12,99 €
Alma es una joven marcada por una infancia difícil, llena de carencias afectivas, heridas emocionales y situaciones de abandono que moldearon su carácter en silencio. Desde pequeña aprendió a sobrevivir, a callar lo que dolía y a hacerse fuerte incluso cuando todo dentro de ella pedía rendirse. Sin embargo, a lo largo de los años, comenzó a gestarse en su interior una fuerza más profunda: el deseo de sanar y transformar su vida. En los primeros capítulos, se muestra su mundo interior y las condiciones externas que enfrenta: un trabajo doméstico en casa de Teresa, una mujer exigente pero generosa que le dio una oportunidad cuando nadie más lo hizo. Aunque la rutina era dura, Alma empezó a encontrar espacios para sí misma, especialmente en la biblioteca de la casa, donde los libros y el silencio se convirtieron en sus refugios. A lo largo de la historia, se va abriendo paso a una nueva etapa: la del autoconocimiento, el deseo de estudiar Psicología y comprender su propia historia para ayudar a otros. Este deseo se manifiesta con más claridad cuando postula a una beca universitaria, lo que representa no solo un sueño académico, sino la esperanza de una vida diferente, más plena, más suya. El libro muestra también cómo Alma va construyendo vínculos genuinos con personas que, como ella, luchan por salir adelante: Gabriela y Claudio, sus compañeros de clases, con quienes forma un lazo de amistad, contención y apoyo mutuo. Estas relaciones son fundamentales en su proceso de transformación, porque por primera vez en mucho tiempo, Alma siente que no está sola. se produce un punto de inflexión: recibe la noticia de que fue seleccionada para la beca. Ese día, ese instante, marca el comienzo de un nuevo camino. Lo celebra con sus amigos, y en esa noche de alegría y conexión verdadera, se da cuenta de que no solo ha conseguido una oportunidad académica, sino algo mucho más grande: un sentimiento de pertenencia, fe en sí misma y la certeza de que su historia no termina en el dolor. Este libro es una travesía emocional y espiritual, un viaje de regreso al alma, donde cada capítulo representa un paso en el proceso de sanación, empoderamiento y renacimiento.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 139
Veröffentlichungsjahr: 2025
FERNANDA KREUZBURG
Kreuzburg, Fernanda Abraza tu luz, el poder para sanar está en tu interior / Fernanda Kreuzburg. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6601-0
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción - Recordar quiénes somos
El ruido que nadie escucha
Donde no hay lugar para mí
Una voz que despierta
El arte de transformar el dolor
Las decisiones que no se eligen
La casa de los silencios
El lenguaje de lo que no se dice
El cuarto secreto
La conexión inesperada
Ecos en la casa grande
Respirar el alma
El corazón sabe el camino
Perdonar también es sanar
La luz que no se apaga
Cuando el silencio duele
Querida madre
Palabras que despiertan
Voces que inspiran
Nuevos lazos
Caminos abiertos
Semillas de amor propio
El ritual del alma
La voz del alma
El hogar dentro de mí
Primer paso
Sembrar con fe
Nuevas raíces
El poder invisible
Cuando el alma se enfría
El día que todo cambió
El comienzo de un sueño
Nuevos comienzos, nuevas conexiones
Días sin pausa
Donde el alma toca el alma
Vacaciones del alma
Sol en la piel, paz en el alma
El poder está en tu interior
Los primeros pasos de Alma como psicóloga
El renacer de Alma
A lo largo de la vida, transitamos por experiencias que nos sumergen en la luz y en la sombra. Venimos a esta tierra a aprender y a crecer en nivel de conciencia. Tal vez venimos a soltar el apego, a cultivar la tolerancia, a desarrollar la empatía. Cada ser humano tiene su propio camino, sus propios aprendizajes.
Al encarnar en este mundo, lo hacemos bajo la ley del olvido. No recordamos quiénes somos realmente, de dónde venimos ni hacia dónde vamos. Por eso, a veces nos perdemos. Nos sentimos solos, no queridos, no aceptados. Y sin embargo, es precisamente en esos momentos de sombra donde comenzamos a reencontrar la luz que llevamos dentro. Porque esa luz nunca se apaga; solo espera ser recordada.
Cuando conectamos con esa chispa interior, comprendemos que no somos solo un cuerpo: somos alma, somos espíritu. Cada experiencia, por dolorosa o confusa que parezca, nos muestra una parte de nosotros mismos. Cada persona que conocemos, cada situación que vivimos es un maestro. Nada ocurre por casualidad.
