En lo bueno y en lo malo - Carole Matthews - E-Book

En lo bueno y en lo malo E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

El matrimonio en pleno siglo XXI es un asunto bien difícil, y si no que se lo digan a Josie, treintañera, divorciada y escéptica, aunque dispuesta a hacer de dama de honor en la boda de su prima americana.    Lo último que se imagina es que en pleno vuelo de Londres a Nueva York, mientras maldice la boda y el traje lila que tiene que ponerse, va a enamorarse de Matt, un periodista especializado en música rock, inteligente, sensible y extrañamente atento.  ¿Cómo es posible que aún tenga ideas románticas después de sus desastrosas relaciones con los hombres?   La pobre Josie se las tendrá que ver de nuevo con el amor, y no será nada fácil, sobre todo cuando está intentando convencer a su prima de que no se case con la persona equivocada   ---    «Encantará a los fans de Bridget Jones de ambos lados del Atlántico.» Library Journal    «Una historia que te hará reír a carcajadas y también derramar alguna que otra lágrima.» Woman's Realm   «Feelgood en estado puro: te hará volver a creer en la amistad y el amor» News of the World

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En lo bueno y en lo malo

En lo bueno y en lo malo

Título original: For Better, for Worse

© 2000, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-624-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

–––

A Kevin, por entrar en mi vida y enseñarme que el amor con el que siempre soñé existía de verdad...

1

- Sigo pensando en ti. -Se produjo una pausa en la que Josie imaginó que tendría que decir algo-. Mucho -añadió Damien, ante la falta de respuesta por parte de ella.

Josie cerró los ojos, se admiró de las manchas rojas del interior de sus párpados y suspiró a través de la línea telefónica.

- Yo también pienso mucho en ti, Damien; sólo que más bien me dedico a imaginar formas de hacerte sufrir. -Las más destacables por el momento consistían en partirle el cráneo con un hacha, ganar el primer premio en el sorteo de la Loto y conseguir que Ewan McGregor se enamorase de ella desesperadamente-. Curioso, ¿verdad? Justo lo que solías hacer tú.

Josie retorció entre los dedos un mechón de su deslucido cabello marrón y, no por primera vez, contempló la posibilidad de teñírselo de uno de esos vibrantes colores a la última moda que tantos elogios recibían en los programas televisivos basados en el cambio de imagen. ¿Estaría atractiva con un castaño ardiente? Tal vez sí, aunque podría resultar mejor con un corte de pelo radical, y no con una pulcra melena más conservadora que William Hague. ¿Existiría un moreno explosivo? ¿Cambiaría su vida si optara por un ébano intrépido? En cualquier caso, el cabello que tenía por el momento necesitaba un buen lavado. Otra faena más que añadir a la creciente lista de tareas que tenía que realizar aquella noche, y ninguna de ellas implicaba malgastar el tiempo hablando con Damien. Josie se apartó del empeine el peso muerto de su gato y agitó los dedos del pie antes de que se le entumecieran por completo. El gato anteriormente conocido como Prince le dirigió una mirada que podría haber convertido en piedra al más pintado. Josie lanzó un beso al minino a medida que éste se dirigía pavoneándose hacia la cocina, con su ofendida cola ondeando al aire.

- Nunca fue mi intención herirte -prosiguió Damien, empeñado, al parecer, en dar su versión del asunto.

- Salir de repente con un «me he enamorado de otra persona; adiós» suele hacer daño, por lo general.

- Deberíamos haber hablado en profundidad de nuestros problemas.

- Mira, Damien, la primera noticia que tuve fue cuando bajaste las escaleras con una maleta. Pensé que te ibas a un congreso de informática en Margate o algo por el estilo. No me esperaba que dieras por terminado nuestro matrimonio un lunes, a las nueve de la mañana. -Sobre todo después de haber hecho el amor la noche antes y alcanzar un orgasmo simultáneo, ambas circunstancias muy poco usuales para un domingo-. No quisiste hablar sobre nada, ni siquiera sobre la custodia del gato. Saliste por la puerta como si tal cosa, como quien va a comprar el pan.

- No sé qué me pasó -admitió el marido de Josie-. Era tan feliz y, de repente, dejé de serlo.

- «Bollicao» es lo que te pasó -replicó Josie-. Bollicao con sus sujetadores de copa extra grande y sus tangas de licra con estampado de leopardo. -Sí, he estado en su casa y he mirado por encima de la tapia del jardín. Sé que tiene un par de postes oxidados a los que les faltan dos tiras de alambre, y que las pinzas de tender no casan entre sí, lo que demuestra un grado de desidia en el departamento de lavandería que Damien nunca me habría tolerado a mí.

- No fue sólo Melanie.

- Melanie -se mofó Josie, haciendo un gesto con la cara capaz de agriar leche a través de la línea telefónica.

- Si bien admito que ella fue el detonante.

¿Detonante? ¡Destroza-hogares, diría yo!

- Creo que he cometido un terrible error -confesó Damien-. Un error espantoso.

- ¿Y cómo se supone que tengo que sentirme yo? Acabo de recuperar mi vida. Ya no necesito una tonelada de Kleenex para ver EastEnders en la televisión; ya no estoy demacrada, ni atacada por el eczema, ni da la impresión de que padezco de una enfermedad mortal. Los desconocidos ya no se apartan de mí en la calle; los amigos han dejado de decirme que debería verme un médico. Soy feliz.

- ¿Eres feliz?

- Sí. -La respuesta sonó demasiado desafiante como para ser sincera.

- Pues yo, no.

Se produjo otra incómoda pausa.

- ¿Cómo está el gato anteriormente conocido como Prince? -preguntó Damien con una voz más animada.

- Exultante. Comiendo su Kitekat como si tal cosa. Lleva muy bien lo de ser un felino monoparental.

- Estupendo. -El tono de Damien no daba a entender que le pareciera estupendo.

- ¿Qué tal te va como padre sustituto?

Damien soltó aire con lentitud.

- Es más duro de lo que pensaba.

Josie sonrió burlonamente para sí.

- Los niños se dejan las piezas de Lego en los lugares más insospechados; acabo de gastarme una cantidad desorbitada de dinero para que me extraigan restos de galletas Farley’s Rusks de mi ordenador portátil, y dejan migas de pan tostado en nuestra cama. La mayoría de las noches tengo la impresión de dormir en el cajón de arena de Prince.

Apuesto a que eso reduce las salvajes sesiones de sexo de las que tanto alardeaba en los primeros días.

- ¿Sabe Bollicao que me llamas por teléfono?

Josie escuchó cómo Damien se mordía las uñas, algo que siempre hacía cuando contemplaba la posibilidad de mentir.

- No.

- ¿Y dónde está a estas horas?

- En Tesco, haciendo la compra.

¡Vaya, vaya, vaya! ¡Y yo que creía que mi vida era aburrida!

- ¿Le has dicho que han llegado los papeles del divorcio?

Más mordisqueo de uñas.

- No.

- ¿No los has devuelto firmados todavía?

- No.

El gato anteriormente conocido como Prince lanzó a su ama una mirada que parecía decir: «Si yo supiera usar un abrelatas, me largaría de aquí en un santiamén.»

- ¿Es el divorcio lo que queremos? -Damien empleó su tono más zalamero, ése que reservaba para hacer que Josie se levantara de la cama los fines de semana a hacerle sándwiches de beicon-. ¿Lo que queremos de veras, definitivamente?

- Mientras tú y yo estamos hablando, mis papeles languidecen en las dependencias de un bufete de abogados para empobrecidos terminales. Fírmalos de una vez, Damien.

- No deberíamos precipitarnos.

- Ya te encargaste tú de precipitarte.

- No me merezco esto, Josie. No puedes arrojar por la borda cinco años de matrimonio.

