Acerca del robo de historias y otros relatos - Gueorgui Gospodinov - E-Book

Acerca del robo de historias y otros relatos E-Book

Guéorgui Gospodinov

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Beschreibung

Un libro que mezcla la complejidad narrativa de Borges y el lirismo de Sylvia Plath. Una colección de relatos magistrales que ha provocado que la crítica y el público se rindan a los pies del escritor búlgaro, traducido ya a más de veinte idiomas y Premio Booker Internacional 2023.

El alma de un cerdo que narra su propio sacrificio el día de Navidad; un encuentro entre dos desconocidos en un aeropuerto; una mujer que ve el pasado con el ojo izquierdo y el futuro con el derecho; viajeros embarcados en trenes nocturnos que cruzan las fronteras de los Balcanes; juegos lingüísticos que conducen a epifanías inesperadas; hombres con muchos nombres y ladrones de historias; rompecabezas, retretes alemanes y viajes metafísicos: todo ello forma parte de la cosmología sorprendente, vitalista y satírica de Gueorgui Gospodínov. Los veintiún relatos reunidos en este título están impregnados de la sátira posmoderna más afilada, sin perder la voluntad cristalina e inagotable de vivir a través de un realismo descarnado.

CRÍTICA

«Las historias de Gospodínov están llenas de sorpresas maravillosas, de giros imaginativos, pero su principal preocupación parece ser la búsqueda de una distancia que nos redima de la fea inmediatez de los hechos» —Aleš Debeljak, World Literature Today

«Es uno de los narradores más fascinantes e insustituibles de Europa.» —Dave Eggers

«Con Gueorgui Gospodínov, te sumerges en un mundo imaginario donde cada letra hace referencia a una mujer y donde cada palabra oscila entre la tristeza y el sentido del humor» —Le Nouvel Observateur

«Gueorgui Gospodínov mezcla en estos relatos, à la Rabelais, lo trivial con lo sublime, lo banal con lo excepcional, la broma con la erudición, la historia con la vida cotidiana» —Page France

«Tanto si se trata de un irónico relato de terror y crimen como del cuento de Navidad de un cerdo o de un juego lingüístico que conduce a una epifanía inesperada, cada pieza de esta colección ofrece una experiencia caleidoscópica» —The New Yorker

«Construcción posmoderna a toda máquina.» —The Village Voice

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PREHISTORIAS

UNAS PALABRAS PARA LA TERCERA EDICIÓN EN BÚLGARO

Qué puedo añadir a estas historias antes de que todo recuerdo en torno a su elaboración haya levantado el vuelo. Por ejemplo, que la mayoría fueron escritas por la tarde. En esas horas perezosas y aventuradas, el punto ciego del día que puede llevarte a cualquier parte…

El libro se publicó por primera vez en 2001, en el comienzo del siglo. Apareció casi a la vez que la segunda edición de Novela natural. Y su título podría leerse (y así se hizo) como uno solo: Novela natural y otras historias.[1]

Los relatos breves Mosca en el urinario, Historia con estación y Última historia sobre los años noventa fueron escritos para la primera página de Literaturen vestnik. La traducción inglesa de L. apareció en Ellery Queen Mystery Magazine, en su antología anual junto a una selección de misterios policiacos. Recibí un cheque de América por primera vez en mi vida y me sentí como Raymond Chandler. Por pura estupidez no seguí con ese género y aquel cheque fue el primero y el último.

Escribí una parte de las historias para revistas literarias, muchas de las cuales no han sobrevivido (no es que las haya matado yo), pero les debo una mención: Vitamín B (La octava noche; Acerca del sabor de los nombres), Sezon, Bulgarski mesechnik, la edición búlgara de Lettre International… En varias historias Gaustín aparece y desaparece a su antojo. Las ediciones alemana y checa del libro adoptaron el título de Gaustín, o el Hombre de los muchos nombres.Una segunda historia fue escrita a propósito de la idea búlgaro-húngara de continuar la trama de Dezső Kosztolányi sobre el revisor búlgaro. Y El alma navideña de un cerdo aterrizó en el número navideño de un célebre periódico danés. En aquella época, su princesa se estaba casando en primera página, justo al lado de la nota sobre la ascensión del cerdo búlgaro. Me encantaría saber cómo casaron ambos eventos en la mente del lector danés. Y cómo se traduce «tonto del culo».

La que recibió más cartas y suspiros fue Peonías y nomeolvides. Me contaron que un chico y una chica se juntaron gracias a esta historia. El chico tenía sus dudas, la chica le regaló el librito con ese preciso relato marcado y le dijo que, si no pasaba ahora, al cabo de un tiempo tendrían que inventarse una vida en los aeropuertos. Y se casaron. Uno asume responsabilidades inesperadas, y el escritor carga con la presunción de culpa. Porque tienta al destino como si su ciega locura o estupidez no fuesen suficientes.

