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Había prometido no volver a dejar que una mujer mandara en su corazón El príncipe Alexander Thorne tuvo que replantearse su vida cuando rescató a una atractiva pelirroja y se rindió a la pasión que surgió entre ellos de inmediato. Todo parecía indicar que la bella Sophie Dunhill daría a luz a su heredero, por lo que Alexander estaba obligado a mantenerla muy cerca de él. Sophie apreciaba mucho su libertad, y no tenía la menor intención de quedarse en aquel pequeño país por mucho tiempo. Los besos apasionados y las noches ardientes no eran suficiente para ella. ¿Podría con su amor hacer que un hombre obsesionado con la obligación se dejara llevar por la pasión?
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Seitenzahl: 138
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Laura Wright. Todos los derechos reservados.
PASIÓN DESBORDADA, Nº 1305 - septiembre 2012
Título original: Ruling Passions
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0839-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Escocia
Mayo
El mar formó la cadera de una mujer al elevarse en una ola, curvada y rosácea a la luz del atardecer, pero el Príncipe Alexander William Charles Octavos Thorne ya no frecuentaba a ninguna mujer, ni real ni imaginaria.
Los pulmones se le llenaron de aire salado, se apoyó en una roca y observó cómo la espuma marina rompía en la playa y llegaba hasta sus pies.
No se movió a pesar de que el agua estaba gélida.
Entendía la infinita necesidad del mar de consumir, de apoderarse de las cosas, de hacer sufrir. Él llevaba cinco largos años sintiendo ser así. Hasta aquel día...
Hacía tres horas que se había enterado de que su mujer se había ido, lo había abandonado por otro hombre.
Lo cierto era que sentía alivio.
Alivio y furia era lo que le hacía sentir aquella mujer que lo había odiado desde el momento en el que se habían casado, una mujer que se había comportado como un iceberg a pesar de los esfuerzos de Alexander por ocuparse de ella, una mujer que no había querido hijos, ni cariño, ni amistad.
Alexander se quitó la camisa y dejó que la brisa marina reconociera su pecho.
Había cumplido su palabra y se había casado con una mujer a la que apenas conocía. Aun así, le había sido leal incluso cuando ella le había asegurado a su padre y a la corte que estaban intentando concebir un hijo cuando era mentira y había hecho ver que seguían viviendo juntos a pesar de que no era cierto desde hacía dos años.
Sin embargo, a partir de ese día, la lealtad, el honor y el amor de Alexander sólo iban a tener un destinatario: Llandaron.
Alex debía pensar en su país. Si el mundo se enterara de la verdadera situación, el corazón de sus súbditos podría quedar destrozado para siempre.
Debía fingir.
Tenía que actuar con cautela. Estaba dispuesto a invertir el dinero que fuera necesario para que aquel asunto no saliera a la luz.
Tenía una cumbre con el emperador de Japón la semana siguiente y no tendría más remedio que excusar a su mujer. Aprovechando su estancia en el país nipón, había decidido hablar con un viejo amigo en el que confiaba plenamente y que era abogado especialista en divorcios en Londres.
Entonces, ya podría volver a Llandaron y confesar a su padre que había fracasado.
Alex apretó los dientes hasta que le dolió. Odiaba el fracaso y más odiaba todavía tener que admitirlo.
Se prometió a sí mismo que jamás ninguna mujer volvería a gobernarlo.
Lo cierto era que a partir de ese día, sus posibilidades de reinar habían disminuido. Siempre se había asumido que sería el nuevo rey, pero ante el cambio de la situación se podría favorecer a Maxim, su hermano pequeño, ya que él tenía esposa y heredero, algo primordial para el reino.
Alex sintió un tremendo dolor en el corazón. Abrió la boca y dejó escapar cinco años de horrible dolor. Sus gritos encontraron eco en el mar, que gritaba también. Aquello hizo que Alex se callara y mirara a su alrededor.
Cuando vio una embarcación balanceándose entre las olas del mar, sus pensamientos cesaron. Durante un instante, antes de que el barco desapareciera, vio a una mujer tirándose al agua. Parecía una de las sirenas con las que él había soñado durante toda su infancia, una mujer voluptuosa y pelirroja.