Tú pudiste. Yo, también.

- ¿Puedo acercarme a verte?

- No voy a estar.

- ¿Adónde vas?

- No es asunto tuyo.

- Sigo siendo tu marido.

- Sólo debido a un tecnicismo sin importancia. -Josie se incorporó y lanzó una serie de sonidos tranquilizadores al gato, que a la sazón gimoteaba, formaba charcos de baba sobre el suelo y parecía estar a punto de echar espuma por la boca-. Mira, tengo que irme.

- ¿Por qué?

- Damien, ahora tengo mi propia vida.

- ¿Hay otra persona?

Josie examinó el esmalte de uñas rojo brillante de sus dedos de los pies con la jactancia de quien finge desinterés. Tenía que volver a aplicárselo antes del día siguiente. El rojo brillante y la gasa color lila que pronto luciría no conformaban precisamente la idea de moda de vanguardia de LookingGood. El gato anteriormente conocido como Prince se había arrojado al suelo, desesperado.

- Sí.

- ¿Es algo serio?

- Pasamos mucho tiempo juntos.

- Ah. ¿Es guapo?

- Sí.

- Ah.

- Tengo que irme, voy a cenar con él esta noche.

- Ah. -Se produjo una breve e infeliz pausa-. ¿Le amas?

- Damien, no quiero seguir con esta conversación. -Hacía que el plúmbeo corazón de Josie le pesase aún más.

- ¿Es rico?

- Damien, creo que será mejor que dejes de llamarme.

- No quiero que desaparezcas de mi vida.

Las comisuras de la boca de Josie se curvaron hacia abajo. Se mordió el labio, intentando alejar las emociones que amenazaban con regresar en cuanto ella bajara la guardia.

- Ya he desaparecido.

Josie colgó el auricular y abrazó un almohadón. Los almohadones eran un lujo al que tenía acceso ahora que podía elegir a su gusto las tapicerías y complementos de la casa. Damien había desterrado los cojines junto con las cestas colgantes, las canastas de mimbre para la ropa sucia y las chaquetas de punto. Eran objetos propios de personas de mediana edad, y había que evitarlos a toda costa. En consecuencia, Josie había soportado durante mucho tiempo un sofá nada acogedor, sobre el que en la actualidad se apilaban grandes cantidades de almohadones.

El teléfono sonó otra vez, agudo y persistente. El gato anteriormente conocido como Prince giraba sobre sí mismo en la moqueta del salón, interpretando su papel de animal al borde de la inanición con tal intensidad que bien podría haber merecido un Oscar. Si Kenneth Branagh hubiera presenciado la escena, habría temido por la vida del felino. El teléfono seguía sonando y Josie empezó a mordisquear una esquina del almohadón mientras fruncía el ceño en señal de incertidumbre. Ya había tenido bastante de Damien. Últimamente, relacionarse con él era como comerse un elefante: sólo resultaba digerible en pequeñas dosis. El gato anteriormente conocido como Prince le lanzó una mirada que decía: «¡Contesta de una vez, por lo que más quieras!» Josie agarró con fuerza el auricular.

- Da...

- ¿Por qué has tardado tanto en contestar el teléfono?

Josie aflojó los dedos, que agarraban el desdichado almohadón de forma letal, y se tumbó cuan larga era sobre el sofá. Se trataba de una conversación que sólo podía mantenerse en postura horizontal y, preferiblemente, con una copa de ginebra en la mano.

- Hola, mamá.

- ¿No habrás estado hablando con ese sapo marrullero de mala vida?

- ¿Te refieres al director de mi banco?

- No, me refiero a esa piltrafa, a ese miserable ex marido tuyo.

- Mamá...

- Parece que teníais muchas cosas que contaros.

- Hemos estado casados cinco años.

- Ya sabes a lo que me refiero. -La madre de Josie se aclaró la garganta-. Te conozco. Tres palabritas de ese hombre y sales corriendo en su busca con la falda subida hasta la cintura y las bragas por los tobillos. Si es que las llevas puestas.

- ¡Mamá!

- Nunca fue lo bastante bueno para ti.

- ¡Mamá! Para ti, nadie lo era. Odiabas a todos los chicos con los que salía.

Al otro lado de la línea se produjo un ofendido silencio.

- Clive me gustaba.

- ¿Clive?

- Clive era muy agradable; de un modo sencillo, sin pretensiones.

- ¡Pero si nunca he salido con ningún Clive!

- Sí, lo hiciste -le recordó su madre con cierto reproche-. Era encantador. Siempre llevaba bufanda.

- Nunca, jamás, he salido con nadie que se llamase Clive.

- Conducía un Austin Allegro. De color naranja. Era de su padre.

- Debes de estar pensando en otra persona.

- Tal vez deberías haberte casado con Clive. No parecía de la clase de hombres que te abandonan por el aroma al elástico de bragas.

No había ningún Clive, ni bufanda, ni Austin Allegro.

- Pero bueno, tu padre era igual. Sexo, sexo, sexo. Mañana, tarde y noche. Era lo único en lo que pensaba.

El padre de Josie no se había aventurado más allá de su cobertizo del jardín durante treinta años y siempre parecía más preocupado por sus pelargonios que por los placeres de la carne. Sin embargo, a su tranquila manera había logrado frenar algunos de los peores excesos de su mujer, que se habían desmandado desde que él falleció.

- Culpo a todas esas mujeres que quemaban sus sujetadores. Tu padre nunca fue el mismo después de aquello.

Josie contó hasta cuatro; contar hasta diez era pedir demasiado.

- Estaba haciendo la cena.

- ¿Qué?

- Cuando llamaste. Estaba haciendo la cena. El timbre del microondas acaba de sonar. Más vale que me vaya o la comida se me quemará, o se derretirá, o se desintegrará.

- No vas a tomar pollo al microondas otra vez, ¿verdad?

- No, he decidido tirar la casa por la ventana y voy a tomar pasta italiana al microondas.

- Me preocupas mucho, cariño.

- Ya lo sé.

«Aunque también te preocupas por todo el hemisferio occidental y por nueve décimas partes de sus habitantes», pensó Josie.

- ¿Estás preparada para mañana?

Josie miró con nerviosismo la maleta emplazada en un rincón. De ninguna manera podía permitir que su madre se enterara de que la duda la asaltaba. Era la primera vez que viajaba sola en su reciente estado de casi divorciada, y en el estómago se le mezclaban el miedo y la emoción. Tendría que encargarse ella sola de los billetes, el pasaporte y el dinero; ya no serían asunto de Damien. También se preguntaba cómo se las apañaría con el equipaje sin ninguna ayuda, si bien acabó por resolver que sería más fácil controlar un carrito de aeropuerto con criterio propio que a un hombre equipado con el mencionado criterio.

- Creo que sí.

- No se te olvidará nada, ¿verdad?

- Haré todo lo posible al respecto.

- No hace falta que utilices ese tono jocoso. Ya sabes que tenía que atarte los guantes a la mochila del colegio con cinta elástica porque siempre te los ibas dejando por ahí. Si tuviera una libra por cada par de manoplas que perdías, ahora viviría puerta con puerta con Barbra Streisand.

- Sí, mamá.

Por la expresión del gato anteriormente conocido como Prince se diría que estaba arrepentido de haber exigido a Josie que contestara el teléfono. Ésta le lanzó una mirada de «ya te lo dije».

- Tengo que irme. El gato quiere cenar.

- Mimas demasiado a ese animal.

- No tengo a nadie más a quien ofrecer mi cariño.

- Me tienes a mí.

- Aparte de ti.

- Confío en que encuentres a alguien muy pronto. Yo sería una abuela estupenda.

- ¡Mamá! Eso es lo último que me pasa por la cabeza en estos momentos. No estoy preparada para una relación estable, ni mucho menos.

