A Dios lo que es del César - Jorge Eduardo Simonetti - E-Book

A Dios lo que es del César E-Book

Jorge Eduardo Simonetti

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Beschreibung

P Ó L I T I C A Y R E L I G I Ó N "Es necesario y casi obligatorio leer esta obra, valiente y arrojada", dice el prologuista. El libro no elude el tratamiento de las disputas candentes a lo largo de la historia, entre dos actividades consustanciales a la condición humana, la política y la religión, que han marcado algunos momentos de acercamiento y otros de duros forcejeos entre el poder secular y el espiritual. La Argentina no fue la excepción, y en muchos pasajes de nuestra vida institucional y política, la relación del Estado con la Iglesia marcó los ritmos de una sociedad mayoritariamente católica. Un papa argentino, paradójicamente, agudizó los contrastes sociales y las disputas ideológicas.

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Seitenzahl: 340

Veröffentlichungsjahr: 2021

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JORGE EDUARDO SIMONETTI

A Dios lo que es del César

Simonetti, Jorge Eduardo A Dios lo que es del César / Jorge Eduardo Simonetti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Autores de Argentina, 2021. 300 p. ; 21 x 15 cm.ISBN 978-987-87-1390-81. Ensayo Sociológico. I. Título. CDD 306.6 

EDITORIAL AUTORES DE [email protected] foto de tapa fue tomada por el autor en la plaza de San Pedro, en la ciudad del Vaticano, en abril de 2019Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
Prólogo
Reflexiones Iniciales
Capítulo I La Iglesia católica en el mundo (primera parte)
Cristinos y católicos
Referencias históricas
Los seis grandes períodos históricos de la Iglesia católica
Capítulo II La Iglesia católica en el mundo (segunda parte)
El regalismo
La Ilustración
La Revolución Francesa y la Restauración
El liberalismo
El mundo del trabajo y la cuestión social
La iglesia católica en el siglo XX
Concilio Vaticano II
La Iglesia del cambio de milenio
Capítulo III Política y Religión
El hecho político y el hecho religioso
Modelos de catolicismo
Capítulo IV Iglesia y Estado
Algunos conceptos
Estado confesional o Estado laico
Capítulo V Iglesia Católica En la Argentina
Período colonial
La revolución y la independencia
La cuestión constitucional
El pensamiento liberal y la Iglesia
Capítulo VI Militarismo, peronismo y catolización
Entre dictaduras y democracia
La Nación Católica en los gobiernos militares
Peronismo e Iglesia
El mito de la nación peronista
Guerrilla, terrorismo, represión e Iglesia
Capítulo VII La Iglesia y la Nueva Democracia
La recuperación democrática
¡Dacci la tua parola, Francesco!
Un papa con pasaporte argentino
Dios y el César (Mateo, 22,21)
El partido clerical
La quinta pata del operativo “lawfare”
Capítulo VIII Educación e Iglesia
Evolución histórica
Período democrático
Mapa de la laicidad educativa
La cultura es la levadura de la libertad
Capítulo IX Recursos Económicos de la Iglesia Católica
Presupuesto público, diezmo y recursos propios
Capítulo X Pobreza e Iglesia
El alcance de la pobreza
Riqueza y desigualdad social
La pobreza en la historia cristiana
La doctrina moral de la pobreza
Mérito y caridad
El mérito, un enemigo del Estado populista
Igualación e igualdad
Capítulo XI Francisco
Política e Iglesia
Francisco y los argentinos
Francisco y el populismo
Un pancho a veces tibio y desabrido
Nuevo revolucionario, ni joven ni proletario (pendejo)
Capítulo XII Iglesia y Abusos
¿Alcanza con pedir perdón?
Una luz al final del túnel
Capítulo XIII La Religiosidad en Números
Reflexiones Finales
Bibliografía
Notas
Sinopsis

Cuando el mundo dejó de girar y sus luces se apagaron,cuando nos ganó la oscuridad, se enturbió nuestra mirada y el alma entró en el cono ensombrecido de la incertidumbre;…en ese instante sentí tu mano que tomaba la mía, seguías ahí, a mi lado, como si nada hubiere ocurrido. Me fortalecí en tus pliegues, descansé en las dársenas de tu puerto seguro.Para ti, Gise, que iluminas mi vida con tu luz 

“Hay dos formas de vivir la vida: una, como si nada fuera un milagro; la otra, como si todo lo fuera”. 

–Albert Einstein

Prólogo

El autor de la publicación me ha concedido el honor de prologar uno de sus libros, lo que consiento gustoso por la calidad de la obra.

El recorrido recreativo del pasado enlazado con el presente, dan sus frutos en la excelente interpretación del mismo, esa amalgama del hombre político y el religioso, producen efectos diferentes en los tiempos, lineales o cíclicos que aborda el investigador. 

Desde los inicios de la humanidad, el ser humano ha enfrentado el dilema de vivir en sociedad con seres diferentes, aceptando la otredad, respetando sus creencias e ideologías, o consumiéndose en un todo regido por dios o dioses generosos e implacables a la vez. 

Así, aborda los diversos períodos de las religiones conocidas, bucea históricamente con buen uso de material bibliográfico disponible los encuentros y desencuentros entre las dos espadas, la del emperador y la del papa de los cristianos; antes de ello, con perfecto conocimiento del pasado, abreva en las fuentes primigenias del judaísmo, forjado en doce tribus que muestran variantes desde antaño. 

