Historia de Aline y Valcour - Marqués de Sade - E-Book

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Marqués De Sade

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Beschreibung

«Historia de Aline y Valcour» es una novela epistolar del Marqués de Sade. Contrasta un brutal reino africano, Butua, con una isla paradisíaca del Pacífico Sur conocida como Tamoé y dirigida por el filósofo-rey Zamé.

Sade escribió el libro mientras estaba encarcelado en la Bastilla en la década de 1780. Publicado en 1795, fue el primero de los libros de Sade publicado bajo su verdadero nombre.

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Marqués de Sade

Marqués de Sade

HISTORIA DE ALINE Y VALCOUR

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-118-2

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-118-2
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Indice

HISTORIA DE ALINE Y VALCOUR

HISTORIA DE ALINE Y VALCOUR

CARTA PRIMERA

Déterville a Valcour

Parí s, 3 de Junio de 1778

Ayer cenamos, Eugénie y yo, en casa de tu divinidad, mi querido Valcour... ¿Qué hací as tú?... ¿Eran los celos?... ¿EI enojo?... ¿EI temor?... Tu ausencia fue para nosotros un enigma que Aline no pudo o no quiso explicarnos y cuya clave nos costó mucho esfuerzo descifrar. Iba a solicitar noticias tuyas cuando dos grandes ojos azules que reflejaban a la vez el amor y la decencia, vinieron a fijarse en los mí os rogándome que disimulase... Me callé; poco después me acerqué; quise inquirir la razón de ese misterio. Las únicas respuestas que obtuve fueron un suspiro y un signo con la cabeza. Eugénie no fue tampoco más afortunada; no presionamos más; pero Mme. de Blamont suspiro y yo la oí , esa mujer es una madre deliciosa, amigo mí o; no creo que sea posible tener mas ingenio, un alma mas sensible, tanta gracia en los modales ni tanta amenidad en las costumbres. Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas tienen en el mundo una cierta rudeza; una especie de afectación que hace que se compre muy caro el placer de su compañí a. Parece como si solamente quisiesen mostrar su ingenio en su gabinete o que, al no encontrarlo nunca en cantidad suficiente en aquellos que las rodean, no se dignasen rebajarse a mostrar el que ellas poseen.

¡ Pero qué diferente de este retrato es la adorable madre de tu Aline! En verdad no me extrañarí a que una mujer así despertase aun grandes pasiones, a pesar de haber alcanzado los treinta y seis años.

Por lo que hace a M. de Blamont, ese indigno esposo de una mujer demasiado digna, fue tajante, sistemático y desabrido como si estuviese administrando justicia en nombre del rey; desencadenó una serie de invectivas contra la tolerancia , hizo la apologí a de la tortura, nos habló con una especie de regocijo de un desgraciado a quien sus colegas y él iban a infligir, al dí a siguiente, el suplicio de la rueda ; nos aseguró que el hombre era malo por naturaleza y que no habí a nada que debiera evitarse para hacerlo encadenar; que el temor era el resorte más poderoso de las monarquí as y que un tribunal encargado de recibir delaciones era una obra maestra de la polí tica. Seguidamente nos habló de unas tierras que acababa de comprar, de la sublimidad de sus derechos y, sobre todo, del proyecto que abriga de instalar en ellas una casa de fieras de las que, te lo garantizo, él será el animal más peligroso.

Pocos minutos antes de que fuese servida la cena llegó otro individuo, corto y cuadrado, cuyo espinazo se adornaba con una casaca de paño verde oliva, guarnecida de arriba a abajo con un bordado de ocho pulgadas de anchura cuyo dibujo me recordó al que llevaba Clovis en su manto real. Este hombre pequeño poseí a un pie muy grande asentado sobre unos tacones altos en medio de los cuales se apoyaban dos piernas enormes. Si se intentaba buscar su cintura no se encontraba más que un vientre. ¿Interesaba una idea de su rostro? no se percibí a más que una peluca y una corbata de cuyo centro se escapaba a veces un falsete discordante

que permití a dudar si el gaznate del que emanaba era efectivamente el de ser humano o el de una vieja cotorra. Este ridí culo mortal, absolutamente fiel al retrato que de el he trazado, se hizo anunciar como M. Dolbourg.

Un capullo de rosa que, en ese mismo instante, Aline lanzaba a Eugénie, vino a perturbar desafortunadamente las leyes de equilibrio que se habí a impuesto el personaje con la intención de deducir de ellas su reverencia de entrada. Tropezó con el capullo de rosa y definitivamente llegó hasta nosotros con la cabeza por delante. Este golpe inesperado, este súbito derrumbamiento de las masas, descompuso un poco sus postizos atractivos, la corbata voló por un lado, la peluca por otro y el infeliz, desparramado y desguarnecido de esta guisa, provocó a mi loca Eugénie un ataque de risa tan espasmódico que nos vimos obligados a conducirla a una sala contigua en donde llegue a creer que se desvanecerí a... Aline se contuvo, el presidente se enfadó, Mme. de Blamont se mordí a los labios para no reventar de risa y se deshací a en señas de interés... Dos lacayos levantaron al hombrecillo que, como una tortuga volteada, no podí a recobrar la elasticidad necesaria para restablecer su verticalidad. Se le enfundó en su peluca y se rehizo artí sticamente el nudo de su corbata, Eugénie apareció y el anuncio de la cena vino a restaurar el orden general al obligar a cada cual a ocuparse en una sola idea.

Las exageradas cortesí as del presidente hacia el hombrecillo, la noticia que recibí ulteriormente de que tení a cien mil escudos de renta, cosa que hubiera apostado con sólo verle la cara; el fastidio de Aline, el gesto afligido de Mme. de Blamont, los esfuerzos que hací a para distraer a su querida hija, para impedir que los demás percibiesen el malestar que la embargaba; todo me convenció de que ese desgraciado banquero era tu rival y rival tanto más peligroso por cuanto me pareció que el presidente estaba entusiasmado con él.

¡ Amigo mí o, qué alianza!... ¡ Unir un mortal tan prodigiosamente ridí culo a una joven de diecinueve años hecha como las Gracias, lozana como Hebe y más bella que Flora! Atreverse a sacrificar a la estupidez en persona el espí ritu más dulce y más agradable; adaptar a un abultado volumen de materia el alma más sutil y más sensible; reunir la inactividad más plúmbea con un ser cuajado de talentos, ¡ que atentado, Valcour!... ¡ Oh! no, no..., o la Providencia es insensible o no lo permitirá jamás... Eugénie se lleno de tristeza en cuanto adivino la fechorí a. Loca, atolondrada, e incluso un poco cruel, pero dispuesta a inmolar su sangre en aras de la amistad, pasó rápidamente de la alegrí a a la cólera mas extremada desde el momento en que la hice partí cipe de mis sospechas... Miro a su amiga y las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas rosas que la alegrí a acababa de encender. Aconsejó a su madre que se retirase temprano; no podéis soportarlo y si esa fechorí a era real, no habí a nada, decí a golpeando el suelo con sus pies, que ella no hiciera para impedirlo. Pero Aline se obstinaba en su silencio... Mme. de Blamont se limitaba a suspirar cuando yo la interrogaba; y optamos por retirarnos.

He aquí , mi querido Valcour, el estado en que dejé las cosas; en prenda de mi sincera amistad debes instruirme de todo lo que puedas averiguar; espéralo todo de la mí a y de la de Eugénie y convéncete de que la felicidad que nos aguarda no puede realmente ser perfecta mientras sepamos que hay obstáculos entre la de Aline y la tuya.

CARTA II

Aline a Valcour

6 de Junio

¿De qué expresiones me servirí a yo? ¿Cómo suavizarí a el golpe que necesariamente he de asestaros? Mis sentidos se nublan, mi razón me abandona, si existo es solamente por el sentido de mi dolor ¿Por qué os habré visto?, ¿por qué me habéis arrastrado al abismo con vos?, ¿por qué esos rasgos cautivadores han penetrado en mi alma? ¡ Ay!, ¡ qué breves han sido nuestros instantes de dicha! ¿Quién sabe, ¡ Dios mí o!, quién sabe cuales serán los lí mites de los que nos aguardan? Amigo mí o, es imperativo que no nos veamos más... Ya ha sido pronunciada la frase cruel, ¡ he podido escribirla sin morir!...

