Y que el río se lleve todo - Claudia Chamudis - E-Book

Y que el río se lleve todo E-Book

Claudia Chamudis

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Beschreibung

En palabras de Dolores Reyes: "Retener a un hijo adentro del vientre no es algo tan natural como suele pensarse, menos cuando ese vientre pertenece a un pueblo invadido. Engendrar, proteger, criar en un útero, en una cultura, es igual de dificultoso. En esta novela se crea una lengua por imágenes, olores, tactos, silencios y música, por la proximidad de la tierra y del río, de la vida pero también de la muerte.   Y que el río se lleve todo es una invitación al origen y al reconocimiento de los pueblos que se fueron y de los que tuvieron que quedarse esperando el regreso, de sus dioses antiguos y de los nuevos, de los exterminios y las supervivencias que hacen posible que estas voces todavía lleguen hasta nosotros".   Agrega Gabriela Cabezón Cámara: "Claudia Chamudis crea, con una lírica exquisita, la voz imposible, la perdida para siempre: la de la mujer originaria que resiste la llegada y el mundo del blanco. Y que el río se lleve todo no solo es hermoso. Es necesario".

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Y que el río se lleve todo

Y que el río se lleve todo

Claudia Chamudis

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Otras tierras
Una luna casi llena
Abrazos y peces
Elección
La casa de un solo dios
Una vasija grande
Los días y las tareas
La nueva vida
El maestro de música
El gran pueblo
Bautismo
Peste
Protección
Fiesta
Simulación
Riña
Creciente
De río y de tierra
El traslado
Otra vez el monte
Lluvia
Tatuajes
Asamblea
Y que el río
San Xavier
Bienvenida

Chamudis, Claudia

Y que el río se lleve todo / Claudia Chamudis. - 1a ed. - Santa Fe : Palabrava, 2023.

Libro digital, EPUB - (La punta del iceberg / Patricia Severín ; 5)

Archivo Digital: descargaISBN 978-987-4156-56-3

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

Y que el río se lo lleve todo

Chamudis Claudia

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.blogspot.com

Colección La punta del iceberg

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Esta edición estuvo al cuidado de Susana Ibáñez.

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Foto de tapa: Laura Chamudis

Santa Fe - www.sugoilab.com

Digitalización: Proyecto451

Claudia Chamudis nació en la ciudad de Santa Fe, Argentina, en 1971. Vive en Empalme San Carlos. Profesora en Letras y Magíster en Semiótica. Docente. Publicó en la antología Veinte Jóvenes Cuentistas Argentinos de la Editorial Colihue en 1992. Obtuvo primera mención en la edición 2016 del Concurso Literario Municipal Ciudad de Santa Fe. Fue finalista del concurso Narrativa Inquilina 2019. Algunos de sus relatos fueron publicados en diarios, revistas literarias y antologías (El Litoral, Periódicas, Penumbria). Participa en la gestión del centro cultural y radio comunitaria Ochava Roma.

A mis viejos,

por la biblioteca

y la confianza.

Otras tierras

Antes de que la luna llegue por novena vez a hacerse redonda Iyatäé siente unos dolores que la atan a la tierra y llama a los gritos a las viejas. Entre dos la ayudan a sentarse de cuclillas para que la criatura pueda bajar. Es una niña azulada y frágil que berrea como un ternerito guacho. A la beba le cuesta prenderse a sus pezones duros. Apenas puede tragar y vomita lo poco que traga.

Nadel hace lo que hacen los padres cuando han parido. Está varios días echado, en parte también por la desilusión de ver que han parido una beba débil y enfermiza. Falta lluvia y los animales se fueron para otras tierras. El río está más espeso y caliente, algún que otro bagre boquea cerca de la orilla. En poco tiempo se van a ir ellos también detrás de la caza y van a dejar las huellas de las fogatas y los hornos.

Sus hermanos vienen a avisar que parten dentro de tres noches. Nadel se levanta para empezar a preparar a los animales y para avisarle a su otra esposa que también ella va a tener que desarmar choza y juntar lanzas e hijos. Iyatäé mira a su bebé que duerme, casi todo el día, entre sus brazos. No le pusieron nombre todavía, pero cree que se parece a un pichón de paloma, los pocos pelos negros como un plumón y las patitas flacas: Covinig, le dice entre susurros, mi pichoncita, tenés que tomar mucha leche y hacerte fuerte. Faltan tres días. Cuánto va a poder fortalecerse este manojito de huesos para un viaje largo.

