Y te cruzaste en mi camino - Daniel Gallart Gámez - E-Book

Y te cruzaste en mi camino E-Book

Daniel Gallart Gámez

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Beschreibung

¡Hola! Te podría contar que este verano me fui a las idílicas islas griegas con el cañón de mi novio. Que hice el amor en una cala escondida en Mykonos, que probé la deliciosa comida griega y disfruté de las increíbles puestas de sol de Santorini. Pero cuando tu pareja te confiesa que es gay y se marcha a vivir a Australia con el clon de Chris Hemsworth todos esos planes se esfuman. Y te preguntarás, ¿qué hice entonces? No se me ocurrió mejor cosa que hacer el camino de Santiago. No me gusta madrugar, ni cansarme y mucho menos sudar, pero sin duda lo volvería a hacer una y mil veces más. ¿Quieres conocer mi historia?

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Primera edición: noviembre, 2022

Y te cruzaste en mi camino

© Daniel Gallart Gámez

© Éride ediciones, 2022

Edición eBook febrero 2024

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-24-9

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Dani Gallart...

...nació en Barcelona en 1994. Después de estudiar Comunicación Audiovisual se especializó en Guion de Ficción para Cine y Televisión y ganó el primer concurso de guiones del museo de cera de Barcelona. Mientras seguía formándose con un máster de producción cinematográfica la productora Setmagic Audiovisual le compró su primer guion «Nunca es tarde», una comedia romántica intergeneracional. Desde entonces no ha parado de escribir historias viajeras y románticas cargadas de emoción, con un estilo narrativo en el que predomina la acción, diálogos frescos y dinámicos y toques de humor. Ahora da el salto a la novela con su primer libro Y te cruzaste en mi camino.

«Con esta historia quiero que te calces las botas conmigo y disfrutes del camino. Quiero que te enamores de sus increíbles paisajes, de la familia que vas formando a cada paso y de ese chico que revolucionó tu corazón desde la primera mirada. Pero, sobre todo, quiero que vivas una aventura transformadora, que cada página despierte lo que llevas dentro y te enamores de ti».

Dani GallartBarcelona 1994

En las nubes

Cuando tenía nueve años quería dar la vuelta al mundo en un globo aerostático, como Willy Fog. En aquel momento no me parecía una mala idea. En la serie de dibujos animados, ese león vestido con su traje de gentleman, su elegante sombrero de copa y esa ridícula corbata de topos se lo pasaba genial yendo de un sitio a otro con sus colegas felinos. Una vida de aventuras en la que cada día era diferente al anterior.

Sabías dónde te levantabas, pero no dónde te ibas a despertar al día siguiente. Y lo mejor de todo es que ya no me tendría que preocupar de que me dijeran que estaba en las nubes cada dos por tres, porque literalmente, me habría pasado gran parte del tiempo en ellas.

Aunque estuve insistiendo más de un año en que me regalasen un simple globo gigante lleno de una masa de aire caliente en forma de gas de elevación, sorprendentemente, ese regalo nunca llegó. Creo que el hecho de tener que ir cada día al colegio a estudiar matemáticas para que en un futuro supiera si me han dado bien el cambio en el súper de la esquina era uno de los hándicaps que se interponía ante mi sueño.

Luego estaba el hecho de que a mis padres no les hacía gracia que me independizara en una casa flotante cuando todavía me quedaban nueve años para cumplir los dieciocho.

Aunque acabé descartando la idea del globo, las nubes me seguían atrayendo. Saber a qué olían, si sabían como el algodón dulce o si eran tan blandas y esponjosas como parecían. Por eso cuando cumplí once años les pedí viajar en un avión. Quizá no podría tocarlas, pero estar envuelta entre ellas mientras volaba por el cielo como un pájaro tampoco habría estado nada mal. El único inconveniente es que mis padres siempre han sido muy caseros, y cuando digo que son caseros es que su plan del domingo tarde (y del fin de semana entero) es estar en casa haciendo el hueco del sofá más grande. Además, no habían cogido un avión en su vida, y esta no sería la primera vez. No es que de pequeña no hiciéramos cosas, me llevaban al zoo y al parque a jugar, nunca faltábamos a la cabalgata y en verano, la playa de Barcelona se convertía en mi segunda residencia, pero cuando me fui haciendo grande la cosa cambió y las paredes de casa se me caían encima por momentos.

Durante toda mi adolescencia me tuve que conformar con el viaje de fin de curso a París, que no me pareció poco, y esperar a entrar en la universidad para conocer gente con mis mismas inquietudes viajeras y convertirme en la Willy Fog que tanto ansiaba. Pero como dice mi madre «una propone y Dios dispone».

Y eso fue lo que pasó cuando conocí a Roc. Aunque no empezamos a salir hasta segundo, desde el primer día que entró en clase me llamó la atención. Esa melena indomable, con su chupa de cuero negro, su mirada provocativa y unos labios carnosos que te pedían a gritos que le comieras la boca. Cuando entras en Comunicación Audiovisual tienes claras dos cosas: una, que toda la gente que entra ha sacado notazas para estar ahí, y la segunda, que el 75 % de las estudiantes somos chicas, luego hay un 24 % de frikis divertidos y chicos a los que les va el salseo más que a ti y luego estaba ese 1 % restante, ese Ken de melena rubia llamado Roc. Cuando entraba en clase todas nos convertíamos en hormonas con patas, incipientes mujeres entrando en la edad adulta segregando feromonas sin parar.

Roc era como un imán que entraba en un campo magnético cargado de polos opuestos y atraía toda la energía hacia él. Solo con su mirada ya te ponía a mil, era como sentirte desnuda ante sus penetrantes ojos.

Y cuando se mojaba los labios antes de reír e irradiarte con su sonrisa Profident… Ahí ya… OMG. Te derretías como un cucurucho de vainilla bajo el sol. Y a todo esto había que sumarle que obviamente no estaba soltero. Roc había conocido a su novia en el instituto a los quince años, una chica guapísima de casi metro ochenta y unas piernas interminables que sumaba más de 80 000 seguidores en Instagram. Una de esas chicas que los tíos puntuarían con un diez, porque no podías encontrarle ninguna pega, al menos física. Imposible competir con una influencer que acabaría siendo top model.

