El sueño de Jeremy - Carole Matthews - E-Book

El sueño de Jeremy E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

Amy y Jeremy llevan una fastuosa vida de jóvenes ejecutivos de televisión en Londres. Todo da un vuelco el día en que a Jeremy le detectan un problema cardiaco y deciden cambiar su estresante vida en la urbe por una bucólica existencia en un pueblecito de York.    Pero Jeremy muere y Amy se encuentra sin trabajo y con una casa que no puede mantener. De vuelta a Londres, Amy descubre que ya no está dispuesta a aguantar a jefes ni a pagar alquileres desorbitados. En el campo, un apuesto veterinario la espera.   ---   «Un cuento dulce y conmovedor sobre el amor verdadero, la auténtica amistad y la vida real. Ten a mano un paquete de kleenex.»  Heat    «Una buena dosis de carcajadas y sorpresas.»  Chicago Sun-Times   «Matthews es una de las pocas escritoras que puede rivalizar con Marian Keyes para contar historias conmovedoras repletas de encanto y diversión.» Daily Record

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El Sueño de Jeremy

El Sueño de Jeremy

Título original: The Difference a Day Makes

© 2009, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-628-0

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

–––

Para Bernie, Ketthy Riley, por toda su ayuda y su amistad durante este trabajo.

Capítulo 1

Veo por el rabillo del ojo cómo la cara de Jeremy se contrae de dolor. Levanto la vista de la novela de Harlan Coben que me tenía enganchada hasta ahora.

- Jem, ¿qué pasa?

- Un dolor extraño -dice mi marido, congestionado, y hace otra mueca de dolor mientras se frota el pecho.

- Indigestión -diagnostico-. Tu tostada de esta mañana estaba quemada y además te la has comido de tres mordiscos. Eso siempre provoca malas digestiones.

Doy un sorbo al café latte que he comprado en la estación. Hoy no he tenido tiempo de desayunar. A esta hora punta el metro está abarrotado, como siempre. Cuerpos húmedos estrujándose unos contra otros y desprendiendo un ligero vapor a causa de la lluvia abundante de la calle. Aunque el verano está a la vuelta de la esquina, hace un día horrible y por una vez estoy contenta de las estrecheces del metro, porque voy apretada contra mi marido. Me acerco más aún a él y nos balanceamos con el movimiento del tren que traquetea suavemente. Me está costando mucho mantener el libro lo bastante alto y lo bastante quieto para leer, así que lo dejo y hago equilibrios con la otra mano para coger el café en un intento de darle otro sorbo.

Jeremy se frota primero el hombro y luego el brazo mientras masculla algo para sí. Tiene la frente cubierta de sudor y la cara se le ha puesto pálida.

- ¿Estás bien?

- Tengo calor -jadea-, mucho calor -manipula torpemente la corbata; cuando consigue aflojarla suelta una débil exhalación.

- Sólo nos queda una parada -digo. Le vendría bien sentarse un ratito pero no es probable que nadie le vaya a ceder el asiento. Mi marido está frío y suda profusamente-. Te encontrarás mejor en cuanto te dé el aire fresco.

Le aparto de la frente el pelo, espeso y oscuro, y le soplo un poco de aire fresco. Tendría que ir a cortarse el pelo este fin de semana. Hace tiempo que lo necesita. Hemos tenido unos días tan frenéticos que la visita al peluquero simplemente se nos ha caído de la programación.

- ¿Tienes la mañana ocupada?

Jeremy asiente con la cabeza. Una pregunta tonta la mía, realmente, porque siempre estamos ocupados. Anoche los dos estuvimos en cócteles de empresa hasta tarde. Cuando caímos en la cama, demasiado cansados para cualquier cosa más enérgica que un beso rápido en la mejilla, era pasada la medianoche. No creo que Jem haya llegado a casa antes de las once en toda la semana y nos estamos acercando a esa edad en la que no puedes trasnochar varios días seguidos sin que te pase factura. Nos hubiera venido bien quedarnos más rato en la cama esta mañana, pero no podía ser.

Mi marido y yo trabajamos juntos en la British Televisión Company. Soy Amy Ashurst, productora ejecutiva de un popular concurso sobre deportes, llamado en un alarde de originalidad Concurso de deportes, que lleva muchos años en antena. Tengo una reputación de persona temible que no creo que merezca. En realidad soy un corderito, y lo único que pasa es que soy muy exigente. Adoro mi trabajo y el bullicio que rodea a un programa de tanto éxito, hasta tal punto que aunque no me pagaran un pastón por ello, es probable que lo hiciera gratis.

Jeremy es Jefe de Proyectos de comedia y trabaja con jóvenes promesas para proporcionarles programas que les permitan darse a conocer. Es el alma de la fiesta y el responsable de haber dado su primera oportunidad a algunas de las figuras más importantes de la pequeña pantalla. No le gusta presumir, pero todos son muy conocidos.

Que trabajemos juntos tiene ventajas e inconvenientes, aunque durante el día apenas nos vemos, salvo en las contadas ocasiones en que podemos almorzar juntos en la cafetería de empleados. El problema viene por la noche, cuando ninguno puede desconectar de la BTC y sólo hablamos de trabajo. Pero, como he dicho, a los dos nos gusta nuestro trabajo, así que no es un gran problema, supongo.

- Tómate unas cuantas tazas de té antes de ponerte a trabajar en serio.

Le aprieto la mano. Jem nunca se pone enfermo; es un fanático del deporte y corre todos los días, llueva o truene, no como yo, que voy sólo una vez al año y a rastras. Mi marido es fuerte como un toro, como le gusta decir a quien le quiera escuchar.

- Sí -su cara tiene un extraño tono cerúleo.

- ¿Quieres un sorbo de esto? -le digo mientras le ofrezco mi café latte, pero mi marido niega con la cabeza.

Ya es hora de que cojamos vacaciones, pienso. Hemos estado tan liados con una cosa o con otra que hace siglos que no nos tomamos un descanso en condiciones. Quizá Jim ha estado trabajando demasiado. Cuando llegue a la oficina voy a mirar la agenda a ver si podemos colar una escapadita como sea.

- Tienes mal aspecto -le digo, frunciendo el ceño con preocupación. En ese momento se desploma hacia delante, y el libro y el café se me caen al suelo al intentar sostenerle-. ¿Jeremy?

Los viajeros, alarmados, retroceden dejando un pequeño círculo libre a su alrededor. Mi marido cae de rodillas, apretándose el pecho con fuerza y jadeando.

- ¡Socorro! -grito, aterrorizada, tendiendo la vista hacia la multitud-. ¡Socorro! ¿Hay algún médico?

Todos me miran de forma inexpresiva. El miedo me atenaza el estómago. No sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?

- Jeremy, Jeremy -mi marido se esfuerza por respirar.

- Soy enfermero -dice una voz, y un joven se abre paso entre la gente y luego se agacha junto a Jeremy sin prestar atención al charco de café que se extiende a sus pies.

El metro se para en White City.

- Ésta es nuestra parada -digo, apurada.

- Hay que sacarle de aquí.

Tiramos de Jeremy hasta la puerta y luego, sujetándolo cada uno de un brazo, lo ayudamos a llegar al andén y allí lo tendemos en el suelo. Sigue jadeando y la cara se le está poniendo gris.

- Es el corazón -dice el enfermero mientras le abre el abrigo y la chaqueta.

- ¿El corazón? -quiero reírme. No puede ser, porque Jeremy ni siquiera ha cumplido los cuarenta y dos. ¿Acaso no sabe lo en forma que está mi marido? Si hasta está pensando en correr la maratón de Londres el año que viene... Jeremy sería la última persona en tener un ataque al corazón. Tiene que estar equivocado.

