Yo soy la locura - Andrés Ortiz Tafur - E-Book

Yo soy la locura E-Book

Andrés Ortiz Tafur

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Beschreibung

Curioso volumen de relatos que surgen a partir de las sensaciones que tuvo su autor al contemplar el cuadro Yo soy la locura, del pintor Emilio Maldomado. En estas historias encontraremos personajes sujetos a sus bajas pasiones, prisioneros de la lujuria, el ego, la pulsión sexual y la más mortal de las enfermedades: el amor.-

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Andrés Ortiz Tafur

Yo soy la locura

 

Saga

Yo soy la locura

 

Copyright © 2015, 2022 Andrés Ortiz Tafur and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728396216

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A mi hermana María Dolores y a Joaquín Tafur, el aviador.

Son los tipos caídos los que hacen la historia.

La historia es su réquiem.

Raymond Chandler

Jack Potter

—Si quieres podemos hacer el amor, Harry.

Yo no me llamo Harry y ella me llamaba Harry. ¿No es extraño? Me refiero a esta situación en concreto, con sexo de por medio.

Le había ofrecido tomar una copa. Le pregunté su nombre —Helen— y las otras cosas que se preguntan a medianoche, en un bar del centro, a una chica sola, a la que no conoces, a la que no has visto en tu vida. Y después de un rato ella dijo eso: si quieres podemos hacer el amor, Harry.

Es verdad que no insistí en aclarar aquel entuerto. Y es verdad que pensé que la chica debía de estar borracha y que me lo tomé como cuando a las máquinas tragaperras se le prenden todas las luces anunciando el premio gordo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pagué las consumiciones y fuimos a su habitación.

—Llámame cuando quieras, Harry —me dijo también, mientras terminaba de abrocharme la camisa.

 

El tiempo que duró mi relación con esa chica me estuve llamando Harry. Se trataba de una ciudad nueva, de gente nueva. Creía que no le hacía mal a nadie. Vendía jabón, jabón industrial, para hoteles, restaurantes y lavanderías. Jack Potter, departamento comercial, un número de teléfono fijo y un código postal era toda la información que contenía mi tarjeta de visita. Nada que me facilitara las ventas. Y nada que indujera a comprar a los posibles clientes, a los que resultaba inmensamente más fácil convencer obsequiándoles con dos o tres cápsulas de prueba e indicándoles que pusieran en funcionamiento el lavavajillas.

Serían apenas cuatro noches, hasta el viernes a media mañana. Luego me iría para siempre, o por cinco o seis meses, si es que aún continuaba con ese empleo de mierda, sin sueldo fijo, todo a comisión. Y puede que pensara en volver a llamarme Harry al cabo de ese tiempo. Y en telefonearla, claro. Pero seguro que del mismo modo que pensé eso, también pensé que quizá para entonces el premio gordo de la máquina ya lo andaría disfrutando otro.

 

El problema vino el día posterior a mi marcha. —¿Jack Potter?

—Sí. Dígame.

—Soy Harry.

—¿Harry?

—Sí, Harry. ¿Podemos hablar?

Sé que me va a costar lo indecible dotar de credibilidad esta parte de la historia.

Harry, el verdadero Harry, telefoneó a la central, marcando los números de la única tarjeta que dispensé en mis cuatro días de estancia en aquella ciudad nueva. Lo hice en el bar en el que conocí a la chica, la primera noche, sin saber lo que vendría después y sin echarle más cuentas y, sobre todo, sin saber que se trataba del bar de Harry, su marido. En la central, poniendo como excusa algunas dudas acerca del producto que acababa de adquirir, le facilitaron mi móvil. Y el motivo de su llamada no era otro más que intentar convencerme de que regresara de inmediato, prometiéndome un buen empleo. En realidad, varios empleos, distintas ocupaciones entre las que elegir a cambio de una suma que, ya de principio, doblaba la media de los siete últimos meses.

Amnesia. La culpa de que esa chica me llamara Harry era de una amnesia surgida a partir de un estúpido accidente de coche sin apenas consecuencias, a excepción de un pequeño golpe en la cabeza, que no le hizo sangrar ni perder el sentido, pero sí la memoria. Y desde ese día esa chica sólo tenía ojos para Harry, su esposo. Lo malo es que cualquier rostro se le figuraba el de Harry, y cualquier casa su casa, y cualquier cama su cama.

