Voces negras - Tania Safura Adam - E-Book

Voces negras E-Book

Tania Safura Adam

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Beschreibung

Voces negras es un viaje sonoro por la compleja historia de África, una salvaje sinfonía de su profundidad musical, de la explotación y del expolio cultural sufrido durante siglos. Tania Safura Adam explora cómo la esclavitud, el colonialismo, el auge de la modernidad, las luchas por las independencias o el panafricanismo han moldeado y reconfigurado el imaginario sonoro del continente.Un viaje a través de los ritmos y voces, de rebeldes y visionarios, que han dejado una huella indeleble en la trama de sus músicas populares. Esto no es un libro, sino un arma: la insurgencia sonora que sacude las cadenas de la historia, haciendo tambalear los cimientos del presente.

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Tania Safura Adam (Maputo, Mozambique, 1979). Investigadora y comisaria. Fundadora y editora de Radio Africa, plataforma de pensamiento crítico y difusión de las artes y culturas negras. Sus investigaciones exploran las diásporas negras, sus movimientos y resistencias y las músicas populares africanas. Fue comisaria de «Microhistorias de la Diáspora: Experiencias encarnadas de la dispersión femenina» (La Virreina, Barcelona, 2018-2019), «Blue Black Futures» (MACBA, Barcelona, 2021-2022) y «Réquiem por la Humanidad» (La Casa Encendida, Madrid, 2023-2024). Fue responsable del programa de actividades de «Making Africa: Un continente de diseño contemporáneo» (CCCB, Barcelona, 2016). Es colaboradora de La Directa, Ctxt, Africa is a Country, Revista 5W, El Crític, El Salto Diario, La Maleta de Portbou o El País. Presentó el programa de entrevistas Terrícoles en Betevé (2017-2019) y African Bubblegum Music en Radio Primavera Sound (2019).

Actualmente, dirige la investigación «España Negra: Viaje hacia la negritud en el espacio-tiempo» (Museo Reina Sofía, MACBA, Artium, CCCB, IVAM), el seminario de Estudios Negros Ibéricos del programa de estudios propios del Museo Reina Sofía y presenta el programa Radio Africa en Betevé.

Voces negras: Una historia oral de las músicas populares africanas

© Tania Safura Adam, 2024

© Malpaso Holdings S. L., 2024

Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-19154-34-7

Primera edición: 2024

Diseño de portada: Ezequiel Cafaro

Aquesta obra ha rebut una Beca Premis Barcelona 2020 de l’Ajuntament de Barcelona / Esta obra ha recibido una Beca Premis Barcelona 2020 del Ajuntament de Barcelona.

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

Para Mauro, Nuno y Thiago

En la música no busco solamente música.

También busco ideas, relatos,

expresiones, historias y filosofía.

Es el ámbito de conocimiento

más grande que tenemos y

por eso le presto tanta atención.

NTONE EDJABE

PREFACIO

Voces negras es un viaje sonoro por la riqueza de las músicas populares africanas de ayer, hoy y mañana. A través de conversaciones con músicos y artistas, incursiones en países y ciudades, documentales y películas, libros, artículos y textos, discos y estilos musicales, se desgrana la enorme complejidad del continente mediante reflexiones sociales, políticas y culturales, desde el Sahel hasta el cabo de Buena Esperanza, atravesando las islas de Cabo Verde hasta Socotra. Todo el África al sur del Sahara, pasando inevitablemente por la diáspora amplificando así el concepto de África limitado al espacio geográfico, para convertirlo en una visión planetaria que concierne a las personas de ascendencia africana extendidas a lo largo del planeta.

El libro recupera la idea de la transmisión oral y del espectro doméstico como forma de preservación de las músicas populares, y pone sobre la mesa una pregunta fundamental: ¿qué son las músicas populares africanas y qué tipo de sonidos abarcan? Lejos de obtener respuestas categóricas, el texto se acerca a los contextos sociales en los que estas músicas se produjeron para interpretarlas en términos críticos, y comprender que la música es una de las pocas áreas de expresión que el alma negra ha tenido a su disposición tras siglos de opresión. Y cuando habla de estas músicas, apela a la imaginación, a la vida cotidiana, a las lenguas vernáculas, al placer, al sufrimiento, a los sueños, a la autorrealización… y a todos aquellos elementos que permiten comprender las múltiples dimensiones de las culturas africanas.

Este es un viaje sonoro del que emerge una filosofía sociocultural profunda basada en la oralidad y su globalidad, que poco tiene que ver con la visión folclórica que se les suele otorgar a las músicas africanas. Porque estas músicas han sido globales, sobre todo, desde que la trata transatlántica sirviera para trasplantar sonidos en las Américas que regresaron en formas musicales dispares, remodelando la musicalidad continental durante el siglo XX. Toda una poética de la relación, como enunciaría el martiniqués Édouard Glissant, dado que suponen un «encuentro, interferencia, choque, armonías o desarmonías entre las culturas».

Voces negras aborda este universo musical africano como un espacio de experimentación e innovación, que permite entender el siglo XX africano desde una perspectiva musical y singular, ya que concibe las versiones historiográficas escritas y no escritas, se acerca a la oralidad, a los márgenes y a lo popular como un acervo colectivo que pone en evidencia el racismo y la xenofobia en los procesos de colonización y descolonización. Al tiempo que advierte de las jerarquías sociales entre colonizadores, colonizados y los problemas de clase que afloraron.

El texto propone diferentes incursiones en el siglo XX, analizando la incidencia de las tradiciones, las descolonizaciones, el panafricanismo, las influencias de las diásporas o del apartheid en las músicas desde finales del siglo XIX hasta finales del XX. Nadie puede cuestionar que la producción musical contemporánea haya sido prolífica, tan vanguardista como atávica, y que a pesar de las barreras de la era colonial, los conflictos o la falta de recursos para crear y gestionar un sector musical próspero, muchos sonidos han sobrevivido y traspasado sus fronteras. Tampoco se puede poner en duda la importancia que muchos pueblos han dado a sus tradiciones y culturas para salvaguardarlos. Con el tiempo, algunos de esos sonidos se han convertido en patrimonio inmaterial de la humanidad, otros han llegado a lugares insospechados mientras algunos desaparecían.

Voces negras inicia su periplo en el momento en que se establecen las bases de las músicas populares africanas contemporáneas hasta los años ochenta. La introducción, «Historia oral: la espiral de la música», es una exposición de cómo y en qué contexto surge el proyecto cultural Radio Africa en Barcelona, la antítesis de este libro. La primera parte, «Músicas populares africanas: entre el origen y la negritud»,1 es una meditación en torno a las tensiones entre la modernidad y la tradición, las cosmovisiones africanas, la oralidad o la idea de «lo popular» y la negritud; también se exponen componentes puramente musicales, como el ritmo, el polirritmo, la improvisación, las danzas o los instrumentos. Se cierra con una pequeña genealogía de las músicas populares africanas en el último siglo y con tres conversaciones. La primera, con el escritor, periodista, DJ y editor fundador de la revista Chimurenga, Ntone Edjabe, que reflexiona en torno a elementos clave de la música negra; la segunda, con la profesora de música y especialista en música religiosa, Jean Ngoya Kidula, que habla de la relación entre música y religiosidad en África, y en particular en Kenia, y, por último, Fanta Cissokho, profundiza en la figura del griot2 moderno en la diáspora.