Lo estaba mirando, parecía que lo estaba mirando directamente a él y aquello le causó a Alex una sensación extraña ya que era imposible verle los ojos. Lo que sí sintió fue la combinación de sensaciones que emanaban de ella: aire, agua y fuego.
Alex sintió que la entrepierna se le endurecía.
En aquel momento, una impresionante ola rompió a escasos milímetros de él y le empapó la cara, la boca y los ojos. Alex se pasó una mano por el rostro y volvió a mirar.
Tanto el barco como la sirena habían desaparecido.
Un deseo de lo más primitivo corría por sus venas, pero Alex lo apartó de su cabeza. No era la primera vez que lo sentía, aunque sí tan fuerte, pero estaba decidido a luchar contra él de todas maneras.
Ninguna mujer iba a gobernarlo.
Alex apretó los dientes y se metió en el agua gélida, decidido a recordarle a su anatomía quién era el amo.
Llandaron
Cuatro meses después
La niebla cubrió la balandra como una peligrosa cortina mientras el agua del mar se iba colando en el casco de la embarcación.
Sophia Dunhill se maldijo a sí misma por haberse olvidado de dar su posición. ¿Cómo había sido tan estúpida?
Tal vez, porque al ver la maravillosa tierra natal de su abuelo, todos sus conocimientos de navegación se habían esfumado de su cabeza.
Estaba sentada en cubierta con los últimos rayos del atardecer calentándole la espalda, mirando a la pequeña isla situada en las costas de Cornualles. Llandaron la dejó sin aliento. Sus montañas y sus preciosos bosques, las piedras teñidas de púrpura mezcladas con la arena de la playa.
Hacía un tiempo maravilloso. El cielo estaba azul y el mar en calma. De repente, todo cambió. Una espesa niebla surgió de la nada y a Sophia apenas le dio tiempo de pensar. En pocos segundos, el Daydream embarrancó contra la costa.
¿Cómo era posible? Llevaba navegando diez años y nunca le había pasado nada igual.
Sophia sintió pánico mientras avanzaba por la cubierta diciéndose que no podía perder el barco por su estupidez y un montón de piedras.
Era lo único que le quedaba de su abuelo. La preciosa balandra era su herencia, su sueño y lo único que habían compartido. Debía mantenerlo a flote.
Al fin y al cabo, todavía tenía que cumplir con el último deseo de su abuelo: llevar su barco al pequeño puerto pesquero de Baratin.
Una vez cumplido aquello, podría volver a su apartamento vacío de San Diego y al bloqueo que se había apoderado de su mente de escritora desde la muerte de su abuelo.
Baratin no estaba lejos. El pequeño puerto pesquero estaba al otro lado de Llandaron y Sophia estaba decidida a llegar allí como fuera.
Con manos firmes, agarró una vela de sobra y la puso a lo largo de la cubierta para tapar el agujero, pero el agua entraba con demasiada fuerza. Aquel refuerzo no iba a aguantar demasiado, sobre todo porque el barco no dejaba de golpear las rocas.
El pánico hizo que se le pasara por la cabeza algo que se apresuró a apartar de su mente.
Abandonar el barco.
Para un marinero, abandonar el barco era como abandonar a un niño. Era algo que, simplemente, no se hacía.
En aquel momento, el agua del mar entró por la cubierta como un géiser y el barco gimió de dolor.
Debía abandonar a su hijo.
Sophia sintió que el corazón se le encogía, pero no tenía opción.
Agarró su bolsa y se dirigió a la proa. Una vez allí, no pudo evitar preguntarse si era una cobarde que elegía el camino fácil.
Durante un segundo, recordó el entierro de sus padres y la decisión que había tomado aquel día de, en contra de su decisión, irse a vivir con su abuelo y no con tía Helen. Tras años de vivir con dos personas tan dominantes como sus padres, Sophia necesitaba desesperadamente libertad.
Lo hizo por instinto y resultó que conocer a su abuelo había sido una de las mejores decisiones de su vida.
El instinto era lo único de lo que podía fiarse en aquellos momentos y le estaba gritando a voces que saltara.
Sophia miró la brújula para decidir en qué dirección debía nadar, cerró los ojos, tomó aire y escuchó las olas tal y como le había enseñado su abuelo.
