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En el primer mes de 2023, comienza a parirse editorialmente este séptimo hijo de papel, Lobizón según atiné en llamarlo, una mixtura de enfermedad, guerra y justicia. El dramatismo de una pandemia mortal, sólo pospuso los instintos más primarios de un animal confundido, el hombre, que volvió por sus fueros para promover una guerra tan inexplicable como mortal. Entre una y otra, supimos necesario que la justicia, la imperfecta pero imprescindible justicia humana, debía prodigar sus oficios para hacer la vida un poco más equitativa y menos opresora. Entrego a mis lectores, para el recuerdo de tiempos difíciles, un archivo de la memoria colectiva, con el declarado objetivo de sumar experiencias que nos sirvan para ser mejores.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
JORGE EDUARDO SIMONETTI
Simonetti, Jorge Eduardo Lobizón / Jorge Eduardo Simonetti. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3549-8
1. Ensayo. I. Título.CDD A864
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo I
LA PESTE
EL VIRUS DEL ODIO
UNA BICICLETA PARA MANUEL
CUATROCIENTOS ABRAZOS Y TREINTA AMANECERES
NO JUGUEMOS A SER DIOS
EN LOS TIEMPOS DEL “CUIDATE”
ESTO TAMBIÉN PASARÁ... Y DESPUÉS?
EL LADO “B” DE LA PANDEMIA
LA DICTADURA Y LOS TIGRES
DEJAR VIVIR, DEJAR MORIR
EL VIRUS AUTORITARIO CONTAGIÓ A LA UNIVERSIDAD PÚBLICA
GOBERDEMIA: EN FASE DOS
LA ÉTICA DE LA JERINGA
LA LETRA CHICA DE LA INFAMIA GRANDE
LOS MISERABLES
VACUNACIÓN Y ANSIEDAD SOCIAL
RULETA RUSA
LA CEPA POPULISTA
CUANDO LA POLÍTICA ES PARTE DEL PROBLEMA Y NO DE LA SOLUCIÓN
HOSPITAL DE CAMPAÑA: UN ACIERTO ESTRATÉGICO
EL CERTIFICADO “VIDELA”
Capítulo II
LA GUERRA
Y VOS CHABÓN, ¿DE QUÉ LADO ESTÁS?
PUTINÓPATA
ALBERTO Y VLADIMIR NO LEYERON A SUN TZU
EL ACTOR Y EL ESPÍA
FRANCISCO Y EL SÍNDROME PILATOS
DE VICTIMARIOS Y VÍCTIMAS
¿DE PASTOR A MEDIADOR?
LA NUEVA BIPOLARIDAD GEOPOLÍTICA
EL PAPA Y SU EXTRAÑO AFECTO POR LOS DICTADORES
PUTIN, ¿UN ANIMAL HERIDO?
CAPÍTULO III
LA JUSTICIA (primera parte)
ALBERTO AL GOBIERNO
GRIETA, ECONOMÍA Y JUSTICIA
GOLPE DE NOCAUT PARA EL ESTADO DE DERECHO
LA QUINTA PATA DEL OPERATIVO “LAWFARE”
CON IMPUNIDAD, JAMÁS SE CERRARÁ LA GRIETA
UNA REFORMA JUDICIAL MAFIOSA
MARCHE UNA CORTE PARA CRISTINA
EN MEDIO DE UNA TORMENTA CASI PERFECTA
IMPUNOCRACIA
ESTE TRIBUNAL ES TUYO, TUYO, TUYO
EL WATERLOO DE ALBERTO
LA CULPA LA TUVO NÉSTOR
LA ARGENTINA CONTRAFÁCTICA: TODOS CONDENADOS
PARADOS EN LA CUBIERTA DEL TITANIC
DESOBEDIENCIA CIVIL O REACCIÓN INSTITUCIONAL
CORTE A LA CARTA II
LA BANDA VA POR LA CORTE
CUANDO “NON SANCTOS” VIENEN MARCHANDO
TESTIGO FALSO
MEMORIA SELECTIVA POR LA VERDAD Y LA JUSTICIA
UNIDOS POR EL ESPANTO
CAPÍTULO IV
LA JUSTICIA (segunda parte)
LA PIQUETERA INSTITUCIONAL
DESCUIDISMO POR MITOSIS
UN PRÓCER DE LA DÉCADA GANADA
“EN UN MISMO LODO, TODOS MANOSEAOS”
CORTE A LA CARTA: MENÚ GOBERNADORES
NUESTROS MUERTOS SIN MEMORIA
NUESTROS MUERTOS SIN MEMORIA II
EL INFIERNO TAN TEMIDO
CRISTINA NO IRÁ PRESA
APAGAR EL FUEGO CON NAFTA
LA CREDIBILIDAD DEL PASTORCILLO
TIEMPO DE DESCUENTO
LAS TORRES GEMELAS Y EL MUNDIAL DE QATAR
LO QUE ESCONDE EL PAGO DE GANANCIAS DE JUECES
MAGISTRUCHO
VEREDICTO
DESARMANDO EL RELATO
ESCAPE POR LA PUERTA DEL MARTIRIO
Para Gise, mi compañera incondicional
Para toda mi familia, el hogar de mis emociones
Para mamá, desde siempre
Para mis amigos del diario El Litoral
Para mis lectores
Para las víctimas del covid 19, de la guerra y de la injusticia
En el inicio de la tercera década del siglo XXI, el mundo ingresó en el cono ensombrecido de una peste que paralizó el planeta. De la noche a la mañana, toda la vida humana, hasta entonces desentendida de catástrofes universales, se subordinó a las reglas que impuso una enfermedad que se difundía por miles de millones y mataba por millones, que viajaba como polizonte en los cuerpos de las personas, que atravesaba fronteras, invadía continentes, ocupaba países.
Es que un universo de ficción, sólo descripto en los textos más imaginativos, se nos apareció tan de golpe que no tuvimos tiempo más que para tomar medidas desesperadas que cerraban naciones, aislaban personas, ponían a prueba a los gobiernos.
De pronto, de los héroes de las películas vestidos con trajes estrafalarios, pasamos a los héroes de una realidad caliente que, con sólo el arma de sus guardapolvos, fueron escudo y refugio para nuestros temores y sufrimientos.