La segunda parte, «Independencias: recuperar la autenticidad africana», es una inmersión en la emancipación sonora durante los procesos de soberanía africanos y las revoluciones culturales ocurridas entre 1950 y 1980, a través de algunos de sus protagonistas: bandas, cantantes, cantautores, compositores o sellos discográficos. Para comprender mejor qué ocurrió durante aquellos años se realizan pequeñas expediciones en países como Ghana, Guinea-Conakri, Camerún, Senegal, Mali, República Democrática del Congo, Angola, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Zimbabue, Nigeria y Etiopía. Esta parte finaliza con tres conversaciones: la primera, con el periodista y músico ecuatoguineano, Paco Zamora, que habla de las conexiones musicales de Guinea; la segunda, con el integrante de la banda mozambiqueña Ghorwane, David Macuácua, que habla del surgimiento del grupo tras la descolonización de Mozambique, y la última con el músico, poeta y compositor de Guinea-Bissau, Mû Mbana, que reflexiona sobre la poética musical y su relación con los instrumentos.

La tercera y última parte del libro, «Panafricanismo: volver a la tierra madre», rastrea los idearios del panafricanismo y la constante idea de retorno a los orígenes. Una aclamación que ha marcado las relaciones en ambos lados del Atlántico, creando utopías que han flirteado durante siglos con la ilusión de la vuelta a la madre tierra. Un sueño que se materializó en movimientos culturales como el rastafarismo; los festivales panafricanos FESMAN (Dakar, 1966), PANAF (Argel, 1969) y FESTAC’77 (Lagos, 1977), además del Soul to Soul (Accra, 1971) y el Zaire 74 (Kinshasa, 1974); las giras de Louis Armstrong por el continente, o el viaje de Bob Marley a Zimbabue. En esta parte toma la palabra el artista Satch Hoyt, que profundiza en su proyecto Afro-Sonic Mapping, una recuperación de la sonoridad africana dispersada por el mundo, y la poeta y académica, Tsitsi Ella, que explora la solidaridad panafricanista a través de su libro Africa in Stereo: Modernism, Music, and Pan-African Solidarity.

El ensayo finaliza con una propuesta cartográfica de los sonidos del siglo XX. Si bien el musicólogo ghanés Kofi Agawu rechaza las categorizaciones por ser arbitrarias, afirmando que «en nuestro mundo hipercategorizado no hace falta nombrar los sonidos para ubicar a los músicos en compartimentos mentales», es inevitable clasificar, y este es un ejercicio de mapeo de los estilos más destacados del siglo XX hasta las posindependencias.

UN VIAJE SONORO Y VISUAL

Este libro nace con la ambición de abarcar un marco temporal extenso —desde finales del siglo XIX hasta nuestros días—, un vasto territorio —el continente y su diáspora— y la dificultad de acceder a fuentes primarias y de realizar exploraciones específicas sobre el terreno, sin posibilidad de visitar archivos materiales, hablar con testimonios inaccesibles virtualmente y vivir la música en su espacio de creación natural. A pesar de las carencias y los obstáculos, las incursiones en Internet, en los libros, artículos, ensayos, revistas musicales, documentales, películas o videoclips, junto con las conversaciones, han sido extremadamente enriquecedoras. Sin embargo, esta forma de investigación tiende a reproducir, involuntariamente, las narrativas musicales creadas desde Occidente sin muchas opciones de contrastar una información que, además de ser escasa, a veces es errónea. Un caso muy extendido en las biografías de los artistas disponibles en Internet y en algunos libros. Por esta razón, puede que alguno de los datos se aleje de la realidad; pido disculpas de antemano.

Mucha de la bibliografía consultada no permite entender el significado que las personas africanas otorgan a su acervo musical, pues gran parte está contaminada por visiones foráneas, a menudo estereotipadas. De hecho, la mayoría de las investigaciones sobre músicas africanas están hechas por etnomusicólogos occidentales y no por musicólogos africanos, y su mirada, tal como afirma en una de las conversaciones con el músico David Macuácua, distorsiona la historia musical: «Por esa razón, la historia africana no acaba de ser del todo fiable, porque está escrita por historiadores extranjeros. Pero no es la realidad». A pesar de todas las dificultades que me he ido encontrando durante el proceso, he usado las fuentes existentes con la mayor cautela posible, intentando contrastar y cruzar al máximo los datos con textos escritos por personas africanas, con documentales, películas y libros de ámbitos de cultura general, sociales y políticos. He dedicado a estas fuentes orales, visuales y sonoras, un apartado con una lista musical y documental. El lector puede escuchar la música que menciono a través de listas musicales, y consultar la relación de documentales y películas que me han acompañado en este fantástico viaje por las músicas populares africanas.

Una travesía que también ha estado marcada por las conversaciones que contienen cada uno de los capítulos, interesantísimas y muy enriquecedoras, aunque algunas no se hayan podido incorporar en este libro. Solo puedo agradecer el tiempo y la generosidad del escritor José Eduardo Agualusa, el académico Vicente Montes, el músico Jules Isaac Bikôkô Bi Njami, el sudafricano DJ Okapi, el productor Hugo Méndez, la teórica de hip hop Msia Kibona, el grupo Gato Preto, el músico Barón Ya Búk-Lú, el editor de Pan African Music, Vladimir Cagnolari, y el músico Omar Sosa.

Este libro no habría sido posible sin la perseverancia de Bernardo Domínguez, él me dio confianza y me regaló el tiempo para trabajar en este libro, siempre le estaré agradecida porque nunca nadie me había hecho tremendo obsequio: tiempo para leer y pensar; sin el respaldo de mi marido Valentín Roma, él me animó a seguir cuando no veía el final; sin la ayuda de Kira Bermúdez, ella tradujo las conversaciones en inglés con la delicadeza necesaria para preservar la voz única de cada una de las personas con las que hablé; y por último, este libro no habría sido posible sin la paciencia de Mauro, Nuno y Thiago, ellos entendieron que necesitaba los espacios para escribir pero también, desearon más que nadie que este libro saliera a la luz.

Por último, me gustaría agradecer a quienes tienen este libro entre sus manos.

¡Feliz viaje!

1 A lo largo del texto se irán intercalando dos palabras homógrafas: la primera, Negritud, con mayúscula, se refiere al movimiento cultural y político surgido en la década de los 30 del siglo pasado en Francia; y la segunda, negritud, con minúscula, se refiere a lo «negro», las culturas y las formas de pensamiento que envuelven y se crean desde las personas negras. Para evitar confusiones algunas personas prefieren usar la palabra negrura.

2 El griot —o djeli— en África Occidental engloba a aquellas personas que son mediadores en la sociedad y que vienen de la casta de los artesanos. Utilizaban siempre la palabra como herramienta de trabajo y se especializaban en uno o en varios instrumentos musicales; eran los narradores. A estas personas se les llama griot y han derivado en las sociedades modernas muchas veces en cantantes.

INTRODUCCIÓNHISTORIA ORAL: LA ESPIRAL DE LA MÚSICA

 

«No has hecho más que escuchar cantar,

no has hecho más que cantar tú mismo;

no has escuchado hablar a los hombres,

y no has hablado tú mismo.

¿Qué libros has leído,

más allá de los que conservan la voz de las mujeres

y las cosas irreales?

Has cantado, pero no has hablado,

no has interrogado el corazón de las cosas

y no puedes conocerlas»,

dicen los oradores y los escribas

riéndose al verte magnificar

el milagro cotidiano del mar y del azur.

Pero continúas cantando

y te asombras al pensar en la roda

que busca una senda por trazar

en el agua extensa

y va hacia golfos desconocidos.

Te asombras siguiendo con los ojos a ese pájaro

que no se extravía en el desierto del cielo

y es capaz de encontrar en el viento

los senderos que conducen al bosque natal.

Y los libros que escribes

bullirán de cosas irreales:

irreales a fuerza de demasiado ser,

como los sueños.