Yo estaba muy orgullosa con mi metro sesenta y cinco y mi pelazo de rubia natural, y más viendo la materia prima de donde había salido, dos Homo Sapiens sedentarius a los que Darwin hubiera descartado por selección natural. Eh, pero con todo el cariño del mundo. Aun así, me quedaba un largo camino para llegar a ese diez. Si me dijeran cuál es la parte de mi cuerpo que menos me gusta sin duda diría la nariz, un poco apatatada, aunque mi madre dice que es muy mona. Tampoco me gusta en absoluto la cicatriz que tengo en la frente, como la marca de Harry Potter, pero sin tanto glamour. Es lo que tiene cuando coges por primera vez una bici sin ruedines y tu coordinación es pésima. Y ya puestos a decir también tengo las orejas un poco de soplillo, aunque siendo chica tiene fácil solución. Eso junto a mis tobillos anchos y poco estilizados me hacía comprender que nunca ficharía por una prestigiosa agencia de modelos, ni desfilaría por la pasarela de Milán y que chicos como Roc nunca me verían como una potencial novia, sino más bien como una buena amiga. Y eso mismo es lo que pasó. Supongo que mi humor sarcástico e irónico y el hecho de no tratarlo como a un David de Miguel Ángel como el 74 % restante de la clase, hizo que congeniáramos muy bien, hasta el punto de convertirnos en mejores amigos. Cada miércoles íbamos al cine a ver la comedia romántica de la semana, creo que le gustaban más a él que a mí, que ya es decir, y nos pedíamos un buque enorme de palomitas dulces para ayunar tres días seguidos. Otro día lo dedicábamos a ir a alguna exposición o museo cultural. Le encantaba el arte abstracto y esas performance que nadie entiende porque no tienen ningún tipo de hilo narrativo. Ahí estaba él para disfrutarlas. Después de la visita nos comprábamos un vainilla latte tamaño americano y debatíamos horas y horas sobre lo que nos había parecido la exposición. Pensábamos de forma muy parecida, aunque siempre había discrepancias, pequeños matices que nos hacían discutir hasta que las últimas nubes rojizas del día daban paso a la noche. Y luego estaban los jueves internacionales. No es que saliéramos de fiesta a las típicas discos de guiris borrachos que cantan el himno del Barça yendo más cocidos que una gamba, sino que cenábamos comida de diferentes partes del mundo. Así un día estábamos comiendo en un etíope con las manos sobre una especie de crepe gigante y la semana siguiente nos ardía la boca con Oi Muchim, una especie de ensalada de pepino picante coreana. Y lo mejor de todo es que no hablaba nunca de su chica, el tiempo que pasábamos juntos era solo para mí.

Entre las horas que le dedicaba a estudiar y el tiempo que pasaba con Roc no hice un gran grupo de amigos, ni me desmadré con esas fiestas universitarias que empiezan al mediodía y en las que acabas con una buena turca imposible de ocultar a tus padres al llegar a casa. Pero sin duda, cada día al lado de Roc me merecía la pena y no lo habría cambiado por nada del mundo. Cuando empezamos segundo, un quince de septiembre, todo cambió. Habíamos quedado después de las clases en el césped de la facultad, como siempre, para aprovechar que todavía hacía buen tiempo y no nos habían acribillado a trabajos absurdos.

Roc venía como si le hubieran arrancado un pedacito de alma, agotando sus últimas reservas de energía en arrastrar los pies, como un arrollador cortacésped que aniquilaba las florecillas que encontraban a su paso sus All Stars.

—Se acabó. —Sentenció sin apenas mirarme a la cara.

—¿El qué se ha acabado? —Le pregunté con toda la curiosidad del mundo.

—Lo mío con Mónica. Ya está, nuestros caminos se separan, no estábamos hechos el uno para el otro.

Chasqueé la lengua sin articular palabra. Aunque el pobre estaba destrozado, en ese momento mi estómago empezó a florecer como una primavera anticipada, con un jardín del Edén en el que mariposas de todos los colores revoloteaban revolucionadas.

—¿Qué ha pasado? —Pregunté con un hilo de voz.

—La han fichado de la agencia DNA Models y se tiene que ir a vivir a Nueva York. Ya es definitivo. —Respondió compungido.

DNA Models es una de las agencias de modelos más prestigiosas del mundo. Representa a supermodelos como Alessandra Ambrosio, una de los ángeles de Victoria Secret. Ahora se iba a convertir en una de esas odiosas chicas que llenan todas las portadas de revistas de moda que solo sirven para acomplejar al personal y recordarte que nunca llegarás a ser tan delgada, tener un culo tan redondo y bien puesto o una odiosa y perfecta nariz respingona.

Roc seguía ahí, de cuerpo presente y la mente volando con American Airlines a New York City. Como no sabía qué decir le di uno de esos abrazos reparadores, de esos que sabes cuándo empiezan, pero no cuándo acabarán. Al principio solo se dejaba abrazar sin oponer resistencia, pero en el momento en que me estrechó con sus brazos y se dejó llevar, me invadió un calor que me volvió a recordar todo lo que me gustaba Roc. Los primeros días fui un buen hombro en el que llorar y desahogarse. Después, el exceso de roce nos llevó al cariño y, sin darnos cuenta, empezamos a salir.

Nuestra vida seguía siendo la misma. Los miércoles de comedia romántica, jueves de comida internacional y todas las exposiciones habidas y por haber de la ciudad. Lo único que ahora le podía tocar el culo cuando quería, pasear de la mano por la facultad para caerle mal al 74 % de la clase (sin contar el porcentaje de chicos que también babeaban por él) y pasárnoslo muy bien en los diminutos y cutres lavabos de la facultad entre clase y clase.

Tres años de mi vida que fui feliz, sin preocupaciones, estudiando lo justo para aprobar, trabajando en un H&M los fines de semana y dedicando el resto de mi tiempo a Roc. Con lo que ganaba no me daba para comprarme un globo aerostático, y mucho menos para dar la vuelta al mundo, pero sí que podíamos hacer una escapadita romántica de vez en cuando y darnos algún que otro capricho. En segundo fuimos a Praga, en tercero a Brujas y en cuarto a Edimburgo. Tres ciudades de cuento de hadas, con mi príncipe azul y nada más.

Eran mis días preferidos de todo el año. Entre finales de enero y principios de febrero, justo cuando se acababa el primer semestre. Si lo habías aprobado todo tenías tres semanas de vacaciones por delante. Días en los que el tiempo se paraba para vivir ese momento. Dar paseos a la orilla del río, callejear sin rumbo fijo por bucólicas calles empedradas, entre pintorescas casas revestidas de madera y miles de lucecitas que hacían brillar la ciudad como si fuera Navidad. Y mucho, muchísimo frío, que se evaporaba con abrazos interminables, chocolates calientes con nubes de algodón y sexo a todas horas. Viajar en invierno, junto a las pocas horas de luz incitaba a pasar la mitad del viaje en un rústico Airbnb, tumbados en una cama extragrande. Esa superficie acolchada de ciento treinta y cinco centímetros de ancho y doscientos de largo nos atrapaba durante horas, un festival de fuegos artificiales que no acababa hasta que me temblaban las piernas de placer y empañábamos todas las ventanas de la habitación. Días en los que habría parado el tiempo para perderme entre los músculos de su cuerpo y recorrer con mi lengua cada centímetro de su piel.

Quitando nuestros viajes esporádicos, nuestro día a día tampoco estaba nada mal. Lo hacíamos prácticamente todo juntos, menos cuando iba al gimnasio. Roc es una de esas personas odiosas que sin hacer ningún tipo de deporte y comiendo como un cosaco puede mantener una figura esbelta. Así que, mientras los lunes hacía Hiit y Body Pump, y los miércoles yoga, Roc echaba un cable a una ONG vinculada a la WWF que lucha por los derechos de los animales. Siempre había querido un perro, pero soy un poco alérgica a cualquier bicho peludo, con lo que se conformaba con su tiempo en la ONG y un enorme peluche de un San Bernardo que le regalé por su cumpleaños.

Aparte de estos momentos, muy de vez en cuando quedaba con mi amigo Guille, un chico al que conocí en los cursos de dibujo e ilustración cuando estaba en secundaria. Luego estaban Mar, Iris y Cris, tres amigas de bachillerato a las que no veía mucho, pero con las que me iba una semana en verano a Salou a tomar el sol, salir de fiesta y beber mojitos. Todo el tiempo restante, era para mí y Roc.

Una de las cosas que más me gustaba hacer con él era tumbarnos en el césped de la facultad al salir de clase para ver las nubes y adivinar a qué se parecían. No era como viajar en globo, pero me permitía dejar volar mi imaginación. Mi sueño de dar la vuelta al mundo había sido desplazado por una vida a su lado.

