Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un hombre se está divorciando. La crisis que sobreviene coincide con la búsqueda de un grial literario en la forma de su propia novela. Muy pronto, el manuscrito acaba en manos de un periodista que se interesa por el destino del autor. Pero este se encuentra ya muy lejos, tan lejos o tan cerca como puedan estarlo las palabras. "Máquina de construir historias", como lo definió Le Courrier, el autor condensa en las apenas doscientas páginas de Novela natural una miriada de narraciones y digresiones alrededor de la vida de un solo hombre, a menudo haciendo tambalearse las fronteras entre realidad y ficción, entre identidad real e identidad figurada, para ilustrar el quimérico reto de intentar representar la auténtica vida con fidelidad. En pleno derrumbe vital, autor y personaje aún tienen tiempo de emular el funcionamiento del ojo de una mosca para servirse de él como metáfora narrativa, y revolotean libremente alrededor del desastre, quizá para perforar la densa melancolía que yace en el fondo de su relato. Desde la más absoluta periferia, Gospodínov reinventó el concepto de novela posmoderna en el libro que le ganó fama internacional y preparó los pasos de la que sería su segunda novela, la celebrada Física de la tristeza. La prosa más avanzada del continente. —Olga Tokarczuk El modelo de Gospodínov es Borges; con él comparte el gusto por la fantasía extravagante, el gusto por el juego equívoco con el lector. […] Pero su verdadera búsqueda es la de aprender a vivir con la tristeza, convirtiéndola en una fuente de empatía y de saludable duda. —Garth Greenwell, The New Yorker Emotivo como Alejandro Zambra y cerebral con Fernández Mallo (dos autores en cierto modo hermanos), Gospodínov suma y sigue. Milo J. Krmpotic, Qué Leer Y así, suspendido en medio de las bolas con las que Gospodínov borda sus particulares juegos malabares, el lector pasa a través de Novela Natural como un suspiro, como quien bebe un vaso de agua fresca en verano: con urgencia pero con los sentidos abiertos al cien por cien, asimilando la propuesta del autor en la totalidad de ese humor irónico que encubre un fondo no sólo oscuro… también endiabladamente profundo. Raül de Tena, Fantasticmag Resumir Novela natural (editorial Fulgencio Pimentel), la última obra publicada en España de Gueorgui Gospodínov, no es tarea sencilla. Y es que en ella este autor búlgaro intenta condensar todo. O lo que es lo mismo: la vida. En ella lo mediocre se vuelve sublime; tres personajes (un vagabundo, un editor y un naturalista) se llaman igual; se habla de la dificultad de escribir, pero también de la de publicar; hay un divorcio amoroso, que sirve como metáfora de uno social; se da la importancia que los retretes merecen en nuestras vidas; se muestra la visión desde el punto de vista de una mosca… —Carlos Madrid, El Asombrario
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2020
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Título original: Естествен роман
© 1999 Gueorgui Gospodínov. All rights reserved
© 2020 María Vútova por la traducción
© 2013 Högni Sigurthórsson por la ilustración de cubierta bajo permiso de Dimma, Iceland.
© 2018 Dobrinka Stoilova por el retrato del autor
© 2020 Fulgencio Pimentel por la presente edición, incluidas sus revisiones y modificaciones de los materiales descritos.
www.fulgenciopimentel.com
ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-26-4
ISBN de la edición digital: 978-84-17617-39-4
Primera edición: enero de 2020
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos
Revisión de textos: Curro Bernier y los editores
Diseño de cubierta: Högni Sigurthórsson
Retoque de imagen: Daniel Tudelilla
Comunicación: Isabel Bellido
Índice
1
2
3
4
00
5
00
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
ϒ
Último epígrafe
Unas cuantas palabras del autor quince años después
La historia natural no es sino la denominación de lo visible. De ahí su supuesta sencillez y esa apariencia inocente —al menos, vista desde la distancia—. Pues, en efecto, la historia natural proyecta una mirada simple, impuesta por la evidencia de las cosas.
Un moderno francés
París, 1966
Cada segundo, en este mundo, hay una larga fila de gente que llora. Y otra, más pequeña, de gente que ríe. Hay también una tercera fila que ya ni llora ni ríe. Es la más triste de todas. Es de esta de la que quiero hablar.