Un mazazo a la soberbia humana pareció la pandemia, versiones apocalípticas inundaron el planeta, muchos lo vieron como un castigo a nuestro hiper materialismo, a la globalización consumista, a la carrera desenfrenada de mercados y mercaderes, al individualismo recargado. No tardaron en aparecer las versiones conspirativas, sobre todo teniendo en cuenta el origen del virus.
Mientras la economía mundial se desplomaba al ritmo de la paralización de actividades, los gobiernos encerraban a sus pueblos con medidas restrictivas a la circulación. La gente se enfermaba y moría sin el consuelo de la presencia de sus seres queridos, muchos perdían su trabajo o sus negocios, la enfermedad no sólo mataba sino atemorizaba.
De pronto comenzamos a mirarnos desde lejos, a poner distancia entre nuestros cuerpos, a ver al semejante como al enemigo portador, a separar familias, amigos, seres queridos. Todo se subordinaba al ritmo silente de un enemigo altamente invasor.
Y así, transcurrimos meses que se hicieron años y seguimos con distinta intensidad luchando en los límites de nuestro propio entendimiento, a fuerza de prueba y error.
Mientras tanto, una alianza virtuosa entre la ciencia y la tecnología avanzaba en busca de la tan ansiada cura, pasando por la vacuna que nos inmunizaría y frenaría los contagios a nivel planetario.
Con urgencia, las principales potencias mundiales comenzaron a invertir en investigaciones que finalmente concluirían, en distinto grado, con productos que fueron dispuestos para la utilización de la humanidad agredida por el virus.
Con un importante grado de desigualdad, en desmedro de los países no desarrollados, las vacunas comenzaron a aplicarse en las naciones, unas primeras, otras luego, pero finalmente el enemigo en forma de corona comenzó a retroceder.
Lentamente, la vida humana comenzó a volver por sus fueros, paso a paso seríamos nuevamente lo que fuimos, aquello que en algún momento, en los comienzos de la peste, pensamos que iríamos dejando atrás en beneficio de una ola de humanitarismo de importante presencia ante la calamidad.
La solidaridad humana, la comprensión, la benevolencia, una mayor igualdad, en fin, los nuevos tiempos que se anunciaron en recordados textos, preanunciando una era de humanitarismo que concluiría con aquella del hombre como enemigo del hombre, pareció quedar en los papeles, porque volvimos por nuestros fueros, ésos que parecen ser inescindibles de la propia naturaleza.
Todos recordaron la virulenta cepa del virus de gripe que sobre finales de la Primera Guerra Mundial, entre 1918 y 1919, causó decena de millones de muertos, algunos lo estiman entre 20 y 100 millones. El drama de la guerra, que impuso una estricta censura en los países involucrados en el conflicto, propició su rápida propagación por todo el orbe. Sólo en España se permitieron las noticias sobre la pandemia, por lo que fue llamada, muy injustamente, la pandemia de la gripe española.
Ello no fue óbice para que, algunos años después, el mundo se viera envuelto en una guerra tan o más tremenda que la anterior, la Segunda Guerra Mundial, demostrando que el hombre es el único animal vivo capaz de tropezar dos veces con la misma piedra.
El virus de la gripe mató más personas que las dos guerras mundiales juntas.
Apenas comenzamos a vislumbrar la luz al final del túnel, a través la aparición de una cepa más contagiosa pero menos grave del Covid–19 y de la vacunación masiva de la población mundial, otra tragedia amenazaba la paz del orbe, ésta de exclusiva responsabilidad de los poderes humanos.
La Federación Rusa iniciaba una “operación militar especial” contra su vecina Ucrania, invadiéndola de manera injustificada e injustificable. Vladimir Putin, el autócrata responsable, envió tropas, armas y pertrechos, para matar a decenas de miles de ucranianos y reducir a escombros sus ciudades, bajo fútiles excusas.
El presidente ruso, un émulo del criminal Hitler, quiso demostrar que aquello que Carlos Marx escribiera en su obra “El 18 de brumario de Luis Bonaparte”, era demostrable en los hechos: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.
Y, como una miserable tragicomedia, de un plumazo borró la tragedia de la pandemia e instaló la farsa de una operación militar especial, demostrando una vez más que los vientos de benevolencia que invadieron el mundo durante la peste, iban a ser violentamente desplazados por la masacre de una guerra inexplicable.
Entre esa pandemia, cuya conclusión todavía no es declarada formalmente por la autoridad sanitaria mundial, y esta guerra que no termina, el tiempo transcurrió y lentamente fuimos recuperando los escenarios de los acontecimientos mundiales.
Los argentinos tuvimos con ambas tragedias una relación muy especial. Las autoridades gubernamentales hicieron de las mismas una cuestión política. Así, las vacunas tuvieron el sello de nuestra posición geopolítica y también nuestros comportamientos en los foros mundiales, en los que nos abstuvimos de condenar la invasión rusa.
A la par, un presidente que ganaba adeptos con sus tediosas charlas de tiempos de pandemia, comenzó a desgranarse rápidamente en su imagen, azotado por su propia inacción y la realidad caliente de un país que no perdona.
Y entre la peste y la guerra como protagonistas principales de estos tiempos, se agrega un tercero, que nunca deja de estar presente y que constituye causa principal de mis desvelos: la justicia.
La sociedades no son nada si no tienen justicia, la única que podemos proyectar en nuestra condición, la humana. Y ella, se hizo de tal modo importante, cuando los poderosos derraparon hacia comportamientos autoritarios con el encierro pandémico y demenciales con una guerra inexplicable. Por ello es la tercer pata de este libro.
No suelo reunir mis artículos periodísticos en una obra. Sin embargo, creí necesario hacerlo en este oportunidad, con aquéllos publicados en un período determinado de tiempo, encerrados por las tragedias señaladas, la peste y la guerra, en el entendimiento que tienen un valor agregado al de una obra común.
Cuando un escritor encara un libro de no ficción, generalmente construye una apreciación sobre hechos del pasado o pronósticos del futuro. Así, el compromiso analítico tiene una fecha, la contemporaneidad es un dato ineludible de la obra.