En vez de comprarme el dirigible de Willy Fog, nos compramos un coche de segunda mano, los Airbnb en ciudades de ensueño fueron sustituidos por un pequeño piso de alquiler situado en el corazón del Raval y el bote común para los viajes lo destinábamos para los pequeños imprevistos de nuestro día a día, o mejor dicho, no tan pequeños. Un mes se rompía la lavadora, al siguiente nos llegaba el seguro de la casa y al otro ya era Navidad, «¡Ho ho ho!». Solo gastos y más gastos en regalos para toda la familia, cenas navideñas y reencuentros con gente que no veías desde las fiestas pasadas.

Aunque no había llegado a hacer submarinismo entre tiburones ballena, ni había navegado por el Amazonas en canoa, nos prometimos hacer un gran viaje en verano. Y esa fue la mejor sorpresa que me podían dar un veinticinco de diciembre. Antes de ir a comer a casa de mis padres, nos sentamos alrededor de nuestro pequeño árbol de Navidad artificial y como dos críos de cinco años, nos quedamos mirando los regalos hasta que nos dimos permiso para abrirlos.

—Tú primero. —Le ofrecí con ilusión.

Mi regalo era una edición especial de clásicos Disney que Roc llevaba meses buscando. Era una edición muy concreta, en formato VHS y con unas peculiaridades que la hacían jodidamente difícil de encontrar. No lo tuve fácil, pero si en Internet puedes comprar uranio enriquecido, hacerte con la peli de Bambi en versión remasterizada tampoco era tan complicado. Aunque le hizo mucha ilusión, parecía que tenía demasiadas ganas de que abriera mi regalo, así que no tardó en ofrecérmelo con una sonrisa que le irradiaba toda la cara.

—¿Qué es?

—Tú ábrelo —insistió con picardía.

Era una pequeña caja de color azul y blanco. En su interior había una postal con una puesta de sol en la maravillosa Santorini. Detrás de la postal había dibujado un avión.

—¿Esto significa que…?

Roc me miraba con sus grandes ojos brillantes, sonriendo como un bobo y asintiendo lentamente con la cabeza.

—¡NOS VAMOS A GRECIA!

Listas y más listas

Llevábamos un tiempo sin hacer ningún viaje y menos fuera de España, pero este verano iba a ser diferente. Soy de esas personas a las que les encanta tenerlo todo controlado y organizar hasta el más mínimo detalle y una de las mejores cosas para ello es hacer listas. Lista de las islas que íbamos a visitar, de los museos más interesantes, de los restaurantes que nos habían recomendado y de los pueblecitos de casas blancas y cúpulas azules con más encanto. Lista de los mejores hoteles que nos podíamos permitir en cada sitio, de los ferris entre islas, de su precio, su horario, de dónde partían y a qué puerto llegaban, incluyendo la política de equipajes claro. Lista de los platos típicos que teníamos que probar (sin dejarnos la moussaka, obviamente), de los mejores lugares donde ver la puesta de sol y de las mejores playas, de arena blanca, roja, negra y si hacía falta con arena brilli brilli.

Lo teníamos todo planeado, hasta el más mínimo detalle, habíamos comprado hasta las entradas para el Partenón, no fuera a ser que se agotaran siete meses antes de ir. En febrero ya me había sacado el A1 de griego para principiantes y hasta aprendí algunas de las curiosidades de su cultura, como que son el país más activo sexualmente hablando (por delante de Brasil), que escupen para alejar el mal o como bendición cuando sucede algo positivo, y que se comen un pastel con una moneda dentro y quien la encuentra tiene suerte durante todo el año. Como una especie de roscón de reyes, vaya.

Mi cabeza ya no podía pensar en otra cosa que no fuera Grecia, una cuenta atrás hasta cambiar el abrigo por el bikini y la crema de manos por el aceite bronceador. Diez días de puro romanticismo para bañarnos en esas playas volcánicas de agua caliente, callejear por idílicos pueblos y deleitarnos con atardeceres en los que el sol desaparece por el horizonte bajo la inmensidad del mar. Lo tenía todo controlado e iba a ser un viaje perfecto. Digo que lo iba a ser y no lo fue porque una semana antes, Roc me confesó que ya no me quería y que se iba a vivir a Australia.

Canguros y australianos

—Lo siento, de verdad que lo siento, pero si fuéramos a Grecia me estaría engañando a mí mismo y sería peor para los dos.

—¿¡Y tenías que esperarte a decírmelo una semana antes de irnos pedazo de cabrón!?

Eso es lo que me dieron ganas de decirle, pero en ese momento se me hizo un nudo en el estómago, el pecho me ardía y si no podía ni respirar, mucho menos hablar.

—Pe, pero… ¿Por qué? No, no entiendo nada —balbuceé.

—Sé que te lo tendría que haber dicho antes, no he actuado bien, pero todo ha pasado muy rápido y sin buscarlo.

—¿Eso quiere decir que hay otra?

—Más o menos.

«¿Más o menos?». Como si al engañar a la otra persona pudieras hacerlo «más o menos». «Hoy me he acostado con ella, pero hacía una semana que no la veía así que esta semana ha sido más bien menos», pensaba hacia dentro.

—¿Cómo que más o menos?

—Pues que no hay otra, sino otro.

En un primer momento me quedé paralizada, con su mirada de cordero degollado clavada en mis ojos. Enseguida se fue apagando ese fuego que lo estaba arrasando todo y se transformó en un intento de comprensión arropándolo entre mis brazos, sin acabar de asimilar la bomba que me había soltado. Roc rompió a llorar a sollozo limpio y no pude hacer otra cosa que abrazarlo bien fuerte hasta calmarlo.

A decir verdad, la salida de Roc no era tan sorprendente. Le gustaban las películas románticas más que a mí, se sabía de cabo a rabo todas las bandas sonoras de Disney y los domingos por la mañana limpiaba la casa a ritmo de Boney M. Por no hablar de su gusto increíblemente sofisticado para decorar la casa con cuatro tonterías resultonas del Ikea y Wallapop. Sí, teníamos sexo y sabía cómo hacerme pasar un buen rato, pero en los últimos años ya no era como al principio. Apenas lo hacíamos y casi siempre era yo la que necesitaba «apagar ese fuego interior». Nuestra relación había evolucionado a una amistad más profunda, éramos compañeros de vida que habíamos relegado a un segundo plano esa atracción sexual que nos volvía locos al principio, ese ferviente deseo interior al ver a la otra persona y las ganas de hacerlo a todas horas por cada rincón de nuestro dulce hogar.

Aunque le comprendí desde el primer instante, eso no me quitó el cabreo que llevaba encima. Había echado por la borda una relación que habíamos trabajado durante años y de postre me acababa de fastidiar las que iban a ser las mejores vacaciones de mi vida, al menos hasta el momento. En dos días me iba a plantar con tres semanas de vacaciones sin tener absolutamente nada que hacer. Ya no me tenía que preparar la maleta, ni pensar en los vestidos que me llevaría para pasear por esos idílicos pueblos y ni siquiera tendría que vaciar la memoria de la cámara para enmarcar mis mejores recuerdos en una foto. Y el daño colateral de todo esto era perder a mi mejor amigo. En otro contexto creo que podríamos haber mantenido una bonita relación de amistad, quizá dejar pasar un tiempo y luego volver a ser aquellos jóvenes ingenuos con ganas de comerse el mundo. Pero cuando uno de los dos se va a vivir a la otra puñetera punta del mundo, está complicado.

