Envuelta en ti - Carole Matthews - E-Book

Envuelta en ti E-Book

Carole Matthews

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Beschreibung

¿Encontrará Janie por fin el verdadero amor?   La peluquera Janie, soltera a sus treinta y tantos, es blanco de comentarios de clientas y amistades. Tras demasiadas noches con su gato, una desastrosa cita a ciegas y recibir la noticia de que su ex novio va a contraer matrimonio, se da cuenta de que tiene que hacer algo radical con su vida. ¡Ya es hora de aventuras!    Así que dejando atrás el invierno, Janie se marcha a África, donde conocerá a Dominic, un guerrero Massai del que se enamorará perdidamente.   —    «Un verdadero abrigo invernal. ¡Disfrútenlo!» Woman   «Envuelto en romance y risas.» Womans's Way   «Justo algo para hacerte sentir bien una tarde de invierno.» Take a Break

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Envuelta en ti

Envuelta en ti

Título original: Wrapped Up in You

© 2011, Carole Matthews (Ink) Ltd. Reservados todos los derechos.

© 2024 Skinnbok. Reservados todos los derechos.

ePub: Skinnbok

ISBN: 978-9979-64-630-3

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Capítulo 1

La señora Norman viene todos los viernes a las diez de la mañana a la peluquería Cortes de Vanguardia para que la peine, sin excepción. Le gusta ponerse guapa los fines de semana, puesto que asiste a baile de salón los viernes y sábados por la tarde en el Club Conservador, y desde que el señor Norman murió hace dos años, está a la búsqueda de otro hombre. Alguien con buena presencia. Que no beba. Alguien precisamente como el señor Norman. Vivir sola, me recuerda cada semana, no es tan bueno como lo pintan. Que me lo digan a mí.

Peino con minuciosidad su cabello adelgazado por la edad en secciones claras, y coloco el último rulo en su anticuado peinado. Me encantaría hacer algo radical con su pelo que le hiciera parecer unos años más joven y tal vez ayudarla así a atrapar a ese hombre tan difícil de alcanzar. Ponerle quizá un color miel para suavizarle el gris plateado, o cortarlo de modo que le caiga hacia delante y le perfile el rostro. Pero la señora Norman no se dejaría convencer. Sabe qué es lo que le gusta —rulos tirantes y mucha laca para que permanezcan en su sitio— y ha llevado el mismo e invariable corte de pelo durante los últimos diez años que se lo llevo haciendo.

Eso sí, si no trabajara en una peluquería, quizá yo también me inclinaría por ese corte. Pero como así es, dejo que los aprendices practiquen conmigo, con diferentes grados de éxito. Ahora tengo el pelo castaño oscuro, un marrón chocolate igualito al color de mis ojos, con un gracioso peinado de duende. Pero ha sufrido muchas transformaciones en los últimos veinte años. Creo que esto me pega más que otros estilos (la permanente fue un error imperdonable) ya que tengo la cara pequeña, con forma de corazón y la piel pálida. No me he sumado en cambio a la moda de los autobronceadores: demasiadas complicaciones. Además, ¿quién quiere oler como una manzana podrida cada vez que te lo aplicas?

—¿Cómo va tu vida amorosa, Janie? —pregunta la señora Norman, interrumpiendo mis meditaciones.

Me hace la misma pregunta cada vez que la peino. Lamentablemente nunca tengo nada que contarle.

—¿Y qué me cuenta usted? —le contesto enarcando las cejas.

Mi clienta tiene setenta y cinco años y, francamente, le da más al tema que yo, que soy cuarenta años más joven.

—Los hombres de hoy en día —dice después de soltar una risita. Menea la cabeza en señal de desaprobación, y yo por poco le clavo el mango del peine—. ¡Todo lo que quieren es sexo, sexo y más sexo!

Espero que no sea así a la edad de la señora Norman.

—La Viagra tiene mucho que ver con eso. Antiguamente el interés en «esas cosas» —vocaliza eso frente al espejo— solía menguar. Pero ahora no. Oh, no. Esperan seguir haciéndolo hasta que tengan noventa años. Dos veces cada noche —más movimientos de cabeza—. Yo lo único que quiero es alguien que baile conmigo y con el que tal vez compartir una o dos cenas agradables. No quiero El último tango en París.

Me hace sonreír. Espero que cuando tenga su edad albergue tanta energía. Pensándolo bien, desearía tenerla ahora. Para terminar le pongo una redecilla rosa en el pelo.

—Vamos debajo del secador.

La señora Norman coge su bolso y me sigue hacia la parte trasera de la peluquería, donde tenemos los dos secadores. Se sienta y le busco algunas revistas del corazón. Le gustan las más escabrosas, hasta arriba de cotilleos: Closer, Heat y Now.

—¿Está bien? —le pregunto mientras bajo la campana.

Asiente.

—¿Quiere una taza de té?

—Me encantaría.

Y entonces, cuando me estoy girando para ir a la sala de personal a buscar a una aprendiz que lo prepare, mi clienta coge de manera inesperada mi mano y la estruja.

—Encontrarás a alguien —dice—. Un muchacho tan adorable como tú.

Sí, seguro.

—Deberías venir a bailes de salón conmigo. No solo hay vejestorios, sabes. Y estarían todos como abejas junto a un tarro de miel con una chica joven como tú cerca.

—Entonces ¿van hombres solteros?

—Más bien mujeres solteras —admite con tristeza.

La historia de mi vida.

—Voy a por ese té.

No hay ningún aprendiz en la sala de personal. Seguramente estén fuera, en la parte trasera de la peluquería, fumando un cigarrillo a escondidas, como solíamos hacer Nina y yo, de modo que preparo el té yo misma. Nuestra sala de personal no tiene mucho glamour. Hay filas y filas de tintes para el pelo y diversos productos, montañas y montañas de toallas, pilas de batas descomponiéndose por la humedad y el frío que hace ahora y las típicas porquerías y parafernalias asociadas a las adolescentes. La dueña, Kelly, siempre nos amenaza con obligarnos a limpiarlo todo, pero por suerte nunca lo lleva a cabo.

Kelly compró el establecimiento hace tan solo dos años o, para ser precisos, lo hizo su adinerado novio. Creo que Phil Fuller pensó que eso le proporcionaría a Kelly algo con lo que entretenerse mientras él está ocupado ejerciendo de «empresario». Lo que para mí es igual a «liante de poca monta» o algo por el estilo. Nuestra jefa solo tiene veintisiete años, mientras que su novio es treinta años mayor que ella. Me pregunto si aún saldría con él si no fuera un millonario derrochador. Ella es pequeñita, guapa y rubia. Él es un tipo corpulento, con la cara roja y una tripa cervecera del tamaño de un campo de fútbol, además de poseer inclinación por las cadenas y las pulseras de oro. ¿Me conformaría yo con un hombre así?, me pregunto. ¿Cómo puede ser eso una pareja perfecta? Aunque parecen llevarse bastante bien.

Nina entra después de mí, se deja caer junto a una pila de toallas pendientes de ser dobladas y coge una revista que hojear.

—¿La señora Norman está intentando solucionar tu vida amorosa otra vez?

—Por supuesto —contesto riendo.