Emulad mi valor. Mi padre me ha hablado como un amo quiere ser obedecido. Se presenta un partido, ese partido le conviene, eso basta. No pide mi consentimiento, consulta su interés y a sus caprichos debo inmolar por completo todos mis sentimientos. No acuséis a mi madre, ella no ha dicho nada, no ha hecho nada, ni siquiera lo imagina aún...Vos sabéis cómo ama a su hija y no ignoráis tampoco los sentimientos de ternura que despertáis en ella... Nuestras lágrimas han corrido parejas... El muy bárbaro las ha visto y no le han conmovido en absoluto... ¡ Oh, amigo mí o! creo que el habito de juzgar a los demás hace necesariamente a las personas duras y crueles.

– Es un partido conveniente, ha dicho enfurecido a mi madre, no soportaré que mi hija lo pierda. Dolbourg es amigo mí o desde hace veinticinco años y tiene una renta de cien mil escudos, ¿acaso pueden todas vuestras pequeñas consideraciones contrarrestar, un argumento tan poderoso? ¿Es que actualmente la gente se casa por amor?... Lo hace por interés; esa es la única ley que debe estrechar los lazos del himeneo. ¡ Qué importa el amor siempre que uno sea rico! ¿Acaso el amor proporciona la consideración en el mundo? No por cierto, señora mí a, es la fortuna, y no se puede vivir sin consideración. Además, ¿Qué tiene mi amigo Dolbourg que puede inspirar el distanciamiento de vuestra hija? (¡ Oh, Valcour, quisiera que le vieseis!) ¿Es acaso porque no es uno de esos mequetrefes de hoy en dí a que, haciendo creer a una joven que se han prendado de ella únicamente porque saben que es muy rica, se casan con la dote y dejan a la chica? ¿O quizás os sentí s seducida por el talento y el ingenio? ¿Eh? ¿Porque un hombre haya hecho algunas comedias, algunos epigramas, porque haya leí do a Homero y a Virgilio va a poseer, por eso sólo hecho todo lo necesario para la felicidad de vuestra hija?

Veréis, amigo mí o, a quien iba destinado este último sarcasmo; pero el muy cruel, temiendo que no le hubiésemos entendido aún:

Os ruego, replicó encolerizado, que escribáis al punto a M. de Valcour y le comuniquéis que sus visitas me honran infinitamente, sin duda, pero que, no obstante, me complacerí a que las suprimiese; no quiero entregar mi hija a un hombre que no tiene nada.

Su cuna, respondió mi madre, es más alta que la mí a.

Lo sé de sobras; ya apareció, como siempre, el orgullo de los aristócratas, para ellos el nacimiento lo es todo. ¿Queréis que a mi hija le suceda con su Valcour lo que a mí me ha

sucedido con vos? ¿Casarse con unos pergaminos?... ¿De qué me sirve, decidme, el que me habéis dado?... Preferirí a veinticinco mil francos anuales que todas esas genealogí as que, como los gusanos de luz, solamente brillan gracias a la oscuridad, que solamente son ilustres porque no podemos divisar su origen y de las que se puede afirmar lo que se quiera porque carecen de principio. Valcour es de buena casa, lo sé; además tiene a vuestros ojos un gran merito, le apasiona la literatura; pero yo, que no me conmuevo ante estas consideraciones, quiero dinero... Y no tiene un céntimo. Esta es su sentencia, comunicádsela, os lo aconsejo.

Con estas palabras desapareció y nos dejó, a mi madre y a mí , anegadas en el llanto.

No obstante, amigo mí o, porque es necesario que alivie con un poco de bálsamo las heridas que acabo de infligiros, la esperanza no ha abandonado mi corazón, y esa madre respetable, que yo idolatro y que os ama, me encarga positivamente que os diga, que no desea que desesperéis... Esta casi segura de poder ganar tiempo y en circunstancias como las presentes el tiempo supone mucho. Rendí os, pues, a las órdenes de mi padre; no volváis, pero escribidnos. Un caso de suma importancia mantendrá al presidente en Parí s durante todo el verano, y creo que mi madre conseguirá la autorización de pasar esta estación sola conmigo en su pequeña posesión de Vertfeuille, cerca de Orleáns; único bien que aportó a mi padre que; como veis, se lo reprocha con crueldad. Su objeto es conseguir del presidente que no precipite nada; se encargará, dice, de disponerme a todo y de vencer mi repugnancia, siempre que no se ejerza presión alguna y que se nos permita pasar algunos meses solas en Vertfeuille... Amigo mí o, si lo consigue, os confieso que lo consideraré como una victoria a medias; el tiempo lo es todo en estas crisis tan terribles, tanto tenerlo como obtenerlo lo significa todo.

Adiós, no os alarméis, amadme, pensad en mí , escribidme... Que yo ocupe todos vuestros instantes al igual que vos llenáis mi corazón... ¡ Oh, amigo mí o! Pocas cosas harí an falta para separarnos para siempre; pero lo que al menos me consuela en mi desgracia es la certeza que poseo de que ninguna fuerza, divina o humana, conseguirá impedirme que os ame.

CARTA III

Valcour a Aline

7 de Junio

Si, la he leí do, esa frase cruel... ¡ He recibido el golpe que ha de quebrantar mi vida, y todas las facultades que la componen no se han desvanecido! ¡ Oh, mi Aline! ¿cuál ha sido el arte que habéis empleado para asestarlo? ¡ Me dais la muerte y queréis que yo viva!... ¡ Destruí s mi esperanza y, al mismo tiempo, la reanimáis!... No, no moriré... No se que voz se deja oí r en el fondo de mi corazón... No sé qué órgano secreto parece decirme que viva y que todos los instantes de la felicidad no se han extinguido aun para mi... No, no se que es esa emoción, pero cedo ante ella... ¡ No veros más, Aline!.. ¡ No embriagarme mas en esos ojos que adoro, con el delicioso sentimiento de mi amor!... ¿Sois vos quien me lo ordena?... ¡ Ah! ¿Qué habré hecho yo para merecer tal suerte?... ¡ Renunciar yo al encanto de poseeros un dí a! No, no me lo decí s vos. Mi infortunio acrecienta mis inquietudes, alimenta aún las quimeras que vuestras confortadoras palabras intentan hacer menos horribles. Sólo nos hace falta tiempo, decí s; tiempo, Aline... ¡ Oh cielos! ¿imagináis como es el tiempo que transcurre lejos del ser amado?... ¿En el que no se puede oí r su voz, en el que no se puede gozar de su mirada? ¿no es pedir a un hombre que exista separado de su alma?... Yo estaba preparado para este golpe fatal, Déterville, me habéis puesto sobre aviso, pero ignoraba que las cosas hubieran llegado tan lejos y, sobre todo, que vuestro padre exigirí a que yo no os viera ya nunca más... ¿Quién ha podido informarle de nuestros secretos? ¡ Ah! ¿es que cabe esconderse cuando se ama? Si ha sorprendido nuestras miradas habrá averiguado nuestro amor... ¿Qué haré, ¡ ay! durante esta terrible ausencia?... ¿Qué queréis que haga de mi persona? ¡ Si al menos hubiera podido deciros cuánto os amo!... Me parece como si no os lo hubiera dicho nunca... Oh no, no os lo he dicho nunca tal y como lo siento... ¿Y cómo lo hubiera conseguido? ¿Qué palabra podrí a encerrar este fuego divino que me devora? Ora aniquilada por la fuerza misma de este sentimiento que me absorbe... ora abrasada por vuestras miradas... mi alma sentí a sin poder expresar; todas las presiones me parecí an demasiado débiles... Y ahora lamento haber perdido tantas ocasiones o haberlas aprovechado tan mal. ¡ Cómo voy a añorar esos momentos tan breves y tan dulces! Aline, Aline, ¿creéis que yo pueda vivir sin ellos? Y sin embrago lloraréis... ¡ vuestra alma se anegará en el dolor y yo no podré compartir sus angustias! Que, al menos, no tenga lugar ese cruel himeneo... Considero lo que decí s como un juramento de que no se realizará jamás... El bárbaro os sacrifica... ¿y a qué?... a su ambición, a su interés... ¡ Y además tiene la osadí a de hallar sofismas en que apoyar sus horribles sistemas!... "El amor, dice, no hace la felicidad en los lazos del himeneo". ¿Y cuáles son esos lazos cuando el amor no los forma? Un pacto mercenario y vil, un tráfico vergonzoso de fortunas y de nombres que sólo encadena a las personas, abandonando el corazón a todos los desórdenes de la desesperación y del despecho. ¿En qué se convierten entonces esos bienes tan anhelados?

¿Son destinados a los hijos que ya no serán sino el fruto del azar o del interés? Se disipan, se

pierden con mayor presteza que con que se adquirieron y la necesidad que ambos experimentan de sacudirse la cadena que les oprime, abre el abismo espantoso que los devorará en un solo dí a sin remedio. ¿Dónde está, pues, el provecho y la dicha de esos matrimonios de conveniencia, ya que las mismas fortunas que han estrechado los nudos desaparecen ya sea para aflojarlos, ya para deshacerlos?