- Necesitamos una ambulancia -me espeta el enfermero-. ¡Ya!

Mientras trato de encontrar el móvil caigo en la cuenta de que aquí abajo no funcionará. Recorro la estación con la vista en busca de algún empleado de la estación y luego echo a correr en medio de los viajeros para pedir ayuda, mientras, a mi espalda, Jem yace inmóvil y en silencio sobre el andén.

Capítulo 2

Horas después, camino por la habitación del hospital todavía en estado de shock. De repente oigo un ruido proveniente de la cama que está a mis espaldas y al darme la vuelta veo que mi marido se ha movido. Cuando le miro es mi corazón el que se contrae. Parece un muñeco de nieve, con los ojos como carbones negros que me miran desde una cara demasiado blanca. Este hombre, que ha sido siempre tan fuerte y vigoroso, parece ahora frágil como un gatito. No consigo hacerme a la idea de verle así. Sencillamente no encaja.

Me acerco a la cama y le aprieto la mano, atenta a los tubos que se introducen por la parte posterior. Tiene el pecho descubierto, la bata de hospital abierta y está conectado a un monitor que ahora, gracias a Dios, da pitidos con regularidad.

- Me has dado un buen susto, chaval.

- Yo también me asusté -admite Jeremy. Tiene los labios secos, y como un acto reflejo, humedezco los míos-. Pensé que La Parca llamaba a mi puerta.

- Lo sé -por un momento yo también lo pensé.

Jeremy cierra los ojos otra vez, brevemente.

- Nosotros los Ashurst somos famosos por ser delicados de corazón, Amy -intenta reírse-. Sin embargo, nunca pensé que el mío fuera a darme problemas. Creía que era como una piedra.

- Puede que no se trate del corazón. Los médicos dicen que van a hacerte pruebas de todo tipo para ver cuál fue la causa -a mi marido lo trasladaron al hospital a toda prisa y le hicieron un diagnóstico provisional. Nos han dicho que Jem no tuvo un infarto y que fue un fuerte dolor lo que provocó la pérdida de conocimiento. Pero aún no saben la causa de ese dolor.

- Te quedarás en el hospital unos cuantos días, pero ya estás fuera de peligro -le digo mientras le acaricio el pelo.

- El especialista me preguntó si tenía estrés.

Los dos nos reímos con cansancio. Trabajamos en la televisión y hacemos malabares con dos carreras, dos niños y una casa enorme. Claro que Jim tiene estrés; los dos lo tenemos.

- ¿Has llamado a casa? -pregunta mi marido.

- He llamado a Maya -Maya es nuestra niñera búlgara. Lleva con nosotros cuatro años y francamente no sé qué haría sin ella; mi vida se vendría abajo en cinco minutos. No sólo es fantástica con los niños, sino que además cocina, limpia, hace la compra, se pelea con los vendedores a domicilio por nosotros y en general se asegura de que nuestras vidas rueden como una maquinaria bien engrasada. A cambio, le pagamos un pastón, le dejamos que conduzca un Audi de primera categoría y le rogamos constantemente que no encuentre a un buen hombre, se vaya a vivir con él y tenga sus propios hijos-. Le he pedido que no diga nada a los niños. Que ya se lo contaré yo cuando llegue a casa.

- Hoy no vas a ir a trabajar, ¿verdad?

Levanto las cejas.

- He hablado con Gav -Gavin Morrison es mi jefe, un hombre de la British Televisión Company por los cuatro costados. Su lema, como la canción, es que pase lo que pase en tu vida personal el espectáculo debe continuar. No dejaría que una minucia como la sospecha de un ataque al corazón se interpusiera en el camino de su guerra de cifras de audiencia. Para su radar mental los empleados enfermos simplemente no existen-. Les he llamado para decir lo que había pasado y que yo volvería al trabajo mañana si no pasaba nada. Hoy grabamos tres programas seguidos. Gav me ha rogado que me acerque al menos para controlar que todo va bien.

- ¿No puede encargarse otra persona?

Me encojo de hombros.

- Ya sabes cómo es la cosa. Siempre estamos desbordados.

Jem se muestra de acuerdo.

- Lo sé perfectamente.

- Tengo tantas cosas que hacer.

- Eso no es nada nuevo.

- No.

El presentador de Concurso de deportes es un futbolista retirado que ahora dirige un hotel con licencia de pesca en Escocia, así que tenemos que aprovechar las pocas veces que se digna salir de su enorme casa de campo y bajar a Londres para grabar el programa. Es todo un profesional y da gusto trabajar con él, pero hacerlo implica un día de trabajo enloquecido para toda la gente involucrada, incluida yo.

- Pareces exhausta -dice mi marido-. Para ti también ha sido un shock. ¿Por qué no te vas a casa y descansas? Diles que se las apañen sin ti por hoy.

¿Qué se las apañen? Jem está irreconocible.

- O, si no, podrías meterte en la cama conmigo, -sugiere.

- Tan malo no estarás cuando andas proponiendo esas cosas -le digo en broma, con una sonrisa.

- Estaba haciéndome el valiente -confiesa dejando escapar una exhalación.

La idea de ir a casa y poner los pies en alto un par de horas es muy tentadora pero cómo iba a dejar a Jem así. Realmente estoy destrozada, indecisa y temblorosa.

Mi teléfono vuelve a sonar y me apresuro a cogerlo antes de que la enfermera lo oiga, ya que aquí no debería usarlo. Es mi jefe otra vez.

- Una hora -implora-. Ven siquiera una hora.

Si hay un día en el que no puedo dejar de ir a trabajar, es hoy. Me muerdo el labio. Sé lo agobiados que estarán los de mi equipo sin mí.

- Haré lo que pueda -digo- pero no puedo prometer nada -Gavin tendrá que conformarse con eso. Cuelgo.

Jeremy me pilla mirando el reloj.

- Vete -dice con voz entrecortada-. Ve y págale a nuestra vieja empresa tu cuota diaria de sudor. Sabes que Gavin no te dejará en paz hasta que lo hagas.

Me debato entre la preocupación por mi marido y la preocupación por la docena de personas que tengo a mi cargo. Esta mañana llamé a mi asistente Jocelyn inmediatamente para contarle lo ocurrido y ella estará defendiendo el fuerte. Es estupenda; pero ella no es yo. Me disgustaría que algo saliera mal mientras estoy fuera. Y además, mi jefe no me habría llamado si no estuviera también preocupado. Miro el reloj otra vez. Si me doy prisa, podría llegar justo a tiempo para la primera grabación.

- No quiero dejarte.

- Aquí no puedes hacer nada -señala los tubos y cables que tiene en el pecho. Conoce la presión que hay en mi trabajo, dado que es el mismo que el suyo-. Voy a dormirme otra vez. Estoy muy cansado -le oigo decir con voz entrecortada.

Apoyo la cabeza en su hombro.

- Detesto verte así. Tras unos días de revisiones y pinchazos volverás a estar como una rosa, ya verás.

Me mira con cara de desolación.

- ¿Y si no lo estoy?

Me río un poco de él.

- Lo estarás; claro que sí. Eres la persona más en forma que conozco. Sólo es un bache. Nada más -le acaricio la mejilla con un dedo; él me agarra la mano y la aprieta-. Te pondrás bien. La semana que viene estarás de vuelta en el trabajo, aterrorizando a esos jóvenes con talento cuyo futuro profesional tienes en la palma de la mano -bromeo.

Jem dirige brevemente la mirada hacia el techo y me doy cuenta de que tiene lágrimas en los ojos, algo muy impropio de él.

