Y bailar sobre tu tumba - Ignacio Cid Hermoso - E-Book

Y bailar sobre tu tumba E-Book

Ignacio Cid Hermoso

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Beschreibung

En la universidad nadie se preocupa por Ismael, tan solo Lili le hace caso a veces. Sumergido en su soledad, ama a Yolanda en secreto. Y de repente llega Eva, su nueva compañera de piso. Y un nuevo vecino. Y todo está a punto de cambiar para siempre.

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Seitenzahl: 117

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ignacio Cid Hermoso

Y bailar sobre tu tumba

 

Saga

Y bailar sobre tu tumba

 

Copyright © 2018, 2021 Ignacio Cid Hermoso and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726879872

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

"Y bailar sobre tu tumba" by Ignacio Cid Hermoso is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-CompartirIgual 4.0 Internacional License.

«Los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro;

también allí reposará Lilith y en él encontrará descanso».

Isaías 34:14

PARTE I:

INTIMIDACIÓN

I

En realidad no recuerdas quién irrumpió primero en tu vida. Tal vez lo hicieran a la vez, el mismo día o durante la misma semana, pero aún ahora no eres capaz de aceptar la cronología, y ni siquiera sientes que tenga demasiada importancia intentarlo.

Lo que sí recuerdas es que la primera vez que viste a Eva te pareció demasiado guapa como para dejar que se fuera a compartir piso con otro, una auténtica zorra con piel de mojigata católica. Por suerte, a Maite le pareció lo mismo que a ti, aunque ella lo expresara con su acostumbrada vehemencia y algún que otro gesto obsceno que ahora tampoco puedes recordar. Ella, Eva, quizá no tuviera un sitio mejor al que ir, puede que el precio que le ofrecisteis fuera demasiado atractivo o, simplemente, vio en vosotros dos una pareja de inofensivos freaks que no se entrometerían demasiado en su atolondrada vida social.

En eso acertó, al menos. A pesar del amor de Maite por el heavy metal finlandés, su pelo teñido de un color rojo eléctrico y ese maquillaje que se echa encima, como si intentara tapar cualquier vestigio de la princesa que tal vez fuera de niña, se puede decir que es una chica afable, respetuosa y poco o nada entrometida.

En cuanto a ti, puedes hacerte una idea bastante aproximada de las sensaciones que transmites a los demás. Desde luego, no eres el prototipo de chico que se las lleva de calle. Eres más bien alguien a quien las chicas como Eva suelen tratar con displicencia, o incluso puede que con algo de asco disfrazado de desdén. A primera vista asustas con tus dos metros contrahechos, esa caprichosa solución que tu cuerpo decidió otorgarle a tus extremidades, la espalda crispada, visiblemente arqueada, o tu frente prominente que parece estar a punto de reventar en un confeti de sesos. No, no eres agradable para lo femenino, pero, de alguna manera, tampoco eres demasiado incómodo. Puedes, como digo, llegar a ser ese amigo o confidente feo que nunca podrá aspirar a ser nada más físico que un acompañante eventual.

En efecto, Eva pensó todas estas cosas de ti nada más conocerte en la entrevista que mantuvisteis los tres ese día —fuera cual fuese aquel día— en el que ella, su faldita y sus crucifijos decidieron hospedarse en el piso que llevabas compartiendo con Maite desde el año anterior. También pensó que, como mucho, te la pelarías en la ducha pensando en ella, y que ese “inconveniente” sería fácilmente subsanable al haber en el piso dos baños con aseo, uno para ti y otro para las chicas.

De hecho, aquel fue el motivo principal por el que tuvisteis que buscarle un sustituto a Sandra cuando se fue a finales del curso pasado: el piso era demasiado grande y demasiado caro para ser mantenido por tan solo dos estudiantes. Decidisteis probar suerte con una nueva chica, pues entre los chicos no soléis gozar de buen cartel. Ni Maite por rara, ni tú por rozar lo monstruoso. La convivencia con otros hombres es una lotería con mecanismo de bomba relojera que puede fluctuar entre el avasallamiento y la agresividad directa, por lo que siempre es mejor jugar sobre seguro y aceptar la indiferencia con el leve toque de asco que te proporciona una chica del montón. Si además tienes la suerte de encontrar a alguien como Eva, que es limpia, ordenada, paga con puntualidad y no se preocupa lo más mínimo por ti o por tus cosas, puedes darte por satisfecho.

«¿Tienes aficiones raras?», recuerdas que le preguntó Maite aquella misma tarde, mientras os sentabais en dos sillas frente a la mesita del salón, después de haberle ofrecido una Coca-Cola a Eva, que esperaba en el sillón con las piernas pulcramente cerradas para no enseñaros nada más que el volante de su falda veraniega.

