Me vuelves loca - Carole Matthews - E-Book

Me vuelves loca E-Book

Carole Matthews

0,0

Beschreibung

Anna Terry jamás pensó que podría volver a enamorarse, y menos en el despacho del abogado al que acude para pedir el divorcio. Su primer marido la abandonó antes de que diera a luz, y el segundo acaba de desaparecer dejándola con un niño de dos años, una hija adolescente y una cuenta corriente en números rojos.    Nick Diamond tampoco ha tenido mucha suerte: su mujer, una estricta vegetariana, se ha fugado con un carnicero, y su negocio se está yendo a pique. Anna se resiste a la atracción que siente por Nick, sin embargo, todo se desata cuando comienza a trabajar para él como secretaria.    ---   «Una historia de las que te hacen sentir bien, divertida y claro exponente de la literatura de evasión.»  Marie Claire   «Esta novela cuenta con la simpatía y el ingenio que esperamos de Carole Matthews. Es perfecta.»  Bella    «Carole Matthews es de las pocas escritoras que pueden rivalizar con Marian Keynes.» Daily Record

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 552

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Me vuelves loca

Me vuelves loca

Título original: You Drive Me Crazy

© 2005, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-627-3

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

–––

A Steve, Edwin Jack Stevens,

que fue todo cuanto un padre debería ser

(16 de enero de 1922 - 20 de agosto de 2004).

Capítulo 1

- ¿Divorcio? -exhibo mi sonrisa más reconfortante ante el hombre sentado frente a mí.

El desconocido levanta los ojos y, con expresión de sorpresa, pasea la vista a su alrededor para comprobar que no me dirijo a otra persona.

- ¿Es a mí?

Hago un gesto afirmativo.

- Eh... sí -responde.

- Yo también -me encojo de hombros, como si fuera una extraordinaria coincidencia el hecho de que ambos, nerviosos, nos hallemos en la sala de espera de un abogado. Llegado este punto, he de aclarar que he frecuentado despachos de abogados en demasiadas ocasiones a lo largo de mi breve y carente de interés vida. Esta sala en concreto resulta más beige de lo habitual -el único respiro proviene de unas llamativas butacas rojas que, con su vibrante toque de color, demuestran que se trata de un bufete a la última moda-. Por las minutas que cobran, la verdad es que habría esperado encontrarme un trono de oro por cliente. Aun así, se trata «sólo» de mi segundo divorcio, por lo que imagino que, en los días que corren, debería sentirme agradecida. El caso es que ni siquiera la primera vez quise divorciarme, y el hecho de repetir me lleva a sentirme al borde de la desidia.

Hojeo distraídamente un impoluto ejemplar de una de esas revistas de moda gratuitas en las que abundan los anuncios de elegantes boutiques de las que nunca he oído hablar, y cuyos precios no podría permitirme aunque así hubiera sido. La publicación se llama Estilo Actual y me pregunto por qué últimamente carezco por completo del mismo. ¿Cómo es que las modelos de los catálogos consiguen resultar impresionantes posando con un simple jersey tostado de cuello vuelto y unos vaqueros de campana desvaídos mientras que yo con el mismo conjunto jamás lo consigo?

Dejo de fingir que estoy leyendo y repaso al resto de los presentes en la sala de espera. Tumley amp; Goss, abogados de los destinados a arruinarse, no son precisamente conocidos por su estricta puntualidad en lo que respecta a las citas con sus clientes, pero seguro que si pudieran ingeniar una manera de cobrarles el tiempo de espera ya la habrían puesto en práctica.

Devuelvo la atención al hombre sentado enfrente de mí. El también finge leer Estilo Actual, si bien transmite menos credibilidad que yo. Se sacude las rodillas con nerviosismo. Es su primera vez. Entiendo de estas cosas. Yo, Anna Terry, soy experta en los perfiles psicológicos de los ocupantes de las salas de espera de los bufetes de abogados. Las reclamaciones por daños personales, por lo general, se distinguen al vuelo, sobre todo las que acarrean uno de esos mugrientos collarines que proporciona la Seguridad Social.

- ¿La primera vez? -aventuro.

- Sí -responde él, al tiempo que abandona el ejemplar de Estilo Actual sobre una silla que tiene al lado-. ¿Y tú?

- La segunda -admito con cierta timidez-. Es como si me estuviera preparando para el Premio Joan Collins por servicios prestados al matrimonio.

No añado que, mientras tanto, es muy posible que haya pagado con mi propio dinero esas butacas rojo brillante y algún que otro capricho, como, por ejemplo, unas vacaciones en las Bahamas a cada socio del bufete.

- Lo lamento -responde él, y da la impresión de que dice la verdad.

- El mundo está lleno de mujeres más jóvenes, más rubias y con pechos más turgentes -de nuevo, mis hombros se encogen, esta vez tratando de zafarse de la amargura.

Mi colega divorciado arriesga una sonrisa. Si yo me fijara en esa clase de gestos, diría que se trata de una sonrisa encantadora.

- Pues a mí me pareces muy... buena persona.

- Ya, una buena persona -exhalo un suspiro- no es lo mismo que una gatita sexualmente promiscua, ¿verdad?

- Me figuro que no.

- Mis dos ex maridos me consideraban una buena persona -continúo-. Solían decir: «Anna, eres una buena persona, pero...».

- ... «Me marcho con una gatita sexualmente promiscua».

Ahora me toca sonreír a mí.

- Eres muy perspicaz.

El caso es que ignoro por completo el paradero de mi actual marido, por llamarlo de alguna manera. Simplemente, desapareció. Sin previo aviso. Yo había salido al supermercado a comprar leche y cuando regresé, diez minutos más tarde, Bruno se había esfumado con la mayor parte de sus camisas y sus mejores vaqueros. Así, por las buenas. No dejó ninguna nota. No llamó por teléfono. Ni que decir tiene que no mandó dinero alguno para vestir o alimentar al fruto de sus órganos genitales. Eso fue hace más de un año y desde entonces he estado intentando localizarle, junto con la Agencia de Ayuda al Menor, se entiende.

- Mi mujer se fugó con un carnicero -relata mi colega.

- Imagino que no resistió la tentación de obtener carne gratuita.

- Es vegetariana.

- Ya -adopto una expresión convenientemente comprensiva-. A veces las mujeres resultan ser criaturas extrañas.

- Supongo que los hombres también -comenta él al tiempo que su teléfono móvil empieza a sonar.

Mientras lo localiza, examino unos carteles en los que se anuncia las sumas que pueden llegar a ganar quienes sean lo bastante afortunados como para sufrir un daño personal que pueda achacarse a la estupidez de otros en lugar de a la propia. Podría convertirme en millonaria en cuestión de minutos si resbalara en una acera helada que el Ayuntamiento no hubiera cubierto de grava o si tropezara en los baches de una calle asfaltada por un contratista negligente. Tal vez si ruedo escaleras abajo al salir del bufete y sufro un esguince, el señor Tumley o el señor Goss contemplen la posibilidad de pasar por alto mi sustancial minuta.

- Aquí Nick Diamond. Dígame -le dice el hombre a su teléfono.

Nick Diamond. Humm. Trato de no dar la impresión de estar atendiendo a la conversación, si bien, huelga decirlo, es lo que hago.

- Estoy bien -continúa, mientras se vuelve ligeramente hacia un lado. Sabe que estoy escuchando-. Todo irá bien. En serio -entonces baja el tono de voz-: Estoy perfectamente, mamá. De verdad. No te preocupes. Tranquila, no voy a hacer ninguna tontería. Sí, ya lo sé -baja el tono aún más, pero la sala de espera de Tumley amp; Goss cuenta con una acústica excelente y tengo el oído entrenado para los chismes-: No voy a decir eso. Estoy en un lugar público, mamá. Tengo que dejarte. Adiós. Adiós. Sí. Adiós -vuelve a introducir el móvil en el bolsillo y, chasqueando la lengua, me aclara-: Negocios.

