Eso que llaman amor - Carole Matthews - E-Book

Eso que llaman amor E-Book

Carole Matthews

0,0

Beschreibung

¿Alguna vez te has preguntado qué harías si tu relación hubiera perdido la chispa?   Juliet tiene 45 años y una vida un tanto mediocre: un marido con el que se casó de penalti después de que el amor de su vida la dejara plantada en el altar, un hijo parásito, una hija muy frívola, una madre que se pasa el día criticándola, un padre que acaba de salir del armario y un trabajo de bibliotecaria que nunca le ha permitido salir de su pequeña ciudad inglesa.   Pero de repente todo empieza a tambalearse y, para colmo, reaparece Steven, su ex novio, que esta vez quiere pasar el resto de su vida con ella y le ofrece todo lo que el dinero puede comprar y una dedicación absoluta.   ---   «Matthews es una de las pocas escritoras que puede rivalizar con Marian Keyes para contar historias conmovedoras repletas de encanto y diversión.» Daily Record   «Un cuento dulce y conmovedor sobre el amor verdadero, la auténtica amistad y la vida real. Ten a mano un paquete de kleenex.»  Heat    «Una buena dosis de carcajadas y sorpresas.»  Chicago Sun-Times

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 589

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Eso que llaman amor

Eso que llaman amor

Título original: That Lovely Feeling

© 2009, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-629-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Capítulo 1

Buenos días. Sonrío a mi reflejo. A veces cuando me miro en el espejo creo que no tengo muy mal aspecto. Entonces me pongo las gafas. En cuanto dejo de estar bajo una perspectiva favorecedora puedo ver con demasiada claridad las finas líneas que invaden los bordes de mis ojos, las profundas marcas de mi —en su día impecable— piel, desde la nariz hasta la boca, y el fruncimiento de —en su día carnosos— labios, que hoy hacen un mohín. Ahora que sé que la vida empieza a los cuarenta, las comisuras de mi boca se arrugan como pasas. Trato de relajarlas pero nada. Solía llamarlas las arrugas de la risa, pero últimamente hay bastante poco de lo que reírse y mis arrugas siguen igual de profundas.

Cuando me estiro la piel y la pongo tirante veo cómo sería si hubiera tenido el valor o el dinero para hacerme un lifting. Una cara de susto me vuelve a mirar desde el espejo y dejo que la piel vuelva a su sitio a la vez que emito un pequeño y triste resoplido.

Desearía ser una de esas mujeres que la gente describe como «luchadoras». Pero no lo soy. Desearía tener un corte de pelo desfilado, elegante, que muestre que soy una mujer con estilo propio, con una mentalidad propia. Pero tampoco tengo agallas para ir al peluquero y pedírselo. (Todas esas mujeres tan flacas como palos vestidas de negro me desmoralizan). ¿Soy la única persona que encuentra aterradora la idea de que GokWan haga que me desnude delante de él? Preferiría que me cortaran los brazos antes que dejar que alguien como él me dijera mis defectos. Tengo cuarenta y cinco años, soy madre, esposa y para colmo bibliotecaria. Nada de eso me hace ser un objeto de deseo andante, ¿no? Soy Juliet Joyce. Una señora vulgar y corriente.

—¡El desayuno está listo! —grita mi marido desde las escaleras. De hecho, había estado oyendo el constante ruido de los cacharros en la cocina mientras se hacía el desayuno hasta que ha llegado a un punto insoportable, pero lo he estado ignorando, retrasando el momento en el que tengo que encarar un nuevo día. Voy a llegar tarde al trabajo si no espabilo.

Mientras me extiendo el maquillaje con la mano, y esta vez con más fuerza de lo normal, me miro por última vez en el espejo y suspiro. Entonces, antes de que se me olvide, cojo la montaña de libros que tengo que devolver hoy de mi mesilla de noche. No le pondrán multas a un bibliotecario por retrasarse en la fecha de entrega, ¿no? Las palabras de Tracy Chevalier, Philippa Gregory y Kate Atkinson se han pasado las últimas semanas ayudándome a dormir. Les doy una palmadita de agradecimiento, los pongo debajo del brazo, cojo el bolso y bajo las escaleras.

—Un poco quemadas —dice Rick con un tono de disculpa mientras entro en la cocina.

Mi marido quema las tostadas todas las mañanas porque nuestra vieja tostadora está hecha polvo y Rick es demasiado tacaño para comprar otra. Para mí ésta es la comida más importante del día y paso por alto el factor de riesgo que implica este temperamental aparato. Rick no comparte mis preocupaciones. El parece que piensa que, milagrosamente, algún día nuestra tostadora se arreglará sola y volverá a ser la que era, capaz de volver a hacer tostadas crujientes y doradas en vez de discos voladores carbonizados. Creo que deberíamos venderla por veintitantas libras y comprar una nueva, pero pierdo constantemente la batalla. La tostadora fue el regalo de bodas de la tía de Rick, Gladys, hace ya unos veinticinco años, la que murió de un ataque al corazón en el vuelo de Ryanair mientras iba a Dublin para pasar un fin de semana bailando salsa.

Mi marido insiste en que está aferrado sentimentalmente a la tostadora, mientras que yo no. Me gustaría tener una nueva y reluciente, con diferentes grados de intensidad y en la que pudieran entrar cuatro rebanadas. A veces en momentos bajos de moral fantaseo con eso. Rick parece que piensa que la tostadora encarna todos los aspectos de nuestro matrimonio: sólido, inquebrantable, luchador y estoico, perdurable en el tiempo. Yo simplemente creo que no funciona muy bien.

Por lo menos no tengo que prepararme el desayuno. Rick lo hace cada mañana, puntual como un reloj. Sus intenciones son muy buenas. Y yo debería estarle agradecida. En su lugar, estoy considerando cruelmente pasarme a los Bran Flakes como mi forma de protestar en silencio. Le doy un ligero codazo a mi marido para apartarle un poco y tener más sitio y unto la cero apetecible y amarillenta margarina de ese viejo anuncio que decía: «No puedo creer que no sea mantequilla» sobre la parte quemada de lo que ahora no me puedo creer que sea una tostada, y miro de reojo a mi marido, que está ocupado haciendo té. Parece que últimamente veo a Rick muy borroso. Siempre ha sido un poco estrafalario más que el clásico guapo. Un poco como Hugh Laurie, que solía ser unfreaky pero ahora, misteriosamente, se ha convertido en un galán. El pelo pajizo de Rick, que siempre lo llevó de punta, mucho antes de que se pusiera de moda, ahora le empieza a escasear. Sus ojos verdes grisáceos son dulces más que ardientes, pero las bolsas de debajo hacen que parezca cansado; los problemas de la vida familiar se han asentado ahí. El corte de su mandíbula, que una vez estuvo bien marcado, se ha aflojado de alguna manera y ahora amenaza con convertirse en una gran papada. La primera vez que le vi me pareció un chico alto, desgarbado, anguloso y no muy elegante. A día de hoy, las seis tabletas de chocolate que solía lucir, aunque entonces no las llamábamos de ninguna manera en particular, se han ablandado porque se ha descuidado mucho, y si hace el esfuerzo de contraer el estómago ahora sólo se le ven dos. Aunque es cierto que todavía está en buena forma para sus cuarenta y cinco años, podría tonificar su cuerpo un poco. Pero ¿quién soy yo para hablar? Cate Blanchett jamás se sentiría amenazada por mi existencia mientras que yo estoy continuamente preocupada por la suya.

