Zorro - Dubravka Ugrešic - E-Book

Zorro E-Book

Dubravka Ugresic

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El Zorro es un bastardo: un ser salvaje, tramposo y ladrón, una criatura que no respeta las normas ni los límites; exactamente como el escritor. Y también como la voz de esta historia, fragmentada y multilingüe, que quizá podamos llamar "novela".Solo hay una pregunta: ¿cómo se crean los cuentos? La narradora, en su búsqueda de respuesta, irá desde los Estados Unidos hasta Japón pasando por Rusia, Italia y Croacia, y nos hablará de escritores con autobiografías secretas, de artistas laureados gracias a sus viudas, de romances marcados por la irrupción de la guerra y de niñas que convocan con unas pocas palabras todo el poder de la literatura. Nabokov, Pilniak, Tanizaki… Conferencias, clases y entrevistas. Y juego, sobre todo, juego, en un brillante rompecabezas que conjuga vivencias, reflexiones e invención y que nos invita a explorar la engañosa frontera que existe entre la realidad y la ficción. La gran obra de Ugrešic es una incomparable aventura autoficcional que sumerge al lector en un laberinto literario para reivindicar el poder de los relatos. Todo un artefacto complejo y oscuro que conjuga pasión, humor y erudición, de la mano de una de las voces más importantes del panorama europeo actual.

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Zorro

Dubravka Ugrešić

Traducción del croata a cargo de

 

 

 

 

 

Un deslumbrante juego literario que atraviesa tiempo y espacio para reivindicar el poder de los relatos, de la mano de una de las grandes voces del panorama europeo.

 

 

 

 

 

«Privilegiada cronista de muchas vidas destrozadas, Ugrešićes la gran teórica del mal y del exilio.»

Charles Simic

 

«Una genuina "librepensadora", el compromiso de Ugresic con lo absurdo la lleva a adentrarse donde otros escritores temen hacerlo.»

The Independent

Por deseo de la autora, en esta primera edición en castellano hemos respetado la disposición original del texto croata, con el objetivo de mantener intacto el significativo valor formal que entraña su estructura.

Asimismo, hemos respetado la transliteración de los nombres rusos que aparecen en las obras ya editadas en nuestra lengua cuando se trataba de citas textuales de esas ediciones.

EL EDITOR

Primera parte

Un cuento sobre cómo

se crean los cuentos

La auténtica diversión literaria empieza justo cuando la historia se escapa al control del autor, cuando empieza a comportarse como un aspersor de jardín y a salpicar en todas las direcciones; y cuando la hierba comienza a crecer no debido a la humedad, sino a causa de la sed que le provoca la fuente de humedad cercana.

I. FERRIS, The Magnificent Art ofTranslating Life into a Story and ViceVersa

1

De veras, ¿cómo se crean los cuentos? Creo que muchos escritores se hacen esta pregunta, aunque la mayoría de ellos evitan contestarla. ¿Por qué? Quizá porque no saben la respuesta, o quizá porque temen portarse como esos médicos que en sus conversaciones con los pacientes usan solo términos latinos (ciertamente, cada vez son menos), para así llevarle ventaja al enfermo (ventaja que de todos modos tienen) y mantenerlo en una posición inferior (en la cual el paciente se halla de una manera u otra). Por eso los escritores prefieren encogerse de hombros y permitir que los lectores crean que los cuentos proliferan como las malas hierbas, y tal vez es mejor así, ya que de las reflexiones de los literatos sobre este tema se podría recopilar una voluminosa antología de insensateces. Y, cuanto más obvia es la insensatez, más admiradores tiene su autor, como ese famoso escritor que repite testarudamente que su epifanía, en sentido creativo, fue un partido de béisbol. ¡Cuando la pelota de béisbol surcó el aire, le llegó la revelación súbita de que era un novelista! En cuanto volvió del partido a casa, se sentó a la mesa de trabajo, y desde entonces no para.

El escritor ruso Borís Pilniak empieza su obra «Un cuento sobre cómo se crean los cuentos»[1] (hay que decir que el texto apenas tiene diez páginas) señalando que en Tokio conoció por casualidad al escritor Tagaki, acerca del cual alguien le había comentado que se había hecho célebre con una novela en la que describía a una «mujer europea», una rusa. Aquel Tagaki se habría evaporado de la memoria de Pilniak si en la ciudad japonesa de K.,[2]en el archivo del Consulado soviético, no hubiera visto la solicitud de repatriación de Sofia Vasílievna Gnedyj-Tagaki.

Y, después, ¿qué ocurrió después? El anfitrión y compatriota de Pilniak, secretario del Consulado soviético, el camarada Dzhurba, lleva a Pilniak a las montañas que rodean la ciudad para enseñarle el templo del zorro. «El zorro es el dios de la astucia y de la traición. Si el espíritu del zorro penetra en un hombre, la estirpe de este hombre está maldita. El zorro es el dios de los escritores», escribe Pilniak. El templo está ubicado a la sombra oscura de los cedros, sobre una roca que se precipita al mar, y en su altar reposan los zorros. Desde allí se abre la vista a una cadena montañosa y al océano, y reina un silencio inusual. Ahí, en ese lugar sagrado, Pilniak reflexiona sobre cómo se crean los cuentos.

El templo japonés del zorro y la autobiografía de Sofia GnedyjTagaki (que el camarada Dzhurba le da a leer al escritor) incitan a Pilniak a escribir el cuento. Sofia había hecho el bachillerato en Vladivostok para luego aceptar un empleo de maestra, pero solo hasta que «se presentara un pretendiente» (comentario de Pilniak); era una muchacha «como las había a miles en la antigua Rusia» (comentario de Pilniak); «un poco boba, como lo es la poesía, lo que corresponde a los dieciocho años» (comentario de Pilniak); en Rusia, las biografías femeninas se parecían «como una cesta a otra»: el primer amor, la pérdida de la virginidad, la felicidad, el marido, un niño y poco más. La biografía de Sofia empieza a interesar a Pilniak solo a partir del momento en que el barco llegó «al puerto de Tsuruga; era una biografía extraña y breve, muy diferente a las de millares y millares de mujeres rusas de provincias».

De todos modos, ¿cómo llegó a parar esta joven mujer a un barco que viajaba a Tsuruga? Utilizando fragmentos de la autobiografía de Sofia, Pilniak evoca hábilmente su vida en Vladivostok, en los años veinte del siglo pasado. Sofia alquila una habitación en la casa en la que reside también el oficial japonés Tagaki. De él se contaba, escribe Sofia en su breve autobiografía, que se bañaba dos veces al día, usaba ropa interior de seda y por las noches se ponía pijama. Tagaki habla ruso, pero en vez de r pronuncia l, lo que suena cómico, sobre todo cuando lee en voz alta poemas de sus poetas rusos favoritos («La noche murmuraba…»).

Aunque las ordenanzas del ejército japonés prohibían a los oficiales casarse con extranjeras, Sofia y Tagaki se prometen muy pronto, al «estilo de Turguénev».[3]

Antes de viajar a Japón —porque los rusos están a punto de irrumpir en Vladivostok—, Tagaki deja a Sofia instrucciones y dinero para que esta pueda seguirlo más adelante.[4]

Sofia viaja de Vladivostok a Tsuruga, donde la policía fronteriza japonesa la detiene e interroga sobre su relación con Tagaki. Ella confiesa que están prometidos. La policía también arresta a Tagaki, le propone romper su compromiso y enviar de nuevo a Sofia a Vladivostok, a lo que Tagaki se niega. En vez de ello, mete a Sofia en el tren para Osaka, donde la esperará su hermano para llevarla al pueblo, a la casa paterna, mientras que él mismo se pone a disposición de la policía militar. Pronto el caso se resolverá favorablemente para Tagaki: lo expulsan del ejército para siempre y lo condenan a dos años de destierro, pero recibirá permiso para cumplir el castigo en el pueblo, en la casa paterna, oculta «tras flores y verdor».