«¿Cómo…?», contestó ella.

Ahora entiendes que, ya desde ese primer día, Eva no se enteraba de que aquel no era su mundo. Que, para ella, tratar de comprenderlo no era sino un atractivo añadido a la rareza de compartir piso con dos cucarachas. Hija de padres divorciados, niña consentida que habría de enfrentarse por vez primera a la vida real… para ella, tanto tú como Maite erais casi un experimento sociológico o de madurez.

«Que si coleccionas pájaros muertos o fotografías de viejos practicando sado…», continuó tu compañera, quizá lo más parecido que nunca tuviste a una amiga (o a un amigo, en general, sin distinción de sexo), aunque ese concepto siguiera pareciéndote demasiado grandilocuente para ti. Demasiado pomposo.

Entonces tú, que siempre has tenido alma de caballero, que a pesar del desgarbo con que Dios te castigó, no has dejado de creer que caíste en este mundo para hacer algo más que dar susto, lástima o arcadas; te interpusiste entre la sorna de Maite y las tetitas pequeñas y puntiagudas de Eva y trataste de consolarla:

«Es solo una broma. Maite suele decir muchas tonterías cuando está nerviosa».

Y la hiciste reír. Y supiste entonces que sería vuestra nueva compañera de piso. Y esa noche, en efecto, te la pelaste por primera vez pensando en ella. En el baño que solían utilizar Maite y Sandra. En el que sería de Eva. Sobre el lavabo.

II

Te preguntó si te habías cruzado con el nuevo vecino.

«Es siniestro», añadió. Y lo hizo con la cara congestionada por la emoción, sabedora de que solo alguien como tú podría apreciar todas las esquinas y redondeces de la palabra “siniestro”.

«No», le dijiste, aunque no tardarías en hacerlo. La descripción de Maite resultó ser, después de todo, simplista y del todo incompleta. Te dijo que era delgado y que vestía con un traje negro. Que tenía la cara “chupada”, como si estuviera enfermo o desnutrido. Tres días después, cuando te lo tropezaste al bajar las escaleras, pudiste comprobar que eso no era del todo cierto. Tu nuevo vecino era un espantajo desabrochado, un esqueleto pulido con la tez olivina, los dientes prominentes y dos ojos a modo de yagas en un rostro comido por las facciones de un cadáver sin embalsamar. A pesar de que tus dolores de rodilla y talones te impedían bajar a la carrera, casi te chocaste contra él, asustándolo y haciéndolo chillar como una rata que acabara de ver la luz del día por vez primera. Te miró y te traspasó un montón de toda esa angustia que llevaba adherida debajo de las cejas. No supiste reaccionar.

Y entonces sonrió. Una sonrisa de batracio, babosa, vacía de risa. Y tú agradeciste que fuera él y no tú quien rompiera el hielo en ese momento congelado, a medio golpe de luz y entre dos pisos, el tuyo —el vuestro— y el segundo. Aquella tarde no funcionaba el ascensor y el tipo transportaba alguna suerte de baúl de cuero pesado y alargado. Sudaba por el esfuerzo y porque aún era verano, pero ni siquiera se había quitado la americana de su traje, en efecto tan negro como había prometido Maite. Saludaste después de unos segundos de duda en los que te faltaron ojos para sostener aquella mirada de quebrantahuesos, y luego puede que incluso te ofrecieras a ayudarle con su equipaje. Sea como fuere, él rehusó tu ofrecimiento y te esquivó. Era alto, aunque no tanto como tú. No conocías a nadie que fuera tan alto como tú, pero en ese momento, por fin, creíste haber saludado a alguien más alto, feo y desagradable.

Aquel primer encuentro fue breve pero intenso. Tanto, que pensaste que nunca podrías borrar aquella sonrisa abstracta de tu memoria. Lo miraste un segundo más mientras seguía subiendo y cuando dejó el baúl en el suelo. Después decidiste continuar tu descenso, consciente de que no era prudente alargar aquella inspección descarada. Era la primera vez en tu vida que no era otro quien se quedaba mirándote a ti durante largo rato, ajeno a la posibilidad de estar violentándote con su rasero de “tipo normal”. Aquella vez, fuiste tú el que se quedó impresionado por la figura de otro. Ibas ya por el rellano del primer piso cuando escuchaste cómo la puerta de tu nuevo vecino de enfrente se cerraba con violencia.

Y en ese momento, debido al desorden que la fantasía ejercía con asiduidad en tu cerebro, imaginaste qué podría encerrar aquel baúl oscuro y parcheado.