Nina Dalton es mi mejor amiga. Ella y yo hemos recorrido un largo camino juntas. Somos amigas desde que teníamos once años y no fue una coincidencia que ambas acabáramos siendo peluqueras. Todas aquellas horas que nos pasábamos peinándonos la una a la otra en mi habitación no fueron del todo tiempo perdido, como se temían mis padres. Llevamos trabajando aquí desde que empezamos como aprendices hace muchos años. Comencé trabajando los sábados y cuando me contrataron a tiempo completo convencí al dueño de entonces para que contrataran también a Nina. Ahora estoy segura de que ella es una de las razones principales por las que he aguantado aquí tanto tiempo. Mi amiga es lo opuesto a mí, ha sucumbido al estereotipo de rubia platino y tiene que teñirse las raíces cada dos semanas, tarea que suelo realizar yo. Es una belleza de ojos azules y con un envidiable cuerpo lleno de curvas, mientras que yo tengo aspecto masculino y estoy totalmente plana.

Nina rebusca en su bolso y saca una manzana. Desde que dejó de fumar, mi amiga come fruta sin parar en un intento de controlar sus curvas. Pero después se entrega sin reservas al vino blanco Chardonnay como si fuera una bebida de frutas, e inmediatamente echa a perder gran parte de ese duro trabajo.

A pesar del nombre tan optimista de la peluquería no es desde luego la más vanguardista que vayáis a conocer en vuestra vida. Estamos situados en una placita muy agradable llena de tiendas al lado de High Street, en Buckingham, una zona bastante corriente que es la cabecera municipal del área. Es acogedor en cierta manera pero, admitámoslo, no es Beverly Hills. Competimos con otra peluquería mucho más moderna que sí que debería llamarse Cortes de Vanguardia, pero no es el caso. Hacemos bastantes extensiones y los cortes de pelo que llevan las famosas a un público juvenil, pero nuestra clientela principal está compuesta por mujeres como la señora Norman que vienen a lavarse, peinarse o hacerse la permanente.

Se está bien aquí. Hace no mucho hicieron la renovación que tanto necesitaba este lugar y ahora las paredes son de color mate y moca, con sillas color chocolate y espejos con marcos de plata bañados en oro. En lugar de lino zarrapastroso, pusieron el suelo de mármol artificial y todas nuestras toallas combinan en tonos crema y marrón.

A la clientela parece gustarle.

Tal vez parezca que carezco de ambición por seguir trabajando aquí después de todo este tiempo y no haber pensado perseguir la fama y la fortuna en alguna de las peluquerías de Londres. Pero el mundo no funcionaría si todos fuéramos iguales, ¿no es cierto? Quizá no esté comiéndome el mundo, pero soy feliz. Más o menos.

—Tiene algo de razón, Janie —dice Nina masticando su manzana mientras yo hago ruido con las tazas—. Llevas soltera mucho tiempo.

—Me gusta estar soltera.

En realidad no. Lo odio. Pero mi novio de toda la vida, Paul, y yo rompimos hace casi un año y, no sé, simplemente soy incapaz de afrontar de nuevo todo lo que implica una cita. Tengo treinta y cinco años y me siento imbécil empezando de cero con una persona nueva. Llega un momento en el que te hartas, ¿no? Yo tenía la esperanza de que una vez que llegara a la veintena eso de las citas fuera una palabra ausente de mi vocabulario. Pero de todas formas tampoco es que alguien me haya pedido salir. No hay hordas de atractivos tíos solteros llamando a mi puerta, así que nunca ha surgido el problema.

Preparo la bandeja para la señora Norman (taza y plato de blanca porcelana china, tetera de acero inoxidable y una pequeña jarra con leche) y coloco un puñado de esas galletas de caramelo que tanto le gustan. Kelly dice que a cada cliente solo le corresponde una —control de racionamiento—, pero en mi opinión el servicio al cliente no se trata siempre de cuadrar las cuentas. Recuerdo una época en que la señora Norman tenía muy pocas alegrías en la vida y esas pocas galletas lograban hacer asomar a su cara una sonrisa todas las semanas. No podemos ponerle precio a eso, ¿no?

—Tenemos que hacer algo con esto, Janie Johnson —dice Nina decidida y desvío mi atención de las galletas de caramelo para escuchar a mi amiga—. Sacarte por ahí un poco más. Encontrarte un amante apasionado que esté forrado y que tenga un Ferrari.

—Sí —contesto sin entusiasmo.

—Gerry seguro que es capaz de encontrar un tío soltero en alguna parte.

La última persona que quiero que se entrometa en mis asuntos amorosos es el marido de Nina, Gerry. Con la señora Norman, que Dios la bendiga, ya tengo suficiente.

Desearía que todo el mundo se diera cuenta de que estoy genial así. No quiero emociones fuertes. No quiero cambios. Y por supuesto, definitiva y absolutamente, no quiero a otro hombre en mi vida.

Capítulo 2

La señora Silverton es la siguiente en la lista. Es la Barbara Windsor de Cortes de Vanguardia. Una mujer glamurosa, de cierta edad, que aporta algo de color a nuestras vidas al llevar abrigos de piel de imitación, abundante bisutería que tintinea cuando camina y un autobronceador que le deja la piel de color caoba. Es una mujer acaudalada, ya que posee una cadena de tiendas de lencería fina en la zona. Su marido es diez años menor que ella. La señora Silverton es el tipo de persona que ve la botella medio llena. Hoy va a ponerse unos reflejos y peinarse. Ya he mezclado los colores.

—Tiene un aspecto maravilloso —digo mientras se quita el abrigo y se sienta.

—Acabo de volver de un safari, cariño —me cuenta—. El Masai Mara, en Kenia. Terriblemente maravilloso.

No sé qué haríamos las peluqueras si no tuviéramos el tema de las vacaciones para charlar la mitad del tiempo. Es lo habitual para romper el hielo con clientas nuevas, un seguro de vida para esos silencios incómodos en los que la conversación se atasca. La Navidad es también mano de santo en estos casos, aunque este año se está acercando con más celeridad de la que quisiera. Ya estamos en octubre, lo que significa que la época vacacional está a la vuelta de la esquina. A la gente le encanta hablar sobre sus planes. Me mantendrá ocupada con conversaciones insustanciales durante semanas.

Con la señora Silverton nunca falta de qué hablar, independientemente de la época del año. Siempre acaba de regresar de viaje, ya sea de Marbella, México o las Maldivas, o bien está a punto de hacer uno. La señora Silverton y su mantenido han recorrido el mundo lujosamente.

Cristal, la más joven y moderna de nuestras aprendices, viene y se sienta con desidia junto a mí, pasándome el papel de plata con un gesto de hastío moderno.

—África debería estar sí o sí en la lista de los cien lugares a los que tienes que ir antes de morir —expone la señora Silverton.

—Mmm —digo mientras Cristal me alcanza otro pedazo de papel de plata—. Suena muy bien. Me encantaría ir.

—Deberías hacerlo.

—Me deben dos semanas de vacaciones y tengo que cogerlas en enero o las perderé.

Para ser sincera preferiría olvidarme de las vacaciones y cobrar el dinero correspondiente, pero Kelly no funciona así. Acéptalo o piérdelo, esa es la política de la empresa aquí, de modo que ni me he molestado en preguntar. Seguramente me coja unos días libres aquí y allá, haga algunas cosillas en casa que necesitan desesperadamente atención y me ponga con las compras de Navidad.

—En esta época del año está precioso y soleado. Es el mejor momento para ir.

Del mismo modo que la señora Norman intenta solucionar mi vida amorosa, la señora Silverton trata de animarme a que recorra el mundo. Viajar abre la mente, suele decir. Debería abrirme a culturas diferentes. Es muy liberador, afirma.