Los recién casados pasan los días en un dulce aislamiento. Sus noches están colmadas de ardientes pasiones y los días, de una cotidianidad tranquila, no alterada por nada. Tagaki es amable, pero taciturno, lo que más le gusta es pasar los días encerrado en su despacho.

«Ella amaba, respetaba y temía a su marido; lo respetaba porque era todopoderoso, noble, silencioso y lo sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba subyugarla por completo», escribe Pilniak. Y, de todos modos, a pesar de no saber mucho sobre su marido, a Sofia la colmaba por completo la felicidad de aquella vida en común. Cuando se termina oficialmente el destierro de Tagaki, la joven pareja continúa viviendo en el pueblo. Y entonces irrumpen en la soledad de su vida periodistas, fotógrafos, gente… Así es como Sofia descubre el secreto del retiro diario de su marido en el despacho: en esos dos o tres años, Tagaki había escrito una novela.

Ella no era capaz de leer la novela de Tagaki, a pesar de que ya sabía un poco de japonés. Le pidió que le contara algo de la obra, pero él eludía la respuesta. Gracias al gran éxito del libro, la vida de los dos cambió; ahora tenían criados que preparaban el arroz y un chófer particular que llevaba a Sofia a menudo a la ciudad vecina para hacer compras. El padre de Tagaki «le hacía una reverencia más respetuosa que la que ella le hacía a él». Sofia empezó a disfrutar de la fama de su marido.

Descubrió el contenido de la novela cuando los visitó «un periodista de la capital» que hablaba ruso. Tagaki le había dedicado toda la novela a ella, describiendo cada instante que habían pasado juntos. Resultó que aquel periodista la puso ante un espejo, donde ella «se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió que todo, que toda su vida había sido material de observación, que el marido la había estado espiando cada minuto de su vida… Allí empezaba su horror, era una traición cruel a todo lo que tenía».

Pilniak afirma, y a nosotros nos corresponde creerle, que las partes de la autobiografía de «esta mujer un poco boba» que se refieren a la infancia, a sus estudios y a Vladivostok carecen de cualquier interés, mientras que para los días pasados en compañía de su marido logró encontrar «palabras verdaderas y grandes de simplicidad y claridad». En resumen, Sofia «abandonó el rango de mujer de un escritor célebre, el amor y la emoción de los tiempos del jaspe» y pidió regresar a su patria, a Vladivostok.

Y ¿qué ocurrió después? Nada. Eso es todo.

«Ella sobrevivió a su autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que atravesar la muerte es bastante más difícil que matar a un hombre. Él escribió una novela hermosísima.

»Juzgar a los demás no es cosa mía. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas y, en particular, sobre cómo se crean los cuentos.

»El zorro es el dios de la astucia y de la traición. Si el espíritu del zorro penetra en un hombre, la estirpe de este individuo está maldita. ¡El zorro es el dios de los escritores!»

¿Existió realmente Tagaki, existió Sofia? Es difícil saberlo. En cualquier caso, durante la lectura de este cuento magistralmente escrito, al lector no se le ocurre ni por un segundo que la historia pudiera ser fabricada; que el Consulado ruso en la ciudad de K. y la historia de Sofia y su solicitud de repatriación y el escritor Tagaki sean inventados. Al lector lo deja sobrecogido la absoluta verosimilitud del cuento, la fuerza de una biografía compuesta de dos traiciones: la primera, la traición a Sofia que comete el escritor Tagaki, y la segunda, la que, movido por el mismo impulso creativo, comete el escritor Pilniak.

2

En casi todas las tradiciones mitológico-folclóricas, el campo semántico de la simbología del zorro engloba la astucia, la habilidad, la adulación, el engaño, la mentira, la hipocresía, el egoísmo, la vileza, la egolatría, la codicia, la seducción, la sexualidad, la sed de venganza, la soledad. En los textos mitológico-folclóricos, el zorro aparece a menudo relacionado con algún asunto «sospechoso», a veces se mete en problemas, por lo que también se lo considera un perdedor, y debido a sus atributos nunca está en contacto con seres mitológicos superiores. En una lectura simbólica, el zorro pertenece a la clase baja de la mitología. En la tradición nipona, el zorro es el mensajero de Inari, la deidad japonesa de la fertilidad y del arroz; como mensajero, está relacionado con los seres humanos, con la esfera terrestre, mientras que apenas guarda relación con la esfera «suprema», celestial y espiritual.

Entre los indios, los esquimales, los pueblos siberianos y en China está muy extendida la leyenda de un hombre pobre a cuyo hogar acude todas las mañanas una zorra, que se quita el pellejo y se transforma en una mujer. Cuando el hombre lo descubre, le roba y le esconde el pellejo, y ella se convierte en su esposa. Y, cuando después de cierto tiempo la mujer encuentra la piel, retoma su apariencia animal y abandona al pobretón para siempre.

En la imaginación folclórico-mitológica occidental y oriental, el zorro es casi siempre un ser taimado, un embaucador, pero también se aparece como un demonio, una bruja y una «novia maldita», o, como en la mitología china, es la forma animal que toma el alma de un humano fallecido. En la imaginación folclórico-mitológica occidental, el zorro es casi siempre de género masculino (Reineke, Reynard, Renart, Reinaert) y, en la oriental, un personaje femenino. En la mitología china (huli jing), en la japonesa (kitsune) y en la coreana (kumiho), la zorra es una maestra de la transformación, el símbolo del mortífero eros femenino, una diablesa, una experta creadora de ilusiones. Kitsune en la mitología japonesa tiene varios rangos; puede ser una simple zorra salvaje (nogitsune) o convertirse en myobu, una zorra celestial, pero para eso debe aguardar mil años. Las colas indican el rango que ostenta en la jerarquía; la más poderosa es la que tiene nueve colas.

A juzgar por las apariencias, Pilniak tenía razón; el zorro posee muchas cualidades para ser el tótem del dudoso género de los escritores.

3

¿Quién es Borís Pilniak?

Las fotografías del atractivo varón con gafas redondas de montura fina, vestido con los mejores trajes, siempre con pajarita y aspecto de auténtico dandi, no se corresponden en absoluto con la idea «occidental» de un escritor revolucionario ruso. Y, no obstante, Pilniak lo fue: un escritor revolucionario ruso.

Su verdadero apellido era Vogau (Pilniak es un pseudónimo); era hijo de alemanes del Volga, pasó la infancia y la adolescencia en la provincia rusa. Fue uno de los escritores más prolíficos de su tiempo, con una obra de géneros y estilos muy variados. Sus intereses abarcaban desde la prosa tradicional, con una fuerte inclinación por el naturalismo y el «primitivismo», los reportajes periodísticos, las descripciones de viajes y la novela con temática de realismo socialista, hasta la prosa documental y «ornamental» modernista, cuyo mejor ejemplo es la novela El año desnudo.

