Un pequeño desliz - Carole Matthews - E-Book

Un pequeño desliz E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

Alicia Kingston es una mujer madura sin ilusiones. Cree que ha perdido su atractivo. Sus amigos y su familia le dicen que se trata de la típica crisis de la edad, y que debe resignarse. Además, ¿no tiene un marido perfecto y unos hijos maravillosos? Un día conoce a un apuesto artista callejero,    Christian, quince años más joven que ella, y por primera vez en mucho tiempo vuelve a sentirse joven, bonita y sexy. Decide citarse con él una sola vez, y justo ese día su hijo pequeño se rompe un brazo y nadie puede encontrarla.  Cuando llega a casa fingiendo volver del trabajo, su marido la echa preso de la ira, sin saber que la está arrojando a los ardientes brazos de Christian, con el que experimentará el sexo de una manera nueva y salvaje.   ---    «Carole Matthews es de las pocas escritoras que pueden rivalizar con Marian Keynes.» Daily Record   «Encantará a los fans de Bridget Jones de ambos lados del Atlántico.» Library Journal    «Una historia que te hará reír a carcajadas y también derramar alguna que otra lágrima.» Woman's Realm

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Un pequeño desliz

Un pequeño desliz

Título original: A Minor Indiscretion

© 2001, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-625-9

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

CAPÍTULO 01

Yo, Alicia Isabelle Kingston, tengo el ánimo por los suelos. Total y absolutamente por los suelos. No se trata del desánimo habitual de un lunes por la mañana, sino de un abatimiento que me cala los huesos, me entumece la mente, me crispa los nervios y me contrae los dedos de los pies. Es esa clase de desaliento que te hace fruncir el ceño a tus hijos, por muy bien que se porten, y gruñir a tu marido cuando, por una vez, no se merece que le gruñan. Y lo peor es que ignoro por completo la razón. En serio, no tengo ni idea.

Es cierto que mi café está frío como un témpano, pero no es motivo suficiente para encontrarme en este estado de agresividad contenida que se mezcla sin fisuras con la desolación más rotunda. Estoy sentada en el acertadamente llamado Covent Garden Café, en la Covent Carden Piazza -si es que en Londres se puede utilizar la palabra piazza sin ser cursi-. Estoy congelada, aunque se supone que estamos en primavera. He probado a subirme al cuello del abrigo y a acurrucarme en esta silla de aluminio de diseño moderno y dura como una piedra, pero los listones del asiento se me clavan aún más en el trasero. El cielo muestra el llamativo azul de los ojos de Paul Newman y el vehemente sol, de un amarillo artificial como el rubio de bote, carece de cualquier viso de capacidad calorífica. Lanzo una feroz mirada a varios transeúntes para que se enteren de mi malestar, pero hacen caso omiso y yo no consigo liberarme de este sentimiento que me embarga. ¿Alguna vez te levantas con esta sensación? Yo sí. Cada vez más a menudo.

Marie Claire me dice que es cosa de la edad. Mis hijos me dicen que es cosa de la edad. Mi marido me dice que es cosa de la edad. Mi hermana me dice que es porque soy una bruja malhumorada y que siempre lo he sido. ¡Mira quién fue a hablar!

Remuevo el café y recojo con la cuchara un poco de espuma del capuchino, que, he de admitirlo, tiene un buen sabor, por muy frío que esté. En este momento mis nalgas están alcanzando el estado de rigor mortis, por lo que cruzo las piernas y me rebullo en el asiento con la vana esperanza de encontrar un fragmento de glúteo que aún no haya fallecido.

- No te muevas -me ordena una voz. Me doy la vuelta y, con el tono más desagradable que acierto a encontrar, espeto: -¿Cómo?

Un chico joven está sentado ante un caballete. Concentrado en realizar un bosquejo de mi persona, arruga su juvenil frente libre de preocupaciones.

- Te estoy dibujando.

- No quiero que me dibujen -ya te he dicho que estoy de un humor de perros. -Casi he terminado. -No pienso pagarte.

- No quiero cobrar.

- Entonces, ¿a qué viene esto?

Levanta la vista, sonríe y, por un instante, le da una buena lección al sol, carente de lustre.

- Tienes un pelo precioso.

- No tengo un pelo precioso.

Que conste que mi melena se consideraría vistosa y extravagante en una estrella de cine. Es la clase de cabello que Nicole Kidman podría lucir sin problemas, pero a mí me resulta sencillamente insoportable, y en mis años escolares fue una auténtica pesadilla. Tiene el tono rojizo de una galleta de jengibre y en el momento en que escucha la palabra «humedad» se abarrota de rizos al estilo rastafari. Yo fui quien lloró de alivio cuando se inventó Frizz-Ease, el acondicionador de John Frieda que alisa el cabello.

- Agita un poco la melena.

- Ni hablar.

Esboza una sonrisa descarada mientras desplaza el carboncillo por el papel como un auténtico profesional. Desvío la vista y me pongo a contemplar la plaza con la esperanza de que se marche a buscar una modelo más predispuesta.

Se supone que debo estar en mi trabajo. Me gano la vida como ayudante de una diseñadora de interiores de tercera categoría que tiene un estudio a la vuelta de la esquina, en Maiden Lane, junto a un bar de ambiente mexicano. Mi jefa se encuentra entre esos decoradores que aparecen de vez en cuando en programas del estilo de Changing Rooms o Richard and Judy cuando los de la televisión están desesperados y no pueden conseguir a Laurence Llewelyn-Bowen ni a ese otro tipo pedante que lo pinta todo de color beige. Pero es que ella no pone suficiente empeño en la decoración monocromática, el color naranja o los accesorios de acero cepillado como para haberse ganado la categoría de invitada habitual. Lo cierto es que siente un insalubre aprecio por las tapicerías de cretona, de las que huye cualquier diseñador de interiores moderno y prometedor. Además, tiene un aspecto bastante normal y un nombre aburrido -aunque la culpa no es suya-, pero doy fe de que está como una cabra y de que el término «organización» no figura en su vocabulario. Es una mujer estrafalaria y bohemia como la que más, si bien da la apariencia de la señora que llega tarde a su cita en la Asociación de Mujeres Voluntarias.

No son más que las 11.30, pero en el estudio he empezado a gruñir y a vociferar a una serie de clientes la mar de amables que no solicitaban nada de carácter siniestro, tan sólo un cambio de decoración en el salón o una reforma en la cocina. De modo que me ha parecido prudente adelantar la hora del almuerzo, aunque no tengo el más mínimo apetito.

Llevo sentada diez minutos y, además de sentirme deprimida, empiezo a aburrirme. Antes de la intrusión del Andy Warhol aquí presente, mis pensamientos vagaban por el árido terreno de la cena de esta noche y se detenían en la circunstancia de que mis hijos nunca se cansan de los bocaditos de pollo empanado y las patatas congeladas al horno, por muchas veces que repitan ese menú. He tratado de educarlos al margen de los gustos vulgares, pero, qué le vamos a hacer, soy una ocupada madre trabajadora del nuevo milenio y ando escasa de tiempo. En todos los sentidos.

Covent Garden ya no es el mismo de antaño. Esta mañana no hay casi nadie por los alrededores, y eso que por lo general la plaza está abarrotada de turistas, músicos callejeros y ladrones de carteras. En sus tiempos fue un mercado de flores, hasta que los planificadores urbanísticos se apropiaron de la zona y la reformaron a su antojo, aunque me figuro que te conoces la historia. Como te puedes imaginar, hoy en día no hay una sola flor a la vista. Todo parece sucio, gris..., aunque puede que me influya mi mal humor. Un excesivo número de envoltorios de golosinas recorren el adoquinado arrastrados por la brisa, lo que transmite la impresión de que a nadie le importa este rincón de la ciudad. A lo mejor ése es el motivo de mi bajo estado de ánimo. Tal vez siento que tampoco yo le importo a nadie.

