Volver… volver - Saúl Ibargoyen - E-Book

Volver… volver E-Book

Saúl Ibargoyen

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Beschreibung

Ríomar o Montevideo, regreso o partida. Leandro, narrador de esta historia, parece volver a su país natal, pero parece estar siempre partiendo de él. Leandro nació y creció en Ríomar, vio morir a su padre, y luego se perdió en la violencia de la resistencia y la dictadura para ser finalmente expulsado y continuar su vida en culturas desconocidas que lo empaparon y lo ayudaron a seguir viviendo. Ahora vuelve a ese país suyo y lo encuentra todo diferente pero igual. Para él y para muchos otros de nosotros, el comienzo siempre será el final de nuestra historia. Entre lo onírico y la realidad, el lector se sorprenderá con la final. Con una narrativa fluida y en portuñol, Saúl Ibargoyen va narrando episodios históricos, memorias, recuerdos y dolores del Montevideo del que fue expulsado por una dictadura cuyos efectos negativos persisten en cada una de las personas que vivieron ese momento y que ahora van por la vida preguntándose qué y cómo pasó, y descubriendo cómo es ahora aquel país que los arropara los primeros años de su vida.

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Primera edición, julio de 2012

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora editorial: Fatna Lazcano

Gestor de proyectos editoriales: Rasheny Lazcano

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta: Rafael Barbabosa Argüelles

© 2012, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V. Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 03800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57

[email protected]

www.solareditores.com

y he de seguir tras un anciano ciegoel camino de nadie conocido.

Índice

Ríomar

María Laura

Cementerio

Rosita y María Laura

El estadio

El cerro

Vuelta a la infancia

Las peleas de Leandro

La resistencia

Fuera de Ríomar

Sueños

Ríomar

Los zapatos de aquel hombre se encontraron de pronto diseñando transparentes líneas y espacios borrosos en la muestra de polvo y pedruscos expulsada por la calle de mezclados terregales. Llevaban ya tres o cuatro o cinco años terrestres transportando un par de pies de dolido encallecimiento y de latigueantes golpes de una sangre que confundía sus caminos. De pronto, dijimos, y cuántos de pronto hay cada día, pues el presunto dueño de aquellas vestiduras de negro cuero —chamarra, gorra— saltó costosamente de la parte trasera del carretón que lo introdujera en los primeros andurriales de la menguada ciudad de nunca olvidado nombre: Ríomar.

“Así que vuelvo por tierra cuando me fui por tierra, agua y aire” tal vez pensó la andante figura, aunque viento y sustancias líquidas y terrestres son una simple combinación del mundo visible e invisible, nada más.

“Nunca supe en verdad si el aire tiene color en estas poblaciones pegadas a la costa de dudosa espuma dulce y amarga” debió seguir con sus cogitaciones.

Se entreparó para observar, metiendo sus ojos en el polvo, la retirada del carretón, y ver la mano saludadora de su conductor, un ínfimo mercader arábigo —llamado Aziz Hussein por decisión de Alá— que recorría las regiones aledañas ejerciendo su negocio de compraventa de todo objeto imaginable. Percibió también el meneo rítmico de las orejas del resignado equino que había sido, en verdad verdadera, el responsable último de su traslado hasta aquel cruce de la vía polvosa con el inicial asomo de una magra avenida asfaltada.

“Ésa no estaba así, tampoco las casas y la gasolinera, en la merita esquina de ambas dos… ¿y ese quiosco?” un agregado lógico de su pensar habrá sido.

Anotamos esto con toda discreción, pues no resulta cómodo relatar lo que otro no quiere decir. Pero no es bueno, aunque inevitable en este caso, operar con tan débiles suposiciones. Si no, ¿cómo continuar este azaroso discurso? Habría sencillamente que borrarlo o posponerlo, ¿es que alguien tiene tal poder de borrar y postergar? ¿Quién es el propietario de cualquier destino? Confiemos en que el recién regresado a los andurriales de Ríomar asuma iniciativas más rigurosas, que asimile las sorpresas iniciales y colabore en esta balbuceante crónica, en la que hubo y habrá sucesos y palabras, porque los hubo asimismo en esa dimensión de lo desconocido llamada realidad y ha afirmado que todo inicio es como la mitad del sendero porrecorrer, por lo que, al ser medido ese comienzo, hay sitio para que nazca la esperanza o la ilusión de que se arribará a algún punto en la doble prisión del espacio-tiempo. Estas reflexiones tal vez provengan de las trabajadas neuronas del hombre que no se apartaba del centro de la calle, lo que antes se llamaba arroyo, o sea cauce recolector de aguas usadas y basuras de lo terrestre humano. Pero sugerimos que sería más redituable para estas narraciones simplemente permitir que el presunto personaje, zapatos empolvados y pies dolientes, se decida por la raíz de un rumbo cualquiera.