Pilniak fue querido y odiado, famoso e influyente; muchos imitaron su estilo literario, lo tradujeron a varios idiomas y tuvo libertad para viajar a lugares con los que otros solo podían soñar. Estuvo en Alemania, Inglaterra, China, Japón, los Estados Unidos, Grecia, Turquía, Palestina, Mongolia… A su «ciclo japonés» pertenecen los libros de viajes Las raíces del sol japonés, Kamni i korni [«Piedras y raíces»], Oleniigorod Nora [«Nara, la ciudad de los ciervos»]y «Un cuento sobre cómo se crean los cuentos».[5] A América le dedicó el libro О’кей,[«OK. Novela americana»];[6] a Inglaterra, el libro de relatos Anglíiskie rasskazy [«Relatos ingleses»];a China, Kitaískaia póvest [«Una historia china»].

Las mujeres lo querían, quizá también porque muchas tienen debilidad por los escritores, sobre todo, al parecer, las rusas. Pilniak se casó tres veces. Con su primera esposa, María Sokolova, médico en el hospital de Kolomna, tuvo dos hijos. Su segunda mujer, la belleza Olga Scherbínovskaia, fue una actriz del teatro Maly de Moscú; y la tercera fue la actriz y directora de cine georgiana Kira Andronikashvili. Con ella tuvo a su hijo Borís. Fue propietario de dos coches (¡se llevó a la Unión Soviética el Ford comprado en los Estados Unidos!) y tuvo a su disposición una amplia «dacha» en Peredélkino, la famosa colonia de casas de fin de semana para artistas cerca de Moscú.

La obra de Pilniak es voluminosa. Aparte del antológico El año desnudo, son importantes sus novelas Mashiny i volki [«Máquinas y lobos»] y El Volga desemboca en el mar Caspio. El relato Póvest nepogáshennoi luny [«El cuento de la luna inextinguible»], que trata del asesinato del líder comunista Frunze, al que, supuestamente por orden de Stalin, los médicos envenenaron con una cantidad excesiva de cloroformo, suscitó un gran escándalo.

Pilniak era amigo cercano de Yevgueni Zamiatin. Zamiatin —ingeniero que trabajaba para la Marina Imperial Rusa y que escribía libros como pasatiempo— es el autor de las palabras más impactantes que un escritor ha dirigido jamás a su verdugo. En la carta a Stalin —en la cual solicita abandonar la Unión Soviética (¡cosa que Stalin, persuadido por Maxim Gorki, finalmente le permitió!)— escribió: «No son los empleados hacendosos y obedientes los que crean la verdadera literatura, sino los locos, los ermitaños, los herejes y soñadores, los rebeldes y escépticos».

La novela de Zamiatin Nosotros (publicada en inglés en 1924) fue plagiada por muchos escritores: George Orwell (1984), Aldous Huxley (Un mundo feliz) y otros. Kurt Vonnegut es el único que lo reconoció públicamente, los demás se señalaban los unos a los otros con el dedo (¡Orwell a Huxley, por ejemplo!). La emigración no le trajo la felicidad a Zamiatin: vivió en París apenas unos miserables seis años y murió de un infarto de miocardio en 1937, el mismo año en que arrestaron a Pilniak. Parece que la guadaña de Stalin, que en aquellos años segaba la vida de los escritores rusos, no esquivó a Zamiatin, a pesar de que se había refugiado fuera de su alcance. Esta, sin embargo, no es una historia sobre Zamiatin, sino sobre un cuento sobre cómo se crean los cuentos.

4

Pilniak escribió «Un cuento sobre cómo se crean los cuentos» en 1926. El mismo año en el que nació mi madre. Un año en el que sucedieron muchas cosas que podrían entrelazarse ingeniosa y hábilmente con la biografía materna y, no obstante, lo que prefiero es imaginar que entre la narración de Pilniak y la biografía de mi progenitora existe una profunda conexión poética.

Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka la estaría esperando su hermano; que él por el momento «iba a estar ocupado». Desapareció en la oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros y dejó a la muchacha en la más cruel de las soledades, convencida de que él, Tagaki, era la única persona por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de gratitud, y también de incomprensión. El vagón estaba bien iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir, sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas ocasiones, vio comprar a través de la ventanilla té caliente en pequeñas botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado, rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a dormir. Sofia Vasílievna no logró pegar ojo en toda la noche, víctima de la soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.

Dos décadas después de que Pilniak escribiera su cuento, en 1946, mi madre, con veinte años recién cumplidos, emprende el viaje de su vida. Al comprar el billete de tren, mamá compra un billete para un viaje a lo desconocido. Al elegir ese viaje y no otro, empieza a desovillarse el ovillo de su destino, el cual parecía estar ya trazado, junto con los postes de señales y las estaciones de ferrocarril, en las líneas de la palma de su mano. Vivía a orillas del mar Negro, en la ciudad de Varna, iba al liceo, adoraba las películas y los libros (¡particularmente las novelas con nombre y apellido femenino en el título!), y allí, al final de la guerra, conoció a un marinero croata del que se enamoró, se prometieron y al término de la contienda emprendió el viaje a Yugoslavia. Al tren la llevaron sus padres, la depositaron en el compartimiento suavemente, como si se tratase de un barquito que fuera a llevar a su hijita a un puerto seguro. Y, por cierto, el padre de mi madre, mi abuelo, era ferroviario. Mamá viajó de Varna a Sofía, de Sofía a Belgrado, de Belgrado a Zagreb. El tren pasaba por ruinas, y eso fue lo que más le afectó, esas horas de travesía por paisajes de tierra quemada, para luego, siguiendo las indicaciones del marinero, apearse unos ochenta kilómetros antes de Zagreb y encontrarse con la oscuridad de una estación de tren de provincias sumida en la desolación y el abandono. Allí no la esperaba nadie. Esa estación oscura y abandonada se grabó en el corazón de mi madre como un hierro candente, como la primera traición dura y dolorosa.

«Un cuento sobre cómo se crean los cuentos» reproduce en realidad el patrón de los cuentos de hadas: los cuentos sobre un ser misterioso que no es de este mundo, o una «fuerza desconocida» (una bestia, el cuervo, Voron Vorónovich, un dragón, el sol, la luna, Koschéi el Inmortal, Barba Azul, etcétera) que secuestra a la novia y se la lleva a un reino lejano más allá de siete montañas o más allá de siete mares (en los cuentos se le suele llamar reino «de bronce», «de plata», «de oro» o «de miel»). El jaspe es el sinónimo de Pilniak para Japón y para los días felices de Sofia («el jaspe de sus días»; «ella no habría podido contar sus días, pero dejemos que esos días sean de jaspe»; «la emoción de los tiempos del jaspe»). El misterioso Tagaki se lleva a su novia rusa al reino del jaspe. Y, en verdad, Tagaki no se parece en nada al alférez Ivantsov, por ejemplo, al cual Sofia había retirado el saludo porque «se había jactado de haber obtenido de ella una cita». El misterioso Tagaki, a diferencia del patán de Ivantsov, besa la mano a las mujeres y les regala chocolate. Aunque también es cierto que a Sofia, al principio, aquel hombre de raza extranjera, aquel japonés, no le gustaba, es más, le resultaba repugnante, pero —precisamente igual que en los cuentos de hadas en los que la bestia se transforma en un amante seductor— él enseguida sometió su alma.