Un artista callejero situado junto a la fachada de la iglesia de St. Paul, cubierta de pintadas, lleva a cabo su actuación. Cuenta con un público exiguo y un tanto anárquico que parece formado por niños que hacen novillos -y no paran de meterse con él- y turistas suecos con aire desconcertado. Practica juegos malabares -muy mal, por cierto- y da la impresión de que su mugrienta camisa lleva siglos sin ser lavada, así que comprendo por qué los espectadores se mantienen a una distancia prudente. A mí me encantaban la espontaneidad y la capacidad creativa de los animadores callejeros. Admiraba su valor a la hora de plantarse frente a una multitud y desnudar su alma por la nimia recompensa del aplauso de su público y de unas cuantas libras suministradas a regañadientes.

Más tarde me enteré de que todos los artistas tienen que reservar y pagar sus puestos con antelación, con lo que llevan a cabo su repertorio caigan rayos o truenos, llueva o luzca el sol, con objeto de divertir a los turistas, aunque a éstos no les apetezca que les diviertan. No se trata de volubles y fantasiosos artistas libres de preocupaciones que hoy están aquí y mañana allá. Nada de eso. Resulta que tienen un empleo como cualquier hijo de vecino. ¡Ay, desilusión, qué cruel compañera!

- He terminado.

Levanto la vista y mi artista particular me vuelve a sonreír. Le devuelvo la sonrisa, porque resulta difícil no responder cuando otra persona te lanza directamente el destello de sus dientes blancos y resplandecientes, ¿no te parece?

Se desplaza hacia un lado para esquivar los escuálidos matojos y la valla de plástico con forma de cadena que, infructuosamente, delimitan el territorio del Covent Garden Café y se dirige hacia mí. Su cabello no está mal: es rubio oscuro, lo lleva despeinado y, al igual que el mío, parece tentado a cobrar vida propia. Se nota que el dueño ha echado mano del gel fijador para intentar doblegarlo, si bien algunos mechones siguen cayendo hacia delante y le aportan un aspecto un tanto presuntuoso y bohemio. El se los echa hacia atrás con las manos, lo que se me antoja poco sensato, ya que están embadurnadas de negro.

- Toma -me entrega el dibujo.

- No pienso pagarlo -he recuperado mi mal humor y me niego a sucumbir a los encantos de un desvergonzado vendedor callejero.

- Si te gusta, puedes invitarme a una taza de café -dice.

- Y, ¿si no me gusta?

- En ese caso invito yo.

Cojo el dibujo y, no te lo vas a creer, tengo que hacer un esfuerzo para reprimir un grito de asombro. Es una auténtica maravilla. No se parece a mí en lo más mínimo. Se trata de un retrato de una mujer hermosísima de ojos ardientes, con una cabellera indómita y ondulante. Aunque la nariz se parece un poco a la mía, de veras. Y los labios enfurruñados en este momento son mi seña de identidad.

- ¿Te gusta?

- ¿Quién es?

Esboza una sonrisa de satisfacción.

- Así es como te veo yo.

- No se parece en nada a mí.

- Entonces, la invitación corre de mi cuenta.

Antes de que yo pueda protestar ha captado la atención del camarero, un milagro ya de por sí, y pide dos capuchinos. Acerca una silla, se sienta de golpe y lucho por apartar los ojos de este maravilloso retrato que podría recordar a mi persona en un día bueno. Más que bueno, diría yo.

- Además de un pelo precioso, tienes una estructura ósea espectacular, al estilo clásico.

De un momento a otro va a sacar una factura de cincuenta libras y me dejaré timar. Lo sé. El camarero trae los cafés, y mi acompañante se echa hacia atrás sobre el respaldo de la silla; parece encontrarse mucho más cómodo que yo. No sé por qué, pero empiezo a analizar sus facciones, y eso que no entiendo nada de estos temas. Tiene los pómulos altos y marcados; la barbilla, cuadrada, y unos labios pálidos y suaves que sobresalen ligeramente, como si le hubiera picado en ellos una avispa. El cutis parece fresco y juvenil, sin apenas rastro de barba, y sus ojos son de color avellana. Pero ¡qué estupidez estoy haciendo! No suelo realizar esta clase de análisis faciales de los jóvenes desconocidos con los que me encuentro. Es la primera vez que me ocurre, te lo aseguro.

- Me llamo Christian -dice al tiempo que me sonrojo, pues acabo de darme cuenta de que le estoy clavando la mirada, boquiabierta-. Christian Winter.

Tiene el acento engolado característico de las clases altas, que probablemente aderece con palabrotas y términos de la jerga juvenil para disimular su buena cuna. ¿Por qué hará eso la gente joven?

- Alicia -digo yo, aunque nadie me llama «Alicia» salvo para regañarme-. Ali, Ali Kingston.

- Bueno, Alicia, Ali Kingston -dice Christian-, ha sido un placer dibujarte.

Y ahora voy y me pongo tímida hasta un punto patético, lo que resulta ridículo, ya que soy un millón de años mayor que él y, a mi edad, debería tener más juicio.

- ¿Así te ganas la vida? -pregunto con un tono no exento de reproche.

- Tanto como ganarme la vida no. Acabo de terminar la universidad. Me he licenciado en Bellas Artes. Voy a dedicarme a esto durante unos meses, hasta que encuentre otra cosa.

- Eres muy bueno.

Christian suelta una carcajada.

- No te rías, hablo en serio. Lo que pasa es que me has pillado en un mal día. Esta mañana me he levantado con el pie izquierdo.

- ¿No será que te has levantado de la cama de alguien que no te conviene?

- Estoy casada. Duermo en la misma cama todos los días.

No sé por qué, me avergüenza la manera en que mi comentario suena ante este joven desconocido tan guapo, tan seguro de sí mismo.

- ¿Casada?

- Del todo.

- ¿Hijos?

- Tres.

- ¡Vaya! No pareces...

- ¿Tan desmejorada?

- Tan mayor.

Y tú no pareces con la edad suficiente para coquetear conmigo. Sonrío para mis adentros y entonces caigo en la cuenta de que no ha sido exactamente para mis adentros. El me devuelve la sonrisa.

Me pongo a buscar el bolso, a falta de algo mejor que hacer.

- Tengo que irme. He salido un momento del trabajo para ver si se me pasaba el mal humor.

- ¿Te he servido de algo? -me mira con los ojos de un cachorro sediento de afecto.

Me echo a reír y, de repente, el corazón se me encoge y corro el serio peligro de dejar caer el bolso y derramar sobre los adoquines todo lo que contiene.

- Sí, me has servido.

Ahora sus ojos de cachorro lanzan un destello de diablura más propio de un lobo. Consulto el reloj para librarme de su mirada penetrante, que se ha prolongado más de lo debido.

- De verdad tengo que irme.

- ¿Dónde trabajas?

- En un estudio de decoración, a la vuelta de la esquina.

No pienso contarle que me dedico a contestar el teléfono y a sujetar en alto la cinta métrica cuando es necesario. Intuyo que estoy dando excesiva importancia a mi partida y decido ponerme en marcha de una vez.

- No te olvides esto -dice Christian mientras me entrega el dibujo.