—¿Qué? —dice cuando se da cuenta de que le estoy mirando fijamente.

—Nada —me arriesgo a romperme un diente y muerdo la tostada. El perro se arrima a mí. A Buster le da igual el estado de la comida con tal de que sea abundante. De hecho, es un perro de raza indeterminada, montones de pelos blancos y negros de una fidelidad adorable. Le parto un trozo de tostada, la mastica alegre y su cola golpea con excitación los muebles de la cocina. Ojalá yo me alegrara con tanta facilidad.

—He pensado que podríamos salir esta noche —sugiere Rick—. Echan esa película nueva que dijiste que querías ver.

Ni siquiera me acuerdo de haber mencionado alguna.

—Después podemos ir a cenar.

—¿Cómo voy a dejar a mi madre tanto tiempo sola? —le pregunto—. Puede que incendie la casa.

—Te he oído —en ese preciso momento llega mi anciana madre. Tiene rulos rosas sobre su escaso pelo, el pelo que se acaba de teñir de un tono alarmantemente rojo. Debería demandar a su peluquero por ponerle Clairol y dejarle los mechones del color de una galleta de jengibre. Su bata está mal abrochada, pero al menos es guateada y florida, la típica bata que lleva una madre que ha cumplido los setenta años.

Le he escondido su corto kimono de seda negra con el dragón rosa chillón bordado en la espalda. Solía ponérselo sin nada debajo y eso era demasiado para la hora del desayuno.

—Te dije cuando me invitaste a vivir aquí que no quería que me estorbaras, que no quería problemas —dice ella.

Que conste que yo no «invité» a mi madre a vivir aquí. Hace unos meses decidió que ya había aguantado lo suficiente a mi padre y le dejó. Se presentó en la puerta de mi casa con una maleta rota, todos los gnomos de su jardín en dos cestas y con lágrimas en los ojos. ¿Qué podía hacer yo? Rick me insistió en que le dijera que no fuera tan tonta, que se diera la vuelta y que volviera a casa. Pero no lo hice. No pude. Desde entonces no han sido más que problemas.

Mi madre se sienta a la mesa y espera a que la sirvan. Desearía que dejara de estar en medio hasta que nos hubiéramos ido a trabajar, entonces podría tener la cocina entera para ella sola pero, por supuesto, no se lo digo. Ella mira la pila de libros y arruga la nariz.

—Lees cosas demasiado cursis —dice—. ¿Me podrías conseguir algunas de esas novelas románticas? Me gustan las que son picantes. Repletas de sexo —mamá me mira recelosa.

Los gustos literarios de mi madre han cambiado, ha pasado de leer a Rosamunde Pilcher y Maeve Binchy a gustarle una lectura más morbosa y semipornográfica. Ahora que ha dejado a mi padre, ha decidido que sólo lee libros que tengan imágenes eróticas con cueros y látigos en las cubiertas. No es una moda que yo me haya propuesto fomentar. Uno no quiere imaginarse a su madre leyendo ese tipo de cosas.

—Veré lo que encuentro —le prometo, sabiendo que volveré a casa con Rosamunde Pilcher y Maeve Binchy. La gente podría verme sacando ese tipo de libros de la biblioteca y pensar que son para mí, por el amor de Dios. Si quiere leer obscenidades que vaya ella y las saque.

Rick sirve un poco más de té y le deja la taza delante.

—Está un poco fuerte —frunce el ceño en lugar de dar las gracias.

—¿Puedes conseguir una niñera para viejos seniles? —me susurra mi marido al oído. Sonrío.

—No estoy sorda —dice mi madre—. Te he oído.

—Rita —le contesta zalamero—. Sólo quiero estar un ratito a solas con mi mujer.

—Ya me voy —responde—. He quedado con un muchacho encantador en el intervalo.

—Internet —la corrijo automáticamente—. ¿Le has dicho que tienes setenta años?

Mi madre se cruza de brazos a la defensiva.

—Paso por una mujer mucho más joven. Que lo sepas.

La semana pasada la pillé colgando una de las fotos de Chloe en su perfil del chat de contactos. Tuve que hacer que la quitara. Una parte de mí desearía que no pasara tanto tiempo en Internet —sólo el cielo sabe lo que es capaz de hacer ahí— pero si no se pasara delante del ordenador la mitad de la noche, entonces estaría en el salón con nosotros y eso sería todavía peor. Hablaría sin parar sobre todos los programas de televisión. A Rick le sacaría de quicio.

En cualquier caso, he dejado de comprobar el historial de su ordenador porque sé que mira páginas porno. Se conecta al chat de saucysilversurfers.com, donde parece que hay un amplio surtido de caballeros canosos haciendo proposiciones muy atrevidas. Podríamos hacer que pusiera el ordenador en la cocina, igual que hicimos cuando nuestros hijos eran pequeños. Sacudo la cabeza. Pensionistas navegando por páginas porno... ¡Qué viene después!

—Los setenta son los nuevos cincuenta —me informa mi madre.

¿Qué puedo contestarle a eso? Sólo que algunos días siento como si los cuarenta y cinco años fueran los nuevos noventa.

Capítulo 2

Se acerca una grúa fuera de casa. Desde la cocina todos alargamos el cuello para ver quién es el desafortunado que necesita sus servicios.

Chadwick Close es una pequeña y agradable urbanización de casas construida en los años setenta. Nosotros llevamos muchos años viviendo aquí, en Stony Strandford, cerca de Milton Keynes, y desde nuestra privilegiada ubicación podemos ver a toda la gente que viene y se va. Y han sido unas cuantas a lo largo de los años, te lo aseguro.

La mayoría de nuestros vecinos también lleva viviendo aquí muchos años. No se construyen casas muy a menudo y cuando lo hacen están muy solicitadas. Solemos recibir en nuestra puerta panfletos de agentes inmobiliarios en donde nos preguntan si estamos considerando la opción de vender, porque incluso en estos momentos difíciles tienen compradores haciendo cola para soltar el dinero y mudarse aquí.

Las casas puede que no sean nada especial, arquitectónicamente hablando, pero son macizas, amplias, con habitaciones espaciosas y con un jardín lo bastante grande para una prole de niños en edad de crecimiento. Son casas ideales para familias. De hecho, cuando nos mudamos hace veinte años aquí, al número 10, nos pareció un sueño. Vale, ahora podríamos modernizarla un poco, tanto la casa como las personas que la habitan. Y su aspecto no se ve favorecido por culpa del grupo de gnomos burlones y cursis que nos ha endosado mi madre en el jardín. Pero algún día Rick sacará tiempo para reformarla, cuando haga todas las cosas que tiene apuntadas en su lista de tareas, que sigue creciendo. No pierdo la esperanza.

Entonces oímos la llave de Chloe en la cerradura. No me había dado cuenta de que no estaba en casa. ¿Ha estado fuera toda la noche? Necesito mi coche para ir a trabajar. ¿Cómo se pensaba que iba a ir? El trato es que se lo presto con la única condición de que me lo devuelva siempre que lo necesite. El hecho de que lo utilice como zapatero y que esté a rebosar de zapatos, ya que se ha quedado sin espacio en su armario por la enorme colección que tiene, es otro motivo de conflicto entre nosotras. Creo que es su manera de protestar porque la hemos echado de su habitación para hacerle espacio a su abuela, y ahora ha sido relegada al «acogedor» trastero de la casa.