Harry me puso al día con toda la tranquilidad del mundo. Antes me dijo que entendía lo ocurrido, dando por supuesto que estaba al corriente de mis escarceos amorosos con su esposa. Y que sobre eso holgaba continuar hablando, porque él en mi pellejo habría actuado de la misma manera. Luego me contó lo de la amnesia y lo de la incapacidad de Helen, su mujer, para distinguir entre una persona y otra. Y por último, su plan, la causa por la que me pedía que regresara de inmediato a aquella ciudad nueva.

 

Harry quería que yo fuera Jack Potter. Es decir, que volviera a tomar asiento en uno de los taburetes de su bar, aguardara a que Helen me propusiera hacer el amor, tomándome por su marido, y me ocupara de aclararle quién era yo en realidad. Una noche, dos, o cien; las que hicieran falta hasta conseguir que ella distinguiera en mi persona a alguien distinto a Harry, alguien a quien no se le podía ofrecer sexo, así como así.

Mi pregunta resultaba obvia: ¿por qué yo?

Su respuesta me dejó perplejo. Al parecer, Helen, después de hacerlo conmigo, no reconocía a Harry.

—¿Cómo es eso?

—¡Como lo oye!

 

La primera noche Harry atribuyó el comportamiento de su esposa a una buena dosis de sexo. Una dosis capaz de dejarla exhausta. Sin ganas de otra cosa. Y me confesó que incluso discutieron por ese asunto. Harry estaba enamorado y asumía el problema de Helen, que ya en otras muchas ocasiones había hecho esto mismo con otras personas. Sin embargo, nunca antes había mostrado conciencia sobre el asunto y cualquier momento era válido para que ella dijera eso de: si quieres podemos hacer el amor, Harry, a pesar de que no hubieran transcurrido ni diez minutos de haberlo hecho con otro. Y la negativa de aquella noche a reconocerle le condujo a pensar que Helen quedaba al descubierto. No obstante, y tras hablarlo con el neurólogo que la trataba, lo dejó correr.

El resto de noches Harry se sintió ultrajado, vejado. Y prefirió cerrar con llave la puerta del dormitorio de invitados y esperar a que escampara el temporal. Luego llegó el viernes. Yo me marché a media mañana. Y Harry creyó que con eso él volvía a coger las riendas.

Nada más lejos. Por la noche Helen entró en su bar y le preguntó si había visto a Harry. Harry telefoneó por la mañana al doctor, el doctor le mentó la posibilidad de que, aun resultando rocambolesco, aquello podía significar una mejora en la enfermedad de su esposa, ya que, por fin, parecía ser capaz de distinguir entre una persona y otra, aunque desacertara en los nombres y en las identidades. Y fue el propio doctor el que le propuso el plan que él, ahora, trataba de explicarme por teléfono.

Acepté al momento. Quedamos en que durante la primera semana sólo tendría que ser Jack Potter —un supuesto viajante—, y que a cambio recibiría idéntica cantidad a la que percibía como vendedor de jabón industrial en el periodo de un mes.

Me presenté la mañana del lunes. Adivinen qué fue lo que me dijo Helen, nada más verme. Sí. Lo dijo. Delante de Harry y de otros cuantos, en el bar.

 

Aquella semana Helen y yo la pasamos discutiendo igual que cualquier otro matrimonio. Ella no entendía que yo le dijera que no era Harry. Así de sencillo.

La segunda semana, siguiendo las indicaciones del doctor, variamos las tornas: Harry se situó fuera de la barra, fingiendo ser un forastero de paso, y yo ocupé el puesto de camarero. Imposible engañar a Helen. E imposible refrenar sus requerimientos de sexo. De hecho, la noche del jueves, Harry telefoneó desesperado al doctor y, tras relatarle por dónde iban los derroteros, éste le pidió que me dijera que se lo hiciera, que le hiciera el amor a Helen, recalcándole incesantemente mi identidad.

¡Por todos los demonios! Aquello fue especial. No lo hablé con Harry ni con el doctor; pero hacerlo musitándole al oído mi verdadero nombre: Jack Potter, inundó de autenticidad esa farsa en la que estaba inmerso, y máxime tras casi diez días de continua pelea con aquella mujer.