- Bueno, un poco de sexo fortuito no estaría mal, para empezar...

- ¡Mamá!

- Lo sé todo sobre los condones. La señora Kirby, la farmacéutica, me habló de ellos mientras me preparaba una pomada para las hemorroides. Nunca salgas con un hombre que los compre de tamaño pequeño.

- Tengo que dejarte; mi cena está al borde de una combustión espontánea.

- Ojalá pudiera irme contigo.

- Demasiado tarde, mamá.

- Debería estar allí. No sé por qué Martha tenía que organizar su boda con tantas prisas.

- Bueno, así es ella. Tal vez pensó que si no salía corriendo hacia el altar, su novio podría cambiar de opinión.

- Ha estado soltera mucho tiempo -concedió su madre.

- No creo que eso le deba preocupar a Martha.

- Ya que ha esperado todo este tiempo, puede que consiga el hombre adecuado a la primera.

¡Touché, madre!

- Te lo contaré todo cuando vuelva.

- No accedas a llevarle nada a nadie, sobre todo cualquier cosa que recuerde a los polvos de talco. Podría ser heroína pura y acabarías bailando la danza del vientre en una cárcel turca. En Woman’sRealm salen artículos sobre el asunto continuamente. Las jovencitas no os dais cuenta de lo vulnerables que sois.

- No soy una jovencita. He cumplido los treinta y dos. Soy un pilar de la comunidad y he sido sensata y equilibrada desde que tenía doce años. ¿Qué decían siempre mis informes escolares?

- Que eras muy sensata y equilibrada -admitió su madre.

- Alegato concluido.

- Y no hables con hombres desconocidos en el avión. Si te sientas al lado de uno con aspecto raro, pide que te cambien de asiento. Tienen la obligación. Está en las normas.

- Tengo que irme. -Comience el proceso del término de la conversación. Iníciese la cuenta atrás. Cinco. Josie acercó el auricular hacia el receptor, lentamente.

- Da recuerdos a todos de mi parte.

- Lo haré. -Cuatro. El auricular continuó su descenso.

- Llámame en cuanto llegues, para quedarme tranquila.

- De acuerdo. -Tres. El proceso seguía su curso. Genial.

- Prométemelo.

- Te lo prometo. -Dos.

- Te quiero, Josephine Ellen.

- Yo también te quiero, mamá. -Uno. Conseguido. Auricular a base. Aterrizaje completado.

Una vez logrado con éxito el término de la conversación, Josie echó una ojeada al reloj. No estaba nada mal; de hecho, había estado a punto de batir un récord mundial. Al bajarse del sofá, reparó en el gato, reclinado débilmente sobre la puerta de la cocina.

- Bueno, puede que al principio te hicieras pasar por un animal al borde de la inanición; pero ahora tu estómago debe de creer que te han cortado la garganta de un tajo.

El lastimoso maullido corroboró que así era.

El teléfono volvió a sonar y el gato se desvaneció.

«Sabía que era demasiado bueno para ser verdad», pensó Josie. Otro timbrazo. «No me presentó un análisis detallado de las enfermedades de los vecinos, ni me puso al día de la vida amorosa del limpiador de ventanas.» El aparato continuaba sonando y el gato proseguía con su silenciosa súplica.

- Tengo que contestar. Sabe que estoy en casa -dijo Josie. Los timbrazos sonaban, sonaban y seguían sonando-. Hablaré un minuto, nada más.

Levantó el auricular.

- Mamá.

- ¿Qué marca de coche conduce?

- ¡Damien!

- ¿Es un coche de la empresa? ¿O algo más deportivo?

- Damien, déjame en paz.

- Has estado hablando mucho tiempo. ¿Era él?

- Era mi madre. Y no tengo por qué contestarte.

- ¿Es él más importante para ti que yo?

- Damien, para mí el hecho de limpiarme los dientes con seda dental es más importante que tú.

- Ah. -Escuchó cómo su ex marido exhalaba un profundo suspiro-. Josie, yo...

- Me voy, Damien. Adiós.

- Josie...

Colgó el auricular con estrépito. El gato se mostró aliviado.

- A ti y a mí -le informó- van a acabar despedazándonos.

Josie encendió las velas colocadas en la mesa. Eran las de color rojo que había comprado para el último San Valentín, que no llegó a estrenar porque Damien había llamado diciendo que tenía que quedarse en la oficina a causa de un proyecto muy complicado. Arrancar ese tanga de leopardo del enorme culo de Bollicao debió de ser muy complicado, efectivamente. Por fin, llegó a casa a las dos de la madrugada, borracho y apestando a perfume. (El equipo se había visto obligado a ir a tomar una copa a un hotel tras concluir el trabajo, según la disculpa que Damien ofreció a la mañana siguiente, mientras luchaba contra la resaca.) Y Josie tuvo que comerse en solitario la cena que había preparado con tanto cariño.

Situó la ración individual de lasaña congelada, baja en calorías y baja en sabor, sobre la mesa. El microondas había teñido las esquinas de un apetitoso tono negro, dando a las placas de pasta la apariencia de losetas de pavimento comestibles, mientras que el centro seguía blanco, tibio y húmedo. La lechuga, pasada dos días de la fecha de caducidad, estaba marchita; pero Josie quería vaciar la nevera antes de marcharse y sentía un odio patológico hacia el desperdicio de comida.

- Aquí tienes, comilón -dijo con afecto al tiempo que vaciaba una lata de Delicias de Carne Supreme sobre un plato de porcelana Royal Doulton situado en la mesa. El plato mostraba una pareja de novios rodeados de recargados corazones dorados y más flores de las que uno pudiera imaginarse-. Hora de disfrutar.

El gato anteriormente conocido como Prince se restregó cariñosamente contra los tobillos de Josie, cubriendo de pelos sus pantalones negros.

- Por el interés te quiero, Josie -le reprochó ella, al tiempo que clavaba el tenedor en la lasaña con todo el entusiasmo del que era capaz ante una cena que se veía tan sabrosa como papel de paredes mojado. El hecho de que hubiera vuelto a sentir apetito y que empezara a hartarse de los platos precocinados era buena señal. El siguiente paso para enderezar su vida sería empezar a cocinar comida de verdad, de la que puede comerse. Tal vez hasta su desaparecido busto podría hacer su oportuna reaparición en algún momento.

Odiaba que Damien la llamara por teléfono. Sus llamadas removían violentamente todo aquello que empezaba a asentarse, como una resaca que ejerciera su fuerza por debajo de la superficie de un mar en aparente calma. Damien siempre se las arreglaba para hacer que Josie se pusiera a la defensiva, aunque fuera él quien había decidido romper el matrimonio. Además, el hecho de que ella saliera o no con alguien no era de su incumbencia. Aunque Josie se estuviera tirando a toda la selección inglesa de fútbol -y pasándoselo en grande- no sería en modo alguno asunto de Damien Flynn. Josie dio un sorbo de su vino tinto; sabía seco y amargo. Hasta acabarse una mísera copa le costaba trabajo. Beber a solas no tenía nada de divertido.

El gato anteriormente conocido como Prince se subió de un salto a la silla e instaló las garras en la mesa. Josie suspiró con melancolía. El único hombre de su vida emitió un ronroneo apreciativo para demostrar que él sí sabía arrimarse al sol -o al Kitekat- que más calienta y, enterrando la cabeza en el plato de porcelana, se puso a comer de manera habitual, como si aquella fuera la última vez.

Josie puso en marcha el reproductor de CD. George Michael susurraba melodiosamente. Ya era capaz de escuchar todo tipo de canciones cursis con los ojos secos, lo que era otra buena señal. Sonaba la balada Carelesswhisper. «Los pies culpables carecen de ritmo...», Josie y Damien siempre habían bailado bien juntos, ya fueran con pies culpables o no.