—¿Y por qué Australia? —Le pregunté todavía en shock.

—Verás, hace unos meses llegó un chico australiano a la ONG. Estaba haciendo como un Erasmus, pero en su país tenía en marcha un proyecto para reinsertar en su hábitat natural canguros rescatados de zoos, circos y particulares que los utilizaban para peleas ilegales. Ya sabes lo mucho que me gustan los canguros, así que me empecé a interesar en el proyecto y… también en él.

No sabía qué decir, así que seguí con la boca cerrada y los oídos bien abiertos.

—Al principio me lo tomaba como una broma, pero luego se me presentó la oportunidad de ir a trabajar allí.

—Pero si has estudiado Comunicación Audiovisual. No tienes nociones de biología, ni de veterinaria.

—Eso es lo mejor, que buscan a alguien que se encargue de la imagen audiovisual, de las fotografías y los vídeos, con lo que me pasaría gran parte del tiempo con ellos. ¿No es genial?

Era como el trabajo de sus sueños. Actualmente, se tiraba ocho horas delante de un Excel validando promociones de fútbol en una productora que más que una empresa audiovisual era una fábrica de churros que exprimía tus ilusiones, así que realmente era genial, al menos para él.

—Te juro que no tuve ni la más mínima intención de que esto sucediera, me dejé llevar y…

—Por favor, no sigas por ahí.

No era capaz de mirarle a los ojos. No se había ido y ya me parecía que estuviera a miles de kilómetros de distancia. El silencio que se formó a continuación era ensordecedor, como si estuviéramos en un lugar deshabitado como la Antártida. Un silencio únicamente interrumpido por el gélido viento y los gigantescos bloques de hielo desprendiéndose del glaciar, precipitándose a decenas de metros de altura para impactar contra la inmensidad del océano, como mi corazón haciéndose añicos en lo más profundo de mí. Él ya estaba en su nuevo continente y yo, simplemente, seguía ahí.

—Está bien, lo entiendo, pero eso no quita que me sienta engañada. —Le confesé con el corazón en el puño.

Me daba rabia que no se hubiera atrevido a decirme la verdad, a expresar lo que de verdad sentía desde siempre. Además, después de cuatro años en los que no lo había conseguido sacar de Europa, ahora por unos puñeteros canguros y un hippie australiano iba a romper con su vida por completo y empezar una nueva a 15 000 km de distancia.

Lo miré y me cogió la mano pidiéndome a gritos que no le culpara por perseguir sus sueños, por ser él mismo y guiarse por sus sentimientos. Me costó decirlo, fueron unas palabras duras, pero me salió del corazón.

—Me alegro mucho por ti Roc.

Siempre me he considerado una experta en camuflar sentimientos, guardarlos en lo más profundo de mi interior mientras se van expandiendo y multiplicando como cristales rotos que siembran diminutas heridas imposibles de sanar. Después de despedirme, mis manos se desprendieron de su calor y me fui con un cargamento de lágrimas contenidas, con uno de esos cristales bien afilados atravesándome el corazón y sabiendo que esa sería la última vez que iba a ver al que fue, es y será mi primer amor.

Invernando en agosto

Hay muchas cosas que no se me dan bien en esta vida, y las despedidas son una de ellas. En tercero de primaria mis padres me compraron un hámster enano Roborowski al que llamé Gus, en honor a uno de los ratones amigos de la Cenicienta. Tenía unos ojos grandes y negros, muy saltones y brillantes, con un pelaje agrisado, la barriga blanca y una pequeña mancha de nacimiento en una de sus patitas delanteras. Cada día después del colegio me pasaba las tardes enteras embobada con él, jugando con esa pequeña bola peludita.

Lo metía en mi casa de muñecas y me imaginaba que tomaba el té y se lo pasaba a lo grande. Ahora que lo pienso fríamente, quizá le hacía tortura animal. Pobre… La cuestión es que una tarde, al volver a casa, Gus ya no estaba. Casi se me paró el corazón cuando no lo vi. Enseguida mis padres me dijeron que se había ido de viaje muy muy lejos a visitar a sus primos. Al principio lo envidiaba, era el único de la familia que podía viajar, pero luego tuve una llorera que me duró semanas. Había perdido a mi mejor amigo. Como una cría insoportable, no paraba de insistirles que quería ir a verlo, aunque probablemente en ese momento ya se encontrase en el fondo del mar o a lo sumo enterrado en una de las macetas del jardín. Al final, mis padres me animaron a escribirle una carta de despedida.

Apreciado señor Gus,

Espero que usted y sus primos hámsteres estén bien. Por aquí su mansión está en buenas manos,aunque se le echa en falta. Las tardes sin usted son más aburridas, nadie se toma el té con tanto estilo comousted. He pensado que la mansión es muy grande y puede alojar a sus familiares. Por lo tanto, si vuelve conellos montaremos una buena fiesta de bienvenida y a usted y sus allegados no les faltará de nada. Mispadres no me dejan ir a visitarlo, todavía soy muy pequeña para coger un avión sola, así que tendrá quevenir usted. Espero su respuesta.

Atentamente,

Su mejor amiga humana.

Me sentía muy mayor y sofisticada cada vez que ponía «usted» u otras palabras que en mi día a día estaba muy lejos de utilizar. Al cabo de una semana mis padres me dieron una postal de una playa hawaiana con un texto escrito en la parte trasera.

Querida Erika,

Por aquí estamos todos muy bien y yo también te echo de menos. Aquí no tomamos el té, pero hay unostrozos de queso con coco y piña exquisitos. Me he comprado una camisa hawaiana para hacer surf queseguro que te gustaría. Lamentablemente, no puedo volver. A mis primos les da pánico volar y me tengo quequedar con ellos, pero siempre serás mi mejor amiga humana.

Te quiere mucho tu amigo del alma.

Un besito de ratón,

Gus.

¿Quién se iba a creer que un hámster se fuera a Hawái a surfear con sus primos? Pues yo. Aunque la carta me ayudó a superar su despedida, creo que nunca me acabé de recuperar del todo.

Después de despedirme de Roc, los dos primeros días me los pasé en casa de mis padres, sin apenas salir de la habitación. Así me evitaba montar ningún numerito viendo como la persona que más quería iba desapareciendo poco a poco del apartamento, y también de mi vida.

«Ya lo he recogido todo, puedes ir al piso cuando quieras. Siento irme de esta manera, pero creo que así es mejor para los dos. Te deseo lo mejor en la vida y estoy seguro de que encontrarás tu camino y serás muy feliz». Ese fue su último mensaje antes de subir al avión. Podía entender los motivos por los que se iba y hasta ser consciente de que a la larga saldríamos ganando los dos, pero que no se despidiera en persona me dolió.

Era un siete de agosto. Uno de esos días que te apetece estar en la calle, al aire libre, saborear el verano relamiendo un helado, ir en bici mientras una suave brisa te acaricia la cara y pasear hasta algún pequeño rincón de la ciudad desconocido, sin prisas por volver a casa. Las parejas paseaban de la mano, los abuelos jugaban con sus nietos en el parque y los perros se lo pasaban en grande persiguiendo un trozo de plástico aéreo. Salí un momento al pequeño balconcito de mi casa para que me diera el aire, pero solo me podía fijar en una cosa: las parejas. Las que se reían con complicidad entre carcajadas y risas sinceras, las que entrelazaban sus manos, las que se daban de comer un helado manchando la nariz del otro o las que se besaban sin miramientos deteniendo el tiempo a su alrededor.