Lo cojo y lamento que no se rocen las yemas de nuestros dedos, aunque a las de él no les vendría mal un buen restregado con Scotch-Brite. Atravieso la amplia extensión de la plaza tratando de mantener una postura erguida a la par que sensual mientras me esfuerzo por no tropezarme con la basura esparcida por el suelo. No vuelvo la vista atrás, de manera que no sé si ha reparado en el esfuerzo que me ha supuesto apartarme de él. «No te olvides esto.» Qué situación más absurda. Cuando esta noche haya preparado tres raciones de bocaditos de pollo empanado con patatas fritas, además de dos lasañas congeladas y dos vasos de chianti tibio a modo de lubricante, ni siquiera me acordaré de cómo se llama.

CAPÍTULO 02

- Como no acabemos pronto con esto, me va a dar algo -Ed enterró la cabeza entre las manos-. Pero ¿por qué, por qué lo hago?

- Porque tienes que mantener a una mujer y a más hijos de los que le convienen a un solo padre.

Los dos hombres se encontraban en el local de Herramientas Eléctricas Eficientes, en un rincón de la gigantesca nave en el que se había montado un plató provisional. Intentaban grabar a una rubia ataviada con un minúsculo biquini blanco de ganchillo, la cual, a su vez, trataba de perforar un agujero en una tabla de madera de cinco centímetros de grosor con una taladradora de doble cabezal.

- ¡Acción! -gritó Ed en tono alentador, aún aferrado a la esperanza, en su calidad de productor ejecutivo de aquel vídeo publicitario, de ser capaz, en algún momento, de producir algo.

Imposible. La herramienta eléctrica eficiente no era tan eficiente. Y la rubia tampoco. De todo el conjunto, la tabla de madera era la que desempeñaba mejor papel.

- De acuerdo, haremos un descanso -anunció Ed elevando la voz.

La rubia, con paso vacilante, acudió a enfundarse el albornoz de felpa que le aguardaba.

Trevor se quitó la cámara del hombro.

- ¿Pausa para un pitillo?

- ¿Por qué no?

Ed trató de liberarse del espasmo muscular que le agarrotaba el cuello, pero, al igual que la taladradora, éste se negaba a cooperar. Sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular, solicitó:

- ¿Puede alguien encontrar un taladro que funcione mientras yo colaboro con Trevor en su afán por contraer un cáncer de pulmón?

Acompañó al cámara hasta el aire relativamente fresco del polígono industrial de Brent Park y ambos se apoyaron en el cuatro por cuatro de Ed, el cual no conocía lugares más emocionantes que el aparcamiento del supermercado Sainsbury’s, en vez de los escabrosos terrenos creados por Dios y propuestos por Mitsubishi.

Ed cerró los ojos y se hizo a la idea de que estaba en otro sitio: en algún rincón tropical donde apretaba el calor, con palmeras oscilantes y olas de espuma blanca; en algún paraje que no apestase a aceite de motor y envases usados de comida rápida.

- Estuve así de cerca de alcanzar el estrellato, Trev -con los dedos, midió un par de metafóricos centímetros-. Así de cerca.

- No me vengas otra vez con ese rollo de Harrison Ford, Edward. Sueles reservarlo para cuando te emborrachas.

- Harrison no era nadie antes de En busca del arca perdida. Esa película le convirtió en lo que es hoy. A mí me podría haber pasado lo mismo.

- A ti te ha convertido en un pelmazo. ¿Un cigarro?

- Llevo cuatro años sin fumar, ya lo sabes, y no pienso volver ahora; pero échame el humo, así podré olerlo.

Trevor, obediente, procedió a filtrar una bocanada de toxinas Benson amp; Hedges a través de sus labios entrecerrados. Ed abrió las fosas nasales de par en par y esnifó con entusiasmo.

- ¡No sé qué más quieres! -Protestó Trevor-. Diriges una empresa de vídeos corporativos que va de maravilla. Tienes un equipo estupendo, una mujer maravillosa y unos hijos fantásticos, para quien le gusten los niños.

- Me he pasado dos días en una nave industrial tratando de grabar los mejores planos de una mujer que taladra un agujero en una tabla de madera -Ed exhaló un suspiro. Profundamente-. Fui yo quien hizo estallar el avión al final de En busca del arca perdida. ¿Te he contado la vez que Harrison y yo estábamos en un bar de Marruecos y él me dijo...?

- Sí, claro que sí. Unas mil veces, sí. También me has contado lo del camello que estuvo a punto de morderle el culo. Y el efecto que le provocaba el constante roce de la arena bajo los calzoncillos. Y el tipo tan genial que era porque siempre se acordaba del nombre de Ali. Llevo cinco años trabajando contigo, tiempo suficiente para haber escuchado todas tus historias sobre Harrison Ford una y otra vez. Son estupendas, en serio. Pero hoy no, Ed; hoy no. Déjame terminarme este agente cancerígeno y luego volvemos con nuestra asesina del taladro para demostrarles a los de B amp;Q, ya sabes, la cadena de bricolaje, cómo sacar el mejor partido al «hágalo usted mismo». -Lo dejé todo por Ali, ¿sabes? -No es verdad. Lo dejaste porque, como todos nosotros, estabas harto de tanta inseguridad. Abandonaste por el miedo a no valer más que el resultado de tu última explosión; porque después de recorrerte medio mundo por unos cuantos meses de trabajo se olvidaban de ti y te colocaban al final de una interminable lista de títulos de crédito; por culpa de las noches que pasabas apoyado en la barra de bares de mala muerte en turbios países del Tercer Mundo en compañía de Harrison Ford o gente parecida, y por pasarte el día tomando medicinas contra la diarrea cuando lo que te apetecía era estar cómodamente en casa, arrellanado en el sofá, viendo reposiciones de antiguas series de humor con una taza de té en la mano.

Ed, sin dejarse convencer, soltó un resoplido.

- Edward, ahí fuera hay un montón de gente con enorme talento que se las ve moradas para conseguir un empleo insignificante. Da gracias por haber triunfado, por haber podido instalarte en una lujosa zona residencial de las afueras y disfrutar de un opulento salario de ejecutivo. La vida podría ser peor -Trevor dio una última calada a su cigarrillo.

- ¿Me dejas apagar la colilla?

- Claro.

Con ademán reverente, Trevor entregó la colilla encendida a Ed, quien se la llevó a los labios con un tembloroso suspiro.

- Sigo echándolo de menos un montón. No resulta nada fácil, aunque lo hayas dejado por propia voluntad.

- ¿Hablamos del cine o del tabaco?

- Puede que de las dos cosas -Ed tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón.

Trevor dirigió la mirada a la zona de aparcamiento, atestada de hierbajos.

- ¿No te acabo de explicar que la vida podría ser peor?

- Sí.

- Pues soy un puto vidente -suspiró-. Ha llegado la Bestia.

Ed levantó la vista. Orla O’Brien se había bajado de su BMW y se dirigía hacia ellos. Ya desde la distancia se apreciaba su mal humor, y eso que ni siquiera sabía el lío que se estaba armando con el vídeo publicitario de Herramientas Eléctricas Eficientes. Además, como estaba dotada de una sensibilidad ultra-feminista, se subiría por las paredes cuando viera a la rubia en biquini.