Sin embargo, el valor agregado o el dato destacado es que cada texto escogido tiene la impronta del propio tiempo en que fue escrito. No tiene un único tiempo de conclusión, tiene tantos como artículos se escribieron.
Ello, a veces suele constituir una desventaja, por el riesgo de perder perspectiva ante la inmediatez de los acontecimientos que los motivaron. Pero, a cambio, le entrega al análisis la impronta positiva de los sentimientos, las urgencias y la perentoriedad del relato de los hechos mientras éstos suceden, en el mismo momento.
Elegir el título del libro fue todo un tema. Tal vez traiga confusión para los que a través de este pretendan intuir su contenido. No resistí la tentación del número, el 7, un número mágico y sugerente. Es mi séptimo libro, mi séptimo hijo de papel.
La opción se presentaba y no le escaparía al desafío de desanudar la encrucijada. El séptimo hijo varón y la séptima hija mujer pueden ser ahijados presidenciales conforme la ley. La leyenda convierte a los séptimos hijos, en lobizón si es varón y en bruja si es mujer.
Este libro es el séptimo, el séptimo hijo de papel. Si por vía de la fantasía me adaptaba a la ley argentina, debería la obra ser prologada por el presidente. Si la leyenda prevalecía, debería titularlo: “lobizón”.
Mi decisión fue que el libro no tenga prólogo.
Entrego a mis lectores, para el recuerdo de tiempos difíciles, un archivo de la memoria colectiva, con el declarado objetivo de sumar experiencias que nos sirvan para ser mejores.
Corrientes, diciembre de 2022.Dr. Jorge Eduardo Simonetti
“Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”
Jean Paul Sartre
No se originó en una provincia china, fue en la cúspide del poder político argentino, los vectores no fueron murciélagos sino personajes del poder, se contagia por lejanía afectiva no por cercanía física, los afectados no somos unos pocos sino una gran parte de la población, no existe vacuna para prevenirlo, ni medicina para paliarlo.
No hablamos del coronavirus, una enfermedad del cuerpo que paraliza al mundo, nos referimos a una dolencia del alma que viene atenazando el comportamiento argentino: el virus del odio.
Una sociedad invadida de manera persistente por sentimientos negativos difícilmente sea una sociedad que tenga futuro. Antes bien queda estancada en los laberintos de sus propios fantasmas.
Desde hace bastante tiempo los argentinos vivimos inmersos en la dinámica del odio, que nos atenaza, nos paraliza, nubla nuestro entendimiento y nos impide poder proyectarnos hacia el futuro como un país medianamente normal. En modo social argentino la conjugación del verbo odiar se da con destinatario incluido: “yo te odio así como tú me odias, nosotros los odiamos como ellos nos odian”.
El odio en la Argentina es un sentimiento de renovada actualidad, que se ha esparcido por todos lados, especialmente a través de las redes sociales, con una capacidad de contagio impresionante, que deja al coronavirus reducido a un resfriado de morondanga comparativa y metafóricamente hablando.
El odio social no es nuevo en la historia del mundo, pero de manera contemporánea para los argentinos ha nacido en los primeros años del siglo XXI como odio político, que constituye la estigmatización del adversario al que no se considera como antagonista político sino como enemigo con sentimientos y comportamientos innobles. La lógica adversarial de la política muta hacia una lógica de guerra, dónde el contendiente es una fuerza enemiga a la que hay que destruir.
La sociedad está dividida entre kirchneristas y antikirchneristas, o entre “cristinópatas” y “cristinófobos”, no como un modo de concebir las cuestiones políticas sino como un arraigado comportamiento de negatividad hacia el otro distinto, dónde las razones son reemplazadas por los sentimientos.
El odio político es un fenómeno sociológico que se trasmite de arriba hacia abajo y es altamente contagioso. El líder determina a las masas, y no al revés. Las masas tendrán comportamientos autoritarios si el líder es autoritario, si pregona como doctrina política la lógica del amigo–enemigo, las masas amarán a los iguales y odiarán a los distintos.
El primer paso es la construcción de la figura del mandamás infalible e intérprete único del pueblo, luego el mensaje único y hegemónico, sumatoria que tiene como resultado la mimetización de las masas con un sentido de pertenencia casi religioso.
Allí ya es pandemia, porque los que no se sienten incluidos en el “nosotros”, se guarecen bajo la contrafigura de “ellos”, produciéndose así la fractura del “affectio societatis” que debiera primar en una comunidad que comparte un territorio, una cultura y una historia.
Parafraseando a Mao, en 1973 Perón verbaliza la metodología de conducción que practicó durante sus dos primeros gobiernos y que marcaría lo que habría de ser un modo de interpretar la política en el siglo XXI: “al amigo, todo, al enemigo, ni justicia”.
El virus del odio que hoy padecemos los argentinos nace como un virus político, muta hacia un virus social y concluye fatalmente en un virus que ha enfermado de manera personal las relaciones familiares y de amistad. La salud humana no es la víctima, es el afecto social.
Construye parámetros disgregados en una sociedad enferma, parámetros sociales, institucionales y políticos. El patrón de valorización mutua no es el mismo, ya sea que se forme parte del nuestro o del otro sector, tampoco la vara de la justicia que en gran parte marcha al ritmo que le impone la política.
Como ejemplo actual y paradigmático de lo expresado, es pertinente analizar la vigencia del sagrado principio del derecho penal liberal, cual es la “presunción de inocencia”, que en sencillos términos significa que nadie puede sufrir castigo hasta que una sentencia judicial firme establezca que ha cometido un delito.
La prisión preventiva no es una pena, es una medida precautoria extrema que sólo se debe adoptar excepcionalmente durante el proceso, cuando se configuren supuestos específicos previstos por la ley.
Pero tengo una mala noticia para la salud de la república. En nuestro país, casi siempre es utilizada como parámetro de ajuste político para quienes egresaron del poder. No es que los acusados sean santos, pero son acusados, no culpables, por lo menos no hasta el fin del proceso. La lentitud y lenidad de la justicia hace que se utilice la puerta del costado para responder a las presiones sociales y políticas.
Y en ello nadie puede quitarse el sayo, los que hoy protestan contra la aplicación indebida de la prisión preventiva, a través de la teoría del lawfare, son los mismos que ayer les negaban la libertad a militares imputados. Y, que conste, la presunción de inocencia y la prisión preventiva nada tienen que ver con la gravedad del delito juzgado.