¿Por qué cuando lo dejas con alguien solo ves a parejas felices?

Volví a la oscuridad de mi pequeño piso y me puse a llorar a borbotones sin que nadie me viera, para comerme cuatro litros de helado sin atragantarme y ver una de esas pelis románticas que tanto disfrutaba con Roc.

Normalmente, cuando me sentía desanimada o rayada por algún tema y no estaba él para consolarme, me encantaba ir caminado hasta el mar, sentarme en la arena y relajarme poco a poco hasta que el problema ya no me parecía tan grave. La verdad es que no sabría vivir sin tener el mar a cuatro pasos de casa, necesito escuchar el sonido de las olas y sentir la sal del mar en la piel. Pero mi estado anímico era tal que no me apetecía ni eso y gasté mis últimas energías en ir al súper de la esquina. Si hubiera hecho algo de frío me hubiera puesto la chaqueta encima de mi pijama de unicornio, tampoco quedaban tan raros unos pantalones aterciopelados rosa fosforito. Y llevando un cuerno encima, hacía honor a mi cornamenta.

Con la ola de calor que estábamos pasando, outfit era el equivalente a que me diera un síncope, así que me decanté por unos pantalones de chándal largos muy holgados (no quería depilarme y no lo pensaba hacer en un futuro próximo), una camiseta XL de Ed Sheeran que utilizaba para dormir, unas gafas de sol para ocultar mi estado decadente (más todavía) y una chanclas de dedo que iba arrastrando para llevarme conmigo toda la suciedad de la calle.

El resultado final, un menú degustación de tarrinas de helado: chocolate frappé, strawberry cheescake, caramelo chai latte, peanut butter, limón y mandarina, cookies and cream y cuatro más de vainilla con caramelo y brownie, mi favorito. Me gusta ponerme retos y creo que probar todos los sabores de la tienda era suficientemente estimulante para mi estado de ánimo. Como ya soy una persona adulta y sé que no me puedo alimentar solo de helados, también arrasé con la estantería predilecta de los solteros que solo saben precalentar platos ultra procesados en el microondas. En mi caso, una docena de fideos asiáticos instantáneos, suficiente para aguantar una semana sin salir de casa. Por si los helados no me habían vuelto diabética perdida llegados a este punto, cogí un paquete de galletas rellenas de chocolate, cinco barritas de caramelo, otras cinco con crema de cacahuete y un paquete de Bollicaos, aunque ya no los hacen como cuando era pequeña, cuando desbordaban chocolate con cada bocado que dabas.

En total cinco días. Cinco días de no hacer absolutamente nada. De ir de la cama al sofá y del sofá a la cama, siempre acompañada de la tarrina de helado con una cuchara extra grande y la caja de clínex. Por si eso no fuera poco, una vieja amiga me visitó unos días para alterar mis hormonas, recordarme que el universo conspiraba contra mí y hacerme llorar y comer como una descosida mientras me desangraba por dentro. Y cuando ya nada podía ir a peor, Vueling me recordó que mi avión salía en dos horas hacia las mejores vacaciones de mi vida.

Cuentos de princesa Disney

Había malgastado prácticamente una semana de vacaciones en verme todas las películas románticas hollywoodenses de entre los años cincuenta y principios de los noventa. Aunque compartía la pasión por ese tipo de cine clásico con Roc, creo que lo que me hizo más daño fueron las pelis Disney que me tragué durante toda mi infancia. Los lunes, miércoles y viernes antes de cenar, peli de Disney, el fin de semana al mediodía, peli de Disney, el domingo por la tarde, peli de Disney. ¿A que no sabéis qué pelis veía durante todas las vacaciones de Navidad?

Y así es como poco a poco mis sinapsis se fueron ahogando en al almíbar de un amor romántico que solo existe en el imaginario Walt Disney, creyendo que los príncipes azules son reales, al igual que las medias naranjas, pensando que todo el mundo estaba hecho para alguien y que por muy canutas que las pases, si eres buena persona siempre tendrás un final feliz. Pero como dijo una vez el sabio Bruce Lee:

« Esperar que la vida te trate bien porque eres buena persona es como esperar que un tigre no te coma porque eresvegetariano». Touché.

Aladdín, Pocahontas, Blancanieves, la Bella y la Bestia, Cenicienta, Hércules, la Sirenita y la Bella Durmiente se pasaban el día entero en mi VHS. Creo que si mi padre llega a escuchar una vez más a los siete enanitos cantando «hi ho hi ho» se hubiera tirado por el balcón teniendo la certeza de que era la mejor decisión de su vida.

Chico conoce a chica, esa chica es una princesa, y el chico un príncipe de sangre azul, claro. La princesa está en apuros y el príncipe la rescata, la salva, se enamoran, juntos aprenden lo que es el amor y viven felices y comen perdices. Qué asco. No por la felicidad ajena, no tengo nada en contra de eso, pero sí en lo que respecta a comer perdices. ¿Qué les habían hecho los pobres pájaros? Podrían haber sido felices y haber comido arroz con habichuelas, por ejemplo.

El caso es que se repetía la misma fórmula una y otra vez. No me gusta la idea de que siempre tenga que ser el hombre el héroe y la princesa una mujer florero y que su felicidad tenga que depender de un tío.

De hecho, con Roc era yo la que le sacaba de más de un apuro, cuando no tenía ni puñetera idea de cómo hacer la declaración de la renta o los primeros meses que vivimos juntos, que no sabía hacer ni un huevo frito. Por no hablar de las inundaciones que provocaba cada vez que lavaba los platos y aquella vez que puso a lavar un pantalón con un par de clínex en los bolsillos. «Oh, blanca Navidad». Aun así, tantos años de princesas me habían pasado factura y ahora me sentía sola, con un vacío que no podía llenar ni con todas las tarrinas de helado que había comprado, como si la felicidad se hubiera ido a otro sitio, como por ejemplo, a Australia.

Mi vida sin Roc

Cuando no estaba con Roc, gran parte de mi tiempo lo dedicaba a una mala costumbre que cogí al empezar la carrera, trabajar. Ya no era una de esas dependientas del H&M de Paseo de Gracia, todo el día corriendo, subiendo y bajando escaleras, como una clase interminable de steps, atendiendo a guiris con todas las tonalidades de quemado habidas y por haber. Tengo que reconocer que esas escaleras me pusieron más en forma que cuatro años de gimnasio, y encima me pagaban. Después de ser dependienta, en mi último año de carrera hice las prácticas en una agencia de comunicación muy creativa, Imagine Kosmos. La escogí por sus inspiradoras y atrevidas campañas de marketing, el mensaje transgresor que se escondía detrás de sus diseños y la imagen de que todo lo que puedas imaginar puede llegar a hacerse realidad. Era un reto en toda regla para alguien que seguía viviendo en las nubes, con una cabeza llena de pájaros preparados para alzar el vuelo.

Además, siempre me ha gustado el dibujo, y aunque ese barco ya zarpó hace tiempo, creía que en un sitio como ese, si trabajaba duro y hacía más horas que un reloj, podría llegar a meterme en el departamento de arte, quizá como diseñadora, y así ayudar a crear esas maravillosas campañas que hacían desbordar tu imaginación. Pasaron las primeras semanas, los primeros meses e incluso hice un año en la empresa, ya con un contrato que me confirmaba mi paso a la adultez, pero seguía con las mismas tareas.