Orla había sido contratada por el propietario de la compañía en calidad de asesora en administración de empresas. Su cometido consistía en aminorar, aumentar, modernizar, racionalizar, digitalizar y todo tipo de funciones terminadas en «ar» que irremediablemente despertaban suspicacias y se granjeaban el odio por parte de la plantilla. Llevaba con ellos un mes y todo el mundo la detestaba, con la excepción de Ed, que por alguna razón tan caballerosa como inexplicable la consideraba sólo una incomprendida. A pesar de sus inclinaciones, Orla vestía faldas ajustadas y blusas semitransparentes y llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza como si fuera una actriz de reparto en Orgullo y prejuicio. Finos tirabuzones de cabello negro como el azabache se le escapaban al agitar la cabeza, lo cual hacía con frecuencia. Ed pensaba que se peinaba de aquella manera con la intención de parecer severa e inaccesible, pero provocaba el efecto contrario. El moño le otorgaba un marcado aspecto de sensualidad.

Además, era norteamericana, lo que empeoraba la situación. Se trataba de una mujer enérgica y eficiente que casi nunca se enteraba de los chistes y que, si los entendía, protestaba porque eran machistas, lo que invariablemente respondía a la realidad. Su absoluta carencia de sentido del humor le impedía comportarse de la manera en que lo hacían las demás mujeres en la oficina, es decir, soltando un comentario humorístico en contra de los hombres o bien lanzando al culpable algún tipo de misil, ya fuera un sujetapapeles, una goma elástica, un envoltorio de Kit Kat (sin la chocolatina dentro) o un vaso de plástico (a ser posible vacío, aunque no era esencial). A Orla le entusiasmaban la puntualidad, los planes de acción y los pronósticos, pero Wavelength Films había disfrutado de una feliz y próspera existencia a lo largo de varios años gracias a una sublime combinación de desbarajuste, camaradería y buena voluntad. La empresa contaba con personal fiel, aunque desorganizado, y existía una norma no escrita por la que cuando la mierda llegaba al ventilador nadie escurría el bulto, sino que todos a una apretaban los dientes y le plantaban cara a la adversidad. Y funcionaba. A veces bien, otras veces peor. Semejante actitud no encajaba lo más mínimo con las disposiciones de Orla, quien así lo hacía saber, a menudo con un tono brusco e inflexible que resultaba muy excitante.

- Da más miedo que Cruella de Vil -masculló Trevor.

- No exageres -contestó Ed, aunque sin darse cuenta cruzó los brazos en ademán defensivo.

Orla se detuvo frente a ambos.

- ¿Cómo va todo? -preguntó sin más preámbulos.

- Genial -respondió Ed con una sonrisa afable.

- He pensado pasarme por aquí a última hora, si os parece bien. Quiero revisar varios asuntos.

Con un sentimiento que rayaba con la resignación, Ed se fijó en el abultado maletín que transportaba la recién llegada.

- ¿Qué tal si vamos a tomar una copa cuando hayáis terminado? -añadió Orla pasando la vista del uno al otro.

- No cuentes conmigo -respondió Trevor mientras se apartaba del coche-. Me voy a casa a ver el vídeo de 101 dálmatas.

Se encaminó hacia el almacén con la presteza del hombre que se sabe a punto de morir. Orla, molesta, arrugó la nariz.

- ¿Es otro de esos chistes de los que no me entero?

- No tengo ni idea -repuso Ed mientras reprimía la sonrisa que amenazaba con curvarle los labios. -Y, ¿tú qué dices?

- No puedo llegar tarde. Esta noche voy a salir.

- ¿Con tu mujer?

- Con mi hermano.

- Ah.

- ¿Qué te parece mañana, después del rodaje?

Orla levantó la barbilla.

- Mañana por la noche tengo una cita.

- Ah.

- La verdad es que puedo hacer esto sin tu ayuda -dijo ella, y se encogió de hombros con tal indiferencia que Ed Kingston sintió una inesperada punzada de desolación. Había existido un tiempo en que se sentía necesario. Ahora Ah no le necesitaba, los niños no le necesitaban, ni siquiera los asesores en administración de empresas le necesitaban.

Orla se puso en marcha y siguió los pasos de Trevor. Sus tacones resonaban con resolución sobre el cemento. Ed lamentó no tener nada más que aplastar contra el suelo y empezó a seguirla con actitud sumisa, al tiempo que no perdía del todo la vana esperanza de que alguien hubiera encontrado una taladradora que de verdad taladrara.

CAPÍTULO 03

- ¿Has tenido un buen día, cariño?

Ante mi pregunta, Ed levanta la mirada de la revista Broadcast y fuerza una sonrisa. Se le ve agotado y somnoliento, además de necesitado de un sustento mayor que el que proporciona la lasaña congelada.

- Sí, estupendo. ¿Y tú?

- También.

- ¡Hurra! ¡Bocaditos de pollo! ¡Bocaditos de pollo!

A veces me asombran mis propios hijos. El que así grita es mi hijo menor, Elliott, adicto a los bocaditos de pollo. Sentado a la mesa, se agita de un lado a otro con un destello en la mirada que resulta delirante en una persona de tan corta edad. Antes de que el plato llegue a rozar la mesa, ya está inundado con una capa de kétchup de tres centímetros de grosor. Tiempo atrás contemplé la idea de matricularme en la escuela de hostelería Pru Leith con el fin de llegar a ser uno de esos chefs a la última moda. Hay que ver lo pronto que olvidamos nuestras ambiciones cuando nos enfrentamos a las agresiones de la vida cotidiana. Coloco una ramita de cilantro a un lado del plato de Elliott en un intento por mitigar mi sentimiento de culpabilidad. No funciona. Ni para mí ni para mi hijo pequeño, que la aparta a la velocidad del rayo, no vaya a envenenarle, y llena el espacio vacante con más salsa de tomate de bote.

Mi otro hijo, Thomas, tiene doce años y es todo lo que unos padres pueden llegar a soñar. Aún carece de acné, sus zapatillas deportivas no desprenden mal olor y le gusta la lectura -los libros de Harry Potter, claro-. Seguramente odia los bocaditos de pollo, pero es demasiado educado para hacerlo notar y se los comerá de todas formas. Cuantos le conocen le consideran inteligente, conversador y sociable, y espero que siga así por mucho tiempo. Tanya es la mayor de mis hijos. Antes era inteligente, conversadora y sociable, pero ahora es adolescente. Es una niña-mujer de quince años de edad; huelga toda explicación. Estamos esperando a que se digne a sentarse a la mesa mientras nuestra cena precocinada se enfría por momentos. Mi hija es una fanática del trance. No me preguntes qué clase de música es ésa; una vez se lo consulté y recibí un chasquido de lengua por respuesta. Creo que se llama así porque, al ser tan monótona y repetitiva, la lleva a un estado de trance. A mí, sin embargo, me entran ganas de arrancarme las orejas cuando la escucho. Y luego dicen de los sedantes: la música trance te atonta los sentidos de tal manera que incluso se podría usar como anestesia durante el parto. Tanya tiene permanentemente la mirada vidriada de alguien que se aburre hasta la saciedad, y sólo se anima -hasta el punto de resultar ridícula- cuando Adam Rickitt aparece en la televisión. (En mi caso, y en el de otras muchas mujeres, Nicky Tilsley, de la telenovela Coronation Street, surte el mismo efecto.) Mi hija viste faldas demasiado cortas y zapatos que acabarán por destrozarle los pies, pero he renunciado a seguir quejándome.

Por fin Tanya nos honra con su presencia y suprimo la tentación de preguntarle si se ha lavado las manos. A los quince años, me figuro que es lo bastante mayor para decidir si debe comer o no con los dedos sucios.

- ¡Otra vez bocaditos de pollo, qué fuerte! En otras ocasiones le he ofrecido lasaña, de verdad, pero protesta en igual medida.