De esa huella gigantesca del monoteísmo hebreo nacerá el cristianismo, fruto de los apóstoles predicadores proselitistas, especialmente de la mano de Pablo de Tarso, hoy conocido como San Pablo, el que escribirá el guión de esa gran empresa institucional que pasará a denominarse Vaticano, al amparo del Imperio romano, pasando los cristianos de ser perseguidos a perseguidores.

Nunca fue buena tarea pensar diferente en los tiempos pasados y actuales, desarrolla con mucho tino el fenómeno histórico llevándonos de la mano al escenario del cristianismo dividido y sus crueles guerras religiosas, los tribunales de la inquisición de unos y otros muestran una Europa en llamas, la legislación castellana e hispano americana es un ejemplo de ello, la limpieza de sangre exigía que no hubiera moros ni judíos, todo pensamiento distinto era heterodoxia. 

Ese bagaje llega en las naves de Colón para el encuentro de dos culturas, ambas ricas en ciencias, la de América será inferior en armas y terror, la dominación se produce junto a la explotación bajo el signo de la cruz y la espada, más tarde llegarán los esclavos de color oscuro, para posteriormente sumarse los blancos irlandeses (esclavitud blanca).

El inicio colonial de nuestras tierras está impregnado de intolerancia y explotación, asesinatos en masa de originarios que se extenderán hasta nuestros días. Todo ello con excelente desarrollo aborda claramente el autor. 

En el período del derecho patrio que abarca de 1810 a 1853, nada cambia, las primitivas constituciones y reglamentos muestran claramente el reconocimiento de la religión católica como única y verdadera, circunstancia que, como veremos, cambian el ropaje pero no los objetivos. Por un lado Corrientes, que en su bandera expresa “Patria, Libertad y Constitución”, por el otro Quiroga, Religión o muerte, esos gritos funestos serán repetidos a lo largo de nuestra historia. 

La mejor ocasión para observar este escenario, el debate en la Convención Constituyente de Santa Fe en 1852/ 1853, muestra claramente las posiciones, el culto oficial y la libertad de cultos. Por una parte se toman posiciones como sostener el culto católico, el presidente debe ser católico y los indios deben ser explotados (evangelizados) por el catolicismo. Triunfa la libertad de cultos relativamente, porque registro civil, cementerios, educación permanecen en manos católicas hasta la generación de 1880, la que por ley 1420 dispone la educación laica en los horarios de clases, se secularizan los cementerios, registros civiles, etc. 

No obstante, la situación seguirá hasta entrado el siglo XIX. La reacción aparece pronto, a fines del siglo XIX y comienzos del veinte, el terror del socialismo y comunismo nacido al amparo de reclamos de todo tipo en Europa, desde 1840 en adelante y mucho antes en Inglaterra, genera el mito del demonio rojo, el peligro comunista, anarquista, socialista. Pío IX fulmina el modernismo, el liberalismo y todo cuanto encuentra en su camino. 

La Argentina poderosa y aluvional con millones de inmigrantes, recibe la democracia relativa con el voto libre, obligatorio, secreto, masculino. El autor con lujo de detalles destaca cada período, las variantes papales y su injerencia de la iglesia católica en el Estado Argentino. En 1930 se produce el quiebre total de la democracia, el uriburismo, la alianza del poder político con la iglesia y dará sus frutos con el levantamiento militar de 1943, en que comienza y se consolida un estado nazi fascista, cooptando la educación, las fuerzas armadas e instituciones civiles, su semilla será una seguidilla de levantamientos de los traidores a la patria (art.29 Constitución Nacional y art.36) que dejarán las secuelas antidemocráticas y totalitarias en las que muchos nos criamos.

Surge de la lectura un profundo análisis de cada período, con lujo de detalles, el mito de la nación católica, el ser nacional, el antisemitismo bullendo en las entrañas del pensamiento integral, con la caída del respeto a los derechos constitucionales y humanos, las terribles tiranías que destruyeron sueños de crecimiento económico, social y político. Este estado de cosas se extiende hasta 1983, gracias a la llegada al poder de Raúl Ricardo Alfonsín, quién como una antorcha de esperanza, recita la constitución nacional, revive las esperanzas perdidas. 

No obstante, el totalitarismo enraizado con la presencia de gremios, iglesia católica, civiles emparentados con los anteriores, forjaron en el crisol de la intolerancia un movimiento populista sin límites, tener razón es su derecho, según sus creencias. El gran presidente argentino soportar ataques militares, gremiales, clericales; la amenaza de juicio político por ley de divorcio vincular (la Corte Suprema dispuso antes el divorcio vincular), la excomulgación como última intimidación. La fusión de la iglesia y el Estado varió, pero nunca dejó de estar presente, lo demuestra la ley del aborto actual.

Todo lo narrado está perfectamente desarrollado por el autor, los tremendos costos que los argentinos soportamos para mantener privilegios inconstitucionales de un solo credo. Algo se avanzó con la reforma de 1994, el presidente puede creer en lo que se le ocurra y los originarios, indios, no están sujetos a la evangelización obligatoria, pero quedó la rémora del art. 2 de la Constitución Nacional. 

El desarrollo claro y perfecto de lo económico me exime de comentarios, el libro responde todo lo que queda en el tintero, desde la vinculación argentina con el nazismo, a la influencia de jefes vaticanos en la política como el caso de Francisco actualmente, muestran la calidad y excelencia de la obra, se comparta o no con el autor algunas opiniones. 

Deja abierta la esperanza de un cambio, si no lo hacemos continuaremos con el cambio de trajes, como en el gato pardo, hagamos como que todo cambia, para que todo permanezca como está. 