Pero concebir la esperanza de conducir a vuestro padre a opiniones razonables es empresa semejante a la de hacer que un rí o remonte a sus fuentes. Independientemente de los prejuicios de su condición, prejuicios cruelmente odiosos, sin duda, tiene además aquellos (excusadme la expresión) de una cabeza estrecha y un corazón frí o; y este tipo de personas ama demasiado el error como para que quepa la esperanza de conseguir que renuncien a él.

¡ Qué respetable el comportamiento de Mme. de Blamont en todo este asunto y cuánto la adoro! ¡ Qué conducta, qué prudencia! ¡ Qué amor por vos! Adorad a esta madre, sólo su sangre lleváis vos... Es imposible, es moralmente imposible que una sola gota de la de ese hombre cruel fluya por vuestras venas... Dulce y divina amiga de mi corazón, hay ocasiones en las que me complazco en imaginar que si habéis recibido la existencia en el seno de esta madre adorable, ha sido gracias al hálito de la divinidad; ¿no admití s la mitologí a de los griegos este tipo de existencias?; ¿no las hemos recibido nosotros en nuestras opiniones religiosas? Pero hubiera sido necesario un milagro... ¿Y por quién, Dios mí o, por quién lo harí a la naturaleza si no por mi Aline?... ¿No es, ella misma un milagro?... Dejadme esta opinión, mi divina amiga, me consuela... Aumenta, me parece, aún más el culto que os profeso... ¿Sí , Aline?... si, sois la hija de un dios o, mejor, sois vos misma un dios y a través de vuestras miradas la naturaleza entera recibe la existencia: purificáis todo lo que os toca, vivificáis todo lo que os rodea; la virtud solamente es grata cerca de vos, solamente se la conoce en donde vos estáis; sostenida por el imperio de la belleza, cautiva gracias a vuestros rasgos, seduce a través de vos; y nunca me siento más honrado que cuando me acerco a vos o cuando os dejo. ¿Quién animará ahora en mi corazón estos sentimientos que nacen cerca de vos... quien me fortificará durante el resto de mi vida? Mi alma va a marchitarse separada de la vuestra, le sucederá lo que a esas flores que se secan a medida que se alejan de ellas los rayos del astro que las hizo nacer... ¡ Oh, mi querida Aline! ya no habrá para mí en la tierra un solo instante de felicidad... Pero os escribiré, al menos... ¿Me lo permití s?... Podré hacerlo...

¡ Ay!, es un consuelo, sin duda, pero ¡ qué lejos está del que yo deseo, del que yo necesito! ... Y ¿cuando será ese viaje? ¡ qué! ¿no os veré ya antes de que partáis y, por primera vez en mi vida, desde hace tres años que os conocí , voy a pasar una temporada entera lejos de vos?...

¡ Orden bárbara!... ¡ padre cruel! Aliviad, Aline, esta terrible y funesta decisión... Haced que pueda veros aún un solo dí a... sólo una hora ¡ ay! no deseo otras cosa para poder vivir un año; en esa hora preciosa recogeré todo lo que mi alma necesite para existir durante siglos... Madre adorable, permitid que os implore; solicito esta gracia besando vuestros pies... Recordad esa indulgencia tan activa y tan dulce que os caracteriza; esa bondad, esa humanidad que os hacen tan sensible a la suerte amarga del infortunio. ¡ Ay! jamás habréis socorrido a un desgraciado cuyos males fueran más agudos. Que la naturaleza me agobie con todos los que quiera, pero que me deje los ojos de Aline y su corazón... Espero vuestra respuesta; la espero como los criminales esperan el golpe fatal. ¡ Ah! si la temo es que la adivino... Pero una hora, Aline... una sola hora... o, de lo contrario no habréis amado jamás... Alejad, cuando menos, a ese hombre... que no vaya con vos al campo... No os pido que rechacéis los lazos con que os ofrece uniros a él. No, Aline, no os lo pido; hay algunos casos en los que una simple recomendación es un ultraje y creo que este es uno de ellos. Sí , me atrevo a estar seguro de vos porque me habéis dicho que yo no os era del todo indiferente y que no querí ais arrancar el corazón de vuestro amigo.

CARTA IV

Aline a Valcour

9 de Junio

Os agradezco vuestra resignación, amigo mí o, aunque no sea completa; no importa, no abuséis de lo que voy a deciros, pero mi reconocimiento hubiera sido menor si hubieseis obedecido de mejor grado. Que vuestras penas se aplaquen, mi querido Valcour, en la certeza de que las comparto. Ignoro lo que mi madre haya podido decir a su marido, pero M. Dolbourg no ha vuelto a aparecer desde la noche aquella en que cenó aquí . He creí do adivinar, menos severidad en los ojos de mi padre; no vayáis a creer que de ello se deriva que sus primeros proyectos se han anulado, os amo demasiado sinceramente como para dejar nacer en vuestro corazón una esperanza que perderí ais pronto. Pero las cosas no serán tan rápidas como yo lo temí a, y en unas circunstancias como éstas, os lo repito, es todo obtener algún aplazamiento.

Nuestro viaje a Vertfeuille está decidido: mi padre se muestra de acuerdo en que vayamos mi madre y yo durante el verano; en cuanto a él sus asuntos le obligan a quedarse en Parí s: nos dejará solas y tranquilas; pero no os oculto, amigo mí o, que una de las cláusulas de este permiso, es que vos no aparezcáis. Juzgad, por esta severidad, si serí a posible concederos la hora que solicitáis con tanta insistencia.

Al interés que mi madre tení a de saber por qué razón habí ais resultado tan sospechoso al presidente, el le contesto:

"Que nunca se hubiera imaginado, cuando os presentasteis en su casa, que osaseis poner vuestras miradas sobre su hija; que únicamente a tí tulo de conocimiento y amistad social os habí a acogido; pero dándose al final cuenta de nuestros sentimientos mutuos, este descubrimiento fatal le habí a determinado a elegir prontamente un yerno que a un seductor sin la esperanza de desviar a su hija de sus deberes, y que no habí a encontrado nada mejor que Dolbourg, hombre muy rico y su amigo desde hacia mucho tiempo."

Mi madre, muy contenta de llevarle poco a poco a una explicación, sin combatir en absoluto su proyecto, le preguntó los motivos de su alejamiento para con vos. La falta de fortuna fue enseguida su argumento indestructible, y no pudiendo, dijo, rechazar vuestras cualidades (como si su orgullo estuviera desolado por una confesión que le resultaba imposible omitir), se ha lanzado de entrada sobre vuestros defectos, y el que os reprocha con más acritud es la falta de ambición, la sorprendente despreocupación que mostráis hacia vuestra fortuna y el nefasto error que, en su opinión, habéis cometido al abandonar el servicio siendo tan joven. Mi madre quiso oponer a esto vuestros talentos, vuestro amor por las letras, que; absorbiendo toda otra afición, os ha aislado, por así decirlo, para poder estudiar más detenidamente. A esto el presidente, enemigo capital de todo lo que se denomina Bellas Artes

se ha excitado una vez más... ¿Y qué hacen esos miserables para alcanzar la felicidad de la vida, señora? replicó enardecido, ¿acaso habéis visto a lo largo de vuestra existencia que las artes o incluso las ciencias hayan hecho la fortuna de un solo hombre?... Yo, al menos, no lo

he visto jamás, ya no es como en otros tiempos, en que, con una hipótesis, un silogismo, un soneto o un madrigal, se da a conocer uno en el mundo y se llega a todo; los Horacios no encuentran ya un Mecenas, ni los Descartes, una Cristina. Lo que hace falta es dinero, señora mí a, dinero. Esa es la única llave de los cargos y de los honores y vuestro querido Valcour no lo tiene. Es joven, tiene ingenio y un cierto mérito observad, amgio mí o, la escasa alegrí a con que se ha dignado concederos un cierto mérito- con estas ventajas, continuó, ¿qué le estarí a vedado? El templo de la Fortuna está abierto a todo el mundo; solamente hay que cuidar de no dejarse aventajar por la muchedumbre que se abre paso a codazos y que quiere llegar antes que vos... A los treinta años, con su fecha, el nombre que lleva y las alianzas que puede hacer valer, serí a hoy mariscal de campo si lo hubiese querido.