Un botón basta para exhibir la persecución judicial como variable de ajuste de la política: luego de veinte años de litigio, finalmente el 15 de octubre de 2019 la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó una sentencia mediante la cual declaró que “el Estado de Argentina era responsable por la vulneración a la libertad personal (artículo 7 de la Convención Americana) y a la presunción de inocencia (artículo 8.2 de la Convención Americana) por la detención ilegal y arbitraria en perjuicio de Raúl Rolando Romero Feris”.
Pero no sólo la justicia tiene la venda caída, también el pueblo argentino. La razón de nuestro comportamiento es casi genética, odiamos más de lo que pensamos, y cuando el odio entra por la puerta, el sentimiento de equidad y justicia huye por la ventana.
Sin embargo, separemos el polvo de la paja. Los ciudadanos no administramos justicia, sólo opinamos y muchas veces nuestras posiciones nacen del hartazgo por el inmovilismo de los estamentos institucionales encargados de aplicar la ley. No todos los expedientes penales tienen la misma velocidad, marchan lentos o rápidos según el tiempo político y la cara del cliente.
Probablemente, en los tiempos que vienen se perfeccionarán los medicamentos para combatir el coronavirus y se hallará una vacuna para prevenirlo. El virus del odio social no parece que vaya a correr la misma suerte.
¡Doctorazooo! El vozarrón inconfundible me sacó de mis pensamientos mientras caminaba por la costanera. El sol comenzaba a entibiar la fría mañana de un mes de julio de quince años atrás.
¡Doctorazooo! No podía ser otro que Manuel, esa magnífica persona que había conocido cinco años antes en la Municipalidad. Yo ingresaba como funcionario y él trabajaba ya como personal de servicio de la oficina.
Se agolparon mis recuerdos. Manuel era un tipazo, bastante callado, servicial y con un algo que lo destacaba: la serena dignidad que trasuntaba en sus actos, en sus palabras, en sus silencios. Calmo, con esa calma que sólo pueden tener los que están en paz consigo mismo y con los demás.
Me di vuelta y le estreché la mano. Estaba montado en una bicicleta “aerodinámica”, llena de adornos y espejos. Al frente una canasta: ¡Tengo los mejores chipás de Corrientes! Mientras me comía uno, me contó que no le habían renovado el contrato municipal y que, desde hacía tres años, se dedica a hacer y vender esa delicia correntina, mientras su mujer quedaba con sus tres hijos, atendiendo su pequeño kiosko en la casa de barrio.
Hasta ahora, lo volví a ver varias veces, siempre sorprendiéndome con sus chipás y sus ¡doctorazooo! Debo confesar que ésto era lo único que me irritaba un poco de Manuel, ese grito que ponía mi título en evidencia. Pero bueno, así era Manuel.
Ayer recibí un whatsapp de él, estaba en problemas, quería hablar conmigo. Llamada de por medio, me contó que tenía una lista de clientes y que a través del chat recibía pedidos y los llevaba a la casa de cada uno en su bicicleta. Era “su” manera de esquivarle al hambre en tiempos de cuarentena.
Pero que hacía una semana le habían secuestrado su bicicleta, su “aerodinámica” bicicleta, por violar la cuarentena, mientras hacía su reparto. Me contó que ya lo habían advertido con anterioridad, pero que no le quedaba otra.
Por primera vez en veinte años, Manuel me pedía algo: un préstamo para comprar los insumos para fabricar sus chipas. Los iba a repartir caminando, me respondió cuando lo interrogué. Pero Manuel, ¿no pediste el subsidio del gobierno?, te corresponde, le dije. ¡Eso nunca fue para mí! me contestó luego de un largo silencio.
Hasta entonces, pensaba que el virus era socialista, atacaba por igual a ricos y pobres. Pero, en realidad, la cuarentena no. En mi aislamiento, yo lucho contra el aburrimiento. Manuel, en cambio, luchaba contra el hambre, luchaba por seguir manteniendo su dignidad como en tiempos normales, vivir sin pedir nada a nadie. Y ello significaba salir a vender sus chipás.
Sin pensarlo un instante más, tomé la bicicleta de uno de mis nietos, la cargué en el auto, y me llegué hasta la casa de Manuel (esquivando controles). No quería aceptarla, se lo impuse, junto a unos pesos para los insumos.
¿Qué iba a hacer? Me estaba convirtiendo en cómplice de Manuel por violación de la cuarentena. ¿Me iría a entender el juez cuando se lo explicara?
No me importaba. Estaba cumpliendo con mi conciencia: ¡una bicicleta para Manuel!
EN HOMENAJE A TODOS LOS MANUELES, QUE SON MUCHOS.
Un mes es un tiempo suficiente para realizar un control de daños en este tiempo de aislamiento obligado por el silente enemigo. Seguramente en el haber estarán la vida y la salud, nada menos; en la resta las penurias de los impedidos de trabajar.
Pero al control de daños lo quiero inmaterial, aquello que hemos perdido, que postergamos, que nos ha dañado o que extrañamos, aquello que nos ha afectado el ánimo, pequeñas cosas de todos los días o, más profundamente, otras que nos están dejando marcada el alma.
Y comienzo:
Me están faltando varios cafés con chipas como ritual diario con mi compañera de vida, la charla con los mozos y mozas, el regreso divertido con mis nietos de la escuela, el saludo a la distancia con el cobrador del estacionamiento medido, con mi amiga sentadita en su kiosco de revistas, y con el sereno nocturno de mi cuadra.
Me entristece la lejanía de los seres queridos, a los que quisiera haber podido visitar más, abrazar más, besar más, aunque ello lo compenso con mis afectos más cercanos, los que comparten conmigo la cuarentena, me apoyan cuando decaigo, atienden mis diarias necesidades, disimulan mis miserias, afrontan mis impaciencias.
He perdido bastante en este trance de la vida, tanto como todos, algo así como cuatro mil abrazos, otros tantos besos, unas cuantas disculpas, varios cientos de saludos, muchos amaneceres frescos y atardeceres rojos.
