Volveré antes de que anochezca - Sophie Barut - E-Book

Volveré antes de que anochezca E-Book

Sophie Barut

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Beschreibung

Los altibajos y pequeñas preocupaciones de una pareja joven cambian repentinamente por el drama de una noche. No es posible morirse a los treinta, cuando acabas de casarte, y menos aún por ir en bicicleta. Correr el riesgo de quedarse viuda a los veinticinco años no tiene sentido... Espera, angustia, realidad dolorosa, rebeldía, sueños rotos... y aceptación y amor, ese que nunca se rinde, en ese pacto mutuo que ayuda a superar todos los obstáculos. Lucharás por mí y lucharé por ti. Repetidamente premiado en Francia, el testimonio conmovedor de esta pareja muestra cómo es posible transformar el sufrimiento en una profunda humanidad.

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SOPHIE BARUT

VOLVERÉ ANTES DE QUE ANOCHEZCA

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Je rentrerai avant la nuit

© 2018 by Nouvelle Cité

© 2024 de la edición española traducida por Gloria Esteban

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6698-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-6699-0

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6700-3

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A Cédric

«Donde hay amor nunca se hace de noche».

Proverbio africano

Fragmentos escogidos de mi diario

destinados a mi familia y a mis amigos,

a quienes han vivido de cerca o de lejos

una prueba que ha cambiado su vida

y a quienes se atreven a creer

que en medio de las dificultades

es posible la felicidad.

ÍNDICE

Prólogo

1. Pronóstico vital comprometido

2. Prepárense para un despertar muy largo

3. El centro de rehabilitación: ¡Una auténtica corte de los milagros!

4. Descubrir qué palabras hay encerradas en tu cabeza

5. ¿Cuándo vas a volver, Cédric?

6. La vuelta

7. Seguirá siendo mi marido

8. Maldita memoria que ya no registra

9. Un futuro enterrado en vida

10. La vuelta definitiva a casa

11. ¡Avanzas, claro que avanzas!

12. ¡Vivos y felices!

13. Vas a ser padre

14. Tu capacidad de amar está intacta

15. Una casa llena de risas y juegos

16. No tenemos todas las respuestas

17. Volveré antes de que anochezca

18. He decidido levar el ancla (Cédric)

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

PRÓLOGO Cédric, mi rosa y mi espina

¡Veinte años! ¡Veinte años ya!

Aquí estás, sentado a la mesa frente a mí. Me sumerjo en tus ojos, tus ojos color avellana, chispeantes y risueños, llenos de cariño, desbordantes de amor. Tus ojos, que parecen decirme: «Te quiero, Sophie, siempre te he querido, ¡pero tengo tan poco que ofrecerte…!».

En tu mirada tan dulce veo ese asomo de desolación, como si te apenara haberte quedado así, como si te entristeciera no haber sido más prudente aquella tarde de primavera. Desolado por estar en silla de ruedas, desolado por sentirte tan perdido en el día a día, desolado por tus amnesias, que ponen a prueba mis nervios. Desolado por parecer un padre tan raro, por ser un marido tan raro.

Y, sin embargo, esa pobreza, esa fragilidad me las entregas a mí; me las entregas con un abandono total, con una confianza tan grande…

Me acaricias la mano sonriendo.

No estés triste, Cédric, amor mío, mi rosa y mi espina, tan delicado y tan áspero a veces.

Hoy hace veinte años que nos entregamos el uno al otro. Bodas de porcelana. Qué frágil es la porcelana, pero qué hermosa.

Estamos en la colina de Fourvière, en un restaurante desde el que se domina Lyon. El panorama que se abre ante nosotros corta el aliento. El casco antiguo, sus plazas, sus iglesias, y a lo lejos el distrito financiero, el Ródano y el Saona, el aeropuerto con sus aviones que vienen y van; y más allá el campo, los bosques, la autopista; y, al fondo del todo, los Alpes, que se alzan majestuosos y triunfantes.

Es como si la vida esta noche nos guiñara un ojo: «Contemplad el camino recorrido todos estos años, alegraos, enorgulleceos. No todo es perfecto, no todo está conseguido, pero hoy podéis felicitaros del trabajo que habéis hecho».

Después de tanto andar a tientas, de tanta niebla, de tanta penumbra, todo parece tan nítido esta noche… Es el momento de la alegría, honda y serena.

El accidente nos abatió en pleno vuelo, frenó en seco nuestra incipiente historia de amor. Tuvimos que construir sobre cimientos nuevos, totalmente inesperados y desconcertantes. Todo estaba por descubrir.