- Ah.

- Ya sabes, un tira y afloja. Esto y aquello. Reuniones internacionales -Nick Diamond se rebulle en su asiento-. Tensión. Estrés.

- No hay nada que explicar -indico yo-. Mi madre también se muere de preocupación por mí.

Me quedo corta con la explicación. Mi madre nos responsabiliza a mí y a mi atormentada vida amorosa de todas sus desgracias, desde las varices a la angina de pecho que aún no ha sufrido, pero que sin duda sufrirá algún día por mi culpa.

Mi colega muestra una expresión de pesar.

- ¿Son buenos estos abogados?

- Si te refieres a que si te quedará algo de dinero cuando hayas terminado, en ese caso, no, no son buenos.

- Mi intención es ser razonable en este asunto -comenta mientras sacude la cabeza-. No quiero pelearme con Janine por el dinero.

- Ah, ¿no?

Me lanza una mirada que yo clasificaría de reproche.

- No soy de ésos.

Respondo con un bufido involuntario y acaso demasiado cínico.

- Lo serás.

- Considero que uno puede divorciarse sin volverse amargado y retorcido.

- ¡Pero si eso es precisamente lo bueno! -exclamo yo.

Me mira con incredulidad. Se ve a la legua que este hombre es un ingenuo en lo tocante al mundo que le rodea. En particular, en lo que respecta a la separación matrimonial.

- No va en mi naturaleza -insiste él-. También he escuchado el discurso de «Eres una buena persona, pero...».

Mi corazón exhala un suspiro.

- ¿Por qué siempre acabarán dejando plantadas a las buenas personas?

- Es uno de esos misterios insondables de la vida -responde-, igual que, por ejemplo, por qué el bombón de crema de café es siempre el último que queda en la caja.

Me echo a reír. De pronto caigo en la cuenta de que hacía mucho que no me reía. Sobre todo en un bufete de abogados.

- ¿Hijos? -pregunta Nick Diamond.

- No. No. No. Ah, no. Ninguno.

- Yo tampoco.

Doy una palmada.

- Genial. Los dos somos jóvenes, libres y solteros.

- Supongo que sí -de pronto Nick adopta un tono de tristeza-: Aunque me hubiera gustado ser padre. De dos hijos: un niño y una niña -se muestra un tanto avergonzado por la confesión-. Es con lo que sueña todo el mundo, ¿verdad? Excepto Janine. Es una fanática del mantenimiento físico. Le horrorizan las estrías.

- ¿A quién no? Los hijos te arruinan la figura -me aclaro la garganta-. Eso he oído.

- Dicen que los pechos turgentes son lo primero que se pierde.

Ambos soltamos una risita nerviosa.

- Confío en que no tarden mucho más -comento mientras lanzo una ansiosa mirada al reloj-. Esta tarde tengo una entrevista en una agencia de empleo.

- ¿Un cambio de profesión?

- Algo parecido: llevo años sin trabajar.

- ¿Marido rico?

- Eh..., forrado.

Da igual que Bruno no haya tenido nunca dónde caerse muerto y me haya dejado en la ruina. No puedo confesar a mi flamante amigo mi condición de ama de casa que se pasa la vida cuidando de dos hijos hiperactivos cuando acabo de negar su misma existencia. ¿Qué clase de madre soy, por todos los santos? A los treinta y tres ya me siento como una anciana decrépita, y no exagero. Primero tuve a Poppy. Aunque se supone que tiene diez años, últimamente ha madurado mentalmente a tal velocidad que, a efectos prácticos, me he convertido en una mujer que ronda los cincuenta y seis, lo que no me resulta del todo descabellado. Connor aún no ha cumplido dos años. Está destinado a ser un hombre; por lo tanto, jamás madurará lo más mínimo.

- Por lo que veo, llevas una vida de ocio y placer.

- Desde por la mañana hasta por la noche -ya me gustaría a mí. ¿Por qué no soy capaz de confesarlo todo, de decirle que soy una madre sin pareja que se las ve moradas para salir adelante?-. Por ese motivo no estoy preparada para el mundo laboral. Para ser sincera, tampoco siento mucha inclinación hacia el trabajo, aunque ahora no me queda otra elección.

- ¿Qué me dices de vuestro acuerdo de divorcio? Sin duda tu marido querrá cuidar de ti.

- La única persona a la que Bruno ha querido cuidar ha sido a él mismo -respondo-. En la actualidad, estoy tratando de divorciarme de él durante su ausencia. Se largó, sin más.

- Lo siento -Nick Diamond me mira con amabilidad-. Seguro que encontrarás algún empleo.

- Sí, seguro -finjo una despreocupación que no siento-. No se me ocurre nada peor que pasarme el día entero encerrada en una oficina diminuta -con la excepción de pasarme el día entero cuidando de los niños, quiero decir.

Simultáneamente, dos secretarias asoman la cabeza por detrás de sendas puertas de despacho. Visten traje de chaqueta de color beige con blusa roja, a juego con la decoración, y se ve a las claras que no se han beneficiado de los consejos encerrados en las páginas de Estilo Actual.

- Señora Terry -dice una.

- Señor Diamond -gorjea la otra.

Acto seguido, ambas se quedan revoloteando junto a sus respectivas puertas de despacho, a través de las cuales obtendremos acceso al sanctasanctórum -o la máquina de hacer dinero, según la expresión que tiendo a utilizar.

Ambos nos ponemos de pie.

- Bueno... -dice Nick.

- Bueno...

- Encantado de conocerte.

- Lo mismo digo.

Nick titubea antes de seguir:

- Quizá podríamos... No, en fin..., da igual -lanza una mirada inquieta a las empleadas, que permanecen en actitud de espera-. Seguro que llevas una vida social delirante, ahora que eres joven, libre y soltera.

- Sí, claro -un inocente farol dedicado a las secretarias, que sí parecen jóvenes, libres y solteras y no sacos de lástima que se pasan la noche frente al televisor viendo antiguos vídeos de Disney con una copa de vino barato y una chocolatina Mars por toda compañía. Nick adquiere una expresión de desaliento, y de pronto caigo en la cuenta de lo que acabo de decir-. No, qué va, nada de eso.

Pero mi oportunidad ha pasado.

Alarga el brazo y me estrecha la mano mientras las jóvenes a la espera empiezan a dar golpecitos en el suelo con sus pies corporativos.

- Buena suerte con tu entrevista. Espero que consigas un trabajo fabuloso.

Qué más quisiera yo.

- Gracias. Que tengas suerte y no pierdas tu empresa internacional. Ni la camisa.

Intercambiamos una tímida sonrisa.

- Gracias -responde.

Ambos respiramos hondo. Parece tan buena persona que me pregunto cómo ha podido merecerse esto. Observo cómo desaparece en el despacho de su buitre -perdón, de su abogado- antes de lanzarme en plancha, una vez más, al crudo y desagradable mundo del divorcio.

Capítulo 2

Vivo en Milton Keynes, la ciudad de más rápido crecimiento de todo el Reino Unido. Se trata de una zona vibrante que recuerda a una porción de Norteamérica plantada en mitad del apacible y verde paisaje de Buckinghamshire. En realidad, yo aquí soy una excepción, en el sentido de que llegué antes de que se hubiera convertido en una nueva metrópoli, cuando no era más que un guiño en el ojo de un planificador urbanístico y no existían redes viales, centros comerciales ni urbanizaciones, tan sólo barro, vacas y campos de labranza.