JEAN-JOSEPH RABÉARIVELO, «Tu obra»

 

Pasé el otoño de 2012 confinada a la espera de Thiago, Mauro y Nuno. Supe de mi embarazo triple a finales de la primavera. El médico lo calificó de «alto riesgo» y me prohibió cualquier movimiento a partir del quinto mes; no podía hacer deporte ni ir en moto o en bici, y apenas podía caminar; la única actividad permitida en mi estado era comer. Recuerdo esos momentos con cierto hastío. Mi tiempo transcurría entre series, películas y músicas. Cuando me saturaba, desconectaba de todo, soñaba con mi maternidad y el mundo en el que vivirían mis hijos. En la recta final de mi peculiar gestación, la música me atrapó. Empecé a escuchar y a investigar sobre las músicas africanas, y a menudo me preguntaba qué escucharían mis futuros retoños. Me inquietaba que nunca conociesen la marrabenta, el soukous, la kizomba, la morna, el funaná y muchas otras músicas que acostumbrábamos a bailar en nuestros encuentros familiares en Maputo y Lisboa. Entonces fantaseaba y surgían más preguntas: ¿se interesarán por la música de Bonga (Angola), Xalam (Senegal), Mahmoud Ahmed (Etiopía), Celina Pereira (Cabo Verde), Letta Mbulu (Sudáfrica), William Onyeabor (Nigeria), Dur-Dur Band (Somalia), Marijata (Ghana), Sathima Bea Benjamin (Sudáfrica) o el gran Ali Farka Touré (Mali)? Probablemente no, los adolescentes no tienen paciencia para esas nostalgias. En cambio, tenía la firme convicción de que en algún momento de su juventud podrían acercarse a la música de Dub Colossus (Etiopía), ¡KOKOKO! (República Democrática del Congo), Nihiloxica (Uganda), Issa Bagayogo (Mali), Mr Eazi (Nigeria) o cualquier propuesta más contemporánea, como el hip hop galsen, el amapiano, el afrobeat o el hiplife.

Empecé a realizar sesiones musicales y seleccionaba canciones para mis futuros melómanos. En algún momento soñé que en su mundo el acceso a toda esa discografía no sería tan complicado como lo fue en el mío, en el que la invisibilidad de las músicas africanas, en cierta manera, marcó nuestro destino. No fue fácil entender cómo esa imperceptibilidad tenía una relación tan directa y compleja con la esclavitud y la colonización. Aún más difícil resultó comprender que esos episodios estaban amparados por la invención del «negro», un ser salvaje que operaba en la escala más baja de jerarquías raciales. Ante el mundo, en un pasado no demasiado lejano, nosotros los negros africanos éramos primitivos, indeseables y carentes de razón frente a los europeos, siempre razonables y civilizados. Bajo dicha configuración, las músicas africanas eran consideradas la cultura de los salvajes. Esta exclusión del negro del modelo de lo humano, tan bien analizada por la escritora, crítica y filósofa jamaicana Sylvia Wynter,1 ha situado al negro constantemente en la frontera entre lo humano, el animal y el objeto. Una discriminación cuyo fin es, como decía Jack Woodis,2 la explotación económica, ya que «la discriminación racial sirve a los intereses de aquellos que viven del lucro».

Mientras exploraba el universo musical africano, su espiritualidad, y entendía la distorsión de la creación de lo humano desde el prisma occidental, también comprendía las relaciones entre colonización y cultura. Descubría a fondo los preceptos de la civilización negra y la exaltación de los movimientos culturales, políticos e ideológicos que lo acompañaban, como el de la Negritud. El enaltecimiento de la dignidad, la profundidad y la belleza de las culturas negras pervive y se puede palpar en sus músicas, incluso en su cara más política. Fue fascinante relacionar las músicas con el universalismo a partir del texto seminal, Discurso sobre el colonialismo, de Aimé Césaire, publicado tras la Segunda Guerra Mundial, en el que cuestionaba el universalismo occidental y, al igual que Wynter, hacía una crítica demoledora al humanismo secular. No resultaba fácil dilucidar los pensamientos, pero, cuando leí el texto «Occidente y el resto: Discurso y poder», del teórico cultural y sociólogo jamaicano Stuart Hall, entendí que las jerarquizaciones culturales también se basan en relaciones de poder, y que Occidente es una idea, un concepto, no solo una ubicación geográfica. Una palabra para referirse a un tipo de sociedad y a un nivel de desarrollo; una idea que representa un lenguaje verbal y visual. Occidente es un término que funciona como parte de un sistema de representación y provee criterios de evaluación, un modo de comparación que ayuda a explicar la diferencia. De esta manera, occidental es sinónimo de desarrollado, bueno, deseable; y no occidental se relaciona con subdesarrollado, malo, no deseable. Evidentemente, las músicas pasan por este filtro, en el que lo occidental se establece con múltiples categorías musicales y el resto se engloba bajo otras etiquetas como la de world music, o músicas del mundo.

En 2012, no era consciente de la existencia de toda esta episteme germinada desde la tradición radical negra, que ponía en cuestión la otredad cultural de la que supuestamente formábamos parte los africanos. Entonces no pensaba en esos términos, solo podía reflexionar sobre la pérdida y la injusticia. Sentía el agravio de que esas músicas pasaran desapercibidas para mí y para tantas personas; sabía que ese vacío de representación sonora había sido nefasto e intuía que, en parte, había atrofiado nuestras configuraciones identitarias. Con suerte, podíamos escuchar algún que otro éxito en la radio o la televisión, y poco más. Y, cuando sonaban, suponían la excepcionalidad, se concebían como sonidos tribales o folclóricos, ubicados fuera de cualquier categoría musical que no fuera world music. Así que nuestras músicas se convirtieron en íntimas y domésticas, se escuchaban bajo techo, en los encuentros y celebraciones privadas.

Me inquietaba que lo siguieran siendo. En ese aislamiento comprendí mi responsabilidad en la transmisión de todo el universo musical que me conformaba a mí y a mi gran familia; emergió en mí el compromiso político de trascender las fronteras de lo doméstico y romper con el mapa preconcebido de la musicalidad en África. Así empecé Radio Africa Sonidos Urbanos, un podcast musical en ScannerFM que buscaba huir de los marcos preestablecidos para explorar los nuevos sonidos de las metrópolis africanas. Con el programa se desencadenó el inicio de lo que sería mi Epifanía con la música africana; un punto de inflexión en mi vida. Ahora, en la distancia, percibo esa necesidad no solo como una búsqueda, sino como un espacio de resistencia. El programa llevaba años gestándose de manera natural a través de mis vivencias en Maputo y Lisboa, incluso en Madrid o Barcelona, donde apenas había vestigios de la culturalidad africana. Lo más afín eran los locales regentados por inmigrantes de África Occidental —Senegal, Gambia o Mali—, pero sus culturas tampoco abarcaban aquello que me conformaba, ya que soy una africana del Índico. Una descendiente de árabes y asiáticos que poco tiene que ver con el África proclamada en España. En esta doble diáspora, mi africanidad estaba desamparada, dañada y necesitada de recuperar lo que había ido dejando atrás. Por otro lado, cada vez fui más consciente del pensamiento racial atravesado por las personas africanas; siempre infantilizadas, tachadas de vagas y percibidas como una raza inferior. Una xenofobia que penetraba de lleno en la percepción de las culturas populares africanas, categorizándolas como residuales y primitivas.