- Cierra los ojos, cariño y duerme un poco. Cuanto más descanses, mejor -me siento fatal por hacer esto, pero tengo que pasarme por el estudio. Sólo un par de horas y enseguida regreso-. He llamado a la oficina por ti y todo está bajo control.

- Tenía prevista una cena para esta noche con Marty Moran -el nuevo descubrimiento de la escena cómica-; ¿puedes ocuparte de que la pasen a la semana que viene?

Asiento con la cabeza.

- ¿Puedo hacer algo más por ti?

Jem coge mi mano y la besa.

- Sólo seguir queriéndome -dice.

- Siempre -le aseguro.

Cierra los ojos y espero hasta que su respiración se calma y se queda dormido. Luego, tras comprobar por última vez en su monitor que los pitidos son regulares y sintiéndome tan culpable como el demonio, me escabullo.

Capítulo 3

- Tu marido trabaja demasiado -me dice mi ayudante-; los dos trabajáis demasiado.

- Nos gusta nuestro trabajo.

- No deberías estar aquí -me reprende Jocelyn, agarrando con más fuerza su carpeta cuando se quita de mi sitio en la mesa de producción. Parece que nadie del equipo esperaba que me presentara hoy, salvo mi jefe-. Deberías estar en el hospital.

- Lo sé, lo sé. Gavin me llamó y me rogó que viniera.

Jocelyn frunce los labios. Su mirada dice que debería haberme dejado en paz. Es posible, pero todos estamos bajo presión.

- Vuelve -dice.

- Ahora estoy aquí. Y por otra parte allí no puedo hacer nada -insisto-. Jem estaba profundamente dormido cuando me fui. Eso es lo que necesita, descansar. Se pondrá bien, seguro que sí. Está hecho un roble. Creen que puede ser estrés o algo así -intento consolarme a mí misma recordando que tiene cerca a un equipo de expertos dispuestos a acudir inmediatamente si alguna de las miles de máquinas a las que está conectado empieza a hacer un pitido extraño.

- Es una advertencia -continúa diciendo Jocelyn, siguiendo con su tema-. Fíjate en la cantidad de horas que echáis los dos. Es una exageración. Quizá deberíais bajar un poco el ritmo.

Si Jocelyn trata de hacerme sentir mayor y poco apta, no lo está consiguiendo. Jem y yo nos crecemos con la presión. O al menos eso pensaba yo.

Miro hacia el exterior desde la galería. El público está tomando asiento, listos ya para que el cómico telonero pueda brindarles su magia.

- ¿Debería decir a todas esas personas que se vayan? -saludo con la mano al numeroso público en honor a mi ayudante-. Decirles sencillamente que lo siento. Que no puedo hacerlo, que tengo cosas más importantes en la cabeza.

Jocelyn me mira con el ceño fruncido. Los dos equipos contrincantes, formados por deportistas famosos, están disfrutando de la hospitalidad de la BTC en la sala más acogedora de la cadena. Mi tarea inmediata es asegurarme de que estén contentos. Algunos de ellos están encantados de ser famosos, así que siempre nos toca aguantar cierta sobredosis de divismo.

- Puedo apañármelas -dice Jocelyn.

Estoy segura de que podría hacerlo. Mi ayudante es una mujer ambiciosa y le encantaría tener la oportunidad de demostrar que puede hacer mi trabajo. Pero Gavin dejó claro que hoy me quería a mí en los controles y quizá sea una locura, pero aquí estoy.

- ¡Dios mío, Amy, la gente lo entendería! Ya sé que a todos nos gusta pensar que somos imprescindibles, pero podemos arreglárnoslas sin ti durante unos días. Tu marido está enfermo.

- Se encuentra bien. El médico dijo que sólo era un bache. Un pequeño bache -en realidad el médico no dijo eso, pero estoy segura de que lo pensaba. Jem es fuerte como un toro.

Mi ayudante resopla. Ninguno de nosotros cae nunca enfermo. No consigo recordar la última vez que Jem o yo cogimos un día libre por enfermedad. Si los niños se ponen malos, Maya se encarga. Así es como tiene que ser. Tanto Jem como yo estamos en el punto más alto de nuestra carrera, y no hemos llegado aquí tomándonos un día libre cuando teníamos un catarro. Hay que ser decididos y estar centrados. Jeremy entiende por qué tenía que venir, por mucho que en lo más profundo de mi corazón prefiriera quedarme a su lado viéndole dormir, asegurándome de que realmente está bien. Llevamos la televisión en la sangre. No tenemos elección. Somos unos profesionales entregados. Le dolería saber que estoy decepcionando a la gente por su causa. Simplemente somos así.

- Sigamos adelante, ¿de acuerdo? -me arreglo el pelo-. Cuanto antes terminemos de grabar antes podré volver al hospital.

Hoy tengo que dejar a un lado mis problemas y sacar adelante el trabajo. Se me va formando un nudo en el estómago por los nervios a medida que avanza el reloj, pero eso forma parte del bullicio que tanto me gusta. Es lo que me engancha a este trabajo. Cierto que soy esposa y madre, pero también soy Amy Ashurst, productora de televisión y adicta a la adrenalina. Ésa también soy yo.

Capítulo 4

Finalmente terminamos el último de los tres espectáculos sobre las diez de la noche y puedo irme. Tengo la adrenalina alta como consecuencia de mi trabajo. Se me conoce por tenerlo todo bajo control, y los tres programas, aparte de la repetición de tomas para los diálogos difíciles, se han desarrollado sin ningún problema. ¿Habría sido así si yo no hubiera estado?

De hecho, hay noches en las que los invitados no se presentan, aparecen dos horas después ojo que es aún peor, aparecen borrachos, pero afortunadamente no ha sido una de esas noches. Aunque físicamente me encontraba aquí, sé que no estaba del todo centrada en el trabajo y en cuanto podía colaba una llamada al hospital para asegurarme de que Jem seguía bien. Según las enfermeras se ha pasado la mayor parte del día durmiendo, lo cual estoy segura de que le habrá sentado muy bien. Antes de que nos demos cuenta habrá vuelto a ser el de siempre.

- Vamos a ir al Bar Oscar -me dice Jocelyn-. Imagino que no vendrás...

- Esta noche no -digo, sacudiendo la cabeza. Normalmente no perdería una oportunidad de alternar con los de mi equipo. Son gente maja y divertida. Nos gusta ir a los sitios de moda al menos una vez por semana. Es una de las razones por las que trabajamos tan bien juntos-. Voy a regresar directamente al hospital para ver cómo está Jem.

- Dale un beso de mi parte -dice mi ayudante.

Me aseguro de despedirme de nuestro presentador estrella y de los atletas invitados y llamo a un chofer que me lleva en coche al hospital.

De camino, en el coche, llamo a Maya.

- He acostado a los niños a la hora de siempre, Amy -me dice-. No pensé que quisiera que la esperaran.

- No, no. Has hecho bien -le aseguro, aunque no puedo evitar echar de menos a mis niños. Tom tiene ya ocho años y Jessica seis pero para mí todavía son niños pequeños. Tom es, como su padre, fuerte y robusto, y tiene una mata de pelo tupido y oscuro y los ojos de un color azul oscuro. Tiene también el afán competitivo de su padre y necesita destacar en todo lo que hace. Jessica ha salido a mí: es pequeña, con cara de traviesa y los ojos azul claro como los míos aunque parece demasiado relajada para ser hija mía y no destaca absolutamente en nada-. ¿Están bien?

- Están perfectamente -ahora le toca a Maya tranquilizarme.