Tres días es poco tiempo para rellenar ese cuerito. Ya están las chozas desarmadas y plegadas sobre los lomos de los caballos. Ya están las lanzas ordenadas y los cacharros envueltos. Iyatäé se queda unos instantes mirando a los que están listos para partir. Los ojos de su esposo le dicen todo. Covinig no lo soportaría, hay que cruzar el río y cabalgar muchos días con sus noches hasta encontrar un nuevo lugar para asentarse. Nadel le dice que es así como ha sido siempre. Ella ya vio a otras mujeres tener que tomar la decisión antes de un nuevo recorrido, cuando el recién nacido es tan pequeño y débil que es seguro que morirá sin llegar al nuevo lugar. Con los ojos ardidos camina hacia lo espeso del monte llevando a su hija arropada en el pecho. No quiere ayuda de nadie. Prefiere que quede en este lugar, donde está enterrado su padre, el gran Caalac, que podrá cuidarla.

Apenas un movimiento y siente el crujir de los huesitos del cuello. No le demanda mucha fuerza pero le trae un dolor que arde y sube desde el vientre. La apoya en la tierra para cavar con las manos un pozo apenas profundo donde pueda dejarla. Debajo de un aromo que otros no van a ver tan hermoso, con una rama torcida que casi toca el suelo. La piel de Covinig está pálida, los ojos entreabiertos no miran nada. La acuesta en el hueco reseco, acomoda las piernitas flacas y sostiene uno de sus brazos. Echa la tierra liviana como harina de algarroba, hasta que no se ve más que una mano que sobresale. Iyatäé se queda en cuclillas. Le cuesta soltar los dedos de su bebé.

Va a tener que recordar este monte, este aromito, esta rama. Cuando los animales y los hombres vuelvan ella también va a volver a dejarle en la mano tendida algunos frutos para que no pase hambre su Covinig. Se fue muy pequeña y muy débil. El alma de su padre, el gran Caalac, también quedó en el monte, persiguiendo tigres y carpinchos que se esconden entre el barro y el río. Su cuerpo y el de su caballo fueron enterrados no muy lejos de ahí, esa vez que la garra del tigre fue más rápida que su lanza. Así que le pide a él, en un susurro, que cuide el cuerpo de su hijita, que tienda una manta para protegerla de los carroñeros hasta que ella pueda volver.

En lo que queda del caserío un silencio respetuoso la consuela. El fuego del vientre no se apaga, el ardor sube hasta los ojos y se tensa hasta sus manos, con las que va a cargar el atado de cueros y vasijas hasta que encuentren un nuevo lugar para vivir.

Una luna casi llena

Ya armaron asentamiento en la nueva tierra. Iyatäé se recuesta sobre los cueros tendidos. Mira la distancia entre las paredes de la choza y el piso. Caben cuatro o cinco dedos. Suficiente para que los perros asomen su hocico curioso. Suficiente para que los cuises entren y salgan husmeándolo todo. Suficiente para que los mosquitos aleteen su danza irregular. Pero no alcanza para que ella pueda pasar su cuerpo delgado fuera de la choza. Le gustaría poder esconderse. Nadel le dijo que hoy va a dormir con ella. Pensó que se iba a quedar un tiempo más con Carimí, su otra mujer. Todavía le duele en el cuerpo el recuerdo de su Covinig. Pero va a quedarse ahí tendida, como tantas mujeres lo han hecho antes, esperando a su hombre que no dejará de comer hasta que no quede nada de carne entre las brasas.

El corazón le salta entre las costillas. El latido le llega a la cabeza. Su boca está seca. Se acuerda del monte que dejaron atrás. Se acuerda de su padre, el gran Caalac, que descansa junto a su mejor caballo. Se acuerda de su Covinig. Busca de una de las vasijas un poco de agua y la bebe con torpeza, dejando que se derrame por las comisuras. Los ruidos de la noche entran en la choza. Gritos lejanos de almas que quedaron en el monte se mezclan con los balidos lánguidos de las ovejas y con los golpes atolondrados de su corazón, que marcan el ritmo de todo lo otro.