Acción, pues: tinta, silencio y sonido.

El hombre rechazó la mezclada polvareda del arroyo, ascendió por una banqueta imaginaria y, en la esquina inmediata, contempló la puerta de dos hojas, una muy despintada y la otra en tránsito de restauración pictórica: unos terribles amarillos y azules que, de seguro, habrían de lastimar las retinas múltiples del mosquerío.

“A entrar, pues, que el polvo no es agua ni cerveza” se murmuró el hombre.

Ya acomodado a una mesa de madera en bruto, cepillada al desgaire y con una sola silla como hija solitaria, clavó el codo izquierdo en la tabla desprolija, luego extrajo de algún bolsillo interior de su chamarra de destratada piel un sobre de plástico oscuro, para tomar de él lo que parecía —según el mesero único del ‘Bar La Redota’, cartel sobre la puerta dixit— un documento de identidad o credencial de elector. Sí, el mesero declararía, meses después, que era “un documento de acreditar identidad, sin duda”.

El hombre leyó, despejados los ojos de un polvillo luminoso, lo que ahora sigue y que aun de lejos podemos descifrar:

“Ríomar, a fec.as 15 de fe.rero .e 19.., se entre.a e.te do.umento a Leandro Paulo V.ga en lo A.to, nac.onal.dad Esteña, orig.nari.de e.ta villa, según Part.da Nú.ero 260330, fo.io 290448, cuya fir.aluce al calce, junt. con huel.a dig.ital pul.ar derecho. Foto e. áng.lo sup.rior d-erecho.”

El hombre Leandro pareció suspirar, regresó el documento al bolsillo y, en momentos en que el mesero se acercaba, se le oyó bajamente decir: “Así que éste era yo… ¿o soy yo?”

El primer trago fue desarticulado en varios buches, en un acto de beber sin prisa lo que se ha obtenido lentamente. Tal vez recordó el bebedor la subida a la carreta comercial de Aziz Hussein, en un camino mal trazado por patas vacunas, lluvias insólitas y soles de grosera energía.

“Lejos de todo y sin estar cerca de uno mismo” es posible que fuera su reflexión, ya trepado en el vehículo adonde se le ofreciera fugaz asilo.

“Buena onda el turco ese, o libanés o sirio o palestino, o a saber qué… Me invitó a subir sin conocerme, sin preguntar un pito de nada. ¡Qué pinta el tipo! Medio flaquerón, túnica de algodones negros hasta media pierna, cara alargándose debajo del kefiá verde y blanco, ojos apretados, nariz recta y no ganchuda, aretes de posible oro, anillos de discreto engarce, faja de piel de conejo sujetadora de un cuchillo curvo… y con un manejo de su caballo como si el bicho tirara de una carroza de cristal…” hubo una íntima memorización necesaria para su ánimo.

Las horas tienen el hábito de navegar por el tiempo que está del otro lado del sitio que ocupamos, pero las cosas no dejan de ser lo que son: mesa, tres botellas vaciadas, vaso de espumas agonizantes, mosca atrapada en el fondo de aquella cápsula de vidrio vulgar, hombre sentado en silla soledosa. Y al costado de la barra, a la derecha, como si alguien mirara hacia la puerta de horribles amarillos, el mesero, a quien nombraremos Isidoro, ya que él nunca nos dirá su apelativo ni a medias ni completo: sólo al cabo de unos meses o semanas, junto con otros datos, lo confirmará ante la autoridad principal. Por tal recia razón, jamás nos enteraremos de su bautizada corporeidad en estos mundos verbales.

“Una ginebra también, por favor…” escuchó Isidoro y pudo así descosificarse por puro reflejo pavloviano no más.

El agudo vaso de licor y la cuarta botella maderizaron —sería impropio escribir aterrizaron, ¿no?— con cierto golpeteo, coincidiendo con el círculo de finas aguas en el que, a partir de la primera, las otras tres garrafas ubicaron sus culos. Enseguida la botella, alzada con fe de bebedor consciente, tejió una curva en la atmósfera casi opacada del ‘Bar La Redota’. Su boca estrecha arrojó en las fauces redondas del vaso mayor medidos chorros de esplendentes burbujas.

“¡Cuánta sed tenemos todos, coño!” emitió murmuradamente el hombre Leandro, o solo Leandro, al que así seguiremos llamando por mera confianza en el documento detectado por el mozo Isidoro.