¡Uf! Estaba agotada. Las conversaciones con su ex marido virtual y con su madre habían consumido sus reservas de energía de emergencia. De todas formas, al día siguiente podría dormir durante el vuelo en lugar de ver la película cursi que pondrían y que seguro que ya había visto. Retirando la silla de la mesa y haciendo un gesto innecesariamente ostentoso con la servilleta, Josie se sentó. El gato levantó la mirada del plato.

- ¿Y? -preguntó-. Eres importante para mí, es verdad. ¿Acaso le he mentido?

La mirada que le lanzó el gato anteriormente conocido como Prince decía que, probablemente, sí.

2

- Está ocupando mi asiento. -Josie volvió a cotejar el número de su tarjeta de embarque con el del armario para equipajes.

El hombre que ocupaba el asiento de Josie estaba conectado a un reproductor de música digital y asentía con la cabeza de forma enérgica, presumiblemente al ritmo de la música. O tal vez estuviera sufriendo un ataque de alguna clase. En todo caso, parecía el perro de antelina que el padre de Josie llevaba en la bandeja posterior de su Ford Cortina, cuya cabeza -extrañamente separada del cuerpo- oscilaba de manera irregular cada vez que giraban una esquina o golpeaban un parachoques. A fuerza de observar al animal, Josie había sufrido de mareo cinético durante años. Y allí estaba de nuevo, reencarnado en su asiento. Se preguntó si aquel tipo entraría en la categoría de «aspecto raro» de la que hablaba su madre.

- ¿Podría sentarse lo antes posible, señora? El comandante está listo para despegar y está usted bloqueando el pasillo.

- Pero...

La azafata chasqueó la lengua y se abrió camino de un empujón. Josie no estaba de humor para semejante actitud. La llamada de Damien la había dejado desconcertada y alterada a más no poder. Pasó una noche horrible y tuvo sueños en los que su ex marido la sometía a todo tipo de crueldades. En la última secuencia la había inmovilizado sobre la cama y con sus afiladas uñas le arañaba el cuero cabelludo. Cuando Josie se despertó, con la cara enterrada en la almohada, el gato anteriormente conocido como Prince estaba sentado sobre su cuello y, con las patas, le daba suaves toques en la nuca para recordarle que estaba a punto de dar la hora del desayuno. Todos los hombres eran iguales: egoístas hasta el final.

Con la tarjeta de embarque, Josie dio unos golpecitos en la cabeza del hombre que ocupaba su asiento. Fue entonces cuando él levantó la vista.

- Asiento. Mío -anunció, al tiempo que señalaba ostentosamente con el dedo-. Fuera.

El hombre se quitó uno de los auriculares y lo examinó.

- ¿Te importa? -preguntó a continuación-. Me gusta observar el despegue.

- Bueno...

- Podemos cambiarnos a mitad de camino.

La boca del hombre se partió en una amplia sonrisa que decía: «Juega conmigo, lanza mi pelota y te dejaré que me hagas cosquillas.» Un graduado de la escuela de seductores de Barbara Woodhouse. Lo que faltaba.

- Bueno... -vaciló Josie. Quería sentarse al lado de la ventanilla. El despegue y el aterrizaje eran las partes más peligrosas de un vuelo, y siempre resultaba reconfortante conocer la distancia que uno tendría que recorrer hasta alcanzar la muerte en caso de «dificultades técnicas»-. De acuerdo. -Josie hizo una pausa para mostrar su reticencia.

- Gracias. Eres un encanto.

No soy un encanto. Soy una pasajera malhumorada con más equipaje que la maldita Joan Collins. Voy cargada de absurdos regalos de boda para las inminentes nupcias en Nueva York de mi prima Martha, y esto es debido a que casi todos mis parientes son unos tacaños y no quieren pagar el billete para asistir en persona, por lo que me han abarrotado de cuencos de macedonia de cristal tallado, toallas con iniciales bordadas y otros enseres maritales variados que permanecerán intactos en las profundidades de los armarios de Martha durante los próximos veinte años. Porque si existe una chica que tiene todo lo que pueda desearse en la vida, ésa es Martha.

Además, dado que estoy a punto de divorciarme, me molestan las bodas.

El hombre que ocupaba el asiento de Josie volvió a encajarse el auricular en el oído y continuó asintiendo con la cabeza. El seductor: segunda parte. Josie nunca había visto a nadie tan enfrascado en la música como aquel tipo, con la excepción de Madonna. De un momento a otro, se pondría a hacer vibrar las cuerdas de una guitarra invisible. Si aquel individuo insistía en seguir moviéndose de un lado a otro como un teleñeco durante todo el trayecto, el vuelo se iba a hacer interminable.

Josie resopló de furia al tiempo que levantaba su equipaje a la altura del hombro. Al menos Joan Collins llevaría a remolque un acólito o lacayo joven y apuesto que le echaría una mano. Mientras ella, Josie Flynn, de treinta y dos años de edad y futura solterona de la diócesis de Camden, no tenía a nadie. A nadie. Merecía la pena repetirlo. Ahora que había pasado a engrosar la estadística de divorcios, ella sola se veía obligada a responsabilizarse de que las sábanas con fundas de almohada a juego de la tía Connie alcanzaran su destino sanas y salvas. Eran de los económicos almacenes British Home Stores porque, como había señalado su tía, a los norteamericanos les encantaba cualquier cosa que llevara la palabra «British», es decir, británico. Y en el fondo de su corazón, Josie sabía que los narcisos amarillo brillante reclinados sobre un fondo de remolinos color cereza no eran precisamente el estilo de Martha. En absoluto.

Y a Dios gracias que no había tenido que cargar con su madre también. Josie consiguió meter a presión su bolsa de mano en el armario para equipajes con la esperanza de que la miríada de objetos de adorno con la pegatina de Royal Doulton no se hiciera pedazos. Acto seguido, se dejó caer en el asiento vacío. También abrigó la esperanza de haber borrado todo rastro de comida de gato del plato de boda conmemorativo, utilizado por el gato anteriormente conocido como Prince y regalo de la tía Freda.

Su compañero de vuelo no pareció prestar demasiada atención al despegue sobre el que tanto alboroto había armado, pero los ojos se le iluminaron considerablemente cuando Gruñona, la azafata, apareció empujando el carrito de bebidas.

- Whisky doble -solicitó, después de que a Josie le hubieran entregado una tibia botella de plástico de Valle Glacial, agua de manantial con gas natural. ¿Qué significaba «con gas natural»? ¿Que alguien se tiraba pedos en el agua? ¿Por qué no podía Josie tomarse también un whisky doble? Pues porque no quería llegar a Nueva York deshidratada y con pies de hipopótamo. Abrió la botella y dio un sorbo vacilante. ¡Agua de manantial glacial! ¡Ja! Más bien parecía pis de mono. El hombre que ocupaba el asiento de Josie abandonó su reproductor de música por un instante y se bebió el whisky de un trago.

Josie le miró de refilón.

- ¿Miedo a volar?

- Muchísimo. -Pasó la lengua por el borde del vaso-. Confío en que no me ofrezcan nunca el puesto de Alan Whicker, el reportero trotamundos. Sin embargo, el motivo de esto -levantó el vaso al aire- es que soy un infeliz y reacio divorciado. -Sonrió con tristeza y Josie se percató de que sin los cables que le salían de las orejas resultaba bastante atractivo-. El decreto final de divorcio, junto con la minuta del abogado, me llegó al buzón justo cuando salía para el aeropuerto.

- Lo siento.

- Yo también -respondió él-. Ha pasado mucho tiempo. Creía que me había hecho a la idea. ¿Por qué me duele aún?