Recuerdo que cuando era niña y asistía al colegio en jornada completa, pasaba horas sintiéndome atrapada. No podía salir, y al mirar por la ventana sentía que mi luz se apagaba poco a poco. Aquel sentimiento de encierro no era solo físico, era también espiritual. Pero fue también una señal, un llamado a mirar hacia adentro.
Todos tenemos una misión en esta vida. No tiene por qué ser grandiosa o pública. Puede ser formar una familia con amor, construir con las manos, sanar a otros, o simplemente vivir con conciencia. Cada misión es sagrada. Cada alma, necesaria.
El mundo que nos rodea es un espejo. La casa en la que vivimos, las amistades que nos acompañan, la pareja, el trabajo, incluso nuestra economía... todo refleja nuestro estado interior. Si repetimos patrones, si atraemos relaciones que nos hieren o nos sentimos poco valorados, es porque hay aspectos internos que claman por ser sanados.
Por eso es tan importante conectar con nuestras emociones, con nuestra alma, con nuestro niño interior. Solo al mirarnos de verdad podremos comenzar el viaje de regreso a nosotros mismos. Este libro es ese viaje. Es el relato de una mujer que, desde el dolor, el silencio y la búsqueda, comienza a recordar quién es.
Y tal vez, en estas páginas, tú también empieces a recordarlo.
Ella se llamaba Alma. Aunque no siempre supo que tenía una.
Creció en una casa donde los gritos eran más frecuentes que las risas. Donde las puertas se cerraban de golpe, los platos se rompían, y el silencio, ese silencio espeso que venía después de cada pelea, la dejaba temblando por dentro.
Su madre no sabía cómo amar. O quizás lo había olvidado. La violencia era su idioma. La frustración, su alimento. Alma se acostumbró a los malos tratos. Cada vez que su madre era cruel, o indiferente con ella, algo en su interior se apagaba un poco más. A veces pensaba que, si se hacía más pequeña, más callada, más invisible, tal vez dejaría de enfurecerla.
Pero no importaba cuánto lo intentara. Siempre había algo mal en ella. Siempre era “demasiado” o “insuficiente”.
Su padre había abandonado a su madre cuando ella era muy pequeña. Tan pequeña, que no guardaba ni un recuerdo de él. No sabía cómo era su voz, ni el color de sus ojos. No sabía si algún día la había sostenido en brazos o si alguna vez pensó en ella después de irse. Creció con ese vacío, con la ausencia de una figura que nunca llegó a ocupar un lugar real en su vida. Y, a veces, dolía más no haber tenido nada que haber perdido algo.
Afuera, la vida parecía seguir su curso, ajena a su silencio. Alma observaba desde la distancia a las niñas del barrio, que jugaban en la calle con ropa limpia y colorida que parecía brillar bajo el sol. Reían a carcajadas, compartían secretos susurrados, se mecían en los columpios y disfrutaban helados que sus madres les compraban. Esa alegría sencilla, hecha de caricias y juegos, era un refugio al que Alma nunca fue invitada. Ella las miraba desde la acera opuesta, sintiendo en el pecho un frío profundo, el peso invisible de la distancia y el anhelo de pertenecer a ese mundo de luz y cuidado del que siempre estuvo excluida.
Por las noches, se acurrucaba en su cama con una almohada vieja entre los brazos, como si fuera alguien que pudiera consolarla. A veces lloraba en silencio, otras veces solo miraba el techo, deseando ser otra persona. O desaparecer.
En la escuela, era una sombra más entre los pasillos fríos y las aulas ruidosas. Llevaba siempre el cabello enmarañado, como si nadie jamás le hubiera enseñado a peinarlo. Su ropa, demasiado grande o gastada, hablaba en silencio de carencias que los demás preferían no ver.
Los otros niños la miraban con extrañeza, como si su tristeza fuera contagiosa. No la molestaban, pero tampoco la incluían. Era como si su presencia incomodara, como si fuera más fácil hacer como que no estaba. Así como en su casa, Alma intentaba pasar inadvertida. No hacer ruido. No molestar. Ser invisible, era su manera de protegerse.
Pasaba los recreos sola, sentada en una esquina del patio, mirando a los demás jugar. A veces imaginaba que alguien se le acercaba y le decía “¿quieres jugar conmigo?”, pero eso nunca pasaba. La soledad se volvió su única compañera, y en ella aprendió a inventarse mundos para escapar del dolor.
A pesar de todo, había en Alma una sensibilidad callada, una mirada profunda que veía más de lo que parecía. Era como si, en medio de todo ese abandono, algo en su interior hubiera decidido no apagarse del todo. Observaba a las personas, a los árboles, a los animales. Le fascinaban los colores del cielo, la forma en que el viento movía las hojas, los ojos tristes de los perros callejeros. Tal vez porque veía en ellos el mismo abandono que sentía dentro de sí.