Mi hija entra bruscamente por la puerta principal con una mini camiseta blanca que lucha con cubrirle el pecho y una falda que apenas le tapa el trasero. Tiene las piernas al descubierto y lleva puestas unas botas blancas a la altura de las rodillas. Parece que los jóvenes tienen la idea de «menos es más» un tanto confusa.

—Tengo buenas noticias —dice, con una sonrisa pícara a medida que entra dando botes—. Tus airbags funcionan de maravilla, mami.

Rick y yo vamos corriendo a la cocina para poder ver mejor el coche, y soltamos un grito al unísono cuando vemos que está encima de la grúa y que el parachoques delantero de lo que solía ser mi bien más preciado está completamente abollado. Mi pequeño Corsa es el único coche que me he comprado nuevo y me he tenido que comer las uñas y casi los muñones para poder pagar todo el dinero que costaba. Siempre he estado acostumbrada a apañármelas con coches de segunda mano. Las necesidades de los chicos siempre eran más importantes, y eso era lo primero.

Miro a mi alegre hija y pienso si he hecho lo correcto. Chloe ha venido a pasar el verano a casa porque ya han acabado sus clases en la universidad, su segundo curso de Moda y Comunicación. También tiene una deuda de estudios de cerca de ocho mil libras y no muestra ningún interés en buscarse un trabajo para el verano. En su lugar, sale todas las noches de fiesta, se gasta el dinero que no tiene y se pasa el día tirada en la cama.

—¿Qué demonios ha pasado? —pregunta Rick. Su cara tiene un tono rojizo que no puede ser bueno para su presión sanguínea.

—Tuve una mini pelea con un bolardo —mi hija se encoge de hombros—. Me confundí de pedal. Aceleré cuando en realidad quería frenar.

—¿Te has hecho daño? —pregunta Rick en un tono grave. Su tono implica que debería empezar a pensar en pedir perdón enseguida, si es que no lo ha pensado todavía.

—Estoy como una rosa —dice ella, entonces señala con el dedo hacia la puerta principal—. Tienes que ir a ver al tipo ese para el papeleo.

Rick, aprieta el puño con fuerza y va a ver al hombre de la grúa.

—¿Todo bien, abu? —Chloe se espatarra al lado de mi madre—. Estoy que palmo.

—Cuida el lenguaje, Chloe —mi hija tiene la boca de una rata de cloaca.

—Me encanta tu conjunto —dice mi madre, mirando su minúsculo top—. ¿Me lo prestas? Tengo una cita esta noche con un chico que es todo un bomboncito.

A Chloe le entra la risa tonta.

—Me parto contigo, abu —chocan los cinco. Me entran escalofríos. Si mi madre piensa salir así vestida, espero que sea en mitad de la noche. No creo que Chadwick Close esté preparada para ver tantos metros de carne arrugada juntos.

—Voy a llegar tarde del trabajo —digo, aunque a nadie en particular, lo que es de agradecer porque nadie me está escuchando. Sólo Buster levanta una oreja, y lo hace únicamente porque vive con la esperanza de oír la palabra «comida».

Rick vuelve a entrar en casa cargando con un montón de papeles; su cara refleja lo enfadado que está.

—Se lo lleva a Auto Reparaciones. Les acabo de llamar —lanza una mirada acusadora a Chloe—. Esto va a ser muy caro.

Mi hija es felizmente inconsciente de que el comentario va dirigido a ella.

—¿Me puedes llevar al trabajo? —pregunto.

Mi marido asiente con la cabeza.

—Dame cinco segundos —me contesta y desaparece por las escaleras.

Buster tiene las patas cruzadas porque nadie tiene tiempo para sacarle a pasear. Me giro a Chloe y le digo:

.—¿Puedes sacar a pasear al perro, por favor?

—Imposible, estoy que palmo.

Estoy por discutir, pero no tengo fuerzas.

—Vamos, Buster—le digo con un chasquido—. Otra carrera rápida por el jardín —abro la puerta y nuestro viejo chucho sale a toda prisa y se dirige a su árbol preferido.

Chloe se termina el resto de la tostada, ajena a los trastornos que ha causado y al hecho de que estoy furiosa y sin intención de hablarle, justo detrás de ella.

Mi hija es rubia, llena de vida, alegre y completamente egocéntrica.

¿La he hecho yo así?, me pregunto mientras me pongo la chaqueta. ¿Por qué se piensa que puede tratarnos a su padre y a mí con completa indiferencia y dar por hecho que nosotros seguiremos ahí para apoyarla? Ya tengo dolor de cabeza y mi día ni siquiera ha empezado. Lo único que siempre he deseado era tener mi propia familia. Ahora no entiendo por qué.

Capítulo 3

Mientras Rick subía a toda prisa las escaleras hasta el descansillo, la puerta de la habitación de su hijo se abría y un hombre alto y desnudo, a excepción de un imperceptible par de calzoncillos, salía deambulando y rascándose sus partes.

—¿Quién demonios eres tú? —le dijo Rick bajando la mirada.

El hombre bostezó y se estiró.

—Gabe —asintió lánguidamente, y con la cabeza señaló la puerta que tenía detrás—. Estoy con Tom.

—Oh —como si eso lo explicara todo. No era la primera vez que un tipo a quien no había visto antes se paseara por la habitación de su hijo y con el que luego tenía una charla al respecto. Ahora no; más tarde. Algo así podría hacer que a la madre de Juliet le diera un ataque al corazón. Mmm. Quizá no sea algo tan horrible después de todo.

—Necesito usar el baño.

—Cinco minutos, muchacho —le dijo a Gabe, mientras el chico se colaba dentro y cerraba la puerta.

Rick pensó que este «Gabe» tenía muchos reflejos para ser un hombre que desprendía tanto hastío. Dio un golpecito a la puerta con impaciencia. Esta mañana no tenía tiempo que perder y no podía esperar ni un minuto. Tenía que ir a trabajar y hoy iba a tardar más en llegar porque de camino tenía que dejar a Juliet en la biblioteca. Los pocos minutos de paz que había conseguido sacar cada mañana para disfrutar del periódico en la taza del váter tenían que ser sacrificados. Sintió que le quedaban pocos placeres en la vida. «Privacidad» era una palabrota en esta casa y si su momento matutino de desconexión en el baño iba a ser suprimido, no sabía cómo iba a sobrevivir. Algunas veces ni siquiera necesitaba usar la taza del váter, pero iba igualmente. Sólo quería encerrarse, alejarse de todo el mundo y respirar tranquilo, sin preocuparse de lo que se le pudiera escapar por la boca.

Una vez que Rick cogió el reloj y la cartera de su habitación, volvió a bajar las escaleras en dirección a la puerta principal. Juliet estaba esperándole en la entrada, de pie junto a su furgoneta. Bueno, la furgoneta que pertenecía a «Pisotéame por favor, ponemos suelos hasta en las estrellas», la empresa para la que trabaja como infravalorado empleado. En la ventana trasera de la furgoneta había un cartel que decía: «El conductor de esta furgoneta no tiene nada de valor dentro. ¡Está casado!». Se suponía que era un chiste, pero Rick sabía por pasadas y amargas experiencias que no lo era.