Extraño secarme el sudor de los soles de marzo o la piel erizada con los fríos tempranos, esas corridas bajo la lluvia sorpresiva, comprarle el paraguas al vendedor callejero, lustrarme los zapatos en el cajoncito.
Añoro extraviar la mirada en la lejanía, sumar los containers en las barcazas que surcan el río, cansarme con el infatigable ir y venir de los vehículos sobre el puente, sentir el olor del chipá o la torta frita de los vendedores, saludar a los barrenderos municipales, admirar el trabajo de los artesanos.
No he podido internarme en las ferias callejeras, buscar precios en el super, apresurarme a cruzar la calle para ganarle al semáforo, esquivar los pozos perennes de nuestras veredas, visitar a mi dentista para completar el tratamiento, hablar con mi vecino en la cola del cajero.
Nos quedan también culpas colectivas, daños en el alma que debemos asumir: la puerta que no le abrimos al necesitado, el plato de comida que negamos al que tenía hambre, o el agua que no le dimos al que tenía sed, nuestra pasividad con el médico o la enfermera escrachados por su trabajo, los aplausos hipócritas que les dimos en nuestros balcones que no se reflejaron verdaderamente en nuestros corazones.
Definitivamente, estoy empachado de tecnología y hambriento del contacto directo. La cuarentena me convenció que con las redes sociales no lograremos nunca suplir nuestras carencias afectivas, que la amistad no se mide en likes, que el amor no circula en la red y que el millón de amigos no se alcanza aumentando los usuarios.
También la cuarentena me enseñó que los abrazos que no damos son abrazos que se pierden, que el buen día, el gracias, el disculpe, son inversiones en el banco de la vida; que el caminar sin rumbo, conversar sin propósito, reír sin vergüenza, constituyen la parte principal de la existencia.
Me he dado cuenta que la libertad no es un insumo de segundo orden en la escala de los valores humanos, que es tan importante la libertad para vivir como la libertad para morir, que la salud no debe pagarse nunca con monedas de libertad ni con billetes de dignidad.
He aprendido que, viviendo, se puede morir cuando se muere el alma, y que se envejece sólo cuando el espíritu de vuelve viejo, no antes, nunca antes.
El día que cumplamos la condena, que salgamos libres de todo encierro, de toda esclavitud, de toda protección mal entendida, el día que definitivamente abramos las puertas que permanecieron cerradas por ese virus inasible que como el viento se cuela en las rendijas, ese día sabremos si fuimos capaces de aprender de las experiencias vividas.
Y ese mismo día, querido lector, cuando nos encontremos en la calle, quiero que me recuerdes el abrazo que te debo y el que tú me debes.
“El derecho es en realidad el derecho de hacer morir o dejar vivir”
Michel Foucault
Si algún lado positivo puede encontrársele al coronavirus, ése es el de haber logrado bajar al ser humano de su palmera de omnipotencia.
Demostró que nuestro derroche de tecnología, consumo y dinero no son fundamento suficiente para sostener triunfante una civilización presuntuosa, que se ufana de sus propios logros sin mirar para los costados, menos aún para atrás.
Un gigante con pies de barro, que continúa rompiendo las barreras de los progresos tecnológicos y científicos, pero que cae estrepitosamente cuando debe enfrentar situaciones que parecieran un remake de problemas de antaño que creíamos superados.
En este tiempo del poderío científico, nos damos cuenta de que quedamos inermes para la protección de un componente esencial de la existencia humana, la salud del cuerpo, cuando somos atacados por nuevas pandemias que nos retroceden a la vulnerabilidad de los tiempos de la edad media. Ayer fueron la viruela, la fiebre amarilla, la peste negra, la gripe española, hoy son el Sars, el Mers, el Covid–19 y otros tantos que regresan.
El primer interrogante es si los estados y los gobiernos actuaron responsablemente en la prevención, investigación e inversión en vacunas, medicamentos e infraestructura sanitaria, respecto a estos brotes potencialmente mortales. Es cierto, el avance de la ciencia hoy nos puede posibilitar en un futuro la cura y la vacuna, pero obviamente ya con muchos muertos en el debe.
La propia Organización Mundial de la Salud alertó en 2019 la posible declaración de una pandemia que podría matar a millones de personas. Bill Gates, en 2015, expresó: “Invertimos mucho dinero en evitar guerras nucleares, y muy poco en detener epidemias, no estamos preparados para una pandemia”.
Los sacrificados serían los ancianos, a los que se les dejaría morir ante la saturación de las unidades de cuidados intensivos, dando preeminencia a personas más jóvenes y con mejores posibilidades de sobrevivir. En una dramática declaración, el presidente del comité técnico–científico de la región italiana de Piamonte, dijo: “Queremos llegar lo más tarde posible al punto en el que tengamos que decidir quién vive y quién muere”.
La situación, aunque todavía potencial en la mayor parte del mundo, nos muestra el regreso a los tiempos de plantearse nuevamente el dilema ético de la vida y de la muerte, ése que atribuía al estado, al rey, al soberano empoderado por los dioses, el poder de decidir quién vive y quién muere.
Recurrimos a la obra del pensador francés Michel Foucault, “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, para desgranar algunos pensamientos.
La presión de lo biológico sobre lo histórico fue extremadamente fuerte en tiempos que el hambre y las epidemias hacían estragos en la población. De allí nació el concepto fundamental de la “biopolítica”, una asignatura que intenta desentrañar la existencia, y en tal caso el alcance, de la potestad del estado ante la vida y la muerte.
Foucault acuñó dos fórmulas que distinguían la soberanía (poder del soberano) de la biopolítica. La primera se aplica sobre la potestad del estado como derecho de “hacer morir y dejar vivir”, en cambio el ejercicio biopolítico del poder como “hacer vivir y dejar morir”.
De hecho, decía, la soberanía no se ejerce sobre la vida y la muerte biológicamente consideradas, sino sobre el “derecho” de vida y de muerte: “el principio de poder matar para poder vivir se ha vuelto un principio de estrategia de los estados”.
Pasó el tiempo y parecía que la muerte dejó de hostigar directamente a la vida, como antaño, lo biológico ya no formó parte esencial de lo histórico, el hecho de vivir ya dejó de ser un albur que sólo emergía de tanto en tanto en el azar de la muerte y su fatalidad. Lo biológico ya no presionó sobre el poder del estado para promover políticas públicas sobre la vida y la muerte.