Leandro, pues, colocó sobre la región seca de la mesa una hoja quitada de algún folleto turístico. Era el plano de la ciudad, aquella Ríomar cuyas movedizas rúas sus añejos zapatos habían empezado a reconocer. Con un lápiz de trazos rojos, al cabo de una minuciosa y demorada contemplación, pensamos que dibujó caminos y rumbos sobre avenidas, calles, rotondas, plazas, plazuelas, jardines. Los colores del mapa es posible que entraran en sus ojos como trepando por cuerdas de indecisa luz: el verde que señalaba los parques y el azulceleste brillante que simulaba un par de arroyos y el grande río de a veces ácidas espumas, probablemente golpearan un resto de imágenes de una ya alejada realidad...

Debemos advertir que las líneas de prosa que continúan este presunto relato serán, ineluctablemente, nada más que vacilantes ficciones: nunca podremos definir al personaje-persona Leandro, como nunca podremos conocer el nombre y el apellido ciertos del mesero Isidoro: se dirá que es por influencia de Arcesilao de Pérgamo, quien rechazaba la posibilidad de tener acceso al conocimiento… Hacer implica deshacer, la duda contiene una afirmación, completar significa imperfeccionar, y toda fijación es impermanencia. Se describe el movimiento de un brazo, y cada uno modifica al otro: ni el uno es tan brazo ni el otro es tan movimiento.

Escribimos, pues, y siempre leemos algo distinto. Ahora, dejemos sueltos a Leandro y a quienes por aquí se aparezcan que muy a placer o a disgusto se meneen, ni modo.

El hecho es que Leandro solicitó pagar la cuenta, pero antes se informó de los nuevos trayectos de los autobuses que lo moverían hacia la zona central, o sea, el zócalo o Plaza Liberación o del Libertador, con sus columnatas seguramente descaecidas y el ínfimo rascacielos que fuera en los años treinta del pasado século el edificio de mayor altura del continente mestizo.

“Salió cara la cerveza, y la ginebra, y no barato el sángüiche que ahora me llevo, por si hace hambre más tarde” pensó Leandro, como recordándonos que había masticado y tragado otro igual —luego de su labor pictográfica en el mapa urbano—, de queso ocre y oscura mortadela.

Simplemente, pagó, hizo una breve paseata hasta el baño, pasó una puerta de débiles cartones y cáscaras de plástico, y en tanto orinaba pacientemente pudo leer algunos grafitos que daban al lugar su verdadera calidad de letrina de bar masculino. Uno, en diseño medio desmantelado por el tiempo y la humedad, alcanzaba a expresar: “Abajo la dictadura”. Otro: “¡Milicos putos!” Y otro: “¡Torturadores de mierda!” Y otro: “¡Queremos comer ya!” Y otro: “La gordita Adela chupa rebién…” Y otro: “Este gobierno, ¿más de lo mismo?” La lectura produjo escozores en su ánima, en su respirar, en su enredada cabeza, en su entrepierna: “¿Por qué milicos y torturadores en altas? ¿Por qué lo bajo con lo alto así mezclados? ¿Por qué las consignas… viejas o nuevas? ¿Por qué un anuncio de burdel?”

Regresó a la mesa como buscando alguna sombra olvidada, vio que las monedas de la propina no estaban, volteó para saludar a Isidoro con un gesto universal de asentimiento, el mesero replicó como un espejo. Luego, hubo como un breve borrón en los papeles del tiempo.

Al pisar la dubitativa arenilla de la banqueta, el hombre nombrado Leandro examinó por un instante no medible los interiores de su chamarra, tactó el sobre de plástico. ¿Estuvo sometido a una leve perplejidad? Quién sabe… Siguió, pues, a lo que iba: a la terminal de autobuses situada a unos cien metros, dirección poniente.

“Es mejor no pasar otra vez por estos arrabales. Por acá todo mundo sabe de los demás…” una reflexión que actualizaba pensares parecidos a los de otros años, de esos años que están en el tiempo, pero siempre escapándose y sin toparse nunca con la eternidad.

El mesero Isidoro contaba los pesos de la propina, percibió que una moneda esplendía debajo de la usada mesa, “¿Cómo cayó ahí, cuándo?”, y junto al brevísimo astro de metal, una hoja doblada, “Ahora la veo mejor… arrancada de una guía para turistas, creo… me la guardo por…”, se acercaba así platicándose, inclinose en procura de metal y papel, objetos, simples cosificaciones de lo real que ingresaron al bolsillo de su pantalón de trabajo, el derecho, que suele ser el de utilización mayoritaria. Se estuvo unos minutos contra la barra, como soldado guardián. Luego buscó el teléfono escondido, al lado de la caja. No hubo necesidad de consultar el directorio.