Avanzamos paso a paso. De la mano. Con la mirada puesta el uno en el otro. Día tras día.

Cuando querías abandonarlo todo, yo te suplicaba que pelearas por amor a mí, porque nuestras vidas estaban inexorablemente unidas y mi felicidad era verte sonreír. Tu desesperación me habría hundido. Entonces volvías a levantarte y reanudabas el combate por amor, para darme una buena vida, para darnos una buena vida.

¡Si lo hubiéramos sabido! ¡Si hace veinte años hubiéramos sabido todas las batallas que nos esperaban, nuestras noches sin dormir, las energías gastadas, nuestro trabajo mil veces recomenzado, quizá hubiésemos caído rendidos antes siquiera de empezar! Pero no habríamos dejado de saltar de alegría al ver cuántos regalos nos tenía reservados la vida y cuántas victorias íbamos a lograr…

Si hubiéramos podido ver hasta dónde nos iba a llevar este combate, lo habríamos librado sin duda con más ardor aún y con más fuerza.

Es ese ardor, es esa fuerza la que me gustaría transmitirte ahora para que nunca llegue a extinguirse la pequeña llama de la esperanza.

1. PRONÓSTICO VITAL COMPROMETIDO

Viernes 24 de abril de 1998

Las siete. ¡Ya está! La hora… por fin. Ya puedo salir de la oficina. Rápido: ordeno planos, rotuladores, rotrings. Apago el ordenador. Me despido con prisas de mis compañeros y me subo al Clio. Enciendo la radio, me pongo el cinturón, te imagino al final del trayecto con los brazos abiertos y piso el acelerador.

Allá voy, a por los cuarenta y cinco minutos que separan mi trabajo de nuestra casa. Esos cuarenta y cinco últimos minutos que paso lejos de ti se me hacen siempre los más largos.

Hago un repaso mental de mi jornada de trabajo, los clientes, los operarios, mis proyectos en curso, las panaderías, los restaurantes, todos los comercios pendientes de renovar, de reformar, a los que dar un nuevo look…

¡Ya estoy! Ya veo la casita de pueblo y su tercera planta, que ocupamos desde la primavera pasada, desde que nos casamos.

Aparco el coche en el garaje, subo los escalones de cuatro en cuatro y meto la llave en la cerradura, pero la puerta se abre sola: ya estás ahí, me estás esperando.

Tomas mis manos, me las estrechas, las acaricias, las besas. Me abrazas, me despeinas entre risas, me coges la cara: son tan dulces tus besos… Bajas los ojos y sonríes. Te quiero tanto…

Dejo mis cosas y hablamos de todo, de nada, de nosotros, del futuro.

Tu rostro se nubla.

No te gusta tu trabajo. Te sientes inseguro, no ves salida. Y mi corazón late al ritmo de tu dolor. Tengo que aprender a guardarme mis consejos, que te hacen daño. Tú te atormentas y yo soy pragmática. Habrá que aprender a ponerse de acuerdo.

Te has ido a dar una vuelta en bici: eso te viene bien.

Antes de ponerme a cocinar un plato que te suba la moral, releo el poema que me escribiste hace unos meses, cuando éramos novios, y que conservo celosamente guardado en el bolso. No me canso de él…

Sophie,

Tu sonrisa, te he dicho, mi congoja ha ahuyentado

Para tu frente serena no hay dolor humano

El viento que nos ama, ese viento que pasa

Mi beso solo quiso bendecir tu sosiego

Adorar un instante una dicha tan frágil

Para oler una flor es preciso acercarse

No rehúyas veloz la ayuda de mis manos

Jamás apagarán de tu alma el diamante

No dejes de mirarlas, permanecen abiertas

Tu libertad las roza, mas ellas no la frenan

Adoro el mañana y adoro tus cabellos

adoro ese viento que leve los despeina

adoro el cielo allá y el aquí de tus ojos

adoro que tus brazos por fin rindan tus manos

como siervas inútiles vencidas y cansadas

Y yo les doy consuelo cubriéndolas de besos

No sé si he enloquecido, no sé si te he inquietado

Poco hay que recordar de estos dudosos versos

Tan solo que te quiero y que basta con eso

Cédric

(Me gustan los poemas de amor pasados de moda y la mirada inquieta que lanzas a mi cortejo)

Mañana es domingo y sé que estaré sola en casa. Tal vez planche, o tal vez haga una tarta. Avanzaré en el camino de esposa, de mujer. Se me encoge el corazón, porque percibo que no eres plenamente feliz, y también porque te echo tanto de menos…

Y se acerca el verano, ese sol que llenará el parque de turistas y te mantendrá aún más tiempo lejos de mí. ¿Se puede hacer algo? ¿Hay algo que decir?