En cualquier caso, ¿por qué el Y otras del título original? ¿Cuál es esa historia que falta al principio? ¿Y si no la hay? Creo que todas las historias, ya sean sobre moscas, enamorados o sobre un alma cochina en Navidad, son importantes. Cada historia merece ser narrada y escuchada. En un momento del libro Gaustín dice que, aunque estratégicamente hayamos perdido el juego, las jugadas baldías de nuestras historias siempre pospondrán el final. Aunque sean historias de naufragios…

El título original del libro también puede leerse así: Gueorgui Gospodínov y otras historias, suponiendo que el autor es solo una de estas historias, y ni de lejos la mejor.

Ni una sola palabra de ningún relato ha sido cambiada, pero este ya no es el mismo libro de hace doce años. Primero, porque el lector es diferente. Y segundo, porque nadie puede entrar dos veces en la misma historia, citando de nuevo a Gaustín.

¿Qué más? La mitad de lo que aquí se narra se apoya en cosas que han ocurrido; la otra mitad, en cosas completamente inventadas, lo que viene a ser lo mismo. Esto, al fin y al cabo, solo le incumbe al autor.

¿A qué han venido estas palabras? ¿Y qué era lo que quería decir? Los he retenido (una jugada ingenua) durante un momento en el umbral, mientras yo salía y ustedes entraban. En este retraso, en este encuentro y desencuentro, radica a veces todo el sentido de nuestras historias.

Feliz lectura y gracias por existir. No hay más.

G. G.

Julio de 2013

[1]. El título original en búlgaro se podría traducir como Y otras historias. Por acuerdo con el autor, se ha cambiado el título en español para la edición en este idioma. (Nota del editor.)

Debemos contar nuestras historias sin cesar…

PAUL RICŒUR

Nadie puede entrar dos veces en la misma historia.

GAUSTÍN

LA OCTAVA NOCHE

Cierta noche, su bisabuelo salió a pastorear sus ovejas lejos del pueblo, en un prado resguardado al lado del bosque. Se estaba quedando dormido cuando, pasada la medianoche, la hora de las brujas, algo le empujó el hombro por detrás. Al instante se quedó mudo y sordo de horror. No había nadie detrás de él. Alguna oveja debió de moverse y rozarle la espalda. Pasó el resto de sus días sumido en la sordera y el mutismo.

De niño, esa historia siempre le hacía reír. Una oveja.

Más tarde, solía contarla como la cosa más aterradora que había oído nunca. ¿Qué demostraba, en efecto? Que la muerte no lleva una marca en la frente. Una oveja…

Una tarde volvía a casa del trabajo, como de costumbre. Por aquel entonces, ya le atormentaba la idea de que estaba perdiendo el oído poco a poco. A veces le ocurría que no podía oír el reloj, el teléfono o las palabras pronunciadas en voz baja. Los amigos incluso empezaron a bromear con ese miedo suyo. Abrió la puerta, el tufo de tres ceniceros llenos a rebosar de colillas le golpeó desde el interior (la noche anterior había invitado a unos colegas), se tumbó en el sofá y encendió la radio situada junto a su cabeza. La radio se iluminó, pero no emitía ningún sonido. Enseguida encendió el televisor; desde él una mujer leía las últimas noticias del día, pero no se oía nada. No se oía nada. Nada…

Y justo entonces, un instante antes de morir de terror, oyó con toda claridad las palabras ¿Finges que no me oyes, zorra?, procedentes de algún lugar del piso de arriba, donde el vecino borracho pegaba regularmente a su mujer. Fue una revelación. El hombre subió el volumen del televisor y oyó claramente a la presentadora desearle buenas noches. Entonces recordó que el sonido apagado no era más que una broma de sus invitados de la noche anterior.

Sietes meses después, de verdad se quedó completamente sordo. Como de broma.

Señoras y señores:

En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto.

Así comenzaba el señor Jorge Luis su séptima conferencia nocturna, refiriéndose a su «modesta ceguera personal». Este hombre demostró ser muy previsor al elegir la ceguera como tema de su séptima noche y, en mi opinión, como tema de todas sus noches previas y posteriores. La ceguera, señoras y señores, como ustedes mismos adivinarán, otorga muchas prerrogativas a quien hace uso de ella. Al contrario que la sordera, dicho sea desde la modestia de mi propia sordera personal y parcial, de la que les hablaré en esta octava y extraordinaria noche de nuestro seminario que felizmente está tocando a su fin.