- Los veré por la mañana.

De nuevo me siento culpable por haberme perdido el momento de acostarlos. Les encanta que esté en casa a esa hora para leerles sus cuentos, y Jem y yo tratamos de arreglar las cosas de manera que uno de los dos esté en casa por la noche, a pesar de que la coordinación de nuestras agendas los domingos por la tarde sea como una operación militar. Me gustaría poder pasar más tiempo con ellos. Pero, claro, la falta de tiempo es la maldición de cualquier madre que trabaja.

- Le he dejado la cena lista para calentarla en el micro -me informa Maya.

- Gracias -le digo-. Eres tan buena con nosotros. No sé cómo me las arreglaría sin ti.

- ¿Cómo está Jeremy?

- Ahora me lo dirán -le respondo-. Pero no esperes levantada -la conozco. Es capaz de esperarme despierta para asegurarse de que estoy bien-. Ya hablaremos por la mañana.

- Buenas noches, Amy -me dice y cuelgo, agradecida de tener alguien que me cubra las espaldas.

El pabellón del hospital está a oscuras cuando llego y una enfermera sale corriendo del mostrador de recepción para acercarse a mí. Le doy mi nombre y dice:

- Creo que el señor Ashurst está dormido. Voy a comprobarlo y ahora le digo.

- No le despertaré -prometo-. Sólo quiero darle las buenas noches -en realidad, me bastará con verle; le he echado mucho de menos hoy. Ahora que me ha bajado la adrenalina, vuelve a inundarme la preocupación por su salud.

Tras un momento de indecisión, me lleva al cuarto de mi marido.

Jem está dormido. Le han retirado las mantas porque hace un calor insoportable en la habitación y a mi marido le gusta que corra el aire en el dormitorio. A pesar de la sofocante temperatura aún se le ve pálido y vulnerable.

La enfermera hace algunas comprobaciones de rigor en la maquinaria que monitoriza a Jem y después sale sin hacer ruido y me deja a solas con mi marido.

Me quedo allí mirándole, con ganas de suavizar el ligero fruncimiento de la frente de este hombre al que quiero tanto. Nos conocimos hace doce años, cuando yo tenía veintiséis, y puedo decir que han sido los doce años más felices de mi vida. Trabajaba en la BTC desde que terminé la carrera, currándome con constancia el ascenso en el escalafón, cuando Jem -convertido ya en un productor de éxito a los treinta años- se unió a la compañía. Nos conocimos en la fiesta de Navidad de uno de los programas, curiosamente un programa de parejas. Me había comprado un vestido nuevo y llevaba unos tacones matadores porque quería impresionar, hacer una entrada triunfal. Los tacones matadores eran tan altos que trastabillé al llegar a la fiesta y me retorcí el tobillo. Jem estaba cerca y evitó que me cayera. Me trajo una copa y puso hielo en su pañuelo, lo que me alivió el tobillo pero no el ego. Buscamos un rinconcito agradable donde poder esconder mi vergüenza y poner los pies en alto, y allí nos quedamos charlando en lugar de recorrer la habitación; congeniamos enseguida. La cosa fue básicamente así. Salimos durante unas semanas y decidimos que habíamos encontrado un alma gemela y que no buscaríamos más. Después, sin más preámbulos, me planté con todos mis trastos en su espacioso piso de Notting Hill. Aún vivimos en la misma zona, aunque nuestra casa actual es una casa de tres pisos de estilo georgiano con un enorme jardín privado y una buena pintada de grafiti en la fachada principal.

Mientras reflexiono, Jem ha abierto los ojos.

- Hola -digo-. Vas a hacer que la enfermera me riña. Le dije que no te despertaría.

- Me alegro de verte -me dice mi marido con un bostezo reprimido.

Pongo una silla junto a su cama y apoyo los codos sin dejar de mirarle.

- Justo estaba pensando en cuánto te quiero.

- Yo también te quiero -susurra él a su vez.

- ¿Cómo te encuentras?

- Bien -dice en tono dubitativo-. Me he llevado un buen susto.

- Te pondrás bien.

- Mi padre murió de un ataque al corazón a la avanzada edad de cuarenta y dos años -me recuerda-. Yo confiaba en sobrevivirle.

- Lo harás -le aseguro.

- En todo caso, te da qué pensar -dice, y deja escapar un tembloroso suspiro.

- La semana que viene habrás regresado al trabajo y olvidado todo esto.

- No lo creo.

- Así será. En dos semanas como máximo.

- No -dice tajante. Jem me mira a los ojos con expresión preocupada-. Mira, Amy, hoy he tenido mucho tiempo para pensar y he decidido no volver al trabajo.

- ¿La semana próxima?

- Ni la semana que viene ni la próxima -dice-. De hecho, nunca.

Capítulo 5

- Se ha vuelto loco -le digo a Maya, que está poniendo la mesa para el desayuno. Con mi ir y venir nervioso podría hacer un agujero en el suelo de la cocina. A este ritmo el agujero no tardaría en llegarme a las rodillas-. Completamente loco. Dice que no va a volver al trabajo, aunque el trabajo es su vida. Al caerse debió de golpearse la cabeza, porque no dice más que tonterías.

- Quizá es sólo que está un poco preocupado.

- Eso lo puedo entender. Pero ahora yo también estoy preocupada -más preocupada que antes incluso. Cuando pensé que había tenido un ataque al corazón, estaba desesperada, muerta de miedo por nuestro futuro. Ahora tengo un marido que habla de abandonar todos nuestros bienes materiales, de apagar, desconectarse y convertirse en un hippy o algo semejante y estoy completamente fuera de mí y sigo muerta de miedo por nuestro futuro.

Quizá no debería hacer confidencias a alguien que es técnicamente nuestra empleada, pero Maya se ha convertido en uno de nuestros amigos más íntimos en los últimos años. Es como de la familia. De hecho, el único familiar cercano que nos queda vivo es mi hermana, Serena.

No tenemos abuelos a los que acudir para que nos cuiden a los niños, ni para las emergencias, ni tampoco parientes. El padre de Jem murió joven y su madre sucumbió al cáncer un año después de que nos casáramos. Mis padres fallecieron en un terrible accidente de tráfico de autocar cuando estaban de vacaciones en los Alpes austríacos, antes de que nacieran los niños. Quedan algunas tías y primos pero no hemos tenido tiempo para mantener un contacto regular con ellos a causa del trabajo. Nuestra relación familiar consiste en intercambiar tarjetas de Navidad todos los años. A veces incluso se nos olvida hacerlo. Maya es todo lo que tenemos. No hay nada que no sepa acerca de esta familia. Nos ha visto a Jeremy y a mí en ropa interior, y una de las veces, juntos. No se puede intimar mucho más.

- Habla de dejar el trabajo, Maya. Un trabajo que adora. Jeremy Ashurst, adicto al trabajo, está convencido de que sería más feliz si estuviera en paro.

- Pensará de otra manera cuando se encuentre mejor, estoy segura.

La niñera se mueve para colocar una selección de cereales sobre la mesa para delectación de mis niños. Distribuye las cajas con precisión militar, siempre en el mismo orden, con las aristas limpiamente alineadas.

- Me quedé junto a su cama hasta que la enfermera se hartó y me echó.

- La oí llegar a casa -dice Maya-. Era muy tarde y no cenó.

No podía cenar; todavía no puedo. Por pura costumbre me he puesto un bol de All Bran que estoy intentando tragar.

- No hablaba de otra cosa que no fuera su deseo de que cambiemos de vida.

- Trastornos como ése te hacen pensar de forma diferente -me asegura con calma mientras saca una jarra de zumo de naranja de la nevera.