- El rechazo siempre duele. Y el desamparo. -Josie, con cierta reticencia, dio otro sorbo de la botella-. Se pasa con el tiempo.

- Supongo que hablas por experiencia propia.

- Sí, desde luego. Lo he vivido. Sé lo que se siente. Cambié la casa de mis sueños, de cuatro dormitorios y en un barrio residencial de lujo, por un mugriento piso en Camden.

Un ceño fruncido ensombreció la cara del hombre que ocupaba el asiento de Josie.

- No da la impresión de que lo hayas superado.

- Lo he hecho -afirmó ella, al tiempo que caía en la cuenta de que, en cierta medida, por pequeña que fuera, lo había superado. La conversación que había mantenido con Damien la noche anterior había demostrado que ya no se sentía arrastrada por la marea de las emociones de su ex marido. Josie contaba con emociones propias por las que dejarse arrastrar. Con seguridad, aquello tenía que considerarse como un adelanto.

- Bueno, compañera divorciada -levantó su vaso vacío en dirección a la botella de plástico de Josie-. Me llamo Matt Jarvis. ¡Por nosotros!

- Josie Flynn. -Chocó la botella contra el vaso.

- Bueno, ¿y qué te lleva a los Estados Unidos de Norteamérica, Josie Flynn?

- La boda de Martha -respondió ella-. Mi prima. Treinta y cuatro años. Primer matrimonio. Optimista impenitente.

- Ingenua.

- No; sólo convencida de haber encontrado su hombre perfecto.

- Chica afortunada.

Josie se encogió de hombros.

- Voy a ser dama de honor.

Matt soltó una risita burlona.

- No te rías. Yo pensaba que era demasiado mayor para volver a ser dama de honor. La última vez, tenía siete años; iba vestida de gasa amarillo pálido. Me dieron un azote porque estuve jugando con barro en el patio de la iglesia mientras hacían las fotos de boda y destrocé mis flamantes bailarinas de seda.

- ¿Qué vas a llevar puesto esta vez?

La boca de Josie se curvó hacia abajo.

- Gasa lila.

Matt se mordió el labio.

- Hay que ver cómo cambian los tiempos en el apasionante mundo de la moda nupcial.

- Es muy bonito -protestó Josie-. La pena es que estamos en febrero. Y no tiene mangas. Ni espalda.

- Suena muy bien...

Josie le lanzó una mirada asesina.

- ¿Y tú?

- Trabajo. Soy periodista musical de la revista Sax‘n’DrumsandRock‘n’Roll. Se cumplen veinte años de la muerte de John Lennon y vamos a lanzar un ejemplar conmemorativo. Voy a entrevistar a los «nuevos» Beatles para un artículo de doble página.

- Increíble -apuntó Josie.

- Increíble, eso es. ¿Cómo puede un puñado de chavales incultos sin ningún talento, con gorras de béisbol y pasos de baile coordinados, compararse con el hombre que sin ayuda de nadie cambió por completo el panorama del rockandroll?

- ¿No le echó Paul una mano?

Matt frunció el ceño, en señal de profunda indignación.

- ¿Ni siquiera un poquito? ¿Y Elvis? ¿No tuvo nada que ver? Según tengo entendido, fue bastante popular en su época.

- Todos los demás carecían de la genialidad de John.

- Ah. -Josie fingió interés por la botella de Valle Glacial-. Ya veo que eres fan de Lennon.

Matt aprobó con un gesto y paseó la mirada en busca de la azafata.

- Ya veo que tú, no.

- Los David eran lo mío -confesó Josie-. Sobre todo Essex y Cassidy. Aunque también lanzaba alguna que otra mirada de nostalgia a David Soul.

- ¿David Soul, el rubio de StarskyyHutch?

- Sí, ya lo sé. -Josie hizo una mueca de disgusto-. Era adolescente. Sufrí una crisis en cuanto a mis gustos. Fue una fase difícil de mi vida. Cuando crecí un poco, me pasé a David Bowie y consideré que me había convertido en el colmo de la sofisticación. Si hubieran sido Paul, George, Ringo y David, mi vida podría haber sido totalmente distinta.

Tal vez, si se hubiera casado con un David, en vez de con Damien, su vida también podría haber sido totalmente distinta. Josie reflexionó que debería haber prestado más atención a la película Laprofecía, en lugar de haber estado morreándose en la última fila con algún chico lleno de acné cuyo nombre se había perdido en la noche de los tiempos y que bien podría haber sido Clive, el de la bufanda y el Austin Allegro, el favorito de su madre. Sí, si hubiera salido corriendo el día que conoció a Damien, quizá en la actualidad llevaría una placentera existencia en la campiña inglesa junto a dos niños angelicales, en lugar de encontrarse al filo del divorcio y ganarse la vida a duras penas impartiendo clases de Tecnología de la Información y Ciencias Empresariales a aburridos alumnos de bachillerato en un decrépito instituto en Camden. Tal vez. Junto a David, la vida podría haber tenido un final de cuento de hadas. En lugar de eso, Damien, Elpríncipeazul, fue encontrado besando a otra mujer, y bajo el resplandor de un súbito rayo quedó convertido en Damien, Laranaasquerosa.

- ¿Cuándo se aprobó?

- ¿Cómo?

- Tu divorcio.

- Técnicamente, aún no se ha aprobado. Por el momento me encuentro en el proceso de vuelta a la soltería. Acabo de devolver los papeles firmados. Aunque jugar a los abogados carece de sentido para mí, ya que no tengo la intención de volver a entrar en ese estado particularmente deleznable.

- Mi mujer se vuelve a casar la semana que viene. ¡En la misma iglesia!

Ambos hicieron un gesto de desaprobación.

- El periodo de duelo no le ha durado mucho, la verdad -masculló Matt-. No puede esperar.

- A algunas personas les gusta decir «para siempre».

- Creo que se trata de un asunto más práctico. -Dio otro trago de whisky-. Está embarazada.

Josie hizo una mueca.

- De gemelos.

- ¡Caray!

Ambos dieron otro trago.

- Por lo menos, no va a llevar el mismo traje.

Arriesgaron otra sonrisa.

Josie apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento.

- Se supone que el amor se disfruta más la segunda vez.

- ¿Estás de acuerdo con eso?

- Aún tengo que probarlo -respondió Josie-. Quizá la idea sea que uno aprende de sus errores y elige un tipo de persona diferente. Preferiblemente, una persona radicalmente distinta.

Matt se encogió de hombros.

- Tal vez nosotros dos tengamos la suerte de conocer a alguien especial un día de éstos, y por quien merezca la pena arriesgarse a sufrir otra vez.

- Tal vez.

Se miraron el uno al otro dubitativamente.

- ¿Otro whisky?

Matt asintió con gesto de tristeza.

- Que sean dos -concluyó Josie.

3

Josie había salido de Londres completamente sobria y bajo una llovizna gris. Ahora estaba borracha, y el día era caluroso y soleado. Nueva York en febrero, y a dieciocho grados. El indicador de temperatura le lanzaba perezosos guiños rojos, animando a sus párpados a que hicieran lo mismo. La intensidad del sol le hacía sentir náuseas. Josie no estaba lo que se dice encantada de haber traído consigo su abrigo largo de invierno, así como bufanda y guantes. Debería haber hecho caso omiso a su madre cuando le regaló los oídos con las predicciones de chubascos de nieve y temperaturas de ocho grados bajo cero que había encontrado -por casualidad- navegando por Internet en busca de patrones de confección de prendas de punto. No obstante, de seguir así el tiempo, el vestido de dama de honor podría no hacerle caer en una hipotermia incontrolable. Y se alegraría por Martha en caso de que no lloviera durante su desfile nupcial hacia la iglesia.