Radio Africa pronto se convierte en mi laboratorio particular de experimentación y reflexión. Empiezo a adentrarme en la música africana a la vez que descubro sonidos callejeros y distorsionantes como el mapantsula o el shangaan electro, de Sudáfrica, el enérgico kuduro, de Luanda (Angola), el hip hop galsen, de Senegal, el congotronic de la República Democrática del Congo o el afrobeats nigeriano. Sonidos que transpiraban el bullicio de las urbes africanas y que crecían a un ritmo vertiginoso. Ritmos que me llevaban a otros más antiguos, y estos, a músicas al otro lado del Atlántico, al mal llamado Nuevo Mundo. La espiral era infinita, y no tardé en sentirme abrumada por la inmensidad de música e historias fascinantes, distorsionadas o directamente silenciadas.

En los primeros años de Radio Africa fui testigo de cómo se gestaba otra idea insólita de África; su música comenzaba a colarse en las cabinas de los clubes, o los festivales de verano programaban a la nueva generación de artistas, a la vez que rescataban viejas glorias africanas. En aquel momento, los imaginarios de las músicas africanas empezaron a cambiar, y fue realmente excitante. En el Primavera Sound de 2013, en plena vorágine de mi crianza triple, pude ver a Mulatu Astatke, el maestro del jazz etíope, en medio de un auditorio abarrotado de gente entregada a un vibráfono que se hizo famoso con la banda sonora de la película de Jim Jarmusch, Flores rotas (2005). Ese mismo año estaban sobre otro escenario los malienses Tinariwen, vestidos con sus turbantes y ropajes del desierto,3 acompañados de guitarras eléctricas con el mar Mediterráneo de fondo. Un día más tarde, sobre el mismo decorado, oí el repertorio de afrobeat, funk y soukous de los setenta de la clásica Orchestre Poly-Rythmo de Cotonú (Benín). Estas eran muestras de que el highlife, el hiplife, el blues tuareg, el kuduro, el kwaito, el gqom, el house sudafricano o el soukous empezaban a formar parte de la industria musical global. Sonidos con nombre y apellido que se escapaban de la etiqueta world music y empezaban a colarse en las listas de éxitos, en los festivales y en las salas de conciertos que acostumbraba a frecuentar. Quise participar en su divulgación y, con ello, me sentí menos marciana en España.

Cuando acudía a esos conciertos, me perdía en medio del público para escuchar lo que se murmuraba. Por lo general, se comentaba el exotismo. Un juicio reductor que me decepcionaba y que confirmaba que, en el fondo, todo seguía igual; la cosificación se mantenía a pesar de la cabida de ciertas formas musicales. A mi entender, la incapacidad de transformar la mirada exótica —lo cual no me asombraba, pero me desilusionaba—, nublaba la verdadera revolución cultural que estaba teniendo lugar, la de las jóvenes promesas, nietos de las independencias que empezaban a ocupar con mucha fuerza territorios globales.

En cualquier caso, en esos años afloró un nuevo escenario para las músicas africanas. Los que estaban dentro del continente querían demostrar que sabían vivir a la altura de un mundo globalizado, y la diáspora, que estábamos fuera, poníamos el altavoz a la vez que expresábamos nuestra condición humana. Todos empujábamos en una misma dirección y, a diferencia de las generaciones previas, contábamos con más herramientas para combatir el menosprecio por el simple hecho de ser negros y africanos. Además, con la irrupción de Internet, la música podía llegar a lugares antes inimaginables, ya no necesitaba ser validada por discográficas occidentales. El ser africano pasó a ser un motivo de orgullo, así lo demostraban las letras de sus canciones, que no solo recuperaban el legado de las tradiciones culturales, sino también el uso de lenguas vernáculas como el wólof, zulú, mandinga, el yoruba o el suajili, que empezaron a sonar en los reproductores de todo el mundo.

En poco tiempo, y desde casi todos los rincones del planeta, surgieron proyectos equiparables, pero más grandes que Radio Africa, con el objetivo de explorar nuevos y viejos escenarios musicales. Con estas plataformas de difusión mundial, la música viajó sin límites. OkayAfrica fue una de las webs pioneras en dedicarse a la cultura, la música y la política africanas sin complejos. Se convirtió en la Rolling Stone de la música africana. Durante muchos años, para los que vivíamos en la diáspora, esta plataforma nos guio; fue el lugar que consultábamos para saber las novedades. Pronto fueron surgiendo múltiples webs, blogs, festivales, plataformas, videos, documentales, etc., que no hacían más que corroborar el nuevo giro de las músicas africanas. Cada día aparecía un nuevo grupo o sonido, se recuperaban historias no contadas, viejas glorias o estilos enterrados en el olvido, surgían nuevos bailes que rescataban movimientos tradicionales o estéticas neotradicionales. Estaba maravillada con todo ese universo desconocido. En esos años hice tantas incursiones virtuales que en poco tiempo tuve la sensación de haber realizado, desde Barcelona, un máster sobre música y sociedades africanas. Hubo un momento en que lo devoré todo sin importar de dónde viniera, lo filtraba y lo difundía en Radio Africa. Me sentí parte de un engranaje colectivo y minucioso —fundamental, aunque a veces superficial—, que ha ido resituando la creatividad africana en el mapa global. Estaba tan exaltada por formar parte de esta revolución cultural que apenas fui consciente de lo marginal que seguía siendo en España.

Fue sorprendente descubrir que en ese panorama musical nada surgía de forma espontánea, sino que era el resultado de diferentes procesos históricos y culturales combinados con tecnologías digitales; los nuevos estilos no resultaban tan insólitos si se entendía el proceso continuado de hibridación de tradiciones e influencias foráneas. Esta inmensidad me aturdía, e incluso hoy, todavía me siento asombrada por la vastedad de las músicas africanas. Me siguen resonando las horas de escucha y disfrute, las voces africanas hablando de sus músicas e incluso las aportaciones desde la etnomusicología, tan atravesadas por el imaginario colonial. A pesar de la colosal labor de conservación y archivo de etnomusicólogos, etnógrafos y antropólogos, como Hugh Tracey, Margot Dias o Leo Frobenius, muchas de sus aportaciones fueron dañinas a causa de sus interpretaciones y arrebataron la agencia a los africanos para hablar de sus músicas. Durante mucho tiempo me pregunté quién gozaba de la facultad de hablar de la música africana, ¿los forasteros fascinados que habían dedicado cientos y cientos de páginas de antropología de la música o las propias personas africanas? ¿Qué tipo de consideración habían tenido cuando narraban el universo africano? ¿Qué tipo de gramáticas usaban para referirse a las personas africanas y a los sonidos autóctonos? Ante estas cuestiones, no obtuve respuestas claras y siempre llegaba a la misma conclusión. Había que equilibrar la balanza; se debía recuperar y recolonizar el discurso de la historia de las músicas africanas. De hecho, este había sido el trabajo —poco conocido— de musicólogos africanos como Fela Sowande, Akin Euba, Ayo Bankole y, más recientemente, Kwabena Nketia o Victor Kofi Agawu.

Lo que está claro es que el continente está lleno protagonistas musicales, de estrellas de las que apenas se tiene conocimiento. Existen cientos de héroes ignorados con historias que se han convertido en polvo, cientos de testimonios perdidos porque nadie estaba allí para escribir una crítica o elaborar una biografía. No había suficientes periodistas observando o narrando la evolución de sus músicas. No había giras internacionales ni tampoco televisiones grabando sus conciertos. Franco Luambo y algunos de sus colegas de la rumba congoleña podrían ser una excepción. Franco fue el primer artista internacional africano, un mito en la República Democrática del Congo y en todo el continente. Me gusta pensar en él como un temerario que emergió de la nada cuando se necesitaban héroes negros y africanos, convirtiéndose en una estrella de la gente común, un modelo que todos querían seguir. Pero, ¿quién ha contado la historia de Franco? Una vez más, los foráneos, las televisiones y los periodistas occidentales con el acceso a los archivos musicales africanos en Europa. Ellos han contado las historias de Miriam Makeba, Salif Keïta, Fela Kuti o Yossou N’Dour.