Y he aquí la paradoja: si el cuento de Pilniak no llevara implícito el patrón de los cuentos de hadas, no sería tan convincente. La muchacha, que no se diferencia en nada de miles de chicas parecidas, se convierte en una protagonista convincente en el momento en que acepta correr detrás del ovillo dorado de su destino femenino. Y ¿cuál debería ser este destino femenino? La respuesta a esta pregunta la ofrece el corpus mayoritario de las obras clásicas de la literatura universal. Existe un patrón arraigado (un meme, una tarjeta de memoria) que define qué textos de la literatura universal (tanto los minoritarios, escritos por una mano femenina, como los mayoritarios, escritos por hombres) se transmiten de siglo en siglo como una enfermedad hereditaria. La protagonista tiene que actuar según este patrón para poderla reconocer como heroína. En otras palabras, ella tiene que pasar por la prueba de la humillación para ganarse el derecho a la vida eterna. En el cuento de Pilniak, la protagonista resulta doblemente engañada, desnudada y «robada»: una vez por Tagaki, la segunda por Pilniak. Pilniak lo denomina «atravesar la muerte» (¡!). Así, Sofia, la pequeña heroína del breve cuento, se une a todos los personajes literarios femeninos que transmiten este patrón hasta hoy en día, hasta las actuales novelas de tiradas multimillonarias, en las cuales Ella tiembla hechizada por un misterioso Él. Él la embrujará, la subyugará, humillará y engañará, y Ella finalmente resucitará como una heroína digna de respeto y autorrespeto.

Y, en lo que se refiere a mi madre, su corazón joven y robusto cicatrizará. Es una verdadera suerte que el Destino, ese escritor confuso, olvidara que en el andén de la estación de provincias la debería haber esperado un marinero. Los marineros no suelen esperar a sus amadas en el andén de las estaciones, su lugar está en los puertos, tal vez por eso el Destino se olvidó del marinero. Y luego, como en un happy end aplazado, en la luz al final del túnel metafórico, apareció Él, el auténtico héroe de la historia de mi madre, mi futuro padre. Esto, sin embargo, no es un cuento sobre mi madre y mi padre, sino un cuento que intenta decir algo sobre cómo se crean los cuentos.

5

Visité Moscú por primera vez en 1975. Llegué de (la hoy inexistente) Yugoslavia a la Unión Soviética (hoy inexistente) con una beca de dos semestres. En aquella época existían entre los dos países programas de intercambio académico. Recuerdo mi primera salida al centro de Moscú por el siguiente episodio. Necesitaba ir a un aseo, no era fácil entrar en los restaurantes y en las cafeterías porque delante aguardaban largas colas, y apenas había aseos públicos. No obstante, encontré uno en el mismo centro. Al salir de la cabina me rodeó un grupo de cuatro o cinco gitanas. No entendí qué querían de mí. A diestro y siniestro sembraban diminutas gotas de saliva, me daban palmaditas, me tiraban del brazo, intentaban leer el futuro en la palma de mi mano, comentaban algo todas a la vez, y de pronto se retiraron tan deprisa como habían aparecido. Aturdida, salí a la calle y advertí que en el puño estrujaba un gurruño. Abrí la mano y cayeron unos billetes de lotería sin ningún valor, rotos por la mitad. Comprobé mi bolso. Me habían desaparecido unos doscientos rublos, que, en aquellos tiempos, era aproximadamente el doble del sueldo medio soviético. La pérdida del dinero no me afectó en absoluto, es más, me pareció que al aterrizar en Moscú me había dado de bruces con la cotidianidad de la novela de Bulgákov El maestro y Margarita. Igual que Sofia, la protagonista de Pilniak, observaba el mundo a través de un prisma romántico turgueneviano, yo lo hacía (por lo menos en aquella época) a través de uno bulgakoviano.

Me alojaba en una residencia de estudiantes de la Universidad Estatal de Moscú, la mgu, en uno de los siete conocidos rascacielos moscovitas. Vivía en la zona B, en el apartamento 513, que se componía de dos habitaciones con baño y recibidor compartidos con una compatriota, estudiante de Matemáticas. Necesité mucho tiempo para aprender a entrar y salir, y encontrar cualquier cosa en ese enorme laberinto arquitectónico dividido en zonas. En mi planta, en la zona B, vivían los yugoslavos, los finlandeses y los árabes. El cálido olor de especias desconocidas que llegaba desde la cocina común en la planta revelaba la presencia de estos últimos. Uno de los tres finlandeses había recibido la beca para trabajar en su doctorado sobre Mijaíl Shólojov, por aquel entonces todavía vivo. Muy pronto los tres finlandeses, dos chicos y una joven, olvidaron por qué estaban allí. Se emborrachaban tras la puerta cerrada con llave de su habitación estudiantil hasta perder la conciencia y no pararon hasta que llegó la hora de volver a casa. Los locales difícilmente conseguían vodka debido a diversas restricciones. Los extranjeros lo compraban con ayuda de sus pasaportes y su moneda extranjera en las tiendas de élite para forasteros. La cadena de estos comercios se llamaba Beriozka, que significa «pequeño abedul». En ellas el vodka era mucho más barato que en Finlandia.

Yo, a diferencia de los finlandeses, había ido allí a recopilar material para un trabajo sobre Borís Pilniak, que me permitiría obtener el título de magíster. Los primeros dos o tres meses, de los diez que duraba el año académico, los pasé en la Biblioteca Lenin (el nombre actual es Biblioteca Estatal Rusa). El acceso era una tortura, porque primero había que aguardar en una larga cola para depositar las cosas en el guardarropa; luego en una larga fila, para que el usuario pasara el control de policía de la biblioteca (recuerdo el volcado diario del contenido del bolso en la mesa) y accediera a las salas de trabajo; y por último había que esperar un buen rato para que los libros solicitados llegaran hasta el usuario por medio de un mecanismo similar a unos raíles y un tren (espero no haberlo soñado y que algo semejante haya existido realmente). Tal vez también este procedimiento cansino fuera el motivo por el que mucha gente dormía en la biblioteca. Había dos o tres máquinas fotocopiadoras, delante de las cuales se formaban largas colas, porque solo estaba permitido fotocopiar veinte páginas al día. Y, para colmo, las copias se imprimían en un papel basto y grueso, casi cartón. Ciertamente, los que tenían dinero podían contratar a un «sustituto», alguien que se pusiera en la cola e hiciera las fotocopias en su lugar. Pero lo más espantoso era el cuarto de fumadores, en la buhardilla de la biblioteca. Se trataba de una habitación pequeña, asfixiante, con unas cuantas sillas y una mesa sobre la que descansaban unos grandes recipientes redondos de hojalata, cajas usadas de rollos cinematográficos repletas de colillas, montones de ceniza ante los que se sentaban los mártires fumadores. Ni siquiera la cafetería ofrecía algo de la humanidad y la calidez esperadas porque también allí había una fila larga solo para entrar, y además la espera no merecía la pena: café malo, el proverbial buen té ruso y unas tristes salchichas que te asaltaban en todas partes: en los comedores universitarios, en las ollas de los vendedores callejeros y en los figones moscovitas baratos.

El trabajo en las bibliotecas era agotador, exigía paciencia, y yo, obviamente, carecía de este don. La vida literaria paralela era incomparablemente más interesante. En esta vida paralela, la gente se las apañaba gracias a la ayuda de amigos y enchufes. Uno de mis amigos, que trabajaba en aquella misma Biblioteca Lenin, solía fotografiar los libros que yo necesitaba con una simple cámara de fotos y luego revelábamos los carretes y colocábamos las fotos como páginas. De esta manera guardaba varios libros en cajas de papel fotográfico. En esta vida paralela existían todavía testigos vivos de la etapa anterior, conocerlos en persona era más importante que la labor en la biblioteca; en esta vida se podía encontrar, como en una suerte de Hades, a los representantes más longevos de la época de la vanguardia rusa, los que sencillamente tuvieron la suerte de sobrevivir;[7] también se reproducían y distribuían los libros en secreto; y los extranjeros, como yo, eran muy útiles: podían comprar en las Beriozka ejemplares de ediciones rusas difíciles de conseguir, traer consigo ediciones rusas editadas en el extranjero (tamizdat), servir como potenciales carteros y sacar algún manuscrito fuera del país.