A las puertas del aeropuerto John F. Kennedy, la cola para los taxis serpenteaba de manera interminable a todo lo largo del edificio de la terminal. Matt se encontraba a su lado, tambaleándose ligeramente.

- ¿Quieres que cojamos el mismo taxi? -sugirió él, esforzándose por pronunciar las eses.

Josie asintió con un gesto, insegura de que su propia lengua fuera capaz de enfrentarse a los rigores de un «sí».

- ¿Qué haces esta tarde?

Josie tenía la intención de encogerse de hombros, pero tampoco estaba segura de poder llevar a cabo tan sencillo movimiento.

- Ir de compras. Llamar a mi madre. Llamar a Martha. Decirles que he llegado sana y salva. Ir de compras.

- Deberíamos hacer algo juntos -propuso Matt mientras ambos caían rendidos sobre el asiento trasero de un destartalado vehículo que apestaba a incienso, después de haber escuchado un millar de pitidos de silbato por parte del encargado de taxis del aeropuerto.

El taxista se lanzó al flujo de tráfico haciendo oídos sordos al inevitable estruendo de bocinas.

- ¿Por ejemplo?

- La Estatua de la Libertad, aprovechando que hace sol. Cuando le brillan los ojos, está preciosa. -A Matt le brillaban los ojos igualmente.

Josie sonrió en señal de aprobación, aunque no sabía a ciencia cierta si sus labios se encontraban en la posición adecuada.

- De acuerdo, ¿por qué no?

Se relajaron sobre el asiento forrado de peluche mientras el taxi rebotaba al pasar por los empalmes de la ampliación de la autopista Van Wyck en dirección a Manhattan, donde el sol matinal caldeaba las fachadas de los edificios que se elevaban hasta rozar el cielo.

A Josie le encantaba Nueva York. La ciudad palpitaba de tal manera que daba la impresión de que las aceras estaban cargadas de electricidad y el aire, plagado de interferencias estáticas. Era la metrópoli más vibrante del mundo. Había estado allí una docena de veces con Damien y con Martha -una de las ventajas de tener familia al otro lado del Atlántico-, pero nunca se cansaba de regresar. Siempre había algo nuevo y excitante que hacer; era un auténtico crisol de personas y experiencias. Todo allí era más grande, más rápido, más alto, más ruidoso, más llamativo y más colorido que en cualquier otro lugar del mundo.

Matt, adormilado, cabeceaba al compás de los baches de la carretera, ajeno al ritmo trepidante de la vida a su alrededor. El taxista se fue abriendo camino a través de las congestionadas calles a medida que se adentraba en el corazón de la ciudad, donde se avanzaba mucho más deprisa a pie que en cualquier medio de transporte. Era la primera vez que Josie viajaba sola a Manhattan, pero no sentía el nudo en el estómago que había esperado. Tal vez se debía al hecho de encontrarse con Matt -no es que sirviera de gran ayuda, la verdad, pero la compañía de otra persona resultaba reconfortante-. Mientras contemplaba el cuerpo amodorrado de su acompañante, se preguntó si sería un viajero experimentado o si, simplemente, estaba borracho como una cuba. A pesar de todo lo que había dicho acerca de su ex mujer, daba la impresión de que carecía por completo de preocupaciones. Matt contaba con un carácter inusitadamente tranquilo y con toda probabilidad era de los que te ponía de los nervios cuando tenías prisa por llegar a algún sitio o querías que una estantería estuviera instalada desde el día anterior. Josie se sentía cómoda a su lado, notaba una cierta camaradería y tuvo que poner freno a las conjeturas sobre si Matt sería un buen instalador de estanterías en potencia. Josie no podía creer lo mucho que le estaba costando acostumbrarse de nuevo a la soltería, y se preguntaba cuánto tiempo más tendría que pasar hasta que se sintiera a gusto en su nuevo estado civil.

Matt se despertó. Con ojos cansados contempló por la ventana los lugares emblemáticos a los que las series norteamericanas de detectives habían otorgado tanta fama. El tráfico se había parado en seco.

- Mi hotel queda cerca de aquí, en la siguiente manzana -informó a Josie-. Si quieres, me bajo ahora y quedamos en Battery Park para coger el trasbordador a la Estatua de la Libertad. -Consultó el reloj-. Dentro de, por ejemplo, una hora y media.

Josie miró su reloj, que no resultaba de mucha utilidad, ya que marcaba la hora del otro lado del charco.

- De acuerdo.

Matt se inclinó hacia adelante.

- Me bajo aquí, amigo -anunció. A regañadientes, el taxista apartó el vehículo parcialmente del flujo de tráfico para darle tiempo a salir despedido hacia la acera.

- Nos vemos luego -se despidió Matt.

Agitó la mano y tropezó al bajarse del taxi, dejando a Josie repantigada en el asiento y a cargo de abonar el precio de la ruta.

El hotel de Josie era un establecimiento anónimo. La clientela consistía principalmente en hombres de negocios igualmente anónimos, que marchaban con determinación a través del vestíbulo enfundados en trajes azul marino con el ademán de quien se dirige a reuniones de alta importancia. Le recordaban a Damien. Él también era un hombre de traje azul marino, acicalado hasta el punto de parecer un modelo de venta por catálogo. Josie siempre había deseado que se soltara un poco, que de vez en cuando se dejara crecer una barba incipiente, o una atractiva perilla. Pero Damien nunca había dado su brazo a torcer hasta que, claro está, se escapó con Bollicao -una modelo más joven que él- y al entender lo errático de su estilo, realizó fuertes inversiones en sudaderas de Tommy Hilfiger, botas Timberland y corte de pelo al estilo de los emperadores romanos. Por aquel entonces, Josie descubrió que las citas importantes de su marido no ocurrían en hoteles de los alrededores, sino en habitaciones de hoteles de los alrededores. Pero ya no resoplaba con furia al acordarse. Bueno, no mucho.

Siguió al botones obedientemente hasta la habitación, una estancia amplia y cuadrada con dos camas. Tenía un aire funcional, como tantos otros hoteles a los que el grueso de la clientela acude en los días laborables. Se dirigió a la ventana y al apartar hacia un lado el desvaído visillo notó el impacto del sol contra el cristal. A pesar de la amplitud de la línea del horizonte de Manhattan, la vista consistía en los conductos de ventilación de aire acondicionado del edificio de oficinas de enfrente.

Josie volvió a correr el visillo. A través de la fina tela, el panorama mejoraba. La vista de Manhattan siempre resultaba espectacular, sobre todo cuando uno se encontraba abajo, en el suelo, o arriba, en el aire. Desde la distancia, podía apreciarse en su plenitud. Pero desde allí, situada de sopetón en el medio, se reducía a fila tras fila de opresivos rascacielos apelotonados.

Josie entregó una generosa propina dada su escasez de monedas, y en el mismo momento que el botones salió por la puerta se desplomó, con gratitud, sobre la cama más cercana. No le costaría esfuerzo alguno cerrar los ojos y deslizarse de inmediato al país de los sueños, a pesar de que la ciudad más electrizada del planeta crepitaba impacientemente allá abajo. Pero había quedado en llamar a su madre en cuanto llegara a Nueva York. ¿Por qué se habría comprometido? Posiblemente porque resultaba agradable saber que alguien se preocupa por ti, aunque ese alguien fuera tu madre. ¿A quién llamaría primero, a su madre o a Martha? ¿Tormento o placer? Josie resolvió quitarse de en medio el tormento; Martha tendría que esperar.

En plena época tecnológica, el teléfono tardó una eternidad en establecer la conexión. Josie imaginaba a su madre afanándose a toda prisa en retirar cualquier rastro de su cena temprana de la mesa del comedor, a la que siempre se sentaba durante las comidas, aunque ahora estuviera sola.