¡ Oh! amigo mí o; os pido perdón; pero estos reproches, ¿no son merecidos? ¡ No os imaginéis que es mi corazón el que os recrimina, que no soy dueña de mi mano! que no puedo probaros al instante hasta que punto estos prejuicios son viles a mis ojos, pero, amigo mí o, vos mismo me lo habéis repetido cien veces, la consideraci6n es, necesaria en el mundo y si ese publico es lo bastante injusto como para no querer concedérsela mas que a quienes ostentan honores, el hombre prudente, que concibe la imposibilidad de vivir sin ella, debe hacer todo lo posible para adquirir lo necesario para merecerla.

¿No habrá un poco de repugnancia, un poco de misantropí a en esa despreocupación que se os reprocha? Quisiera que me aclaraseis todo esto, pero no justificándoos; pensad que habláis a la mejor amiga de vuestro corazón.

CARTA V

Valcour a Aline

12 de Junio

Si, Aline, estoy en un error y vos me lo hacéis sentir; la confianza es la más dulce prueba de amor y tengo el aspecto de quien os la ha negado al no relataros las desdichas de mi vida; pero ese silencio por mi parte desde que os conozco tiene su origen en dos principios que espero no censuraréis, el temor de aburriros con historias que sólo a mí me interesan y mi vanidad, que sufrirí a con su narración. Uno quisiera elevarse incesantemente a los ojos del ser amado y guarda silencio cuando lo que puede decir de si no tiene nada de halagador. Si el azar me hubiese unido a otra persona, quizás me hubiera mostrado menos orgulloso; pero supisteis inspirarme tanto desde el momento en que creí haber despertado vuestra sensibilidad, que, desde ese instante, me hicisteis avergonzarme de mí mismo y de mi audacia de colocar en vuestras cadenas a un esclavo tan poco digno de vos ¡ Me sentí a tan lejos de lo que juzgaba necesario para merecerlo! y preferí a dejaros creer que era digno de vos que mostraros vuestro error.

Ahora exigí s confidencias que yo preferí a callar; no os culpéis sino a vos misma si en ellas veis motivo para estimarme menos y que mi franqueza o mi obediencia me hagan recuperar en vuestro corazón lo que la verdad me arrebate. Todas mis faltas son anteriores al instante en que os vi por vez primera. ¡ Ay! es mi única excusa; desde ese momento dichoso no he conocido más que el amor y la virtud; ¿y cómo hubiera osado después mancillar con nuevos extraví os el corazón en donde reinaba vuestra imagen?

Historia de Valcour

No voy a hablaros mucho de mi nacimiento, ya lo conocéis; solamente os relataré los errores a los que me ha inducido la ilusión de un origen vano del que casi siempre nos enorgullecemos injustificadamente, ya que esta ventaja se debe exclusivamente al azar.

Relacionado, por parte de mi madre a todo cuanto de grandeza pudiera haber en el reino; unido, por mi padre a todo lo que podí a haber de más distinguido en la provincia de Languedoc; nacido en Parí s en medio del lujo y de la abundancia, creí , desde que tuve use de razón, que la naturaleza y la fortuna se habí an unido para colmarme con sus dones; lo creí porque otros cometieron la estupidez de decí rmelo y este prejuicio ridí culo me hizo altivo, despótico e iracundo; parecí a como si todo debiera ceder ante mí , como si el universo entero debiera atender mis caprichos y como si a mí no me correspondiese más que concebirlos y satisfacerlos; solamente os relataré un rasgo de mi infancia para convenceros del peligro que encerraban los principios que, con toda ineptitud, dejaban germinar en mí .

Nacido y educado en el palacio de un prí ncipe ilustre con quien mi madre tení a el honor de estar emparentada y que tenia, poco mas o menos mi edad, se afanaban en que me reuniese

con el a fin de que, siéndole conocido desde mi infancia, pudiese yo encontrar su apoyo en todos los instantes de mi vida; pero mi vanidad de aquella época, que no entendí a aún nada de estos cálculos, se sintió herida un DIA en nuestros juegos infantiles porque el querí a disputarme algo, y mucho más aún por que, con muy justos tí tulos, sin duda, él se creí a autorizado por su rango para hacerlo. Me vengue de sus resistencias mediante golpes muy numerosos, sin que ninguna consideración lograse detenerme y sin que nada que no fuese la fuerza o la violencia consiguiese separarme de mi adversario.

Fue aproximadamente en esa época cuando mi padre recibió el encargo de llevar a cabo las negociaciones; mi madre le siguió y yo fui enviado a casa de una abuela en Languedoc cuyo cariño excesivamente ciego alimentó en mí todos los defectos que acabo de confesar.

Volví a Parí s a realizar mis estudios bajo la tutela de un hombre fuerte y dotado de mucho ingenio, muy adecuado, sin duda, para formar mi juventud, pero que, para mi desgracia, no conserve durante mucho tiempo. Se declaró la guerra, en el afán de hacerme servir se interrumpió mi educación y salí para el regimiento en donde habí a sido empleado, a una edad en que, de haber seguido las cosas su curso natural, solamente se deberí a ingresar en la Academia.

Quiera Dios que se reflexione sobre el vicio dominante en nuestros dí as y que se vea que el objeto esencial no consiste en tener militares muy jóvenes, sino en tenerlos muy Buenos; y que, según el prejuicio actual, resulta de todo punto imposible que esta clase de ciudadanos tan útil pueda ser perfecta nunca mientras se siga el criterio de ingresar- joven, ignorando si se poseen los requisitos para ser admitido y sin comprender que es imposible poseer las virtudes necesarias mientras no se conceda a los jóvenes aspirantes la posibilidad de adquirirlas a través de una educación prolongada y perfecta.

Se iniciaron las campanas y me atrevo a afirmar que las hice bien. Esa impetuosidad natural de mi carácter; esa alma de fuego que la naturaleza me habí a otorgado no hací a sino incrementar la fuerza y la actividad de esa virtud feroz que recibe el nombre de valor y que, cometiendo un grave error, sin duda, se considera como la única necesaria en nuestra profesión.

Nuestro regimiento, aplastado en la penúltima campaña de esta guerra, fue enviado a una guarnición de Normandí a; ahí es donde comienza la primera parte de mis desdichas.

Acababa de cumplir la edad de veintidós años; perpetuamente arrastrado hasta entonces por los trabajos de Marte, no conocí a mi corazón y tampoco sospechaba que fuese sensible, Adélaï de de Sainval, hija de un antiguo oficial retirado en la ciudad donde nos encontrábamos, supo convencerme sin tardanza de que todos los fuegos del amor debí an abrasar fácilmente un alma como la mí a; y que, si no habí an ardido hasta entonces, era porque ningún objeto supo cautivar mis miradas. No voy a describiros a Adélaï de; sólo uno era el género de belleza destinado a despertar el amor en mí , siempre fueron unos los rasgos que iban a permitirle penetrar en mi alma y lo que me embriagó en ella fue el esbozo de las bellezas y las virtudes que idolatro en vos. La amaba porque debí a adorar necesariamente todo lo que estuviese relacionado con vos; pero esta razón que legitima mi derrota, constituye el crimen de mi inconstancia.

En las guarniciones está muy extendido el uso de que cada cual elija una amante y de no considerarla, desdichadamente, más que como una especie de divinidad a quien se deifica para matar el tiempo, que se cultiva en apariencia y que se abandona en el instante en que se despliegan las banderas. Al principio creí de buena fe que esto no ocurrirí a jamás, que yo amarí a a Adélaï de; la forma en que se lo aseguré la persuadió; exigió juramentos, se los hice; querí a escritos, se los firmé y al hacerlo creí que no la engañaba. A salvo de los reproches de su corazón, creyéndose quizás incluso inocente, ya que habí a cubierto su debilidad con todo

lo que le parecí a apto para legitimarla, Adélaï de cedió y yo osé hacerla culpable al no pretender más que encontrarla sensible.

Seis meses transcurrieron en esta ilusión sin que nuestros placeres alterasen nuestro amor; en la embriaguez de nuestros éxtasis llegó un momento incluso en que quisimos huir; inseguros de la libertad de formar nuestras propias cadenas, quisimos ir a forjarlas juntos al otro extremo del universo... La razón triunfó; yo convencí a Adélaï de y desde ese momento fatal fue evidente que la amaba menos. Adélaï de tení a un hermano, capitán de infanterí a a quien esperábamos iniciar en nuestros propósitos... Lo esperábamos, pero no llegó. El regimiento salió, nos despedimos, corrieron los rí os de lágrimas; Adélaï de me recordó mis juramentos, los renové entre sus brazos... y nos separamos.