Quizás ha llegado el momento de recuperar la historia de los héroes musicales desde perspectivas africanas; intento encontrar las razones de este vacío y de la falta de disposición para escribir sobre estas músicas. No encuentro respuestas certeras. Puede que las causantes de esta situación sean las formas particulares de transmisión cultural o una deficiencia de medios tecnológicos con los que registrar las músicas. También sospecho, aunque el etnólogo y musicólogo Gerhard Kubik no estaría del todo de acuerdo conmigo, que, para muchos en el continente, las músicas están para vivirlas, para disfrutarlas en común, para bailarlas, para convocar a los ancestros, etc., no para teorizarlas. En este sentido, Ntone Edjabe piensa que los africanos escriben sobre su música más que nadie, salvo que no lo hacen con los mismos códigos, no hacen antropología de ellos mismos. Es cierto que hablamos de sociedades donde impera la oralidad como mecanismo de transmisión de conocimiento, también es de recibo no eximir de responsabilidades a la trata transatlántica, al colonialismo y al posterior declive económico del continente, como los grandes culpables de tal desequilibrio. La obsesión está puesta en asegurar la continuidad del conocimiento musical a través de la transmisión corporal —no escrita— que se traduce en horas y horas de prácticas y aprendizaje. Pero insisto, estas son mis conjeturas tratando de encontrar las causas por las que la mayoría de la literatura musical africana está escrita por foráneos.

En cualquier caso, este déficit de narración escrita y visual sitúa sus músicas en un lugar incómodo y en desventaja. En el magma de los estilos globales se las reconoce como la fuente de muchos estilos contemporáneos, sobre todo los afroamericanos, como el jazz o el blues, pero se omite de los grandes discursos y análisis musicales. Las músicas africanas están colocadas en un cajón de sastre difícil de entender y, por lo general, son músicas marginalizadas a pesar de que las canciones de afrobeats se coloquen en las listas de éxitos globales. Lo compruebo cuando enciendo la televisión o la radio; cuando leo libros como 1001 canciones que hay que escuchar antes de morir, de Robert Dimery, en el que la presencia de canciones africanas es más bien escasa o cuando leo Escuchar el siglo XX a través de la música, de Alex Ross, que omite el continente cuando habla de compositores. Aunque admire su periodismo, me extraña que escriba la historia del siglo XX a través de la música, «desde la Viena de antes de la Primera Guerra Mundial hasta el París de los años veinte; desde la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin al Nueva York de los años sesenta», sin apenas mencionar las aportaciones de las músicas africanas al escenario musical global o sin considerar las creaciones africanas como composiciones. Dichas ausencias generan una serie de dudas, claves para este libro. ¿Cómo se puede apelar a la Historia del siglo XX, en mayúsculas, sin tener en cuenta lo que pasaba en uno de los continentes más importantes a nivel musical? ¿Cómo es posible que solo lo sobrevuele cuando se refiere a los sonidos afroamericanos? ¿Las composiciones de Fela Sowande, Guy Warren, Abdullah Ibrahim, Cheikh Tidiane Fall, Ray Lema, Enoch Sontonga, Manu Dibango, Fela Kuti, Hugh Masekela, Ephraim Kɔku Amu, Tabu Ley Rochereau, por nombrar a algunos, no forman parte de la historia musical del siglo XX? Y, por último, ¿por qué cuesta tanto reconocer el papel del continente en la música moderna más allá de la aportación de sus ritmos? Quizá el título más apropiado para el libro de Alex Ross sería: El ruido eterno: Escuchar el siglo XX a través de la música occidental. El universalismo al que recurre no es gratuito ni inocente, sino que está enmarcado en esa dicotomía de Occidente y el Resto, que condena a una gran parte de la población del planeta a la más absoluta invisibilidad al no considerarla en las narrativas de la historia de la música.

Queda clara la posición de ventaja con la que cuentan los forasteros. Considero una pérdida de tiempo buscar culpables, ya que son demasiadas las razones y, tal vez, hay que afrontar ese pasado maltrecho con cierta calma para entender las causas por las que no se han narrado o investigado las músicas africanas desde el propio continente. Lo cierto es que, cuando las personas africanas toman la palabra para relatar su musicalidad, surge otro universo donde la música deja de ser un mero objeto de estudio para convertirse en un lugar en el que la vida sucede. Entonces se entiende la realidad desde una perspectiva fresca donde el exotismo se desvanece. Al adentrarnos en ese enorme cosmos, comprendemos la existencia del continente, las preocupaciones de la gente, el amor, la nostalgia o la supervivencia; cómo la música constituye el espacio vital y cotidiano, y, lo que es más interesante, coloca el dominio colonial, las guerras, las migraciones o la corrupción como claros actores de la creación musical. Por otro lado, las teorías poscoloniales y anticoloniales se asoman con fuerza para hacer una relectura de las músicas, contraponiéndolas a la etnomusicología antropológica, incluso a los denominados behavior-ethnomusicologist. Estas nuevas aproximaciones a las músicas africanas incorporan variables temporales, políticas, económicas y sociales en su análisis, pues estas están tatuadas en sus acordes, melodías y ritmos. La música es un discurso que trasciende a la semiótica, la crítica o los eventos musicales.

Hablar de música no es solo hablar de las composiciones, formaciones o estilos, de la armonía, la melodía, los ritmos o los instrumentos, es hablar de la experiencia humana y de todo lo que la envuelve; en el caso africano es indisociable. Esta complicidad con la música lleva a comprender mejor la ficción africana, la invención del negro y el espejismo que tan bien expone V. Y. Mudimbe en su libro, The Invention of Africa: Gnosis, Philosophy, and the Order of Knowledge, en el que, a grandes rasgos, responsabiliza a los misioneros y antropólogos de perpetuar el imaginario infantilizador de las personas africanas. Esta visión estereotipada no solo ha dañado profundamente la idea de África, sino que esa batería de imaginarios tergiversados ha imposibilitado contemplar ninguna de las transformaciones culturales y los espacios de resistencia que se han ido constituyendo en el continente desde finales del siglo XIX. En pocos lugares se habla de la música como un acto de emancipación cultural; con las independencias se produjo una gran revolución cultural que vio nacer una nueva raza de africanos: almas utópicas sedientas de libertad. Y la visión de la coreógrafa de Zimbabue, Nora Chipaumire, que interpreta las luchas por las soberanías africanas como un movimiento punk, queda totalmente fuera de la órbita. Chipaumire está en lo cierto, los movimientos de liberación del continente fueron una contracultura colonial alimentada por la idea del panafricanismo, vehiculada a través del socialismo, el comunismo, la negritud o la authenticité africaine, impulsada por los libertadores que lucharon por los nuevos Estados, y fueron acompañados de músicos que difundieron sus discursos y crearon un escenario musical muy particular. En ese momento de confusión se gestan gran parte de los estilos de las músicas populares. Las primeras naciones independientes marcan las pautas de la modernización africana, un gesto a veces ficcional, pero con capacidad de generar una gran agitación cultural, pues necesitaban «escenificar la nación» que los colonos les habían arrebatado, y la música fue uno de los pilares de esa teatralización. Más allá de la descolonización política, estaba la necesidad de impulsar otra gran descolonización: la de la superestructura cultural. En definitiva, existe una gran profundidad musical en el continente y hasta la fecha no ha sido tomada en serio.

