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Afectos de odio y amor es una de las comedias teatrales de Pedro Calderón de la Barca, uno de los géneros dramáticos que más cultivó el autor, por detrás de los autos sacramentales. En ellas se suelen mezclar los enredos amorosos y familiares con los equívocos y las situaciones humorísticas.
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Seitenzahl: 100
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Pedro Calderón de la Barca
Saga
Afectos de odio y amor
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1650, 2020 Pedro Calderón de la Barca and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726510089
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Salen AURISTELA yARNESTO, viejo.
AURISTELA:
¿Qué hace mi hermano?
ARNESTO:
Ya es
ociosa pregunta esa.
AURISTELA:
¿Cómo?
ARNESTO:
Como ya se sabe
que está...
AURISTELA:
Di.
ARNESTO:
Desta manera.
(Corre una cortina, y véese CASIMIRO sentado, con un pañuelo en los ojos.)
AURISTELA:
Retírate y no hagas más ruido,
que pues que, sin que me sienta,
hasta aquí llegué, he de ver
destos canceles cubierta,
si por dicha o por desdicha
es posible que algo entienda
de sus tristezas, fiando
a sus solas sus tristezas
algún cuidado a los ojos,
o algún descuido a la lengua.
ARNESTO:
Bien podrá ser, pero mucho
lo dudo, según en esta
galería, que del Tanais
sobre la orilla le asienta,
siempre encerrado, ni habla,
ni ve, ni escucha, ni alienta.
(Vase.)
AURISTELA:
Con todo eso he de deber
a mi amor esta experiencia,
y pues entre sí suspira,
quiero escuchar de más cerca.
CASIMIRO:
Quien tiene de qué quejarse,
¿qué mal hace, si se queja?
Porque el delito del llanto
quita el mérito a la pena.
Así yo, porque de mí
celos mi dolor no tenga,
aun al labio he de impedirle
que respirar me consienta,
por más que el volcán del pecho,
(Levántase y paséase.)
por más que del alma el Etna,
al aire de mis suspiros
fuego apague y nieve encienda.
Muera pues... Mas ¿quién aquí
está?
(Llega donde está.)
AURISTELA:
Yo soy.
CASIMIRO:
¿Auristela?
¿Tú en acecho a mis locuras?
AURISTELA:
¿Cuándo, Casimiro, atenta
a la pasión que te aflige,
al dolor que te atormenta,
pendiente no estoy de todas
tus acciones por si fuera
tal vez posible inferirlas,
para procurar ponerlas,
si no medios que las sanen,
alivios que las diviertan?
Y ya que hoy, más declarada
que otras veces, mi fineza
me ha descubierto el acaso
con que a esta parte te acercas,
no he de volverme sin que
mi fe y mi amor te merezcan
alguna breve noticia.
Y para que te convenzas
de mi ruego, o de mi llanto,
he de usar de una cautela,
que es ponerte en el paraje
de mi estado, porque tengas
andado el medio camino,
que no es poca diligencia
a quien perdido se halla
guiarle hasta dar con la senda.
AURISTELA:
Del tercero Casimiro
de Rusia quedaste, en tierna
edad, sucesor, gozando
conmigo en la primavera
de nuestros infantes años,
la más noble, más suprema
provincia del norte, pues
siempre ceñidas las bellas
sienes de laurel y oliva,
es en sus dos academias
el certamen de las almas,
y el batallón de las ciencias;
bien que, de tanto esplendor,
fue pensión la antigua guerra
de aquel heredado odio
que hay entre Rusia y Suevia,
a cuya causa, queriendo
Adolfo, su anciano César,
gozar la ocasión de verte
sin manejo ni experiencia
de militar disciplina,
intentó invadir tus tierras
en tu primer posesión,
cuyos estragos acuerdan
desmanteladas ciudades,
en polvo y ceniza envueltas.
AURISTELA:
En esa edad fue a los dos
ponernos en fuga fuerza,
porque el rencor no acabase
con la sucesión excelsa
de los coronados duques
de Rusia; y así la cuerda
política de los jueces,
que gobernaban en nuestra
pupilar edad, dispuso
que yo, fiada a la inclemencia
del Tanais, pasase a Gocia
a criarme en la tutela
de Gustavo, nuestro tío;
y tú, porque con su ausencia
la lealtad no peligrase,
sin que de vista te pierdas,
te retirases al duro
corazón de las soberbias
entrañas del Merque, cuyas
nunca penetradas breñas
fuesen tu sagrado puesto;
que muro que hizo defensa
contra las fuerzas del tiempo,
¿qué no hará contra otras fuerzas?
AURISTELA:
Dejemos en este estado,
yo entre estremos, tú entre peñas,
tu crianza y mi crianza;
dejemos también con ella
los asedios, los asaltos,
las desdichas, las miserias,
que tras sí arrastra ese horrible
monstruo, esa sañuda fiera,
que de solo vidas de hombres
y caballos se alimenta.
Y vamos a que entre tanto
terror, siendo en tu primera
cuna, tus gorjeos las cajas,
tus arrullos las trompetas,
creciste tan invencible
hijo de Marte, que apenas
pudiste, ocupando el fuste,
tomar el tiento a la rienda,
ni la noticia al estribo,
cuando calzada la espuela,
trenzado el arnés, el asta
blandida, empezaste, en muestra
de que eras rayo oprimido,
a herir con mayor violencia;
bien como el que apasionado
de tupida nube densa,
cuanto más temido tarda,
tanto más veloz revienta.