Ese invierno mi padre me llamó a Parí s, volé hacia él; se trataba de un matrimonio; su salud flaqueaba, deseaba verme establecido antes de entregar el alma; ese proyecto, los placeres ¿qué os dirí a yo? esa fuerza irresistible de la mano del destino que nos lleva siempre a nuestro pesar a donde sus leyes quieren que estemos, todo borró poco a poco a Adélaï de de mi corazón. No obstante, hablé a mi familia de este compromiso; el honor me obligaba a ello y lo hice; pero la negativa de mi padre legitimó muy pronto mi inconstancia; mi corazón no presentaba objeción alguna y cedí sin combatir sofocando mis remordimientos. Adélaï de no tardó mucho en saberlo... Es difí cil expresar su tristeza; su amor, su sensibilidad, su grandeza, su inocencia, todos esos sentimientos que poco antes hicieran mis delicias llegaban a mí como palabras apasionadas sin que ninguna alcanzase mi corazón.

Dos años pasaron así , para mí los hilaron las manos el placer, para Adélaï de quedaron marcados por el arrepentimiento y la desesperación.

Un dí a me escribió pidiéndome como único favor que obtuviese para ella una plaza en las Carmelitas; que se lo hiciese saber tan pronto la hubiese conseguido; que ella se escaparí a de la casa de su padre y vendrí a a enterrarse viva en el ataúd que me rogaba le preparase.

Perfectamente tranquilo entonces, osé responder con algunas chanzas a ese horrible proyecto del dolor y, rompiendo al fin todo comedimiento, exhorté a Adélaï de a que olvidase en el seno del matrimonio los delirios del amor.

Adélaï de no me escribió más. Pero tres meses después supe que se habí a casado; y liberado así de todos mis lazos, sólo pensé en imitarla.

Un acontecimiento, terrible para mí , vino a estorbar mis proyectos; tal parece que el cielo quisiera vengar ya a Adélaï de del infortunio al que yo la habí a arrojado. Mi padre murió, poco después le siguió mi madre y con veinticinco años me vi solo, abandonado en el mundo a todas las desgracias y todos los accidentes que persiguen ordinariamente a un joven de mi carácter a quien corrompen los falsos amigos y a quien la experiencia no esclarece aún y que, en el colmo de su ceguera, se atreve a menudo a tomar como un golpe de suerte el acontecimiento que le convierte en su propio dueño, sin considerar; ¡ ay! que los mismos frenos que le mantení an cautivo serví an también para sostenerle y que, desde el instante en que se rompen, no es sino como esas plantas ligeras, liberadas por la caí da del álamo añoso que protegí a sus jóvenes í mpetus y que no tardan en sucumbir por falta de asidero. No solamente perdí a unos padres amantes y preciosos; no sólo quedaba sin apoyo alguno en la tierra, sino que todo se eclipsaba, todo se esfumaba con ellos; esa gloria vana que me habí a seducido quedó convertida en una sombra que se desvanecí a con los rayos que la modificaban. Los aduladores huyeron, los cargos se otorgaron, las protecciones se perdieron, la verdad desgarró el velo que la mano del error extendí a sobre el espejo de la vida y finalmente me vi tal y como era.

Sin embargo no sentí inmediatamente mis pérdidas. Para apreciarlas, era necesaria la horrible catástrofe que me aguardaba. Aline, Aline, permitid que mis lágrimas fluyan aún sobre las cenizas de esos padres queridos; quiera Dios que mi eterno arrepentimiento sea su

venganza de esa voz funesta e involuntaria que, en el fondo de mi alma, se atrevió a gritar: "¿De qué te lamentas?, ¡ eres libre!". ¡ Oh justo cielo! ¿Quién pudo inspirar esa voz salvaje, cuál es el sentimiento falso y cruel que la hizo nacer? ¿Dónde se encuentran en el mundo amigos que puedan sustituir al padre y a la madre? ¿Quién nos mostrará un interés más real y más vivo? ¿Quién nos excusará? ¿Quién nos aconsejará? ¿Quién sostendrá para nosotros el hilo en ese dédalo oscuro al que nos arrastran las pasiones? Algunos aduladores nos extraviarán, los falsos amigos nos engañarán. Solamente trampas se abrirán a nuestros pies y ninguna mano compasiva nos impedirá caer en ellas.

Era esencial poner un poco de orden en los bienes de mi padre, que habí a vivido muy lejos de sus posesiones; los gastos que habí an acarreado los años pasados en las negociaciones los habí an mermado considerablemente; antes de pensar en establecerme, mi interés me obligaba a acudir sin tardanza a Languedoc para tomar al menos noticia de lo que me pudiera corresponder. Obtuve permiso y emprendí el viaje.

La magnificencia de la ciudad de Lyon, que se encontraba en mi camino, me incitó a permanecer en ella varias semanas para admirarla. El azar, que me hizo encontrar a algunos antiguos conocidos terminó por consolidar y amenizar este proyecto y juntos compartimos los placeres que ofrece esa altiva rival de Parí s cuando una tarde, al salir de un espectáculo, uno de mis amigos, llamándome por mi nombre en muy alta voz, me propuso ir a cenar a casa del intendente y se perdió entre la muchedumbre antes de que yo pudiese responderle.

Al oí r el nombre de Valcour un oficial vestido de blanco y que parecí a salir del mismo lugar que nosotros me abordó con el rostro oculto por su sombrero y me preguntó visiblemente turbado si habí a oí do bien y si Valcour era mi nombre.

Poco inclinado a responder abiertamente a una pregunta formulada con tanta brusquedad y altivez, le pregunté con arrogancia qué necesidad habí a de aclarar este extremo.

– ¿Qué necesidad, señor? la más grande.– ¿Y qué más?– La de reparar un ultraje infligido a una familia honrada por un hombre de ese nombre, la de lavar en la sangre de ese hombre o en la mí a la virtud de una hermana adorada... Responded o de lo contrario os consideraré un hombre de mala fe.

Os conozco y os oigo; ¿sois el hermano de Adélaï de?

– Si, lo soy y desde el instante fatal que nos la arrebató...– ¿Que decí s? ¿ella ya no vive?– No, cruel, tus indignos procedimientos hundieron una daga en su corazón y desde ese momento te busco para arrancar el tuyo o para morir bajo tu espada. Ven, sí gueme, lamento cada instante de demora en mi venganza.

Llegamos rápidamente a la parte trasera del teatro, atravesamos el Ródano y nos perdimos en los paseos que se encuentran en la orilla opuesta, frente a la ciudad, nos disponí amos a batirnos cuando, aguijoneado por el poderoso interés que aún me inspiraba esa amante desdichada

– Sainval, dije embargado por la emoción, voy a daros satisfacción; si la suerte es justa es posible que pronto esta sea mayor, porque yo soy el culpable y soy yo quien debe morir; pero no os neguéis a relatarme, antes de que nos separemos para siempre, la historia fatal de esa mujer respetable... que yo engañé, lo confieso, pero a quien no he dejado de apreciar.– Ingrato, me respondió Sainval, murió adorándote; murió suplicando al cielo que jamás castigase tu crimen. Confesó a mi padre la falta a la que supiste inducirla; éste acababa de obligar a Adélaï de a sepultarla en los brazos de un esposo... Obsesionada por toda la familia, la desdichada habí a obedecido al punto... No pudo resistir la violencia del sacrificio. Cada dí a,

cada instante la arrastraba a la muerte, la recibió entre mis brazos. Desde ese instante fatal no he cesado de buscarte por todas partes. He seguido tus pasos hasta esta ciudad sin estar seguro de encontrarte en ella. Ya he dado contigo, apresúrate a convencerme de que, al menos, no convive en ti la cobardí a junto con la más bárbara seducción.

Nos batimos; el combate fue breve. Sainval tení a más valor que destreza y más razón que suerte. Cedió bajo mis primeras estocadas y tuve el dolor de ver cómo caí a muerto a mis pies. Apenas me hube convencido de ello, me arrojé, envuelto en lágrimas sobre el cuerpo ensangrentado de este infortunado joven cuyos rasgos, cuya voz, acababan de recordarme tan dolorosamente a su desdichada hermana. ¡ Dios cruel! ¿es así como brilla tu justicia? ¿no era yo el único culpable?... ¿no era yo quien debí a sucumbir? Al incorporarme deliraba:

"Asesino vil, me decí a a mí mismo, ve a colmar tu horrible victoria; no basta con que tu abandono ruin la haya precipitado a la tumba, además ha sido necesario que quites la vida a su infortunado hermano. ¡ Triunfo horrible! ¡ Remordimientos desgarradores! Ve, corre, en el éxtasis que te agita, suma a todas tus ví ctimas el jefe desdichado de esta honrada familia... Aún vive... Este único hijo era el sólo consuelo que podí a aliviar la pérdida de la hija que idolatraba, tu crueldad acaba de arrebatárselo; termina, hunde tu espada en su corazón."