Había entrado en una fase de monotonía en la que ya tenía el trabajo por la mano y ya no aprendía nada. Y entonces fue cuando una de las chicas del departamento de arte dejó el trabajo para irse a otra agencia con sede en California, una de las más prestigiosas del mundo. Por descontado, la chica, Estefi, era una jodida crack en lo suyo. En ese momento pensé que había llegado la oportunidad que tanto había esperado. Le entregué a Rafa, el jefe del departamento, un portfolio que estuve preparando durante todo el fin de semana sin parar, con un resultado del que me sentía bastante orgullosa. Pero el lunes siguiente, cuando presentó a su sobrina para ocupar la plaza de Estefi sin ni siquiera darme una oportunidad, mis sueños como diseñadora acabaron como mi portfolio, triturados en el fondo de un viejo cubo metálico después de pasar por una máquina de destruir papeles.

Después de ello asumí mi realidad. Me resigné y acepté mis roles de Community Manager, llevar el Clipping de la agencia y enviar Newsletters. Si no sabes exactamente lo que es puede sonar hasta interesante.

—¿A qué te dedicas?

—Soy la Community Manager de la prestigiosa agencia de comunicación Imagine Kosmos.

Parece que se te llena la boca de orgullo. Pero sin ir más lejos, mis tareas eran hacer publicaciones en Facebook e Instagram como una petarda quinceañera, molestar a los clientes a base de correos spam de los nuevos servicios de la agencia y hacer un seguimiento de las noticias en las que aparecíamos en los medios de comunicación.

—Tienes mucha suerte hija, es un buen trabajo y muy estable para los tiempos que corren. —Me decía mi madre.

Sí que es cierto que en Comunicación Audiovisual no es lo habitual que a los becarios se los queden, es más típico explotarlos, exprimir sus ilusiones un tiempo a base del trabajo basura que nadie quiere, no pagarles ni la tarjeta de metro, y al siguiente semestre darles la patada para que otro «afortunado» ocupe su lugar. Por ello no me podía quejar. Mucha gente de la carrera estaba en el paro, no sabía qué hacer con su vida o había cambiado de profesión, como Marco, un chico muy majo que abrió una pastelería y ahora mismo se dedicaba a hacer cupcakes con caritas sonrientes. Una vez gané uno de sus concursos de Instagram y me envió una caja con cuatro muffins espectaculares. Me acabé comiendo tres y le di uno a Roc por remordimiento. Pero yo no había tenido ninguna revelación para ser pastelera, piloto de aviones o encantadora de serpientes, así que me conformaba con el sueldo mínimo de un trabajo que «era de lo mío». Al final del mes me pagaba las facturas y tenía para mis pequeños caprichos, que no es poco. ¿Pero, era esa la vida que había soñado?

La verdad es que no. Era un trabajo monótono, cero creativo y con un equipo que me doblaba la edad y se pasaba el día hablando de coches, de tías y de cómo iban a desperdiciar todo el fin de semana viendo el fútbol y bebiendo cerveza. Y el jefe era el peor. Un tío de unos cuarenta años que había heredado la empresa de su padre y que se creía el nuevo Steve Jobs con su nulo ingenio y creatividad. Siempre haciéndome la pelota y diciéndome que soy la mejor, pero sin darle la más mínima importancia a mi trabajo y exigiendo unos objetivos que ni él mismo podría cumplir. Por eso siempre iba de culo, estresada y alargando el trabajo hasta que se ponía el sol. Asco de vida.

Podría haber sido Frida Kahlo

Si pudiera dar marcha atrás, sin duda hubiera escogido una salida profesional relacionada con el arte y el dibujo. Desde pequeña me encantaba pintar. Sí, era la típica niña que cogía los Plastidecor de extranjis y les jodía las paredes a mis padres con mis distintivos diseños coloridos. Más adelante, cuando me apuntaron a clases de dibujo, descubrí ese nuevo lenguaje con el que era capaz de expresar lo que llevaba dentro. Me encantaba esa sensación de tener un lienzo en blanco y hacer volar mi imaginación. Dibujar y crear era sinónimo de libertad, de ser feliz y tenía muy claro que quería hacer el bachillerato artístico. El problema es que mis padres me hicieron tocar con los pies en la tierra. No es que haya tenido unos malos padres, al contrario, siempre me han querido y cuidado, pero digamos que nunca me han llegado a entender, tanto en lo profesional como en la vida en general. Como si ellos fueran de Júpiter y yo de Marte.

—Hija, seguro que con el social también puedes hacer carreras muy creativas.

—Pero a mí me gusta el dibujo, papá.

—Tu primo lo hizo y mira cómo ha acabado, va tan fumado que no sabe ni dónde está, siempre con esa panda de hippies... Tiene a mi hermana contenta.

—Pero papá, ¿acaso me ves a mí como a Héctor? —Le contesté a punto de hacer pucheros.

—No es cómo te vea sino con quién te juntas.

—Ya pero…

—Ni peros, ni peras, que no me da la gana de que tires tu futuro por la borda.

—La publicidad es muy creativa también y se necesita mucha imaginación. —Intervino mi madre.

—Si quieres hacer dibujo, lo harás después de estudiar una carrera como dios manda. —Sentenció mi padre golpeando la mesa.

Y así acabé en el bachillerato social, aunque para mí fue de todo menos social. Siempre me he considerado un poco rata de biblioteca, de aquellas personas que dan rabia porque se quejan cuando sacan menos de un nueve. Y sí, siempre decía que me había ido mal el examen y luego sacaba notazas. Aunque había un gran sector de la clase que me tenía manía, no estaba completamente sola. Normalmente me juntaba con otras tres chicas: Mar, Iris y Alba, por eso de que el ser humano es un animal social y tiene que vivir con otros individuos. Éramos bastante diferentes. Ellas solo pensaban en chicos y en ir de fiesta cada finde a esas discos +16 en las que sales emperifollada, te sirven un zumo de piña y al segundo cubata ya te haces la borracha para demostrar lo rebelde y guay que eres. Yo ni siquiera había besado a un chico y ellas en dos años habían tenido más experiencias sexuales que yo en toda mi vida, pero en el colegio eran divertidas y me lo pasaba bien con ellas.

Alba tenía un apartamento en Salou y a mediados de agosto siempre íbamos una semana. Nos emborrachábamos, tomábamos el sol y ligábamos con chicos, nada más y nada menos. Yo más bien me dedicaba a cuidarlas cuando iban como una cuba. Mi idea de viaje de verano no era pasarme todo el día de fiesta, durmiendo y tostarme en la playa, pero me gustaba sentirme independiente de mis padres y saber que por un momento no controlaban todos los movimientos de mi vida.

A parte de la semana anual de desfase en Salou, mi vida era bastante aburrida. Los lunes y los miércoles hacía inglés, los martes los dedicaba a tareas pendientes como ir a comprar o limpiar la casa y los jueves empecé a ir al gimnasio, yoga o Zumba. El resto del tiempo me lo pasaba estudiando o viendo pelis antiguas. Los sábados también estudiaba y los domingos los dedicaba a mi trabajo de recerca, sobre el papel de la mujer en la influencia del arte vanguardista en la cultura occidental. Eso implicaba patearme decenas de museos y deleitarme buscando el significado más allá del lienzo, descubrir lo que realmente quería representar el autor y cómo vertía sus sentimientos y emociones: miedo, tristeza, rabia y alegría plasmados con el pincel.