El problema es que todos los sitios a los que he ido han resultado ser exactamente como Inglaterra, pero con sol. Para ser justos, tampoco es que haya viajado mucho al extranjero. A Paul solo le gustaba viajar de improviso cuando había partidos de fútbol de por medio. Como todos, hemos pasado las dos semanas de rigor en la Costa del Sol, Ibiza, Mallorca, Lanzarote, lugares donde todo el mundo habla inglés, come huevos con patatas fritas y bebe cerveza inglesa. Nunca fui al extranjero porque me gustara especialmente, sino porque es lo que suele hacer la gente.

Paul y yo estuvimos juntos durante siete años. Solíamos reírnos de la famosa «crisis de los siete años», hasta que, cómo no, me dejó por otra justo cuando estábamos a punto de empezar nuestro octavo año. Por una divorciada, mayor que yo, con dos niños pequeños, por si fuera poco. Creo que eso es lo que más me dolió. Si se hubiera marchado con una jovencita exuberante y en forma como Cristal, podría haberlo entendido más. Quizá. Tal como iban las cosas, yo pensaba que íbamos para largo. Habíamos mencionado casarnos. Más de una vez. Si bien nunca lo concretamos. Hablamos incluso de formar una familia juntos, pero Paul nunca se había mostrado muy entusiasta, y a mí tampoco me parecía demasiado importante.

¿Éramos felices juntos? No lo sé. Nos llevábamos bastante bien. Paul trabajaba muy duro como fontanero autónomo, y también le gustaba pasárselo bien. La mayoría de las noches iba al bar, y los fines de semana jugaba al rugby con el equipo local. Yo asistía a clases de aerobic si no podía pensar en alguna excusa para escaquearme, quedaba con Nina de tanto en tanto para beber algo o comer pizza y veía muchos culebrones en la tele. No vivíamos en una nube, pero tampoco nos tirábamos los trastos a la cabeza. No discutíamos, tampoco hacíamos el amor muy a menudo. Cuando se marchó, la vida continuó muy parecida a como venía siendo.

—Viajamos en un globo aerostático por las llanuras africanas —prosigue la señora Silverton—. De verdad, si quieres una historia de amor, eso es lo que tienes que hacer.

¿Vive la mayoría de la gente en ese estado de amor tan intenso? No creo que jamás haya estado así con Paul. Él no era ese tipo de hombre. ¿Quién lo es? Aparte del marido de la señora Silverton, que está siempre sorprendiéndola con cosas maravillosas. Nunca me llevó de improviso a París o a Roma. Tendría que haber coincidido con algún partido de fútbol o con algo que le hubiera parecido que valía la pena. Pero ¿echaba de menos esas cosas? La verdad es que no. Para ser sincera, yo tampoco hice jamás nada romántico o espontáneo por él. No éramos ese tipo de pareja.

Mi experiencia del amor y de vivir con alguien fue agradable, pero tampoco en demasía. Mi experiencia de vivir sin él es bastante similar. En ocasiones me pregunto si habré estado verdaderamente enamorada alguna vez. ¿Me mudé con Paul porque le amaba de verdad, o simplemente porque fue la única persona que me lo pidió y yo pensé «por qué no»? He leído estas novelas sensibleras sobre pasiones que jamás me han rozado. He visto películas románticas y no me puedo identificar con ellas para nada. Jamás se me ha agitado el corazón, ni mis rodillas han flojeado, ni mi apetito me ha abandonado por culpa del amor. Quizá simplemente nos estén vendiendo un mito que nos mantiene al borde del desencanto con los hombres.

Antes de sentar cabeza con Paul había salido con algunos chicos agradables —no demasiados, supongo—, pero ninguno puso mi corazón en llamas. Podría haber vivido muy feliz sin ninguno de ellos. Y lo hice. Cuando pienso en mis amigas, en las chicas y los chicos de la peluquería, ninguno de ellos parece especialmente contento con su pareja. Nina y su marido Gerry penden de un hilo casi todo el tiempo, y ella está llegando al punto en que apenas puede hacer nada sin el permiso de Gerry. Kelly y Phil apenas socializan con nadie, ya que parece que él quiere tenerla solo para sí. Los chicos, Tyrone y Clinton, están siempre discutiendo por lo más mínimo, mientras que Cristal y Steph, aun siendo solteras, tienen unas vidas mucho más complicadas de lo que yo podría soportar.

Además, veo todo tipo de cosas bajo mis tijeras. Las que se quieren casar, las casadas felices, las casadas infelices, las infieles, las que quieren ser infieles, las decididamente solteras, las solteras a regañadientes, las que aún esperan al Príncipe Azul, las que se acaban de divorciar, las que se han divorciado muchas veces, las que prometen no volver a casarse nunca más y vuelven a hacerlo. ¿Existe eso que llaman amor perfecto?

Me doy cuenta de que la señora Silverton todavía está hablando sobre las maravillas de sus vacaciones y que me he distraído. Centro de nuevo mi atención en ella, extiendo el tinte por su cabello y lo envuelvo con cuidado en papel de plata.

—Ya está.

—Lo que tenemos que hacer para estar guapas.

Vale la pena, pienso. A la señora Silverton le merece la pena por cómo parece que la aman, tan intensamente.

—Toma —dice pasándome su iPod—. Échale un vistazo a estas. Aquí solo hay unas pocas fotografías. ¡Mi marido hizo como mil fotos! ¡Mil! Cualquier lugar al que miraras tenía algo espectacular que fotografiar. La luz es perfecta para los fotógrafos.

De modo que, no queriendo ofenderla, cojo el chisme y lo meto en mi bolsillo. Programo el temporizador en treinta minutos y me retiro a la sala de personal para un bien merecido descanso entre clienta y clienta. Hoy está siendo un día ajetreado, pero no debería quejarme, ya que el negocio no ha ido muy bien en los últimos seis meses, con la crisis y todo eso, y Kelly llegó a pensar en un momento dado que quizá tendría que despedir a uno o dos de nosotros o deshacerse de la pareja de aprendices. Ahora que la cantidad de clientes que entra por la puerta ha aumentado una vez más, estamos todos resistiendo aquí.

En la sala de personal todo lo que quiero es paz y silencio durante unos minutos. Pero en lugar de eso descubro que Cristal está llorando a voz en grito. Nina la está abrazando y calmando con dulzura.

—¿Qué pasa? —susurro.

—Todavía no le ha llamado.

—¿Quién?

—El tío con el que se acostó el fin de semana.

—Ah. ¿Cuánto tiempo lleva saliendo con él?

Nina me recrimina con la mirada y me dice por encima de la cabeza de Cristal:

—Solo le vio el sábado. Pasaron la noche juntos. Ella pensó que era el Definitivo.

—¿Y no le ha visto el pelo desde entonces?

Más sollozos de Cristal.

—Pensaba que me quería.

—¿No puedes llamarle?

Eso es lo que en teoría tienen que hacer las mujeres modernas, ¿no?

—No me acuerdo de su nombre —solloza de nuevo.

Me encojo de hombros y Nina hace lo mismo. No me atrevo a señalar que en mis tiempos solíamos llamar a eso un rollo de una noche y que si éramos tan estúpidas como para hacerlo sabíamos que no sabríamos de él nunca más.

—En nuestros tiempos era diferente —dice Nina leyendo mi mente.

Tiene toda la razón, pienso, pese a que «nuestros tiempos» no parecen estar tan lejanos. Las cosas cambian demasiado rápido para mi gusto. ¿Cómo me las arreglaría yo ahora? Cuando Paul y yo nos conocimos no me acosté con él hasta pasados unos meses y no había ninguna presión para hacerlo. ¿Qué haría si una persona a la que no conozco quisiera llevarme a la cama en la primera cita? Solo pensarlo hace que me estremezca.