Nos estamos separando. En el sueño, la separación consiste simplemente en abandonar la casa. Todo en la estancia está embalado, las cajas se apilan hasta el techo y, sin embargo, todavía queda espacio. El pasillo y los otros cuartos están abarrotados de familiares, míos y de Ema. Cuchichean, susurran, esperan a ver qué haremos. Ema y yo estamos junto a la ventana. Solo nos falta por repartirnos un lote de discos de vinilo. De pronto, saca de la funda el primer vinilo y lo arroja con fuerza por la ventana. Este es mío, dice. La ventana está cerrada, pero el vinilo la atraviesa como si fuese de aire. De manera instintiva, saco el siguiente y lo arrojo yo también. El vinilo vuela como un frisbi, gira alrededor de su eje como si girase en el gramófono, pero más rápido. Se escucha su silbido. Más o menos a la altura de los contenedores de basura, se dirige peligrosamente hacia una paloma mugrienta que vuela a ras del suelo. En un primer momento parece que la colisión podrá evitarse, pero enseguida contemplo horrorizado cómo el borde del vinilo penetra con suavidad en el inflado buche del ave. Todo parece ocurrir a cámara lenta, lo que no hace sino intensificar el horror. Se oyen con claridad unas breves notas cuando el disco le rebana el buche. La afilada fúrcula de la paloma arranca un sonido efímero del vinilo al rozar el surco. Nada más que el inicio de una melodía. Una chanson. No recuerdo. ¿Les Parapluies de Cherbourg? ¿Á Paris?
¿Le Café des trois colombes? No recuerdo. Pero había música. La cabeza cercenada sigue volando por inercia unos metros más mientras el cuerpo se desploma suavemente sobre el polvo, junto a los contenedores. No hay sangre.
Todo en el sueño es de una sobriedad infinita. Ema se agacha y lanza el siguiente vinilo. Luego, yo. Ella. Yo. Ella. Cada vinilo reproduce el suceso del primero. La acera bajo la ventana se cubre de cabezas de pájaro, grises, uniformes, con las membranas de los ojos cerradas. Cada vez que una cabeza cae, los familiares a nuestras espaldas estallan en súbitos aplausos. Desde el alféizar, Mitza se relame, voraz.
Me desperté con dolor de garganta. Primero pensé en contarle el sueño a Ema. Luego deseché la idea. Un sueño, nada más que eso.
El apocalipsis también es posible en un país concreto.
Compré la mecedora un sábado de inicios de enero de 1997. Acababa de cobrar, y la mecedora se tragó la mitad de mi salario. Era la última, todavía a precios antiguos, relativamente bajos. La increíble inflación de aquel invierno subrayaba la insensatez de mi adquisición. Era una mecedora trenzada, imitación de bambú. No pesaba especialmente, pero parecía enorme e incómoda de transportar. Gastarse la otra mitad del sueldo en un taxi resultaba impensable. Así que me la cargué a cuestas y me dirigí a casa. Caminaba —la mecedora a la espalda, como un cestero— y concitaba las miradas indignadas de los transeúntes debido al lujazo que me había permitido. Alguien debería describir toda la miseria del invierno del 97 y todas las demás miserias, la del invierno del 90, la del 92. Recuerdo a una señora mayor, delante de mí, en el mercado, pidiendo que le corten medio limón. Otros recorren de noche los puestos vacíos por si alguna patata ha rodado por el suelo. Cada vez más personas bien vestidas superan la vergüenza y rebuscan en los contenedores de basura. Los perros aúllan hambrientos junto a ellas o bien se abalanzan en jaurías sobre los peatones rezagados. Mientras escribo estas frases sueltas imagino gruesos titulares de prensa en tipografía maciza.
Una noche, al volver a casa, me encontré la puerta forzada. Solo faltaba la tele. Quién sabe por qué, en lo primero que pensé fue en la mecedora. Seguía allí. Seguramente no lograron sacarla por la puerta, era demasiado ancha, yo mismo tuve que meterla en casa por la ventana. Me pasé toda la noche sentado en ella. Cuando volvió Ema, llamó a la poli. No tenía sentido. Ya nadie hacía caso a las llamadas sobre robos. Que les den. Yo seguía en la mecedora, acariciaba a los dos gatos, asustados por el desorden (¿dónde se habrían metido durante el robo?) y fumaba, herido en lo que quedaba de mi dignidad masculina. No podía proteger ni siquiera a Ema y a los gatos. Escribí un relato.