Es necesario y casi obligatorio leer esta obra, valiente y arrojada, como debe ser quien ejerce el derecho a la resistencia a la opresión, tan antiguo como la humanidad misma hoy consagrado en el art. 36 de nuestra Constitución Nacional. 

Los blancos y vacíos que no afronto son a propósito, el autor me exime con su claridad de todo comentario. 

Dr. Enrique Eduardo Galiana 

Profesor Extraordinario de la Universidad Nacional del Nordeste 

A Dios lo que es del César

Reflexiones Iniciales

Éste no es un libro de religión, tampoco de teología ni de historia, no interpela la fe del lector como creyente católico o de otra confesión, no intenta desentrañar los insondables vericuetos de la mente humana con sus convicciones religiosas, con su ateísmo o con su agnosticismo.

Es una obra que tiene el propósito de mostrar la tensión histórica entre dos instituciones que, integradas y conducidas por seres humanos, han producido el hecho incontrastable de la coexistencia permanente, sin que ninguna de las dos pudiera desentenderse definitivamente de la otra ni tampoco imponer sus propias reglas en detrimento de jurisdicciones que se suponen claramente establecidas. 

Nos referimos al Estado y a la Iglesia, en este último caso a la católica. En dos mil años, no son muchos los momentos de la historia en que la vida común de las sociedades pudo sustraerse a las consecuencias de una relación a veces carnal, muchas veces conflictiva, varias de confrontación directa.

El Estado, como dispositivo necesario para organizar y arbitrar sobre las condiciones gregarias y sociales del hombre, y la Iglesia como estructura terrena que intenta canalizar orgánicamente las incertidumbres existenciales de la condición humana, están destinados casi fatalmente a la convivencia perpetua.

Tener una casa común, que es el mundo, y un mismo material social, que es el conjunto de personas que lo habitan, los ha colocado en caminos que deberían circular en un mismo sentido, que los debería incluir, pero que muchas veces se presentaron estrechos para transitarlos en perfecta armonía.

Más adelante veremos la consustancialidad humana del hecho político y el hecho religioso. Los dos existen porque somos producto natural de nuestra esencia de seres con conciencia, que no podemos todo, que necesitamos de apoyos que nos faciliten la subsistencia digna y que nos ayuden a transitar hacia dónde sea que esté en definitiva nuestro destino.

El ser humano es consciente de su finitud, sabe que tiene un comienzo y un final en la dimensión terrena. Pero, a la par, no conoce los porqués de su finitud, como tampoco si la misma es absoluta y permanente o existe, en otra parte, en otro lugar, en otro espacio, una prolongación de su ser individual más allá de esta vida.

Esa incertidumbre es, quizás, la razón principal de nuestras cavilaciones siempre inconclusas. Sin embargo, a la par, los bastones que nos procuramos para darle sentido trascendente a nuestra vida, que supere la indignidad inexplicable de la nada, de la oscuridad permanente, de la insubsistencia perpetua, nos han servido para encontrarle algún sentido a lo que no percibimos como condición de nuestra propia naturaleza, ya sea divina o no.

No trato de ingresar, no es el propósito de esta obra ni tengo los elementos suficientes de una pretensa sabiduría en la materia, en el debate nunca concluso de las razones de la existencia humana, de saber si somos producto de la decisión de un ser superior que todo lo creó de acuerdo a su plan, o si provenimos de las causalidades de combinaciones naturales que sólo la ciencia podría explicar, o, finalmente, si apenas constituimos el resultado grandioso de la casualidad.

Cómo sea, no busco internarme en el ámbito constituyente de la vida, pretendo bucear apenas en el terreno de las imperfecciones humanas, en el ámbito constituido de aquello que existe, porque nos fue dado o porque se combinaron factores mensurables de las potencialidades naturales.

Decía yo que, desde los albores de la civilización, los hombres pusieron de manifiesto su instinto gregario, esa natural inclinación a juntarse con otros seres humanos, compartir un espacio común, ayudarse, complementarse, buscar las maneras de calmar las necesidades básicas1. 

Sin embargo, no es sólo la indigencia humana la que empuja al hombre hacia los demás, tampoco es únicamente su carácter esencialmente social, es su condición de “zoon politikon”, que sabe expresar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, tener conciencia del bien y del mal.

De tal modo, es el propio hombre el que construye la organización común, que es el Estado, para que arbitre, confiera normas, legalice legitimidades y castigue desvíos. 

Pero, como dije, no sólo tiene el hombre una razón utilitaria en su vida, también necesita de una fuerza espiritual que motorice sus potencialidades, confiera el significado trascendente a su existencia y sustento moral a su conducta.

Allí aparece, ante la pretensión de la trascendencia, la búsqueda de mayores razones para el hecho inexplicable de la vida. Y esta necesidad es tan vieja como la humanidad misma. 

Y así como teorizamos acerca de la constitución del Estado como consecuencia necesaria de la existencia del hecho político, también es posible hacerlo con la constitución de la Iglesia como resultado incontrastable del hecho religioso.

En otros tiempos, el Estado tenía una cara mirando hacia arriba, a un ser superior y otra hacia los hombres; los gobernantes estaban dotados de poder por una divinidad y lo ejercitaban sobre el conjunto social. Hoy, salvo algunas teocracias, sólo tiene una cara, la cara humana del ser social, de dónde proviene el poder de sus representantes y hacia dónde van sus acciones.

La Iglesia católica, como creación divina según el dogma y organización humana como representantes de Dios en la tierra, conserva su origen divino como hecho revelado, pero también un rostro de frente a la sociedad, también a ella le debe respuestas.