Abandono el ambiente caldeado del bufete de Tumley amp; Goss -se nota que no les preocupa la factura de la calefacción- y salgo al aire frío y cortante de Midsummer Boulevard. En el centro de la ciudad todas las calles son perfectamente rectas, lo que asegura que cada ráfaga de viento se canalice hacia las viandantes lo bastante imprudentes como para llevar falda en pleno invierno; por ejemplo, yo. En cuestión de segundos las rodillas se me vuelven azules y se me congelan. Avanzo calle arriba a grandes zancadas, ciñéndome el abrigo al cuerpo, y por fin consigo acceder a otro de los edificios de acero inoxidable y cristal que caracterizan el estilo arquitectónico de la localidad.

Después del trauma sufrido en el despacho del abogado no me siento con fuerzas para someterme a otra humillación a manos de la agencia de empleo. No he estado antes en uno de estos lugares, pero las hileras de ordenadores susurrantes me intimidan, por no hablar de las filas de mujeres de aspecto eficiente que se sientan frente a ellos. Todas lucen un bronceado artificial y da la impresión de que se pasan el día sentadas con los glúteos contraídos. Además, se las ve mucho más elegantes que a mí, y eso que la chaqueta que llevo es la mejor que tengo, sin comparación posible. Eso sí, más que del invierno pasado parece de hace un siglo. Cuando consiga un trabajo fabuloso, antes de nada, saldré corriendo a comprarme un traje oscuro de dos piezas, de firma y escandalosamente caro. En una tienda de saldos, claro está.

Proporciono mis datos personales a la recepcionista y luego me siento en una de las mesas frente a la adorable Leone, según las instrucciones que acabo de recibir.

- Hola -me brinda una fugaz sonrisa y queda patente que es lo máximo que sus galanterías dan de sí-. ¿Nombre y domicilio?

Me las arreglo para contestar sin excesiva dificultad y los recito de tirón. Incluso añado mi número de teléfono, sin un solo fallo, mientras Leone teclea sin parar.

Se digna a levantar los ojos en mi dirección.

- ¿Experiencia previa?

¿Quiere saber si soy capaz de producir en serie comidas nutritivas con un presupuesto exiguo y una alarmante regularidad o si soy un hacha con la aspiradora, o acaso si convierto a un niño histérico y llorón en un ángel con la única ayuda de un paquete de M amp;M’s? ¿O quizá debería abreviar y contarle exactamente con cuántos hombres me he acostado? Me temo que en esa sección tampoco cuento con una experiencia dilatada. No necesito quitarme los calcetines para contar el número de parejas que he tenido: una por pie, y me he casado en ambos casos.

- ¿Empleos? -insiste ella mientras yo continúo meditando la respuesta.

- Ah, sí. Ninguno -que yo recuerde, al menos últimamente. No creo que una temporada como limpiadora de oficinas o cajera de un supermercado hace más de diez años sea algo de lo que jactarse en mi actual situación.

De repente deja de teclear.

- ¿De modo que carece de experiencia?

Un silencio desciende por toda la agencia de empleo y percibo que los bronceados palidecen.

- Tengo mucha experiencia -afirmo con tanta arrogancia como soy capaz de reunir-, aunque no en el sentido laboral de la palabra.

Leone pierde la ligera sonrisa que ha conseguido esbozar.

- Entonces no habrá traído usted un currículum.

- No -respondo-, pero puedo redactar uno. Tengo un título en Ciencias Empresariales -abrigo la esperanza de que no me pida ninguna prueba de ello, ya que hice un ciclo de Formación Profesional de administración y finanzas en la escuela universitaria de mi localidad; pero resultó muy interesante y acabé la primera de la clase.

- Eso es como tener coche y no saber conducir -señala ella.

- ¡Venga ya! -mi paciencia patina sobre una fina capa de hielo-. Tiene que existir algún trabajo que no requiera conocimientos ni inteligencia ni especialización, pero con el que se gane un montón de dinero.

Leone me enseña los dientes.

- En efecto, existe -responde-, pero para eso lo que se necesita es un proxeneta, y no un asesor de empleo.

Es evidente que estoy malgastando mi valioso tiempo y el de Leone, de modo que me levanto para marcharme.

- Gracias -le digo-. Muchísimas gracias.

Si el Gobierno pretende que las madres sin pareja salgan de casa y vuelvan al trabajo fuera del hogar, más le valdría hacer algo con las brujas engreídas como Leone. Pero claro, como ya sabemos todos por la prensa diaria, nosotros, los progenitores de las familias monoparentales, somos el azote de la nación, junto con los solicitantes de plazas en centros de acogida, los mendigos, los drogadictos y los conductores de Opel Corsa. Confío en que Leone tenga hijos algún día y los embarazos echen a perder su figura, y que luego su marido -a quien ella todavía amará- la abandone, y se vea obligada a vivir de la beneficencia. Eso le borraría la sonrisa de su carita coqueta. Y espero que algún día, cuando intente desesperadamente salir a flote por sí misma, alguien la trate de manera tan desagradable como ella me ha tratado a mí.

Por descontado, no digo nada de esto y empiezo a moverme furtivamente hacia la salida, abochornada y echando chispas.

Conforme llego a la puerta, me dice:

- Un momento -saca un folio de la impresora-. Hay un empleo...

Cojo la hoja de papel y la examino, tratando por todos los medios de parecer interesada y de que no se note que estoy a punto de echarme a llorar.

- No está mal -comento. La verdad es que sí está mal; es peor que pésimo. Pero estoy aprendiendo a toda velocidad que en lo tocante a los mendigos (y las madres sin pareja) cuando hay hambre no hay pan duro-. Puede que me interese.

- Un momento -dice Leone, y me quita el papel de las manos-. La duda es si a ellos les puede interesar usted.

Capítulo 3

Nick Diamond se frotó las manos, en parte para celebrar que era el dueño de todo cuanto tenía a la vista y en parte porque hacía un frío que congelaba los testículos. Una tienda de coches de segunda mano que hacía esquina en una transitada calle a las afueras de la ciudad tal vez no fuera un gran imperio, pero era de su propiedad y eso le proporcionaba una cierta dosis de orgullo.

Desde un punto de vista técnico, el banco era propietario de la mayor parte, pero todo sería de Nick algún día: el día que terminara de pagar sus astronómicas deudas. A pesar del catastrofismo que rodeaba el divorcio, su abogado le había comunicado que podía conservar el negocio siempre que cediera la casa a Janine, en la actualidad su esposa separada. No se trataba del más equitativo de los acuerdos, pero resultaba la opción menos dolorosa. Ya que no tenían hijos, la casa no estaba catalogada como hogar familiar; no era más que una pila de ladrillos y cemento de la que podían disponer entre los dos como encontrasen conveniente. En cualquier caso, Nick no se imaginaba a sí mismo viviendo a solas en una casa que encerraba tantos recuerdos de su pasado en pareja. A modo de consuelo, dio unas palmaditas en el capó de un viejo Mondeo. Sus automóviles constituían un pobre sustituto de los hijos que nunca tuvo, pero por el momento eran lo único con lo que contaba.

Una pareja de ancianos atravesaba el patio de exposición con paso vacilante, abriéndose camino entre los vehículos. Ambos iban encorvados y tenían aspecto frágil. Le recordaron a sus propios abuelos, cuando vivían, y Nick esbozó una afectuosa sonrisa en dirección a los recién llegados. Tiempo atrás, había albergado la esperanza de que Janine y él mismo envejecieran y se arrugaran juntos; pero ahora ya no era posible. Ni siquiera habían conseguido alcanzar juntos el aumento de peso propio de la mediana edad.

- Si necesitan ayuda, díganmelo -indicó Nick a la pareja elevando la voz.

- Sólo estamos mirando -respondió el hombre mientras su esposa sonreía con afabilidad-, si no le importa.

- Claro que no -respondió Nick-. Tómense el tiempo que quieran.