- ¿Diga?

- Hola, mamá. Te llamo para decirte que he llegado bien.

- ¡Cariño! Empezaba a preocuparme por ti.

Josie esbozó una sonrisa indulgente.

- Bueno, pues no hace falta. Estoy perfectamente.

- ¿Qué tiempo hace? ¿Hay ventisca?

- Hace sol, y calor.

- ¿En febrero? ¡Imposible!

- Eso me temo.

- Cielo, nunca te cases con un hombre del tiempo. No puedes creer ni una palabra de lo que dicen. ¿Qué tal el vuelo? Supongo que no habrás hablado con desconocidos.

- Sólo con el asesino del hacha, dos psicópatas y un aficionado a comer niños pequeños.

- Tienes una lengua muy afilada, Josephine Flynn. No pareces hija de tu madre.

- Me senté al lado de un hombre muy agradable.

- ¿Hasta qué punto agradable?

- No era abogado; no te habría gustado.

- Los abogados resultan muy útiles en las familias, ahora que los pleitos están a la orden del día.

- Lo tendré en cuenta.

- Esta mañana, mientras tomaba mis Special K, estuve leyendo el DailyMail. Espera, aquí lo tengo... -Josie escuchó el crujido de las hojas de periódico-. ¿Conoces a un tal Bill Gates?

- Sí, claro...

- ¿Por qué no le llamas por teléfono mientras estás en Estados Unidos?

- Me refiero a que sé quién es. No lo conozco personalmente. Ni siquiera hemos estado en la misma sala, ni en el mismo país, que yo sepa. Desde luego, no hemos compartido una bolsa de patatas fritas.

- ¿Y eso importa?

- Puede.

- Está soltero.

- Está casado.

- No, según el Mail.

- Es el presidente de Microsoft.

- Entonces, sabrá mucho de ordenadores. Eso también resulta muy útil en un marido. Mi PC aún tiene la gripe.

- Se llama virus.

- No para de salirme un salvapantallas con Pamela Anderson en topless. Y eso que Kevin, el joven de la puerta de al lado, siempre está dispuesto a venir y echarme una mano.

- Qué raro, eso...

- Bueno, ¿vas a llamarle?

- ¿A Bill Gates? Es altamente improbable. Ni siquiera sé si vive en Nueva York.

- Tendrán una guía telefónica, digo yo. Busca su número.

- Madre, es el hombre más rico del planeta.

- ¿Y qué tiene eso de malo? Puede que ahora te parezca bien tener una pegatina de Greenpeace en la nevera, pero hubo un tiempo en el que no eras reacia a un poco de lujo y ostentación.

- Bueno, ahora las cosas han cambiado y tengo que adaptar mi vida en consecuencia.

- No entiendo por qué tienes una opinión tan baja de ti misma, Josie.

- Yo tampoco. -Josie reflexionó que podría tener algo que ver con el hecho de que su marido la hubiera abandonado por otra mujer.

- Siempre fuiste la mejor en la clase de ballet.

- Lo dejé a los cinco años.

- Tal vez no deberías haberlo hecho -repuso su madre enigmáticamente.

- Bueno, esta llamada a la agencia matrimonial de tu propiedad me está costando una fortuna, así que te dejo y me voy a disfrutar de Manhattan. -Actívese proceso del término de la conversación. Cinco.

- Muy bien, cariño -gorjeó su madre-. ¿Qué planes tienes?

- Hacer turismo, eh, ir de compras... eh, hacer turismo, ir de compras. Compras, sobre todo compras. -De ninguna manera iba a consentir que su madre se enterase de lo de Matt Jarvis. Cuatro.

- ¿Turismo o compras?

- Un poco de todo -respondió Josie con vacilación. Tres.

- Qué bien. Ojalá estuviera allí.

Y yo me alegro en el alma de que no estés. Dos.

- Dale un abrazo a Martha de mi parte. Y acuérdate, a Bill podría gustarle esa llamada...

Uno. Josie colgó el teléfono. ¿Se trataba de un caso grave de desorientación provocada por el desfase horario, o de veras su madre intentaba que ligara con Bill Gates?

Josie se pasó los dedos por el pelo y cerró los ojos al tiempo que ahogaba un bostezo. Necesitaba dormir más que nunca, pero había acordado reunirse con Matt y la hora se acercaba a toda velocidad. ¿Por qué? ¿Por qué había accedido a alterar sus planes a conveniencia de alguien con quien tan sólo había compartido unas cuantas bebidas cordiales, a pesar de que se había jurado a sí misma que jamás volvería a permitir que un hombre gobernase su vida? Ya fuera Bill Gates o Billy Bunter, Bill Bailey, Wild Bill Hickock o cualquier otro maldito Bill. ¿Por qué? Pues porque los planes de Josie habrían consistido en pequeños paseos en solitario, y cuando uno estaba solo nada resultaba divertido.

Si las compras en solitario implicaban que no tenías a nadie que te dijera si estabas tan impresionante como Gwyneth Paltrow o tan gorda como para merecer tu propio código postal, el turismo en solitario era incluso peor. ¿Cómo era posible lanzar exclamaciones de admiración ante magníficos edificios o paisajes espectaculares si uno estaba a solas? El hecho de emitir sonidos guturales furtivos en plena calle puede llevarte a la cárcel, aunque Benny Hill hizo de ello su profesión. ¿Dónde estaba el placer de recorrer el mundo si no tenías a nadie a tu lado? En la sala de profesores se hartarían de ti en un santiamén si mencionabas Manhattan cada dos palabras.

De modo que iría a la Estatua de la Libertad. ¿Podía calificarse como «cita» una salida a media tarde, en lugar de por la noche? No parecía muy romántico. Josie llevaba sola casi seis meses y aún le resultaba difícil participar en el juego ritual de apareamiento del que nunca había formado parte con anterioridad. Desde los catorce años había pasado de una relación a otra directamente. Mientras uno se marchaba, el otro estaba llegando; tan puntuales como los trenes de Virgin. La vida amorosa de Josie nunca había consistido en ir cogiendo al azar los bombones de una caja surtida y probar los que le vinieran en gana, para después arrojarlos despiadadamente al cubo de basura de la vida si no estaban a la altura de lo que la ilustración de la tapa prometía. Josie nunca había sido una chica de sofisticados bombones rellenos; siempre le había gustado el chocolate sin leche y en trozos grandes. El término «monógama en serie» la definía a la perfección.

Era difícil cambiar el hábito de toda una vida de la noche a la mañana. Conforme iba creciendo su confianza en sí misma en el terreno profesional, con el paso de los años parecía haber amasado una plétora de inseguridades. ¿De dónde procedían? ¿Acaso Damien, a pesar de su atractivo, resultaba totalmente inapropiado y había aprovechado cualquier oportunidad para ir minando discretamente su autoestima? Josie había llegado a depender de él hasta tal punto que volver a ser autónoma le estaba resultando mucho más complicado de lo que esperaba.

Y no era que Josie careciera de atractivo. Por el contrario, con un toque de perfilador de labios, un buen cepillado hacia atrás y una raya asimétrica en el pelo era capaz de competir con cualquier presentadora de programas matinales que se le pusiera por delante. De hecho, había realizado unas cuantas salidas con compañeros de trabajo que, así, a la ligera, podían considerarse como citas. Y unas cuantas más con «viejos amigos» que habían salido a la superficie cuando llegó a sus oídos la buena nueva del divorcio de Josie. Pero nada de eso había alcanzado las alturas de vértigo de «vayamos a mi casa a tomar un café» ni, horror de los horrores, despertarse en la cama entrelazada con un hombre y con una raya involuntariamente asimétrica.