6

En aquel Moscú, en el que muchos filólogos, extranjeros y locales, se dedicaban a la caza de los protagonistas y testigos de la época anterior aún vivos, en el que las viudas de escritores famosos (como Nadezhda Mandelshtam, todavía viva por aquel entonces) estaban muy cotizadas, en el que a cualquiera que hubiera subsistido y sobrevivido a otros, y fuera capaz de testificar sobre ello, se lo tenía en gran estima, en el que todo bullía de escritores de memorias, recuerdos y diarios, de coleccionistas y de archiveros, de artistas auténticos y falsos, de aquellos que habían estado «dentro», es decir, prisioneros en un campo, y de aquellos que se avergonzaban de no haberlo estado, en aquel Moscú, conocí a Borís, el hijo de Pilniak. Ciertamente, yo me excluía de la categoría de los «cazadores» de testigos vivos de la época: la manía generalizada del biografismo no me gustaba, aunque entendía a qué se debía. En semejante entorno, la batalla que reñían los formalistas rusos —la gran batalla por el texto de la obra artística— se mostró vana. Muchos textos de autor desaparecían enterrados bajo la potente estampida de los detalles biográficos…

Borís Andronikashvili era hijo de Pilniak, de su tercer matrimonio con la conocida actriz y directora de cine georgiana Kira Andronikashvili. Borís era un hombre alto, fuerte y apuesto, que había estudiado artes escénicas y era actor de cine. Se sentía georgiano, se enorgullecía de su apellido aristócrata Andronikashvili, hablaba ruso con un fuerte acento georgiano, igual que muchos georgianos, en su casa se bebía chacha, el aguardiente georgiano, y se comía el pan de queso llamado jachapuri, su hogar no era el frío e inodoro Moscú, sino la «ciudad de las rosas y del sebo de carnero», tal como describió Tiflis, con rapidez y extraordinaria precisión, el escritor Isaak Bábel. Cuando lo conocí, Borís había abandonado el cine y se dedicaba a administrar la herencia paterna, y, puesto que no estaba formado para ello, lo hacía como un aficionado. También había escrito algunos libros en prosa. Casado en segundas nupcias, tenía dos hijas: Kira, de cinco años, y Sandra, de dos.

No hice mi trabajo final para conseguir el magisterio sobre Borís Pilniak, abandoné el tema. Aunque sí es cierto que más adelante traduje al croata El año desnudo,Metel [«Ventisca»] y «Un cuento sobre cómo se crean los cuentos». Redacté el trabajo de magisterio, pero sobre algo completamente distinto. A Borís lo vi una o dos veces más, en todo caso por última vez el 6 de septiembre de 1989, durante una breve estancia en Moscú, cuando me regaló una antología recién publicada de la prosa de Pilniak, con un prólogo que él mismo había escrito. No recordaría este detalle si en el libro no figurase la dedicatoria de Borís con la fecha. Casi no lo reconocí, tenía una mirada de la que brotaba una suerte de borrosa capitulación interior. Intercambiamos algunas cartas y luego perdimos el contacto. La Unión Soviética se había desmoronado. Yugoslavia se desmoronaba, y cuatro años más tarde yo abandoné el país. Cerré muchos archivos, entre ellos también el de aquel año moscovita en el que hubiera debido dedicarme a Borís Pilniak y, en vez de centrarme en la literatura, me centré en la vida, a pesar de que las dos cosas por aquel entonces parecían inseparables.

Borís Andronikashvili murió siete años más tarde, cumplidos los sesenta y dos. El dato lo encontré en internet. Sus obras completas se publicaron en 2007 en dos tomos. Su hija Kira se graduó, obtuvo el título de magíster, publicó un libro sobre su abuelo y editó dos impresionantes volúmenes de las cartas de Pilniak.[8] No estoy segura de que llegue a leer estos libros, viajo mucho, cruzo fronteras, intento llevar conmigo el menor equipaje posible, he cerrado muchos archivos. Y, una vez cerrados, los archivos se vuelven ilegibles.

7

La biografía de Sofia Gnedyj-Tagaki atrajo a Borís Pilniak como un imán. Pilniak robó el alma de Sofia (el zorro como mediador entre dos mundos, el mundo de los muertos y el mundo de los vivos), pero al mismo tiempo le erigió un monumento literario y, no obstante, su biografía de Sofia tenía importancia para Pilniak solo en aquel momento concreto; si se hubiera topado con ella en otras circunstancias, tal vez el encuentro no habría producido ese cuento. Muchas historias en la vida de un escritor terminan como litopediones, como embriones calcificados.

En aquellos años paseaban por Moscú filólogos con estudios universitarios y filólogos aficionados, que se encargaban voluntariamente de la sagrada misión de recuperar los manuscritos extraviados, de buscar los manuscritos perdidos y de resucitar a autores y libros olvidados. El agujero enorme en el que habían desaparecido millones de destinos humanos irradiaba un hambre febril de remplazarlos, la cual a nosotros, los extranjeros, nos parecía un poco enfermiza, pero a la vez seductora, como el viaje al otro lado del espejo. Muchos autoproclamados «arqueólogos de la literatura» se consumían verdaderamente en esta misión voluntaria de salvar libros del olvido y parecían los hombres-libro de la novela de Bradbury (y película de Truffaut) Fahrenheit 451. Muchos soñaban con los manuscritos quemados (¡Eso no puede ser, los manuscritos arden!), y también hubo tiempo de sobra para el activismo literario. Nadie se hacía ilusiones ni esperaba nada; en aquel tiempo congelado, todos se abandonaban a su propio delirio. Y el suicidio de la anciana amante de los libros de Fahrenheit 451 —que prefiere quemarse junto con su biblioteca a vivir una vida sin libros— parecía en aquella época febril, apasionada, bibliófila, una elección muy comprensible.

Mientras escribía esta historia, he abierto al azar una delgada carpeta amarillenta para comprobar si su apertura removía algo. Dentro había dos cuadernos finitos de tapas blandas de color verde claro, en las que estaba escrito Tetrad. (Muchos años más tarde, en Berlín, en una tienda fashion donde se vendía la nostalgia por los tiempos de diseño comunista, volví a encontrarme con estos cuadernos.) En las hojas de papel cuadriculado, escrita con mi mano, serpenteaba la bibliografía de los artículos sobre Pilniak, que yo, probablemente, leía o tenía intención de leer en la biblioteca. De la carpeta, en realidad, no salió el contenido, sino un olor, un olor pesado e irrepetible; contenido ni siquiera había. De los cuadernos se cayeron dos hojas de formato A4 dobladas, en las que se alineaba una serie de palabras unas debajo de otras. El papel se había vuelto amarillento.