—Tengo que echar una ojeada a esto —le digo a Nina enseñándole el iPod—. Las fotos del último viaje de la señora Silverton.

—Zorra con suerte —sentencia Nina—. ¿Quién se cree que es? ¿La maldita Judith Chalmers?

—¿Quién? —pregunta Cristal mientras se sorbe los mocos.

Ojeo las fotos de la señora Silverton. Preciosos paisajes de cielos inmensos y azules, sin nubes, inundan la pequeña pantalla y me quitan el aliento. Creo que jamás he visto colores tan vivos. Voy pasando las fotos con el dedo y disfruto de las imágenes de los lagos que se han vuelto de color rosa por la cantidad de flamencos que hay posados en ellos. Observo esa naturaleza salvaje tan cerca de mí y siento que si extiendo la mano puedo tocarla. A continuación contemplo la cegadora e increíble monocromía de las cebras, la mirada triste y conmovedora de los leones, las llanuras que se expanden más allá de lo que alcanzan nuestros ojos, moteadas con unos cuantos árboles.

—Guau —digo ligeramente alto.

—Déjame ver —me pide Cristal sorbiéndose los mocos.

Le muestro la pantalla.

—¿Dónde es eso?

—El Masai Mara.

Su cara denota desinterés. Quizá no haya suficientes discotecas.

—¿Dónde está?

—Kenia —contesto—. África. La señora Silverton acaba de estar allí de safari.

—Siempre he tenido ganas de ir ahí —dice Nina—, pero Gerry dice que él se aburriría.

En mi humilde opinión, la vida de Nina está demasiado influenciada por lo que Gerry quiere y no quiere hacer. Contemplo con envidia más fotos. No creo que yo me aburriera. Pienso que nunca he visto un lugar tan hermoso.

En ese momento suena un pitido.

—La señora Silverton ya está lista —digo mientras me dirijo a quitarle el papel de plata.

Capítulo 3

—Ven a cenar con nosotros —me ruega Nina—. Esta mañana antes de venir al trabajo he preparado espaguetis boloñesa. Solo necesito calentarlos, y hay suficiente para todos. También podemos abrir una deliciosa botella de vino peleón.

—Estoy bien —contesto—. Solo quiero llegar a casa y poner los pies en alto.

Me duelen las piernas de estar todo el día de pie y sigo negándome a que las medias elásticas compresivas son una buena idea.

—No deberías pasar tanto tiempo sola —insiste.

—He planeado una noche salvaje delante de la tele.

Mi amiga chasquea la lengua.

La verdad es que el marido de Nina no me cae muy bien e intento pasar el menor tiempo posible con él. En ocasiones a Nina tampoco le cae muy bien.

Si quiero ver a Nina fuera del trabajo entonces intento asegurarme de que vayamos por nuestra cuenta. Siempre que Gerry está con nosotras Nina no puede apenas pronunciar palabra, y él es el mayor experto en el planeta en ignorar los puntos de vista de los demás. En mi opinión es demasiado difícil de tratar. No digo nada al respecto, claro, ¿qué amiga lo haría? Me limito a intentar apoyarla todo lo que puedo cuando las cosas se ponen feas.

Salen juntos desde que eran adolescentes y llevan casados unos quince años. No tienen hijos y no hace falta decir que es por decisión de Gerry. A Nina le habría encantado ser madre. En lugar de eso tienen dos perros de una raza indeterminada, Daisy y Buttons, que para Nina son las niñas de sus ojos.

Siendo honestos, no sé qué ve en Gerry. Siempre ha sido un chulo dogmático, y no va a cambiar a mejor cuando tenga más años. ¿Qué les ocurre a los hombres después de los cuarenta para convertirse en unos viejos gruñones? Cuando era más joven debo admitir que era un bombón, el rompecorazones de nuestro curso. Nina se convirtió en una chica muy envidiada cuando atrajo su atención. Ahora ese mismo Gerry, pese a que sigue siendo un hombre atractivo capaz de ser encantador cuando quiere, por lo general adquiere un humor de perros cuando se dirige a Nina. Su matrimonio no es exactamente idílico. Él parece darle lo mínimo para mantenerla a su lado. Pero no debería consistir en eso, ¿no? Aunque Paul y yo no es que fuésemos como Elizabeth Taylor y Richard Burton, así que no soy la más indicada para hablar. De modo que por el bien de nuestra amistad nunca le he mencionado a Nina mis recelos y aunque tal vez renunciara hace años a ser cariñosa con Gerry, le soporto lo mejor que puedo.

—Definitivamente voy a decirle que te busque a alguien —advierte Nina—. Esto no puede continuar así.

—No, por favor —le ruego. Sé cómo es Nina cuando se le mete algo entre ceja y ceja.

Otro problema con Gerry es que engaña constantemente a Nina. Ya le ha pillado en dos ocasiones teniendo un lío con otras mujeres y las dos veces ha vuelto con él, aunque yo no me fiaría un pelo. Siendo sinceros, no estoy muy segura de que Nina se confíe. Es un misterio por qué continúa con él. Ella dice que no quiere fracasar, pero yo creo que no es ella la que está fracasando.

—Estoy bien, de verdad —le aseguro—. Completamente bien. Lo único que necesito es una noche tranquila.

—Pasas demasiadas noches tranquilas, mujer —dice chasqueando la lengua, pero deja que coja mi bolso y me vaya a casa sola.

La beso en la mejilla.

—Nos vemos mañana, corazón.

—Vale. A no ser que gane la lotería —masculla—. En ese caso me largo de aquí.

Qué gracioso, para mí es también el único modo en que me veo marchándome de aquí.

El regreso a casa en mi coche me lleva unos quince minutos. Cuando Paul y yo lo dejamos me compré una pequeña casita de campo llamada, con mucha determinación, Casita de Campo, en uno de los pueblos que está a mitad de camino entre Buckingham y la invasora metrópolis de Milton Keynes. Cuando digo pequeña, quiero decir pequeña. Pero es mía. Toda mía. Paul y yo vivimos de alquiler en una casa amueblada todo el tiempo que estuvimos juntos, lo que hizo la despedida menos dolorosa. No había casa que vender, ni posesiones valiosas que disputarse, pero, al de repente estar de nuevo yo sola, quise asentarme, echar raíces.

Siempre habíamos vivido en la ciudad, pero decidí que quería algo diferente, más rural. Después de rastrear mucho por la zona, elegí Nashley como el primero de mi lista de pueblos ideales. Un mes después esta casa apareció en el muestrario de la agencia. Fueron necesarios todos mis ahorros para la fianza de la casa y tengo una hipoteca gigantesca que es bastante intimidante para afrontarla yo sola. Pero aun así, todas las noches cuando giro la esquina o, como en esta fría noche de octubre, las luces de mi coche iluminan mi Casita de Campo, mi corazón se estremece. El pueblo es tan diminuto como mi casa. Hay un pub algo pintoresco, un centro social del pueblo muy utilizado, una oficina de correos también tienda que siempre amenaza con cerrar, y bueno, poco más. Hay varias casas adosadas muy cursis diseminadas por el campo, un pequeño estanque con patos preciosos, y en las afueras hay unas pocas casas más grandes, una de ellas servía como casa del párroco para la iglesia medieval, y un majestuoso pazo.

Mucha de la gente que vive aquí nació y se crió en el pueblo, y el resto son recién llegados como yo. Unos pocos son urbanitas que van y vienen todos los días a Londres y se les ve muy poco, sobre todo en los meses de invierno.