—¿Por qué te empeñas en decirme que no eres Harry? —me preguntó Helen, mientras fumábamos el pitillo de después.

—Soy Jack, Helen. Jack Potter.

—¿Jack Potter?

—Jack Potter, Helen. Jack Potter.

—Jack Potter. Jack Potter —repitió, jugueteando con los rizos de mi pecho.

 

La tercera semana el doctor quiso estar presente e ideó un nuevo escenario en el que él ejercía de camarero y Harry y yo de forasteros.

Helen no tardó en pasarse por el bar. Tras echar una rápida ojeada a izquierda y derecha, se acercó a la barra y le preguntó al doctor: Harry, ¿has visto a Jack Potter?

Caminando en círculos

A Rafael Ortiz Tafur

 

Hay un terreno lleno de traviesas que linda con el mío. Antes esas traviesas fijaban dos vías. Y mucho antes de eso, cuando yo era niño, sobre esas vías circulaban trenes. Luego el tránsito de trenes fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Y finalmente, un gobierno decidió reutilizar o vender como chatarra las vías, y el terreno que linda con el mío se quedó como ahora: solo con las traviesas.

Acabo de reconstruir mi casa justo frente a ese terreno. Después de lo de Claudia no quise más ciudad. Ya estaba bien: cincuenta años pisando asfalto son muchos, demasiados. El asfalto es una ventana al mal. En él puedes conocer a la persona que amas y ver crecer a tus hijos, y hacer amigos del alma o amigos con los que asistir a un partido de fútbol y desconectar por un rato de todo lo demás. Pero ese es el problema del asfalto, que pronto acusas sus sacudidas y te descubres en la necesidad de inventar submundos dentro del mundo, y sientes que esa persona a la que amabas o amas te dispara a quemarropa y sinsentido, y que tus hijos no dejan de darte problemas, y que los amigos que creías de verdad te defraudan, e incluso que los amigos con los que veías el partido de fútbol, que te servía para desconectar, te fallan.

Llevo dos días de asueto sentado frente a la chimenea, con más de diez mil kilos de leña en el cobertizo, con la casa recién pintada y los muebles recién armados, y la despensa llena, y el coche limpio y provisto de un cambio de aceite y de filtros. La electricidad marcha. Las tuberías marchan. Llueve con intensidad fuera y no hallo una sola gota dentro. Hay dinero en el banco. El suficiente para traspasar de esta vida a otra. Mis hijos saben que estoy bien y yo sé que ellos no andan mal. El mayor casi tiene treinta años y acaba de formar su propia familia. El pequeño hace prácticas remuneradas en un instituto de Washington. Claudia ha rehecho su vida junto a otro hombre y me llama de cuando en cuando. A dios gracias, ya no grita ni se le antoja que el camino por el que se mueve es un martirio insufrible.

Me aburro y pienso que el invierno es largo. He de dejar los libros para cuando anochezca. Y proponerme salir a diario fuera. Y mantener una actividad parecida a la del último año. Podría reconstruir la casona grande, reconvertirla en un hotel, aquella idea primigenia, cuando Claudia y yo aún nos acostábamos en la parte de atrás del 124. Mis hijos la alabarían. Y acudirían como huéspedes. Y quizá alguno de mis nietos o ellos mismos, después de pisar durante muchos años el asfalto, se decidirían a colaborar, en el caso de que yo aún esté vivo.

Luego pienso que esa idea es descabellada y me percibo mirando las traviesas del terreno que linda con el mío. Y me asomo y descubro que muchas de ellas están podridas. Y al día siguiente regreso al monte con el hacha, pero en lugar de para hacer leña, lo hago para sustituir las traviesas inservibles por otras nuevas.

El paso del invierno me presta una primavera de días más largos. El tiempo y el ánimo se estiran. Y caigo en la cuenta de que pese a abrir cada noche el libro soy incapaz de terminarlo. Me satisface este cansancio que te obliga a regirte por el sol. Los trabajos más penosos los dejo para las primeras horas del día, cuando todas las fuerzas me acompañan; entonces me cargo a la espalda una traviesa nueva y recorro el camino hasta que encuentro una traviesa vieja que es necesario cambiar. Así hasta el momento del almuerzo. Y por la tarde el huerto y la calma de la silla en mitad de la nada, frente al ocaso.