Álbum de recuerdos, juegos: cartas, ajedrez, peonza, polvo efervescente (Günter Grass); objetos fatales: clavo, revólver, horca; calcetines, cintas, lazos para el pelo, postizo, bastón, chimenea; seda, canela, pimienta, túnica (José y sus hermanos);lamparillas, cerillas, gobelinos, polvera, peluca; tijeras, Krleža; Zola, clavo (Naná); Hamsun, lápices, Pan; remo, Dreiser; orinal, gorritos, camisas, pipa, fruta escarchada; objetos que se mudan, Francis Ponge, Bachelard, Rilke; puñal, ropa, ropa de cama, fotografías familiares; Desdémona, pañuelo; llave, barril de ron, espejo, medallones; Kafka, Odradek, Las preocupaciones de un padre de familia; caja de música, baúles, piano, ventana, peine de carey, ámbar; Las doce sillas,El juego de los abalorios; sombrilla, anillo con veneno, sortija de sello, ligas, corsé, cortina, devocionario, trabuco, reloj, monóculo, impertinentes; Gógol, pastel; Cortázar, caramelos; tabaquera, casa de empeño.

El fragmento parecía incomprensible; entre mi yo de antaño y el actual se había intercalado un tiempo de casi cuarenta años. Las palabras estaban escritas claramente con mi letra en aquel Moscú feo, gris y frío en el cual, galvanizada por el ambiente de la vida del submundo y el prisma bulgakoviano, había vivido un año académico. Se trata, y no es más que una suposición mía, de una lista de cosas u objetos lanzados al azar que sirven de «gatillo», bien para impulsar una historia o desempeñar un papel importante en el argumento, bien como elemento significativo para la composición de la narración. Los objetos (mágicos a menudo) tienen una función clave en los cuentos de hadas, pero con frecuencia también en lo que se denomina «bellas letras». Supongo que detrás de cada palabra había un ejemplo literario, o al menos una vaga idea del ejemplo. Si es así, ¿cómo es que entonces me salté muchos propulsores importantes de cuentos, como los capotes?, El capote de Gógol, por ejemplo. Y, si todo es así, ¿cómo es posible que precisamente estas cosas pulularan por mi joven y exuberante cabeza? Resulta que, en mi biografía, Moscú es una historia apenas empezada, un litopedión, un embrión calcificado. Permanece ahí, no se mueve, yo me olvido de su presencia, si es que a esta clase de coexistencia se la puede llamar presencia.

8

Lo conocí en el bar del hotel Belgrad en Moscú, al que solían acudir los yugoslavos: los que estudiaban en Moscú, los que trabajaban en la Embajada yugoslava y en las delegaciones de diversas empresas yugoslavas del país, y turistas yugoslavos que, por una u otra razón, iban a ver a sus compatriotas. Tenía un físico extraordinariamente atractivo, era muy difícil que no te llamara la atención, con su cabello pelirrojo y su barba recortada, ojos verde claro y un cuerpo bien proporcionado. Era compatriota mío y un mentiroso, de esos que mienten incluso cuando no es necesario. Alguien que va de acá para allá con jerséis rojos ingleses, camisas azules de finas rayas blancas, abrigo de cachemir y bufanda blanca también de cachemir alrededor del cuello y afirma que en Moscú estudia Bellas Artes no podía ser otra cosa que un mentiroso notorio. Por otro lado, no era hombre de muchas palabras, lo que mejoraba considerablemente su imagen. Me cautivó por completo, lo confieso: contra el fondo gris y sombrío de Moscú, con los ojos verdes y tan pelirrojo, parecía no ser de este mundo. Tenía manos de carpintero; las manos más grandes, más anchas y cálidas que jamás estuvieron en contacto conmigo. Hacía el amor a conciencia, tan pronto con ardor como con frialdad, justo como si en una sartén ardiente se calentaran cubitos de hielo. Cometíamos locuras, me enamoré de él, el amor olía a promesas, la fiebre amorosa me daba escalofríos, estaba dispuesta a morir por él. Cuando se marchó, regué con lágrimas el aeropuerto moscovita de Sheremétievo. La policía aeroportuaria, evidentemente no acostumbrada a escenas tan sentimentales, me pidió que me identificara, me preguntó por qué lloraba y no fui capaz de contestar, pues me estaba muriendo: mi amante pelirrojo nadaba en el mar de mis lágrimas y, al alcanzar la orilla del control de pasaportes, desapareció de mi horizonte. En la mano apretaba un premio imaginario, unos billetes de lotería sin valor rotos por la mitad. El corazón se me escapó del pecho… No me dejó su dirección, yo le di la mía, las cartas son estúpidas, dijo, estaba seguro de que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos. Y he aquí una cosa que no consigo explicarme: yo, que estaba dispuesta a seguirlo al fin del mundo, nunca en mi vida he olvidado a alguien tan fácil y tan rápidamente.

El pelirrojo llamó a mi puerta al cabo de un año, cuando yo ya había regresado a casa. Por asombroso que parezca, el encuentro me dejó indiferente, es más, esta aparición repentina y no anunciada me molestó. Tenía la sensación de que me obstaculizaba la vista, a pesar de que no estaba mirando nada que mereciera mi atención. Saqué de él todo lo que precisaba saber: que estaba casado, que había ido a mi ciudad, mira tú, no por mí, sino por una conciudadana mía, que era (¡uy!) la madre de su hijo ilegítimo. A pesar de que la historia era banal hasta la extenuación, de mi corazón poco ventilado se escapó volando una polilla de compasión.

El pelirrojo volvió a presentarse una vez más, al cabo de varios años, de nuevo sin avisar, pero en esta ocasión saltó un chispazo poderoso e imprevisto, e hicimos una escapada breve y fogosa a la costa adriática. Esta vez tampoco habló mucho de sí mismo (¡ay, qué listillo!), pero a cambio se acordaba con una ternura inapropiada de nuestra remota excursión a Leningrado.

—¡Nosotros dos nunca estuvimos en Leningrado! —dije yo estupefacta.

Intentó convencerme de que sí habíamos estado, citaba detalles, el nombre del hotel, el número de la habitación, pormenores de la visita a Tsárskoye Seló, los nombres de los restaurantes en los que habíamos cenado, los ballets que vimos, detalles de los momentos de pasión, del regreso en el tren nocturno a Moscú, de las personas que conocimos en el viaje…

—Estaba loco por ti, muchacha… Nunca me había ocurrido con nadie…

—Pero ¿por qué me tomas por tonta…?

Mentía, pero su «fabulación» acerca del viaje a Leningrado me inquietó. La mentira ya no era funcional, no había ningún motivo que la justificara. Tuvimos una discusión al respecto, recogimos las cosas y volvimos a Zagreb. Callé durante todo el trayecto, muerta de miedo porque conducía como un loco. Me dejó delante de mi casa, ni siquiera nos despedimos. Sus ojos verdes sombreados por las pestañas pelirrojas se encendieron en la oscuridad con un fulgor frío.

Uno o dos meses después de su partida, un libro de mi biblioteca cayó al suelo por azar y, del libro, un fajo de papelitos que por algún motivo yo había conservado. Entre los papeles había unas entradas para una función de ballet en Leningrado, las reservas de un hotel de Leningrado a su nombre y al mío con la fecha de la estancia y las entradas que probaban la visita a Tsárskoye Seló. Y, además, a este pequeño «ikebana», por alguna razón, había añadido un trébol de cuatro hojas seco…

Esto, sin embargo, no es una historia sobre mí, sobre el pelirrojo y las malas pasadas que nos juega la memoria frágil, sino una historia que se esfuerza por contar un cuento, que a su vez intenta contar un cuento sobre cómo se crean los cuentos.