Sintió ganas de darle con disimulo una patada a los gnomos de su suegra a medida que pasaba por delante de ellos para sentirse mejor, pero se contuvo.

—Tu hija va a tener que pagar la reparación del coche —le dijo a Juliet mientras se subía a la furgoneta.

Su mujer agarraba con dificultades la pila de libros y su bolso.

—¿Cómo pretendes que lo haga, si se puede saber?

—Tendrá que buscarse un trabajo.

—Intenta decirle eso a tu hija.

—Lo haré —respondió Rick, mientras daba marcha atrás por el camirrito de la entrada—. Me da lo mismo lo que haga o dónde lo haga, pero esta niña va a tener que empezar a traer algo de dinero a casa muy pronto. Se debe pensar que «crece de los árboles» —miró a Juliet y cuando se dio cuenta de que no le estaba haciendo caso se calló. Momentáneamente. Entonces continuó—: Ha salido un hombre desnudo de la habitación de Tom.

Se dio cuenta de que Juliet tampoco tenía nada que decir al respecto. ¿Por qué Tom seguía trayendo hombres extraños a casa? ¿Qué harían dentro de la habitación? Esperó que no fuera lo que se imaginaba. Pero hacía sólo cuestión de semanas, Tom había estado trayendo a casa a un gran número de chicas anónimas que usaban las instalaciones del baño, chicas que parecían tener déficit de valores y de principios morales. En cualquiera de los casos, eso tenía que acabar.

Con Radio 2 de fondo la furgoneta salió a la carretera. De repente empezó a sonar la emisora de los «viejos chochos», tal y como la bautizó Chloe una vez que él la puso, de forma accidental, y justo estaban poniendo la versión entera y sin cortes de «Stairway to Heaven» de Led Zeppelin. Una emisora de radio que ponía eso no podía ser mala al fin y al cabo. Hoy estaba sonando el grupo Westlife. Rick suspiró. No podía ser perfecto todo el rato, pensó. También tenían que poner algo para las amas de casa. Al menos no había puesto todavía Radio 4. Pasarían cinco años antes de que volviera a cambiar el dial, ¿no?

Chadwick Close estaba a las afueras de Stony Stratford. Quizá no era tan lujoso vivir ahí como en las casas victorianas del centro de la zona comercial, las casas que bordeaban Horsefair Green, pero ocupaba el segundo puesto. Ahora la cocina necesitaba ser cambiada y el baño requería una reparación. Juliet le daba la lata sobre eso constantemente. Pero después de haber estado toda la semana trabajando duro, la última cosa que quería hacer era volver a coger sus herramientas el fin de semana. ¿Nadie de su familia entendía la expresión en casa del herrero cuchillo de palo?

Juliet quería contratar a alguien para que se ocupara de eso, pero costaría una fortuna y era inevitable que hicieran una chapuza. No, quería hacerlo él. Algún día. Además, estaría genial si pudiera hacer otro baño en la casa ahora que los chicos eran mayores. Ya había sido suficiente error tener un solo baño cuando Chloe y Tom eran pequeños, pero él y Juliet nunca tuvieron dinero para darse ningún tipo de lujos. En aquel entonces pensó que las cosas irían mejor, aunque no era del todo cierto. Hacer otro baño podía ser la respuesta a muchas de sus oraciones. No tendría que volver a compartir el baño con un chico en calzoncillos, con el pecho descubierto y con menos michelines y más músculos que él. No volvería a hacer cola y esperar a que su suegra se terminase de teñir el pelo de un color atroz que se impregnaba en los azulejos. Dejaría de ir a por su aftershave Armani Code y descubrir que Tom se había echado hasta la última gota. Dejaría de encontrarse con que Chloe había usado su cuchilla de afeitar para depilarse las piernas o algo peor.

Estaban a sólo cinco minutos de la biblioteca de Stony Stratford. Juliet tardaría menos si fuera a pie en vez de en coche, por el tráfico, pero adoraba su pequeño vehículo y la independencia que le daba. Igual que sus cinco minutos en la taza del váter, ir al trabajo en coche no era una cuestión de necesidad, sino un capricho, el único momento que se concedía a sí misma últimamente. Él era capaz de entender por qué ella era tan reacia a renunciar a ello. Eso explicaba también por qué estaba tan callada esta mañana.

—Te vengo a recoger esta tarde —se ofreció mientras paraban fuera del atractivo edificio que era la biblioteca.

—Puede que a la vuelta haga una visita a papá —dijo Juliet—. Quiero ver si se las apaña bien sin mamá —«Si yo fuera Frank Britten», pensó Rick, «estaría encantado de que mi mujer se hubiera ido de casa». Pero a decir de todos, Frank no lo veía de esa manera—. Me lleva Una.

Una Crossley había empezado a trabajar hacía poco en la biblioteca con Juliet y se habían hecho grandes amigas enseguida. Era la mujer a la que Rick llamaba «la divorciada desesperada». Él sólo la había visto un par de veces, pero tenía escrito la palabra «come-hombres» por todo su cuerpo. Le daba muchísimo miedo, pero la mayor parte de las mujeres se lo daba.

—Gracias, cariño —dijo Juliet. El beso que le dio en la mejilla fue mecánico.

—Lo solucionaré todo —le aseguró—. No te preocupes. Tu coche estará arreglado en unos días, asesinaré a tu madre, la enterraré en el jardín, dejaré a los niños en la calle...

Ella se rió y Rick se dio cuenta de que no la veía reírse desde hacía mucho tiempo. Puso la mano sobre la suya.

—Podríamos ver una película esta noche —dijo.

—Voy a ver si saco de la biblioteca algún DVD que no hayamos visto.

Si veían un DVD juntos Rita se sentaría a verlo con ellos, interrumpiría con sus comentarios y se quejaría de que el sonido estaba demasiado bajo a pesar de que estuviera lo suficientemente alto como para hacer grietas en el techo.

Juliet y él apenas tenían media hora para ellos dos solos últimamente. Había pensado que de alguna manera la cosa mejoraría cuando los chicos fueran mayores pero, igual que pensó en la puerta del baño, parecía que sólo estuviera empeorando.

—No te olvides los libros.

Le dio la montaña de libros. A pesar de que trabajaba con ellos todo el día eran muy pocas las veces que Juliet no estaba enfrascada en un libro, sin embargo, Rick nunca había sido un gran lector. Nunca tenía tiempo.

—Gracias.

Su mujer se bajó del coche y él la miró mientras cruzaba la calle, atravesaba Market Square y se dirigía hacia la biblioteca.

Juliet Joyce seguía siendo una mujer muy atractiva. Ni muy gorda, ni muy delgada, aunque ella no paraba de repetir lo mucho que necesitaba perder tres kilos. A él le parecía que estaba bien tal cual. Llevaba el pelo liso y recogido con uno de esos pasadores que probablemente hoy día ya no estuvieran muy de moda. Juliet odiaba su pelo, sin embargo, a Rick le gustaba. Era un pelo dócil de color castaño claro. Nunca se lo había teñido, aunque últimamente le estaban empezando a salir unas cuantas canas y ella no paraba de refunfuñar con que dentro de poco se iba a teñir de rubia. Él esperaba que no lo hiciera, pero eso no se lo decía a ella.