Y si el hecho político genera el Estado, y el hecho religioso la Iglesia, el ciudadano es el resultado humano de la organización política, y el feligrés de la organización religiosa.

Ciudadano y feligrés no son la misma cosa, aunque estén reunidos en la misma persona. Ser ciudadano es un derecho, feligrés una elección.

Pero en la historia, así como muchas veces se ha confundido el hecho político con el hecho religioso, las competencias del Estado con las de la Iglesia, el ser humano en su integralidad suele guiarse en sus concepciones políticas, sociales, morales, por sus creencias religiosas, las que suelen suministrarle los parámetros para todos los ámbitos de la vida.

Es ésta, y no otra, la consustancialidad de la persona con la política y la religión, la causa última de una tensión histórica entre el Estado y la Iglesia, entre las normas jurídicas y las reglas religiosas, una disputa que no ha terminado de saldarse y que probablemente no tenga manera de hacerlo.

En este libro pretendemos dar un repaso a dos mil años de convivencia del Estado en sus diversas formas, imperio, monarquía, república, democracia, con la Iglesia católica, esa relación de amor-odio que marcó épocas de gran tensión o de confluencias maritales.

Lo hacemos con el propósito, no de la exposición de una erudición intimidante de la que carecemos, sino de hacer ver al lector que aquello que transcurre en nuestros días, es sólo un capítulo de toda una vida de relación que parece repetirse y tomar diferentes formas a cada momento de la historia.

Conferimos particular espacio al análisis de la confluencia de la política y la religión en nuestro país, la Argentina, que interpela permanentemente al creyente y al ciudadano, aunque en la mayoría de los casos estén coexistentes en una misma persona.

La última ley, la de la legalización del aborto, nos ha mostrado que el debate histórico no ha quedado saldado, y que nuevas confrontaciones vendrán por delante.

De cualquier modo, queremos que la contribución principal de esta obra sea la de aportar un granito de arena en la amplitud de ideas, en la tolerancia de los disensos, en la clarificación de las concepciones, en la consolidación de las visiones humanitarias. 

Capítulo I

La Iglesia católica en el mundo (primera parte)

Cristinos y católicos

A través de esta tabla2, el lector tendrá una aproximación sobre las diferencias entre cristianos y católicos, aun cuando éstos puedan considerarse una especie de aquéllos.

Cristianos

Católicos

Creencia

Religión monoteísta mesiánica basada en la vida y acciones y mensajes de Jesús de Nazaret.

Jerarquía y estructura organizativa

Estructura descentralizada.

Depende de cada doctrina.

Estructura centralizada (el Papa como autoridad máxima).

Papa.

Cardenales.

Obispos.

Presbíteros.

Diáconos.

Monjas.

Posición respecto al Papa

Ortodoxos: solo reconocen al papa en calidad de patriarca de Occidente, pero no como figura superior.

Otras confesiones: la mayoría no reconoce al Papa.

El Papa es la máxima autoridad y se considera infalible.

Texto sagrado

Diferentes versiones según la confesión:

Cristianos protestantes: canon hebreo o palestinense, compuesto por 65 libros.

Otras confesiones: canon alejandrino y pueden incluir algunos textos adicionales, como el salmo 151.

La Biblia (72 libros. Se agregan los libros de Tobías, Judit, 1º y 2º libro de los Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc).

Dogmas centrales

Ortodoxos: tienen las mismas creencias que los católicos, excepto el dogma de la Inmaculada concepción.

Protestantes:

Sacerdocio universal, que implica la libre interpretación de las escrituras.

Justificación solo por fe.

Transustanciación.

La Iglesia como autoridad para la interpretación de las escrituras y la absolución de los pecados.

La fe debe estar acompañada por buenas obras.

Mediación de la Virgen María y los santos ante Jesucristo.

Dogma de la Inmaculada concepción.

Sacramentos

Dependen de cada confesión.

Ortodoxos y coptos: mismos sacramentos que católicos (7 en total).

Anglicanos y protestantes:

Bautismo.

Cena del Señor

Bautismo.

Confirmación.

Eucaristía.

Reconciliación.

Matrimonio.

Unción de los enfermos.

Orden sacerdotal.

Celibato sacerdotal

No existe o no es obligatorio.

Es obligatorio.

Posición con respecto a María

Protestantes: se reconoce como la madre de Dios, pero no creen que haya sido virgen después del nacimiento de Jesús. Tampoco se admite su veneración ni su adoración.

Demás confesiones: es la madre de Dios y es intermediaria ante su hijo Jesucristo. Se admite su veneración, no su adoración.

Es la madre de Dios y es intermediaria de su Hijo. Se admite su veneración, no su adoración.

Posición con respecto a los santos

No está permitida su veneración ni su adoración.

Se permite su veneración, pero no su adoración.

Posición con respecto a las imágenes

Protestantes: no están permitidas o están restringidas a ciertos lugares y funciones.

Ortodoxos: están permitidas y son consideradas un vehículo de teología. No se admite su adoración pero sí su veneración a través de los iconos.

Se permite su uso, pero no su adoración. Suelen promoverse como instrumento didáctico para la enseñanza de la doctrina.

Vida después de la muerte

Creen en dos destinos posibles para el alma humana:

Cielo.

Infierno.

Creen en tres destinos posibles para el alma humana:

Cielo.

Purgatorio (destino transitorio).

Infierno.

Juicio final

Fin del mundo conocido. Dios juzgará a los vivos y a los muertos.

