamos ahí. ¿Acaso me había invitado como un amigo? ¡No podía ser!

Reí con las mejillas encendidas.

–No.

–Estuve en Nueva York un par de veces después del campamento en el que nos conocimos –comentó–. Qué pena que no hayamos tenido contacto; nos hubiéramos encontrado. ¿Por qué no me hablaste?

Mi corazón volvió a latir muy rápido. No podía dejar de mirarlo: sus ojos grandes, sus dientes perfectos y su aspecto distinguido me atrapaban sin remedio. ¡Ojalá me hubiera atrevido a hablarle en aquel momento!

–Tú tampoco a mí –repliqué con amabilidad.

Cuando rio, me sentí todavía más avergonzada: ¿por qué iba a hablarme? Él era exitoso y atractivo, en cambio yo no podía llamar la atención de nadie. Mis amigas se cansaban de decirme que era una de las pocas chicas que resultaban atractivas aún sin maquillaje y con faldas largas hasta la rodilla, pero jamás me lo había creído. Sin duda Val y Liz me querían muchísimo y lo decían por eso.

–¿Eres tímida? –preguntó–. En clase no lo parecías.

Tartamudeé un poco; no sabía qué decir. No era tímida en clase, cuando me dejaba llevar por la pasión. En otras circunstancias, sí.

–A veces no lo soy –respondí. No contaba como una mentira, ¿o sí?

Por suerte el señor asiático nos trajo los batidos y acabó con el momento incómodo. Probamos la bebida al mismo tiempo.

–¡Hmm! –exclamé–. Está muy bueno. Mejor que los que consigo en Nueva York.

–Cuéntame un poco de ti: ¿cuántos novios has tenido?

Volví a sentirme un poco incómoda, aunque segura de mi respuesta. Le diría la verdad; después de todo, Ben sin duda valoraba a las chicas vírgenes, porque en casa me decían que solo las vírgenes nos convertíamos en esposas de chicos como él.

–Ninguno.

–¡¿Ninguno?! –exclamó, riendo otra vez, y bebió otro sorbo de su batido–. Por cómo hablabas en clase, creí que… Bueno, ya sabes.

Me quedé pasmada. ¿Qué imagen estaba dando en las clases? Solo me interesaba por los temas que abordábamos y quería salir de algunas dudas; la fe se fortalecía cuestionándonos cosas. Empecé a temer que hubiera quebrado sin querer la primera regla de mi familia: hacerlos quedar bien. ¿Para quedar bien había que callar? ¿Tan solo debía asentir?

–No, yo… –balbuceé–. ¿Crees que esté mal que pregunte si algunos asuntos no terminan de convencerme?

Se encogió de hombros.

–No. Pero no sé cómo te atreves, sin dudas eres bastante rebelde.

–¿Rebelde?

Ahora, la que rio fui yo. No hacía más que vivir sujeta a las normas de mi familia, ¿y Ben creía que era “rebelde”? Nunca hubiera querido dar esa imagen, mucho menos a él.

–Me contaste que cantas en tu iglesia –continuó.

–Sí –Gracias, Ben. Gracias por cambiar de tema.

–Yo también.

Al fin me sentí cómoda otra vez.

Hablamos de las canciones de la iglesia, de las mejores celebraciones a las que habíamos asistido, de que él tocaba la guitarra desde los ocho años. Por lo que Ben decía en las clases, yo sabía que era ortodoxo, por eso evité contarle de mi pasión por algunas intérpretes que no entraban en el repertorio religioso. Por supuesto, con él tampoco hablé de libros ni de dramas coreanos. No quería seguir dándole una imagen equivocada. Sin querer terminamos conversando otra vez de las clases.

–Siempre me quedo con dudas –confesé–. Por ejemplo, cuando hablamos sobre tatuajes: ¿qué ocurre si la persona se tatúa una cita bíblica? ¿También es una ofensa a Dios?

–¡Eres de lo más ingeniosa, Glenn! –exclamó él, riendo–. Nunca se me hubiera ocurrido pensarlo de ese modo.

Me sentí bien de que me halagara y seguí haciendo uso de mi grandiosa imaginación.

–¿Y el rock cristiano? Si el rock es satánico, ¿por qué el rock religioso sí está permitido?

–Algunos creen que no está bien –argumentó él.

–Mi padre, por ejemplo.

–¿Y qué piensas tú al respecto?

Me quedé en blanco. Si tenía que ser fiel a las normas de mi familia, debía decir que estaba de acuerdo con mi padre. Si era fiel a mí misma, no pensaba en el origen de la música, solo en si me gustaba y si podía cantarla o no.

Como no supe qué opción elegir, me encogí de hombros.

–Todavía estoy decidiendo –respondí. No quería volver a sentirme incómoda, así que cambié de tema–. ¿Quieres que te recuerde cómo nos conocimos? Un amigo tuyo me hizo caer y tú te reíste de mí.

Abrió la boca como si estuviera a punto de comer.

–¡Me acuerdo de eso! –exclamó. Iba a contarle que luego me había extendido su mano para ayudarme y que había sido muy amable, pero, al parecer, ya lo recordaba.

–¿En serio? –indagué.

–Sí. ¡Es increíble! Ahora lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer: caíste y tuve que levantarte porque me había visto la celadora. ¡Me salvé de que se diera cuenta de que te habíamos hecho tropezar a propósito!

Él rio a carcajadas con una mano sobre el abdomen mientras que yo me quedé como una estatua. De modo que Ben no había sido amable en aquel momento, sino que solo estaba pensando en su beneficio.