Todos los miembros de mi familia se precipitan sobre la comida como buitres, por lo que debería alegrarme; pero no es así. Aunque la preparación de la cena no me ha costado gran esfuerzo, considero que alguien, en algún momento, debería darme las gracias. De hecho, Ed ha optado por lanzarse al vino en primer lugar.

- Esta noche juego al squash con Neil -masculla mientras ataca su plato de pasta.

Por la falta de entusiasmo de su tono, dudo que vaya a ser así. Neil es el hermano menor de Ed. Guapo y varonil, inteligente y sensual, es un ídolo para las mujeres, lo que no da la impresión de agradarle demasiado. Neil es más afable y sonriente que Ed, pero es que no tiene la remora de una mujer y tres hijos. Resulta un hombre encantador, aunque, de alguna manera, debe de estar emocionalmente lisiado, porque a pesar de que tiene montones de novias ninguna le dura mucho. Ed y Neil quedan para jugar al squash una vez a la semana, aunque sólo practican este deporte una vez cada tres semanas. El resto del tiempo lo pasan en un pub comentando la baja forma en la que se encuentran, lo viejos que se sienten y lo injustamente que les trata la vida por no dejarles tiempo para jugar al squash con regularidad.

- Jemma va a venir -comento, pero nadie muestra el menor interés.

Jemma es mi hermana pequeña y todos la adoran, aunque de una forma discreta y un tanto indiferente.

- Qué bien -contesta Ed por fin. -Vamos a emborracharnos con una botella de chardonnay barato y, como de costumbre, charlaremos sobre la ineptitud genital de los tres últimos hombres con los que ha salido. Sigue buscando a alguien con los atributos de un semental, y no los de Mi Pequeño Pony. Luego, probablemente nos reiremos como descosidas con un episodio de Friends. A veces me da la sensación de que todas mis emociones se filtran a través de la vida sexual de Jemma, que, debo aclararlo, atraviesa por un periodo de sequía. Justo como la mía.

Ed y yo nunca encontramos tiempo para echar un polvo. Quien viera mi pila de ropa para planchar no tendría que preguntar la razón. Por las noches nos desplomamos en la cama dando gracias por haber sobrevivido otra jornada más, lo que, en mi opinión, no es la mejor receta para incitar la pasión. De todas formas, ¿qué más da? Es lo que le ocurre al noventa y nueve coma nueve por ciento de la población. Me cuesta creer que seamos los mismos que pasábamos horas haciendo el amor y luego, abrazados en la cama, contemplábamos cómo las nubes iban cambiando de forma al pasar por la ventana de nuestro dormitorio. Ni que decir tiene que aquella vida era anterior a los Dodotis.

- ¿Habéis tenido un buen día en el colegio? -pregunto a los culpables de mi arruinada vida sexual.

- No -responde Tanya.

- Muy bueno -dice Thomas-. Gracias.

- Genial.

Elliott aún no se ha enterado de que mostrar entusiasmo no queda bien. Asiste a un centro privado de educación infantil situado muy cerca de casa por el que tenemos que pagar una pequeña fortuna al mes, pero merece la pena porque, con el paso de los años, nuestro hijo se convertirá en un ciudadano equilibrado, autosuficiente y seguro de sí mismo. O eso nos repetimos cada vez que llega la factura y estamos a punto de desmayarnos.

- Tuvimos que ser árboles -una expresión confundida le ensombrece el semblante-. ¿O éramos elefantes?

Me pregunto si un consumo excesivo de bocaditos de pollo puede causar algún daño cerebral a largo plazo. De ser así, nuestra inversión en su enseñanza académica estaría resultando inútil.

Se escucha un sincronizado estruendo de tenedores y percibo que el lavaplatos se prepara para lo que se le viene encima. Me he comido la lasaña sin apenas saborearla, por lo que debería sentirme agradecida.

- ¿Qué vais a hacer esta noche? -pregunto a continuación.

- Nada -responden al unísono.

Podríamos tener en casa noche tras noche una exhibición del Circo de Moscú, el elenco completo de Steps y la mitad de los futbolistas del Arsenal, y ¿qué dirían mis hijos sobre el particular?: «Nada».

- Bueno, pues marchaos a hacer lo que queráis sin armar jaleo -les digo.

Los niños se levantan de la mesa sin pedir permiso y desaparecen. Yo tenía la intención de educarles mejor; en serio, me lo había propuesto.

Aprieto la mano de Ed.

- Pareces cansado.

- Estoy hecho polvo. No me apetece nada jugar al squash, la verdad. Creo que será mejor que vayamos a tomar una cerveza. Veré de qué humor se encuentra Neil.

Neil siempre se encuentra de buen humor. Es una de esas personas alegres y felices. Mi hermana debería engancharle y casarse con él antes de que otra mujer se la adelante; pero no se anima. Dice que sería incesto. En teoría no es así, pero entiendo a qué se refiere. Casarse con tu cuñado puede resultar de lo más incómodo aunque no necesariamente te condene a una descendencia con riesgo genético. Además, mi hermana tiende a preferir a los hombres que ya están casados.

Se escucha un intenso y rugiente sonido que procede del núcleo de la apacible zona residencial de Richmond, tres calles más allá. Una vez que he contado los veinte segundos de rigor, llega Neil en su espléndida moto, aplastando los restos de mis narcisos y rociando gravi11a a los cuatro vientos. Este juvenil medio de transporte le sienta como un guante, y él insiste en que no se trata tan sólo de un juguete. Asegura que es su antídoto contra la obligación de recorrer Londres de un lado a otro al volante del destartalado Citroën familiar que utiliza a causa de su trabajo. Neil es fotógrafo y se pasa más tiempo del que le gustaría haciendo fotos de colegiales que posan a regañadientes en vez de retratar a las modelos con las que tanto desea trabajar. Pero se le da de maravilla. Congenia con los niños a la primera, o eso dice.

- ¡Eh, hermano! -exclama Neil mientras entra por la puerta trasera.

Agradezco que no la haya abierto de una patada, pues cuando monta esa endiablada máquina adquiere las maneras de Terminator. Es una Honda de no sé qué cilindrada. Vistosa y potente, es el tipo de motocicleta que hace que a los hombres de cierta edad se les caiga la baba y lloren en silencio, añorando los días en que eran jóvenes y carecían de hipoteca o de fondo de pensiones. Ya sabes. Por lo general, Neil es una persona juiciosa y prudente, pero en el momento en que se sienta en esa máquina sus células cerebrales parecen disminuir.

- Hola, Neil.

Me besa y propina un puñetazo a Ed en plan de broma.

- ¿Partido o cerveza? -pregunta. Puede que perciba que su hermano está un tanto estresado, igual que él mismo.

- No estás de humor para jugar, ¿eh? -responde Ed.

- Pues no, la verdad. Hagamos de las nuestras con unas cuantas pintas del néctar de los dioses.

- Déjala aquí -propongo yo mientras señalo la moto-. ¿Por qué no te quedas a pasar la noche? Pondré a los chicos juntos. Puedes dormir en la habitación de Elliott.

- Por mí estupendo -choca las palmas con Ed y me alegro al ver que mi marido se echa a reír.

Ed se levanta y se estira. Sigue siendo un hombre muy atractivo, a pesar de que sufre de una cierta flaccidez en la zona abdominal por culpa de pasar demasiado tiempo detrás de su escritorio. ¡Pero mira quién fue a hablar! La ley de la gravedad y los partos múltiples tampoco han sido clementes con los músculos de mi estómago. Hace bien en preocuparse por mantenerse en forma, aunque sea en una escala de tiempo limitada. Ed tiene un físico rudo y varonil y, por su aspecto físico, cualquiera diría que juega al rugby, aunque nunca lo ha hecho. Y eso que, curiosamente, nos conocimos en un club de rugby. Quién sabe lo que estaríamos haciendo allí; por desgracia, el paso del tiempo ha borrado esa información de nuestros respectivos bancos de memoria. ¿Por qué será así? Las cosas que uno piensa que nunca olvidará desaparecen de pronto, se esfuman en el aire con escasas probabilidades de regresar.