- Me gusta nuestra vida -le digo-. Creía que a él también le gustaba.

Tenemos unos trabajos estupendos, unos sueldos estupendos, una ayuda estupenda, unos niños estupendos que van a un colegio estupendo y una casa estupenda en un estupendo vecindario. ¿Qué más se puede pedir?

- Cuando salga de hospital, tienen que tomarse unas vacaciones. Eso es lo que hay que hacer.

- Tienes razón -me detengo en la idea-. Iremos todos. ¿Dónde te apetece a ti? ¿Dónde crees que le gustaría ir a Jeremy? Quizá pueda hacer la reserva hoy.

Maya se encoge de hombros.

- Podríamos alquilar una casa grande en Francia otra vez -sugiere-. A Jeremy siempre le ha gustado.

- Sí -asiento, animada de nuevo-. A él le encanta; y a mí también. El campo, el pan francés, el queso y el vino. Estará en la gloria.

- Ahora que su corazón no está tan bien, quizá no pueda comer todas esas cosas.

- Maldita sea -dejo escapar un bufido de contrariedad-. Tienes razón. ¿Qué sentido tiene irse de vacaciones a Francia si no puedes atiborrarte de todas esas cosas malas? El campo es estupendo, pero si quitas la comida suculenta no queda mucho que hacer.

- Niños -Maya chilla escaleras arriba-. El desayuno está listo. Daos prisa.

Cuando Maya les dice que se den prisa, lo hacen. Cuando soy yo quien les dice que corran, incluso las tortugas los adelantan.

Los niños bajan las escaleras haciendo ruido. Los dos se van directamente a la mesa.

- ¿Ni siquiera un «buenos días»?

Jessica se acerca y me da un gran abrazo.

- Te quiero -le digo.

- Yo también te quiero -me corresponde-. Ayer no te vi.

- Me viste en el desayuno -le digo, tratando desesperadamente de recordar si me vio o no. ¿Fue ayer cuando Jem y yo nos fuimos temprano al trabajo y no los vimos? Desde entonces han ocurrido tantas cosas que mi recuerdo se ha borrado.

Dándome cuenta de que mi hijo está más interesado en sus Cheerios que en mí, me acerco y le revuelvo el pelo y luego le beso la mejilla que me ofrece con desgana.

- ¿Dónde está papá?

Me siento en la silla que está a su lado e intercambio una mirada de cansancio con Maya.

- Papá no se encuentra muy bien -le contesto.

- ¿Está en la cama? -pregunta Jessica mientras se sienta con nosotros.

- Sí -sonrío para darles seguridad-. Pero no en el piso de arriba. Está en la cama de un hospital -cuando veo sus caras ansiosas, añado rápidamente-: Pero sólo por uno o dos días.

Tom se ha puesto bastante pálido.

- ¿No se va a morir, verdad?

- Claro que no, tonto -digo con una risa forzada, pero me viene a la memoria la imagen de Jem inerte en el andén del metro-. Se pondrá bien muy pronto.

Jessica se echa a llorar.

- ¿Por qué? ¿Por qué está en el hospital? ¿Puedo verle?

- Claro que puedes, tesoro. Maya puede llevarte hoy en cuanto salgas del colegio.

- Quiero ir contigo -protesta, haciendo pucheros-. Quiero ir ahora.

- Tengo que ir a trabajar -mi intención es pasarme por el hospital camino del trabajo y estar allí una hora, pero si me llevo a los niños la visita se convertirá en una verdadera expedición-. Tienes que portarte como una niña mayor e ir con Maya después.

- Espero que papá se ponga bien pronto -Jessica se sorbe y se toca la nariz.

- Yo también, cariño -y no puedo decirlo más en serio.

Capítulo 6

Mi marido lleva fuera del hospital y en casa dos semanas y está volviendo loca a la pobre Maya. A mí también, la verdad. ¿No son los hombres unos enfermos fantásticos? He pasado de estar aterrorizada con miedo a que se muera a querer matarlo con mis propias manos.

Al final lo tuvieron diez días en el hospital y le hicieron todas las pruebas del mundo. Creo que lo que encontraron es razonablemente tranquilizador, pero mi marido tiene una impresión distinta. El médico ha dicho que, aparte del latido extraño e irregular, su corazón parecía estar bien, lo cual tiene que ser buena señal. Por desgracia Jem tenía la tensión arterial por las nubes y ahora debe tomar un antihipertensivo todos los días. El colesterol lo tenía bastante mal también, así que está tomando esta pastillas y una dieta baja en grasa. Se acabó el queso francés para mi maridito. También está tomando algo para aligerar la sangre. Nuestro médico de cabecera le ha dicho que necesita equilibrar mejor vida y trabajo y me da la impresión de que se está tomando el consejo demasiado al pie de la letra.

- Vamos a venderlo todo -anuncia Jeremy desde su pilón de la sala de estar, con los pies encima del puf sobre el que han estado todo el día, y el Guardian y la «medicinal» copa de Merlot abandonados a su lado.

Abro mucho los ojos en señal de perplejidad detrás de la cabeza de mi marido y miro a mi hermana. Su cara no puede ser más inexpresiva.

- Me preguntaba por qué había un cartel de SE VENDE afuera -observa Serena-. Menuda rapidez. No me habíais dicho que pensarais mudaros.

- Es esta maldita cosa -dice Jem, mientras golpea con el puño la zona del corazón. Deseo fervientemente que no lo haga, porque me produce escalofríos-. Te obliga a pensar.

- El médico dijo que realmente no tuviste un ataque al corazón -puntualizo-, sino sólo un susto.

- Como para no asustarse -dice Jem, con una risa exagerada-. La mayor parte de mi familia palmó cuando todavía era joven. No quiero que eso me ocurra a mí. Me asustó lo bastante como para que me pusiera a pensar qué quiero realmente de la vida.

- ¿Y lo que quieres es vender vuestra preciosa casa? -Serena da un sorbo al vino tinto que le he servido. Levanto las manos detrás de Jem en un gesto de impotencia.

He llamado a Serena para que viniera a vernos hoy con la idea de que hiciera entrar en razón a Jem. Yo lo he intentado y he fallado. Mi hermana es una sofisticada urbanita, fría y calculadora. Irá directa al objetivo y defenderá mi postura como siempre lo ha hecho. He hablado una y otra vez con Jem durante las últimas semanas y él ha ignorado sistemáticamente todo lo que le he dicho. Todas mis protestas, objeciones, deseos y mi inseguridad le han entrado por un oído y le han salido por el otro.

- Y lo que es más -dice mi marido con orgullo-. Vamos a dejar atrás todo esto -barre con un gesto la habitación y mis ojos se dilatan aún más-. Al fin y al cabo, sólo es un montón de ladrillos.

Un montón de ladrillos que me he pasado siete años cuidando amorosamente, pienso, pero no digo nada.

Veamos por ejemplo este salón. Encargué estanterías de madera de roble para que se adaptaran perfectamente a nuestros rincones. Sólo las cortinas me costaron el sueldo de tres meses, una cifra nada despreciable de dinero. La araña de estilo moderno está hecha con cristal soplado de Murano. Esta habitación podría aparecer perfectamente en una revista de decoración. ¿Y Jem quiere que lo deje todo atrás?; ¿por un antojo?; ¿así, sin más?

- Estoy harto del estrés y la tensión de la vida de la ciudad -sigue diciendo locuazmente-. Está sucia y llena de gente y la contaminación es terrible. Además, no veo nunca a los niños.

- Eso es porque siempre estás trabajando -le recuerdo.