Piensa que es una buena esposa. Sabe trabajar el barro, volverlo liso y parejo, levantar con paciencia las paredes hasta hacer una vasija que soporta bien el fuego. Sabe también recolectar la miel de los panales sin que ni una abeja la pueda picar, y con esa miel sabe hacer la bebida que tanto les gusta a los hombres. Podrá darle a Nadel hijos fuertes para la caza y también podrá darle hijas que aprenderán a cuidar de la casa y de los animales y de las armas.

Nadel entra en la choza y la encuentra sentada con la vasija de agua entre las manos. Iyatäé quisiera poder sonreír, pero en su cara los ojos están ahora ocupándolo todo. Su esposo le quita la vasija de las manos y empuja a Iyatäé hasta que su espalda toca otra vez los cueros del piso. Quisiera poder mirarlo como cuando él le mostraba su sonrisa de hombre joven y fuerte, pero vuelve a girar la cabeza hacia el costado, hacia las paredes de cuero gastado por donde los cuises siguen entrando y saliendo y ella siente la misma ansiedad que la noche en el que Nadel pagó la dote y se casaron.

La respiración de su esposo cambia de ritmo. Se quita con prisa los pocos cueros que lo cubren. Es ahora lanza, es leño ardiendo, es puñal, es cuerno de toro. Iyatäé pasa la lengua por su cuerpo, como le han enseñado las mujeres en las rondas, sus manos moldean la carne de Nadel como si fuera la misma arcilla con la que fabrica las vasijas.

Apenas Nadel se echa a su lado y cierra los ojos Iyatäé se incorpora y sale de la choza. Le pide al alma de su padre que esta misma noche pueda concebir un pequeño cazador de piernas y brazos fuertes. Tiene ganas de orinar, pero las ancianas le han recomendado que aguante cuanto pueda para que la semilla prenda. Cierra los ojos y percibe el dulzor de las flores de los aromitos.

La luna está casi llena, le falta apenas un mordisco. Podrá contar así cuánto falta para que nazca su hijo. Cerca de la luna la constelación de las tres estrellas, la que llaman las tres viejas, la cuida. Ella lleva el nombre de la estrella central, por lo que sabe que está protegida cuando la mira.

Somos nosotros hojas que se sacuden con el viento y somos viento. Somos el cuero que sujeta las vísceras del tigre y somos el cuero que ahora envuelve el cuerpo del cazador. Somos el barro de donde nacen los sapos y somos las larvas que depositan los mosquitos en el barro. Nosotros somos luz de luna, luz de sol ardiente, luz lejana de estrellas, sombra fresca de timbó y sombra temible de nube de tormenta.

Nos hacemos río que acompaña a las mujeres y a los hombres hasta las chozas. Somos ahora las moscas revoloteando en los huesos que quedaron en el fogón casi apagado. Llega la noche y la tristeza sigue rondando, así que nos volvemos libélulas que los niños corren a los saltos para llevarse nuestra luz en un puño. Cuando los hombres duermen somos los perros vigías con orejas atentas que cuidamos el sueño de nuestros hermanos.

Cuando el sol se va a iluminar dentro de la tierra la luna viene a nuestro encuentro. Entonces los que somos de la oscuridad salimos y los que somos del día nos escondemos. Y en la noche las estrellas nos cuentan las historias de un tiempo de antes.

En el tiempo de antes nosotros hablábamos con nuestros hermanos en su misma lengua y podíamos cambiar de piel y ser hombre, mujer, zorro, mono o serpiente o tucán, según si necesitáramos volar o reptar o alcanzar un fruto de una rama alta, hasta que el gran fuego bajó del cielo y para que no terminara de comerlo todo nosotros le dimos nuestra voz y entonces se llenó la boca de nuestras palabras y se apagó. Desde entonces nuestros hermanos hombres y mujeres son los únicos que dicen las cosas en lengua y nosotros las decimos en aullidos y graznidos y en los colores de las hojas y en los ruidos de los truenos y el frescor de la lluvia y así a veces nos entendemos.

Abrazos y peces

En la ronda comentan que por ahí cerca, a uno o dos días a pie, se instalaron unos hombres blancos que se hacen llamar padres. Cuentan que muchos hermanos fueron a conocer y se quedaron. Algunos quieren ir a ver cómo es eso de convivir con los padres blancos, que aprenden los nombres de las plantas y los animales y enseñan a hacer sonidos con cuerdas y maderas y levantan sus casas de tierra dura. El cacique pide que varios lo acompañen a ver las novedades.