Ed tiene una mata de cabello castaño oscuro que se peina y atusa con esmero y que crece como la mala hierba, de modo que, con la excepción de la semana en la que ha ido a la peluquería, siempre parece necesitado de un buen corte de pelo. La voz de mi marido es grave y sensual; sería un excelente presentador de deportes en televisión. El color de sus ojos es el de los pantalones vaqueros sin estrenar, y tiene unos labios carnosos y rojos, así como unas cejas demasiado espesas que empeoran cuando frunce el ceño. Que es lo que hace en este momento.

- ¿A qué esperamos?

Jemma asoma la cabeza por la puerta.

- A mí no, me figuro.

- Hola, Jemma -Ed la abraza y le da un beso.

- Jemma... -Neil la besa levemente en la mejilla.

- ¿Adónde vais vosotros dos con tanta prisa? -pregunta mientras me da un beso con aire distraído.

- Van a charlar sobre squash en lugar de sudar la camiseta.

- Vamos a celebrar una reunión sobre tácticas de juego que, mira por dónde, va a tener lugar en el Queen’s Head.

- Puede que más tarde me pase por el pub a veros -amenaza Jemma.

- Es una conversación sólo para hombres -Ed esboza una sonrisa. Me roza la mejilla con los labios. Se le notan secos-. Hasta luego -acto seguido, desaparecen.

Jemma se instala en un taburete de la cocina mientras empiezo a recoger los restos de la cena.

- ¡Dios santo -exclama mi hermana al tiempo que se rebulle en el asiento para mayor comodidad-, no me había fijado en lo guapo que está Neil!

- Es el cuero negro y ceñido -la advierto-. Siempre surte el mismo efecto.

- Ah.

Localizo el sacacorchos y me dirijo a por las copas de vino.

- Abre una botella decente -dice Jemma-. Asalta las existencias de Ed y encuentra algo anterior al 2000. He tenido un día de perros. Tú y yo siempre bebemos un mejunje sólo apto para cocinar salsa boloñesa. Quiero emborracharme con uvas de calidad, y no con vino peleón. No me puedo permitir levantarme con dolor de cabeza; tengo que dirigir una tienda.

Mi hermana disfrutó de la buena vida como sobrecargo de British Airways durante varios años, y vivió a cuenta de una serie de pilotos casados mientras ahorraba el dinero ganado con el sudor de su frente para abrir una tienda de ropa vintage. Proporciona vestidos de los años veinte a una serie de actrices de televisión que los lucen en ceremonias de entrega de premios y eventos así, y es una fuente inagotable de chismorreos acerca de los famosos. Personalmente, creo que los lee casi todos en el ¡Hola!, pero se niega a admitirlo.

Esbozo una sonrisa y abro una botella que no está mal, y eso que ninguna de las dos seremos capaces de notar la diferencia después de unas cuantas copas. Empiezo a llenar el lavaplatos mientras me pregunto si no será más trabajo que lavar los cacharros a mano.

Jemma da un sorbo de vino y exhala un suspiro.

- ¿Qué es esto?

Ha sacado el papel a medio enrollar de una esquina de mi bolsa de trabajo y agita el dibujo en mi dirección. -Un retrato -respondo. -Ya me he dado cuenta. ¿Quién es? -No seas bruja.

- Estás preciosa; maravillosa, diría yo. ¿Cuándo te lo han hecho?

- Hoy. Esta misma mañana.

- ¡Dios santo, es buenísimo!, ¿verdad?

Le doy la espalda y me concentro en los cacharros. No soporto que la vajilla se coloque mal y luego aparezcan restos secos en los platos o agua espumosa en el interior de las tazas. Para mí es una pesadilla.

- ¿Y bien?

- Y bien ¿qué?

- Que no es propio de ti derrochar en algo así. Es la clase de cosas que hago yo. Tú te gastas el dinero en jabón para la lavadora, facturas del colegio y toneladas de comida para calentar en el microondas.

Mi familia me toma el pelo, y mucho, por mi incapacidad para cocinar cenas sabrosas y nutritivas en los días de diario.

- El artista me lo hizo sin cobrar nada.

- ¡No! -mi hermana examina el retrato desde todos los ángulos y me entran ganas de arrancárselo de las manos y esconderlo-. Pero ¿por qué?

- No lo sé. Yo estaba sentada tomando un café, y me dibujó. Supongo que estaría aburrido -añado a toda prisa al notar la mirada de escepticismo de Jemma.

- ¿Te elige entre un montón de gente y te hace un retrato porque se aburre?

- Nada de un montón de gente; de hecho, no había nadie alrededor.

- ¡Madre mía! El asunto se va poniendo romántico por momentos.

- Ni mucho menos. No era más que un chico.

- Ah, ¿sí? -Jemma hace una mueca-. ¡Qué decepcionante! -gira el retrato para colocarlo boca arriba-. Bueno, pues debiste de gustarle para dibujarte así de guapa. ¡Por todos los santos, Ali, pareces una estrella de cine...! -Jemma me mira fijamente y dejo a un lado la fuente de las patatas fritas-. Te estás sonrojando -añade con expresión de horror.

- No es verdad.

- Sí, te has sonrojado.

- No es más que un sofoco.

- Y una mierda.

Recojo otra vez la fuente de las patatas fritas y trato de echar hacia delante mi indómita melena para ocultar la cara. Jemma y yo nos parecemos bastante, sólo que ella cuenta con una figura más sinuosa, una nariz fantástica y un cabello domable. Su pelo tiene un tono castaño bruñido, y no el color de una zanahoria pasada. Además, es largo en vez de voluminoso, con un rizado favorecedor que no le da la apariencia de un salvaje de Borneo.

- Te has puesto muy femenina -añade. También se parece a mi madre, en el sentido de que no se le escapa ni una.

Ahora soy yo quien dice:

- Y una mierda.

- ¿Cómo se llama ese joven tan guapo?

- ¿Quién ha dicho que fuera guapo?

- Apuesto que lo es.

- Se llama... Christian -digo por fin. Las piernas me empiezan a temblar-. Y sí, tienes razón, es guapísimo.

- Vamos, que está para chuparse los dedos, como las tartaletas de fresa. ¡Serás desvergonzada!

Mi hermana se ríe a carcajadas. Me siento a su lado y acabo mi copa de vino de un trago, porque, justo a la vez, me sonrojo y tengo un sofoco.

CAPÍTULO 04

- Esa Jemma es un pedazo de mujer -comentó Neil con admiración mientras levantaba su pinta de cerveza.

- Es una devoradora de hombres con fobia al compromiso -repuso Ed mientras examinaba una patata frita con sabor a queso y cebolla antes de llevársela a la boca.

En Richmond había montones de bares que estaban de moda, pero ellos siempre acudían al Queen’s Head. Era un pub de ambiente varonil de los de toda la vida, donde se servía cerveza de barril -aunque los hermanos jamás la probaban- y donde la música no sonaba a un millón de decibelios, de modo que era posible mantener una conversación. No obstante, Neil lamentaba la escasez de mujeres ligeras de ropa, sin contar a la camarera de la barra, cuyos pechos recordaban a un par de hurones que mantuvieran un combate bajo aquella camiseta ajustada que dejaba el ombligo al aire.