- Y ahora las cosas van a ser diferentes, amor mío -alarga su mano hacia la mía por detrás del sillón y yo se la acerco-. Quiero sentir el viento en el pelo, la tierra debajo de las uñas y entrar en contacto con el hecho de formar parte de la naturaleza.

Definitivamente, se ha dado un golpe en la cabeza. No sé quién es este hombre.

- Este trabajo y esta vida me están matando -dice-. Literalmente.

Tendrá que ponerse a la cola, pienso.

- He estado mirando en Internet -continua diciendo Jem, ignorante de mis oscuras ideas de asesinarle mientras me recuperaba-. En el campo hay a la venta algunas casas fantásticas.

Y también algunos colegios muy malos. Con lo mucho que pagamos para darles a nuestros hijos una formación perfecta, ahora nos proponemos hacer pedazos nuestro plan de juego anterior y echarlo por la borda. O más bien, es mi marido quien se lo propone.

- ¿Y Amy está completamente de acuerdo con esto? -inquiere Serena.

- Absolutamente -dice Jem.

Sacudo la cabeza y articulo un «¡No!» muy vehemente.

Jem me aprieta la mano otra vez.

- Sé que tiene algunas dudas sobre el plan de irnos de la ciudad, pero le gustará la vida del campo. Estoy seguro.

- ¡Pues yo no!

- Quizá podrías encontrar una casa en un sitio que no esté muy lejos para que ella pueda ir y volver a la BTC todos los días. ¿Qué te parece eso, hermana?

- Estaría bien.

Ahora le toca a Jem sacudir la cabeza.

- Queremos alejarnos de todo eso. Las casas en zonas próximas a Londres son demasiado caras. Queremos estar en lugar remoto, con R mayúscula.

¡No queremos!

- Encontraremos otra forma de ganarnos la vida -dice mi marido.

- ¿De verdad? -Serena no parece convencida.

- Hemos dado demasiado a la empresa a lo largo de los años, y ellos encantados de chuparnos la sangre hasta el final. Cuando yo estaba tirado en el hospital acosaron a Amy para que volviera al trabajo. Me llaman todos los días para saber cuándo estaré lo bastante bien para regresar al trabajo. Les tendría que haber dicho que se quedaran con su preciado trabajo hace mucho tiempo.

- Pero ¿cómo viviréis? -pregunta Serena. Me alegro de que lo haga, porque eso es exactamente lo que yo quisiera saber y hasta ahora Jem no ha sido capaz de darme una respuesta satisfactoria. Puede que la British Televisión Company sea una basura de patrón, pero no estoy segura de que vaya a haber montones de trabajos menos estresantes esperándonos.

- Podría trabajar por cuenta propia -dice Jem-. Y Amy también. Si conseguimos un lugar lo bastante grande podríamos arreglar algunas habitaciones y montar una casa rural.

Se me abre la boca de pura incredulidad. Estoy horrorizada. ¿Una casa rural? ¿Parezco la clase de mujer que disfrutaría haciendo camas y preparando desayunos?

- No sabía que te gustara tanto el campo -dice Serena.

- ¡Me encanta! -replica con convicción.

¿Desde cuándo?, quiero gritar. Unas vacaciones al año rodeados de vegetación no nos convierte en gente de campo. Nos gusta dar un paseo pintoresco por las colinas de tarde en tarde, estando a una hora del cómodo aparcamiento y del ubicuo camión de los helados, pero a eso se reduce toda nuestra relación con el campo. No tenemos abrigos encerados. ¡Ni siquiera tenemos botas de goma! No las necesitas para darte un paseíto de vez en cuando por Hyde Park, ni siquiera en invierno.

- ¿No será un caso de «La hierba es siempre más verde al otro lado de la valla»? -sugiere mi hermana con calma-. ¿No se ha convertido en un lugar común? Montones de londinenses lían el petate y se van al campo sólo para descubrir luego que lo odian.

Me parece qué es una observación muy razonable.

Mi marido acaricia la idea con felicidad

- Que no puedas pedirte un capuchino en cada rincón no significa que el campo sea un mal sitio.

- Hay muchas cosas a tener en cuenta, además de la disponibilidad de capuchinos.

Como la felicidad de tu mujer, podría añadir yo.

Más risas por parte de mi marido, que claramente ha perdido el juicio.

- Abandonaréis todo lo que conocéis, todo lo que habéis querido durante tantos años -mi hermana está encarnando la voz de la razón y la calma, aunque por dentro estoy segura de que le hierve la sangre debido a la obstinación de mi, por lo general afable, marido.

- ¿Realmente es una buena idea?

- Es momento de empezar de nuevo. Fuera lo viejo, adelante con lo nuevo.

No me gusta en absoluto cómo suena eso. Estoy bastante unida a lo viejo.

- Será mejor para los niños y mejor para nosotros. Además -aquí Jem deja escapar una risita-, ya he presentado mi dimisión.

Se me cae de la mano la copa de vino y se estrella contra nuestro suelo de roble blanqueado. Siempre habrá una mancha aquí.

- No, no..., no me habías dicho nada -balbuceo.

- Sabías que iba a hacerlo -razona-. Graham dice que no hace ninguna falta que vuelva. ¿Qué te parece?

Quizá podría llamar al jefe de Jem, Graham Copeland, el lunes y suplicarle que vuelva a admitirle. Si me pongo de rodillas y derramo copiosamente lágrimas de verdad, quizá lo reconsidere. A la BTC no le gusta la gente que no quiere seguir formando parte de la familia. Tienden a tomarlo como algo personal. Seguro que se dan cuenta de que Jem está enfermo..., seguro que no se lo han tomado en serio.

- Deberíamos tomarnos esto con mucha calma -aventuro.

Jem sonríe con un gesto magnánimo.

- Deberíamos irnos lo más rápido que podamos -contraataca.

Ha llegado el momento de pronunciarme. Miro a Serena, que asiente con la cabeza. Respirando profundamente, digo:

- Jeremy, no estoy en absoluto segura de todo esto.

- Esto es lo que yo necesito -implora-. ¿Cómo puedes contemplar la posibilidad de obligarme a quedarme en este odioso mundo competitivo? Quiero escapar; quiero que nos escapemos. Sueño con conseguir una vida mejor para todos nosotros, tú, yo, los niños. Si nos quedamos aquí, soportando el estrés y las preocupaciones de la vida moderna, quizá no vea crecer a los niños. ¿Has tenido eso en cuenta?

- Claro que sí.

- Este cambio será bueno para todos -insiste-. ¿Es que vas a negarme la posibilidad de aprovechar esta segunda oportunidad de vivir?

Capítulo 7

Darle a mi marido esa segunda oportunidad es la razón por la que me encuentro tres meses después de pie en la puerta de Helmshill Grange, una casa lúgubre y monstruosa, situada en lo más profundo de los páramos de Yorkshire. Es julio y llueve; de hecho, las nubes me llegan a la altura del tobillo mientras que en Londres probablemente estarán a treinta grados. Por si fuera poco, el camión que transporta nuestros muebles se ha perdido, y nuestras mesas y sillas posiblemente vayan camino de Lituania o algún lugar así. Jessica está llorando otra vez y me dan ganas de unirme a ella.

- ¿Vamos a vivir aquí? -llora con horror. Yo no podría haberlo expresado mejor.

- Sí, cariño -digo mientras la acerco a mí y la abrazo.

- Pero este sitio da miedo.

- Tiene personalidad -le corrijo. Personalidad y probablemente un par de fantasmas.

Tom tiene los ojos como platos de puro horror.