Aparco fuera de la casa y respiro relajada. Ahora solo estoy yo, mi gato, Archibald el Agresivo, y nadie más de quien preocuparse.

Mi Casita de Campo está en el extremo izquierdo de una hilera de tres casas adosadas. Al cruzar la puerta principal se entra a un minúsculo salón con unas vigas bien bajas. Muy original. Apenas mido 1,61 y aun así me siento como si tuviera que agacharme constantemente. No hay una sola pared, suelo, puerta o techo rectos en toda la casa. La chimenea, rematada con una preciosa estufa para quemar madera, ocupa casi por completo una de las paredes. El resto del espacio está ocupado por un sofá, un sillón bien cómodo, y mi tele. Hay un comedor aparte, también pequeño, que se añadió como una extensión en algún momento de los años setenta. No podría dar un banquete ahí, pero al menos puedes permanecer de pie. La cocina es ligeramente más grande y también más alta, con espacio para una pequeña mesa. Hay un cuarto para la lavadora y la plancha que en su día era el baño exterior, pero alguien echó abajo la pared y ahora alberga mi lavadora y mi secadora, además de servir también como despacho. Subiendo las escaleras hay una habitación y un baño. Eso es todo. Pero se adapta a mis necesidades y adoro vivir aquí.

Abro la puerta y Archie se enrosca en mis pies maullando lastimeramente. Sin embargo, no os dejéis embaucar por esa mirada enternecedora. Mi gato podría arrancaros el brazo con apenas miraros. Muy poca gente atraviesa esta puerta sin que Archibald le quite algo de piel. Nada le gusta tanto como acechar en lo alto de los armarios de la cocina para después atacar de pronto a algún confiado visitante y hundir los dientes en su cuello. Creo que tal vez haya sido un vampiro en otra vida o que se está entrenando para convertirse en uno.

Ya era un gato agresivo cuando le conocí. Quizá en su momento había sido la mascota mimada de alguien y de repente pasó, por voluntad propia o por obligación, a vivir abandonado en los terrenos que hay detrás de mi casita. Tal vez en su día clavaba los colmillos con demasiada frecuencia y le echaron. Me habitué a verle merodeando por mi pequeño jardín, matando con destreza y sigilo a los gorriones de la zona. Cuando empecé a ponerle comida en un intento de mantener a los pájaros fuera de su menú, él se fue aproximando cada vez más cerca de la puerta trasera. Unos meses después ya era lo bastante valiente como para meterse dentro de casa. Ahora vive aquí y se acurruca felizmente en mi cama por las noches, pero no bromeo al decir que tengo un cartel en la puerta principal que pone «Cuidado con el gato». Los extraños hacen que bufe furioso.

—¿Qué tal, gatito? —digo agachándome para acariciarlo—. ¿Aburrido en casa todo el día?

Apuesto a que apenas se ha movido del lado del radiador donde está ahora su cesta. Esta casa de campo me habrá costado una fortuna comprarla, pero debido a su exageradamente pequeño tamaño cuesta muy poco mantenerla. Más o menos. Siempre parece que hay más facturas que dinero con el que pagarlas.

Antes de pensar en comer algo debo atender las necesidades de Archie. He aprendido que cualquier retraso en abrirle la lata de comida conlleva graves desgarros en la pierna. A veces me pregunto si se sentirá o no agradecido por mi amor y hospitalidad incondicionales.

En la nevera hay unos macarrones con queso precocinados y los meto en el microondas. En un gesto hacia la comida sana, preparo también una ensalada. Y aunque estamos entre semana, me sirvo una copa de vino tinto. Estuve hasta arriba de trabajo hoy en la peluquería y me merezco una tregua.

Después de terminar la cena Archie coge sitio en mi regazo y nos acomodamos para una excitante noche viendo la tele cuando alguien llama a mi puerta. Al instante sé quién es. Mi vecino ha inventado una forma propia de llamar a la puerta, de modo que no tengo que mirar por la mirilla para ver quién es.

Abro la puerta y, por supuesto, Mike está de pie al otro lado. Mike el Miserable, como le llama Nina. Pero no es miserable, solo está triste y creo que hay mucha diferencia entre una cosa y otra.

—Pasa Mike.

Entra y automáticamente da vida al salón.

Mike Perry vive en la casa que está junto a la mía. No la que está contigua a la mía, sino una casa más a la izquierda, ligeramente más grande. Hace seis meses su mujer le dejó sin más. Sin dar razones, ni explicaciones, sin previo aviso. Él pensaba que eran muy felices. Ella obviamente no. Una noche volvió a casa del trabajo y se encontró con que habían desaparecido las maletas junto a toda la ropa de Tania y lo que había en la cuenta del banco. Cinco años de matrimonio al garete, por las buenas. Una carta sobre la mesa de la cocina que decía que nunca le había amado y que ahora se marchaba para «encontrarse a sí misma». Espero que algún día se dé cuenta de que es una cerda egoísta. En mi opinión Mike es uno de los tipos más buenos que podáis llegar a conocer.

Se portó genial cuando me mudé aquí sola, ayudándome con pequeños trabajos de bricolaje que tenía que hacer, arreglando goteras en los baños, poniendo aceite en puertas que chirriaban, llevando objetos pesados, haciendo el tipo de cosas que a los hombres se les da bien. Desde que Tania se marchó he intentado corresponder a su amabilidad ofreciendo mi hombro para que llore en él.

—Dijiste que me cortarías el pelo —me recuerda Mike.

—Ah, sí, es cierto.

Mi plan de ver la tele se ha ido al traste por ahora. Archie mira furioso a Mike, ahora que su paz se ha visto interrumpida, y se va a la habitación de mal humor.

—Si estás ocupada no importa.

—¿Parezco ocupada? —le reprendo—. Me llevará dos minutos coger las cosas.

Una tiene que ayudar a un amigo cuando lo necesita, ¿no? Si no, ¿qué sentido tiene?

Capítulo 4

—¿Ya has cenado? —le pregunto cuando estamos en la cocina.

—Comí un sándwich de regreso a casa.

—No puedes seguir alimentándote de sándwiches toda la vida, Michael Perry —finjo regañarle—. Te estás quedando en los huesos. A veces es necesario pisar la cocina.

Se lo dice una que sobrevive a base de comida precocinada para solteros.

—Me he tomado la libertad de traer esto —dice mientras sostiene en alto una botella de vino tinto.

—Yo ya he empezado —contesto mostrándole mi copa medio vacía.

—¿Estás celebrando algo? —dice preocupado—. ¿No me habré olvidado de tu cumpleaños o algo así?

—No —suspiro—. Solo que estoy feliz de haber terminado el día.

—Bueno, tengo excelentes noticias —asevera al tiempo que deja la botella sobre la mesa y se frota las manos—. Sírveme una copa mientras me lavo el pelo y después te lo cuento todo.

Así que Mike se enfrenta al peligroso de Archibald, ya que bien podría estar al acecho para abalanzarse sobre él en el rellano, y se lava el pelo en mi baño. Entonces viene y se sienta en la silla que he arrastrado hasta el centro de la cocina, bajo la luz, y le echo una toalla limpia sobre su cuello. No es un tipo que no sea atractivo. Es delgado, alto, y tiene un encanto juvenil y nervioso. Su rostro es transparente y amable, sincero. Su pelo es grueso, castaño, y necesita desesperadamente un buen corte.

Siento como si le hubiera fallado en mi labor de peluquera por lo que saco las tijeras.

—Por el amor de Dios, no sabía que había rizos escondidos por aquí. ¿Cuándo fue la última vez que te corté el pelo?

—Hace semanas —confiesa Mike.