El cristianismo es una religión de carácter monoteísta fundada en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, así como en su vida, muerte y resurrección. Tiene varias vertientes, conformadas por diversas comunidades e iglesias:

Iglesia católica

: es la corriente con más adeptos en el mundo. El Papa es la máxima autoridad eclesiástica. Plantea que la Iglesia es la representación de Dios en la tierra. Por lo tanto, media entre Dios y los hombres a través de la interpretación de las escrituras y de la absolución de los pecados. Se rige por las enseñanzas de Jesucristo, compendiadas en el Nuevo Testamento de la Biblia, así como por las enseñanzas del catecismo

Iglesia ortodoxa

: surge después del Cisma Oriental del año 1054. Es bastante extendida en los países de la Europa oriental y en algunos países del Medio Oriente. Las más conocidas son la rusa y la griega, pero también existe la siria, la libanesa, la rumana, etc.

Iglesias protestantes

: surgen después del cisma impulsado por Martín Lutero en el siglo XVI, llamado la “Reforma”, cuyo propósito era reformar a la Iglesia católica que, para entonces, enfrentaba una crisis de legitimidad en diversos ámbitos. A diferencia de la Iglesia católica, creen en el sacerdocio universal, esto es, en la libre interpretación de las escrituras y en el perdón de los pecados por la fe justificadora. Dentro del protestantismo destacan la iglesia luterana, anglicana, pentecostal, evangelistas, cuáqueros, entre otros.

Para los católicos, el origen de la Iglesia se remonta al siglo I, cuando Jesús nombró a Pedro como “piedra de la Iglesia”, de modo que lo consideran el primero de los Papas. Tras siglos de predicación y persecuciones, el emperador Teodosio oficializó el cristianismo mediante el edicto de Tesalónica, promulgado en el año 380. A partir de ese momento se usó el calificativo “católica” para describir a la Iglesia, el cual significa “universal”. Este apelativo acogía a todas las comunidades creyentes dispersas en los dominios del imperio romano3.

Referencias históricas

Gran parte de la historia de la humanidad en los últimos veinte siglos, podría decirse con bastante certeza, está relacionada con la historia de la Iglesia católica.

Según Kenneth Shouler, en el mundo existen hoy cerca de 4.200 religiones vivas4, y si bien es casi imposible determinarlas con precisión, esa estimación es la más aceptada a nivel mundial.

Podríamos mencionar como las principales, sin que el orden tenga ninguna valoración ni cronología, el cristianismo -en la que se incluye el catolicismo como una de sus especies-, el judaísmo, el hinduismo, el islamismo, el budismo, el taoísmo, el sintoísmo, el sijismo, el brahmanismo.

El cristianismo es la religión fundada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Los cristianos -discípulos de Cristo- se incorporan por medio del bautismo a la comunidad visible, que lleva el nombre de Iglesia.

“En una hora precisa del tiempo y en lugar determinado de la tierra, el Hijo de Dios se hizo hombre e irrumpió en la historia humana. El lugar de nacimiento de Jesús fue Belén de Judá; la hora, cuando reinaba en Judea Herodes el Grande y Quirino era gobernador de Siria, bajo la autoridad suprema del emperador de Roma, César Augusto. La vida de Dios entre los hombres se prolongó hasta otro momento de la historia, bien preciso también: la Pasión, Resurrección y Muerte de Jesucristo tuvieron lugar en Jerusalén, a partir del día 14 del mes de Nisán del año 30 de la Era Cristiana. Caifás desempeñaba el cargo de Sumo Sacerdote, gobernaba Judea el “procurador” Poncio Pilato y reinaba en Roma el emperador Tiberio”5.

Por aquél entonces, reinaba entre el pueblo judío una concepción político-nacional de un esperado Mesías, al que consideraba una especie de caudillo terrenal que habría de liberar la nación del yugo romano y restaurar el Reino de Israel6. Pero Jesús no respondía a esa imagen, su reino no era de este mundo, por eso fue rechazado por el pueblo y condenado a morir en la cruz.

Jesucristo no sólo fundó una religión -el cristianismo- sino además una iglesia, cimentada sobre el apóstol Pedro, a quién Cristo prometió el primado (“Y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”) y lo confirmó después de la Resurrección cuando le dijo “apacienta mis ovejas”.

Así la describe Jesse Lyman Hurlbut: “La iglesia cristiana en toda época ya sea pasada, presente o futura, ha consistido y consiste en todos los que creen en Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios, que le aceptan como Salvador personal de su pecado y que le obedecen como a Cristo, el Príncipe del Reino de Dios sobre la tierra”7.

“La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, y a partir de entonces comienza propiamente su historia”, escribe José Orlandis Rovira8.

Intentaremos efectuar un breve repaso de su historia y lo haremos con el esquema propuesto por Hurlbut para una mejor comprensión.

Los seis grandes períodos históricos de la Iglesia católica

En la obra que mencionamos, Hurlbut agrupa en seis períodos los tiempos de la iglesia, fundado en los grandes acontecimientos de la historia cristiana, a saber:

La

 iglesia apostólica

: desde la ascensión de Cristo (30 d.C.) hasta la muerte de San Juan (100 d.C.).

La 

iglesia perseguida

: desde la muerte de San Juan (100 d.C.) hasta el edicto de Constantino (313 d.C.).

La 

iglesia imperial

: desde el edicto de Constantino (313 d.C.) hasta la caída de Roma (476 d.C.).

La 

iglesia medieval

: desde la caída de Roma (476 d.C.) hasta la caída de Constantinopla (1453 d.C.).

La 

iglesia reformada

: desde la caída de Constantinopla (1453 d.C.) hasta el fin de la guerra de los treinta años (1648 d.C.).