- ¿Cómo van a venir nuestros amigos a jugar aquí? -pregunta.

«Muy difícilmente» es la respuesta que no llego a darle.

Miro a la casa otra vez y el corazón me da un vuelco. ¿En qué pensaba Jem? ¿En qué pensaba yo cuando me mostré de acuerdo con él? Salvo que yo no estaba de acuerdo. Me limité a dejar que se llevara todo por delante con su ridículo plan de una vida nueva para nosotros pese a que éramos perfectamente felices con nuestra otra vida. Eso no es ni por asomo estar de acuerdo.

- ¿Aquí podré ir a clase de ballet? -pregunta Jessica con voz trémula.

- Intentaremos buscar una clase en cuanto nos instalemos -que es mi forma de decir: «Probablemente no». Éste no parece un lugar en el que haya un amplio abanico de actividades por todas partes.

La casa tiene dos fachadas y en otro tiempo probablemente fuera preciosa. Ahora habría que invertir en ella una buena cantidad de dinero sólo para hacerla habitable. La pareja que vivía aquí antes pasó en esta casa toda su vida de casados, creo que cada uno tenía ciento ocho años y no habían vuelto a pintar desde que cumplieron los veinte. Ahora viven acurrucados en un alojamiento bien resguardado, construido expresamente, con calefacción central de gas y ventanas de doble cristal, en el cercano pueblo con mercado de Scarsby y visto lo visto, tengo claro por qué les pareció más atractiva esa opción.

Hay que cambiar todas las ventanas. Y el techo. Y la puerta de entrada. Hay que cambiar la instalación eléctrica, sustituir las tuberías y volver a pintar. O tirarlo todo con una excavadora. Jem compró la casa por Internet, sin que viniéramos a verla, basándose sólo en la recomendación del agente. Algo impropio de quien, a lo largo de nuestro matrimonio, nos había resultado fiable como los trenes suizos. A pesar de ello, el persuasivo vendedor se las arregló para convencer a mi marido de que era una propiedad muy deseable en una muy deseable parte del mundo y que no iba a permanecer a la venta más de cinco minutos. Esa parte era bastante cierta, ya que tres minutos después ya era nuestra.

La imagen en la red de redes era realmente muy halagadora. Hemos cambiado nuestra casa confortable y bien decorada en pleno Notting Hill por la casa de la familia Adams en el quinto pino. La puerta está fuera de sus goznes y el jardín delantero lleva mucho tiempo sin ver un cortacésped. Mi hija podría internarse en él y desaparecer para siempre.

Jessica llora un poco más y, francamente, no la culpo: quizá esté pensando lo mismo que yo...

Detrás de la casa hay un establo grande y abierto en medio de un patio desvencijado. El jardín se extiende hasta más allá de lo que me alcanza la vista y hasta alcanzar los páramos cercanos y hay un conjunto de árboles frutales que debe de ser nuestro.

- Mira esto -grita alegremente mi marido-. ¿No es maravilloso?

Nota mental para mí misma: me tengo que comprar unas gafas con los cristales tintados de rosa como los que mi marido ha empezado a llevar desde su problema de salud. Cuánto me gustaría ver la vida como la ve Jem.

Al ver que me quedo callada, añade.

- Admito que necesita trabajo, pero podemos ir arreglándolo poco a poco entre los dos.

Aún sigo demasiado perpleja como para poder hablar. Quizá te sorprenda saber que no me apetece lo más mínimo ponerme a reformar esta vieja ruina. Suelo encargar este tipo de cosas a hombres; normalmente polacos.

- Y mira el paisaje -Jem señala los alrededores con los brazos.

Veo nubes; muchas nubes grises, del gris de la ropa interior que has usado muchos años y que realmente ya deberías haber tirado.

- Y escucha -mi marido hace pantalla con la mano en la oreja con un estilo muy teatral-. ¡No se oye nada! -sonríe alegremente a su perpleja mujer, su llorosa hija y su incrédulo hijo con ojos como platos.

Oigo ovejas, muchas, todas quejándose. Su triste y protesten balido atraviesa los campos. Seres sensatos, las ovejas.

- ¡Respira este aire! -Jem se llena los pulmones de forma exagerada.

Inhalo y sólo huelo a estiércol, de las gemebundas ovejas probablemente.

- ¿Dónde está el supermercado? -pregunta Maya.

Sólo el cielo sabe cómo hemos podido convencer a Maya de que venga a este desolado lugar con nosotros, pero la cosa es que aquí está. También ella tiene aspecto de lamentar amargamente su decisión.

- No muy lejos. Hay una media hora en coche desde aquí hasta Scarsby.

Maya resopla, no precisamente con alegría.

Me giro y observo el resto del pueblo, incapaz de seguir mirando mi nueva casa. Una presentadora de informativos de la ITV y su novio productor musical están ahora confortablemente instalados en nuestra preciosísima casa de Notting Hill. Dijeron que se habían quedado boquiabiertos. Me pregunto qué dirían de este sitio, A mí también me ha impresionado Helmshill Grange, pero no gratamente.

El pueblo de Helmshill es muy bonito, incluso para mis ojos nada imparciales. Enfrente del complejo de la granja hay una pradera de césped bien cortado acompañado por su propio estanque con patos de postal. Bordeando la pradera hay un pub rural con un aspecto estupendo y varias casas del tamaño de pintas de cerveza con rosas creciendo alrededor de la puerta. Hay una fuente de piedra rodeada por el rojo intenso de unos geranios. Una minúscula y pintoresca iglesia se alza al pie de las colinas. La piedra se ha oscurecido por el tiempo, pero la hierba que rodea las tumbas desvencijadas está pulcramente cortada. Me gustan las iglesias antiguas. A ver si tengo ocasión de darme una vuelta por allí. Por lo que he visto hasta ahora, el pueblo es una preciosidad. El ayuntamiento parece demasiado pequeño incluso para la escasa población de este lugar, pero hay más geranios colgados en cestas floreciendo junto a la puerta; será por toda esta lluvia.

Sin embargo, no hay tienda, ni oficina de correos, ni una estupenda delicatessen que venda una amplia selección de aceitunas y desde luego no hay un café que sirva un espumoso capuchino.

Nuestro vecino más próximo está en lo alto de la colina y en el mismo lado del prado que la granja. La casa es un imponente lugar de piedra con amplias ventanas de cristal que mira al resto del pueblo desde su espléndido aislamiento y me pregunto quién vivirá allí.

- Instalémonos entonces -dice Jem, frotándose alegremente las manos-. Hogar, dulce hogar.

Jessica llora de nuevo y Maya, que también está llorando, la consuela. Tengo que ser fuerte por ellas, así que me clavo las uñas en la palma de la mano en un intento de focalizar mi dolor.

Y pensar que he dejado un trabajo maravilloso, bien pagado y gratificante para esto... Un trabajo en el que he progresado luchando con uñas y dientes durante la mayor parte de los últimos quince años y que he dejado atrás porque mi marido quería que lo hiciera. Lo he hecho por Jem, porque en eso consiste estar casado. Por más que trate de evitarlo, ahora mismo desearía no haberlo hecho.

Maya y los niños van delante de nosotros pero para ser sinceros no consigo que las piernas me respondan. ¿Un shock puede producir parálisis?

- Di que te gusta -me insta Jem. Me rodea con los brazos y me da un abrazo de oso. Siento como si me fuera a romper en pedazos. Estoy haciendo tanto esfuerzo para sonreír que los músculos de las mandíbulas me arden-. No me gustaría pensar que eres infeliz.

- No soy infeliz -le digo. Estoy desolada, desconsolada, desesperada y completamente desesperanzada.