Tenía unas piernas muy bonitas, siempre las había tenido. Y seguramente parecía más joven que una mujer de cuarenta y cinco años, aunque Rick no tenía muy buen ojo para ese tipo de cosas. ¿Entonces por qué ya no se sentía atraído por ella? ¿Dónde se iba la pasión después de los años? ¿Cuándo dejó de sentir ese cosquilleo en el estómago y desapareció la química? Bueno, los dos se sentían muy cómodos juntos, pero ¿era eso suficiente? ¿Que se apague la chispa es simplemente lo que ocurre cuando has pasado la mayor parte de tu vida con la misma persona?

Su mujer se dio la vuelta sin mucho entusiasmo y se despidió sin prestarle mucha atención, a lo que Rick le respondió de la misma manera y volvió a arrancar la furgoneta. No había muchas parejas hoy en día que llegaran a los veinticinco años de matrimonio. Eso era algo de lo que estar orgullosos, ¿no?

Capítulo 4

Una está en el mostrador de la entrada cuando atravieso la puerta de la biblioteca. Mira su reloj. Ya me estoy quitando el abrigo.

—Lo sé, lo sé.

—No es típico de ti —dice mi amiga.

—Chloe ha tenido un accidente con mi coche. Tuve que esperar a que me trajera Rick.

—¿Está bien?

—Oh, sí. Mi hija es la viva imagen de la salud —menos mal—. No puedo decir lo mismo de mi coche.

—Oh, Juliet.

—No te molestes —levanto la mano—. Estoy muy sensible.

—Ve y prepárate una taza de té. Relájate durante cinco minutos. Don está en una reunión en la Biblioteca Central de Milton Keynes.

Don es el gerente de la biblioteca. Es un bibliotecario muy capacitado con su licenciatura y todas esas cosas, pero como es el único hombre entre un mar de mujeres le hemos dado el título de mujer honorífica.

—Nadie se va a enterar —continúa Una—. Por lo que te puedes quedar arriba el resto de la mañana mientras archivas esos libros —señala el carrito a rebosar que está esperando pacientemente a un lado.

—Eres una gran amiga —digo a la vez que suspiro.

Una frunce el ceño.

—¿Por lo demás todo está bien?

—Bueno, ya sabes...

—No, no lo sé —admite mi amiga—. ¿Quieres que hablemos de eso durante la comida?

Asiento con la cabeza, sin que me salga la voz.

—Hay un paquete de galletas digestivas de chocolate sobre la mesa de Don, nos las tiene escondidas. Sírvete tú misma un par. Hará que te sientas mejor.

—Seguramente las tiene contadas.

Las dos nos reímos del comentario.

Voy a la sala de personal, que no es que sea el lugar más higiénico del mundo. Las losetas del suelo están grises y asquerosas. Manchas de humedad se filtran por las sucias paredes blancas, dejando ronchas amarillentas. Encima de nuestras cabezas un tubo fluorescente trata de dejarnos ciegos. En mitad de la habitación una mesa de formica desconchada se convierte en nuestro lugar de comidas.

Me hago una taza de té y le cojo dos galletas a Don, que están secretamente escondidas bajo una carpeta en un cajón de su escritorio; su despacho tiene goteras, por lo que ha tenido que mudarse a la sala de personal hasta que podamos suplicar, robar o pedir prestado el dinero para que lo arreglen. Eso hace que sea más fácil cogerle las galletas. Elijo una de las sillas de la colección de sillas de plástico mugrientas que hay alrededor de la mesa y me siento. También tenemos un sofá, pero está demasiado sucio para sentarte y normalmente está lleno de montañas de libros que algunos de los empleados hemos apartado ahí para leer.

La biblioteca ganó uno o dos premios cuando se construyó en los años sesenta. Ahora necesita que se invierta dinero para devolverla al siglo xxi. No soy sólo yo la que debería hacerse un lifting. Todo el edificio está en muy mal estado y necesita una completa redecoración, sobre todo en la parte de arriba. Está muy bien tener mucho espacio en la biblioteca, pero también cuesta mucho dinero mantenerlo. En estos días de recortes no tenemos ni siquiera fondos para comprar los libros que necesitamos urgentemente, por lo que es impensable que pidamos material nuevo, alfombras elegantes o sillas más cómodas para nuestros fieles usuarios de la biblioteca.

En la primera planta hay un largo mostrador que sirve de recepción y es donde prestamos o nos devuelven los libros. En la planta baja está la sección infantil de la biblioteca y, menos mal que es una zona acogedora, en la que hay una esquina vacía reservada a las sesiones de cuenta cuentos de los jueves por la tarde. Esa tarea de entretener a grupos de mamas y de niños pequeños ha recaído sobre mí desde que la anterior víctima lo dejó. Es, sin embargo, una de las cosas que más me gusta hacer. Me gusta pensar que estoy haciendo todo lo que puedo para crear una nueva generación de lectores voraces, aunque soy consciente de que estoy compitiendo con la última tecnología en ordenadores, incluyendo la omnipresente Wii.

Me asomo por la enorme y espaciosa ventana y dejo que el caliente y dulce té me relaje. Menos mal que no me gustan las bebidas fuertes porque de lo contrario sería una de esas mujeres que le echan a escondidas whisky o brandy a sus bebidas para tranquilizarse. En mi caso el azúcar cumple esa función.

La biblioteca da a la plaza del mercado de Stony Stratford, que es una ciudad pequeña y poco atractiva que ha hecho todo lo posible para mantener su personalidad y colorido durante años, aunque tenemos nuestras dudas, y eso sin contar con las monstruosidades que sufrió en los años sesenta, que en cierta manera consiguieron llevarla a este estado. La fachada de la biblioteca es relativamente moderna, pero los ladrillos blancos y rojizos armonizan bastante bien con su entorno. Menos mal que estamos en el centro de la ciudad, justo al lado de la vieja iglesia de St. Mary y St. Giles.

Me encanta este lugar y no me imagino viviendo en otra parte. Su historia se remonta a los romanos o incluso antes. Me gusta pensar que formo parte de una gran cadena de personas que han vivido toda su vida aquí. Como ellos, he nacido en esta ciudad, he crecido aquí, y lo más probable es que muera aquí. Menudo pensamiento. No soy una de esas personas que siempre ha anhelado viajar a las vastas llanuras de Serengeti o a los brumosos bosques de Sri Lanka. La triste realidad es que me encanta pasar mis vacaciones en casa, ocuparme de mi jardín, tumbarme con un buen libro, caminar por los apacibles campos de Buckinghamshire. Nunca he sentido esa necesidad tan moderna de escaparme al sol y achicharrarme como una patata frita durante cuatro semanas al año. Soy más que feliz aquí donde vivo. Además, nunca hemos tenido dinero como para plantearnos este tipo de viajes. Creo que a Rick le fastidia más que a mí. Le hubiese gustado visitar Nueva York, Sydney, Hong Kong y una larga lista de mil lugares diferentes, mientras que yo encuentro en mis alrededores la diversión que necesito.

Uno de los clientes habituales me saca de mi sueño y me devuelve a la realidad. Nuestro querido señor Hindle siempre aparca junto a la ventana de la sala de personal y revoluciona el motor de su pobre coche viejo cuando se va. Al menos sus malos tratos al motor han hecho que dejase de soñar despierta. Debería irme y ayudar a mi compañera. Sólo estamos nosotras dos hoy, pero de todos modos los jueves suele ser muy tranquilo. No pasa nada emocionante un jueves. Aunque los miércoles no es que sean mucho más emocionantes, tengo que decir.