HISTORIA CORPORAL

Cuando era pequeña, la música estaba muy presente en nuestras vidas, aunque no éramos una familia melómana, mis padres nunca se interesaron que tocara ningún instrumento y tampoco nadie en mi familia extensa africana era músico. La música no se situaba en los lugares previsibles porque nuestra tradición musical era, sobre todo, doméstica y popular. En la adolescencia, mi madre acostumbraba a animar la casa con kizombas y sembas, cuando subía el volumen y empezaba a bailar, nos cambiaba el humor. Ella y sus músicas aún conservan ese poder. Cuando viene de Maputo nos reservamos momentos para escuchar música, me enseña sus listas de reproducción y empezamos a hablar de los artistas y de las canciones. Podemos estar así horas y horas. Esta relación está muy conectada con la idea de la transmisión oral: somos capaces de entender y de vivir la música sin necesidad de pasar por una formación normativa, porque, cuando me siento con mi madre, ella me transmite su conocimiento musical, introduciéndome en su universo africano.

Además de esta transmisión viva, opera otro estadio: las conexiones ancestrales, inconscientes y atávicas que se preservan en nuestro inconsciente como lenguaje codificado, la memoria del cuerpo; algo que te hace reconocer los sonidos y produce esa unión inexplicable. Me seduce la idea de que los códigos no escritos y la intimidad de los sonidos crean cierta familiaridad. El saxofonista Shabaka Hutchings, líder de las bandas Sons of Kemet y Shabaka and The Ancestors, en el texto «The Way I See It: We Need New Myths» que escribió para la revista panafricana Chimurenga, se refirió a este fenómeno como un «lenguaje codificado». Decía:

Esta idea de que la música tiene capas de información codificada, transmitida a través de generaciones, sin reconocimiento explícito incluso por parte de los participantes, es cautivadora. Es el dictamen de por qué ciertos elementos de los estilos musicales se propagan por la diáspora. ¿Existen más historias dentro de los elementos musicales que sobrevivieron al Middle Passage4 de las que decidimos admitir? ¿Estamos en condiciones de comprender los significados de estos relatos?

Solo de esta manera se puede entender cómo las personas que fueron esclavizadas en las plantaciones americanas, a pesar de viajar semidesnudas y sin nada, pudieron reproducir formas musicales, instrumentos y crear un legado cultural que ha impregnado todo el planeta. Desde luego, una mirada muy atractiva.

Esta visión del lenguaje codificado quizá resulte osada para los amantes de las fuentes documentales o para quienes sospechan de la oralidad y del testimonio, y depositan toda su fe en los documentos escritos y el método científico. A los escépticos les preguntaría: ¿quién avala a quién? Quiero decir, ¿por qué las músicas africanas, que tienen una base oral, de creación y transmisión, tienen que ser valoradas según los parámetros del conocimiento escrito? Además, ¿estas tensiones entre la oralidad y la escritura no llevan dentro de sí esa idea errónea de la verdad universal? Tal vez la verdad, musical o no, solo exista en una relación en perpetuo cambio con el conocimiento y la conciencia. Tal vez la verdad pase por el aro de esa universalidad confabulada que acostumbra a asumir que lo escrito es verídico, y tiende a desconfiar de lo oral, por su versatilidad en el tiempo. Sin embargo, esa misma versatilidad es lo que mantiene viva a las culturas y las permite adaptarse a unos entornos cada vez más mutables. Y, en el caso de muchas músicas africanas, la identidad cultural y la memoria colectiva forman parte de la transmisión oral, introduciendo una enorme riqueza y complejidad, y no hay que obviarla; si lo hacemos, incurrimos en un entendimiento parcial de la musicalidad africana.

Esta complejidad está presente cuando se intentan narrar las músicas populares africanas. No es tarea fácil, y plasmarlas en estas páginas no deja de ser un ejercicio de ciencia escrita, lo cual me produce cierto conflicto. De hecho, durante mucho tiempo no supe cómo afrontar esta incomodidad que me atravesaba de manera incesante. Una molestia que se transformó en inseguridad ante la imposibilidad de investigar sobre el terreno, consultar los archivos, observar y hablar con testimonios que me transmitieran su saber. Estuve mucho tiempo leyendo y leyendo, viendo documentales, escuchando músicas, navegando en páginas de Internet, hablando con gente, hasta que me percaté de que podría estar décadas estudiando antes de escribir este libro. En el fondo, estaba depositando todo el peso en la información escrita, y, entonces, tuve que aceptar las contradicciones. Así que solo me propuse responder a una pregunta básica: ¿cómo narrar las músicas populares africanas?

Esta pregunta me acompañó durante tiempo y las respuestas no fueron inmediatas, tardaron meses en llegar. Primero comprendí que quería hacer este libro para compartir todo el conocimiento que había adquirido a lo largo de los años de manera autodidacta; necesitaba que se respirara esa esencia del autoaprendizaje. Segundo, era importante que se escucharan testimonios, múltiples voces; que fuera un libro ruidoso, sonoro, impregnado de imágenes escritas y de pensamientos dispares, que transmitiera la filosofía oral, tanto en la forma como en el contenido. Tercero, decidí que era importante que la mayoría de las voces fueran africanas y negras, porque en cierta manera necesitaba equilibrar la balanza; por ese motivo, era importante que fueran las propias personas africanas las que contaran su música en contraposición a los cientos de libros de antropología musical y etnomusicología africana. Con los años observé las múltiples historias no contadas y no escritas; historias domésticas y que se encuadran en la idea de tradición oral heterodoxa; memorias musicales sin apenas valor en la esfera pública, pero que han ido dando forma a millones de existencias. Y, cuarto, comprendí que las músicas populares africanas solo se pueden entender mejor si se comprende la evolución del contexto, y sin ello es complicado visualizar la creación de estilos, sus fluctuaciones, los músicos, las bandas, los instrumentos, etc., así que había que incorporar la relación con el entorno y su devenir histórico.

Cuando sentí que solo desde el reconocimiento de la memoria corporal, de la oralidad y las filosofías que las engloban se podía entender la musicalidad africana, fui capaz de visualizar estas páginas. Entonces comprendí que el libro tenía que contar las músicas a través de testimonios. Por esta razón concibo este libro como un diario colectivo lleno de crónicas, donde he ordenado ideas y propuesto un periplo sonoro y sensorial del universo musical africano. De esta manera se pueden hacer incursiones y discernir, a vista de pájaro, las músicas y la historia del continente africano. Esta historia oral me ha permitido recorrer el continente a través de experiencias, conversaciones, documentales, libros, artículos periodísticos, poemas, discursos, discos, eventos y estilos musicales; con el relato en primera persona como protagonista, donde las narraciones de las vivencias permiten entender el lugar que ocupan estas músicas en el cosmos.

1 MCKITTRICK, KATHERINE, (ed.), Sylvia Wynter: On Being Human as Praxis, Durham, Duke University Press, 2015.

2 WOODIS, JACK, África: Los orígenes de la revolución, Madrid, Editorial Ciencia Nueva, 1968.

3 Tinariwen es un grupo musical de origen tuareg. En amazigh (subfamilia de lenguas afroasiáticas habladas en el Magreb, el Sahara y el Sahel) significa «los desiertos». Los tuareg, a su vez, son un pueblo amazigh con tradición nómada que vive en el desierto del Sahara y sus alrededores. Su población está diseminada por Níger, Mali, Burkina Faso, Argelia, Libia, Mauritania, entre otros países cercanos. (N. de la E.).