Entran a robar en el piso de una familia. En casa solo está la mujer, de unos cuarenta años. Muestra los primeros signos de marchitamiento. Está viendo una telenovela. Los chicos que irrumpen, jóvenes y de apariencia normal, no esperaban encontrarse con nadie a esas horas, pero rápidamente se hacen una nueva composición de lugar. Además, la mujer está bastante asustada. Ella misma saca el dinero del armario del dormitorio. No protesta cuando la obligan a quitarse los pendientes y los anillos. ¿La alianza también? También la alianza. Se la quita con mucha dificultad, la tiene casi incrustada en el dedo. De repente, cuando los muchachos se disponen a llevarse la tele —por cierto, la telenovela sigue—, la mujer se abraza a ella con fuerza. Por primera vez levanta la voz, les ruega que se lleven lo que quieran pero que le dejen la tele. Se queda así, de espaldas a los dos hombres, los pechos apretados contra la pantalla, dispuesta a todo. Ellos podrían apartarla sin problema, pero la inesperada reacción de la mujer los ha confundido momentáneamente. Ella percibe su indecisión y les suelta inequívocamente que pueden hacer con ella lo que les dé la gana, con tal de que le dejen la tele. Hay trato. Te vamos a follar, dice uno de ellos. Ella no se mueve. Ellos le levantan la falda con presteza. Ella no reacciona. Todavía tiene el culo firme. El primero acaba enseguida. El segundo tarda más. La mujer sigue agarrada a la tele, inmóvil. Solo una vez les pide que se den prisa porque sus hijos están por llegar del cole. Eso parece que echa para atrás al segundo. Entonces se largan. La telenovela ha terminado. La mujer suelta aliviada el televisor y entra en el baño. Me pregunto cómo acabarán los noventa. Como un thriller, como una peli de gangsters, como una comedia negra, como una telenovela…
nota del editor
He aquí la historia de la presente historia:
Siendo editor en un semanario literario de la capital, recibí un manuscrito por correo. Llegó en el interior de un gran sobre hecho a mano, dirigido a la redacción y con mi nombre como destinatario. En el envío no figuraba remitente alguno. El pegamento amarillento y reseco del sobre rebosaba por los bordes. Confieso que lo abrí con cierta repugnancia, que en absoluto se disipó al sacar de su interior un cuaderno de alrededor de ochenta folios bastante arrugados y abarrotados de texto por ambas caras.
Semejantes envíos jamás vaticinaron nada bueno para el editor. Sus autores —por lo general, viejitos latosos— solían dejarse ver unos días después para preguntar si se había aprobado ya —faltaría más— la publicación de la obra de sus vidas. Yo sabía por propia experiencia que, si no cortaba por lo sano en ese preciso instante sino que, conmovido por su provecta edad, respondía con benevolencia que aún no había acabado de leerla entera, en adelante me asaltarían semana tras semana como decrépitos soldados dispuestos a batallar hasta el final. Y sabía que, tarde o temprano, a pesar de que su final no estaba lejos, el repiqueteo de sus bastones escalera arriba, hacia la redacción, me haría jurar como un puto carretero.
Volviendo a aquel cuaderno, lo extraño del caso era que ni el título ni el nombre del autor aparecían por ninguna parte. Lo metí en mi cartera, al final le iba a echar un ojo en casa. Siempre podía rechazarlo con la excusa de que solo aceptábamos obras impresas, y así posponer unos meses el asunto. Aquella noche, como es normal, me olvidé de él. Tampoco apareció nadie en los días siguientes solicitando una respuesta. Lo abrí solo una semana después. Era para no creérselo, pero me encontré con uno de los mejores textos que había leído desde que era editor. Un tipo intentaba narrar el fracaso de su matrimonio, y la novela (no sé por qué decidí que aquello era concretamente una novela) giraba en torno a la imposibilidad de narrar ese fracaso. En realidad… la novela en sí era difícilmente narrable.