Pero el coronavirus trajo de vuelta el dilema filosófico esencial: ¿tiene el hombre potestad para administrar la vida y la muerte de sus congéneres? ¿puede jugar a ser dios y decidir quién vive y quién muere?
Ello, y no otra cosa, es lo planteado por el presidente del comité técnico–científico de Piamonte: dejar en mano de la burocracia, llámense organizaciones públicas, reunión de expertos, autoridades, científicos, el trazar la raya etaria entre los que viven y los que mueren.
En tiempos primitivos, en los que no existía la organización común, regía la “ley de la selva”, el derecho sin estado, que imponía una selección natural a través del ejercicio de la fuerza. Para impedir ello y establecer normas de convivencia nació el estado.
Hoy, ante la posible decisión de dejar morir a los mayores de 80 años en el supuesto de tener que optar ante la insuficiencia de recursos sanitarios, volveríamos a la ley del más fuerte, que condena a los eslabones más débiles de la cadena, los mayores, a sufrir el peor de los castigos: la muerte por desatención.
La vida y la muerte son hechos naturales. Vivir y morir son derechos humanos inalienables de las personas, que la burocracia del estado no puede ni debe interferir negativamente en su desarrollo autónomo.
A nadie, repito a nadie, le fue atribuida la potestad de establecer un orden sobre el valor de cada vida. La vida es un bien individual, un bien con la misma trascendencia para cada quién, no un componente social cuyo peso axiológico pueda medirse con la vara del utilitarismo o de la cronología.
Me preguntó un médico: si tuviera un solo respirador y dos pacientes que lo necesiten, un anciano y un joven, ¿a quién se lo daría? como presuponiendo que debería dárselo al joven. Le respondí con otra pregunta: si en el mismo supuesto de un solo respirador, uno tuviera 20 años y el otro 30, ¿a quién se lo daría Ud.?
Ante la posibilidad de la saturación de los servicios sanitarios, hay que advertir desde ya que no existe norma constitucional alguna que faculte a la autoridad para oficiar de dios en la tierra, menos aún la de establecer parámetros de preeminencia sobre los que tienen el derecho de utilizar los respiradores o las instalaciones de terapia intensiva por sobre otros.
En su versión de 1566, el catecismo romano decía que Dios había confiado a las autoridades civiles el poder “sobre la vida y la muerte”. Hoy, eso es historia, lo repite el propio Francisco. Por ello, es necesario la palabra de la Iglesia, para que aquí, en Italia, o en cualquier parte del mundo, los mayores estén condenados.
El paroxismo sobre el poder disciplinario de intervenir en el proceso natural de la vida y la muerte parece regresar. Que el hombre no discrimine allí donde Dios no lo hace.
“Y la gente se quedó en casa/y leyó libros y escuchó/y descansó y se ejercitó/e hizo arte y jugó/y aprendió nuevas formas de ser ”
Kitty O´Meara, En tiempos de pandemia
El texto del comienzo es un poema escrito días pasados por una maestra estadounidense y publicado en su blog. Rápidamente se difundió en las redes, aunque como una antífona gregoriana del año 1800, cuando una epidemia de fiebre amarilla dejó cientos de miles de muertos. Es que, más de doscientos años es mucho si de tecnología y comunicaciones hablamos, pero es nada cuando debemos enfrentar enfermedades generalizadas que dejan casi inerme a la humanidad.
El coronavirus o Covid–19 no es la epidemia más letal, sí la de mayor velocidad de trasmisión. En tiempos de globalización, no necesitó de las redes sociales para expandirse exponencialmente, tampoco del mosquito. Sólo tuvo que subirse como polizonte a los aviones que surcan el mundo, y, enancado en las humedades de los viajeros, encontró su zona de confort del norte al sur, del este al oeste, en todo el planeta.
Tiene ideología, aunque fue cambiando. Primero lo veíamos lejos, en el insondable comunismo capitalista de China, que por su falta de libertad de expresión nos impidió conocerlo a tiempo en su real dimensión.
Enseguida se hizo pudiente y elitista al viajar casi solapadamente en aviones y cruceros, y, al llegar a cada país, se convirtió en popular y masivo, sin discriminar entre pudientes con capacidad económica para pagarse viajes al exterior, de aquellos ciudadanos que apenas subsisten, o, porque no decirlo, de esos otros cuya vida transcurre entre fecha y fecha de cobro del subsidio.
No tiene pasaporte propio, no se presenta a las autoridades migratorias para trasponer aduanas, utiliza los documentos de viaje de sus huéspedes, con los que ingresa sin ser visto entre los huecos pegajosos de sus humedades.
Eso sí, no es nacionalista a ultranza, no le gustan las fronteras, es cultor fanático de la globalización, eso le permite con mayor disimulo transitar el mundo, aunque cuando encuentra un país con laxitud en sus autoridades e idiotez en sus habitantes, no pasa sólo de turista, se queda a vivir como uno más de los nacionales.
Circula invisible, no por timidez o falsa vergüenza, sino para poder socializar con la estupidez humana con mayor fluidez y desde el anonimato, con el cual se siente a sus anchas. Es astuto, esconde su histrionismo, se mantiene primero expectante, estudia los comportamientos, para luego asaltar con virulencia allí dónde advierte un flanco en el comportamiento social.
No se lleva bien con las personas responsables, prudentes, normales, pero sabe que se puede llegar a ellas por medio de los otros humanos, sus verdaderos amigos, los irresponsables, los imprudentes, los necios.
No es improvisado, ni tan siquiera espontáneo, tiene un plan de acción perfectamente presupuestado. Estudia el país, sus autoridades, sus habitantes, y, aunque no le haga asco a nada ni a nadie, despliega todas sus fuerzas allí dónde los confiados superan a los prevenidos.
Conoce cada país, su desarrollo, su infraestructura sanitaria, su impronta social y, sobre todo, el comportamiento de sus autoridades.
Supo jugar con la hospitalidad italiana y española, advirtió autoridades desatentas y, en gran parte, se metió hasta el hueso aprovechando el factor sorpresa.