Este sábado vienen tus amigos a comer, y el sábado siguiente iremos a ver a mi familia y luego a la tuya, y después vendrán mis amigas. Me encanta verlos a todos, pero me puede esta vida a cien por hora. ¿Por qué? ¿Por qué pasa el tiempo tan deprisa?

Sábado 16 de mayo de 1998

Tengo veinticinco años. Llevo ocho meses casada con Cédric. Ocho meses en los que, en la loca carrera de estos días que nos arrastran con ellos, intentamos mal que bien construir nuestro matrimonio.

Muchas alegrías, mucho amor, pero también heridas, crisis de llanto, rebeliones. ¡Cuánto cuesta cambiar para no hacer daño! ¡Cuánto cuesta aceptar al otro y amarlo incluso con sus defectos! El otro es libre y yo lo acompaño: eso es todo. Tengo que apoyarlo, intentar amarlo para que tenga una buena vida; y ya está. Él no me pertenece.

No querría cometer un error, equivocarme de vida.

El trabajo ocupa todo nuestro tiempo, incluidos algunos fines de semana. Yo soy arquitecta de interiores y él es diseñador gráfico-camarero-maquetista-vendedor —en fin: multitareas— en un parque turístico de la zona. Me gusta mi trabajo, pero me obliga a estar lejos de casa con demasiada frecuencia. En cuanto a Cédric, le gustaría cambiar de trabajo, encontrar un empleo más artístico que le deje libres los domingos.

¿Puede ser feliz quien entierra sus sueños y se resigna? Yo creo que no. Hay que pelear por cambiar lo que se puede cambiar.

Las citas en la cámara de comercio ya están cogidas. A Cédric le gustaría trabajar por su cuenta, quizá como ilustrador de libros infantiles… Dentro de quince días tiene una entrevista en una importante editorial parisina que está interesada en sus dibujos. ¡Ojalá la cosa salga adelante!

Jueves 28 de mayo de 1998

Cédric lleva siete días en coma.

Todo ha ocurrido tan deprisa… Y, sin embargo, el tiempo parece haberse detenido. Aquí estoy, pegada a los labios del médico, del enfermero, aferrada a cualquier indicio capaz de guiar mis emociones. El desaliento primero, después la resignación: «Cuatro semanas de espera»… Aún puedo ver al joven urgenciólogo que se lo lleva al quirófano y no quiere avanzar ningún pronóstico:

—Hay que esperar.

—Pero su vida no corre peligro, ¿verdad?

—Sí.

Un sí que me paraliza, como si el espacio y el tiempo hubieran dejado de existir de golpe. No, no es posible: no a ti, no a mí… Me gustaría volver a empezar de cero, dar marcha atrás…

Fue el jueves de la Ascensión.

Son las seis de la tarde. Vuelvo de Crémieux, donde he pasado el día con unos amigos nuestros mientras tú, como otros días de fiesta, estabas trabajando. Te abrazo mientras te cuento mi día. Estás disgustado, aunque una leve sonrisa tuya me hace ver que he ganado. Pero no: tú quieres decirme que estás disgustado, que la vida es injusta, que te pesa tu trabajo y que vas a coger la bici para despejarte.

—Salgo a hacer una subida: La Valla, Saint-Georges-en-Couzan… A darme un atracón. Volveré antes de que anochezca.

De haber sabido que esas iban a ser tus últimas palabras antes del accidente…

Te dejo marchar a regañadientes: no, está claro que no me perteneces.

Luego se hace de noche; la inquietud va creciendo poco a poco. Apago la tele y desaparecen las imágenes del Festival de Cannes que mi mente, demasiado angustiada, ha dejado de registrar. Cojo el coche para salir a buscarte siguiendo tu recorrido, convencida de que, si no nos cruzamos, a la vuelta ya habrá luz en las ventanas. Y tú, con tu albornoz y todo despeinado, me contarás lo bien que te sienta la bici, lo necesarias que son para ti estas salidas diarias… Y yo me alegraré contigo, y retomaremos nuestra velada, dos jóvenes recién casados felices de volver a estar juntos…

Pero no. No me he cruzado contigo a lo largo del recorrido que me habías descrito y, cuando vuelvo, los cristales de las ventanas siguen estando desoladoramente oscuros. El grado de inquietud aumenta. Entro corriendo en casa y, pese a todo, te llamo. Nunca se sabe. Pero nada: en la casa reina un silencio terrible. ¿Qué hago? Mi anciana vecina, que ha debido de darse cuenta de que algo no va bien, empuja la puerta de casa para ofrecerme ayuda. Le explico lo que pasa y me sugiere que llame a la comisaría.