Muchos de los autores cuentan con diferentes épocas o fases en su obra artística. Me gustaba imaginar cuál sería su situación sentimental en cada una de ellas: si se habían enamorado o les habían roto el corazón, si se sentían despechados o notaban miles de mariposas revolotear por su estómago. Muchas veces iba sola, como una joven friki del arte. Otras veces iba con Guille, mi amigo de los cursos de dibujo.

Nunca me sentí atraída por él, aunque en clase más de una le había echado el ojo. Pelo más bien largo, con la cara acribillada de acné y más delgado que el palo de una escoba. Eso sí, con mucha, mucha labia.

Podían pasar meses sin vernos, pero cuando quedábamos era como si no hubiera pasado el tiempo.

—¿Hoy toca Pollock?

—Sí.

—Ese tío es un depravado mental. Seguro que se masturbaba mientras componía sus obras.

—Creo que puede llegar al mismo nivel de Duchamp.

—Al menos me gusta más la ansiedad que me generan sus líneas esquizofrénicas que un retrete o la rueda de una bicicleta incrustada en un taburete.

—Sigue siendo perturbador.

—Por eso me gusta.

Si no quedaba muy lejos del museo, al salir siempre íbamos a nuestro lugar preferido, el Usuahia’s Café, uno de esos sitios con encanto en el que te sientes un artista bohemio e incomprendido. Su atmósfera estaba impregnada por una luz tenue bastante amarillenta, con una decoración ecléctica de sillones y butacas vintage y objetos reciclados que le daban un toque personal y único. Nos podíamos pasar horas y horas hablando de las obras con un chocolate suizo calentándonos las manos en los días de invierno o una limonada con hielo para los calurosos días de verano.

Pero cuando empecé a salir con Roc, mi pequeña vida social quedó eclipsada por él. Seguía yendo al gimnasio e iba al cine y a museos en su compañía. Y aunque no me supo mal renunciar a mis frenéticas noches veraniegas en Salou, dejé de lado a una de mis mejores amistades junto a esa pasión desenfrenada por el arte.

Vacaciones en pijama

Todavía me quedaban dos semanas de vacaciones y aunque estaba hecha polvo no me las quería pasar tumbada en el sofá bebiendo vino barato mientras me autocompadecía. Además, no me quedaba helado ni más pelis románticas por ver y de ahí a ver realities y programas basura había una fina línea que no quería traspasar.

Me decidí a encender el móvil para ver si el mundo seguía donde lo dejé o si se acercaba un meteorito de forma inminente que acabaría con la faz de la tierra.

«Joder… ¡¡Mierda!!».

No, no se aproximaba un meteorito, pero se me había olvidado por completo que dos días antes de irme a Grecia había quedado con Guille para tomar un café.

Enseguida marqué su número. Daba señal.

—¿Si?

—Hola Guille, soy Erika. —Respondí con un hilo de voz.

—¿Estás bien? Como no te llegaban ni los mensajes no sabía si te había pasado algo grave, así que llamé a tu madre y me dijo que necesitabas unos días de desconexión, que ya me lo explicarías.

Mi madre nunca había sido una chismosa y en momentos como estos lo agradecía.

—Pues sí, podemos quedar esta semana si quieres y te lo explico. Perdona por darte plantón pero es que desconecté por completo.

—¿Pero esta semana te ibas a Grecia, no?

—Bueno, al final, ha habido cambio de planes…

—Oh, vaya. ¿Oye, sigues viviendo donde siempre no?

—Sí.

—Estoy muy cerca de tu casa. ¿Qué te parece en media hora en el Ushuaia y me lo explicas?

—Hecho.

Por fin saldría de la cueva. Subí la persiana de mi cuarto y abrí la ventana, sin tener en cuenta que mis ojos no estaban preparados para tanta luz. Antes de decidir mi outfit, me llegó al olfato un olor bastante desagradable, como el aroma que debe desprender un aula llena de adolescentes revolucionados en pleno julio. Busqué por la habitación sin encontrar de dónde venía, hasta que finalmente entendí que necesitaba una buena ducha con urgencia.

Después de una semana sin dedicar un solo segundo a mi higiene personal me sentía radiante, como una persona nueva, y la idea de volver a pisar el Ushuaia solo me traía buenos recuerdos, momentos en los que era yo misma y los podía compartir con alguien a quien le apasionaba lo mismo que a mí. El lugar seguía intacto, con su olor a granos de café recién molidos, la canela y las especias que coronaban las bebidas. Me senté en esa butaca de un rojo aterciopelado que tanto me gustaba y pedí un Latte Machiatto, con unas gotitas de leche condensada y hielo. No soy muy cafetera, pero un chocolate caliente en plena ola de calor no apetecía y así me espabilaba un poco. Justo cuando me trajeron el café apareció Guille por la puerta, como si llevara un haz de luz tras él. Estaba como nunca antes lo había visto. Se había cortado el pelo, con un degradado por los lados y unas greñas bien cuidadas por arriba. Su cuerpo escombro había dado paso a unos grandes músculos tonificados a base de pesas y en su piel morena no quedaba rastro de ese horrible acné juvenil que tanto le caracterizaba de adolescente. Andaba como lo hacen esos tíos seguros de sí mismos, que saben lo que quieren y no les importan las opiniones ajenas. Y eso lo hacía todavía mucho más atractivo.

Mientras se dirigía lentamente a mí pidió en la barra, con un guiño y una sonrisa que alegraría a cualquier camarera. Llevaba una camiseta rosa que le dibujaba unos pectorales de infarto y unas bermudas color beige a juego con sus mocasines de verano. Un cuerpo masculino digno de ser esculpido y al que no podía dejar de mirar. Al llegar a la mesa me quedé sin palabras, bajo la atenta mirada de sus penetrantes ojos oscuros.

—Madre mía Erika, te veo genial. —Me piropeó mientras me repasaba de arriba abajo.

Tú sí que estás para comerte. Pensé.

—Tú tampoco estás nada mal, vaya cambio que has pegado.

—Creo que la última vez que nos vimos todavía iba con mi pelo de seta.

—Sí, y con unas buenas gafas de culo de botella.

—Una vez te acostumbras a las lentillas ya no hay marcha atrás.

—¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

—Pues creo que desde que me fui a Madrid, por lo menos tres o cuatro años.

Después de estudiar el bachillerato artístico, Guille se fue a Madrid a estudiar en el círculo de Bellas Artes para perseguir su sueño de ser escultor. Siempre que venía por Barcelona me decía de quedar, pero por A o por B nunca llegábamos a coincidir, hasta el día de hoy.

—Qué rápido que pasa el tiempo.

—Demasiado…

—Oye, no quiero meterme donde no me llaman, pero ¿cómo es que ya no vas a Grecia?

—Roc y yo lo hemos dejado. Bueno, no sé si te dije que estaba saliendo con un chico desde la universidad.

—Sí, algo me suena.

—Rompimos la semana pasada y a mí eso de viajar sola no me va, así que aquí estoy, con dos semanas de vacaciones por delante y ningún plan.

—Vaya, lo siento mucho.

—Son cosas que pasan. (Aunque le arrancarías la cabeza a alguien si te lo dicen una semana antes de irte a unas islas paradisíacas y te dejan sola llorando como una descosida).

—Oye, tengo una idea. ¿Por qué no te vienes conmigo a hacer el camino de Santiago?

—¿El camino? Tiene que ser un viaje increíble, pero no creo que esté hecho para mí.

—Venga va, pero si estás muy fit, seguro que lo puedes hacer.

¿Eso era un piropo? Me empecé a poner roja como una quinceañera delante de su crush.