Les dio un tiempo más a las Américas, no mucho más. Pero se quedó observando desde la vieja Europa, lo que hacían esos países, sus gobiernos, sus habitantes.
Se entusiasmó con el “laissez faire” de Trump en Estados Unidos, de López Obrador en México, de Bolsonaro en Brasil, y se relamió pensando en lo populoso de esas naciones, con grandes ciudades de gentes apiñadas. Prepara su ataque masivo.
Se lamentó que en Argentina gobernara Fernández. Hubiera sido más fácil con la soberbia de Cristina o con la lentitud de Macri, al que le pareció mejor el sistema inglés de Boris Johnson (hoy enfermo), que en plena pandemia anunció el relanzamiento comercial a nivel mundial del Reino Unido post–brexitiano.
Ya lo tiene todo fríamente calculado: si no mata por enfermedad, mata por miseria. Le ha presentado al mundo un dilema de hierro: salud o bienestar económico. O nos protegemos paralizando las actividades (incluyendo las económicas) o seguimos persiguiendo la prosperidad, aunque cuesten vidas.
No es partidario del secretismo, expone lo mejor y lo peor de las personas y de las sociedades, sus bondades y sus miserias, sus carencias y sus virtudes.
Pero, a decir verdad, no todo está bajo control para el coronavirus. La Argentina lo tiene un poco desorientado, en realidad los argentinos.
A la par de advertir la valentía de su personal sanitario que se juega la vida todos los días, de sus recolectores de residuos, empleados en casas de alimentos, fuerzas de seguridad, y tantas otras actividades, sabe también que con ellos conviven personas a los les importa nada la vida del prójimo y, en su necedad, exponen una conducta altamente antisocial, desentendida o directamente hipócrita.
No pasó por alto, la cola de autos para ir a los lugares de vacaciones, tampoco los viajeros regresados que no cumplen con las normas elementales de aislamiento, menos aún las figuras públicas que, utilizando la mentira, pretendieron disimular su doble estándar moral. Allí encontró campo fértil.
Pero, también está un poco desconcertado con los argentinos, pues la mayoría se manifestó prudente y solidario, lo que dificulta de sobremanera su tarea.
Su consuelo es que pudo fomentar el federalismo. Nunca antes las autoridades provinciales y municipales se manejaron con tanta libertad para planificar y ejecutar medidas, aunque muchas de ellas sean desconcertantes: municipios y provincias que cierran sus límites o regulan horarios comerciales que favorecen la concentración en lugar de la dispersión de clientes. Por lo menos, el federalismo no le hace fácil al virus, que ya está elaborando un GPS para avanzar por distintos puntos de la geografía argentina.
Pero, lo que no estaba en sus cálculos es el renacimiento de una virtud que se creía terminada en el alma de la humanidad: la solidaridad, la verdadera, la única receta que servirá para acabarlo. Me cuido yo y lo cuido a mi prójimo, estoy aislado físicamente, pero estoy contigo moral y sentimentalmente.
Ruega con fervor que su presencia sólo genere una reacción, pero no un verdadero cambio en la humanidad, porque si se termina el individualismo egoísta y el hombre baja definitivamente de su palmera de omnipotencia, sus días estarán contados.
Observa que ya no estamos viviendo en el tiempo del “hasta luego”, sino del “cuídate”. Y por eso, sólo por eso, tal vez el futuro ya no sea el mismo. Está preocupado ante la posibilidad que los humanos se vuelvan realmente humanos.
“Nostalgias de las cosas que han pasado/arena que la vida se llevó/pesadumbre de barrios que han cambiado/y amargura del sueño que murió”
Sur (tango), letra de Homero Manzi
El gobierno argentino se ha puesto la situación al hombro y, con más virtudes que errores, está al frente de la batalla. Un signo político, el kirchnerismo, que construyó su genética con el modo adversarial de conducirse en el campo político, parece ha bajado intensidad. Lo propio sucede con la oposición.
Ahora bien, cuando pase este verdadero terremoto existencial, cuando transcurran uno, dos, diez años ¿quedará en nosotros alguna enseñanza?, ¿nos habremos transformado en mejores personas, más solidarios, menos egoístas, la humanidad cambiará para siempre?, ¿cómo serán los gobiernos?
Dejando de lado las versiones conspirativas, las interpretaciones apocalípticas del castigo divino, de la venganza de la naturaleza, las predicciones mágicas de gurúes de distinto pelaje, flota en el ambiente una sensación que, luego de la pandemia, nada será igual, que el mundo cambiará definitivamente, para mejor.
¿Será ello posible? Para desentrañar el dilema, la filosofía nos puede resultar de gran utilidad, cuando analiza la naturaleza humana y se interroga acerca de si el hombre es bueno o malo en su estado natural.
Para Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, el ser humano es malo por naturaleza, de modo que para poder convivir se necesita un poder absoluto, una autoridad (el leviatán, el estado), que controle el natural impulso agresivo que surge de su motivación egoísta.
Jean Jacques Rousseau, filósofo suizo francés del siglo XVIII, en cambio opinaba que el hombre es bueno por naturaleza, y que es la sociedad la que despierta su agresividad con la creación de la propiedad, la competencia y la envidia.
Sigmund Freud, dice que el hombre está guiado por dos instintos básicos: eros y tanatos (amor y muerte), todas nuestras conductas tienen alguna de ambas motivaciones. Erich Fromm, por su parte, no cree que exista una condición humana natural, ya que somos una mezcla de instinto animal y de racionalidad.
La respuesta del futuro humano luego del coronavirus, creo la encontraríamos en los ejemplos que la historia nos suministra, los que nos acercan más al hombre que no aprende de sus propios errores, que al ser humano volviendo a su estado natural de bondad.
Terminada la primera guerra mundial en 1918, la terrible pandemia de gripe española que dejó tantas víctimas no impidió, sin embargo, que poco más de veinte años después casi toda la humanidad se embarcara en una segunda guerra mundial con millones de muertos y el mayor genocidio conocido. No habíamos aprendido nada, rápido olvidamos los juramentos, los lamentos, los propósitos de enmienda.