Los bibliotecarios puede que no vivan emociones fuertes en su vida —los mercados financieros del mundo no suben o bajan dependiendo de nosotros, las adquisiciones de libros que hacemos no curan enfermedades terminales o nuestra ampliación de horarios no cambia la vida a nadie— pero tampoco somos las personas aburridas que se supone que somos. No voy a trabajar con un traje de paño y nunca llevo el pelo recogido en un moño. Nunca he necesitado gafas con patillas de concha. Una vez dicho esto, hay días en los que me gustaría cambiar mi aburrida imagen corriendo desnuda por la High Street con una rosa entre los dientes. Eso haría que los habitantes de Stony Stratford despertaran de una vez y fueran conscientes. A lo mejor es por eso por lo que no me he atrevido nunca. O quizá porque estoy más cerca del estereotipo de la bibliotecaria mojigata de lo que soy capaz de admitir.

Recojo las migas de las galletas de la mesa para acabar con las pruebas del delito y vuelvo a entrar en la biblioteca para hacer frente al día.

—¿Mejor? —me pregunta Una mientras me acerco.

—Sí. Mucho mejor —Una y yo no nos conocemos desde hace tanto, pero nos hicimos muy amigas enseguida, desde el primer día que empezó en la biblioteca. Le doy un abrazo—. Gracias. Eres una gran amiga.

Una Crossley es todo lo que yo no soy. Es una de esas mujeres que puedes llamar luchadora. Hay mujeres que visten demasiado juveniles y les sigue quedando bien. Una es una de ellas. A su lado yo «soy la señora pasada de moda en la ciudad de la moda». Ella parece una celebridad de la televisión, una presentadora, o una reportera de informativos en vez de una empleada a tiempo completo de la biblioteca de Stony Stratford. Mi amiga es delgada, siempre a favor de la ropa muy corta, de diseñadores de marca, y va siempre arreglada hasta morir. Nunca tiene un pelo fuera de sitio en su moderno y desfilado peinado y va al mejor peluquero de la zona una vez al mes para ponerse reflejos en tres tonalidades diferentes. Sus uñas siempre tienen hecha la manicura; las lleva blancas con las puntas cuadradas. Y sus anillos y colgantes tintinean cada vez que se mueve. También consigue tener ese bronceado típico de las estrellas de Hollywood cada semana, lo que hace que tenga un aspecto más saludable y brillante. Yo soy del color de la leche y todavía no he sido capaz de darme rayos por si acaso acabo pareciendo una mandarina satsuma. A Una en cierta manera le queda bien rozar el naranja, mientras que yo parecería que tengo una enfermedad mortal o problemas de hígado.

Mi amiga sería la primera en admitir que siempre ha tenido una vida llena de caprichos, hasta que dejó a su marido el año pasado. Martin se tomó muy mal su inesperada ruptura, insistió en que era el marido perfecto y que algún día se despertaría y se daría cuenta. Tuvieron un amargo divorcio —Paul McCartney y Heather Mills podrían haber aprendido algunos trucos de ellos— y Martin de alguna manera se las arregló para esconder la mayor parte del dinero de sus negocios a sus abogados. Una sabe que su ex marido está más que forrado, después de todo ella vivió con ese estilo de vida al que estaba acostumbrada durante todo el matrimonio. Sin embargo, según decían los papeles, lo que tenía no valía un pimiento. Mi amiga se ha despedido de una vida llena de lujos en muy poco tiempo, si no tienes en cuenta su increíble fondo de armario de diseño y un enorme surtido de zapatos Jimmy Choos. Aunque no se los pueda comer.

Ahora vive en un pequeño chalé adosado en Horsefair Green en Stony—aunque no es bastante lujoso, efectivamente no tiene nada que ver con lo que está acostumbrada— y ha tenido que ponerse a trabajar por primera vez en veintitantos años. Cuando le preguntas que por qué dejó a su guapo marido, su casa enorme y el último modelo de Mercedes, todo lo que te dirá es que estaba aburrida. Creo que yo sería capaz de soportar mucho aburrimiento si mi vida fuera así.

Una es todo un éxito con los clientes. Le añade un poco de glamour a nuestra pequeña biblioteca y hemos tenido muchos más socios hombres de lo normal desde que Una empezó a alegrar nuestro mostrador. Mi amiga es la Victoria Beckham de los técnicos de biblioteca. Los demás empleados en cambio no la tienen mucho aprecio. Piensan que tiene delirios de grandeza. La señora Crossley, la llaman a sus espaldas. Mi marido Rick le tiene miedo. Creo que le impone mucho, que es demasiado segura de sí misma para su gusto. La llama la divorciada desesperada, incluso a pesar de que sabe que no me gusta que la llame así. Es una buena amiga y no quiero oír nada malo sobre ella.

—Hoy esto está más muerto que muerto —se queja Una mientras echa un vistazo a la manicura de sus uñas—. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Está pasando algo fantástico y no nos hemos enterado?

—Lo dudo —mi amiga se sentiría más en casa si estuviera en Monaco, en St. Tropez o en Puerto Banús. No creo que los placeres que tiene que ofrecerle Stony Stratford sean lo bastante emocionantes para ella.

—Aquí nunca pasa nada emocionante —se queja ella.

Probablemente tenga razón; a mí me gusta que sea así mientras que a Una no. Me gusta la estabilidad que te da trabajar aquí, la paz que te ofrece la biblioteca en estos días de cambios. Es un santuario apartado en mitad de esta vida tan atropellada. Pero a pesar de este dulce silencio que hay siempre en la biblioteca no puedo quedarme sin hacer nada y soñar despierta. Es hora de trabajar.

—Me subo con el carrito —digo.

—Te veo luego —Una se dirige al revistero en busca de una revista que cotillear.

Llamo al ascensor, entonces meto el pesado carrito de madera dentro, y subo al primer piso. El mostrador de información está arriba y también los cuatro ordenadores que pueden usar los usuarios pagando una pequeña tarifa. Hoy uno de nuestros clientes habituales está en el ordenador número 1, pero aparte de eso, la planta está desierta. A veces le he sugerido a Don que a lo mejor podríamos poner algo de música clásica aquí arriba para hacer más acogedor este sombrío lugar, pero Don es más joven y moderno que el resto de nosotros y pondría The Arctic Monkeys y The Feeling en vez de algo de Vivaldi; no creo que la gente bien de Stony Stratford esté preparada para eso.

Empiezo a poner orden en los libros. Es como si pudiera hacer este trabajo con los ojos cerrados. En lugar de contar ovejas cuando tenga problemas de insomnio debería imaginarme colocando libros por el sistema decimal de Dewey, eso haría que me durmiese de golpe.

Mi vida como bibliotecaria empezó cuando conseguí trabajar en la biblioteca como la chica de los sábados a la tierna edad de quince años. Mientras mis amigos trabajaban en las cajas de los supermercados o barrían los suelos llenos de pelos de las peluquerías, yo estaba inmersa en el calmado y silencioso mundo de los libros.

Al ser hija única leer siempre fue mi consuelo y las novelas mis compañeras favoritas. He visto todo el mundo sin salir de mi casa, me han seducido mil héroes diferentes, he ido a la luna y he sucumbido a los brazos del amor. Cuando se quedó libre un puesto de jornada completa, abandoné la idea de estudiar bachillerato y de hacer selectividad, cogí el trabajo y nunca lo he dejado desde entonces.