Resultaba desgarrador. ¿Cómo podía vender un coche a personas como aquellas, que, por lo que se veía, a duras penas podrían permitirse tal gasto? Ambos ancianos vestían abrigos deshilachados de paño fino, y eso que soplaba un viento gélido. Nick decidió llevarles a la oficina -una destartalada caseta prefabricada situada al fondo del solar- y ofrecerles un té caliente con galletas digestivas ligeramente reblandecidas. No sin remordimiento, hundió las manos en los bolsillos de su confortable cazadora North Face.

Nunca había imaginado que se convertiría en vendedor de automóviles, aunque en realidad nunca había imaginado que se dedicaría a nada en concreto; probablemente ése era el motivo por el que su carrera profesional había carecido de cierta dosis de orientación y de empuje. Como resultado, había vagado sin rumbo a través del engañoso mundo de la venta inmobiliaria y había caminado por las procelosas aguas de la exportación -que jamás llegó a entender, desde el día que empezó hasta el día en que le invitaron a marcharse- hasta que, varios empleos más tarde, se descubrió a sí mismo en el mundo marginalmente más entretenido de la venta de vehículos. Al fin y al cabo, todos esos años enganchado a la revista Top Gear habían dado sus dividendos.

Nick había trabajado durante tres años en un importante concesionario que vendía costosos y brillantes automóviles a clientes selectos con presupuestos corporativos. Después, a los treinta años -peligroso momento en la vida de un hombre-, la tentación de dirigir su propio negocio se presentó en la forma de «Behículos de segunda mano varatos y risueños» (sic).

Janine le había apremiado a que progresara en la vida, y la visión del progreso que ella tenía pasaba por rechazar un salario considerable, bonificaciones regulares -también considerables- y una selección de relucientes coches de la empresa a cambio de instalarse en el estado permanentemente empobrecido y precario de los trabajadores autónomos. La tienda de automóviles de ocasión tenía «potencial», según aseguraba Janine. «¿Potencial para qué?», se preguntaba Nick. Acaso para convertirse en la manzana de la discordia del matrimonio, ya entonces en rápida decadencia. Aun así, semejante lasitud hacia su propio negocio iba a cambiar. Ahora que Nick sabía que su comercio de coches usados estaba asegurado para el futuro previsible, podía empezar a progresar. En un corto espacio de tiempo, la palabra «empresario» rondaría los labios de la gente cuando Nick Diamond saliera a colación.

La pareja de ancianos se acercaba hacia él arrastrando los pies. Ambos daban vueltas alrededor de un viejo Rover que, al igual que ellos mismos, había conocido mejores tiempos.

- ¿Han visto algo que les guste? -preguntó Nick.

- Sí -respondió el hombre-. Creo que nos quedaremos con éste.

- De acuerdo -repuso Nick-. Iré a buscar las llaves y les llevaré a dar una vuelta para probarlo.

- No, no -replicó el hombre-. No queremos causarle ninguna molestia; sólo queremos comprarlo.

- Pero primero tendrán que probarlo.

- Ah, no -intervino la esposa con voz cantarina-. ¡Qué responsabilidad tan grande!

- Tienen que hacerlo -insistió Nick-. Si lo probaran, se darían cuenta de que hay que cambiar el embrague y de que uno de los amortiguadores está hecho polvo.

- ¡Vaya por Dios! -la pareja intercambió una mirada temerosa-. La reparación va a resultar muy cara.

- Así es -confirmó Nick.

- Bueno... -el hombre se rascó la barbilla-. A mi esposa le gusta el color, así que nos lo llevaremos de todas formas.

- ¿Seguro que no puedo disuadirles? Hay otros vehículos mucho mejores.

- No. Nos gusta éste.

- Muy bien -Nick se sintió como quien le roba caramelos a un niño-. ¿Cuánto piensan ofrecerme?

- ¿Ofrecerle? -la pareja volvió a intercambiar otra mirada de preocupación-. Estamos dispuestos a pagar lo que pone en el parabrisas.

- Pero si es un precio escandaloso -replicó Nick-; unas quinientas libras por encima de su valor.

- ¿De verdad? -el hombre estaba perplejo.

- Es un atraco en toda regla, caballero.

- Las cosas ya no son lo que eran -el anciano sacudió la cabeza-. Hoy en día, el negocio es el negocio.

- El proceso es el siguiente -explicó Nick con voz amable-: yo pongo a los coches un precio abusivo y luego los clientes tratan de echarme por tierra...

- Entiendo -la expresión de preocupación se hizo más profunda-. Pero yo sería incapaz.

- Pues debería hacerlo, se lo aseguro. Cuento con ello. Vamos, inténtelo.

La esposa colocó una mano en el brazo de su marido.

- Ron, no puedes hacer eso.

- Por favor -Nick era consciente de que empezaba a suplicar-, haga un esfuerzo.

- Bueno -dijo el hombre-, ya que insiste...

Sin previo aviso, el hombre lanzó al aire un puño huesudo y golpeó a Nick de lleno en la barbilla. Fue como si le hubiera vapuleado el mismísimo Frank Bruno, o acaso un tren a toda velocidad. Nick notó que las piernas le flaqueaban y que un círculo de pájaros piaba alrededor de su cabeza. La pareja le miraba desde lo alto, con una amplia sonrisa en los labios.

- ¿Cuándo fue exactamente la última vez que compraron un coche? -preguntó Nick al tiempo que se masajeaba la mandíbula en un intento por colocarla en su sitio.

Capítulo 4

Estoy sentada en la cocina de mi amiga Sophie, sujetando una merecida taza de té y un hijo que no para de retorcerse. Sophie y yo somos amigas de toda la vida y desde la escuela primaria hemos pasado los momentos cruciales de nuestras respectivas existencias en amable compañía. Nuestras disputas, por suerte, han sido contadas. Ahora residimos en zonas vecinas -yo, en Emerson Valley; Sophie, en Furzton Lake-. Juntas, pero no revueltas, no sé si me explico. De niñas vivíamos en la misma calle, lo que tal vez de adultas resultaría una cercanía excesiva. Si yo tuviera una hermana, seguro que no se preocuparía por mí tanto como ella.

Últimamente Sophie se ha elevado desde el nivel de mejor amiga a un estadio que se aproxima a la santidad, ya que ha aceptado cuidar de Connor a diario y sin cobrarme nada mientras intento reconstruir mi vida, y se presta a ello a pesar de tener dos monstruos propios con los que lidiar. Me faltan palabras para expresar mi gratitud. Sophie me proporcionó un salvavidas cuando empezaba a hundirme entre las olas de las deudas y la desesperación.

Disminuyo el tono de voz y tapo con las manos los oídos de Connor para que no escuche mi siguiente confesión:

- Le dije que no tenía hijos.

- ¡Qué más quisieras!

- ¿Qué clase de madre soy?

- La habitual -respondió Sophie-. Yo les quiero mucho, pero si volviera a empezar...

- Lo único que me impulsa a seguir adelante son los niños -comento con voz temblorosa-. No sé qué haría sin ellos. Ellos me mantienen en mis cabales.

- Y la sola idea resulta terrorífica -Sophie bebe un sorbo de té-. Pero dime, ¿cómo es ese hombre del bufete de abogados?

- Lleva el sello de «buena persona» estampado en la frente.

- ¿Buena persona? Más detalles, por favor.

- Alto. Delgado. Moreno. Acicalado.

- ¿Acicalado? -Sophie suelta una carcajada-. Es la clase de palabra que utilizaría mi madre.

Me encojo de hombros. ¿Qué más puedo decir de él?

- No es guapo de morirse. No es feo de pecado. No tiene facciones marcadas. No resalta por nada en particular. Pero resulta agradable. Una buena persona, sin más.