Se abrochó con fuerza el chaleco salvavidas y se tiró al agua.
Alex había albergado la esperanza de que lo dejaran en paz.
Por lo menos, durante un tiempo.
Desde la terraza de su casa de la playa, se arrellanó en su butaca, dio un trago a la cerveza y disfrutó de la niebla que lo envolvía. La mítica niebla de Llandaron sólo duraba una hora, pero era un tiempo mágico... sin preguntas, sin respuestas, puro éxtasis...
Había vuelto de Londres hacía cinco días y no se había encontrado más que con preguntas que demandaban respuestas. Como siempre, las había dado de manera sucinta y en absoluto emocional.
Su familia no necesitaba los detalles, les bastaba saber que su matrimonio había fracasado, se había divorciado y había vuelto a casa para retomar sus responsabilidades y enfrentarse a su destino.
Dada su naturaleza brusca, Alex había creído que le sería fácil dar aquella noticia, pero no había sido así porque en lo más profundo de sí mismo se sentía avergonzado.
Su hermano Maxim y su hermana Catherine le habían ofrecido su apoyo y su amor mientras su padre se había limitado escuchar con expresión preocupada emitiendo suspiros y algún asentimiento ocasional.
Alex no culpaba a su padre por aquella reacción. De hecho, la entendía. Él también estaba preocupado por la reacción de los habitantes de Llandaron cuando se les comunicara en el picnic anual que se iba a celebrar el sábado la noticia del divorcio del heredero al trono.
Aquellas personas habían esperado año tras año a que se les dijera que, por fin, la pareja había tenido un hijo, pero esa noticia nunca se había producido ni se iba a producir.
¿Lo podrían perdonar o le pedirían que cediera sus derechos dinásticos a Maxim?
Alex dio otro trago a la cerveza y se quedó mirando el mar cubierto de niebla, tal y como hacía siempre que necesitaba consuelo. Lo cierto era que amaba a su pueblo más que a su propia vida y estaba dispuesto a acatar sus deseos, fueran cuales fueran...
De repente, Alex se tensó y se puso en pie. Con el ceño fruncido, ladeó la cabeza y escuchó.
Un sonido, un grito. Venía del agua, apenas era audible, pero sonaba desesperado. Alex sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Sin pensárselo dos veces, bajó los escalones que conducían a la arena y corrió hacia la orilla.
La niebla se podía cortar con cuchillo, pero él conocía aquella playa con los ojos cerrados.
Otra vez. Era una voz de mujer. Un grito desesperado.
Alex se apresuró a meterse en el agua y a nadar en la dirección de la que venía el grito. Miró a derecha y a izquierda. Tardó cinco segundos en localizar a la persona que estaba gritando. Se trataba de una mujer pelirroja, de grandes ojos verdes y piel pálida. Luchaba por no ahogarse porque el chaleco salvavidas se le había enganchado en las rocas.
Sus gritos eran cada vez más tenues. Obviamente, estaba cansada. Mientras nadaba a toda velocidad hacia ella, Alex sentía cómo la sangre se le agolpaba en las sienes. En cuanto llegó a su lado, no se molestó en hablar. Se apresuró a desenganchar el chaleco salvavidas de las rocas y a tomar a la chica en brazos.
Cuando iba hacia la orilla, una de sus piernas quedó atrapada entre las algas, que se apoderaron de su piel como un pulpo hambriento y tiraron de él hacia abajo.
Alex tuvo que soltar a la chica y durante un momento, mientras un remolino de agua se lo tragaba, sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Entonces, sintió pánico y el pulso se le aceleró mientras imaginaba que iba a morir.
De pronto, sintió que el pie quedaba libre, miró hacia abajo y vio a la mujer cortando las algas. Inmediatamente, Alex salió a la superficie en busca de aire.
Tosió y escupió y, cuando creía que la fatiga lo iba a ganar, sintió un brazo en el pecho que lo agarraba y tiraba de él.
Alex sentía bajo su cuerpo el movimiento de las olas mientras la mujer lo conducía hacia la orilla.
Aunque le dolían los pulmones, Alex no tardó en recuperar la respiración y el pulso normal. Para cuando llegó a la orilla, podía andar, pero al sentir la arena bajo sus pies se tumbó y descansó.