Y bien, demasiado tarde comprendí que somos nosotros mismos los que, a lo largo de nuestra vida y con una insistencia inexplicable, reclamamos las desgracias que el destino (o el nombre que ustedes quieran dar a esa instancia) nos concede en su infinita generosidad. Recuerdo un juego que inventamos de niños, en el que había que elegir entre dos males. ¿Preferirías perder una pierna o un brazo? Naturalmente, uno prefería conservar la pierna, aunque ahora no podría explicar a qué se debía dicha naturalidad. Otra elección desesperante era escoger entre el ojo y la oreja. ¿Qué preferirías que te ocurriese: quedarte ciego para siempre, o estar sordo de por vida?

Diecinueve años después, al perder por completo la audición en un oído y parcial pero progresivamente en el otro, fui consciente de la cruel soltura con la que antes había elegido la sordera.

Señoras y señores:

Ahora, traten de recordar si no han deseado alguna vez poder consumirse lenta e inexorablemente, afrontar con dignidad y fingida indiferencia lo que está por venir, dejar una irresistible impronta con sus últimas palabras, una lágrima en el ojo universal, derramada esta vez por ustedes. Pues bien, este deseo se cumplirá, señoras y señores. Dios escucha todas nuestras súplicas, aunque rara vez distingue entre el bien y el mal.

En fin, después de haber elegido la sordera en su día, durante muchos años intenté corregir lo incorregible, librarme de ella. El diagnóstico fue neuritis acusticus acompañada de un zumbido constante en los oídos, pérdida progresiva de la audición y posibles trastornos consecuentes en el aparato vestibular. Los médicos a los que consulté a lo largo de todos esos años se dividían en dos categorías: sinceros y prometedores. Los primeros: A estas alturas, ni Dios puede ayudarle. Los segundos: Las terminaciones neurosensoriales son realmente difíciles de regenerar, pero disponemos de un amplio registro de neuromediadores, vasodilatadores y fármacos que ayudan a la circulación. El cerebro humano es… Naturalmente, elegí a estos últimos a pesar de su dudosa logorrea. Así, sometí a mi cuerpo a largos procedimientos con fármacos que cambiaban constantemente, eran cada vez más agresivos y, por tanto, cada vez más frustrantes a posteriori. Para mí eran más bien una retahíla de nombres. Persuadiéndome de que precisamente en los nombres radicaba su fuerza, los incorporé a extrañas prácticas meditativas repitiendo hasta el infinito: nivalin, duzodril, dibazol, tanakan, betaserc, vastarel… Y otra vez: nivalin, duzodril, dibazol… Los pronunciaba en voz alta para que pudieran penetrar directamente en el oído externo, atravesar el oído medio (auris media), deslizarse por la trompa de Eustaquio, pasar ilesos por el martillo, el yunque y el estribo y facilitar sus fonemas sanadores a la intrincada estructura del oído interno (auris interna). Allí, al inicio del laberinto membranoso, yacía, como el Minotauro, un caracol (cochlea), al que también había que sortear, sin matarlo, para acceder por fin al órgano de Corti que albergaba las células muertas del oído. Era allí donde debía producirse la milagrosa resurrección. Pero, al parecer, la energía fonológica de aquellos nombres no era suficiente. Entonces recurrí a denominaciones más exóticas, alternativas a las susodichas, como ginseng con jalea real de las montañas de China septentrional, mumiya de Mongolia, aceite de oliva griego calentado y cristales de incienso, hasta la boñiga de vaca reseca (calentada) tan familiar en mis latitudes geográficas. Me remonté al siglo XVII y, hurgando en un libro de remedios me topé con lo siguiente: Si el oído está gemebundo, maja unas hojitas tiernas de zarzamora, mézclalas con miel y aceite de oliva, calienta y añade unas gotas de manteca de oca… Y otro, aún más categórico: En caso de sordera: sangre de cabra y grasa de pato, las bates y las viertes en la oreja.

Señoras y señores, la enfermedad nos convierte en niños y nos hace correr detrás de cada cometa. Cuando llevaba siete años con un tratamiento condenado al fracaso, tiré la toalla y me entregué a sus brazos. Nadie hasta entonces había deseado mi cuerpo durante tanto tiempo, y ya no podía rechazarla más. Mi oído se recogió en sí mismo, en el interior de su propio cuerpo, y sin que nada ya lo molestara siguió emitiendo sus propios ruidos. Si presionan la concha de un molusco o de un caracol contra su oreja, se harán una idea fugaz. ¿Captaba el oído algo imperceptible para cualquier oído sano, o las extrañas metamorfosis de la enfermedad lo habían transformado de receptor en generador de un nuevo idioma, un nuevo lenguaje, en un oído parlante?