9

De veras, ¿cómo se crean los cuentos? Pilniak vivía en una época en la que la palabra literaria era fuerte e importante, y la imagen cinematográfica, emocionante y joven. Ahora vivo en una época en la que las palabras están arrinconadas. ¿Cómo esperar que los usuarios de las nuevas tecnologías, cuyo idioma se compone de imágenes y símbolos, al haber pasado por una metamorfosis física y mental, estén dispuestos a leer algo que no hace mucho todavía se llamaba texto literario, y hoy aparece bajo el nombre, generalmente aceptado, de libro?

Me atormenta la sensación de vivir en una época que ha desterrado definitivamente la magia, y eso que no sabría explicar ni qué es, ni para qué sirve, ni por qué los tiempos pasados deberían ser mejores que los actuales. Cualquiera que se atreva a comparar diferentes épocas no solo facilita la posibilidad de equivocarse, sino que por lo general se equivoca. Muchos momentos pretéritos nos parecen mágicos simplemente porque no fuimos testigos directos de ellos o, si lo fuimos, ya son parte de un pasado irrecuperable. ¿Por qué Sofia, la protagonista de Pilniak, no ha perdido nada de su atractivo, a pesar de los esfuerzos de Pilniak por desnudarla, y por qué yo releo una y otra vez la historia de Pilniak, igualmente fascinada por su arte de contarla? También es muy posible que magia sea una palabra mal elegida.

¿Qué ocurre, por ejemplo, con el símbolo clave del cuento de Pilniak, con el zorro? Los templos japoneses Inari, a juzgar por los numerosos vídeos de aficionados que se pueden encontrar en internet, son una suerte de Disneylandia japonesa. La fábula de Pilniak sobre la ética del trabajo del escritor, sobre el zorro como símbolo del engaño, según los actuales códigos sociales tiene el significado contrario. El lema del momento actual dice lo siguiente: el zorro es el símbolo de la astucia y del engaño: si el espíritu del zorro penetra en un hombre, su estirpe estará bendita.

Hoy en día Sofia se apresuraría a escribir su versión de la vida erótica con Tagaki y corroboraría su novela con un montón de videomaterial promocional. Exhibir diariamente la vida propia y la ajena no es en este momento una cuestión de ética o de elección, sino de automatismo: todos lo hacen, y esperan que también nosotros lo hagamos. ¿Podría haber imaginado Pilniak, por ejemplo, que su nieta iba a dejar en una página web la huella de su inocente dedo y declarar que le gustan los versos de Turguénev en prosa y Bunin, que le gusta salir a correr, que no cree en los partidos políticos, que está convencida de que las cosas irían mejor si a todo el mundo le gustara su trabajo y lo hiciera de una forma honrada, que es temperamental y se ofende enseguida, y que no desea mal a nadie? ¿Qué diferencia la biografía breve de la nieta de Pilniak de miles de biografías similares?

«Encima de Kobe en las montañas… se alza el templo del zorro. En los peñascos que se precipitan al mar, muy por encima del océano, entre pinos centenarios, ha brotado toda una ciudad. En el silencio resuena el tañido de una campana budista. Cuanto más se adentra uno en la montaña, más desolado y silencioso se vuelve todo. Y allí se levantan pequeños altares, repletos de zorros de porcelana de fabricación industrial; en cuanto a la calidad, son peores que los muñecos con cabeza de zorro que se venden en las ferias por un precio ridículo. Por la tarde, me compré en Kobe, en el bazar, diez de estos zorros por solo un yen», escribe Pilniak en el libro Las raíces del sol japonés.

¿Qué diría Pilniak si pudiera echar un vistazo a los productos de la multimillonaria industria japonesa del manga y del anime? Yo lo he hecho y he descubierto que los zorros (¡pequeños zorros azules, en una película de anime!), con ojos grandes y redondos como bolas de billar, son personajes populares de la industria japonesa de historietas y películas de animación; y que los morfos son(igual que en las antiguas leyendas japonesas) los que se mudan fácilmente del cuerpo de un zorro al de un adolescente, a un cuerpo juvenil al que no le importa conservar las orejas y la cola de zorro, sino al contrario. ¿Qué diría Pilniak si se encontrase hoy en día en Japón y viera a los jóvenes ceñirse colas artificiales (¿de zorro?), que mueven por control remoto dando señales al entorno sobre su estado emocional (cola bajada-cola alzada-meneo de cola)? El camino del silencio y del misterio del templo, en cuyo altar descansan los zorros, hasta el cosplay y las tails artificiales ha durado apenas un siglo.[9]

Llueve sobre nosotros y nos cubre el polvo volcánico del olvido, nos entierra lentamente, cae en jirones una nieve gris que nunca se derretirá. Todos somos notas a pie de página, muchas de nosotras nunca tendrán la oportunidad de que las lean, todos estamos en una lucha constante y feroz por nuestra vida, por la pervivencia de la nota a pie de página, por quedar en la superficie antes de que, pese a todos nuestros esfuerzos, nos hundamos. Por doquier y sin cesar dejamos huellas de nuestra existencia, de nuestra lucha contra el sinsentido. Y, cuanto mayor es el sinsentido, más feroz es nuestra lucha: mein Kampf, min kamp, mia lotta, muj boj, mijn strijd, minun taistelu, mi lucha, my struggle, moja borba…,dejamos detrás de nosotros miles de fotografías y vídeos que no llegamos a repasar; si después de varios años nos topamos por casualidad con una de estas instantáneas, ya no sabemos ni dónde se tomó, ni cuándo, ni quién es la gente a nuestro alrededor, ni siquiera estamos seguros de si ese de la foto somos nosotros. Soltamos a nuestro paso polvo volcánico; las nuevas capas cubren las antiguas. Los pequeños zorros azules de las películas de anime japonesas, de ojos redondos como bolas de billar, limpian, barren, entierran con sus colas también añiles el cuento de Pilniak y su propio pasado mitológico, para adormecernos con la risa azul del olvido.

Este, sin embargo, no es un cuento sobre los tiempos pasados y los actuales, sino una historia sobre un cuento que narra có-mo se crean los cuentos.

10

A Borís Pilniak lo detuvieron bajo la acusación de ser un espía japonés cuando celebraba el tercer cumpleaños de su hijo Borís. Lo arrestaron en su dacha en Peredélkino el 28 de octubre de 1937 y lo fusilaron unos meses más tarde, el 21 de abril de 1938, de la manera habitual, con un disparo en la nuca. En el momento de su muerte tenía cuarenta y tres años. En esos tiempos, en la Unión Soviética se arrestó a unos dos mil escritores, de los cuales, según dicen, se ejecutó a unos mil quinientos. En la purga ignominiosa desaparecían no solo las personas, sino también sus manuscritos.

Borís Andronikashvili, el hijo de Pilniak, describe cómo se llevó a cabo la detención de Borís Pilniak en su texto Sobre mi padre. La narración se apoya en su totalidad en el testimonio de su madre, Kira Andronikashvili.

A las diez de la noche apareció un nuevo huésped. Iba vestido de blanco de los pies a la cabeza, a pesar de que era otoño, y una hora tardía. Borís Andréievich se había encontrado con él en Japón, donde «el hombre de blanco» trabajaba en la Embajada soviética. Este se deshacía en amabilidades. «Nikolái Ivánovich le ruega que vaya urgentemente. Tiene que preguntarle algo. Volverá dentro de una hora», dijo. Al advertir recelo y miedo en el rostro de Kira Georgievna con la sola mención del nombre de Yezhov,[10] añadió: «Llévese su coche para que pueda regresar», y repitió: «Nikolái Ivánovich solo quiere comprobar algo». Borís Andréievich asintió con la cabeza: «Vámonos». Conteniendo las lágrimas, Kira Georgievna trajo un paquetito. «¿Para qué?», dijo él rechazándolo. «Borís Andréievich volverá dentro de una hora, Kira Georgievna», dijo con tono de reproche el hombre de blanco. Mamá insistía en darle el envoltorio, estropeando el juego que había impuesto el hombre amable, pero Borís Andréievich no lo cogió. «Quiso salir de su casa como un hombre libre y no como un prisionero», dijo mamá.