Volver a ser soltera daba miedo, de una manera curiosamente liberadora. Pero no había hombre alguno del que remotamente se hubiera encaprichado -si es que ése era un término que pudiera aplicarse cuando se pasa de los treinta-. De manera que no había existido la angustia vital que conlleva el confiar en que una persona de la que te has enamorado se enamore a su vez de ti. Josie no habría querido a la mayoría de los hombres ni regalados. Sólo tenía que pasear la vista por la sala de profesores en el instituto; todos los solteros eran calvos y tenían una enorme barriga que habría resultado encantadora en los cerdos vietnamitas, pero no en educadores de bachillerato de una cierta edad. Ya no quedaban hombres medianamente atractivos. Ya era oficial: el nuevo milenio es zona libre de macizos. Con la excepción de Damien, quien era demasiado guapo para su propio bien, y él lo sabía. Y de Matt Jarvis, quien resultaba guapo de un modo desaliñado y era totalmente inconsciente de ello. Tal vez por eso se sintió atraída por él.

Josie abrió los párpados con dificultad, luchando contra el peso creciente del desfase horario. Tendría que darse una ducha fría rápida. No había tiempo para acicalarse y, además, Matt estaba borracho y no se daría cuenta de todas formas. Josie se preguntó, con una triste y ligera sacudida, si se acordaría siquiera de que la había invitado a salir.

4

A Damien, la bebida no le sentaba bien. No se convertía en uno de esos borrachines alegres y cantarines que desean hacerse amigos de todo el mundo, sino que pasaba a ser un borracho sensiblero, y de ello estaba ejerciendo en aquel preciso momento, durante la fiesta de despedida de Alison Williams.

La encantadora -si bien harto embriagada- Alison había trabajado hasta aquel día en el departamento de Recursos Humanos de PowerConnect, empresa en la que Damien desempeñaba el cargo de director de Ventas. Desde el comienzo de la velada, Alison le había dejado meridianamente claro que tenía los recursos humanos a flor de piel. Las reiteradas inclinaciones de su pronunciado escote hicieron saber a Damien que estaba dispuesta a satisfacer todos sus caprichos y, en la frente, Alison llevaba estampada la palabra «felpudo». A su vez, y equivocadamente, Damien había lanzado señales de «interesado» y «asequible», y ahora no encontraba escapatoria. Deseaba con todas sus fuerzas cambiar a «totalmente desinteresado» y «fuera de alcance».

Alison se mecía delante de él, con una botella de Budweiser en cada mano y aspecto desesperado. Damien cayó en la cuenta -no sin creciente alarma- de que era la primera vez que una chica de diecinueve años se le había lanzado y él no había sentido la más mínima inclinación por responder al ataque.

Lo mismo le ocurría cuando era niño. Todo el mundo había tenido un camión metálico de juguete de la marca Tonka antes que él. Damien anhelaba un precioso Tonka de color negro con tanto fervor que a menudo se desviaba del camino a la vuelta del colegio para pasar por la juguetería y quedarse mirando el camión con avidez hasta que, por fin, le regalaron uno por su cumpleaños. El juguete fue una magnífica fuente de diversión durante dos semanas, y luego la visión de su reluciente carrocería de sofisticado diseño empezó a perder encanto. Por mucho que Damien lo intentara, no lograba deshacerse del camión. Era indestructible -ahí precisamente residía el enfoque de la campaña comercial de Tonka-. Un Action Man podía ser eliminado en cuestión de segundos con un buen golpe asestado estratégicamente, pero aquel maldito y pequeño monstruo, robusto como el que más, suponía toda una provocación. ¿Cómo podía Damien pasar al siguiente camión, mejor y más grande, si el que tenía se encontraba en perfectas condiciones? ¿Qué sentido tenía poseer un juguete que no conseguías destruir?

Las cosas no habían cambiado mucho al llegar a la vida adulta. La hierba siempre se veía más verde al otro lado de la verja, pero, invariablemente, acababa criando pertinaces malas hierbas; primero una sola, después, todo un ramillete y luego, terminaba por morir ante tus propios ojos si no le prestabas la atención y el cuidado necesarios.

- Arriba ese ánimo, colega. -Mike le dio una palmada en la espalda-. Puede que no llegue a pasar.

Damien se llevó la botella de cerveza a los labios y dio un largo trago.

- Eso es lo que me preocupa.

Mike ejercía de director de Operaciones. Era colega de Damien, además de compañero de squash y coartada de sus aventuras amorosas -favor que le había devuelto en más de una ocasión-, y lo más parecido a un amigo que Damien había permitido a nadie ser.

Mike se subió de un salto al taburete contiguo.

- ¿Dónde está la bella y caprichosa Melanie?

- Ha tenido que ir directamente a casa. No encontró canguro.

- Qué situación tan lamentable -se apiadó Mike-. Eso implica que tendrás que ir solo a la fiesta de espuma de Alison.

- ¿Fiesta de espuma? -Damien hizo una mueca-. ¿Por qué coño tendría yo que ir a una fiesta de espuma?

- ¿Has estado en alguna?

- No.

- Entonces tienes que ir, mi triste y solitario amigo, porque es una experiencia digna de probar.

- Nunca he saltado desde un acantilado y no tengo intención de hacerlo sólo porque sea una «experiencia digna de probar».

- Ah, pero en una fiesta de espuma no existe riesgo físico.

- Existirá si Melanie se entera de que he ido.

Mike negó con la cabeza.

- Esa jovencita te ata muy corto. ¿Cómo habrías logrado liarte con ella si tu mujer te hubiera mantenido confinado de semejante manera?

- No lo sé, colega, pero empiezo a desear que lo hubiera hecho.

¿Por qué se encontraba en aquel bar con moqueta pegajosa suspirando por las veladas que pasaba tranquilamente tumbado en el sofá, al lado de Josie? ¿Por qué ahora? Cuando podía haberlo hecho cada día, la idea de intimidad forzada le horrorizaba y había gastado todo su tiempo y energías intentando evitarla. ¡Oh, destino cruel!

- Tengo entendido que las pipas con zapatillas a juego son muy baratas estos días, amigo mío. Quizá deberías considerar una acertada adquisición en un futuro no muy lejano. La felpa escocesa resulta bastante atractiva, en mi opinión.

Damien sonrió burlonamente.

- Me parece que ese particular estado de cosas tardará bastante en llegar.

- El tiempo tiene la desagradable costumbre de aproximarse a todos nosotros con celeridad. Hace unos años, yo era un hombre con dinero que podía gastar en vivir la vida; ahora lo invierto en uniformes escolares y deportivas Reebok, en consolas PlayStation y bicicletas de montaña de suspensión activa. ¡Ojalá pudiera ir los domingos a tomar una pinta de cerveza al mediodía! En cambio, lavo el coche y siego el césped, y cuando echo un polvo los fines de semana sólo puedo hacer las cosas a las que mi mujer da el visto bueno. -Mike colocó su botella de cerveza vacía boca abajo, dejando que las últimas gotas cayeran sobre la barra-. Vayamos a la fiesta de espuma, aunque sólo sea por el bien de mi cordura. Necesito saber qué hace la gente adulta en su tiempo libre.

- De acuerdo -cedió Damien sin gran entusiasmo, preguntándose si el nuevo novio de Josie sería de la clase que acude a fiestas de espuma-. Pero antes tengo que hacer una llamada. Por lo visto, ha surgido una presentación urgente que tengo que preparar para mañana si no quiero perder mi empleo.

Mike le hizo un guiño alentador.

- ¡Así me gusta!

- Y no me guiñes el ojo -suspiró Damien-. No quiero que Alison, la Disponible, extienda el rumor de que soy gay sólo porque no me apetece irme a la cama con ella.

La música estaba lo bastante alta como para hacerte sangrar las orejas. Era ese horrible house, o garage