Me pongo a ello, muy agitada. Mis manos pasan con torpeza las páginas amarillas. Casi sin aliento, tengo que volver a empezar tres veces antes de conseguir marcar el dichoso número.

—Ha habido un accidente en el recorrido que usted dice; espere un momento… ¿Un hombre de unos treinta años? ¿Pelo castaño? ¿Una bici verde y negra? Sí. Ya está ahí el helicóptero, con el equipo de reanimación. El pronóstico vital está comprometido. Su estado es crítico. La volveremos a llamar. Lo siento, señora. No se mueva de su casa. Le enviamos a dos compañeros.

No, es un error. No es él. No es verdad. «¡NO!». Camino arriba y abajo negando a gritos la realidad, como si un proyeccionista pudiera rebobinar la película: es un error, esta no es mi vida, ¡no somos nosotros! Esto no encaja con el principio de nuestra historia: estamos recién casados, tenemos trabajo, un apartamento precioso, una familia que nos quiere, un montón de planes… No puede ser. Se han equivocado de persona. No, no es él.

Todo pasa deprisa, muy deprisa. Unas cuantas llamadas a los más íntimos. Dos policías llaman a la puerta.

—Venimos a tomar los datos de su marido. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta años? ¿Puede usted describírnoslo? ¿Cómo iba vestido? No llevaba documentación. ¿No la suele llevar? ¿Tienen ustedes hijos? ¿No? Mejor. Ánimo, señora, su marido todavía está en el lugar del accidente recibiendo asistencia urgente. Por el momento no se le puede trasladar. Quédese en casa; la llamaremos para informarla.

¿Por qué se los ve tan desanimados? ¿Tan grave es la cosa? ¿O el tanatorio o el hospital? A los treinta años no se puede morir nadie, menos aún si está recién casado. Nadie se muere montando en bici. Viuda a los veinticinco: imposible.

Una espera interminable de horas y, después, una llamada de la comisaría:

—Su marido está en el helicóptero del SAMUR. Acaba de despegar de Saint-Georges. Llegará dentro de unos veinte minutos al hospital Bellevue de Saint-Étienne, puede reunirse allí con él.

Un coche: es Jean, un íntimo amigo de Cédric, que viene a buscarme. La angustia. El no saber nada. La espera en el vestíbulo de ese hospital frío, en medio del silencio de la noche, acompasada por el ruido de las ambulancias y los helicópteros, el baile incesante de esas tragedias anónimas que se suceden encima de nuestras cabezas.

«¿Dónde estás, amor mío? ¿Qué has hecho? ¿Por qué no me has esperado?».

La mano de Marc, el tercer componente de vuestro trío inseparable, la presencia de Jean. Ese joven residente que me entrega tus medallas, tu alianza y tu reloj. «¿Qué has hecho?».

Llega tu madre y se une a tus dos fieles amigos y a mí. Los cuatro velamos en silencio tu dolor. Todos nuestros pensamientos, todas nuestras oraciones, cada una de nuestras respiraciones son para ti. Los médicos se desviven para que vivas, a escasos metros de esa lúgubre sala de espera cuyos detalles ya me sé de memoria. No podemos verte, nadie nos informa de nada. Hay que esperar.

Esa primera noche en blanco concluye en torno a tu cama, a la que por fin nos permiten acercarnos de madrugada. Tienes la cabeza vendada, la cara hinchada, tus ojos cerrados han desaparecido detrás de dos enormes hematomas morados, la barbilla cosida, tubos saliendo de tu boca, de tus brazos. La pierna derecha suspendida de una pesa. Es la que ha chocado directamente con el coche que te ha atropellado. Fractura abierta. Más adelante nos enteraremos de que no es tu herida más grave. Las heridas que no se ven suelen ser mucho más incapacitantes. «Traumatismo craneal grave»: a partir de ahora, así te conocerán todos los médicos que se ocupen de tu caso.

Por el momento, lo único de lo que estamos seguros es que tendremos que acostumbrarnos a todas esas máquinas que suenan a tu alrededor. Quizá una semana, quizá un mes, quizá un año… o toda una vida. Después del coma, llegará la muerte, la rehabilitación o el estado vegetativo. Ningún médico es capaz de predecir nada.