La 

iglesia moderna

: desde el fin de la guerra de los treinta años (1648 d.C.) hasta la actualidad.

1. La iglesia apostólica

El punto de partida de la iglesia de Cristo es el Monte de los Olivos, muy cerca del muro oriental de Jerusalén. En ese lugar, alrededor del año 30 d.C., después de resucitar en el huerto, Jesucristo dio sus últimos mandamientos y ascendió a su trono celestial.

Durante el ministerio de Jesús, sus discípulos creyeron que él era el esperado Mesías de Israel (“Mesías”, palabra hebrea, y “Cristo”, palabra griega, significaban “El Ungido), por ello prohibió a sus seguidores que lo proclamasen cómo el Mesías hasta su resurrección.

La iglesia comienza el día de Pentecostés (tradicional celebración judía establecida en el Viejo Testamento), cincuenta días después de la Resurrección y diez días de la Ascensión.

Bajo la dirección de San Pedro9, San Pablo y sus inmediatos sucesores, la iglesia se estableció durante dos generaciones en casi todos los países, desde el Eufrates hasta el Tíber y desde el Mar Negro hasta el Nilo10.

Pero, en rigor, la iglesia comenzó en Jerusalén y se limitó a la misma ciudad durante los primeros años. Sus integrantes eran, en ese entonces, exclusivamente judíos, nadie imaginaba que los gentiles (no judíos), formarían parte.

La iglesia pentecostal era relativamente pequeña, todos eran de una misma ciudad, de una raza común, y los doce apóstoles administraban su gobierno. Durante ese período primitivo, el práctico Simón Pedro era el líder de la iglesia, y al lado estaba el espiritual y contemplativo Juan.

Durante los discursos de Pedro, podrían advertirse tres doctrinas según Hurlbut: la primera y la más importante era “el carácter mesiánico de Jesús”, la segunda la “resurrección de Jesús” y la tercera la “segunda venida de Jesús”. 

La Resurrección de Jesucristo, según Orlandis Rovira11, constituye el dogma central del cristianismo y la prueba decisiva central de su doctrina. “Si Cristo no resucitó -escribió San Pablo-, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe” (I Cor, XV, 14). Desde entonces, los apóstoles se presentarían a sí mismos como “testigos” de Jesucristo resucitado, y lo anunciarían al mundo entero.

Dice Hurlbut12 que “al principio de este grandioso esfuerzo, este puñado de gente sencilla necesitaba ayuda sobrenatural pues se proponía, sin armas ni prestigio social, transformar una nación, a pesar de que tenía que afrontar los poderes de la iglesia nacional y del estado”.

Los primeros cristianos eran perseguidos por el Sanedrín (órgano establecido por la ley judía cuya misión era administrar justicia interpretando y aplicando la Torah, la ley sagrada), y pronto se desvincularía de la Sinagoga. La muerte del diácono San Esteban, lapidado por los judíos, marcó el inicio de una gran persecución y la separación definitiva entre judaísmo y cristianismo.

Por oposición a un carácter nacional y cerrado de la religión judía, el cristianismo se mostró universalista y abierto a los gentiles (no judíos), quienes fueron declarados libres del cumplimiento de la Ley Mosaica.

A Antioquía de Siria, una de las grandes ciudades de la antigüedad, llegaron discípulos de Jesús, fugitivos de Jerusalén, y es allí donde comenzaron a llamarse cristianos. Muchos de ellos eran judíos helenistas, más abiertos que los judíos palestinos, que comenzaron a anunciar el Evangelio a los gentiles.

En Jerusalén, la noticia de que Pedro había suministrado el bautismo a gentiles incircuncisos causó estupor. Allí comenzaron a comprender que el cristianismo era universal y que la Iglesia estaba abierta a todos.

Pero la definitiva victoria del universalismo, la determinación de las relaciones entre la vieja y la nueva ley, y la independencia definitiva de la iglesia respecto de la sinagoga, se produjo a partir del primer “concilio”, que se realizó en el año 49 en la ciudad de Jerusalén, siendo conocido como el “Concilio de Jerusalén”.

A propuesta de Santiago, obispo de Jerusalén, el concilio acordó no impone cargas superfluas a los conversos gentiles, como la circuncisión, quedando de esa manera resuelta la disputa y separada definitivamente la religión cristiana de la judía. “Los gentiles podían entrar al redil cristiano mediante una fe sencilla en Cristo y una vida recta, sin someterse a requisitos legales”13.

Los grandes propulsores de la expansión del cristianismo fueron los apóstoles, aunque no los únicos, también fueron hombres desconocidos, humildes -funcionarios, comerciantes, soldados, esclavos-, los portadores de las primicias del Evangelio, lo que determinaría que en el siglo IV la penetración cristiana se había producido en gran parte del mundo conocido.

Los cristianos paulatinamente fueron formando comunidades locales, iglesias en todo el imperio, bajo la autoridad de un obispo. Ya por ese entonces, se estableció el “primado romano”, que atribuía el obispo de Roma el carácter de sucesor de Pedro y, consecuentemente, la autoridad máxima de la iglesia.

En esos tiempos primitivos, la iglesia estaba formada principalmente por gente de condición humilde, aunque estaba abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos.

Cuando se celebró el Concilio de Jerusalén, ningún libro del Nuevo Testamento se había escrito y la Iglesia se guiaba por las memorias de los primeros discípulos. Sin embargo, en el 68 d.C. (martirio de San Pablo), una gran parte del Nuevo Testamento estaba en circulación, incluyendo las epístolas de San Pablo y Santiago, Primera y tal vez Segunda de Pedro14.