 

Tras el verano, llego al punto de unión entre la antigua red ferroviaria por la que, cuando yo era niño, veía trenes transitar y una infraestructura de similares características que aún está en uso. Ya no tengo que sustituir más traviesas. Ese quehacer se ha terminado. Y ese mismo día, como si alguien que viviera dentro de mí se hubiera ocupado durante todo este tiempo de meditar el próximo impulso, agarro la furgoneta, me desplazo hasta el pueblo y busco un almacén de hierros. Adquiero cientos de toneladas y en poco más de dos años consigo que las traviesas del terreno que linda con el mío vuelvan a sujetar una vía a cada lado. Después la locomotora y varias pruebas diarias desde enfrente de mi casa hasta el punto de unión entre la antigua red ferroviaria y ésa que aún está en uso. Y finalmente el golpe loco de acelerador, la invasión.

Atravieso el país de norte a sur y paso a otro país. Entiendo que es el momento de la lectura, de la quietud, del disfrute. No corro en exceso. No madrugo. Los traslados de una parte a otra vienen dictados por el placer del paisaje y del mero descubrimiento. Hay días que no me muevo a ningún sitio y los dejo irse ante un bosque de acebos que languidecen con la llegada de un otoño, o ante una mole de piedra en la que se cobijan buitres enormes que rompen majestuosamente el azul de un cielo de verano, o ante una pequeña villa amurallada, en la que todavía es posible adivinar un coche de los años 80, un 124.

Una mañana, de nuevo como si alguien que viviera en mí fuera quien ordenara la dirección de mis pasos, bajo de la máquina y degusto un café en la cantina de una estación casi desvencijada. El camarero me cuenta que un lustro antes había media docena de mozos portando maletas. Se le nota triste y me guardo la noticia. ¿Qué sentido tiene decirle que se trata de la primera persona con la que hablo en los últimos diez años? Le sigo cuanto puedo la conversación. Desconozco las circunstancias políticas y económicas de las que me habla. No dudo que sean ciertas. Y tanto asentimiento trae consigo que pronto, al paso de apenas cinco o diez minutos, vuelva a la situación inicial en la que lo encontré: secando vasos parsimoniosamente con un paño blanco y con la cabeza gacha.

Regreso a la locomotora pronunciando en voz alta algunas de las palabras del camarero que he conseguido retener en la memoria. Digo despacio: “ru-i-na”, “des-man-te-la-mien-to”, “cri-sis”, “tor-tu-ra”, “mu-er-te-len-ta”. Y las repito nuevamente con lágrimas en los ojos y con la voz entrecortada, muy emocionado por el sonido y por la comunicación que han traído consigo, entre ese hombre y yo.

Al día siguiente hago escala en un pueblo que recorro caminando de palmo a palmo y saludando con un “buenos días” y con unas “buenas tardes” a todo aquél con quién me cruzo. Y al otro día en una ciudad mediana, de provincias. Y al otro en Roma.

Allí sucumbo ante un idioma que no conozco y porfiando con mis ojos la belleza de calles y monumentos que adivino por primera vez. Redescubro el asfalto, la ciudad, el veneno inocuo del trasiego de gente, de las mujeres hermosas, de los niños vivos, recién nacidos. Siento que, ahora que decrezco, el asfalto se me presta como un lugar inofensivo. Y acudo cada noche al teatro, a la ópera, al cine. ¿Por qué no? Ya no necesito de unos amigos para fabricar un submundo dentro del mundo, simplemente porque el mundo me gusta, me resulta cómodo.

 

Al día siguiente Turín, Nápoles. Y después distintas ciudades del sureste francés. En una de ellas, mientras almuerzo, entablo conversación con una mujer algunos años más joven que yo. La invito a que venga a mi mesa. Y la invito a comer. Y a un café y a un paseo por la ribera de un río a punto de desembocar en el mar. Ella mira las ocas, los cisnes y los patos. Yo la miro a ella. Y pienso que el destino es macabro, juguetón, un trapecista. Porque en mis años de adolescencia y de primera juventud existieron mujeres que consiguieron hacerme muy feliz. Y de los casi treinta años de convivencia con Claudia, podría eliminar los últimos veinte. Pero hubo diez, los primeros, en los que amasé un culmen capaz de provocarme una sonrisa infinita, irrompible; y entonces era yo quien abandonaba un tanto a los amigos del alma, y quien me saltaba un domingo tras otro las sesiones de fútbol. Y encima llegaron los niños, que no daban problemas, que acaso se caían al suelo y lloraban y se dejaban consolar en mis rodillas. Sin embargo, ninguna antes me pareció tan bella como ésta que mira a las ocas, a los cisnes y a los patos.