“No te ilusiones por demás. La vida no es un drama asiático”, me había dicho Liz. ¿Y si mis amigas tenían razón? ¿Y si era una tonta creyendo en príncipes azules y cuentos de hadas?

Casi al mismo tiempo recordé la frase de Ben: “Creo en el matrimonio y en la familia. Por eso, aunque algunos chicos se rían de lo que pienso, solo voy a hacerlo por primera vez con mi esposa, el día que me case”. No podía culparlo por una actitud egoísta e inmadura que había tenido a sus trece años. Lo importante era que ahora se había transformado en un chico valiente y lleno de valores. En un chico como el que siempre había soñado para mí.

–Me gustó mucho lo que dijiste en clase sobre tu primera vez –comenté de repente, y él dejó de reír–. Opino lo mismo que tú: solo voy a hacerlo con mi esposo después del matrimonio. Así será mi hermosa primera vez.

Me pareció que se puso un poco rígido. ¿Acaso había metido la pata de nuevo? No pensé que Ben pudiera sentirse incómodo hablando de sexo, y mucho menos de matrimonio. Me había equivocado. ¿Cómo se me ocurría mencionar un tema tan espinoso a un varón con tanta liviandad? Era tan, ¡tan tonta!

Me mordí el labio mientras él se removía en el asiento.

–Oye: voy al baño –dijo, y se levantó.

Me tomé la cabeza con las manos en cuanto lo vi desaparecer en un pasillo. Mi inexperiencia me jugaba malas pasadas y me transformaba en una máquina de cometer errores. ¿Por qué no era como Val o Liz? Seguro ellas no titubeaban ante un chico como me ocurría a mí.

Suspiré y bebí el último trago de mi batido. Seguía con la cabeza gacha, y así permanecí durante mucho tiempo. Quería que me tragara la tierra; me odiaba por ser una ingenua sin experiencia con los chicos.

No supe qué sucedía alrededor hasta que alguien se sentó frente a mí. Di un respingo cuando descubrí que no se trataba de Ben. El chico moreno y bien vestido, de sonrisa amplia y ojos enormes, había sido sustituido por uno de tez trigueña, ojos rasgados y ropa desaliñada. Su rostro era anguloso y llamativo, atractivo a su manera, y tenía el pelo y los ojos negros. Mirando dramas asiáticos había aprendido a reconocer las nacionalidades orientales por la forma de los párpados, y apostaba a que ese chico era coreano, como el señor que nos había servido los batidos. Su piel parecía muy tersa, típica de los asiáticos; era una pena que estuviera cubierta de tatuajes. Tenía puesta una camiseta gris sin mangas y los músculos de sus brazos estaban demasiado trabajados para la contextura física que acostumbraba a ver en las novelas. En realidad, todo su torso, aunque no era robusto como el de los protagonistas de las películas de acción, parecía hierro puro, y me perturbaban los expansores que tenía en los lóbulos de las orejas. Por suerte no eran tan grandes y, si se los quitaba, con el tiempo podría hacer de cuenta que nunca los había tenido.

–Hola –dijo. Tenía la voz grave, debía de pasar los veinte años.

–Hola –respondí con desconfianza. El diseño raro del tatuaje de su brazo izquierdo me hacía sentir incómoda.

–Soy Dave.

Respiré profundo: ese chico daba miedo. Era mejor ignorar la regla de ser amable. Convenía aplicar la de evitar a los extraños.

–Disculpa, no sé por qué te has sentado aquí, pero estoy acompañada.

–Creo que ya no –contestó–. No quiero ser aguafiestas, pero tu cita se fue hace un rato. Supuse que no te habías dado cuenta.

Me sonó tan increíble que se me escapó una sonrisa con subtítulos: “a otra con ese cuento”.

–Vete, por favor.

–Es en serio. Te he estado observando desde que estabas esperando en la puerta, porque me pareces muy linda. Cuando el chico llegó, se saludaron como amigos, pero mientras hablabas con él te veías excitada. Por eso supuse que era tu cita. Trabajo aquí, yo preparé tu batido. Se lo ordenaste a mi tío mientras yo, en ese momento, me había metido en la cocina.

Enterarme de que ese chico me había estado observando me desorientó. “Me pareces muy linda”. ¡Tenía que estar bromeando!

–Mi cita no se fue, está en el baño –repetí, remarcando las palabras.

–¿Desde hace diez minutos? –replicó él. Cuando enarcó las cejas, me pareció un poco menos temible y bastante más simpático–. Créeme: ningún chico tarda tanto en el baño, ni siquiera si se lava las manos.

Imaginar que los varones salían del baño sin lavarse las manos después de haberse tocado sus partes íntimas me produjo una mueca de asco. Por otro lado, la manera de contarlo que tenía ese chico me resultó divertida, y ahogué la risa.

–¡Qué asco! ¡Eres un descarado!

–¡No me digas que recién ahora te enteras! La mitad de los chicos sale del baño como si nada hubiera ocurrido. ¿Sabes cuánto dura la recarga de jabón en el sanitario de las mujeres? Dos días. ¿Sabes cuánto dura en el de los varones? ¡Una semana!

Sacudí la cabeza.

–No me importa el asunto del jabón –dije–. Por favor, vete. Mi compañero no se fue, te lo aseguro. Jamás se iría. Quizás esté descompuesto o algo.

–Lo vi salir por esa puerta –señaló con el pulgar la única que había–. Oye: no sé qué habrá ocurrido, pero no mereces que te planten. No se le hace eso a una chica.

Negué con la cabeza. No iba a seguir escuchando. No sabía si Ben se había ido de verdad, pero aun así me puse de pie.