El autobús respondía a la línea 149, pocos usuarios en esa salida: una pareja de ancianos precoces, una chava con pinta de estudiante pobretona, un tipo de ropas anchas y gorra de lana, una señora de contenida gordura, dos obreros de edad indecisa.

“Son doce mangos hasta la plaza… ¿Tiene cambio? Escasea, sabe…” dijo el chofer-cobrador en desganado discurso.

“Tengo bien justo” ¿qué más decir?

“¿Qué plaza? Porque todo parece y aparece, hasta sin ver, muy cambiado” es posible que esto el hombre Leandro pensó.

Acomodado junto a la ventanilla, asiento de la fila cuatro a partir de la espalda del chofer-cobrador, y mientras aquellos arrabales se diluían como pedazos de papel en un aire tembloroso, trató de ver más allá de lo que miraba, que es como ve para adentro cualquier contemplador experimentado. De seguro que Leandro, desde su móvil mirador, percibió algo así como que alguien, en otra era con fecha de año terrestre, había ejercido esa postura; alguien con otra extranjería encima había regresado a una ciudad cualquiera, pegando casi el rostro a la ventanilla de enturbiados cristales o vidrios simples, nomás. Podrá decirse que fue por analogía, por el propio retrato reflejado en aquella sustancia rectangular y traslúcida. En fin…

El autobús pasó de terracería a pedregal y luego a asfalto; paralelamente a las cercanas orillas del arroyo Pantanal, más lodo hediondo que agua, hasta arribar al Puente Viejo (cuadras atrás aún permanecía el puente primero, ya caduco, que nunca tuvo nombre). Allí, en el refaccionado paso —cemento y acero en vez de tablas y troncos de “pau de ferro”— hubo parada obligatoria, personas subieron: un policía de barrio y su mucha fatiga, un vendedor de peines y pañuelos de seudoseda, un seco sacerdote de secta desconocida, una madre de mediana cintura con su niño desmadejado al hombro, un mulato mozo con una cansada camiseta celeste y su número diez, un tipo de traje marrón triste y corbata desairada. Pagar y sentarse, lugares libres, había. Luego luego el vehículo entró en el puente de piso renovado hasta cruzar aquella frontera semilíquida, en verdad una especie de largo basural que vomitaba quietamente sus ripios en el ancho río imaginado, cantado y soñado como un mar. Pero no olvidemos el viento sureño, de frialdad cruel en los irregulares inviernos, ni los vientos del septentrión con sus cálidas e insoportables humedades… Vencida la demarcación fronteriza, las llantas en desgaste percibieron el duro anchor de la avenida Oeste, un corte directo que… Es mejor que Leandro, sensible pasajero, lo describa:

“Sí, de este lado de la zurda, el humo del día, las casas bajas de siempre, menos ladrillo que tablas de ínfimo precio, o incautadas de la construcción de altos predios, o robadas de los aserraderos gringos… eso era antes… hay más antenas de tevé, más árboles: acacias, laurel blanco, paraísos, palo de hule, casuarinas, plátanos no… y hay menos terrenos baldíos, alguna cancha de fútbol sin pasto ninguno… me acuerdo de aquel gol que encajé de lejos, aprovechando el barro y la bajada a favor: el arquero se rompió las uñas y casi llora, el cabrón... es que una pelota a la antigua, llena de barro, pesaba un chingo…”

Metamos aquí una pausa para cuidar las emociones del hombre parlopensante, y como atención al oyente lector; sigamos:

“… y acá se viene el bloque oscuro de la cárcel para presos comunes, la Mamá Grande, por sus muchos hijos entrando y saliendo y hasta muriendo ahí adentro… un piso le agregaron después del golpe, cuando mezclaron comunes con políticos… ya no sabían dónde meterlos…ah, milicos de pura mierda, fachos perdidos… ¿Esto es recordar? Todo está arriba, en la superficie, hasta las palabras que bailan en la mera piel de la lengua… ¡puta!, todo es memoria, hasta lo que no fue… se ven las rejas pintadas de blanco ¡qué ocurrencia estética!... y ropa colgada de toda color… algo brilla desde una ventana… ¡claro!, es el idioma de los espejos, desde otro sitio, afuera, algún compadre contestaría, o alguna dama de nostálgica entrepierna… uno de nosotros hacía eso, hasta que lo cacharon los guardias, mandaba mensajes en código para contar lo que pasaba adentro… el maltrato, la mala comida, la mugre, el piojerío, las masturbaciones nocturnas, la depresión, la jaula de aislamiento, la muerte por infarto provocado… lo pescaron y le dieron dos días seguidos como a piñata de cumpleaños… después lo sacaron para el hospital de la policía, creo… nunca más sabremos… Ese mercado es nuevo, parece, a una cuadra y media de la cárcel… los restorancitos ya estaban, bien mugrosos… comederos para pobres, nomás, sobre todo en días de visita, en verdá que se llenaban… al costado, una cuadra o dos más allá, deben de seguir los burdeles de la soldadería… ¡Mira no más! Mamá Grande le pusieron al mercado nuevo, no se puede creer… se pasaron de chistosos… es un supermercado en un barrio jodido… así parece, digo… ¿limpieza de dinero oscuro, inversiones raras o las contradicciones del subdesarrollo…? Es que las noticias de este año señalan que quieren hacer un país muy democrático y muy de primera división… veremos con qué y cómo… se fueron varias cuadras que ni vi… pensando en la pura idea que aún se agarra a aquel piso de abajo de la Mamá Grande… los sótanos para el tratamiento y la máquina de moler carne humana… el suelo lleno de charcos, caca flotante, orinas y vómitos mezclados… y coágulos y pelotones de pelos arrancados… y ratas comiendo cucarachas y cucarachas y pulgas y piojos y garrapatas comiendo de nosotros… y las muchachas gritando y abortando y algunos hombres llorando como cachorros de bestia desconocida… Ah, el Parque Popular de pronto… a primera impresión no ha mejorado mucho… ya habrá tiempo para dar unas vueltas por aquí… este asunto recién comienza a empezar… hasta resulta como más chico, porque todo tal vez era chico, sólo los árboles han crecido… es todavía lo bueno de esta ciudad, creo… mucho verde para disimular la grisura… como la propaganda de cierta época contra el plebiscito por la ley del perdón para los torturadores… lo verde contra lo gris: ¡linda consigna…!, no era asunto de colorcitos sino de negro autoritario versus rojo revolucionario…”

María Laura

Hicimos una pausa para descanso del posible lector: ¡uno, dos y tres, coronita es!, para que se produzcan raras movimentaciones en lejanos relojes sin campana y sin alarma… Dejemos que el viajero continúe:

“Ya pasamos el parque, al tiro vendrán las avenidas Norte y Sur, la Sur a mi diestra… allá me comentaron que los milicos se habían volado el nombre… el nombre que las unía a las dos: General José Aragón… ah, en esta doblamos a la derecha y derecho seguimos hasta la plaza Liberación o del Libertador… plena zona del centro… anchas las calles y avenidas, con sus camellones o canteros algo descuidados… y la pinche basura también por estos rumbos… pero es una basura que no huele, el basuraje lo tienen los ricachones bien adentro… en las tripas… los puros edificios de apartamentos, arrogancia de terceros mundos… y las tiendas a todo brillo, luces a toda hora, compitiendo hasta con el padre Sol… vaya linda modernidad… ‘comprar es vivir’ ‘adquiera aquí su futuro’ ‘hasta el cielo tiene precio’ ‘coches para todos’ ‘la vanidad es tu fuerza’ ‘tu belleza y nada más’ ‘somos los dioses de hoy’… la poética de la publicidad…”

“Hasta aquí llegamos, señoras y señores” anunció muy formal el algo mulato chofer-cobrador, engolando la voz como un dirigente político que aspira a la trascendencia. O como un engañoso y redundante comentarista deportivo. O como algún poeta de tercera división al agradecer el premio anual del ayuntamiento de Ríomar.

“Casi se me había borrado esta peculiaridad nacional… la soberbia de los parlanchines, el vocerío de los ignorantes ilustrados, el tartamudeo ontológico de los filósofos criollos… y junto con este triple despliegue, a saber cuántos más… Veremos cómo trabaja desde aquí la memoria hacia el pasado de aquí mero… pero que no resulte que uno se ponga a inventar para que los feos recuerdos no despierten… en realidad, son como imágenes petrificadas… allí el tiempo no funciona como se mueven los días del afuera de uno… por eso yo no estaba muy cierto de volver a estos pagos” de seguro el hombre Leandro cogitaba así ya alejándose bastante del inmovilizado autobús.