El destino cruel deparó a Borís Pilniak un fin parecido a una fábula: el zorro fue por la cabeza del escritor para ponerla a los pies del Gran Erizo.[11]

¿Se puede decir con un poco más de ingenio?

El destino cruel deparó a Borís Pilniak un fin que podría haber salido de su propia prosa inacabada. Su ángel de la muerte se diferenciaba de la idea que se suele tener de él. El ángel exterminador de Pilniak:

a) se deshacía en amabilidades,

b) vestía un traje blanco,

c) era empleado de la Embajada soviética en Japón.

El ángel exterminador apareció delante del escritor disfrazado de zorro.

11

«Aquí puede terminar el cuento sobre cómo se crean los cuentos», dice Pilniak en un punto de su relato, y, mira por dónde, ¡continúa con la narración!

El cuento de Pilniak está organizado en torno al principio de la confrontación e interrelación de tres narraciones inacabadas y relatadas fragmentariamente: una que en su breve anotación biográfica intenta contar Sofia Gnedyj-Tagaki, pero que Pilniak usurpa y continúa narrando; la segunda es la que ha contado en su novela el escritor Tagaki, pero de la que nos enteramos indirectamente, por el informe breve de un periodista, porque Pilniak reconoce que su amigo Takahasi le ha referido el contenido de la novela de Tagaki y porque afirma que Tagaki ha escrito una «novela maravillosa»; y la tercera, la que el escritor Borís Pilniak cuenta sobre Sofia y Tagaki y su visita a Japón. Aparte de la complejidad y maestría, que durante la lectura saltan a la vista de inmediato, a algunos de los estudiosos literarios les ha interesado lo mismo que interesa a la mayoría de los lectores: ¿son el escritor Tagaki y Sofia Gnedyj-Tagaki personas reales?

De ahí que, en su artículo «Pilniak y Japón», la rusista japonesa Kyoko Numano sostenga que a Borís Pilniak le sirvió como modelo vivo para el personaje de Tagaki el famoso escritor japonés Junichirō Tanizaki (¡Tagaki-Takhasi-Tanizaki!), es decir, la novela de Tanizaki Chijin no Ai, habitualmente traducida como El amor de un tonto (el título de la edición inglesa y de la española es Naomi). La obra de Tanizaki se publicó por entregas en 1924 en el periódico Osaka Asahi y el año siguiente se editó completa en un libro. Pilniak llegó a Japón en la primavera de 1926. Durante la visita a Tokio, Semu Naboru, un rusista japonés, le habló a Pilniak de Tanizaki y de que la novela El amor de un tonto en aquel momento era la sensación literaria de Japón.

El protagonista de la novela de Tanizaki, Jōji Kawai, está obsesionado con la quinceañera Naomi y le maravilla la cultura occidental, de manera que Naomi, muchacha que le recuerda mucho a Mary Pickford, se convierte en la encarnación de sus aspiraciones culturales y eróticas. Jōji es la variante literaria del Pigmalión japonés: financia la supuesta educación «occidental» de Naomi (clases de piano, de canto, de baile y de inglés), pero pronto se da cuenta de su obsesión erótica por la joven, por lo que se casa con ella, y al final termina siendo su esclavo. Naomi es descrita en la novela de Tanizaki como una chica moderna (mondan garu) bella, astuta, vulgar, perezosa y manipuladora. De paso es también una representante de la nueva clase que surgió con la revolución industrial japonesa, en la que el papel de la mujer cambió radicalmente.

J. Tanizaki definió su novela El amor de un tonto como shi-shōsetsu, «novela del yo» o novela escrita en primera persona. El naturalismo literario con que se tratan los detalles, en particular los sexuales, de la vida personal del narrador se convirtió en aquella época en una escuela o movimiento literario. La primera obra de semejantes características en la literatura japonesa fue la novela de Katai Tayama Futón (1907). En la época en la que se publicó, la novela suscitó un escándalo social, igual que la de Tanizaki. Borís Pilniak y Roman Kim, un ruso experto en literatura japonesa, escribieron juntos un artículo sobre el asunto, que publicaron en la revista literaria rusa Pechat i revolutsia en 1928, donde destacaban que en la literatura contemporánea japonesa había surgido una forma de creación específica: la «novelística autobiográfica». Pilniak y Kim consideraban que esta forma de expresión literaria era auténticamente japonesa; que la literatura europea desconocía prácticamente la «novela del yo»; y que la «novelística autobiográfica» predominaba entonces en la literatura japonesa.

Si se inspiró Pilniak para su cuento en el formalismo ruso (B. Eichenbaum, «Cómo está hecho “El capote” de Gógol»), o es el cuento una suerte de polémica moral respecto a la moda de desnudarse por dentro y por fuera de los autores japoneses, o se trata de una tercera posibilidad, no queda muy claro. El resultado es que la fascinación por Japón de Pilniak y de su protagonista acaba con una sensación de derrota. Sofia abandona Japón porque se siente traicionada por todo lo que le importaba.[12] El ciclo japonés de Pilniak prueba que el autor ruso intentó «con todo su corazón penetrar en el alma japonesa». Y, no obstante, parece que a Pilniak, igual que a su heroína Sofia Gnedyj-Tagaki, el «affaire japonés» (aparte de que unos años más tarde el asunto le costó la vida también formalmente) le dejó un sabor de boca amargo, como sugiere además su declaración de que Oriente aleja de sí al hombre occidental como sale disparado un tapón de la botella de kvas.

Pilniak no consigue resolver el crucigrama de Japón, pero se convierte en una parte pequeña de su contenido. La primera columna vertical: escritor ruso vanguardista, que escribió sobre Japón, cuyo apellido empieza por P. Tal vez a Pilniak no le interesaba Japón. Tal vez su sensación de derrota deriva de algo distinto, del conocimiento, por ejemplo, de que incluso después de todos los libros escritos, países visitados, fama literaria alcanzada y la bala segura que lo aguarda en algún lugar a mitad de su camino vital, él, Borís Pilniak, Iván el Tonto, todavía se encuentra en el punto de partida, obsesionado con la pregunta de cómo se crean los cuentos.

12

Leí la novela de Junichirō Tanizaki El amor de un tonto traducida al inglés,[13] cuando ya estaba segura de haber terminado la historia que, he aquí, todavía estoy escribiendo. Por el tema, la obsesión de un hombre mayor por una quinceañera manipuladora, la novela de Tanizaki puede compararse mejor con la Lolita de Nabokov que con «Un cuento sobre cómo se crean los cuentos» de Pilniak. Estoy convencida de que los diligentes «nabokovianos» ya han investigado las similitudes entre Naomi y Lolita. En lo que respecta a Tagaki y al propio Tanizaki, que supuestamente sirvió a Pilniak como prototipo, se puede establecer un vínculo: después de la lectura de la novela de Tanizaki, si no otra cosa, al menos es más fácil imaginar de qué manera el escritor ficticio Tagaki describe a su mujer rusa Sofia.