Aparte de las bajas por maternidad y del turno a media jornada que pedí cuando Chloe y Tom eran pequeños, no me he movido de aquí durante cerca de treinta años, lo que es un pensamiento aterrador. Mi presencia en la biblioteca es inalterable al igual que las oscuras estanterías de madera o los clásicos que las embellecen.

Mi zona preferida es la de ficción general 1, que va de la A a la Z, con los libros catalogados según el nombre de los autores. Los libros inmaculados de tapa dura están en la primera estantería y los libros de bolsillo bien manoseados en la siguiente. De aquí es de donde saco la mayoría de mis lecturas. Las novelas de suspense con sus miles de muertos y con sus descripciones truculentas de actos inexplicables no están hechas para mí, y las autobiografías que narran las vidas tediosas de famosillos me dejan indiferente. Me gustan los libros que expresan las emociones que de alguna manera yo no soy capaz de sentir en este momento. Me inclino por los narradores que escarban en las profundidades del amor y de la vida. Con cariño acaricio las cubiertas de los libros. Incluso aunque no conozca a los autores, ni vaya a conocer nunca a ninguno, siento como si fueran viejos amigos porque saben qué cosas me hacen sufrir, los problemas que me mantienen despierta toda la noche, las pequeñas heridas que tengo en el corazón. Jodie Picoult, Anita Shreve, Rosie Thomas, vosotras sois mis salvadoras. Si fuera un personaje de uno de vuestros libros sería una mujer mediocre e insignificante. Aquella que ha conseguido muy poco en su vida, la que ha soñado demasiado. Aquella cuya vida no ha sido la que esperaba, pero que sigue sin tener idea de lo que hubiese querido ser. Aquella que se pregunta si es muy tarde para cambiar y si va a seguir siendo así el resto de su vida.

Acuno una montaña de libros en mis brazos como si fueran bebés. Entonces coloco los libros en la estantería y le hago sitio al clásico de Margaret Mitchell, Lo que el viento se llevó. Se lo suelen llevar muy a menudo. Me gusta el orden de la biblioteca y Margaret suele estar encajonada entre Un año en Provenza de Peter Mayle y El laberinto de Kate Mosse.

—¿No es ése uno de tus libros preferidos?

Me giro ante el sonido de una voz familiar aunque inesperada que viene de detrás de mí.

—Sí —digo, y mi respuesta suena completamente normal, incluso a mis propios oídos. Ningún temblor nervioso, ningún repentino nudo en el estómago.

A lo mejor debería hablar más alto y de forma entrecortada y soltar la montaña de libros, dejarlos caer ruidosamente contra el suelo, arruinando la paz y tranquilidad de esta mañana de jueves en la biblioteca; hacer todas las cosas que se supone que tienes que hacer cuando has sufrido un terrible shock. Pero no lo hago. Mi presente desaparece, mi mente corre al pasado, pero yo sigo de pie, inmóvil y lo único que hago es mirar al hombre que tengo frente a mí. Sólo clavo la mirada en él. Una mirada normal. Ni siquiera le miro boquiabierta. Dadas las circunstancias quizá eso es lo que debería hacer.

Capítulo 5

Rick pensó en llamar a su jefe, Hal Biyson, pero era más rápido si se iba al trabajo lo antes posible. Hoy estaban poniendo tarima flotante en una casa enorme a las afueras de Buckingham. Era tan poco habitual que Rick llegara tarde al trabajo que sabía que Hal se lo perdonaría.

Eran buenos amigos antes de que Rick empezara a trabajar para Hal, ya que estuvieron en el mismo equipo de fútbol de los domingos durante muchos años y, como consecuencia inevitable, compañeros de cervezas cada tarde en el bar. Rick había estado muy obcecado en su trabajo de oficina durante años, aburrido como el demonio, generando miles y miles de datos, sin que nadie nunca prestara atención a su existencia, pero que le permitían pagar las facturas. Cuando le despidieron fue una bendición. Rick siempre había sido muy habilidoso con las manos y Hal le ofreció la opción de sumarse a su negocio (resultado de una conversación una noche de borrachera en el bar El Toro).

Llevaban diez años trabajando juntos y a Rick le empezaba a molestar que fuera él quien hiciera todo el trabajo y que Hal se durmiera en los laureles, recogiendo él los frutos que eran en gran parte consecuencia del trabajo de Rick. En realidad le molestaba bastante.

Rick comprobó la dirección del cliente y entonces se abrió paso hacia Buckingham hasta que encontró la carretera correcta. Fuera de la enorme casa estaba aparcado el cochazo de Hal, un reluciente Mitsubishi Shogun. Al menos su jefe estaba aquí. Hal había dejado hacía poco a su mujer, Melinda, y su turbio divorcio le había hecho ser todavía menos formal que normalmente. Emparejado a eso —mala elección de palabras, quizá— Hal se había echado una nueva novia de veintidós años —justo un poco antes de dejar a su mujer, dicho sea de paso— que le estaba demostrando que la cama era más agotadora de lo que él se había imaginado nunca.

Se encontró la puerta abierta y Rick entró y vio a Hal sentado en el alféizar de un gran invernadero, saboreando una taza de té. A pesar de la hora era evidente que no estaba para nada enfadado.

—Perdona el retraso, macho —dijo Rick—. Chloe tuvo un accidente con el coche de Juliet y tuve que hacer todo el papeleo con la grúa y luego llevarla al trabajo.

Hal abrió sus adormilados ojos.

—¿Le ha pasado algo a Chloe?

—No, pero le pasará si se piensa que voy a pagar yo la reparación.

—¿Hijos, eh? —comentó Hal.

—Qué me vas a contar.

—La señora de la casa se ha ido. Te tendrás que servir tú mismo si es que quieres algo de beber.

—Tengo que espabilar —señaló Rick. Tenían que tapar una zona muy grande y sólo tenían licencia de dos días para hacerlo, además de que tenían muchas otras reformas que hacer—. Luego tengo que salir y presupuestar otra obra. A no ser que quieras hacerlo tú.

Hal negó con la cabeza.

—Quizá hoy te lo deje a ti. Noche dura. Me siento un poco débil.

No era la primera vez que Hal había descuidado sus tareas en los últimos meses.

—¿Demasiado alcohol? —le preguntó Rick.

—Demasiado sexo —le confió Hal—. Esta chica es insaciable —puede que se estuviera quejando, pero lo hacía con un brillo en los ojos. Luego se rió—. Voy a necesitar la ayuda de algunas de esas pastillitas azules si esto sigue así.

No será así. Seguro que Hal debía saberlo por propia experiencia. Al principio lo hacéis como conejos, pero una vez que se asienta el amor —imagina, si has estado casado durante veintitantos años— entonces algunas veces puedes pasarte un mes entero, o incluso dos hasta que te das cuenta de que no te has acostado con tu mujer. O mejor dicho, que «acostarse» es lo único que has hecho con ella.

—¿Se ha mudado ya Shannon a tu casa?

Hal se encoge de hombros.

—Tiene más cosas suyas en mi casa que en la suya —se acabó el té—. Es bastante difícil que yo me quede en su casa con su mamá y su papá en la habitación de al lado. Puede que se enteraran más de la cuenta de los gustos que tiene su hija.