- Aquí está -dice con el rostro resplandeciente de alegría mientras mira sus posesiones con orgullo de propietario-. Esto es lo que siempre he querido: que todo lo que hay hasta donde alcanza la vista sea mío -dicho por un hombre que ni siquiera se molestaba en cortar el césped en Notting Hill, un hombre que prefería coger un libro de poesía antes que una azada-. A partir de ahora viviremos el sueño.

La cuestión es que éste es el sueño de mi marido, no el mío.

Capítulo 8

Nuestra casa ha resultado ser el lugar en el que todas las arañas de Inglaterra vienen a pasar las vacaciones. Menos mal que no he visto recientemente Aracnofobia y que no sufro de este mal, porque de lo contrario viviría en un permanente estado de terror. Algunas de ellas tienen las piernas más peludas que Jem y llevan botas claveteadas.

Finalmente nuestros muebles llegaron en cuanto se puso el sol y -todo el mérito fue de los hombres de la mudanza- descargaron la furgoneta a paso rápido. Dos jóvenes encantadores, Paul y Daniel, de la empresa Muévelo, transportistas para los más locos, trabajaron frenéticamente hasta medianoche para asegurarse de que todos tuviéramos cama esa noche. El resto de los muebles fue distribuido al azar más o menos en las habitaciones adecuadas.

Pese a que aún me encuentro en estado de shock por el hecho de que mi marido esté feliz de haber cambiado lo que teníamos por esto, he conseguido salir de la cama, aunque estuve tentada de quedarme en ella con el edredón sobre la cabeza, escondiéndome de la cruda realidad. De entre la amplia oferta de las cosas empaquetadas he conseguido localizar mi ropa más vieja y destrozada. Ahora, es decir la mañana siguiente, Maya y yo nos hemos puesto a trabajar con energía en la vasta cocina de la casa-granja con fregonas y cubos y litros de desinfectante perfumado. El señor y la señora que vivieron aquí antes eran claramente ajenos a Don Limpio. Aún no me he atrevido a abrir el horno de hierro porque tengo la impresión de que puede haber un hombre muerto dentro. Por la misma razón, no pienso a acercarme al sótano ni por asomo.

Maya todavía llora suavemente mientras pasa la fregona.

- No está tan mal -trato de darle confianza-, en cuanto lo dejemos limpio... -me interrumpo porque me doy cuenta de que el proceso podría llevarnos unos tres años. Hay cagadas de ratón por todas partes, aunque no creía saber cómo son las cagadas de ratón. El cristal de las ventanas se ve opaco por la mugre acumulada durante años.

Lo que no quiero dejarle ver a Maya es que sencillamente -y con razón- ella podría largarse de aquí mientras que yo estoy atrapada por el deber matrimonial. Francamente, cuando dije «sí quiero» no planeaba «querer» en el campo. Mi niñera, por otra parte, podría decirnos a mí, a Jem y a los niños «que os den» y volverse a Londres a buscar una familia menos loca a la que cuidar. Contra toda esperanza espero que no piense en ello. Es una chica de mi estilo y lleva la ciudad en las venas. Y, como yo, en este momento probablemente tiene ganas de abrirse una de esas venas.

El interior de la casa es espacioso, con habitaciones grandes y bien ventiladas, o mejor, bien llenas de corrientes de aire. Maya y yo ya hemos limpiado dos de los seis dormitorios, que han sido asignados a los niños, quienes ya están desempaquetando sus muñecos y juguetes en silencio, demasiado aturdidos para pensar en pelearse. Nunca en la vida había visto a mis niños tan sobrepasados por algo.

Deberíamos haber contratado a una empresa para que limpiara la casa en profundidad, pero no tenía ni idea de que fuera a estar tan mal. Por otra parte, la verdadera cuestión es que ahora estamos oficialmente arruinados.

Prácticamente todo el dinero de la venta de la casa de Notting Hill se ha invertido en este lugar. Eso significa que no tenemos una hipoteca -afortunadamente- pero también significa que nos queda muy poco para los gastos del día a día ahora que estamos en paro los dos. Mi marido está convencido de que voy a encontrar trabajo como free-lance para procurarnos las lentejas, posiblemente en la Yorkshire Televisión o en la productora Granada, en Manchester. Pero yo no estoy tan segura. En el mejor de los casos me supondría unas tres horas de viaje. ¿Podría hacerlo a diario?

Jem, por lo que puedo deducir, planea dedicarse a ocupaciones de tipo campestre, sean lo que sean éstas, y las palabras «casa rural» siguen deslizándose en su conversación con bastante mayor frecuencia de lo que a mí me gustaría.

Mi marido vaga por la casa, con su voz potente de barítono entonando un ascendente «¡Oh, qué mañana tan bella!» muy alto. Está en su elemento. Éste es su sueño, mientras que para mí es una pesadilla viviente.

Naturalmente su delicada condición le impide hacer nada demasiado extenuante, y por tanto no está involucrado en el lado sucio de la limpieza y el suyo es más bien un papel de supervisión.

Se ha pasado al musical South Pacific, y el tema de Gonna Wash That Man Right Out of My Hair (voy a quitarme a ese hombre de encima) no puede ser más oportuno.

- Te has dejado una parte -Jem señala una zona sucia en el suelo al entrar en la cocina. ¿Saben a lo que me refiero? Igualito que en la canción del musical.

- Podrías hacer algo útil -le sugiero-. Vete a Scarsby y compra algo de comer para esta noche -no creo que haya ningún simpático restaurante de comida para llevar en la zona.

- De acuerdo -dice Jem entre dos estribillos, coge las llaves del coche y se va.

Me apoyo en la fregona, jadeando. La niñera da un grito que hiela la sangre cuando el rabo de un ratón surge de debajo de uno de los armarios. Cierro los ojos. Todo esto va a salir bien: no echaré de menos mi trabajo. No echaré de menos ponerme mis Jimmy Choo todos los días. No echaré de menos pedir que me traigan un latte cada cinco minutos. No echaré de menos el respeto ni el poder. No echaré de menos pasar tiempo con los famosos del mundo del deporte. Ni siquiera echaré de menos a mi hermana mayor, que se dejaba caer por casa un par de veces a la semana. Puedo pasar sin todo eso mientras eso haga feliz a mi marido y le mantenga saludable y en forma. ¿Qué sentido tendría seguir en Londres preocupada constantemente de si Jeremy regresaría a casa esa noche? Así que esto es mucho mejor, mucho mejor para nosotros. ¿A que sí?

Me pongo a llorar.

- Amy, no llores -Maya deja la fregona y me rodea con los brazos.

- No estoy llorando -digo y me sorbo la nariz más ruidosamente.

Realmente esperaba que en el trabajo no aceptaran mi renuncia, que mi jefe se tirara al suelo y me suplicara que me quedase. Pero no lo hizo. Gavin Morrison me deseó buena suerte y me hizo un gesto de despedida cariñoso sin protestar lo más mínimo. Ascendieron a mi ayudante, Jocelyn, incluso antes de que me fuera. Después de años de servicio leal dejó claro que estaba deseando que me diera la vuelta para arrebatarme el puesto.

- Todos nos adaptaremos -me dice mi niñera con firmeza.

- Estoy segura de que lo haremos -me busco en los bolsillos un pañuelo de papel. Mientras me sueno, me pregunto qué estaría haciendo en mi antigua vida en este momento-. Sí, sí, todos nos adaptaremos. Nos convertiremos en paletos de pueblo y nos encantará. Sólo es cuestión de tiempo.

Y en Helmshill Grange tengo una eternidad extendiéndose ante mí.