—Qué va, pero si cuando voy caminando hasta la playa ya cojo agujetas.

—Venga, será divertido. Solo son ocho etapas y pasaremos por el pueblo de mi padre justo para las fiestas. No puedes rechazar unas fiestas de pueblo.

Todo sonaba muy bien. La camarera le trajo un café americano y esta vez fue ella quien le regaló la mejor de sus sonrisas. Guille cogió el café con firmeza, sopló en la superficie y le dio un buen sorbo.

—¿Cuántos kilómetros serían?

—Unos ciento ochenta.

—¿Ciento qué? —Respondí enarcando las cejas.

—Venga, te aseguro que no son tantos. Dicen que el camino del norte es el más bonito y seguro que estás más preparada de lo que piensas.

—No sé, me lo tengo que pensar. Además que no tengo ni una mochila, ni los palos esos con los que se camina, ni siquiera unas botas.

—Eso te lo compras en una tarde.

La verdad es que la idea de hacer el camino me seducía. Era una llamada a la aventura en toda regla que despertaba el espíritu viajero de esa niña que soñaba con dar la vuelta al mundo en globo.

—¿Y cuándo dices que te vas?

—En tres días.

—¿¡Tres días?! Eso es ya mismo. No sé, lo veo muy precipitado. Me gusta organizarme las cosas. Por ejemplo, los alojamientos. No me puedo ir de viaje sin saber dónde voy a dormir cada noche.

—Siempre hay hueco en algún albergue, incluso algunos no admiten reservas sino que son por orden de llegada. Mira, hacemos una cosa, yo voy a ir sí o sí y no te quiero presionar, pero creo que si sigues siendo aquella artista creativa que quería recorrer los museos de media Europa esto también te gustará.

Consúltalo con la almohada y mañana me dices algo.

—Está bien.

Enseguida Guille cambió de tema y nos pusimos al día a base de nuestras mejores batallitas y las experiencias más vergonzosas que vivimos en la universidad. Yo le expliqué cómo vomité en medio de una exposición de historia de la radio después de empalmar con una noche de chupitos, mientras que él me confesó que se había enrollado con su profesora de artes plásticas después de retratarla desnuda. Sin duda la suya no era una historia tan vergonzosa como la mía, hasta que me confesó la edad que tenía.

Habían pasado años desde la última vez que nos vimos, pero realmente sentía una gran conexión entre nosotros, como si siguiera siendo aquel chico con el que me desvivía por el arte mientras podía ser yo misma. La única diferencia es que ahora estaba más bueno que el pan. Guille había quedado con unos amigos de la infancia para cenar así que no pudimos alargar la quedada mucho más. Yo también le dije que tenía planes, aunque no le especifiqué que era cenar el último paquete que me quedaba de fideos instantáneos con la compañía de algún refrito que echaran por la tele y Ed Sheeran impreso en un pijama.

Se despidió con un sonoro beso en la mejilla que me dejó prendada, con su olor a bosque y madera recién cortada. Es lo que tiene cuando eres artista y una de las materias que trabajas en tu taller es la madera.

Al llegar a casa no pude dejar de pensar en la idea de hacer el camino con Guille. Estaba llena de nervios y expectativas, pero también de miedos e inseguridades. Aunque de pequeña me hubiera lanzado al vacío sin paracaídas, con el tiempo me había convertido en una neurótica que lo tiene que tener todo bajo control y a la que los cambios de última hora la desestabilizaban por completo. Y el camino era todo eso y más. ¡Venga ya! No sabía si mis piernas podrían aguantar tantos kilómetros en apenas unas semanas cuando en Barcelona ya me cansaba por caminar media hora hasta la playa. Tampoco sabía si los alojamientos tendrían secador de pelo o ¿cómo lo haría para dormir en albergues llenos de gente que ronca cuando en casa me despierto con el ruido de una mosca? Y tenía que hacer algo con mi olor a pies, no quería que Guille se desmayara al destapar las botas de pandora.

Además, Roc siempre me decía que soy la reina de las listas. Lista de la compra, de las tareas que hacer el fin de semana, de las películas que quería ver o las exposiciones que no me podía perder. Y eso incluía una gran lista de cosas que llevarme al camino de Santiago, con un extenso anexo para el botiquín, la lista de los sitios que me gustaría visitar, la lista de platos típicos que quería probar, de los albergues donde en teoría nos íbamos a alojar, una lista de imprevistos que se pueden prever, de los imprevistos imprevisibles, de gastos para calcular cuánto dinero me tenía que llevar… En fin, siempre aparecían nuevas listas y era el cuento de nunca acabar.

Pero la ilusión de un nuevo viaje pesaba mucho más que todo eso. No pude dormir ni un solo minuto de la emoción, solo quería ver salir el sol, despertarme bien temprano y llamar a Guille para decirle que contase con una servidora.

Un nuevo viaje a la vuelta de la esquina

No quería parecer una desesperada llamándolo a las seis de la mañana cuando seguramente estaría de resaca después de pillar un buen pedo, así que lo primero que hice al levantarme fue tomarme un buen vaso de leche con mi Cola Cao. Lo hubiera acompañado de una buena tostada con queso fresco, salmón y aguacate, o crema de cacahuete y un plátano cortado por encima, pero mi nevera andaba un poco corta de provisiones. Enseguida me conecté a Internet para mirar decenas de webs del camino y tener controlados todos los preparativos previos. La mayoría de blogs aconsejaban entrenar por lo menos unas semanas antes para asegurarse de tener un buen estado de forma. Eso me preocupaba un poco. No es que sea totalmente sedentaria, ni mucho menos, pero tampoco es que camine mucho en mi día a día. Quizá lo podía compensar con mis jueves de gimnasio. Además, que en muchos blogs escribía gente de cincuenta y sesenta años que lo habían hecho, motivo suficiente para evitar cualquier excusa.

Aunque me hubiera embobado mirando las fotos de los paisajes y las vaquitas gallegas, lo siguiente que hice fue buscar todo lo que necesitaba llevarme conmigo. En mi cabeza ya tenía una buena lista y con los consejos de los peregrinos se acabó triplicando. Primero y sin falta, necesitaba una buena mochila y unas botas que dar de sí, ni que fuera un par de días antes, para evitar rozaduras y ampollas. También tenía claro que quería comprarme unos bastones, sobre todo para subidas y bajadas y así reducir el impacto. Y

aparte de eso, una cantimplora, un saco de dormir, el repelente de mosquitos y crema solar. También le sumé los calcetines antiampollas, vaselina para evitar las rozaduras, una chaqueta impermeable, un pantalón desmontable, un par de camisetas transpirables, pinzas para tender la ropa, una navaja por lo que pudiera pasar y un largo etcétera que ya me pesaba en la espalda.

Antes de las nueve de la mañana me planté delante del Decathlon esperando a que abrieran, como si se tratara del primer día de rebajas y fuera una adicta a las compras. No es que me encante madrugar ni sea antisocial, pero no me gustan las multitudes y mucho menos las colas. Cualquier gadget que veía que me podía ser útil lo cogía, aunque no estuviera en mi lista. Que si el impermeable para la mochila por si llovía, que si una linterna frontal para las noches, que si las barritas energéticas por si ya no podía ni con mi alma, que si una térmica por si algún día hacía mucho frío, que si la ropa interior diseñada para el confort de las peregrinas y evitar las rozaduras… Una lista de por si acasos con la que necesitaría cuatro mochilas para que me cupiera todo.

—Son 287’65€.