En la segunda esquina contuvo su caminar, avenida Sur con 19 de Abril… “No, ahora se llama Papa Pío Vicario doce… ¡coño!, ¡y no que éramos un país laico!… esta vía la ensancharon… ¡caracho!, para incrustarle en el medio la estatua del ensotanado… tiene un aro en la cabeza, no me digan que era un santo… ¿es el que hizo los pactos con el inventor del fascismo? Dicen que pederasta fue o protector de maricones machos, porque hay maricones hembras… y la diestra mano echando bendiciones todo el tiempo, aunque no haya ni una pinche ánima en la calle… su calle… seguro que un negocio con el Vaticano, esos restos como una remembranza de la Roma imperial… para entrar aquí inversiones en la bolsa o en la industria de la construcción… lavar la guita de las grandes limosnas”.

“Una moneda, señor… un peso, por favor” escuchó de pronto un verso conocido.

“Con rima y todo, eso ayuda a convencer” se comentó para buscar en seguida el redondo metal solicitado. Los dedos no llegaron al fondo del bolsillo, antes se cruzaron con aquel segundo sángüiche.

“Tomá, solo esto tengo” y el brazo se movió hacia abajo, hacia el centro sonoro de aquella voz salida de viejas voces.

“Gracias, ’ta bueno pa’ comer, ¿no?”

“Por eso te lo dejo, ya me morfé otro… en fin, como ves, quedamos iguales” no supo el porqué, mas su lengua parloteó.

“Iguales serán los güevos… cada uno es el retrato del otro… más o menos…” hubo una pálida y asombrosa respuesta.

El hombre Leandro no miró hacia la figura sentada, de lomo contra el poste de los semáforos, medio envuelta en traperías variopintas, de piernas acortadas por falta de calcio o por la poliomielitis, de pelambrera como una melaza negra, de un brazo y una mano mínimos, de un otro brazo más extenso y con una mano agrandada por el oficio de agarrar lo que fuera y de donde viniera.

“La cara… mejor ni verla… ¿será hombre o mujer?, en estos tiempos todo se mistura, se entrevera, se hace pedacitos en el aire…”

Ahora a cruzar esta calle que se volvió religiosa… ahí está la plaza Liberación… ya la toco con la punta de la pata izquierda… manía de niño, apoyarla bien al subir o bajar la banqueta, al marchar… y con la derecha tirar a gol con piedritas, hojas resecas, colillas de cigarros despreciados… o con tapitas de refresco o cagazones secas de perro sin casa… ¡Si habré ganado partidos!, hasta imaginaba los goles del contrario… siempre me gustó cantidá esta plaza… con el tremendo monumento a José Aragón en el medio y los senderos de granito pulido saliendo de los cuatro costados… las cuatro direcciones que ordenan el mundo… y las fuentes de aguas irregulares… y el pasto con sus flores amarillas, soles perdidos… Me contaron que hicieron un mausoleo los milicos, que colocaron fechas de batallas en los muros de mármol negro… y en el medio, o sea adentro y debajo de la estatua, un gran cofre de madera dura, no sé si ‘pau de ferro’ o caoba, con el triste hueserío del general… de sus ideas libertarias y federalistas, ni una frase, ni una pinche palabra suelta… a ver, está cerrado parece, el letrero dice que por refacciones…” y alguien pasó, hizo como una sombra, hubo un comentario escuchado a medias: “Hace rato que está el aviso… como que no qui…” y nada más.

El hombre Leandro ojeó el rastro no visible de aquella pasajera figuración: “Una muchacha con pinta de estudiante… ah, es la que venía en el autobús, creo…”

El movimiento de la muchacha quedó colgado de un aire sureño con matices de esmog, como si ella hubiera sido un extraño objeto trasladado por un viento que nadie percibiera.

“Esa figura se parece… a la soledad más entera que hasta ahora vi… ¿o es un reflejo de lo solo que estoy… en estos pagos urbanos que ahora trato de recordar? Porque ver tal cual es una cosa, no es acordarse de la sombra de esa cosa…”

