El africano - J.M.G Le Clézio - E-Book

El africano E-Book

J. M. G. Le Clézio

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Beschreibung

En este bellísimo libro, el gran escritor francés –Premio Nobel– cuenta el viaje a África –con su madre–, a los ocho años, para ir a visitar y pasar un tiempo con su padre, un médico destinado a una zona del continente donde no había europeos. ´El africano´ es el más exitoso libro del Premio Nobel y la mejor puerta de entrada a toda su obra. Jean-Marie Gustave Le Clézio, ganador del Premio Nobel de Literatura, está considerado el más grande escritor vivo en lengua francesa. En 'El africano', Le Clèzio cuenta su infancia en el África colonial, las relaciones con su padre y con el exuberante entorno geográfico y humano del continente negro. Durante mucho tiempo imaginé que mi madre era negra. Me había inventado una historia, un pasado, para huir de la realidad, a mi regreso desde África a Francia, donde no conocía a nadie, donde me había convertido en un extranjero. Más tarde descubrí, cuando mi padre, al jubilarse, volvió a vivir con nosotros en Francia, que El africano era él. Fue difícil admitirlo. Debí retroceder, recomenzar, tratar de comprender. En recuerdo de todo eso he escrito 'El africano', dijo este notable escritor.

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Le Clézio, Jean Marie Gustave

El africano / Jean Marie Gustave Le Clézio. - 1a ed . 1a reimp. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021.

Traducción de: Juana Bignozzi.

ISBN 978-987-1923-32-8

1. Narrativa Francesa. I. Bignozzi, Juana, trad. II. Título.

CDD 843

narrativas

Título original: L’Africain

Traducción: Juana Bignozzi

Editor: Fabián Lebenglik

Maqueta original: Eduardo Stupía

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

1ª edición en Argentina

© J.M.G. Le Clézio

©Éditions Mercure de France, 2004

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021

Las fotos y el mapa provienen del archivo del autor

www.adrianahidalgo.com

ISBN Argentina: 978-987-1923-32-8

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice
Portadilla
Legales
Nota preliminar
El cuerpo
Termes, hormigas, etc.
El africano
De Georgetown a Victoria
Banso
La rabia de Ogoja
El olvido
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero están allí, con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manías, sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y de su pelo, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado a nosotros.

Durante mucho tiempo imaginé que mi madre era negra. Me había inventado una historia, un pasado, para huir de la realidad a mi regreso de África, a este país, a esta ciudad donde no conocía a nadie, donde me había convertido en un extranjero. Más tarde descubrí, cuando mi padre, al jubilarse, volvió a vivir con nosotros en Francia, que el africano era él. Fue difícil de admitirlo. Debí retroceder, recomenzar, tratar de comprender. En recuerdo de todo eso he escrito este pequeño libro.

El cuerpo

Tengo algunas cosas que decir del rostro que recibí al nacer. En primer lugar, que debí aceptarlo. Aceptar que no lo quería habría sido darle una importancia que no tenía cuando era un niño. No lo odiaba, lo ignoraba, lo evitaba. No lo miraba en los espejos. Durante años creí que nunca lo había visto. En las fotos, apartaba los ojos, como si otro me hubiera reemplazado.

Más o menos a los ocho años viví en el África occidental, en Nigeria, en una región bastante aislada donde, fuera de mi madre y de mi padre, no había europeos y, para el niño que yo era, toda la humanidad se componía únicamente de ibos y de yorubas. En la cabaña en la que vivíamos (la palabra cabaña tiene algo colonial que hoy puede chocar, pero que describe muy bien la vivienda oficial que el gobierno inglés había previsto para los médicos militares, una losa de cemento para el suelo, cuatro paredes de piedra sin revestimiento, un techo de chapa ondulada cubierto de hojas, ninguna decoración, hamacas colgadas de las paredes para servir de camas y, única concesión al lujo, una ducha conectada por tubos de hierro a un depósito en el techo que calentaba el sol), en esa cabaña, pues, no había espejos, ni cuadros, nada que pudiera recordarnos el mundo en el que habíamos vivido hasta entonces. Un crucifijo que mi padre había colgado de la pared, pero sin representación humana. Allí aprendí a olvidar. Creo que la desaparición de mi cara, y de las caras de todos los que estaban alrededor de mí, data de la entrada en esa casa, en Ogoja.

De esa época, para decirlo de manera consecutiva, data la aparición de los cuerpos. Mi cuerpo, el cuerpo de mi madre, el cuerpo de mi hermano, el cuerpo de los muchachos de la vecindad con los que jugaba, el cuerpo de las mujeres africanas en los caminos, alrededor de la casa, o bien en el mercado, cerca del río. Su estatura, sus pechos pesados, la piel brillante de su espalda. El sexo de los muchachos, su glande rosa circuncidado. Rostros sin duda, pero como máscaras de cuero, endurecidos, cosidos de cicatrices y de marcas rituales. Sus vientres prominentes, el botón del ombligo semejante a un guijarro cosido a la piel. También el olor de los cuerpos, su tacto, la piel no áspera sino cálida y fina, erizada de miles de pelos. Tengo esa impresión de gran proximidad, del número de cuerpos alrededor de mí, algo que no había conocido antes, algo nuevo y familiar a la vez, que excluía el miedo.

Río, Ahoada (Nigeria)

En África, el impudor del cuerpo era magnífico. Creaba distancia, profundidad, multiplicaba las sensaciones, tejía una red humana alrededor de mí. Armonizaba con el país ibo, con el trazado del río Aiya, con las chozas del pueblo, sus techos color leonado, sus paredes color tierra. Brillaba en esos nombres que entraban en mí y que significaban más que nombres de lugares: Ogoja, Abakaliki, Enugu, Obudu, Baterik, Ogrude, Obubra. Impregnaba la muralla de la selva lluviosa que nos rodeaba por todas partes.

Cuando se es niño no se usan palabras (y las palabras no están usadas). En esa época estaba muy lejos de los adjetivos, de los sustantivos. No podía decir, ni siquiera pensar: admirable, inmenso, potente. Pero era capaz de sentirlos. Hasta qué punto los árboles de troncos rectilíneos se alzaban hacia la bóveda nocturna cerrada encima de mí, que abrigaba como en un túnel la brecha ensangrentada de la ruta de laterita que iba de Ogoja hacia Obudu, hasta qué punto en los claros de los pueblos sentía los cuerpos desnudos, brillantes de sudor, las siluetas anchas de las mujeres, los niños colgados de sus caderas, todo esto que formaba un conjunto coherente, desprovisto de mentira.