No hablaba mucho, pero pensaba mucho. Y aunque no lo sabía, ya estaba empezando a desarrollar una fuerza silenciosa. La misma que, con los años, la ayudaría a levantarse. A reconstruirse.
Porque incluso en la infancia más dura, hay un rincón donde la esperanza se refugia. Y en Alma, ese rincón era pequeño, pero resistente.
La casa donde Alma creció era humilde. Tenía apenas dos piezas, una cocina pequeña y un baño que solía tener goteras en invierno. Las paredes eran de ladrillo pintado de blanco, aunque ya amarillentas por el paso del tiempo. El suelo de cemento frío.
Vivía allí con su madre, una mujer de manos agrietadas y mirada cansada, que trabajaba como asesora del hogar en una casa donde apenas le pagaban lo justo para sobrevivir. Su jornada comenzaba desde temprano y regresaba cuando el sol ya había caído. Siempre volvía con el cuerpo agotado y los pies hinchados. A veces con las manos heridas por los productos de limpieza, a veces con el corazón herido por las palabras que no se decía.
Alma, por su parte, salía del colegio y volvía a casa directo. Hacía sus tareas, sentada en la mesa del comedor mientras escuchaba el ruido lejano de la calle. Siempre intentaba tener todo en orden antes de que su madre llegara: los platos limpios, el piso barrido, su mochila guardada. Pero nada parecía ser suficiente.
—¿Otra vez ese cuaderno tirado ahí? —decía la madre al cruzar la puerta—. ¿Cuántas veces te he dicho que quiero todo limpio?
Alma apenas alcanzaba a responder, cuando ya recibía un golpe en el brazo o un tirón de pelo. Su madre no gritaba demasiado. Era una violencia silenciosa, seca. Como si con cada regaño estuviera descargando algo más profundo que el enojo: su frustración, su cansancio, su propia historia de heridas.
—Perdón, ya lo iba a guardar —susurraba Alma, agachando la cabeza.
—Siempre con lo mismo. Me haces quedar como una madre que no enseña nada —resoplaba la mujer, mientras dejaba su bolso sobre la silla y se desataba los zapatos.
La rutina se repetía como un reloj. Ella llegaba, regañaba, comían algo rápido —arroz con huevo, pan con té o lentejas recalentadas—, y luego se iba a dormir temprano, dejando a Alma sola en la sala, mirando la televisión bajita o escribiendo en su cuaderno secreto, el único lugar donde se sentía libre.
Una noche, mientras cenaban en silencio, Alma se atrevió a hablar.
—¿Por qué me pegas si no hice nada malo?
Su madre levantó la vista con los ojos enrojecidos. Por un instante, pareció que iba a responder con otro golpe, pero solo suspiró y miró hacia otro lado.
—Porque la vida cansa, hija. Porque uno llega con todo encima y ya no sabe qué hacer.
—Pero yo no tengo la culpa —dijo Alma, con voz temblorosa.
La madre no contestó. Se levantó, recogió su plato, lo lavó en silencio y se encerró en la pieza. Desde allí, a través de la puerta cerrada, se escuchó un llanto ahogado. Alma se quedó sentada, sola, sintiendo una mezcla de tristeza y compasión que no sabía cómo nombrar.
A veces, soñaba con otra casa. Una con flores en las ventanas y risas en los pasillos. Una donde no tuviera que esconderse para no ser golpeada. Una donde el amor no doliera.
Con los años, comprendió que su madre también había sido una niña rota, que no supo cómo amar de otra forma. Pero en ese momento, lo único que tenía era su soledad, sus preguntas, y una fuerza que nacía desde lo más hondo, como una chispa que se negaba a apagarse.
Pero la vida, a veces, lanza un pequeño hilo de luz en medio de la oscuridad.
Un día, en el colegio, llegó un profesor nuevo. Tenía ojos que sabían mirar, no solo ver. Su voz era serena y sus gestos transmitían cercanía. Fue asignado como profesor jefe del curso de Alma. Se llamaba Julián.
Desde el primer día, observó con atención. No solo tomaba lista, sino que leía gestos, silencios, maneras de sentarse y de evitar la mirada. Pronto notó que Alma siempre estaba sola. Que no levantaba la mano. Que parecía hacerse pequeña en su asiento, como si no quisiera molestar.