—No me había dado cuenta de cómo te estaba creciendo —respondo mientras comienzo a cortar.

—He estado ocupado —dice mi vecino—. Ha habido una reestructuración en el trabajo. Por suerte he salido ileso. De hecho —añade al tiempo que alza su copa y la mantiene en alto— me han ascendido.

—¡Eso es genial! —contesto cogiendo mi copa y brindando con él.

—Esto significa que ahora podré trabajar desde casa. Estaré bastante de viaje pero solo por el sur de la zona. Cuando no esté en la carretera, mi oficina estará aquí.

—Fenomenal.

—Estaré mucho más por aquí —dice aclarándose la garganta.

Hasta ahora Mike tenía que viajar todos los días hasta Oxford o algo parecido, todos los días. Se marchaba tempranísimo por la mañana y rara vez estaba en casa antes de las nueve. Quizá ese fue uno de los motivos por los que Tania la Terrible levantó el campamento y se marchó. Nunca se sabe, ¿verdad? Es difícil tener una relación maravillosa cuando uno de los dos simple y llanamente, aunque no sea por culpa suya, no está. De todos modos ella siempre fue demasiado glamurosa para Nashley, y seguramente también para Mike. Me la imagino más en un ático de lujo con vistas al Támesis o algo así, del brazo de un banquero.

—Eso es maravilloso. Las cosas te están yendo mucho mejor.

Sé que aún echa de menos a Tania, todos los días, pero ahora tal vez pueda empezar a superarlo.

—He pensado que quizá puedo arriesgarme a tener citas otra vez, ahora que voy a tener más tiempo libre.

Resoplo.

—Eres más valiente que yo.

—¿Conoces a alguna señorita disponible que no le importe hacerse cargo de un soldado herido?

—Estoy segura de que podrías escoger a la chica que quisieras de la peluquería, pero eso sería como lanzarte en medio de los leones. No podría hacerte eso.

—No es muy de mi estilo. Eso es parte del problema. Las mujeres de ahora me dan miedo —dice moviendo la cabeza y haciendo como que tiembla—. Seguramente sería mucho mejor si se tratara de alguien que ya conozco. Como una amiga o algo así.

—Mantén la cabeza recta —digo mientras sigo cortando.

—¿Alguna vez has pensado en volver al mercado?

—¿Yo? —contesto riéndome—. Qué va. Soy muy feliz tal cual estoy. Ahora mismo las relaciones me parecen muy complicadas y, además, no lo necesito.

Pienso en Nina y Gerry, y sé que ese tipo de relaciones definitivamente no son para mí. Luego están las otras chicas en la peluquería. Sus vidas amorosas son tan complicadas como para hacer con ellas culebrones durante años. A menudo me pregunto si el modelo de las relaciones modernas no provendrá de ver demasiados culebrones. La pobre Cristal, que se acuesta con un tipo diferente cada fin de semana y se enamora locamente de todos y cada uno de ellos, es solo la punta del iceberg. Luego está Steph, que tiene una lista de amantes casados más larga que mi brazo. Tenemos también a dos gais encantadores, Tyrone y Clinton, pero ambos son unos celosos y se pelean todo el rato, ya que a ambos se les van los ojos con otros chicos, y muy probablemente, las manos también. Y no me dejéis que os cuente las vidas de algunas de mis clientas. Creedme, un día voy a escribir un libro sobre ello. Todo ese sufrimiento, todo ese dolor de corazón, no es para mí. Sola soy muy feliz.

—Tener a Archie contento se lleva todo mi tiempo —continúo.

—Quizá los dos terminaremos solteros envejeciendo juntos —sugiere Mike.

—Tal vez así sea —contesto—. Bueno —digo sosteniendo el espejo—, ¿está lo bastante corto para ti?

Capítulo 5

—No me interesa —le digo a Nina—. Ya te lo dije.

—Es majo —insiste mientras pela un plátano, una de las veinte piezas de fruta diarias que han reemplazado a sus veinte cigarrillos diarios—. Sería solo para una inofensiva cita.

Suelto un suspiro exasperada. Nina, en contra de todos mis deseos, ha obligado a su marido infiel a que me organice una cita a ciegas.

—¿De qué conoce Gerry a este tío?

—Trabaja con él.

—¿Le has conocido?

Aunque lo que me encantaría preguntarle es: «¿No se parecerá lo más mínimo a Gerry?». Porque si es así prefiero salir corriendo. Puedo arreglármelas en mi vida sin un matón controlador por muy encantador que sea, muchas gracias.

—Sí, claro —contesta Nina.

—¿Cuándo?

Ahora resulta sospechosa.

—No lo puedo recordar muy bien. Debe haber sido en una de las fiestas de la oficina.

—Así que no te dejó una impresión muy duradera.

—Bueno...

—No quiero hacer esto, Nina. Te lo dije.

—¿Está casado? —pregunta Steph, que hoy ha venido.

Solo trabaja a turno partido en la peluquería porque prefiere trabajar a domicilio con sus propios clientes durante el resto de la semana, que pagan al contado.

—Divorciado.

—Deberías salir solo con hombres casados, como hago yo —propone Steph frunciendo el ceño—. Sin líos. Los ves cuando tú quieres y te deshaces de ellos tranquilamente. Sin ataduras. Lo único que tienes que hacer es llamarles cuando quieras un poco de sexo. Los follamigos son definitivamente la solución.

Creo que es lo más triste que he escuchado en mi vida.

—¿Qué hay de la solidaridad entre mujeres?

—¿Qué? —pregunta Steph.

—Da igual.

—Por el amor de Dios, Janie. Es solo una cita. Una copa de vino, una cena, un poco de conversación agradable. Nada más. No te estoy pidiendo que le dones un riñón.

—¿Y qué pasa si trata de darse el lote conmigo?

—Creo que no he escuchado a nadie usar la expresión «darse el lote» desde los años ochenta.

—Yo probaría —dice Steph.

—No dudo que lo harías —añade Nina con malicia—, pero no te lo estoy preguntando a ti. Esta cita es para Janie.

Steph chasquea la lengua.

—Janie, di que sí y Gerry podrá organizarlo todo en cinco minutos. ¿Qué daño puede hacerte? No puedes tirarte toda la vida pasando el rato con Mike el Miserable —me aconseja mi amiga.

—No es miserable...

—Está triste —decimos al unísono, como hemos hecho tantas veces antes.

Me hace reír.

—No es miserable —insisto—. Es muy amable.

—Eso seguramente sea una de las peores cosas que se puede decir de un tío. «Es muy amable» —dice imitándome.

Entra Cristal.

—Tu próxima clienta está aquí, Janie.

Gracias al cielo. Dejo a Nina con su frenesí de frutas y su improvisada agencia de citas, y su poner por los suelos a mi vecino, y salgo pitando de la sala de personal buscando un poco de paz con la señora Vine y su corte y secado.

Cojo aire antes de decir:

—Hola, señora Vine. ¿Cómo está hoy?

—Estoy ocupadísima, reina. Muy contenta por venir aquí y sentarme un rato.

—¿Quiere solo que se lo sanee?

—Adelante —asiente mi clienta.

Así que envío a la señora Vine a que Cristal le lave el pelo para después empezar con mis tijeras.

—¿Qué tal te van las cosas, Janie? —pregunta—. ¿Ningún hombre en escena todavía?

—Nada aún —digo.

Lo peor de ser peluquera es que tus clientas te cuentan todo, cosas que jamás creeríais, y lo que es más, te sientes obligada a abrirte a ellas como contrapartida. Todas y cada una de mis clientas saben la historia de mi ruptura con Paul y que ahora mi corazón está libre.