- ¿Acaso no le dijiste que no te van las buenas personas, que sólo te relacionas con hijos de puta?

- No sé lo que le dije -admito. Para consolarme, cojo otro barquillo de chocolate. De inmediato, Connor me lo quita y se lo mete por la nariz-. Fue muy raro. Se me ha olvidado cómo se habla con los hombres.

- Porque te has acostumbrado a gritarles, me imagino.

Saco el barquillo de la nariz de Connor y lo limpio con la manga antes de introducirlo por el orificio correcto, mientras trato de convencerme de que un cierto número de gérmenes es beneficioso para su sistema inmunológico.

- Odio estar divorciada.

- Odio estar casada -apunta Sophie con voz monocorde.

Y no bromea más que a medias. Lleva diez años con Tom, siete de ellos casada. Se me puede tachar de supersticiosa, pero estoy convencida de que la crisis de los siete años es un fenómeno auténtico. Ya no son lo que se dice una pareja de tortolitos. El mismo ambiente de su casa es el de una pareja que se ha vuelto descuidada. Todo se ve destartalado, raído y un tanto desportillado.

- ¿Qué tal en la agencia de empleo?

- Ha sido una experiencia desmoralizante -frunzo los labios, consternada-. A pesar de que he conseguido sobrevivir hasta la tierna edad de treinta y tres años y sigo sana de cuerpo y alma, aunque sea capaz de mantenerme a mí misma y a mis dos hijos a través de los altibajos de esta existencia a la que chistosamente llamamos vida, no sirvo para nada en el mercado laboral.

- ¿Para nada en absoluto?

- Bueno, hay un empleo. Mañana tengo la entrevista. Tiene una pinta deprimente, te lo aseguro. La mujer de la agencia también me sugirió que contemplara la posibilidad de hacerme prostituta.

- Hay trabajos peores -responde sabiamente Sophie.

- ¿Por ejemplo?

- Abogado especialista en divorcios.

- ¡Puaj!

Ambas escupimos como si tuviéramos algo asqueroso en la boca. Connor se une a nosotras, sólo que en su boca sí que hay algo asqueroso. Una masa de barquillo, apelmazada y a medio masticar, me aterriza en las rodillas.

- Yo pondría ahí también a los asesores de las oficinas empleo -le comento-. Era una bruja. Me miraba como si yo fuera la típica madre sin pareja: dos divorcios en su haber, dos hijos de padres diferentes, en definitiva, una irresponsable.

- No iba desencaminada -apunta Sophie.

Técnicamente tiene razón, pero desde mi perspectiva se ve de otra manera. Mi primer matrimonio no duró tanto como mi repentino e inesperado embarazo, exclusiva razón por la que se celebró la boda. Yo estaba tomando la píldora, así que por poco me muero del susto cuando, después de saltarme un par de menstruaciones, caí en la cuenta de que el motivo por el que los vaqueros no me abrochaban no tenía que ver con el aumento de mi consumo de chocolate.

Mi marido, Steve, desapareció justo antes de que nuestra querida hija Poppy llegara a este mundo, y no he vuelto a verlo desde entonces. Hoy en día sigo sin saber por qué se marchó. No teníamos dinero ni casa propia y venía un hijo en camino, pero ¿son razones suficientes para hacer las maletas y salir corriendo? A los veintitrés años, puede que sí. Me enteré de que se había mudado a Brighton y realizaba trabajos temporales en los hoteles, aunque no tengo ni idea de si es verdad o no. De modo que me vi obligada a criar a Poppy yo sola. Por desgracia, esto sucedió antes de que se pusieran de moda los matrimonios de prueba y las madres sin pareja famosas.

Bruno era harina de otro costal. Tuvimos un apasionado romance seguido de una boda organizada a toda velocidad. Ya se sabe lo que dicen de las bodas apresuradas... Bueno, pues es cierto. Desde entonces, no he dejado de arrepentirme. Conocí a Bruno cuando Poppy apenas andaba, en una de esas escasas noches que salí con Sophie tras haber convencido a mi madre para que ejerciera de canguro. Ahora que soy capaz de pensarlo con calma, estoy convencida de que no hacía más que buscar otro padre para Poppy, aunque Dios sabrá por qué consideré que un granuja impenitente como Bruno tenía madera de progenitor. Tal vez yo debería haber sospechado que algo no encajaba cuando me pidió en matrimonio estando borracho. Resulta evidente que la instalación eléctrica de mi radar es defectuosa a la hora de detectar sinvergüenzas.

Nuestra relación podría clasificarse como voluble, por decirlo con educación, y durante un breve periodo de armonía en el que Bruno pasaba más tiempo en mi cama que en la de otra persona, nació Connor. Pero Bruno jamás permitió que la paternidad ni el matrimonio pusieran freno a sus instintos naturales, por lo cual, a pesar de mi sueño de una vida familiar idílica, me quedé sola criando a los niños.

- Me he sentido una inútil -le cuento a Sophie-. He tenido que redactar un currículum. Ha sido espantoso. Me he inventado un montón de cosas.

- Es lo que hace todo el mundo -asegura mi amiga, que tampoco ha trabajado en los últimos años-. Que eso no te quite el sueño.

Sin embargo, seguramente me lo quitará.

- De todas formas -dice Sophie con aire pensativo-, yo me pensaría lo de hacerme prostituta. Ni siquiera en esta misma casa puedo ejercer sin cobrar nada.

- Pues da las gracias -zarandeo a Connor, que empieza a impacientarse por no tener la distracción de un tentempié que introducirse en el cuerpo-. Si alguna vez quisiera encontrar a otro hombre, tendría que volver a las citas. ¡Qué horror! Me espanta la idea de regresar a la vertiginosa ronda de cena, besuqueo y sexo. ¡Espera! A veces ni siquiera hay cena.

¿Por qué será que a algunas mujeres las invitan siempre a los mejores restaurantes y se las llevan a lugares exóticos con cualquier pretexto, mientras que a otras mujeres jamás les ocurre? Esta vez necesito un hombre que alimente a la diosa que llevo en mi interior. Y ya que mi diosa interior sólo necesita chocolate a intervalos regulares, no creo que sea tan complicado.

Sophie adquiere una expresión melancólica.

- Suena fabuloso -dice-. Excitante. Salvaje, temerario, desinhibido.

- Pues nada de eso -niego con la cabeza-. Es angustioso, caro y horrible. Lo que pasa es que se te ha olvidado. Da gracias por lo que tienes.

- ¿Te refieres a un marido más ligado emocionalmente a David Beckham que a mí? Sí, de acuerdo.

- Tom no está tan mal -miento yo.

Sí lo está. El marido de Sophie me agrada como persona, pero no se podría clasificar como un amante ardoroso. Trata a Sophie como si mi amiga fuera invisible. Ella dice que tiene que mirarse en el espejo cada diez minutos sólo para comprobar que sigue ahí.

- Podría atravesar el salón bailando desnuda con una rosa entre los dientes, y Tom no se daría ni cuenta. Se limitaría a decir que le tapo la pantalla del televisor.

No le falta razón. Puedes llegar a su casa a cualquier hora del día o de la noche y encontrarte a Tom pegado al mismo asiento del sofá, rodeado de mandos a distancia y bolsas de patatas fritas. Homer Simpson es mucho más animado que Tom King.

- Lo que pasa es que os aburrís mutuamente.

- Ojalá fuera tan sencillo -responde ella de forma enigmática-. Y dime, ¿vas a volver a ver a esa «buena persona»?

- Nick -puntualizo yo-, se llama Nick Diamond. Y no, me figuro que no volveré a verle. A menos que otra vez tengamos citas simultáneas con nuestros respectivos abogados.

- Cualquier actividad simultánea me vendría bien estos días -suspira Sophie-. ¿Sigues sin saber nada de Bruno?