Enseguida publiqué un fragmento en el periódico y me limité a esperar a que apareciera el autor. Había añadido una nota indicando que el manuscrito había llegado a la redacción sin nombre, probablemente debido a una distracción del remitente, y que esperábamos su llamada para realizar la pertinente aclaración. Pasó un mes entero desde la publicación. Nada. Publiqué otro fragmento. Por fin, un día se presentó en la redacción una mujer relativamente joven y montó un escándalo, argumentando que el periódico se dedicaba a airear su vida personal. Nos aclaró que ella no solía leerlo con regularidad, pero una amiga le había mostrado los números que incluían los fragmentos que yo había seleccionado. Afirmó que los textos eran obra de su exmarido, que solo pretendía desacreditarla, y que todos los nombres mencionados en ellos eran los verdaderos, algo por lo que, según le había asegurado su amiga, podría llevarnos a juicio. Luego, inesperadamente, se echó a llorar, toda su ira se desvaneció y, por un instante, llegué a sentir un hondo afecto por ella. Me contó entonces, de manera truncada, que su marido fue una vez un buen hombre. Que escribía, entre otras cosas, y que había llegado a publicar algunos relatos. Me confesó que no los había leído. Tras el divorcio, su exmarido había quedado trastornado. Ahora era un vagabundo. Merodeaba por el barrio. A menudo se apostaba en el pequeño parque frente a su edificio, justo debajo de sus ventanas, para atormentarla y comprometerla ante los vecinos.
—¿Usted podría presentármelo?
—No… Ni hablar… Búsquelo usted. Además, lo reconocerá fácilmente: va por ahí vagando con una mecedora. Por la zona del mercado… Pero, por favor, deje de publicar eso… No puedo más.
Lo dijo con una voz sorprendentemente queda. Y se marchó.
Aparentemente, se las apañaba como todos los vagabundos, pero no del todo: no rebuscaba en los contenedores de basura; al menos, nadie lo había visto hacerlo. Llevaba el cartón al punto de reciclaje. Se lo consideraba un loco inofensivo. Rondaba por el mercado, hacía pequeños recados, por las noches cuidaba de la mercancía y, a cambio, recibía tomates, pimientos, sandías… Lo que fuera de temporada. Eso me contaron los vendedores del mercado, después de preguntarme varias veces si era de la pasma. No sabían gran cosa.
Lo encontré en el parque del barrio. Se balanceaba en su mecedora de forma mecánica, como en un trance. Pelo enmarañado, camiseta desteñida, vaqueros y zapatillas con las punteras rotas. Ah, sí, y un gato callejero y famélico acurrucado en su regazo. Lo acariciaba de la misma forma mecánica. No tendría más de cuarenta o cuarenta y cinco años.
Me habían avisado de que era difícil arrancarle alguna palabra, pero al fin y al cabo yo le llevaba buenas noticias. Me presenté. Solo esbozó una leve sonrisa, sin mirarme. Llevaba conmigo los dos ejemplares con sus publicaciones. A mi pregunta de si el autor era él, se limitó a afirmar con la cabeza, sin salir de su enajenación. Intenté explicarle lo bueno que era aquel texto, le hablé de publicarlo, le pregunté por otras obras suyas. Ningún efecto. Al final, saqué todo el dinero que llevaba encima y se lo di, mencionando que eran sus honorarios. Resultaba obvio que no estaba acostumbrado a recibir dinero. Por primera vez se mostró turbado, abandonando por fin su ensimismamiento, y me miró.
—Te divorcias, ¿no es cierto, amigo mío? —dijo de manera casi fraternal, como alguien que te expresa su compasión.
Mierda, pensaba que no se me notaba. En todo caso, tenía mejor aspecto que él. Ninguno de mis amigos lo sabía aún. Mi mujer y yo habíamos iniciado los trámites del divorcio solo unos días antes.
Le pregunté de nuevo cómo se llamaba, alentado por su locuacidad.
—Gueorgui Gospodínov.
—Ese… es mi nombre —casi grité.
—Ya lo sé. —Se encogió de hombros, indiferente—.Antes solía leer tu periódico. Conozco a siete personas más con el mismo nombre y apellido.
No dijo nada más. Lo dejé allí y me marché precipitadamente. Todo trascurría igual que en un folletín de tres al cuarto. Se me ocurrió que podría llamar a su mujer y preguntarle el nombre de su exmarido. Antes de doblar la esquina, volví la vista sin poder resistirme. Seguía allí sentado, balanceándose rítmicamente en su mecedora trenzada. Como aquellas manitas de plástico que se pegaban antaño en las lunas traseras de los coches.