4 El Middle Passage era una de las etapas del comercio triangular en el que millones de africanos fueron enviados al Nuevo Mundo como parte del comercio de esclavizados en el Atlántico. Los barcos partían de Europa hacia los mercados africanos con productos manufacturados —como cuchillos, pistolas, municiones, telas de algodón, herramientas y platos de latón—, que eran comercializados por africanos, comprados o secuestrados, transportados hacia América, donde eran vendidos o intercambiados por materias primas producidas en las plantaciones —azúcar, arroz, tabaco, índigo, ron y algodón— de vuelta a Europa para completar el viaje. Los viajes estaban organizados por grandes compañías financieras o grupos inversores. Desde aproximadamente 1518 hasta mediados del siglo XIX, millones de hombres, mujeres y niños africanos hicieron un viaje de 21 a 90 días a bordo de veleros superpoblados, tripulados principalmente por españoles, británicos, holandeses, portugueses y franceses. (N. de la E.).

I. MÚSICAS POPULARES AFRICANAS: ENTRE EL ORIGEN Y LA NEGRITUD

«Pocos hombres han adorado la libertad con una fe incondicional como el negro durante siglos»

W. E. B. DU BOIS, Las almas del pueblo negro

 

CUANDO LA TRADICIÓN ENCONTRÓ LA MODERNIDAD

En 1972, un exiliado angoleño en Róterdam, José Adelino Barceló de Carvalho, conocido como Bonga, grababa Angola 72, su disco más polémico y uno de los más bellos de la historia de las músicas africanas; una melancolía encarnada en sembas, el género por excelencia de Angola. El álbum entró por contrabando en Portugal y Angola, y se convirtió en la banda sonora de los revolucionarios que luchaban por la independencia mientras el régimen colonial se derrumbaba. Para Bonga, su música es «a cultura do povo para o povo» (la cultura del pueblo para el pueblo). Porque, en Angola, como en el resto del continente, la música es el pueblo y el pueblo es la música, un arte inherente a la vida: en las calles, en las celebraciones, en las radios, en los locales de conciertos, en los teléfonos… Allí donde hay gente, hay música tradicional o moderna.

El musicólogo ghanés J. H. Kwabena Nketia sostiene en una de las obras seminales de la música africana, The Music of Africa (1974), que la música tradicional africana y sus antecedentes históricos son la base necesaria para interpretar la música popular contemporánea. Si bien, para Nketia, lo tradicional está asociado a la era precolonial, por esa razón prefiere denominar a las formas musicales contaminadas por la colonización, el nuevo contexto tradicional, lo que algunos calificaron como «contextos neotradicionales». Ya sean tradicionales o neotradicionales, estas músicas se enmarcan en la tradición oral y tal como afirmaba el escritor y cantautor camerunés Francis Bebey, siempre han formado parte integral de la existencia en el continente, de la cuna a la tumba. Son músicas que no sirven para complacer el oído, son una forma de vida comunitaria y sonora, donde intervienen músicos, bailarines y público en el mismo plano. Esta concepción comunitaria de la música nada tiene de exótico, y difiere de la idea de música como un lugar para expresar emociones, como una forma de arte y de placer individual.

Bebey, en el momento en que los países bajo el dominio colonial portugués conseguían su soberanía, y las políticas de authenticité africaine1 de Mobutu Sese Seko hacían estragos, publicaba otra de las obras seminales sobre música africana: African Music: A People’s Art (1975). En ella se refiere a la música tradicional como la música de las personas negras de África, y dice que son «una propiedad común cuyas cualidades espirituales son compartidas por todos, es una expresión de vida, un arte colectivo». Para él, la tradición musical abarca el lenguaje hablado, todo tipo de sonidos naturales, la voz, el cuerpo, los instrumentos y las danzas. Las canciones forman parte de la tradición oral y son el vehículo de transmisión del conocimiento y de los valores, y plantea, como ejemplo, los juegos musicales practicados en muchas tradiciones que, además de ser un entretenimiento, son parte indispensable del aprendizaje en la infancia. De tal manera, una canción de cuna tiene la intención de calmar al bebé y adormecerlo, y al mismo tiempo, expresa la gratitud de su madre hacia la naturaleza. Así que estos juegos son el inicio de la formación musical que prepara a las criaturas para participar en todos los ámbitos de la actividad adulta: pesca, caza, agricultura, asistencia a bodas o funerales, en definitiva, a cualquier rito de paso. Según Bebey, las criaturas revelan una aptitud natural para la música a una edad muy temprana, por lo general, les encanta imitar los cantos y bailes de sus mayores. También asume que la mayoría de las personas africanas gozan de un sentido natural del ritmo, un instinto que les permite dominar las técnicas de instrumentos melódicos más complicados, aunque advierte que sería un error pensar que todos son músicos en el pleno sentido de la palabra.

También hay que señalar el romanticismo de esta concepción tradicionalista porque, además de solo recrear el universo rural, en numerosas tradiciones existen reglas estrictas que gobiernan los momentos de quién, cómo y dónde se harán uso de los instrumentos. Por otra parte, en muchas sociedades las mujeres tenían —y todavía tienen— prohibido tocar algunos de ellos, y en otras se reservaba su uso solo para los más talentosos. En cualquier caso, como señala Francis Bebey, la música es, sin duda, una de las expresiones más reveladoras del «alma negra», impregnada con carácter comunitario y participativo, que se manifiesta en una performatividad en la que el público es tan importante como los músicos, pues interviene con danzas, coros, palmas u otros instrumentos. Esta combinación de elementos hace que se conciba la música africana como una forma «impura» de arte ya que casi siempre va acompañada de algún otro arte, sobre todo, de la danza. La reflexión sobre la centralidad de las personas en la música lleva a otra: el papel del público o la audiencia. En esta comunión, el escenario es inconcebible, nadie está por encima, todos se sitúan en un mismo plano; todos intervienen en la elaboración del universo musical común. Hoy en día, las formas de participación musical son múltiples y en muchos lugares, sobre todo en los ámbitos urbanos donde operan los circuitos comerciales y profesionales de la música que poco tienen que ver con el pasado, si bien preservan algunos modos de funcionamiento.

 

COSMOGONÍA AFRICANA Y ORALIDAD

En el mundo tradicional, los rituales, las danzas, la música, los proverbios o los símbolos sostienen la cosmogonía africana, donde se expresan las mitologías y las leyendas, y emerge la convivencia de los vivos con las divinidades, los espíritus o los muertos vivientes. Estas creencias religiosas indígenas o nativas conforman un sistema teológico abierto, sin credo fijo, que toca todas las facetas de la vida humana, donde no se puede separar lo mundano de lo espiritual. La cosmogonía tiene una relación directa con las músicas, ya que la espiritualidad sirve de inspiración para la creación musical y las prácticas espirituales se impregnan de música para intensificar los componentes transpersonales del culto. Estas cosmovisiones también atravesaron el Atlántico durante la esclavitud y participaron de manera profunda en la gestación de los nuevos estilos, tal como escribe Gerhard Kubik en su libro Jazz Transatlantic:

Los conceptos religiosos africanos —ideas sobre lo sobrenatural, sobre el presagio y los tabúes, prácticas de magia y brujería, veneración y posesión por parte de los espíritus— han sido un trasfondo indeleble para el surgimiento de las culturas afroamericanas desde el siglo XIX hasta el XX y más allá. El testimonio de estas creencias y prácticas ha sido amplio en el mundo del blues, por ejemplo.