En una segunda etapa, que va hasta la muerte de San Juan, se escribieron los últimos libros del Nuevo Testamento: Hebreos, tal vez Segunda de Pedro, las Epístolas y el Evangelio de Juan, Judas y Apocalipsis, aunque el reconocimiento universal de estos libros como inspirados y canónicos vino más tarde.

Durante ese período comienzan a acentuarse las persecuciones, primero con Nerón y luego con el emperador Domiciano, aunque en ese tiempo eran esporádicas y locales.

Este primer período culmina con la muerte del último de los apóstoles, San Juan, que ocurriría alrededor del año 100 d.C.

2. La iglesia perseguida

Orlandís Rovira nos expresa que “el Cristianismo nació y se desarrolló dentro del marco político-cultural del Imperio Romano. Durante tres siglos, el Imperio pagano persiguió a los cristianos, porque su religión representaba otro universalismo y prohibía a los fieles rendir culto religioso al soberano”15

Durante los siglos II y III, el hecho más relevante en la historia de la iglesia fue la persecución que los emperadores romanos llevaron a cabo sobre los cristianos. Aunque no fue continua, siempre se esperaba que estallara de un momento a otro y adquiriera formas terribles.

La unidad del mundo greco-latino conseguida por Roma, creaba un amplísimo espacio geográfico de orden y paz que favorecieron la circulación de las ideas. Facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres la existencia de una unidad lingüística, sobre la base del griego primero y del griego y el latín después.

La crisis del paganismo ancestral generaba el anhelo de genuina religiosidad de gran parte de la gente, todo lo cual sumó para la propagación de la doctrina de Cristo.

Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades, porque significaba apartarse de las prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador.

Los autores señalan una variedad de causas de la existencia del antagonismo entre los emperadores al cristianismo. Alguna de ellas, las principales, fueron que el paganismo adoptaba nuevas formas y objetos de adoración, la idolatría al emperador constituía una prueba de lealtad y las diferencias entre los hombres (fundamentalmente por la esclavitud) fueron las bases de la sociedad romana; mientras que el cristianismo excluía la simbología pagana, no aceptaba la adoración al emperador y no hacía diferencia entre los hombres.

La religión cristiana fomentaba el respeto y obediencia a la legítima autoridad. El mismo Cristo dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Así San Pedro exhortaba a sus discípulos: “temed a Dios, honrad al rey”.

Las circunstancias que rodearon a la primera persecución, la neroniana, fueron pródigas en consecuencias, pero limitadas geográficamente. No parecieron extenderse más allá de los muros de Roma.

El cristianismo fue considerado desde el siglo I como “superstición ilícita”, por lo que su práctica fue considerada delito. Ello trajo aparejado que en el siglo II las persecuciones se originaron, no tanto en la acción de emperadores y magistrados, sino en denuncias populares. Por esa razón, la persecución no fue general ni continua, a tiempos de tensión sucedían largos períodos de tranquilidad, sin que por ello no vivieran en situación de zozobra permanente.

En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz, porque, luego de un período de anarquía militar, se buscó dar un nuevo impulso al Imperio, y por ello la restauración del culto a los dioses y al emperador, como expresión de fidelidad hacia Roma y sus autoridades.

La nueva oleada de persecuciones, fueron ahora promovidas por la autoridad imperial, se hicieron más generales y continuas y consecuentemente de mayor rigor.

La mayor persecución se llevó a cabo en los comienzos del siglo IV, en el marco de las reformas llevadas a cabo por el emperador Diocleciano. Cuatro edictos contra los cristianos fueron dictados entre enero del 303 y febrero de 304, con el propósito de terminar de una vez y para siempre con el cristianismo y la iglesia. Muchos mártires se hicieron a lo largo y lo ancho de todo el Imperio.

Sin embargo, todo terminó en un absoluto fracaso, el cristianismo continuaba extendiéndose y Diocleciano terminó por renunciar al trono imperial.

Si bien sus sucesores, Galerio y Constancio, continuaron con las persecuciones por seis años más, fue Constantino (el hijo de Constancio), que no profesaba la religión católica, el que expidió su famoso “Edicto de Tolerancia” en el año 313 d.C. que legalizó el cristianismo y concluyó con las acechanzas.

Aunque el hecho más sobresaliente de la historia de la iglesia durante los siglos II y III lo constituyeron las persecuciones, puede decirse que también se produjeron grandes adelantos en la organización y doctrina cristianas.

Los libros del Nuevo Testamento se terminaron al principio del siglo II, pero no fueron inmediatamente aceptados como canon o regla de fe con autoridad divina. No puede fijarse una fecha precisa, pero su reconocimiento completo, tal como lo tenemos en la actualidad, no puede fijarse antes del 300 d.C.

El crecimiento y el alcance que tuvo la iglesia hizo necesarias la organización y la disciplina. Llegó a ser tan vasta, que excedió los límites del imperio, llegando hasta la India. Ello hizo necesario la existencia de líderes locales.

Hay que destacar que el cristianismo no nació en una república sino en un imperio, dónde las autoridades no se elegían en forma democrática. Su organización, por ello, adquirió una tipología algo autocrática, con una estricta jerarquía y obediencia.

Otra característica de este período fue el desarrollo de la doctrina. “… la fe poco a poco llegó a ser mental, una fe del intelecto. Una fe que creía en un sistema de doctrina riguroso e inflexible”16.

La más antigua y sencilla declaración de fe, el credo de los apostoles, compuso su doctrina durante este período, en el que hubo tres escuelas teológicas: la de Alejandría, fundada en el 180 d.C. por Panteno, la de Asia Menor y la del norte de África, con sede en Cartago. 