Volví a buscarlo un año más tarde. Mientras tanto, había dado con una editorial que accedía a publicar el manuscrito y solo tenía que dar otra vez con él para que firmara el contrato. No confiaba en poder arrastrarlo hasta la editorial, así que llevaba el contrato conmigo. Eran los últimos días de la primavera. Ya le había preguntado a su exmujer por lo del nombre y había tenido que tragar con la coincidencia. Todo aquello me hacía sentir un poco culpable, quizás a causa de la leve repugnancia que me provocaba compartir mi nombre con un tipo caído en desgracia como él. El contrato con la editorial establecía unos honorarios más que dignos que seguramente le vendrían como llovidos del cielo. Recorrí el parque pero no encontré rastro de él. Me aproximé al mercado y abordé a uno de los tenderos, con quien recordaba haber hablado en una ocasión anterior. No sabía nada. La última vez que lo había visto era a finales del pasado otoño, en octubre, no… a inicios de noviembre. Desde entonces no se había dejado ver por allí. Tras lo cual agitó la mano y soltó, como de pasada, qué frío de perros hizo ese invierno, y el Péndulo (así es como lo llamaban) pretendía pasarlo en su columpio, o sea, bueno, en su mecedora… Mientras me contaba todo aquello, vendió un kilo de tomates, dos kilos de pepinos y unos cuantos manojos de perejil fresco, y tampoco perdió ocasión de alabar su mercancía ante mí, todo ello en un tono indiferente, demasiado agudo. Deseé pisotear sus tomates, uno a uno, arrancar una a una las hojitas frescas de perejil y, finalmente, hundir su cabezota en aquella papilla. Cómo era posible que ninguno de los vendedores, que parecían ser los únicos seres con los que se relacionaba, hubiera movido un dedo por el vagabundo. No sé en qué forma, un cuartucho para el invierno, un sótano, al menos… Pero la rabia cedía poco a poco e inevitablemente surgía la pregunta de por qué yo mismo no había hecho nada por aquel desgraciado. Salí del mercado a escape y busqué un banco en el parque, no lejos del lugar donde creía haber hablado con el hombre de la mecedora por última vez. Para colmo, debido a alguna extraña coincidencia —¿por qué siempre parecen extrañas las coincidencias?—, los dos acarreábamos el mismo nombre. Pero puede que todo haya ocurrido de otra forma, me dije. Puede que, inesperadamente, el hombre se las haya apañado para salir adelante. Puede que la publicación de sus textos en el periódico lo haya animado a levantarse y a abandonar su sempiterna mecedora, y que ahora esté currando en algún sitio, escribiendo, incluso. Puede que haya alquilado un piso, que haya encontrado a otra mujer. Por un momento intenté imaginarlo en el salón de su apartamento, en uno de aquellos bloques de paneles prefabricados, frente al televisor, con pantuflas, con unos pantalones desgastados pero limpios y un jersey grueso, sentado allí, en su mecedora. Y en el regazo, aquel gato callejero que le vi acariciar en su momento. Cuanto más examinaba aquel cuadro en mi cabeza, más irreal me parecía. Al cabo de un rato, saqué el contrato con la editorial e hice lo último que podía hacer por mi tocayo. Lo firmé.
Ellos flotan en el vacío, puesto que este existe. Al entrar en contacto entre sí, desatan la generación. Y al separarse, la destrucción.
demócrito,
según Aristóteles
Flaubert soñaba con escribir un libro sobre nada, un libro sin ninguna fábula externa, un libro «que se sostuviese a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire». Proust llegó a realizar, hasta cierto punto, tal ensueño sosteniéndose en la memoria involuntaria. Pero él tampoco pudo evitar caer en la tentación de fabular. La inmodestia de mi deseo consiste en hacer una novela compuesta solo de inicios. Una novela que arranca todo el tiempo, promete algo, llega hasta la página diecisiete y vuelve a empezar. Había encontrado la idea —o el origen primordial— de semejante empresa en la filosofía antigua, sobre todo en aquella trinidad natural-filosófica: Empédocles, Anaxágoras, Demócrito. Sobre estas tres ballenas reposaría la novela de inicios. Empédocles defiende un número limitado de «raíces», y a los cuatro elementos primordiales (tierra, aire, fuego, agua) añade el amor y la discordia, que son los que los ponen en movimiento y realizan las combinaciones. El más comprensivo con mi novela resultaba ser Anaxágoras. La idea de la panspermia, o de las semillas de las cosas (Aristóteles las llamaría más tarde «homeomerías», pero eso suena mucho más frío e impersonal), podía llegar a convertirse en la fuerza fecundadora de esta novela. Una novela construida por un sinfín de partículas pequeñas, de sustancias primordiales, o sea, de principios que participan en combinaciones ilimitadas. Si Anaxágoras sostiene que cada cosa concreta se compone de pequeñas partes a su semejanza, entonces la novela podría construirse solo a base de inicios. Fue entonces cuando decidí intentarlo con los principios de novelas que se han convertido ya en clásicos literarios. Podría llamarlos también «átomos», rindiendo homenaje a Demócrito. Una novela atomista de inicios que flotan en el vacío. Mi primer experimento sonaba así:
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo el rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield. Pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
Si soy el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho, y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche.