Me precipité una vez más sobre el cadáver ensangrentado e intente reanimarle, devolverle el aliento vital aún a costa de mi propia existencia que hubiera querido sacrificar.

Era demasiado tarde... me incorporé extraviado; dejé que mis pasos me condujesen a la deriva; las gentes habí an oí do el ruido del combate. Me vieron huir; me persiguieron; me alcanzaron, me detuvieron y me llevaron sin tardanza ante el comandante de la ciudad. Mi desorden, mi atuendo ensangrentado, el informe de que un hombre habí a muerto, una carta que se encontró sobre M. de Sainval por la que su padre le ordenaba que me buscase hasta los mismos confines de la tierra, todo ello dispuso a M. de XXX, que, en aquella época gobernaba Lyon, a actuar con precaución y severidad.

– Por grave que sea su caso, señor, me dijo, no obstante, con esa honradez militar, voy a obrar con vos como lo harí a con mi propio hijo. Residiréis en una regia mansión y mañana iré yo a recomendaros en persona. Acallaré todo esto con el mayor cuidado. Si de hache a tres meses no surge nada, os devolveré la libertad; pero, en el caso contrario, es imprescindible que os tenga a mi disposición a fin de que, si el tribunal o la familia decidiesen perseguiros, pudiese probar, al menos, que he cumplido con mi deber. Sin embargo no os preocupéis; voy a poner tanto esmero en acallar todo, que pronto, así lo espero, seréis dueño de vuestros actos.

Con estas palabras salio para impartir las órdenes y fui conducido al castillo de Pierre-en- Cise, lugar que habí a elegido como mi destino particular para estar siempre en condiciones de disponer secretamente de mi persona y de una forma que pudiera resultarme agradable.

No voy a relataros lo que paso por mi alma al llegar a este lugar fatal. Algunas cortesí as del oficial que mandaba el puesto y todo el horror de mi situación se presentó a mis ojos... Los primeros efectos de mi desesperación hicieron estremecerse a quienes me rodeaban. No hubo medio que no utilizase para intentar quitarme la vida. ¡ Qué dicha encontrar en semejantes circunstancias un hombre de ingenio y conocedor del corazón humano! Es imposible repetir todo lo que ese respetable mortal, en cuyas manos me habí a depositado mi buena estrella, hizo para calmarme... Ora se dirigí a a mi razón, ora apelaba a mi corazón extrayendo siempre del suyo los argumentos que empleaba; supo devolverme a mí mismo y a la vida que hubiera perdido infaliblemente sin su ayuda.

¡ Oh, vosotros, viles mercenarios que, en puestos semejantes contempláis a quienes os son confiados como animales con cuya sangre cebaros... que los atormentarí ais y los harí ais expirar si os indemnizasen generosamente su pérdida! Dirigid vuestros ojos al virtuoso amigo de quien os hablo y sabed que ese mismo puesto en el que sólo veis ocasión de practicar el vicio, puede ofreceros el goce de mil virtudes; pero hace falta un alma e ingenio en el lugar en

que la naturaleza airada, que sólo os ha creado para la desgracia de los demás, no ha puesto más que avaricia y estupidez.

Un mes transcurrió sin que se hablase de este asunto; mi gente seguí a en el albergue en que me habí a alojado y siguiendo mis órdenes mantení an el más impenetrable secreto. Finalmente apareció el comandante de la ciudad...

– No ha trascendido nada, me dijo, he hecho enterrar a M. de Sainval con la mayor discreción posible; a través de un mensaje indirecto he comunicado a su padre su muerte, omitiendo la causa que lo ha llevado a la tumba... He guardado los papeles que se encontraron sobre el y no verán la luz a menos que me vea obligado a ello... Estos son los servicios que he podido prestaros... pero no voy a detenerme aquí ... Salid esta noche sigilosamente de esta prisión y de esta ciudad... Vuestra gente, vuestra silla y un pasaporte os esperan en la primera posta en dirección a Ginebra... Llegad hasta allí a pie y sin despertar sospechas; dirigí os a Suiza o a Saboya y, si me hacéis caso, permaneced escondido hasta que vuestros amigos os comuniquen desde Parí s que giro ha tornado vuestro asunto. Sólo me resta ofreceros mi bolsa, usadla como si fuera la vuestra.– Oh, señor, respondí arrojándome a los brazos de este jefe respetable y rechazando esta última oferta, ¿cómo he podido merecer tanta bondad?... ¿Cuál es el motivo que así os obliga a servir al desdichado?...– Mi corazón, me respondió M. de XXX, siempre ha sido el asilo de los infelices y el amigo de quienes se os parecen.

Imaginad mi agradecimiento, Aline, yo sólo podrí a describí roslo muy pálidamente; abracé a los dos fieles amigos que una feliz estrella puso en mi camino; acudí con la mayor presteza a la cita que me habí a sido fijada, allí encontré a mi gente y, envuelto en lágrimas, me encerré en el coche; dejé a mi ayuda de cámara que se ocupase de los detalles; le dije que nos dirigí amos a Ginebra, volamos, y yo me hundí en mis pensamientos.

No dudo que os resultará fácil adivinar hasta qué punto este desgraciado suceso, por bueno que fuese el sesgo que estuviese tomando, perjudicaba empero mis intereses pecuniarios; me resultaba imposible ir a tomar posesión de mis bienes, imposible regresar una vez expirado mi permiso y más imposible aún publicar las razones de huida por temor de desencadenar los acontecimientos que la motivaban. Los hombres de negocios iban a devastar mis pertenencias; el ministro iba a nombrar a otro que ocupase mi puesto. Sin embargo, estas dos crueles desgracias eran las que menos temor me inspiraban porque, si, a pesar de todo esto, reaparecí a, ¿qué suerte me aguardarí a?

Una vez llegado a Ginebra mi primera preocupación fue escribir a Déterville, el único amigo verdadero que poseí a. Su respuesta encajaba a la perfección con los consejos de M. de

XXX. Nada habí a trascendido, decí a, pero se atravesaba una época de rigor frente a los duelos y, aunque debiese perderlo todo, serí a mil veces mejor para mí exponerme a ello que correr el riesgo de ir a parar a la cárcel, quizás de por vida, al presentarme antes de estar seguro de que habí a pasado todo peligro.

Esta opinión me pareció demasiado prudente como para ser desoí da y rogué a Déterville que me escribiese regularmente todos los meses a Ginebra de donde no me proponí a salir, ya que carecí a de fondos suficientes como para viajar. Hice volver a una parte de mi sequito después de haberles hecho prometer que guardarí an el secreto y esperé en paz lo que el cielo me tuviese destinado. Durante esta cruel inactividad fue cuando la afición por la literatura y las artes vino a reemplazar en mi alma a esa frivolidad, ese impetuoso ardor que antes me habí an arrastrado a placeres mucho menos dulces y mucho más peligrosos. Rousseau viví a, fui a verle; habí a conocido a mi familia; me recibió con esa amabilidad y esa honesta franqueza que son las compañeras inseparables del genio y de los talentos superiores. Alabó y alentó el proyecto que le expuse de renunciar a todo para entregarme por completo al estudio

de las letras y de la filosofí a; guió a través de ellas mis juveniles pasos y me enseñó a separar la verdadera virtud de los sistemas odiosos que a menudo la sofocan...

– Amigo mí o, me decí a un dí a, desde el momento en que los rayos de la virtud iluminaron a los hombres, estos, deslumbrados por su brillo, opusieron a este raudal de luz los prejuicios de la superstición. No quedó para ellos más santuario que el fondo del corazón del hombre honrado. Detesta el vicio, se justo, ama a tus semejantes, ilústrales; sentirás que la virtud reposa mansamente en tu alma y ella te consolará cada dí a del orgullo del rico y de la estupidez del déspota.

Gracias a la conversación de este filosofo profundo, de este amigo sincero de la naturaleza y de los hombres, nació en mí esta pasión dominante que desde siempre me ha llevado hacia la literatura y las artes y que hace que hoy las prefiera a todos los demás placeres de la vida, excepto al de adorar a Aline. ¿Y quién podrí a renunciar a este placer después de haberlo conocido? Quien pueda fijar sus ojos en ella sin estremecerse turbado por el amor no merece ya la calidad de hombre; la deshonra y la envilece si permanece insensible a tales encantos.