Le muestro la locomotora y le hablo de la vía sin fin. Y decide montarse y venir conmigo hasta un pueblo cercano. Y en ese pueblo, sentados en un banco, rodeados de rosales, en una plazuela a las espaldas de una iglesia de estilo románico, le pregunto si quiere convertirse en mi compañera de viaje. Y ella contesta que sí. Y viajamos durante varios años, sin correr en exceso, sin madrugar, efectuando las paradas por mero placer, atravesando varios países de norte a sur. Hasta que un día encontramos un lugar precioso para efectuar una escala larga, un lugar que resulta ser el terreno que linda con el terreno lleno de traviesas.

Reconstruyo nuevamente la casa. Sustituyo el entramado eléctrico y las tuberías. Y hago acopio de leña para el invierno que está por venir. Luego, tras la segunda o tercera tarde de asueto, sentado en la silla frente al ocaso, me descubro mirando las traviesas del terreno que linda con el nuestro.

El principio de acuerdo

Si fuera por mí rompía el principio de acuerdo. Pero está su madre. Y a esa señora si algo no le hace falta son disgustos. La quiero tanto como a ella. Es verdad que la he visto poco y solo de visita, y que en un tiempo tan escaso resulta fácil amañar la realidad que muerde una persona; porque puedes imaginarla de una manera que no es: siempre riendo, de broma, hilando un chiste con otro; o cariñosa y atenta, procurando que uno de los dos muslos del pollo caiga en mi plato o sirviéndome el café el primero; esas cosas que se atribuyen a la cortesía y a la educación y que no siempre tienen que ver con eso.

También es cierto que mi deseo por esa mujer es más novedoso y reciente que el que siento por su hija. Hace apenas dos meses que me acuesto con ella; y se trata de la primera vez que lo hago con alguien tan mayor. Es decir, alguien con quien sabes que debes de llevar cuidado, montarla con dulzura, evitando los movimientos bruscos, por la fragilidad de sus huesos y de sus articulaciones; y evitando los orgasmos intensos o muy seguidos, por un corazón que ya ha dado algún que otro susto.

Tal vez se me olvide pronto y encuentre legítimo y viable el principio de acuerdo. Tal vez. Anoche mismo dejé de tocarme para no recaer en las formas de su cuerpo o en las tácticas con las que trabaja el mío. Hace mucho que no soy capaz de pensar en otra cosa cuando me faltan apenas un par de minutos para la corrida. Puedo empezar con su hija, o con la hija de la tendera, o con Mariló, o a partir de solo una apariencia concreta, sin rostro, sin identidad. Y pasarlo bien en ese preámbulo imaginario con su hija, o con la hija de la tendera, o con Mariló, o con ese ser anónimo; pero en el último momento, en el momento justo, cuando esa fantasía requiere que me sujete a una cintura, en las diez o doce últimas embestidas, ahí, en ese preciso momento, siempre aparece ella, a pesar de las estrías de sus pechos caídos y de su gran panza, si es que la quimera me la sitúa arriba, cabalgando sobre mi polla —sobre mi gran polla, dentro de ese sueño libre—; y a pesar de las estrías y de los cúmulos de grasa en sus enormes posaderas, si soy yo quien anda dando desde atrás, igual que un perro.

Su hija me dijo que le hiciera un apaño. Dijo eso y se marchó a no sé dónde. Y lo dijo alto y claro, dirigiéndose a mí y mirándola a ella, antes de empezar a descender la escalinata del porche. A lo mejor supuso que esa fresca caería en saco roto y que acaso sería tomada a broma; porque su madre le dobla en edad y en peso y se le apelotonan las arrugas en el contorno de los ojos y en las comisuras de los labios, y porque se mueve con dificultad y no puede disimular que es una vieja. No lo sé.