Me llamo Arthur Gordon Pym.
Comoquiera que el squire Trelawney, el doctor Livesey y otros caballeros como ellos me han pedido que ponga por escrito todos los detalles referentes a la isla del tesoro, de principio a fin, sin callar nada excepto sus coordenadas —y esto solo porque todavía queda allí tesoro que recobrar—, tomo la pluma en el año de gracia de 17… y me remonto a la época en que mi padre regentaba la posada Almirante Benbow, cuando el viejo marinero de piel curtida y con la cicatriz de un sablazo llegó a hospedarse bajo nuestro techo.
Ayudaron a Bay Ganyo a quitarse de los hombros la basta capa turca, luego se cubrió con un fino manto belga y todos afirmaron que Bay Ganyo ya estaba hecho todo un europeo.
—¿Por qué cada uno de nosotros no cuenta una historia sobre Bay Ganyo?
—¡Estupendo! —exclamaron todos.
—Empiezo yo.
—Esperad, yo me sé más historias…
—De eso nada, yo primero, tú no sabes nada.
Se armó un alboroto. Al final todos acordamos que empezara Stati. Y él empezó.
Siempre que me pongo a pensar en el indio, se me viene a la memoria también el turco. Y por muy extraño que parezca, tiene su explicación.
Eh bien, mon prince. Gênes et Lucques ne sont plus que des apanages, des dominios, de la famille Buonaparte. Non, je vous préviens que si vous ne me dites pas que nous avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antichrist (ma parole, j’y crois) — je ne vous connais plus, vous n’êtes plus mon ami, vous n’êtes plus mi esclavo fiel, comme vous dites. Bien, buenos días, buenos días. Je vois que je vous fais peur, siéntese y hablemos.
El segundo día de Pascua de Resurrección de 1870 encontrábame en casa del señor Petko Ráchev, literato y periodista búlgaro. Vivía en una estrecha casa de dos plantas que hacía esquina entre dos callejones angostos e inmundos, en uno de los barrios menos acogedores de Constantinopla: Balkapankhan. Tras el almuerzo, la señora K., pariente del señor Ráchev que vivía con él, puso sendas copas grandes delante de nosotros, las llenó de manzanas peladas y cortadas en rebanadas y las bañó con vino de Paşalimani, negro y delicioso. Y así, sacando con los dedos las rebanadas de manzana y dando pequeños sorbos, continuamos nuestra charla, alegres y gozosos.
Nací en 1632, en la ciudad de York, donde mi padre (quien antes era comerciante en Hull) se había retirado después de hacerse con una considerable fortuna y de abandonar sus negocios. En contraste con mi educación doméstica y la escuela de nuestra región, él me había dado una enseñanza bastante amplia, con la intención de convertirme en un hombre de leyes, pero yo tenía algo del todo diferente en la cabeza.
Hace ya unos años, en Hamburgo, vivía un comerciante llamado Robinson. Tenía este tres hijos. El mayor de ellos quiso hacerse soldado, se alistó en un regimiento y, en una batalla contra los franceses, perdió la vida. El segundo hijo ambicionaba ser hombre de ciencias pero una vez, encontrándose sudado, bebió mucha agua fría, agarró la tisis y murió. Y así fue que quedó nada más el hijo menor, a quien llamaban Crusoe.
Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado.
Aquella fresca noche de mayo, el chorbadzhí Marko, con la cabeza descubierta y en bata, cenaba con su prole en el jardín.