–Espero que no te pase nada, Lancelot –dijo la mujer con la respiración entrecortada.
Alex tardó unos treinta segundos en contestar a aquella mujer de acento estadounidense.
–¿Lancelot?
–Sí, el caballero que salvó a la damisela en apuros.
–Ya –murmuró Alex pasándose la mano por la cara–. El caballero que corrió a rescatar a la damisela en apuros y consiguió que el pie se le quedara enganchado en las algas.
–Algas, estribos, ¿qué más da? –dijo ella poniéndole la mano en el hombro–. ¿Estás bien?
–Sobreviviré –contestó Alex abriendo los ojos–. Si yo soy Lancelot, tú eres...
Las palabras no salieron de su boca. Cubierta por un halo de espesa niebla, a pocos milímetros de su rostro, había una mujer de una belleza tan impresionante que Alex estuvo a punto de perderse en ella.
Tenía unos ojos del color del mar, verdes azulados, y una cabellera roja de kilómetros y kilómetros.
Alex sintió que el cuerpo se le tensaba. Era ella. Lo sintió en lo más profundo de su ser... aquella necesidad, aquella conexión. ¿Cómo era posible? La sirena de hacía cuatro meses.
–Yo soy una idiota –dijo ella con brusquedad–. Más bien, me parece que somos los dos unos idiotas.
–¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
–Primero, voy yo y me quedo atrapada en la rocas y, luego, llegas tú y te quedas atrapado en las algas –contestó la pelirroja pasándose la lengua por los labios.
Alex se preguntó si aquella mujer lo besaría con ardor, como él quería besarla a ella, si lo intentara.
–A mí eso no me parece de idiotas.
–¿No? ¿Qué te parece, entonces?
–Intervención divina. Puede que ambos estuviéramos esperando a que algo nos apresara.
Por lo visto, la niebla no le permitía pensar con claridad. Alex no tenía ni idea de por qué había dicho aquello, pero ya era demasiado tarde para retractarse.
La mujer se quedó mirándolo intensamente.
–Yo no busco que me apresen, sino todo lo contrario. Quiero ser libre.
–A veces, parece lo mismo.
–Es cierto. ¿Por qué será?
Alex no tenía la respuesta, pero a ella tampoco parecía importarle. Se inclinó sobre él, le pasó los brazos por el cuello, lo miró con deseo y lo besó.
Alex agradeció el peso de su cuerpo, la voluptuosidad de sus pechos y sus labios.
Con la niebla como refugio, aquella mujer le estaba haciendo algo increíblemente erótico, lo estaba haciendo sentir como jamás antes se había sentido. Sus ojos, la manera de mirarlo... lo habían embrujado, Alex se sentía en trance...
Boca con boca, cuerpo con cuerpo, ambos escondidos entre la niebla. El paraíso.
La libertad de verse apresado.
Alex sintió que el pulso se le aceleraba. Aquello tenía que ser un sueño. ¿O tal vez una pesadilla? Tal vez, sí, una pesadilla. Una pesadilla en la que había perdido aquel control del que siempre presumía.
Entonces, el instinto animal hizo acto de presencia. En pocos segundos, se había colocado sobre ella. La vio sonreír y se preguntó si estaría loca. ¿Acaso importaba?
El deseo que había invadido su cuerpo le era extraño o, tal vez, lo había estado controlando durante demasiado tiempo...
Alex no pudo evitar gemir de placer cuando sus labios se volvieron a encontrar. Aquella mujer tenía una boca caliente y una lengua dulce. Alex sentía sus dedos entrelazados entre el pelo.
No podía pensar. Tampoco quería hacerlo.
–¿Qué estamos haciendo? –murmuró contra sus labios.
La sirena le mordisqueó el labio inferior de manera erótica y negó con la cabeza.
–No tengo ni idea, pero me encanta.
–A mí también.
A Alex se le volvió a quedar la cabeza en blanco cuando ella lo siguió besando de manera rápida y desesperada, urgiéndolo a seguirla. La locura se apoderó de él y sus besos se tornaron apasionados.
La mujer ladeó la cabeza y apretó sus caderas contra el bulto que sobresalía en los vaqueros de Alex. Él, en un intento por recobrar el control, se apartó de ella un milímetro y la miró a los ojos.