Tengo por cierto que la solidaridad no es un hecho de la naturaleza, no somos solidarios como somos mamíferos, porque si así fuera, no podríamos dejar de ser una cosa u otra sin dejar de ser lo que somos. La solidaridad es una aspiración moral que se conquista todos los días, y para practicarla influye un componente volitivo esencial: somos solidarios en ocasiones porque queremos serlo, porque nos conmueve una situación particular, una persona, una necesidad, pero la solidaridad no forma parte de la naturaleza humana tal como el hecho de ser mamíferos.
No es lo mismo, hoy, la solidaridad que la caridad. La caridad es voluntaria, la solidaridad ha devenido en un concepto inherente a la existencia del estado de bienestar. Obviamente, la solidaridad se desnaturaliza cuando las cargas no son proporcionales, o cuando los que manejan el estado la utilizan como instrumento de su propia demagogia.
La progresividad impositiva y la redistribución de los ingresos, traducida en que los más tienen más aportan, para que los que tienen poco y nada accedan a las fuentes mínimas de dignidad humana, tienen el componente de obligatoriedad legal.
Entonces, no soy solidario por propia voluntad, lo soy porque el estado me lo impone. El resto es caridad, y con ella no alcanza, sobre todo en tiempos de pandemia. El propio aislamiento social es una medida de solidaridad obligatoria impuesta por el estado.
El terror, el miedo, el pánico, la sensación de estar ante una situación de grave de inminente peligro, la cercanía de la muerte, son poderosos estímulos para cambiar la conducta presente del hombre, más no su naturaleza.
Superado este trance dramático, creo que las aguas volverán a su lugar y la conducta humana se internará en los cauces de su propia falibilidad, de su egoísmo. La mirada externada recuperar su ensimismamiento, la memoria ira palideciendo con el tiempo, y las prácticas volverán a la normalidad. Sólo los santos, si es que los hay, consolidan un sentimiento diferente en sus corazones.
Desde el punto de vista material, el fin de la pandemia seguramente nos verá más pobres en términos generales, y se profundizará la brecha entre los extremos de riqueza y pobreza, es decir habrá mayor desigualdad en el mundo, lo que no resultaría raro, porque antes de la pandemia hacia allí evolucionábamos.
Pero, así como el orbe retornará a su cauce tarde o temprano, no sin antes soportar una estela de sufrimiento y muerte, a riesgo de parecer fatalista creo que existencialmente el hombre retomará los parámetros de su propia condición.
“La vida hay que tomarla con amor y con humor. Con amor para comprenderla y con humor para soportarla”
Anónimo
Sin dudas que la pandemia por Covid–19 está trayendo al mundo situaciones dramáticas de enfermedad y de muerte. Es, podríamos decir, la cara “A” de la lucha que la humanidad emprende para enfrentar a este virus silencioso, invisible, invasivo, inasible.
Pero hay también otra cara, u otra mirada, que podríamos llamar el lado “B” de la pandemia, ésa que nos ha hecho modificar nuestro ritmo de vida y generado nuevos hábitos, nuevas formas de vida, de relacionamiento, de sentimientos y de actitudes que en muchos casos pueden ser vistos por el lado del humor.
Desde ese ángulo, con la pretensa intención de sacar alguna sonrisa o dar una mirada desdramatizada de la situación, describiré un día de cuarentena con algo parecido a lo que yo vivo. Allí va:
“Otra vez me desperté temprano, cuando todavía era de noche: ¿cosa de viejos o de esta cuarentena que te tiene todo el día descansando? Había tenido pesadillas, soñé con miles de manos y gotas humanas que intentaban tocarme la cara ¡vade retro! Me volví a dormir y me despertó la luz del sol que entraba por la ventana, eran las ocho de la mañana.
¡Qué suerte! –dije para mis adentros– ¡hoy es domingo! Me gustaba hacer asado, lo único que se cocinar, dicho sea de paso. El rito del asador es siempre entretenido.
Me senté en la cama apoyando los pies en el suelo, obviamente el despertador (que palabra antigua) no había sonado, porque es domingo, se duerme hasta que no haya más sueño.
Tomé mi celular y, ¡vaya que idiota!, la pantalla indicaba que hoy es jueves, y que el silencio ciudadano –vivo en el centro– no es por el día dominical sino por la cuarentena.
Fui al baño, apoyé el codo contra el picaporte de la puerta, y de espaldas la empujé con la cola para que se abriera. El modesto codo –pensé– no sólo sirve para doblar el brazo, ahora también para saludar, abrir la puerta, encender la luz, esconder el estornudo.
Enjuagué mis manos abundantemente con agua, luego las enjaboné de modo cuidadoso, los dedos de una mano por encima de la otra, frotando con detalle, las palmas restregadas hasta el cansancio, y terminé el rito enjuagando largamente. Nunca antes me había lavado tanto y tan bien las manos. Quizás antes me faltaba higiene.
Cuando quise sentarme para desayunar me paró en seco mi esposa, expresándome que acababa de limpiar todo con lavandina y que faltaba enjuagar. Mientras esperaba, me ocupé de repasar el celular con una tohallita húmeda.
Saboreaba el café de la mañana, y, a la par, en estos tiempos de la cibernética, manipulaba mi celular. Lo primero que hice es ingresar a la aplicación correspondiente para actualizar las cifras. Las cifras de infectados, fallecidos y recuperados. Lo que vi no mejoraría mi día, seguramente.
Para colmo, con esta nueva manera de trasmitir desde casa, la televisión no dejaba de entrevistar médicos, funcionarios, corresponsales, que hablaban todos del tema que monopoliza este instante interminable de la vida humana.
Eran las diez de la mañana, con hambre abrí la puerta de la heladera para ver que podía picar. No había nada “ligth”, a esa hora no podía comerme la milanesa que había sobrado de la noche anterior. ¡Tendríamos que comprar manzanas! –le dije a mi mujer–, para calmar mi repetido apetito, pero también mi conciencia.
Sonó el timbre y tronó una voz en el portero eléctrico: ¡cartero! Cómo si hubiera escuchado al diablo, me pregunté: ¿Trabajan los carteros? Apenas entreabrí la puerta, recibí con la punta de los dedos la encomienda, saqué el brazo para firmar la recepción y me bañé en lavandina y alcohol en gel, rociando el paquete recibido con abundante del 70/30.