Al costado izquierdo del monumento, como quien mira hacia el oeste, mejor dicho, hacia un dudoso mediodía, “Es que todo esto parece menearse, como recuerdos a medias o ensoñaciones del cansancio… postales vivas, fotografías ondulantes, clavadas en la raíz de la retina…”; o sea, hacia esa dirección pero sin tomar lejanía, la abandonada casa presidencial “O casa de desgobierno, con sus muros y balcones del siglo diecinueve… desde allí cuántos discursos se emitieron para deshonor de presidentes mediocres, aunque alguno hubo de buena parla… sí, parloteo democrático, ‘verba non res’, instituciones de puro papel, caudillos y próceres de bronce y mármol nacional, ¡qué orgullo! tener depósitos de esa prestigiosa piedra por gracia de mamá natura… para qué le han puesto guardia armada a esa puerta, quién va a entrar en ese nido de mentiras fosilizadas, de acuerdos en lo oscurito entre los partidos burgueses, autonombrados tradicionales… dos perros casi iguales con un mismo collar… ¿acá no venían de visita los embajadores del norte… o de la Europa de la edad de hierro, la oscura Europa con el engaño de su cultura luminosa? Y pensar que hasta pusimos varios muertitos… que fueron por su cuenta a entrarle a la lucha del pueblo de Sefarad, Hispania o España, contra los invasores franquistas y los fascistas de adentro… y que lloramos a plena calle cuando París fue liberada de los germanos nazis… si estuvimos en guerra declarada a Germania hasta después de que acabó el segundo gran conflicto mundial… si seríamos peleadores por la democracia que nos habíamos olvidado de ese detalle diplomático… había paz, y nosotros en guerra… como canta Gardel, fuimos esa vuelta ‘un disfrazado sin carnaval’… Ah, ¿y ese tamaño esqueleto de edificio pegado a la casa de desgobierno? Veamos los letreros: Empresa Arquitectos Unidos SA, Secretaría de Trabajos Públicos, Refaccionaria General SA, Tubos de acero SA, Vidrierías orientales SA, Maderas y moblajes SA, Asesoría Técnica SA, Instalaciones eléctricas SA, Dirección Nacional del Patrimonio, Ayuntamiento de Ríomar, and so on… de seguro, empresas gringas o brasilianas con apelativo en lengua nativa… y bien en lo alto, bandera propagandística que se deja leer, letras azules, fondo blanco y un sol encima: ‘Aquí se construye el Gran Palacio de Justicia’, y en letras más pequeñas, versalitas: ‘Doce modernos pisos al servicio de una sociedad más justa y equitativa’ ‘Cuatro elevadores para 20 personas’ ‘Aire acondicionado todo el año’ ‘Jardín de infantes para hijos de funcionarios’ ‘Cuatro restoranes populares’… ¿Y este adefesio que será: un hotel o qué?” concluyó el hombre Leandro al sentir una molestia en la nuca, un sutil toque de mínimo dolor.

“Mejor darle un golpe de ojo a la figura del Jefe, lo pienso con mayúscula, claro, aunque estatua sea solo estatua… vos sí que fuiste un exiliado de verdá… mírate ahora, diría el cegatón de Borges, insultado por palomas y gorriones… el derrotado vencedor, una especie de oxímoron, ¿no? Añitos sin verte, General, en altas también tu oficio de patriota que no tuvo patria… que tuvo matria, eso sí, en una tierra que fue luego bautizada para borrarte de una matria más grande… pero los sueños de sangre no se borran… por eso estoy aquí, seguro que hablando de solito… por eso la chava del autobús me mira, como leyéndome los labios, ¿por qué volvió? ¿o no se había ido como una limpia sombra? ¿qué se remueve en mis neuronas? ¿esta plaza: es o no es?” y se acercó, cuatro o cinco pasos nada más, a la persona de estudiantil apariencia.

“Nos vimos en el autobús, ¿no? Me llamo Leandro…” adelantó las nueve palabras, los signos de interrogación, los tres puntos suspensivos, las comillas no, no son ni serán de él. Entre los dos, un paso y medio sería la distancia.

“Sí, ahí veníamos. Yo siempre hago este camino, ahora voy a mi clase de inglés. Me gusta dar un ligero paseo por la plaza, hay como mucha historia aquí…” la voz tenía una vibración que iba más allá del enunciado, como un contenido tintineo de cristales profundos, de metales intangibles.

“Historia, sí, resumida para que no se conozca… o se conozca empobrecida o hasta emputecida… perdón, pero hay mucho de eso, de ocultamientos perversos… de deformaciones no casuales… la verdad es algo difícil… como esas canciones que andan sueltas, sin dueño… a la verdad para ganarla hay que meterle imaginación… y ciencia” desarrolló Leandro un inesperado discurso.

“Puede ser… en la escuela no me dijeron eso. Puras fechas de batallas, de firma de tratados, de oraciones con mucho ruido y un eco muy turbio, pienso, para que esos relatos estén molestando y no dejen que una use a su modo la cabeza propia” así salió ese tal vez impensado empuje verbal.

El hombre Leandro registró para sí un cierto asombro: “Mira cómo esta chava habla a lo bonito, mejor pensado, a lo firme… como si fueran asuntos de larga incubación… la espontaneidad está en la forma de decir lo que dijo… la forma parece que es como el aliento escondido de la palabra visible… audible, mejor…” y enseguida agregó hacia la muchacha: “¿Tienes tiempo para un cafecito?”