Eso hizo que Rick se estremeciera. Podía haber estado hablando de Chloe. Su hija sólo era un año más o menos menor que su nuevo rollete y no podía dejar de pensar que ella podía llegar a hacer alguna de las cosas que Hal le contaba que hacía con Shannon. Rick tenía cuarenta y cinco años, se consideraba a sí mismo abierto de mente y nunca había oído ni la mitad de las cosas que hacían Hal y Shannon cuando se encerraban en la habitación.

Cuando Hal abandonó a su mujer, sus dos hijos —Ashley, que entonces tenía sólo once años, y Lauren, que tenía catorce— se lo tomaron muy mal. ¿Cómo se sentiría Hal si Lauren fuera un poco mayor y se fuera a vivir con un viejo de cuarenta y cinco años, divorciado, con la cabeza rapada y con escasos conocimientos de lo que es políticamente correcto? Dudó si había sido demasiado suave, pero sin duda alguna, estaba claro que los padres de Shannon no aprobaban los hombres que le gustaban a su hija.

—Tienes que probarlo, chaval. No hay nada mejor que la carne joven y firme.

En realidad a Hal le había costado bastante probarlo. En el momento en el que Melinda y él hicieron la separación de bienes, Hal ya había perdido casi un millón de libras y se moría de ganas de pagarle una alta manutención en el futuro. Ahora parecía estar financiando también a Shannon. Era como si empezaran a valorarle por su dinero.

—No te creerías lo que hicimos anoche... —continuó.

Rick dejó de prestar atención cuando Hal volvió a entretenerle con otra de sus historias sobre sus prácticas sexuales. Rick se cansaba tan sólo de escucharlo. ¿Qué vería de todas maneras una chica de veintidós años en su amigo? Hal es un hombre bastante guapo si Vin Diesel es tu tipo, pero Rick estaba seguro de que tenía más que ver con el hecho de que a Hal le encantaba ir haciendo ostentación de su dinero.

Su amigo llevaba puesto un anillo de oro en cada dedo, una cadena al cuello que podría anclar un barco y un pendiente con un brillantito en la oreja. ¿Encajaba más con la idea de un hombre de cuarenta y cinco años que es instalador de suelos o con la de un rapero pandillero? Rick a veces se preguntaba si el desprecio que mostraba hacia las aventuras sexuales de Hal encerraba un ataque de celos. Su vida sexual no iba exactamente a escandalizar a la prensa. Juliet era la única mujer a la que conocía en el plano carnal, algo que no era muy extraño en aquellos remotos tiempos. Se casó de penalti cuando tenía veinte años, desde luego uno de los principales motivos por los que se casaron. Cómo cambian las cosas. Ahora no te estigmatizan si eres una madre soltera. Pero hace veinticinco años era muy diferente. Y no quería saber con cuántas personas se habrían acostado sus hijos antes de cumplir los veinte años. Desde luego que ambos habían sobrepasado a sus padres. Su hijo tan sólo en la última semana, según los cálculos de Rick.

En aquellos tiempos tenías que ser capaz de comprarte tu propia casa para poder encontrar a alguien con la que acostarte con cierta comodidad. O si no, estabas limitado a la parte de atrás del Ford Escort o a ocasionales sobeteos «al aire libre» si te lo permitía el clima. Sus padres nunca hubieran consentido llevar a casa a una chica cada semana, tal y como hacía Tom. Rick no estaba seguro de cuándo había empezado a pasar, pero si continuaba así tendría que ponerle freno.

A menudo a Rick le preocupaba que él y Juliet se hubieran casado demasiado jóvenes, sobre todo últimamente, por alguna razón. Nunca se solía sentir como ahora. No es que fuera infeliz con Juliet, sino que más bien se preguntaba si era así como tenía que ser. ¿Cómo lo puedes saber si no tienes nada con lo que compararlo? ¿A los cuarenta y cinco años debía haber perdido el amor en la vida? ¿Tenía que sentir que su juventud era un recuerdo lejano y que la jubilación le acechaba demasiado cerca? ¿Se tenía que poner de mal humor ante la actitud irresponsable de los jóvenes de hoy? ¿Había sido él también hacía mucho tiempo joven e imprudente? ¿Era posible recuperar esos sentimientos a su edad?

Quizá sus inminentes Bodas de Plata habían hecho que empezase a pensar en todo esto. Veinticinco años eran casi un hito en la vida de cualquiera. Deberían planear algún tipo de celebración, pero su mujer no le había propuesto nada todavía. A lo mejor es que pensaba que no tenían nada que celebrar.

Rick a veces pensaba que se había perdido algunas de las cosas más divertidas de la vida. ¿Se sentiría más contento si pudiera mirar al pasado, sonreír y pensar que una vez hizo sus pinitos, que una vez hizo el loco y fue un despreocupado idiota? Juliet y él habían estado cargados de deudas y responsabilidades durante toda su vida de casados. Quienquiera que diga que los hijos te mantienen joven es porque claramente no tiene ninguno. Ahora estaban encerrados en esa generación de cuarentones que vive atrapada entre ayudar a sus hijos que están perdidos en la vida por un lado, y en conseguir que sus propios padres tuvieran las mejores comodidades dentro de su avanzada edad por el otro. Aunque el hecho de que la madre de Juliet se fuera a vivir con ellos se pasaba de la raya, nunca nadie le pidió «su» opinión.

Antes solía ser el centro de su familia, la persona a la que todos pedían consejo —el patriarca— y ocupaba su papel con orgullo.

Ahora Rick no estaba seguro de dónde encajaba o si encajaba en alguna parte. Se sentía como uno de esos astronautas que se salen de la nave espacial, flotando en el espacio, sujeto sólo por una cuerda muy fina, solo, fuera de la misión principal, una persona que podía caerse en picado en cualquier momento y caer en el olvido.

—Creo que voy a poner la tetera al fuego —le dijo.

Hal se levantó.

—Yo también quiero uno, tío. Yo también acabo de llegar. Tuve una cita con mi entrenador de vida esta mañana.

Rick no tenía un entrenador de vida y se preguntaba por qué Hal necesitaba uno si estaba pasándolo tan bien últimamente.

—Es jodidamente caro —se quejó Hal—. Ciento veinte libras cada sesión. Pero merece la pena.

Hal le dio una palmadita en la espalda mientras Rick trataba de encontrar el armario en el que estaban las tazas y las bolsitas de té.

—Deberías probarlo, chaval. Se te ve muy apagado últimamente.

Era verdad, tenía razón. Pero Rick no necesitaba a nadie que le cobrara ciento veinte libras la hora para contarle que estaba total y completamente harto.

Capítulo 6

Steven Aubrey. No he visto a este hombre en veintiséis años. Me doy cuenta de que estoy apretando Lo que el viento se llevó contra mi pecho.

—¿No es ésa la historia de una mujer que pasa su vida enamorada del hombre equivocado? —el brillo travieso que siempre acechaba en sus profundos ojos marrones sigue siendo muy evidente.

—Algo así —digo yo.

—Podías sorprenderte de verme, Juliet —sonaba desilusionado porque no era así. Quizá Steven Aubrey había pensado que me impresionaría con su repentina reaparición después de veintitantos años—. No has cambiado —continúa—. Ni un poquito.

Me río del comentario. Pero suena como si no me hubiese parecido gracioso. Soy muy diferente a la persona que él conoció entonces. ¿Seguro que no se ha dado cuenta?