Sin embargo, las cartas de Déterville eran siempre casi iguales; nada habí a trascendido, pero mi ausencia extrañaba a todo el mundo y mucha gente se permití a comentarla de una manera tan falsa como cargada de calumnias. Mi amigo sabí a que el desconcierto se habí a apoderado de mis bienes y estaba casi seguro de que mi compañí a iba a ser asignada y, a pesar de todo eso, me exhortaba enérgicamente a no abandonar mi asilo. Finalmente llegó esa última desgracia. Yo le escribí para prevenirle, pretexté un viaje indispensable al extranjero.

Todos mis recursos fueron baldí os y el ministro dispuso de mi cargo.

Estas son, querida Aline, las crueles razones que motivan el reproche inmerecido que vuestro padre me hace, reproche tanto más injusto por cuanto que ignora las razones que me obligan a recibirlo. ¿Entraña esta desgracia algo que me pueda hacer perder vuestra estima o que me pueda alejar de la suya? Me atrevo a ponerlo en duda.

Habí an transcurrido dos años de exilio voluntario, creí que podrí a acercarme a mis posesiones. Salí hacia Languedoc. Pero ¿qué fue lo que encontré? ¡ Ay! Casas demolidas, derechos usurpados, tierras sin cultivar, granjas sin administradores y desorden, miseria y abandono por todas partes. Dos mil escudos de renta fue todo lo que pude recoger de cuatro fincas que antaño valí an más de cincuenta mil libras anuales. Hube de contentarme con ello y arriesgarme a reaparecer por fin. Lo hice sin ningún riesgo; y cada dí a es más probable que nunca sea perseguido por ese duelo. Pero esa catástrofe horrible no dejará por eso de estar grabada con sangre durante toda mi vida en mi corazón. Mi empleo ha sido concedido a otro, mis bienes han sido devastados... todos mis amigos me han abandonado... ¡ Desgraciado de mí ! ¿después de tantos reveses pretendo a la divinidad que adoro?... Aline, olvidadme... abandonadme... despreciadme... no veáis ya en vuestro adorador más que a un temerario indigno de los deseos que osa formular. Pero si me tendéis una mano auxiliadora, si concedéis alguna respuesta a los sentimientos que en vuestro nombre me abrasan, no juzguéis mi corazón a través de los desvarí os de mi juventud y no temáis la inconstancia allí donde encendisteis el fuego del amor. Es tan imposible dejar de amaros como defenderse de vos. Mi alma, modificada solamente por las impresiones de vuestros rasgos, no puede sustraerse a su dominio, y antes me arrancarí an mil veces la vida sin conseguir por ello destruir mi amor. Espero mi sentencia y mi perdón... Aline, Aline, lo espero todo de vuestra compasión.

CARTA VI

Aline a Valcour

15 de Junio

¡ Oh, amigo mí o!, ¡ cómo me conmueve vuestra confesión! ¡ Cuánto aprecio vuestra constancia!... ¿Abandonaros yo, renunciar a vos? ¡ cruel! ... ¡ Ah!, ¡ Cuánto mayor haya sido vuestra desgracia, con tanto mas ardor se entrega mi alma al placer de amaros! Soy yo, amigo mí o, soy yo quien fue escogida por el cielo para aliviar vuestros males; será mi mano la que los aplaque... ¡ Ah!, Valcour ¡ cómo ha aumentado el cariño que os profeso desde que conozco vuestro infortunio! No pienso que no hayáis cometido errores... pero los sentí s con excesiva viveza como para que sea yo quien os los reproche. Fuisteis débil... fuisteis inconstante, quizás incluso seductor, pero habéis sido valeroso y noble, todos esos reveses os han arrojado a un abismo del que mi cariño y los cuidados de mi madre quieren salvaros a cualquier precio... No, no estoy celosa de Adélaï de, me compadezco de ella con toda mi alma, su historia ha conmovido profundamente mi corazón. Pero no temo ya que reine en el vuestro, y soy suficientemente vanidosa como para estar segura de ocuparlo por completo.

Vuestra carta ha hecho llorar a mi madre... Os enví a un abrazo... Se alegra mucho de conocer vuestra historia... Y, sin comprometeros a nada, ella contará, al menos, dice, con armas para defenderos; tened la certeza de que las usará.

Solamente os escribo unas letras. Nos vamos, escribidnos en los primeros dí as del próximo mes.

Escribiréis vuestras cartas de forma que se puedan leer en alta voz. Sin embargo no os prohí bo que de tanto en tanto incluyáis un pequeño billete para mí , en el que sólo me hablaréis del sentimiento que nos deleita; mi madre, que conoce vuestras intenciones, y que las aprueba, me entregará esos billetes fielmente. Si tenéis que decirme algo más secreto, os dirigiréis a Julie, esa muchacha que me sirve desde su infancia, os ama, dice, como si un dí a hubieseis de convertiros en su amo. ¿Será posible todo esto, amigo mí o? No lo sé, pero tengo presentimientos que a veces me consuelan, por su deliciosa ilusión, de las penas de la realidad.

Llevamos con nosotros a Folichon 1. ¿Cómo no lo querrí a si sois vos quien lo ha educado? Ese animal encantador os ama hasta tal extremo que cada vez que oye vuestro nombre parece

1 Pequeño spaniel de raza muy rara que Valcour habí a dado a Aline. Lo habí a amaestrado para que llevase a su ama un pastelillo que contení a un billete. Aline lo recibí a y le daba otro, que también escondí a un mensaje, que el perro llevaba a su amo con la misma fidelidad. Así se escribieron durante dos años, ocultando esta inocente travesura gracias a la habilidad y la sobriedad del perrito que llevaba y traí a de esta forma y sin causarle el menor daño un objeto que debí a estimular enérgicamente su apetito. que la esperanza y la alegrí a animen sus rasgos; y cuando se disipa su error, se duerme sobre mi regazo con un gran suspiro que hace que lo cubra de besos.

CARTA VII

Déterville a Valcour

Parí s, 17 de Junio

Si hay algo que pueda aliviar los tormentos de un alma honrada y sensible como la tuya, mi querido Valcour, es la satisfacción de los seres que estimas. Por ello, me atrevo a poner en tu conocimiento mi enlace con Eugénie. Todas las dificultades que nos separaban han sido vencidas y dentro de veinticuatro horas seré el más feliz de los esposos. No me atrevo a decir de los hombres, la ausencia de tu felicidad impide la mí a. Y jamás podré creerme verdaderamente dichoso mientras que el mejor de mis amigos sea desgraciado. Pero tengo puestas mis esperanzas en las prórrogas que obtiene Mme. de Blamont. Te ama; su hija te adora; espera todo del corazón de estas dos maravillosas mujeres. Sabes que Eugénie, su madre y yo hemos salido de viaje para Vertfeuille; imagí nate si nos ocuparemos y si no buscaremos todos los medios posibles para adelantar tu dicha. Ten la certeza, mi querido Valcour, de que solamente nos ocuparemos de esto. Pero te ruego que tengas valor y paciencia. Sacar de la cabeza de un leguleyo una idea que se ha introducido en ella, no es una empresa fácil. Quisiera que estudiases un poco a ese Dolbourg; o ignoro cómo se debe juzgar a un hombre o ese absurdo mortal debe ocultar un hermoso vicio que, sacado a la luz del dí a, enfriarí a quizás un poco el entusiasmo del querido presidente. Sé perfectamente que esta es una de esas argucias de guerra para las que nada sirve tu maldita delicadeza; pero, amigo mí o, hay que valerse de todo en el caso en que te encuentras; sopesemos incluso, si quieres, este procedimiento en la balanza de tu justicia. En la hipótesis de que Dolbourg adoleciese de algún defecto capital que hubiera de acarrear la desgracia de su mujer, ¿no serí a tu deber prevenirla?

Adiós; el trají n de las ví speras de una boda me impide concederte mas tiempo. ¡ Oh, amigo mí o! ¿cuándo podré compartir contigo todos los trabajos de la tuya? Si crees que puedo serte de alguna utilidad en la circulación de tus misivas, dispón de mí . Eugénie me encarga que te ofrezca asimismo sus servicios; pero imagino que ya habréis tomado todas vuestras precauciones; cuando alguien se ama con el ardor que lo hacéis vosotros, nada escapa en la búsqueda de todo lo que pueda hacerse para el alivio de sus penas.