Por otro lado, las civilizaciones africanas tradicionales se amparan en la lógica oral, y existe una manera de estar en y con el movimiento del tiempo que responde a sus preceptos, como propugna el filósofo senegalés Mamoussé Diagne.2 Atendiendo a esta visión africana del universo, muchos de los pensadores y defensores de los saberes tradicionales evitan colocar el continente ante el espejo de Occidente puesto que la forma en que definen sus existencias se sostiene en conocimientos dispares con procesos de aprendizaje basados en sus cosmogonías, y transmitidos de generación en generación. Es prácticamente imposible comprender las culturas africanas sin la lógica oral que las conforma, sin obviar cómo las injerencias coloniales produjeron choques, y dañaron de manera grave los procesos de transmisión mediante la imposición de valores y saberes en nombre de una misión civilizatoria.

La resistencia ha sido constante en el último siglo, y la literatura y el cine, más que la música, han ido explorando la yuxtaposición o el cuestionamiento de los valores de la tradición oral frente a aquellos que proponían los colonizadores; la respuesta fue una confrontación al discurso dominante y a la imposición de las culturas y lenguajes occidentales. Según Homi Bhabha, la colonización produce incertidumbre por la coacción del colonizador para que el colonizado adopte sus costumbres, su lengua y su religión. Es importante que antes se le haga ver al subalterno que la cultura hegemónica es indiscutiblemente superior. En consecuencia, añade Bhabha, los híbridos coloniales adoptan un discurso ambivalente que les permite resistir y subvertir el discurso del poder. En 1958, con Ghana recién independizada, el nigeriano Chinua Achebe publica Todo se desmorona, una de las obras más relevantes de la literatura africana. A través de sus protagonistas, Achebe explora las contradicciones y complicaciones entre la tradición igbo y la doctrina cristiana, y plantea la aniquilación de las formas sociales autóctonas para la creación de otras nuevas. En este sentido, la novela de Mariama Bá muestra lo que significó el proceso de abrogación del discurso colonial con todas sus limitaciones intrínsecas. La novela ilustra la confrontación entre los valores africanos y los europeos, reproduciendo ese esquema de polaridades que conduce a la radical esquizofrenia cultural y a la alienación más absoluta.3 Bá también habla de las críticas que la filosofía de la Negritud recibió por parte de algunos pensadores africanos, y que pueden condensarse en una frase de Wole Soyinka: «Un tigre no proclama su tigritud», en respuesta irónica al movimiento que afirma la Negritud como un concepto emancipatorio para los negros. Esta esquizofrenia fue un tema recurrente en la primera generación de cineastas africanos tras las independencias, como Ousmane Sembène, Paulin Soumanou Vieyra o Safi Faye en Senegal, Oumarou Ganda o Moustapha Alassane en Níger, por nombrar algunos. Así pues, veinte años más tarde, en 1978, el cineasta camerunés Jean-Pierre Dikongué Pipa continuaba abordando la complejidad de la sociedad africana en conflicto constante entre los supuestos valores africanos tradicionales y los occidentales en Le prix de la liberté. Con la música de Manu Dibando, Dikongué vuelve a poner de manifiesto los conflictos generacionales y las pugnas entre la tradición y la modernidad. La creación cultural africana de la segunda mitad del siglo XX aborda de manera incesante la profundidad, la confusión y la pérdida que supuso la colonización en el continente africano.

Hoy en día, inmersos en el mundo globalizado, estas reflexiones se han ampliado al contexto diaspórico confundiendo aún más las relaciones y dejando claro que la dicotomía Occidente-África no es tan clara, ya que operan procesos de sincretismo que provocan, según el novelista y poeta Édouard Glissant, microclimas culturales y lingüísticos inesperados. Una complejidad explorada a través del concepto de afropolitanismo tanto por Taiye Selasi4 como por el filósofo Achille Mbembe, que presenta este concepto como una forma de ser completamente africana y afirma que las personas en el continente siempre han mezclado elementos de diferentes culturas, creencias y formas de ser. En ese sentido, las músicas populares son un paradigma del afropolitanismo o de la criollización si usamos el concepto de Glissant.

Pero, volviendo a la oralidad, Amadou Hampâté Bâ, escritor y etnólogo de Mali, y un defensor devoto de la tradición oral, considera que la palabra y la memoria son los fundamentos de cualquier cultura. Para él, la oralidad engloba la vida y la naturaleza, y su transmisión requiere de la iniciación y el aprendizaje a través de un maestro que ayuda a estructurar la vida, es decir, es «una enseñanza a todos los niveles, e incluye la moral, la filosofía, la matemática, la cultura o la geometría. Todo lo que tenga que ver con el conocimiento». Por lo tanto, conforma la identidad cultural y la memoria colectiva inherente a cualquier cultura popular. En este proceso, el cuerpo, el lenguaje, la palabra, así como la música, son centrales. Como comentaba anteriormente, la música acostumbra a ser el vehículo, un elemento primordial de dicho engranaje, puesto que el conocimiento está tatuado en las canciones, bajo su melodía, en sus notas o en sus escalas polirrítmicas. Cuando Bebey decía: «Las músicas siempre han formado parte integral de la existencia en el continente: de la cuna a la tumba», estaba reafirmando su condición dentro de la tradición oral. Durante siglos, lo sonoro ha funcionado como una especie de archivo dinámico transmitido a través de los tiempos y, como tal, no solo es parte de la experiencia vivida, sino que además ha encarnado la misma idea de tradición. Este hecho hace pensar, otra vez, en la centralidad de las personas en el universo musical y su relación en la articulación de las músicas. De ahí la importancia de figuras como el djeli o el griot en África Occidental, el gos en África Central, los mvet en Guinea Ecuatorial o los azmaris en Etiopía como «los guardianes de la palabra». La música es parte de este engranaje, y eso permite situarla en el escenario histórico; se puede narrar la historia a través de la música, o transmitir el conocimiento mediante las canciones, mientras el cuerpo es el dispositivo sonoro que trasciende a la propia materia y permanece grabado de manera atávica. La música no es exclusiva de músicos y melómanos, perpetua y transforma la tradición, y es el medio principal para la comunicación en contraposición —pero no en oposición— al lenguaje escrito.

Esta concepción perdura hasta nuestros días, puesto que en África muchos acontecimientos sociales y políticos no se conciben sin la música. De ahí que el papel de los músicos sea el de mediadores culturales en los procesos políticos y sociales más relevantes del continente, como las independencias, las campañas políticas, la epidemia del sida o, más recientemente, la implicación de los músicos en las campañas de sensibilización de la COVID-19, invitando a las personas a quedarse en casa o a tomar precauciones higiénicas.

 

RITMO, POLIRRITMIA E IMPROVISACIÓN

Entre enero y febrero de 1977 se celebró en Lagos el Segundo Festival Mundial de Arte y Cultura Negra y Africana, conocido como FESTAC’77. En su publicación oficial, The Black and The African World, el político y poeta senegalés Léopold Sédar Senghor reflexionaba sobre la idea de cultura y civilización negra, y se refería a ellas como una serie de valores originados desde y para las personas negras en sus diferentes sociedades, en las que el sentido del ritmo es crucial. Senghor describió el ritmo como repeticiones que no se repiten. Para él, el ritmo está vivo y caracterizado por la unidad en la diversidad, no es una simple repetición ni un discurso mecánico. De hecho, para los poetas de la Negritud, el ritmo es la estética moral del poema. El ritmo es una característica común a todos los tipos de música del África negra, algunas personas lo consideran algo puramente mecánico por la repetición periódica de los tiempos bajos y altos que marcan la cadencia sonora; otras creen que es un tipo de magia exclusiva que emplean para hacer su música «embrujadora» o «satánica», o, como afirma Francis Bebey:

El ritmo es una cubierta invisible que envuelve cada nota o frase melódica que está destinada a hablar desde el alma o al alma; es el reflejo de la presencia constante de la música. Es el elemento que infunde a la música una fuerza biológica que produce un fruto psicológico.