Pienso en el intento de Nina de concertarme una cita. Quizá no sea tan mala idea salir con alguien, solo para comprobar si aún puedo hacerlo. Además, mantendría a mis clientas felices. No se preocuparían tanto por mí si piensan que me estoy esforzando un poco para encontrar un tío.

Anoche Mike el Miserable y yo vimos una película juntos después de cortarle el pelo. Dimos buena cuenta de la botella de vino mientras nos enfrascábamos viendo El mito de Bourne, y no es la primera vez. Matt Damon parece ser la única persona capaz de acelerarme el pulso últimamente. Esto de ver películas se ha convertido en una costumbre entre Mike y yo. Dos o tres veces por semana vemos algo juntos. Nos hacemos compañía mutuamente. No es excitante. No es complicado. ¿Hay algo malo en eso? Solo nos estamos apoyando el uno al otro. Colegas. Eso es todo.

—Deberías pensar en las citas por Internet —dice mi clienta—. Es lo último.

No se me puede ocurrir nada peor. Buscar a extraños por Internet cuando según he oído algunos son especialmente extraños.

—Podrías pasártelo bien.

¿Por qué todo el mundo piensa que necesito pasármelo bien? ¿De verdad parezco tan infeliz? Mike no será el único en ser llamado miserable próximamente. Comienzo a peinar el pelo de la señora Vine y de pronto paro.

—¿Podría esperarme un segundo? —pregunto—. Enseguida vuelvo.

Entro en la sala de personal y me planto frente a Nina.

—Hazlo —digo—. Arréglame esa cita.

Mi amiga me mira boquiabierta.

—¿Estás de broma?

—No. Quizá haga que la gente pare de acosarme. Mañana por la noche —le indico—. Antes de que cambie de opinión.

Nina está tan anonadada que deja su racimo de uvas y rebusca en su bolso.

—Llamaré a Gerry ahora mismo.

—Bien —contesto y vuelvo con la señora Vine haciendo sonar mis pasos.

—¿Todo bien corazón?

—Sí, muy bien —le digo mientras peino su pelo—. Mañana por la noche tengo una cita.

Miro el espejo y no sé quién parece más sorprendida, si ella o yo.

Capítulo 6

Tengo cuatro vestidos extendidos sobre la cama y llevo otro puesto. Un recatado vestido negro, que me llega por encima de las rodillas, con escote pero no mucho.

—¿Qué te parece?

Archibald abre un ojo y me evalúa con pereza.

—Qué triste, ¿una mujer soltera y con un gato en una cita? —digo mirándome en el espejo. ¿Cómo perder unos kilitos de aquí a las ocho?—. ¿Tengo un aspecto adecuado?

Mi gato bosteza. Espero que mi modelo no produzca la misma reacción en mi cita.

—No quiero enviar señales erróneas —le explico a mi felino amigo—. Si me pongo demasiado sexy, pensará que soy fácil. Si voy con unos vaqueros y una camiseta, pensará que me da pereza hacer un esfuerzo.

Archibald se estira, doblando las patas y enterrándolas en el edredón. Si alguna vez traigo a un hombre aquí tendré que hacerme con ropa de cama nueva, ya que la de ahora está haciéndose jirones poco a poco gracias a la gentileza de Archie.

—Ayúdame —le suplico—. Necesito consejo.

En ese momento suena en la puerta el golpe típico de Mike y me apresuro a abrir, consciente de que el reloj sigue haciendo tic-tac y que tengo que estar en una enoteca de moda en Milton Keynes en menos de media hora.

—Guau —dice mi vecino tras abrir la puerta en un santiamén—. Estás espectacular.

Me quedo frente a él y me aliso el vestido, con las palmas sudorosas.

—¿De verdad lo crees?

—Joder, sí —dice despeinándose su pelo recién cortado, y se pone serio—. ¿Algo especial?

—Una cita —le contesto resoplando insegura.

Mi vecino se ha quedado de piedra, y no es para menos. Es un poco como si el Papa anuncia que se va a un club de striptease. La cara de Mike se pone más seria aún.

—¿Con quién?

—Ni idea —confieso—. Por razones que yo misma ignoro he dejado que la loca de mi amiga me organice una cita a ciegas.

Ahora Mike parece totalmente anonadado.

—¿Me estás vacilando?

—No —contesto mirando el reloj—. Y lo siento mucho pero voy a llegar tarde y eso no es empezar bien.

—No —me da la razón Mike, aún perplejo—. No lo es.

—¿Estás seguro de que el vestido me queda bien? He estado preguntándoselo a Archie, pero es inútil.

—Bueno, yo no soy Gok Wan.

—No quiero enviar señales equivocadas.

Mike se pone de pronto muy serio.

—Si estás tratando de decir que eres una mujer estremecedoramente hermosa de la que cualquier hombre podría enamorarse, entonces el vestido funciona.

—Gracias —contesto incómoda. Los piropos y yo no encajamos muy bien. Un simple «estás guapa» habría valido—. Será mejor que me vaya. ¿Qué es lo que querías?

—Nada —dice encogiéndose de hombros—. Nada, estaba libre otra vez. Pensaba que tal vez podríamos ver una película. Tengo La reina Victoria en DVD.

Mike sabe que las películas históricas me vuelven loca. Ahora estoy destrozada. Preferiría quedarme en casa y pasar una noche tranquila con él viendo una película antes que obligarme a pasar por esta tortura. En realidad, en este preciso instante preferiría que me arrancaran las uñas a tener esta cita. Sopeso llamar al número de móvil que me han dado, cuyo dueño responde al nombre de Lewis Moran, para poder retirarme. Pero entonces pienso que eso no sería muy cortés y que me enseñaron a ser educada y agradable. Por más que me encantaría hacerlo, no puedo dejar a Lewis plantado. Odiaría si alguien me hiciera eso.

—Mañana —digo para apaciguar a Mike—. Hagámoslo mañana. Así podré ponerte al corriente de todos los detalles.

—Podría cocinar algo —se ofrece mi amigo, dubitativo.

—No, no te preocupes. Como algo y me paso. ¿A eso de las nueve?

—Tenemos una cita —dice, y ambos reímos incómodos.

En ese momento se percata de que me estoy inquietando. Todavía tengo que elegir qué joyas ponerme y ya se me está acabando el tiempo.

—Me voy —dice Mike—. Todo tuyo. Pásalo bien.

—Deséame suerte.

—Sí —dice mi vecino mientras se vuelve para dirigirse a su casa. Por primera vez en meses sí parece de verdad miserable, y me da mucha pena. Qué poco oportuno el momento para salir, por una vez que lo hago—. Buena suerte.

Y, dado que es mi primera cita desde hace nueve años, creo que la voy a necesitar.

Capítulo 7

El bar Blah-Blah ya está hasta arriba cuando llego. Tengo treinta y cinco años y estoy delante de la puerta, con miedo a entrar yo sola. Es ridículo, le digo a la cobarde que tengo dentro. Las mujeres de hoy día cruzan a remo el Atlántico sin ayuda, hacen paracaidismo, escalada, recorren países... Entrar sola en un bar no es tan difícil.

Me armo de valor y entro. Mi ánimo flojea ligeramente cuando veo que todo el mundo tiene menos de veinticinco años. ¿Dónde van a socializar las mujeres de mi edad cuando quieren algo sofisticado? No me importaría venir aquí con las chicas de la peluquería, este es el ambiente que les va, pero ¿para una cita? ¿Quién eligió esto? ¿Este es el concepto de diversión de Lewis Moran o de Gerry? Eso debería preocuparme, y me preocupa.