El caso es que, al ser verano, todo se precipitó muy fácilmente. Dimos un baño y cuando quiso salir del agua me pidió que la ayudara. Y ayudarla quiere decir permanecer detrás de ella mientras trepa por las escalerillas, empujándola un poco hacia arriba, presionándole el culo. Y entonces pienso que se me vino encima adrede. Y nos echamos a reír. Y creo que fue ella la que hizo un lazo en mi cuello con sus brazos; y creo que fui yo el que amasé sin ningún disimulo sus nalgas, con las palmas de las manos bien abiertas, y el que le mordisqueó con una apreciada ansia el escote.

Luego vino la mesura. La tomé a horcajadas y la conduje hasta una de las paredes de la piscina, más o menos a la altura de donde cubre hasta el metro sesenta, y allí la penetré lentamente, con sumo cuidado. Y el vaivén que nos trasportó, lo mismo: lento, con cuidado, hasta que ella empezó a gemir y golpeando con sus manos contra mis cachetes procuró que terminara dándole con más brío.

Juntos. Sí, juntos. Lo que nunca me ha ocurrido con su hija y lo que casi nunca me ha ocurrido con nadie. ¡Acabamos juntos! Graznando como dos cerdos que presumen la matanza. Y nos quedamos bien relajaditos, con la misión cumplida; sin esa terca necesidad de pretender más, cuando lo siguiente que viene ya no puede ser ni tan siquiera la mitad de rico.

Su hija nos pilló desparramados sobre dos tumbonas. Soltó una carcajada y agravó el tono de su voz. “¡Buen trabajo, soldado! ¡Buen trabajo!”, dijo, fijando su mirada en mis ojos. Y dijo también que iba a cambiarse. Y que fuéramos alguno de los dos —refiriéndose a su madre y a mí— preparando la cena. Y por la noche, ya solos ella y yo, en la cama, dijo también “gracias”. Esta vez sin hacer burla con el tono de su voz. Después tomó mi pene con su mano y preguntó —dirigiéndose a él— si aún quedaba caldo para ella. ¡Caldo! Le di un manotazo en su estúpida mano y me di la vuelta.

La mañana que hizo trizas a esa noche trajo algunas explicaciones. Helena mentó la condición de mujer de su madre; algo absurdo, obvio. Luego, sin embargo, pasó a describirla igual que a una madrastra: sacando a colación su edad, sus kilos... Para restarle importancia, supongo. “¿Y yo?”, pregunté. “Tú, no sé”, dijo ella. Y entonces dijo también que no tenía por qué. Y ya no dijo nada más hasta el mediodía. A mediodía dijo: “no tienes por qué”. Y entonces yo le dije “ya veremos”, sólo “ya veremos”. Puede que dando por sentado que nunca más, o que alguna otra vez quizá, o que al fin y al cabo no tenía importancia, por su edad, por sus kilos...

Aquel día era tres de julio y la visita de su madre duraba hasta el dieciocho. Quince días con la mitad de las tardes libres, por el curso de reflexología que Helena no estaba dispuesta a dejar correr por más que su madre estuviera en casa. “Se lo he avisado. Y tú haz lo que te venga en gana. No te sientas responsable. Te metes en tu estudio o te vas. Lo que tú prefieras”.

Estas cosas son las que matan a Helena: la seguridad insensata con la que se mueve por el mundo; la creencia de que cada una de sus acciones cuenta con una receptividad absoluta, sin fisuras; y que, en lo que respecta a mí, igual se la da la posesión de dos tetas duras y de un culo formidable. Aunque me cuesta pensar que Helena no caiga en la cuenta de que con apenas treinta y cuatro años la dureza de los pechos y la firmeza del trasero se sobreentienden, como el valor en el ejército.

Sea como fuera, en cuanto Helena se colocó esa especie de disfraz vikingo y descendió los siete peldaños de la escalinata del porche, batiendo su mano derecha abierta a modo de adiós, yo recordé de pronto la coincidencia en el clímax de la tarde anterior y entré en faena.

—Manola, ¿vamos a la piscina?

—No, mejor fuera —dijo, desabrochándose de seguido el sostén.

De nuevo glorioso. De nuevo a la par. De nuevo suave, venciendo poco a poco el peso de mi cuerpo sobre su cuerpo. Y de nuevo el envite de sus manos sobre mi trasero, exigiendo más arrojo, más energía al final.