Qué fantástica colección de objetos, alambiques o amputaciones podría llevar consigo un tipo como aquel.

III

La universidad era a aquellas alturas una cazuela de jóvenes hirviendo, muchos de ellos cocinados en cerveza, la mayoría sonrientes y con la necesidad en las venas de prescindir del otoño.

Tú no tenías amigos. Hoy sigues sin tenerlos, pero recuerdas el primer año con especial frustración. Cuando tu abuela te dijo que te pagaría los estudios superiores, pensaste que la universidad sería distinta al instituto. Que, allí, los chicos y las chicas no serían tan crueles. Y acertaste. Los motes y desprecios de la infancia se vieron sustituidos allí por una distancia prudente y por algo infinitamente peor y más monstruoso: la pena.

El distanciamiento prudente fue tónica general en todos tus compañeros, variando de forma gradual según estos fueran más o menos guapos o arbitrariamente feos. Sea como fuere, ninguno alcazaba tu punto de monstruosidad, por lo que la relación en cualquier caso se limitaba a compartir apuntes y a un continuo dejarse ver y contemplar en los mismos lugares comunes transitados por los “chicos normales”. Tampoco tú eres excesivamente extrovertido, por lo que nunca buscaste nada más que eso. Quizá porque nunca conociste la amistad verdadera o el cariño de unos brazos desinteresados, pero lo cierto es que nunca echaste de menos otro tipo de contacto. Te asqueaba, eso sí, la gente que utilizaba su pena como polea para mantenerte suspendido al grupo.

Y entre todos ellos, Lili era la peor. Aún hoy lo sigue siendo.

Aquella chica de Utrera que, con su sonrisa, se afanaba cada día en mostrarte lo distinto de ella que eres, forzándote a compartir momentos, experiencias y cafés con gente que no te interesaba y que no tenían ni podrían comprender nunca tus problemas ni tus aficiones derivadas de toda una vida entera de reclusión social. Eres plenamente consciente del daño que te hace, de cómo incomoda a los demás con su eterna pretensión de incluirte en todo tipo de quedada o evento. Los demás no lo ocultan, ni siquiera tú tratas de ocultarlo, pero ella no parece darse cuenta, o tal vez piense que esa reticencia se deba en parte a cierta timidez mal gestionada. Insiste en eludir toda frontera cuando es evidente que esas barreras existen y son necesarias para tener claro tu lugar en el mundo. Pero, sobre todas las cosas, lo que más te exaspera es que tú mismo no puedes evitar acompañarla, seguirla con tu escorzo de sonrisa rara, bailarle el agua con la torpeza enamorada con que un escarabajo se abraza a su bolita de mierda.

Lili es como le gusta que la llamen. De Yoli. Yoli-lí, como un trabalenguas chino, una garrapiñada exótica en el fondo del paladar que se apodera de cada sílaba para hacer con ellas lo que quiera.

Yolanda, con su sonrisa heredada de Andalucía, con su pelo negro recogido en una colección de coleteros de colores que combina siempre en el mismo orden a lo largo de los siete días de la semana: azul, amarillo, azul, blanco, azul, negro y granate. Como si la vida fuera una función de trebejos y tú fueras su número estrella, siempre doblegado, siempre dispuesto, siempre sonriente y enamorado.

Odias a su novio italiano y a su panda de amigos engominados. Odias que ella sepa que tú la quieres. Odias cada conversación compartida y cada asentimiento efusivo. Porque sabes que no le interesas lo más mínimo. Que, con esa actitud afable y golosa, lo único que hace es tratar de ganarse su lugar en el Cielo.

IV

Fue por esas fechas, a mediados de octubre, cuando aparecieron los carteles por todo el campus.

Una chica de primer curso de Industriales había desaparecido sin que nadie tuviera la más remota idea de dónde pudiera estar. Sus padres, su hermano, sus amigos y su compañera de piso la buscaban con ayuda de la policía desde hacía dos días. Llevaba una falda negra y larga y una blusa blanca el día de la desaparición. Rubia, metro setenta, ojos verdes. Una foto pegada a cada árbol, farola y pared de la facultad.

Tú te acercaste justo a ese cartel que estaba al lado de la puerta de la biblioteca. Te quedaste mirándola como si acabaras de ver un fantasma. Acaso te preguntabas que no fuera más que eso lo que había de ser, evaporada de la Tierra sin dejar huella. Siempre te fascinaron las personas que desaparecían. Les solías atribuir ciertas cualidades de mártires y de súcubos del morbo que no podías llegar a comprender, pero que te excitaba la sangre. Fue la mano de Lili la que te sacó de tu brumoso onanismo al posarse sobre tu hombro encorvado.

«¿La conoces?», te preguntó.