Este lugar es supuestamente retro, y está decorado con tonos psicodélicos púrpuras y naranjas. La música es de los sesenta y está muy alta. Las gogós están ataviadas con botas hasta las rodillas y vestidos sueltos de plata que apenas cubren sus traseros, y se contonean en jaulas suspendidas del techo. Puedo ver sus tangas color plata a juego sin siquiera esforzarme.

Echo un vistazo por el bar y no veo a nadie que encaje en la descripción de Lewis. Según Nina, es alto, moreno y atractivo. Eso podría aplicarse más o menos a una docena de hombres aquí. Por desgracia la mayoría de ellos parecen lo suficientemente jóvenes como para ser mis hijos, cuando en realidad estoy esperando a alguien que parezca lo bastante mayor como para ser mi cita. Me siento en el único taburete vacío de la barra y finalmente consigo captar lo suficiente la mirada del camarero como para pedir algo de beber. Aunque el bar Blah-Blah tiene una espectacular lista de cócteles que he estudiado largo y tendido, pido una Coca-Cola light, ya que tengo que conducir.

Sentada en el taburete algo cohibida, doy sorbos a mi Coca-Cola e intento no parecer tan triste y sola como me siento. Pasan diez minutos y casi he terminado mi bebida. Un vaso no dura tanto cuando es lo único en lo que tienes que concentrarte. Me están dando empujones por todos lados y no quiero pedir nada más para beber, ya que antes tardaron muchísimo en atenderme. Pasan otros diez minutos y comienzo a preguntarme si Lewis va a aparecer o no. Intento llamar al número que me han dado, pero no me contestan. Ahora no sé qué hacer. Ni siquiera puedo sentarme como es debido. ¿Debería cruzar las piernas o mantenerlas juntas? Y mis brazos no están mucho mejor. Si los cruzo, ¿parezco defensiva e inaccesible? Sin embargo, no quiero que se me acerque nadie excepto la persona que estoy esperando. El vestido ha sido una mala idea. Parezco anticuada y pasada de moda en medio del ejército de leggings y camisetas modernas.

Ha pasado media hora y ahora estoy más que segura de que me han dejado plantada. Es la primera cita en años para la que reúno valor y el muy cabrón ni siquiera tiene la cortesía de aparecer. No me habían dejado plantada en una cita desde que tenía quince años, y creedme, no es más llevadero ahora de lo que era entonces. Las lágrimas asoman a mis ojos, pero pienso que no voy a llorar por esto. No me voy a poner así por un hombre, y menos por uno al que no conozco. Esperad a que se lo cuente a Nina, quizá entonces deje de atosigarme para que tenga otra cita a ciegas.

Cojo mi bolso y me dirijo hacia la puerta. Estaré en casa bastante antes de las nueve. Quizá Mike todavía tenga ganas de ver esa película y podamos reírnos juntos de esta situación. Entonces podré beberme unos cuantos vasos terapéuticos de mosto y no pensar más en esto.

Me abro paso a través de la multitud y ya estoy casi en la puerta cuando una mano me agarra del brazo y hace que me gire.

—Eh —dice un tipo calvo y bajito de pie enfrente a mí. No tengo ni idea de quién es. Se inclina hacia mí y me grita—. ¿Eres Annie?

—Janie —le aclaro.

—Ah, cierto. Eso es lo que quería decir —contesta—. Soy Lewis —dice sonriéndome meloso—, tu cita de esta noche.

—Me estaba yendo a casa —le explico. Parece un poco molesto—. He estado esperando media hora.

—Me entretuve en Internet —es su explicación—. Ya sabes cómo es.

En realidad no, pienso, pero creo que eso es todo lo que voy a obtener como disculpa. Está claro que Lewis Moran no ha pasado por la angustia de los preparativos a los que yo me he sometido.

No es que el físico lo sea todo, pero creo que tengo motivos de sobra de quejarme por su aspecto. Estoy pensando cómo decirle que quiero irme a casa dado que no se ajusta exactamente a la imagen que me había formado en la cabeza de él cuando Nina dijo que era alto, moreno y atractivo, pero entonces me agarra más fuerte del brazo y me arrastra de nuevo hacia la barra.

—Vodka con tónica —le dice al camarero. Lewis está escribiendo en su teléfono mientras pide, y yo estoy ahí como una idiota—. Que sea doble —dice, y luego mira hacia mí—. ¿Otro para ti?

—Coca-Cola light, por favor.

¿Por qué sucederá que las palabras salen de nuestra boca antes de que nuestro cerebro tenga tiempo para procesarlas? Debería haber dicho «no, gracias». Debería darme la vuelta ahora mismo, dejar de perder el tiempo e irme a casa inmediatamente, pero estoy paralizada por el horror de esta situación.

—¿No vas a dejar que te emborrache y me aproveche de ti? —dice Lewis riéndose de modo estridente.

—No —contesto—. No es lo que tenía en mente.

Su teléfono suena indicando que tiene un mensaje.

—Twitter —dice—. Es jodidamente divertido. La de gente que conoces aquí —añade. Por fin me dirige de nuevo la atención—. Entonces ¿de qué conoces al viejo Gerry?

—Trabajo con su mujer, Nina.

—¿En qué trabajáis?

—Somos peluqueras.

—Apuesto a que haces muy buenas mamadas, digo peinados —dice, riéndose más aún.

Ya tengo ganas de asesinarle. Y después suicidarme.

—Mira —digo—, hace mucho tiempo que no tengo una cita...

—¿Qué? ¿Una chica tan guapa como tú?

—Es porque no he querido —le contesto—. En realidad este no es mi ambiente.

Contemplo a los chavales en la barra, a las gogós, la decoración retro que tanto me recuerda a la casa de mis padres.

—Acábate eso y vamos a otra parte.

Apura su vodka y me da en el codo, estando a punto de derramar la Coca-Cola por mi vestido.

—Vamos.

Mi cita se dirige otra vez hacia la puerta, sin reprimirse para soltar un eructo en el camino.

—Podemos ir al Hotel Jarman, así si cambias de opinión sobre lo de aprovecharme de ti no estaremos muy lejos de mi casa.

Ja, ja, ja.

Capítulo 8

Caminamos unos cientos de metros hasta el hotel, pero ni con el cambio de escenario mejora la noche. La atmósfera aquí es más tranquila, pero está claro que no se me pega. Mi tensión arterial está subiendo por momentos.

—Iba a traerte rosas y todo eso —me comenta Lewis mientras nos sentamos en un sofá de piel apartado—, pero ambos somos lo bastante mayores como para saber que es una tontería, ¿verdad? A esta edad no tienes tiempo para esa mierda romántica. Toda mujer de más de treinta años vigila de cerca su peso, de modo que tampoco traje bombones. Son todo calorías, eh. ¡Camarero! —grita.

Es complicado evitar quedarme boquiabierta. Un chico joven se nos acerca.

—Un vodka doble con tónica para mí. Una Coca-Cola para ella.

—Coca-Cola light, por favor.

Lewis arquea las cejas como si estuviera perplejo por mi elección. El joven camarero también arquea las cejas, como si estuviera asimismo perplejo por mi elección, pero no la de la bebida precisamente.

Mi cita, y utilizo ese término de manera muy general, escribe en el móvil mientras habla:

—Es una pérdida de tiempo invitar a una mujer a salir, cenar, y toda esa mierda porque luego te das cuenta de que no es tu tipo y encima te has gastado una fortuna. ¿Sabes a lo que me refiero?