- Jemma siempre se queja de que no consigue encontrar un hombre, y eso que tiene una fila de tíos llamando a su puerta. Sin embargo, ella siempre se las arregla para escoger al que menos le conviene.

- Típico de las mujeres -observó Neil.

- Te daría demasiado trabajo.

- Tonterías.

- ¿Acaso parece la clase de mujer que te dejaría lavar los calcetines colocándolos dentro del váter y tirando de la cadena?

Neil mostró una expresión herida.

- ¡Ya no hago eso! Jamás. Bueno, casi nunca.

- Has acumulado tantas cajas vacías de comida rápida que no me extrañaría que un día, indignadas, abandonaran tu cocina por su propio pie. No eres la clase de hombre capaz de conservar una novia muy meticulosa. Eres un tipo tranquilo. Disfruta de ello. Búscate una mujer desordenada que te quiera como eres.

- Pero ¡qué dices! ¿Una de esas perezosas y desastradas?

- Mira, el que se pica ajos come -Neil lanzó a su hermano una mirada furiosa por encima de su cerveza-. ¿Te acuerdas de lo que pasó con Penny? -Neil se estremeció-. Viviste un infierno durante tres años. Te impidió que jugaras al fútbol; peor aún, que vieras los partidos. Te prohibió fumar. No te dejaba emborracharte en las fiestas. Te obligó a vender el Alfa Romeo y a comprarte un Citroën, y no paraba de quejarse de que no tenías un trabajo como Dios manda.

- Creía que eso es lo que hacen los enamorados.

- Entonces, cuando había conseguido todo eso, te abandonó y se fue con un fisioterapeuta calvo como una bola de billar que fumaba y jugaba al fútbol.

- Apuesto que ya no juega -Neil esbozó una amplia sonrisa.

- Quiero a Jemma como a una hermana -declaró Ed-, pero ella también trataría de cambiarte.

- Y ¿si cambiara ella? Lo mismo podría rebajar sus exigencias.

- Jamás. Las mujeres no cambian hasta que te casas con ellas.

- Vi a Penny el otro día. Estaba en el supermercado Tesco con sus dos hijos; uno iba en sillita. Ha engordado un montón -Neil sonrió y cogió unas patatas fritas de la bolsa de su hermano-. Pero al menos ella ha pasado página. Sin embargo, aquí estoy yo, tres años más tarde con el mismo empleo, el mismo piso, la misma vida.

- Cambiando de tema, cuéntame cómo va el mundo desenfrenado y glamuroso de la fotografía escolar.

- Como de costumbre. Me he pasado el día intentando agrupar a unos revoltosos niños de cinco años para que dieran una cierta apariencia de orden. No sabes lo que es pasarse la vida llamando «salchichas apestosas» a unos mocosos hiperactivos con mellas en la dentadura para hacerles sonreír.

- Pues yo me he pasado el día intentando que una rubia en biquini perfore un agujero con una taladradora estropeada. Seguro que mañana pasaré otro día insustancial tratando de que corte con una sierra rota. Por cierto, no compres nada de la marca Herramientas Eléctricas Eficientes.

- Al menos puedes disfrutar de una chica en biquini. Piensa en mí: lo único que veo son horribles chiquillos que tendrían mucho que aprender de Guillermo el Travieso en cuanto a la elegancia en el vestir se refiere -Neil se echó hacia atrás-. Ah, ¿cuándo van a llamarme por fin los de Vogue para pedirme que vuele a Ecuador y vaya a fotografiar a Elle, a Helena o a Liz para la portada de la revista?

- Puede que cuando empieces a mover ese culo tan vago y recopiles una carpeta de trabajos en condiciones.

- Trataré ese comentario con el desprecio que se merece. Aun así, la temporada de las bodas está al caer -dijo Neil, ahora más animado-. Aunque las novias sean casos perdidos, en mi chispeante repertorio se encuentran algunas damas de honor muy atractivas.

- Da gracias por una vida tan sencilla, hermano mío. Neil detuvo su jarra de cerveza en el aire. -¿No tendrás problemas en casa...? -No, nada de eso. En casa no, todo va bien. Bueno, al menos no hay nada que el gordo de la lotería y la cesión de tres niños a un circo ambulante no puedan arreglar.

- ¿Qué tal el trabajo?

- Como siempre. No eres el único que añora temas mejores y más importantes.

- ¡Ah, no me vengas con las historias de Harrison Ford!

- No te las cuento desde hace siglos.

- Desde Navidad, con una copa de oporto de más.

- ¡Eso fue hace meses!,

- Si no estuviera tan seguro de la moralidad a prueba de bomba de nuestra madre, juraría que Harrison era nuestro tercer hermano, al que perdimos tiempo atrás.

- Hace tres semanas me pasé diez días grabando a un hombre disfrazado de lata de migas de atún. Era un contrato importante para Wavelength. ¿Te extraña que añore los buenos tiempos?

- Todo es relativo, Ed. ¿Cómo crees que se sentía el hombre metido en la lata? -Neil asintió con aire sabio.

- Tienes razón.

- Con el transcurso del tiempo, las cosas siempre se ven de color de rosa. Ya lo sabes. Ed exhaló un suspiro.

- A veces se me olvida; otras me pregunto dónde podría estar ahora si hubiera continuado hasta el final.

- Probablemente, rodando El regreso de la momia en el arenero de un parque de las afueras de Londres haciéndolo pasar por el extenso desierto de Egipto.

- Probablemente sí.

- No todo era sol y arena, mar y sexo. Tú mismo lo decías. ¿Pasaste alguna noche en el tráiler de Sharon Stone?

- No.

- Entonces, ¿qué sentido tenía todo aquello? Unas cervezas con Harrison Ford no son para tanto. Seguro que no era el trabajo de ensueño que ahora das a entender que fue.

- Quizá tengas razón.

- Debe de haber algo que haya provocado este nubarrón. ¿Aún tienes que aguantar a esa envarada yanqui de origen irlandés? Igual te está afectando al estado de ánimo.

- Orla no está tan mal. Podrá ser envarada, irlandesa y norteamericana, pero se limita a cumplir con su trabajo.

- Le doy otro mes. Para entonces te habrá vuelto del revés a base de psicoanalizarte, de cuestionar cada una de tus decisiones.

- Si no fuera ella, sería otra persona. Podría tratarse de alguien bajo, gordo, calvo y con olor a sudor. Al menos, por mucho que Orla me complique la vida, es una mujer despampanante, una alegría para la vista.

- ¿En serio? -Neil se puso en guardia-. Creía que sólo tenías ojos para Ali.

- Todos tenemos derecho a mirar de vez en cuando -respondió Ed.

Acto seguido se tragó la cerveza y engulló la última patata frita con sabor a queso y cebolla al tiempo que se preguntaba por qué le daba la impresión de que las mejillas y las orejas le empezaban a arder.

CAPÍTULO 05

No me puedo creer lo que estoy haciendo. En serio, no doy crédito. He salido temprano del trabajo para comer algo y estoy sentada -sí, has supuesto bien- en el Covent Garden Café. Estoy comiéndome un bocadillo que para el caso bien podría ser un pedazo de cartón. Y no es una crítica a la comida que sirven; tiene que ver más bien con el estado de ánimo en el que me encuentro. Sin embargo, he tardado una semana en decidirme, lo que, pensándolo detenidamente, no ha estado mal. Hasta que he llegado aquí, casi me las había arreglado para convencerme de que lo único que quería era tomarme un café frío y un bocadillo de cartón en un agradable establecimiento, y de que no estaba interesada lo más mínimo en ver si Christian seguía por los alrededores o a cuántas mujeres de melena encrespada podría estar retratando en un acto de generosidad.