- Nada en absoluto. Según el abogado, debería pensar en contratar un detective privado para que lo localice.

- ¡Ay, Anna! -mi amiga me coge de la mano.

- No me hables así o me echo a llorar.

- Dentro de poco todo este asunto se habrá arreglado y tendrás un nuevo empleo fabuloso y un hombre nuevo que será una buena persona.

- Sí. Mientras tanto, tendré que conformarme con un par de mocosos que necesitan ser sometidos a tortura.

Me levanto y me planto a Connor a la cadera, aunque ya es demasiado grande para seguir cargando con él. Los hombres empiezan a dejarse querer a una edad muy temprana. Me despido de Sophie con un beso.

- Di adiós a tita Sophie.

- Adioz a tita Sophie -cecea Connor.

- Lo traeré otra vez mañana para poder ir a esa entrevista de trabajo.

- Estupendo -dice Sophie-. Aquí estaré. El mismo lugar, la misma mierda.

Capítulo 5

Nick dio un respingo cuando el borde del tazón caliente le rozó el labio inflamado. Con los dientes, comprobó el grosor de la inflamación, que recordaba a una salchicha. El señor y la señora Smith también sujetaban sus respectivas tazas de té mientras que los tres, de pie, admiraban el confortable automóvil de pequeño tamaño que tenían ante sí.

- Es un coche mucho más bonito -indicó Nick a la pareja. Se trataba de otro Rover, aunque era un modelo mucho más reciente-. Sólido como una roca. Su historial de servicio es impecable. Lleva equipo de CD de última generación...

Ambos ancianos se mostraban muy confusos.

- Aunque puede que eso no les importe.

Preocupada, la señora Smith preguntó:

- ¿Podremos escuchar a Terry Wogan?

- Sí, dispone de radio. Voy a sintonizar Radio Dos especialmente para ustedes.

La mujer suspiró aliviada.

- Tiene un equipo completo de llantas nuevas y, a ese precio, es una ganga -Nick se alejó un paso del señor Smith-. No tendrá que tumbarme a tierra otra vez.

El señor y la señora Smith se encontraban visiblemente satisfechos.

- ¿Cómo es que sabe tanto sobre este coche? -preguntó el marido.

Nick suspiró.

- Porque es el mío.

- Ah, pero no podemos quitarle su coche, ¿no es cierto, Ron? -intervino la mujer.

- Insisto -repuso Nick-. Les durará mientras vivan -Nick consideró la fragilidad de la pareja-. Probablemente más.

- Es usted una buena persona -la señora Smith le dio una palmadita en el brazo.

- Sí, es la fama que tengo.

Mientras trataba de no pensar en lo mucho que la decisión iba a costarle, Nick abrigó la esperanza de que cuando sus propios padres fueran igual de ancianos y seniles encontrarían a alguien compasivo que no les estafaría aprovechándose de su ignorancia.

- ¿Se quedará con nuestro coche como parte del pago?

Nick siguió la mirada del señor Smith hasta una pila de chatarra aparcada en la calle. Aquella cosa no podía seguir circulando por la carretera, de ninguna manera. Era una trampa mortal. ¿Acaso la pareja no tenía escondido en algún sitio un hijo cariñoso que cuidara de ellos?

- ¿Ha pasado la ITV?

El señor y la señora Smith le miraron sin comprender.

Jamás conseguiría vender semejante cacharro. Daba la impresión de que el vehículo se mantenía de una pieza a base de cuerdas y oraciones.

- Sí -respondió Nick-, lo aceptaré como parte del pago. Les daré quinientas libras por él.

Los ojos del señor Smith se iluminaron. Cincuenta libras ya le parecían demasiado.

- Bueno, ¿hacemos el trato?

- Sí -el señor Smith le entregó su taza vacía, sacó un talonario y extendió un cheque.

- No suelo aceptar talones por esta cantidad -Nick se mordió el labio-. ¿Tiene tarjeta de crédito?

De nuevo ambos le miraron con evidentes signos de incomprensión. Lo más probable era que tuvieran en casa un reproductor de vídeo que no sabían programar.

- Se tardará unos días en compensar el cheque.

La decepción les cayó encima como una losa.

- ¡Vaya! -se lamentó el señor Smith-. Nos hacía mucha ilusión llevárnoslo ahora mismo. Tenemos dinero suficiente en el banco, ¿no es verdad, Elsie?

Elsie asintió con entusiasmo.

- Hemos estado ahorrando de nuestra pensión.

- De acuerdo -accedió Nick-. Seguro que no habrá problemas. ¿Le importa escribir su dirección en el dorso del cheque? En los días que corren, toda precaución es poca.

El señor Smith obedeció y Nick le entregó las llaves, la documentación y el permiso de circulación del automóvil.

- Ya es todo suyo.

- Ay, muchas gracias -la señora Smith parecía a punto de echarse a llorar mientras soltaba su taza-. Ha sido usted muy amable, querido mío. Y gracias por el té.

- De nada -respondió Nick con una cálida sonrisa.

El señor Smith forcejeó hasta colocarse en el asiento del conductor y Nick rodeó el coche para ayudar a la señora Smith a montarse por el lado del acompañante. Les observó mientras rodaban lentamente para salir del solar; sonreían sin parar y agitaban la mano como locos. Luego avanzaron por la calle a un ritmo tal que jamás pondría un radar de velocidad en funcionamiento.

Nick contempló con desolación la vieja y oxidada pila de chatarra que le habían endosado. No tenía ni idea de cómo aquel matrimonio se las había arreglado para llegar hasta allí en semejante artilugio. Lo más probable era que el maldito chisme ni siquiera arrancara. De alguna manera tendría que moverlo para introducirlo en el recinto, pues de lo contrario le plantarían una multa en el parabrisas; encima, más gastos.

- Hola, hola -Sam, el amigo de Nick, atravesó el patio de exposición.

- Hola, Sam -Nick apartó su atención del problemático coche-. ¿Qué haces por aquí?

Su amigo acarreaba dos cajas con pizzas para llevar sobre las que se balanceaban sendos vasos de plástico.

- Ya he conseguido suficiente dinero por esta mañana -respondió Sam-. ¿Qué tal si hacemos que las ruedas de nuestros grandes negocios dejen de avanzar sin descanso y nos tomamos un respiro para una comida de trabajo?

Sam era alto, guapo y poseía una aplastante seguridad en sí mismo, además de todas las otras cosas que Nick desearía tener en su próxima vida. Se dedicaba a alguna clase de trabajo maravillosamente glamuroso en uno de los edificios más distinguidos de la ciudad, vestía trajes de firma y conducía un Porsche flamante y sinuoso. Por lo general, los hombres odiaban a Sam, mientras que las mujeres lo adoraban. A Nick siempre le daba la impresión de que encogía bajo la sombra de Sam, ahora en la misma medida que en los días escolares de ambos; pero entonces a su amigo le gustaba ejercer de protector. Además, Sam había sido una constante fuente de apoyo durante la ruptura de Nick con Janine. El hecho de que ya odiase a Janine con anterioridad le había hecho especialmente vociferante a la hora de criticarla, lo que había conseguido que Nick se sintiera mejor, ya que él mismo nunca había sido capaz de censurar a su mujer.

Nick siguió los pasos de Sam mientras éste se encaminaba hacia la oficina.

Sam echó una mirada a la pila de metal oxidado que Nick había aceptado como parte del pago del coche de sus amores e hizo un desdeñoso gesto de cabeza en su dirección.

- Me parece que te acaban de timar, colega.

- Los dueños eran ancianos. Y pobres -alegó Nick en defensa de la pareja-. Habría sido como desplumar a mis propios abuelos.

Sam lanzó a Nick una mirada de lástima.