“Mis nombres son María Laura… Bueno, sí. Tengo como más de veinte minutos antes de la clase” una respuesta sin timidez y sin sorpresa.

“¿A dónde crees que hay un buen lugar? Ya ni conozco cafeterías por aquí…”

“Usted… tú, ¿es que no conoces el Sorocabana o el Tupambaé?”

“Ah, ¿funcionan todavía? Es que vengo de otro tiempo…”

“Sí, pero ya no están sobre la plaza. Desde hace como seis años, uno en cada punta de la bahía.”

“¿Y por qué los cambiaron?” habían empezado a caminar hacia los portales que eran la base del Palacio Albo, orgullo urbano desde los años veinte, por ahí transitaron hasta otras calles y aceras hasta ver los primeros reflejos del río parecido al mar.

“Abajo del fulgor, el agua de colores indefinibles, las espumas orgánicas, la basura de gentes y barcos” murmuró sin sutileza el hombre Leandro.

María Laura señaló el encuentro de la última calle paralela a la plaza con un callejón emergido de la vecina Ciudad Vieja: “Es ahí, el Tupambaé”.

“¿Qué callecita es ésta?” preguntó Leandro, pero bien sabía, creemos, que era una especie de tajo estrecho metido entre edificios de descascarados historiales; residencias de una burguesía ya largamente retirada hacia espacios de mayor seguridad y prestigio; casas trasmutadas en pensiones de pura cama o en refugios de veloces ejercicios prostibularios.

“Al café lo bajaron de categoría con el traslado, ¿no?” añadió como buscando una explicación final a todas las cosas.

“Es que los milicos no querían que en el Sorocabana o en el Tupambaé se juntara gente de la oposición, ciudadanos cualquiera… No podían sentarse más de dos a una mesa… Más de dos ya eran un mitin… Tomar un trago o un cafecito, no más… La gente casi no hablaba, iba para verse un poco, solo.”

La puerta única estaba a medio abrir, entraron con la inseguridad de quienes fundan un nuevo territorio. El interior del Tupambaé resultaba una hábil reproducción de las instalaciones anteriores: mesas de redonda tapa de mármol entre blanco y rosado, sillas de madera negra suavemente pesada y poderosa, percheros de fierro, en rústica, para descanso de ropas y bolsos, paredes exornadas con fotos de otros tiempos —mejores o no, a saber eso— exhibiendo caras y posturas de personalidades conocidas de la política, el deporte, la academia y las letras, y también de seres ignotos, borrados de cualquier historia. Fotografías enmarcadas en negro, diplomas de reconocimiento de alguna liga comercial, firmas en el amarillento blancor de los revoques, espejos enfrentados en el breve pasillo que llevaba a los baños, cuatro grandes lámparas colgantes de seis focos cada una impulsando ondas de rara luz verdecida, barra o mostrador con espacio para dos veintenas de codos, dos máquinas para el prestigioso café que nunca perdió calidad ni aroma adictivo, botellas de alcoholes nacionales y bebidas importadas de Europa y el Caribe, copas y vasos y tazas y ceniceros y platos y cucharas y escupideras maniáticamente lavados y pulidos. El Tupambaé, pues, dicen que en guaraní significa “tierrita o chacra de dios”, nombre fuerte, de batallas peleadas en un sitio con ese mismo nombre, sangre, lanzazos, pólvora y degüellos, “todos ganaron y todos perdieron”.

Se acomodaron a una mesa sobre una de las ventanas de fatigadas cortinas verdes, “menos generosas”, dijo ella, que las del local de antes.

“¿Generosas? ¿Y eso?” comentó él, regresando de su viaje ocular por aquel ámbito en el que parecieron flotar débiles relámpagos de una luz conocida o ensoñada, tal vez figuraciones o ánimas transmigradas de incierta nomenclatura.

“Claro, las otras eran ventanales más bien, mucho más altas y anchas” explicó ella con un rasgo de asombro.

“Ah, las metáforas del habla diaria… Es que vengo de otros modos de hablar… otros ritmos, hasta tonos que suben al final de la oración o la frase… así, hasta el sentido exclamativo suena con otras vibraciones… ¿Cómo explicarte eso?”

“Ta bien, entiendo. Pero… ¿puedo saber de dónde venís?”

“De un país que sirve para volver a éste…” una voz casi en silencio.

“¿Cuánto tiempo anduviste por ahí? La verdad, no sé si debo meter estas preguntas… No sé por qué lo hago… no quiero molestarte, disculpame...”