No sé si te puedes hacer a la idea de cómo me siento. Es como cuando por la noche dejabas un diente pringoso que se te acababa de caer debajo de la almohada y a la mañana siguiente, como por arte de magia, el diente había desaparecido y una reluciente moneda de cincuenta peniques ocupaba su lugar. (La tarifa actual en mi casa oscila entre una y cinco libras esterlinas, dependiendo del nivel de dolor soportado a la hora de arrancar la culpable pieza dental. Tanya perdió un incisivo cuando se golpeó contra la barra de su bicicleta, lo que sin duda merece un billete de cinco.) Pero en mi fuero interno siempre supe que era demasiado bueno para ser verdad. ¿Por qué alguien, mucho menos un ratón, iba a querer un diente ensangrentado a cambio de dinero? Daba la impresión de que el ratoncito Pérez siempre se llevaba la peor parte, lo que me dejaba con la intranquilidad de la duda. ¿Qué razón podría existir para actuar así? Y eso es lo que siento, de una manera un tanto diferente, ante la presente situación. Aunque no creo que Christian se pueda comparar con el ratoncito Pérez, yo me identifico al cien por cien con el diente pringoso.

Esta mañana el ambiente estaba muy sosegado en el Estudio de Decoración de Kath Brown. Ya dije que mi jefa tenía un nombre aburrido. No es que, de por sí, haya nada de malo en llamarse Kath Brown, lo que pasa es que no se trata de un nombre con gancho para una interiorista. Tal vez si lo cambiara por Kathy o Katy Brown, o incluso Kat Browne, le daría un aire más atractivo. En cualquier caso, todo está tranquilo y voy a tomarme una hora entera para la comida, de modo que puedo acabarme el bocadillo a toda prisa y escaparme a Neal’s Yard para ver si en alguna de las tiendas encuentro una prenda extravagante o pretenciosamente moderna, que no necesito para nada pero podría justificar mi presencia en la zona.

La plaza está abarrotada de gente, acaso porque el sol se ha dignado a hacer su aparición. Junto al café hay un hombre pintado de color oro de la cabeza a los pies; sujeta un silbato entre los labios y, como era de esperar, lanza pitidos a los transeúntes, quienes a su vez le arrojan unas monedas. También veo un espectáculo de títeres llamado Gran Teatro Internacional de Muñecos que consiste en hileras y más hileras de estropeados modelos de Barbie y Ken -y algún que otro Action Man- que, ataviados con ropas estrafalarias, simulan cantar éxitos del pop manejados por un hombre igual de estrafalario, el cual, a toda costa, trata de transmitir que la actuación goza de alguna clase de maestría. Al otro lado de la calle, una hermosa morena de aspecto bohemio interpreta como los ángeles piezas de Vivaldi con un destartalado violín, lo que da a entender que su actuación carece por completo de talento. Qué extraño es el mundo. El caso es que por mucho que miro alrededor, en contra de mi voluntad, no hay rastro de Christian por ninguna parte.

Pago la cuenta y me dirijo hacia el mercadillo. Podría tomar la ruta directa por James Street pasando por la boca del metro, pero nunca se sabe, lo mismo encuentro en el mercadillo algo fundamental para mi vida. Sí, pudiera ser. Mientras paso entre las filas de objetos de cristal decorado y las camisetas de seda, mis esperanzas se desvanecen, y entonces, cuando llego al otro extremo, el que da a la parte posterior de Opera House, allí está.

De espaldas a mí, retrata a una mujer de mediana edad que se ríe y coquetea con él. No sé por qué, pero el estómago se me revuelve. Puede ser que algún ingrediente del maldito bocadillo estuviera en mal estado. Lo sospeché desde el principio; me parecía que la lechuga estaba demasiado fláccida para ser fresca. Me acerco poco a poco y compruebo que el retrato es bueno; excelente, de acuerdo, pero no tanto como el que me hizo a mí. La mujer vuelve a reírse y agita el cabello de un lado a otro. Christian detiene el carboncillo y ella, tras rebuscar en su bolso, le paga -¡ah, sí, le paga!- y empieza a lanzar exclamaciones de admiración hacia el retrato. Se parece bastante, pero Christian ha omitido la tempestuosa melena y esos ojos que no estarían fuera de lugar en Cumbres borrascosas.

Me detengo a su espalda unos segundos sin acertar a decidir si debería quedarme o bien ha llegado el momento de alejarme y seguir adelante con mi vida. Es ese clásico sentimiento en el que tus vísceras te dicen algo mientras otra parte de tu anatomía -tu cerebro, tu cabeza o tu corazón- te dice que no hagas caso. Antes de que pueda tomar la decisión de seguir mi instinto y marcharme, Christian se da la vuelta.

Sus ojos se iluminan. De verdad. Nunca he visto que a nadie se le iluminaran los ojos por mí; seguro que no, ni siquiera a Ed le ha pasado. ¡Madre mía, es una sensación de lo más emocionante!

- Ali -dice-, ¿qué haces aquí?

- Contemplo cómo trabaja un maestro -respondo entre risas.

¿Cómo podría decirle lo que hago realmente aquí cuando ni yo misma lo sé? Se produce una incómoda pausa en la que ambos nos removemos, inquietos; a continuación, lo lógico sería que empezáramos a hablar al mismo tiempo, pero no es así.

- He venido a darte las gracias por el retrato. El lunes estaba de un humor de perros, y quería agradecerte que me alegraras el día.

- Tú me lo alegraste a mí -responde él, y, aunque pueda tratarse de un simple cumplido, surte su efecto.

- Bueno, pues muchas gracias -soy incapaz de pararme quieta-. Me gustaría pagarte.

- Fue un regalo.

- Bueno, pues gracias otra vez -sigo moviéndome con nerviosismo-. Tengo que irme.

Se levanta tan deprisa que por poco tira el caballete.

- ¿Has comido? Puedo hacer un descanso; no me espera ningún cliente.

Tiene razón. Sólo estamos él y yo en medio de esta multitud.

- Ya he comido.

- Un café entonces -replica-. ¿Tienes tiempo para un café?

Consulto mi reloj como si no acabara de decidirme.

- Por aquí cerca hay un local pequeño, muy agradable.

¡Qué difícil resulta negarse ante esa mirada!

- Hacen unos pasteles estupendos.

- Estoy a dieta.

No es verdad, aunque tal vez debería ponerme.

- Me tomaré uno por ti.

Suelto una carcajada. Está deseando agradar. Agradarme a mí, que estoy acostumbrada a complacer a todo el mundo menos a mí misma.

- Si lo prefieres, podemos dar una vuelta. Los paseos no engordan.

Reflexiono y pienso que, aunque no engorden, pueden entrañar otros peligros.

- Ha salido el sol.

- Pues demos un paseo -concluye Christian.

Esboza una sonrisa mientras guarda los carboncillos en una caja. Luego la introduce en una mochila de marca Nike que se cuelga a la espalda. Viste una enorme camiseta blanca manchada con los frutos de su trabajo y unos pantalones beige de corte militar que le cuelgan de un cuerpo cuyo cupo completo de músculos está aún por desarrollar. Es la clase de indumentaria que llevan los amigos de Tanya. Intercambiamos una sonrisa un tanto nerviosa y tomamos la dirección de Neal’s Yard, muy cerca el uno del otro pero sin llegar a rozarnos. Me da la impresión de que esto no está bien; no está nada bien.