Julián no quiso ser uno más de los adultos que pasaban por su vida como sombras. Se tomó el tiempo. Sin hacer alarde ni llamar la atención, empezó a acercarse. Cada mañana, al ingresar al aula, le pedía que se sentara en el pupitre frente a su escritorio. Siempre con una sonrisa amable, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Además, le asignó un compañero especial: Claudio, el alumno más alegre de la clase. Un chico simpático, hablador, que siempre tenía una historia graciosa que contar. Así, cada mañana comenzaba con una pequeña conversación: del clima, de algún programa de televisión, de lo que habían hecho el fin de semana.
Para Alma esos minutos donde alguien se interesaba por ella, donde podía hablar sin miedo a una burla o a una crítica, eran como sorbos de agua en medio del desierto.
No hablaba mucho, pero Julián nunca la apuraba. Y cuando ella se animaba a decir algo, él la escuchaba con atención. No como quien espera una respuesta correcta, sino como quien escucha el alma de un niño herido.
Por primera vez, Alma sintió que su presencia no molestaba. Que alguien veía algo en ella que ni siquiera ella sabía que existía.
Un miércoles cualquiera, después de revisar un poema en clase, Julián propuso una actividad diferente.
—Quiero que, en grupos pequeños, escriban un poema entre todos. Uno que hable de lo que sienten al llegar a este colegio cada mañana. Puede ser gracioso, profundo, simbólico, lo que quieran —dijo mientras repartía hojas—. Solo una condición: tiene que ser honesto.
Julián se acercó al pupitre de Alma y Claudio, les sonrió y les entregó la hoja.
—Ustedes dos, equipo creativo. Sé que tienen algo interesante que decir.
Claudio, siempre entusiasta, empezó a garabatear ideas.
—¿Qué sientes tú cuando entras por la puerta del colegio? —le preguntó a Alma.
Ella dudó. Miró a Julián, que estaba a pocos metros, organizando al resto del curso. Cuando sus ojos se encontraron, él solo asintió suavemente con la cabeza. Como si le dijera: puedes confiar.
—A veces... siento que es el único lugar donde puedo respirar —dijo, en voz baja, sorprendida de haberlo dicho en voz alta.
Claudio la miró con seriedad por primera vez. Luego sonrió, esta vez sin burlas.
—Eso es bueno. Es un buen verso. Voy a escribirlo —dijo, y anotó:
“En la escuela respiro lo que en casa me falta”.
Julián se acercó en ese momento y leyó lo que llevaban escrito.
—Eso es hermoso, chicos. Muy real. ¿Ven lo que pasa cuando dejamos que el corazón escriba?
Alma bajó la mirada, pero una sonrisa tímida se dibujó en sus labios. Julián lo notó, y sin decir nada más, puso una mano sobre su hombro. Un gesto leve, firme, lleno de humanidad.
En ese momento, entre palabras compartidas y miradas sin juicio, Alma sintió algo nuevo: pertenencia.
Un lunes por la mañana, Julián entró al aula con una caja de cartón y una energía especial.
—A partir de hoy, los lunes van a tener algo diferente —anunció, dejando la caja sobre el escritorio—. Cada lunes, van a escribir un ensayo breve. Algo personal. Algo verdadero.
Los alumnos se miraron entre sí, algunos con curiosidad, otros con escepticismo.
—Hoy quiero que escriban sobre sus sueños. ¿Qué desean profundamente? No importa si parece imposible, lo importante es que sea sincero.
Alma bajó la mirada, su corazón palpitando. Soñar era algo que hacía en secreto, en sus cuadernos escondidos. Ahora, alguien le pedía que lo pusiera en palabras.
Tomó el lápiz y, como si sus dedos se soltaran, empezó a escribir. Las palabras salieron sin esfuerzo, como si llevasen tiempo esperando ese momento. En su ensayo escribió que deseaba una familia que la quisiera. Una madre que la abrazara cuando llegara del colegio, que la esperara con una taza de té caliente. Un padre que no fuera una sombra lejana, sino una presencia que la mirara con ternura.
Escribió que soñaba con una casa donde se sintiera cómoda. Una casa grande, como las que veía en la televisión, con sillones suaves, luces cálidas y una mesa donde todos rieran al comer juntos.
También escribió que deseaba tener amigos. Que a veces, en los recreos, se sentía invisible. Que soñaba con ser aceptada, con poder reír sin miedo, con no tener que fingir que estaba bien cuando no lo estaba.
Su ensayo era simple, pero estaba lleno de verdad. Y esa verdad dolía y brillaba al mismo tiempo.
Esa noche, el profesor Julián llegó a su casa con la caja de ensayos en las manos. Preparó una taza de café y se sentó en su escritorio. Disfrutaba conocer un poco más a sus alumnos a través de sus palabras.
Leyó algunos textos divertidos, otros vagos, algunos sin mucho esfuerzo. Hasta que abrió la hoja de Alma.