- Es un vehículo clásico -prosiguió Nick.

- Es verdad, clásicamente espantoso.

Nick suspiró.

- ¿Has pensado alguna vez que no valgo para los negocios?

- Con frecuencia -Sam pasó un brazo por los hombros de Nick y le fue guiando para que esquivara los charcos que se habían formado durante el último chaparrón-. ¿Qué pizza te apetece? ¿«Fantasía de carne» o la más afeminada, de marisco y granos de maíz dulce?

- Tomaré los granos afeminados -respondió Nick-. De momento, paso de la carne.

Capítulo 6

Nick, sentado en una silla de jardín de plástico, balanceaba su pizza sobre las rodillas; mientras tanto, Sam se recostaba en el sillón de piel de imitación y apoyaba los pies sobre el escritorio, en el reducido espacio que su amigo había dejado libre entre la pila de papeles. El viento se colaba por las rendijas de las ventanas mal ajustadas, por lo que las cortinas oscilaban acompasadamente.

- Cuéntame más.

- Era atractiva -explicó Nick-. Preciosa, diría yo. Rubia. Divertida. Sofisticada. Soltera.

- ¿Pecho?

- Sí, aunque no demasiado.

- ¿Es que se puede tener demasiado? -preguntó Sam al tiempo que masticaba con entusiasmo su pizza de masa gruesa-. ¡Menuda suerte! Encontrarse a una piba en el despacho de tu abogado. Mis felicitaciones, tío -bebió un ruidoso sorbo de café-. Dime, ¿cuándo vuelves a verla?

- Bueno..., no quiero precipitarme a la hora de empezar otra relación.

- Es decir, que ni siquiera le pediste el número de teléfono.

- Exactamente, no.

Esa era otra de las muchas formas de actuar en las que Nick y su mejor amigo diferían. Sam habría tenido a la encantadora Anna Terry en su dormitorio la misma noche, mientras que a Nick le iban los procesos más lentos. Cuando en el borroso y distante pasado había frecuentado la escena de las citas amorosas, solía tardar una media de doce meses en juntar el coraje suficiente para pedirle a una chica que saliera con él. Y sólo en el caso de que ella tuviera fama de libertina y previamente hubiera expresado su interés, a través de alguna amiga, por que la vieran en público con Nick. La única razón por la que había terminado saliendo con Janine era que ella le había perseguido sin descanso hasta que se hicieron novios. Nick sabía que no era un depredador por naturaleza.

Observó cómo Sam arrancaba con los dientes un pedazo de su pizza rellena de carne. Estaba claro: su amigo sí que era un depredador.

- ¿Cómo vas a convertirte en un dios del sexo cuando dejas escapar una oportunidad de oro como ésa? -masculló Sam a través de la salsa de tomate.

- ¿No querrás decir que cómo voy a convertirme en un dios del sexo cuando he vuelto a instalarme con mis ancianos padres en un adosado de las afueras, donde llevo pijamas a rayas y me paso el día comiendo brazo de gitano relleno de mermelada?

- Tienes que salir de casa de tus padres, colega -dijo Sam-. Ya mismo. Vente a vivir conmigo.

- Sam, tienes una única cama, y por lo general los dos lados están ocupados: uno por ti mismo y el otro por alguna persona cuyo nombre a lo mejor no recuerdas a la mañana siguiente.

- Podría quitar el aparato de remo de la habitación de invitados.

- Sí, sería estupendo -ironizó Nick-. Siempre he querido hacer de carabina. Por lo menos, en casa de mis viejos no tengo que escuchar cómo cumplen con sus derechos conyugales a través de las paredes.

Sam esbozó una sonrisa burlona.

- Apuesto a que lo siguen haciendo.

- Venga ya, no seas absurdo -resopló Nick-. Mi madre lo hizo una sola vez para tenerme a mí y, según cuenta, encontró que se le daba demasiada importancia al asunto. En cuanto a mi padre, ha mantenido un tempestuoso romance con su cortadora de césped Flymo durante los últimos treinta años.

- ¡Vaya vida! -Sam se lamió los labios con aire pensativo-. ¿Crees que nosotros acabaremos así algún día?

- Tú no -musitó Nick-. Tú serás como Mick Jagger, seguirás cantando y bailando pase lo que pase, aunque estés a punto de cobrar la jubilación. Pero es verdad que, muy de vez en cuando, cuando veo cómo mi padre encaja con gran cariño la caja colectora de césped en la cortadora, pienso que podría ser yo mismo dentro de unos años -Nick levantó los ojos de su pizza-. Verás, es que a mí me gusta la jardinería.

Sam apartó a un lado su caja de cartón.

- Esto tiene que acabarse de una vez por todas -se levantó, dispuesto a marcharse-. Esta noche, amigo mío, vamos a salir de juerga.

- Imposible.

- Dime por qué, te lo ruego.

Nick se mostró un tanto reticente.

- Baile en grupo, al estilo country.

Sam soltó una carcajada.

- Sí, ya lo sé; pero he prometido a mi madre que la acompañaría.

- ¿Baile en grupo?

- Sí, baile en grupo.

- Esto es peor de lo que pensaba -concluyó Sam-. A veces, los hijos pueden pasarse de buenos.

- Soy incapaz de dejarla tirada -explicó Nick-. Me lava la ropa y se preocupa por mi bienestar emocional.

- El baile en grupo no va a solucionar el problema -señaló Sam-. Sólo hay una cosa que dará resultado.

- La respuesta no es siempre un polvo a lo loco.

- Ya cambiarás de opinión.

Nick suspiró.

- Bueno, pues mañana por la noche -Sam no iba a aceptar una negativa por respuesta-. Y nada de excusas. No quiero escuchar que vas a acompañar a tu padre a la sociedad de amigos de la Flymo.

- De acuerdo, mañana -accedió Nick-. Mañana, perfecto.

- Genial -Sam se frotó las manos con regocijo-. Acaban de abrir una discoteca para solteros ávidos de sexo y divorciados desesperados que está hasta arriba de nenas calientes. Se van a enterar de quiénes somos.

Nick se mostraba inquieto.

- Ya sabes lo que me cuesta decidirme.

- Todo irá sobre ruedas -Sam hizo caso omiso de las preocupaciones de su amigo-. Lo que pasa es que te falta práctica.

- No quiero practicar con una divorciada desesperada.

Sam le guiñó un ojo.

- Pero puede que alguna sí quiera practicar contigo.

El interés de Nick se avivó en cierta medida. Tal vez había llegado el momento de empezar a cortar las ataduras con su matrimonio, de desechar la esperanza de que una pequeña chispa volviera a encenderse en el corazón de Janine. La sola idea de volver a salir con mujeres le producía dolor de estómago.

- Soy demasiado mayor y demasiado tímido para esas cosas -protestó-. Me gustaba estar casado.

En efecto, le gustaba. El compromiso y la convivencia en armonía conformaban su estado natural. Lástima que Janine se hubiera hartado.

- Pero ya no estás casado, colega. Se ha terminado. Hay que pasar página.

Nick resopló con tristeza y apartó su pizza, inacabada.

- Prepara tus pantalones de baile de licra, amigo mío. Mañana será el comienzo del resto de tu vida -Sam abrió la puerta de la caseta prefabricada, lo que provocó que la brisa removiera los papeles sin archivar-. Tengo que irme -anunció-. Hay dinero que ganar. Y corazones que romper.

Nick se apoyó en el marco de madera mientras observaba cómo Sam atravesaba a zancadas el patio de exposición. Lamentó no parecerse más a su amigo, tan seguro de sí mismo, tan desenvuelto, egocéntrico y carente de sensibilidad.

Sam se dio la vuelta y señaló a Nick con el dedo.

- Mañana. Que no se te olvide.