CARTA VIII

Valcour a Déterville

Parí s, 19 de Junio

La noticia de tu boda me produce la misma alegrí a que si fuese la mí a, y te felicito muy sinceramente por esta unión, ya que es difí cil encontrar una mujer cuyo maravilloso carácter se amolde mejor al tuyo. De estas relaciones dichosas nace toda la felicidad de la vida. ¡ Ay! yo también he encontrado las que pueden hacer la felicidad de la mí a... pero ¡ cuántas dificultades, amigo mí o! ¡ Ah! jamás alardeo de haberlas vencido; y además... no sé si decí rtelo. ¿Te confesarí a una delicadeza más que lo vas a considerar una niñerí a? La brillante fortuna de Aline, el precario estado de la de tu amigo, todo esto, querido amigo, me hace temer que la gente imagine que mis sentimientos se basan exclusivamente en el deseo de concluir lo que en el mundo se conoce como un buen negocio. Si algún dí a llegase a pensarlo, si esta horrible idea llegase en algunos instantes de calma a presentarse al espí ritu de mi Aline... ¡ Oh, mi querido Déterville! huirí a de ella para no volverla a ver jamás... ¡ Ah! ¡ cómo deseo ahora lo que siempre he despreciado ! ... ¡ Cómo quisiera tener honores, tesoros, y todo lo que pudiera hacerme digno de aquella a quien adoro!

Incluso suponiendo que mis dificultades se desvaneciesen y que yo alcanzase lo que considero la única felicidad de mi vida, ¿no acabarí a con mi felicidad la pesadumbre de no haber aportado una fortuna digna de ella? Cuando se disipe la ilusión de los placeres, ¿no he de temer que ella misma conciba un dí a estas quejas? ¡ Oh, amigo mí o! ocúltale mis temores, ella no me perdonarí a haberlos albergado.

No, no apruebo tus secretas investigaciones sobre Dolbourg; hay una especie de traición que no concuerda con la franqueza de mi ánimo; no quiero deber sino a mí mismo la preferencia de Aline; me parece que serí a humillante triunfar gracias a los vicios de mi rival. Si los tiene y pueden acarrear la desdicha de Aline, su madre sabrá descubrirlos con presteza para prevenir su unión. Entonces, todo será como es debido. Ella abr cumplido con su deber y yo habré evitado incumplir el mí o.

No aceptaré tus ofertas para este viaje, ya hemos adoptado nuestras medidas y no por ello va a disminuir mi agradecimiento... ¡ Ah! como envidio la felicidad, amigo mí o, la verás todos los dí as... en cada instante tus ojos podrán detenerse en los suyos; respirarás el mismo aire que ella; disfrutarás de esas mezclas de rasgos... mezclas encantadoras que a todas horas vienen a dibujarse en su delicioso rostro... Porque, obsérvalo, un sentimiento... un comentario... una influencia en el ambiente... una comida... cada una de estas cosas modifica sus rasgos de una forma diferente. Su belleza en una hora determinada no es igual a la de otro momento; en todos los dí as de mi vida no he visto una fisonomí a tan excitante y tan diversamente expresiva. Acepto que hace falta estar enamorado para estudiar, para captar todos estos matices. Pero, amigo mí o, el corazón lleva todas las de ganar, no hay una sola de esas variaciones que no legitime mil razones para amarla más aún.

Adiós... te estoy molestando... estoy robando minutos de tu felicidad... disfruta... disfruta, afortunado amigo... no es mi intención marchitar las rosas del himeneo con las amargas lágrimas del amor desdichado; de ahora en adelante sólo me ocuparé de tu felicidad... ¡ Ah! puedes tener la certeza de que el amigo más sincero que tienes en el mundo la comparte intensamente.

CARTA IX

El presidente Blamont a Dolbourg

Parí s, 1 de Julio

Me parece, mi querido Dolbourg, que, hasta el momento, tus éxitos no han sido sonados y

¿cómo, por todos los diablos, me arriesgarí a yo a llevarte al campo después de los fracasos cosechados en la ciudad? Mirándolo bien, te detestan... ¿Qué importa? Como bien sabes, desde hace mucho tiempo forma parte de nuestros principios el no preocuparse en absoluto del corazón de una mujer siempre que se cuente con su persona y con su dinero. No obstante, si no demuestras más pericia en el futuro, me temo que tendremos que tomar la ciudadela al asalto. Yo te ayudaré a batir la brecha y, mientras tú montas tus ataques, yo te organizaré escaramuzas a retaguardia. A menudo sucede que cuando se pretende conquistar una plaza hay que apoderarse necesariamente de las alturas... se establece uno de los puntos dominantes y desde allí se cae sobre el objetivo sin temer las resistencias.

O si no tú negocias... tú truecas... tú trastocas. Con esperanza y dicha poco a poco la arropas. Y, en cuanto haya caí do, por su credulidad

La castigas al punto con gran severidad.

Tu estúpida franqueza te impide entender nada de todo esto; no se trata de que no seas un zorro hecho y derecho, pero te pierde tu buena fe. Si una puerta no se te abre de par en par eres incapaz de imaginar que existan otros medios para forzar las barricadas; te lo he dicho cientos de veces, amigo mí o, no hay nada como nuestro oficio para aprender el arte de fingir y de engañar a los hombres. Hecha un vistazo a la infinidad de recursos que sabemos poner en práctica cuando se trata, por ejemplo, de hacer morir a un inocente. A la cantidad de falsedades, de mentiras, de falacias, de trampas y de maniobras insidiosas que empleamos hábilmente en semejantes circunstancias y comprobarás que todo esto nos forma en el oficio de las artimañas y en la ciencia de llevar los acontecimientos a la finalidad que nos proponemos. Me reirí a muy a gusto de ti si te hubiera tocado emprender solo esta gran aventura y si tuvieras que triunfar tú solo. La afrontarí as con tal candor... tal sinceridad... ¡ ni siquiera un maldito enigma, ni un solo gesto 2, ni un simulacro de finta! ¡ No tardarí as mucho

2 Parece ser que la afición de los togados por los enigmas, los emblemas y el dinero era la misma en el tiempo de Rabelais que en nuestros dí as. Así es como los describe en su Pantagruel: "Nos detuvimos en la isla de la Condenación (son las Audiencias). Algunos de los nuestros quisieron bajar al portillo y fueron detenidos allí por orden de Grippeminaud, archiduque de los gatos cebados que les propuso adivinar un enigma. Panurgo dio la clave y arrojó en medio del parquet una bolsa llena de oro que hizo en ver desestimadas tus ridí culas pretensiones!... Querido Dolbourg, hoy en dí a para abrirse paso en el mundo hace falta picardí a; y ya que el más feliz de todos es el que mejor engaña, hay que intentar adquirir destreza en el arte de engañar bien... En realidad la culpa de esto la tienen las mujeres; a fuerza de querer ser listas han conseguido hacernos falsos. ¡ Las muy locas! ¡ cómo me gusta verlas debatirse ante mí ! es el cordero entre los dientes del león... Les doy diez sobre dieciséis y siempre estoy seguro de ganarles por cuatro tantos de ventaja... Finalmente se abre la campaña... Las amazonas se pertrechan... los salvajes van a atacarlas... Veremos quien se lleva los laureles de la victoria; pero que nada de todo esto vaya a estorbar en lo más mí nimo nuestras diversiones; hay que saber luchar en varios frentes a la vez y el proyecto de los placeres que aún no podemos disfrutar sólo puede nacer en medio de aquellos que gozamos ahora... Te espero en casa de nuestras diosas. En verdad que hací a siglos desde que no realizábamos un arreglo tan sabio como el presente.

Se cuenta que el Veronés, obligado a hacer reconocer a dos hermanas dentro de una vasta composición y con los vestidos más diferentes, puso tal arte en algunos de los rasgos de uno y otro de estos personajes que la gente las designaba al primer vistazo. ¿Es posible dejar de reconocer igualmente aquí a Léonore como hija M. de Blamont? decí s, son tan malos... Sin embargo no admito ninguna condena sobre el primero y mi sensibilidad sigue siendo muy activa cuando se trata de quereros . ¿Aline, Aline, hubierais escrito así a vuestra madre? ( ) Véase pág. 56. Entonces su mirada se cebó en los vestigios de su intemperancia. Los contempló durante largo tiempo con una curiosidad feroz... Luego volvió a empezar......................................................................................................................................... Esta carta fue enviada con las anteriores. No comienza en este punto y hemos eliminado de ella todo lo que Mme. de Blamont ya refiere en el final de su carta anterior a Valcour. atención todos los coches que fuesen o volviesen por esos caminos e informarme con la mayor exactitud de las personas que viajasen en ellos. Apresurémonos... te lo advierto... todo retraso podrí a ser funesto. Desconfí o de la presidenta y, a pesar de las cláusulas firmadas, apostarí a a que esta actuando bajo cuerda con su adorable protector... ese conde encantador... ¡ El otro dí a pretendí a aturdirme! No hay nada