Sin embargo, los cristianos de ese tiempo no sólo debieron luchar contra los enemigos externos, sino además contra lo que denominaban “sectas” o “herejías”, grupos y doctrinas que se apartaban de la visión oficial.

Orlandís Rovira17 las distingue en tres grupos de “herejías”: de una parte, un judeo-cristianismo herético, negador de la divinidad de Cristo y de la eficacia redentora de su muerte; un segundo grupo, de un fanático rigorismo moral, estimulado por la creencia de un inminente fin de los tiempos, en el que el “montanismo” fue uno de sus principales manifestaciones; y un tercero, que para este autor fue la mayor amenaza, el “gnosticismo”, que era una corriente ideológica tendiente al sincretismo (hibridación o amalgama), muy de moda en los finales de la Antigüedad, que se presentaban como expresión de la tradición cristiana más sublime y reservada a unos pocos.

3. La iglesia imperial

La libertad le llegó a la iglesia cuando apenas se habían acallado los ecos de la última gran persecución. Puede decirse que, en muy poco tiempo, pasó de Iglesia perseguida a Iglesia oficial del imperio.

En 305 d.C., cuando Diocleciano abdicó el trono imperial, la religión cristiana estaba terminantemente prohibida. En ese mismo siglo, años más tarde, se reconoció al cristianismo como la religión oficial del Imperio Romano. “En un instante, los cristianos pasaron del anfiteatro romano, donde tenían que enfrentarse con los leones, a ocupar un sitio de honor en el trono que regía al mundo”18.

Galerio, sucesor de Diocleciano, emitió en 311 d.C. un edicto que establecía para los cristianos un estatuto de tolerancia: “existan de nuevo los cristianos y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público”. Así, ser cristiano dejaba de ser un delito para el imperio y el cristianismo una superstición ilícita.

El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa fue rápido, merced a la victoria de Constantino sobre Majencio, cuyos ejércitos se enfrentaron en el Puente Milvian, sobre el Tíber, a dieciséis kilómetros de Roma, en 312 d.C. Majencio representaba al elemento pagano perseguidor, Constantino era amistoso con los cristianos, aunque en ese tiempo no profesaba ser creyente19. 

Los emperadores Constantino y Licinio promulgaron el Edicto de Milán en 313 d.C., que contenía una directriz política de respeto a todas las opciones religiosas, incluido el cristianismo. La actitud de Constantino fue gradualmente decantándose en favor del cristianismo.

El emperador Teodosio designó al cristianismo como religión oficial del imperio por medio del Edicto de Tesalónica en el año 380, a partir del cual se comenzó a designar a la Iglesia con la nominación de “católica”. Antes del fin del siglo II, el término “católico” comenzó a definir lo que se consideraba la verdadera Iglesia y su doctrina, diferenciándola de la de grupos disidentes.

Del reconocimiento del cristianismo como religión oficial del imperio, surgieron algunos buenos resultados para el pueblo y la iglesia. La crucifixión se abolió, el infanticidio (permitido en ese entonces para los recién nacidos no queridos por sus padres) se frenó y reprimió, el trato con los esclavos (más de la mitad de la población lo era) mejoró, los juegos de gladiadores se prohibieron.

No obstante lo bueno de algunos resultados, la alianza del estado con la Iglesia también trajo muchos males. Todo el mundo buscaba ser integrante de la Iglesia, tanto los sinceros como los hipócritas que procuraban ganancia personal. La persecución del paganismo fue la contracara oscura del cristianismo oficial. En poco tiempo, la iglesia se había convertido de perseguida en perseguidora.

Refiriéndose a ello, dice Hurbult: “Debido al poder ejercido por la iglesia, no vemos al cristianismo que transforma al mundo a su ideal, sino al mundo que domina a la iglesia”20.

A partir de su reconocimiento como religión oficial, la Iglesia se dedicó a construir poder, especialmente a través del primer obispo romano denominado como papa, Siricio I, quién impuso una concepción absolutista, una fuerte centralización, con leyes doctrinales severas y pautas de conductas estrictas21.

A poco de la constitución del cristianismo como religión de estado, una nueva capital se escogió para el imperio como sede de autoridad: la antigua ciudad griega de Bizancio, que existió durante más de mil años, fue elegida por Constantino como tal. Su ubicación, en el punto de contacto entre Europa y Asia, fue un elemento determinante para el nacimiento de la “ciudad de Constantino”, Constantinopla, cuyo nombre se mantendría por mucho tiempo. Hoy se denomina Estambul.

Después de fundada la nueva capital, vino la división del imperio. En 375 d.C., Teodosio completó la separación, y a partir de ese momento el mundo romano se dividió en Occidental y Oriental, separados por el mar Adriático. 

La división del imperio tuvo honda repercusión en la Iglesia y fue un presagio de la futura división. La parte occidental, que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas, tuvo como única sede apostólica la ciudad de Roma y el pontífice romano fue el único patriarca de Occidente. La parte oriental, de cultura griega, siria y copta, tuvo varias sedes apostólicas con sus respectivos patriarcas, tal el caso de las ciudades de Alejandría, Antioquía y Jerusalén y Constantinopla. 

Roma reclamaba para sí la autoridad apostólica. El traslado de la capital de Roma a Constantinopla, lejos de aminorar la influencia del obispo romano, la aumentó considerablemente. En Constantinopla, el emperador y su corte dominaban a la Iglesia. En Roma, no había emperador que intimidara al obispo romano.