- ¡No pienso bailar con nadie que tenga raíces negras o lleve zapatos de aguja blancos! -gritó Nick.

- Ya lo veremos -respondió Sam. Acto seguido, se subió de un salto a su reluciente Boxster y agitó la mano con aire despreocupado-. Ya lo veremos.

Capítulo 7

Nick estaba sentado en la mesa del comedor de casa de sus padres y se preguntaba cómo se las había ingeniado -tras lo que parecía una interrupción alarmantemente corta- para completar un ciclo de su vida y volver a ocupar su antiguo dormitorio y a probar las comidas de su madre, al estilo de los años cincuenta.

- Vamos, Nicholas, termina de comer -le apremió su madre-. No podemos perdernos la canción del comienzo.

Nick soltó un gruñido y contempló la montaña de tarta de melaza que aún ocupaba su plato, a pesar de que ya había devorado más de la mitad de la ración. Sólo con mirarla, notaba que los dientes se le llenaban de caries.

- Mamá, esto es como volver al comedor del colegio. No tienes por qué prepararme un postre nutritivo e indigesto todas las noches.

- Mis postres «nunca» son indigestos -su madre temblaba de indignación-. Además, tu padre no podría pasar sin su tarta de melaza.

- Entiéndelo, mamá; Janine era una fanática de la comida sana -y una nutricionista cualificada. Nada que tuviera calorías, conservantes con código E o incluso sabor encontraba sitio en su nevera. Resistía cualquier intento por parte de la madre de Nick de invitarles a cenar, pues sabía que se vería obligada a ingerir alimentos que tardaría unos dieciocho días en digerir-. Estoy acostumbrado a subsistir a base de verduras a la plancha, yogur y tofu.

- Esas cosas ni se mencionan en esta casa -el mero pensamiento provocaba escalofríos a su madre-. No es comida para un hombre. Si Janine te hubiera dado brazo de gitano todas las noches, a lo mejor no estarías camino de los tribunales para conseguir el divorcio -Mónica se sacó un pañuelo de la manga y se puso a sollozar con delicadeza.

- Mamá... -Nick le colocó una mano sobre el brazo-. No estamos camino de los tribunales. Todo se está llevando de mutuo acuerdo.

- Te refieres a que Janine te ha chupado la sangre y a ti te ha dado lo mismo.

- Mamá...

- Entonces, ¿por qué has vuelto a tu habitación de niño mientras ella sigue instalada con toda comodidad en vuestra casa, tan nueva, tan preciosa? Díselo, Roger.

El padre de Nick, absorto en la degustación de su tarta de melaza, levantó la vista sin pronunciar palabra. Nick paseó la vista por el comedor en el que, desde la infancia, había cenado a diario. Los robustos muebles de caoba seguían siendo los mismos, al igual que el papel de las paredes, con un estampado de rosas. La moqueta continuaba desentonando escandalosamente con el papel, y Nick aún lamentaba no tener uno o más hermanos que le ayudaran a dejar de ser el centro de atención de su madre.

Sus padres llevaban casados más de cincuenta años. La celebración de sus bodas de oro -un suntuoso banquete a base de rollos de hojaldre con salchichas y vino de mesa- no era más que un recuerdo borroso y distante. Formaban un matrimonio estoico de los que apenas quedaban ya. Nick admiraba la tenacidad de ambos, su mutua lealtad, pero no acababa de entender por qué su padre no había asesinado a su mujer años atrás. Y a menudo se había preguntado si su madre, en el caso de que hubiera tenido independencia económica, como Janine, habría abandonado a su marido, como ésta había hecho con Nick.

Al parecer, el matrimonio era una institución que ya nadie respetaba, sobre todo en Gran Bretaña. Esa misma mañana el abogado le había comentado con tono jovial que el Reino Unido disfrutaba de la mayor tasa de divorcios en Europa, y que las cifras se habían ido desplazando hasta una inquietante proporción, según la cual uno de cada dos matrimonios acababa por fracasar. De una manera un tanto extraña, Nick se alegraba, pues al menos el sufrimiento era compartido.

- Yo me quedo con el negocio, mamá.

Mónica soltó un bufido de desprecio.

- Y seguro que Janine venderá la casa. Con el tiempo. Me dijo que Phil... -se atascó al pronunciar el nombre del nuevo amante de su nuera-, que Phil tenía problemas para conseguir una hipoteca.

En opinión de Nick, una de las numerosas ventajas de los trabajadores autónomos consistía en que nadie estaba dispuesto a prestarte dinero, a menos que tuvieras en el banco la cantidad suficiente como para no necesitarlo.

- Parece un buen hombre -observó su madre.

Nick se quedó inmóvil, sosteniendo la cuchara en el aire.

- ¿Cómo lo sabes?

Mónica se mostró más avergonzada que nunca; es decir, dejó entrever una ligera turbación.

- Mamá, no serás clienta de Phil, ¿verdad? Dime que no.

- Tiene una carne para guisar estupenda -protestó Mónica-, la mejor de por aquí. Y los precios son más baratos que los de la carnicería del otro lado de la calle.

Nick negó con la cabeza.

- Lo que me quedaba por oír.

De todas las carnicerías del mundo, Mónica había ido a elegir la del rival en amores de su propio hijo. ¿Dónde estaba su lealtad para con Nick? Éste sintió ganas de golpearse la cabeza sobre la robusta mesa del comedor.

Su madre le arrebató el plato del postre.

- Vayámonos de una vez o nos perderemos No rompas más mi pobre corazón.

Nick se impulsó hacia atrás y se puso de pie.

- Que quede bien clara una cosa: no pienso ponerme ningún sombrero tejano.

Capítulo 8

Estoy tumbada en la cama de Connor, tratando de interesar a mi hijo en el concepto del sueño. Me he pasado una hora leyéndole un cuento y por fin empieza a entornar los ojos, mientras que los míos llevan los últimos cincuenta y nueve minutos intentando mantenerse abiertos. He estado muy cerca de forzarle a la inconsciencia con uno de los innumerables peluches que necesita para apaciguar sus terrores nocturnos. El pobrecillo nunca tuvo problemas de sueño antes de que Bruno se marchara, y a menudo me pregunto si ambas circunstancias guardan relación.

En el mismo instante en que Connor empieza a quedarse dormido, Poppy entra por la puerta armando escándalo y se deja caer sobre la cama de su hermano, lo que provoca que éste vuelva a abrir los ojos de par en par.

- Me aburro -anuncia Poppy.

- Eres demasiado pequeña para aburrirte.

- ¿No te aburres tú a veces, mamá? Nunca sales.

- Porque soy vieja y pobre, y tengo dos hijos protestones.

Poppy aprieta a Doggy contra su pecho y, con los pulgares, juguetea con una oreja de trapo comida por las polillas. Doggy es la criatura más repugnante que existe sobre la faz de la Tierra. Cualquier parecido con un perro de verdad desapareció mucho tiempo atrás, pues a lo largo de los años la lavadora se ha encargado de acabar con el relleno del peluche. En su origen, Poppy era la propietaria de Doggy. Tanto lo quería que no tardó en olvidarlo. Más tarde, Connor estableció con el animalito un vínculo igualmente insalubre. El peluche ha perdido el pelaje y los dos ojos, y donde debería estar la boca se aprecia un agujero de tamaño considerable. Desde hace ya tiempo, tengo que lavarlo a mano, porque un viaje más a la lavadora sería la puntilla para este canino.

Hace algunos años, Bruno y yo llevamos a los niños de vacaciones a Devon -un lujo poco frecuente y muy anhelado-. Cuando llegamos a la húmeda y sombría casa de campo -que en el folleto aparecía rodeada de rosas, claro está-, descubrimos por los gritos de histeria de ambos retoños que nos habíamos olvidado de Doggy