De este modo, el oído, señores, da la espalda a la sociedad como un chulo cualquiera, como un dandy aburrido de la vida, como un romántico atenazado por la pena universal. Se cierra, señoras, como aquellos tulipanes que recogen su corola al atardecer y cuando hace mal tiempo. Esta abertura corporal se torna un escudo, un escudo blando y rosado, un corsé para nuestra paz interior.

Me di cuenta de algo más: la pérdida del oído devuelve el mundo a fronteras cercanas y visibles, a la pretelecomunicación. El teléfono y la radio se vuelven inútiles; el sordo pierde el sonido invisible. El consuelo está en un mundo nuevo, al alcance de la vista, cuyas fronteras llegan hasta los labios, las expresiones faciales y los gestos. Entonces, señoras y señores, el ojo se convierte en el auténtico oído.

Observando fijamente los labios que articulan con claridad, el ojo capta el sonido en el momento mismo en que nace, en el instante en que sale del útero y toma posesión de un cuerpo fugaz o, más bien, de sus contornos que se desvanecen.

Así, el ojo capta la o bien redondeada, la e ligeramente aplastada, las explosiones bilabiales de la be, la pe, etc. Un ojo-oído, un odo o un ojido.

Una noche, poco después de renunciar a todo tratamiento y cuando aún disponía de cierta audición residual, decidí entregarme a la recopilación de sonidos que debía oír a toda costa antes de quedarme completamente sordo. Una especie de mina de oro, una colección completa de grabaciones que la memoria podría reproducir en las largas horas de sordera. He aquí una pequeña parte de la LISTA DE COSAS QUE HAY QUE OÍR:

Lluvia otoñal sobre huertos de manzanos.

La respiración de una pareja durante su primera noche.

El sonido de una sandía demasiado madura reventando.

El chorro de un hombre que orina.

El susurro de la seda al escurrirse.

El lánguido zumbido de las moscas en una casa de campo sobre las dos de la tarde.

El estertor del cerdo recién sacrificado ahogándose en su sangre.

El tintineo de una cucharita en una taza de porcelana con té de Ceilán.

El bostezo de mi padre antes de acostarse.

El siseo de una lagartija deslizándose entre las fresas.

El borboteo de una olla en una estufa de leña.

El rascar de un lápiz duro sobre la hoja de papel.

(…)

Y, por último, qué más podría añadir, señoras y señores, salvo que el sonido de los aplausos protocolarios no entra en la lista que acaban de conocer. Mi oído ya se niega a reconocer ese sonido y mi ojo solo ve palmas que se juntan y se separan.

Ya es hora de despedirme y retirarme al Shahriar, el hotel que los atentos anfitriones de este seminario han tenido la amabilidad de ofrecerme. Al fin y al cabo, todos estamos aquí para intercambiar historias y pagar nuestra estancia.

Una noche, al comprender que perdería definitivamente el oído, decidió hacerse con un gato. Había leído que los gatos tienen una sofisticada estructura auditiva y otros sentidos afinados. Se pasaba el día entero observando al gato erguir las orejas en dirección a unos sonidos que eran ya inalcanzables para él, y así se sentía tranquilo y a salvo de sorpresas. Le gustaba decir que el gato era su perro. Pasó el tiempo y el hombre empezó a imaginarse que aquello no era un gato sino su propio oído perdido. En lugar del gato veía una gran oreja ronroneando, la suya propia.

Una noche, ese hombre desapareció de repente junto con su gato y nadie volvió a verlos nunca. Durante un tiempo, los vagabundos contaban horrorizados que un hombre con cabeza de gato —o, más bien, un enorme gato con cuerpo humano— deambulaba entre los contenedores de basura y en los sótanos. Pero nadie creyó esas historias y pronto todo cayó en el olvido.

EL HOMBRE DE LOS MUCHOS NOMBRES

Solo las jugadas baldías

son ganadoras.

GAUSTÍN

Nadie en la pequeña ciudad sabía de dónde había venido ni cuál era su verdadero nombre. Elegía sus nombres en función de lo que hacía. Habían transcurrido unos veinte años desde el día en que amaneció en la ciudad. Algunos aseguraban que, al principio, cuando era más normal, le habían oído decir que su nombre de nacimiento era Gaustín. Sin embargo, Gaustín no significaba nada para los lugareños, que lo habían rebautizado como Gosho, Gosho el Centro. Y es que siempre podías cruzártelo por el centro. Era de esos locos mansos e inofensivos que había en todas las ciudades por aquel entonces, como si los asignaran por cupos. Se rumoreaba que en su juventud se había vuelto tarumba de tanto leer (todos coincidían en que aquello era una razón válida para volverse tarumba). Sabía griego y latín y se comentaba que había leído todo lo que se había escrito en esas lenguas. Estos eran los rumores que recorrían la pequeña ciudad, y así se explicaban los demás que ellos gozaran de tan buena salud y conservaran sus capacidades intactas.