AURISTELA:
Cinco campales batallas
lo digan, díganlo, vueltas
a tu primero dominio,
diez ciudades; y si ellas
no bastan, dígalo yo,
que en fe de que tus fronteras
ya resguardadas estaban,
di a sus umbrales la vuelta,
no tanto atenta al cariño
de la patria, cuanto atenta
a no sé qué vanidad
de mi heredada nobleza;
pues muriendo nuestro tío,
no me pareció decencia
de mi decoro durar,
ni huéspeda, ni estranjera,
en poder de Sigismundo,
joven de tan altas prendas
como publica la fama,
llena de plumas y lenguas;
mayormente cuando el vulgo,
monstruo también, que de nuevas
se mantiene, dio en decir
que sería congruencia
de todos casar conmigo,
cuya voz me dio más priesa,
¡ha, tirano!, porque cuando
eso con mi gusto sea,
no se presuma de mí,
que fue mi casamentera
la ocasión, y así previne
qué medios y conveniencias
se traten desde tu casa,
porque si le admito, vean
que es porque me pide y no
porque en su poder me tenga.
AURISTELA:
Pero esto ahora no es del caso,
y así, cobrada la hebra
al hilo de tus vitorias,
a atar el discurso vuelva.
Desde aquella, pues, adusta
edad vencedor, hasta esta
joven edad, continuadas
las generosas empresas
de tu siempre invicto aliento,
llegaste a la más suprema
que pudo ofrecerte el culto
de esa vana deidad ciega;
que sean dichas u desdichas
lo que empieza a dar, aumenta.
Esta última vitoria
(de quien con tantas tristezas
vuelves, debiendo volver
con más generosas muestras
de vencedor que vencido)
lo publique, y pues en ella,
empeñado a solo un trance
todo el resto de ambas fuerzas,
en aplazada batalla
de poder a poder, llegas
a coronarte triunfante
con tan singular proeza,
como que Adolfo a tus manos
muerto en la campaña queda,
todas sus güestes vencidas,
todas sus armas deshechas,
¿qué pasión hay que te postre?
¿Qué dolor hay que te venza?
Y más cuando a Suevia ya
tan poca esperanza resta
para volver sobre sí;
pues tarde o nunca Cristerna,
de Adolfo heredera hija,
podrá...
CASIMIRO:
Suspende la lengua,
no la nombres, calla, calla;
no la acuerdes, cesa, cesa.
¿Pero qué digo? ¿Qué afecto
comunero de mi idea
me amotina el vasallaje
de sentidos y potencias,
obligándoles que rompan
con desmandada obediencia
la ley del silencio? ¡Oh, nunca
traidoramente halgüeña
hubieras, como dijiste,
puesto a un perdido en la senda!,
porque nunca hubiera yo,
complacida tu cautela,
declarádome al mirar
cuanto de mí me enajena,
cuanto tras sí me arrebata
solo el nombre de esa fiera.
¡Mas, ay!, que al de la justicia,
¿qué delincuente no tiembla?
CASIMIRO:
Y ya, ¡ay infeliz!, y ya
que no es posible que pueda
retractar la voz, que tiene
no sé que cosas de piedra,
que disparada una vez
no hay como a cobrar se vuelva;
oye y válgate tu maña;
pero con tal advertencia
que lo que escuche el oído,
no lo ha de saber la lengua.
Después que en contadas marchas,
Adolfo y yo la ribera
ocupamos del Danubio,
frente haciendo de banderas,
él lo intrincado de un monte,
yo lo inculto de una selva;
atentos los dos a un mismo
principio de toda buena
disciplina militar,
estuvimos en suspensa
acción, procurando entrambos
saber por sus centinelas
los movimientos del otro,
en cuya quietud inquieta
solo eran guerra galana
las escaramuzas diestras.
CASIMIRO:
En esta, pues, pausa astuta,
porque hay precepto que enseña
que flemática ha de ser
la cólera de la guerra,
estábamos, cuando supe
de no sé qué espía secreta,
que Cristerna... Pero antes
que llegue a hablarte en Cristerna,
es bien que te la difina,
porque lo que diga della
no haga escándalo, sabiendo
en qué condición te asienta.
Es Cristerna tan altiva
que la sobra la belleza.
¡Mira si la sobra poco
para ser vana y soberbia!
Desde su primer infancia
no hubo en la inculta maleza
de los montes, en la vaga
región de los aires, fiera
ni ave que su piel redima,
ni que su pluma defienda,
sin registrar unas y otras
en el dental de sus puertas,
ya desplumadas las alas,
ya destroncadas las testas.
CASIMIRO:
No solo, pues, de Diana
en la venatoria escuela
dicípula creció; pero,
aunque en la altivez severa
con que de Venus y Amor
el blando yugo desprecia.
No tiene príncipe el norte
que no la idolatre bella,
ni príncipe tiene que
sus esquiveces no sienta,
diciendo que ha de quitar
sin que a sujetarse venga,
del mundo el infame abuso,
de que las mujeres sean
acostumbradas vasallas
del hombre, y que ha de ponerlas
en el absoluto imperio
de las armas y las letras.
Con esta noticia agora
caerá mejor lo que aquella
espía me dijo, y fue
que habiendo movido levas
a un tiempo en todo su Estado,
venía a reclutar con ellas
las tropas de Adolfo, siendo
su capitana ella mesma.
CASIMIRO:
Yo, viendo cuánto preciso
tan último esfuerzo era
ser numeroso, antes que
todo a incorporarse venga,
se prefiere la batalla,
dejando, por la desierta
campaña al frondoso abrigo,
en orden mi gente puesta.
Bien quisiera él no acetarla,
según tibio en la aspereza
del monte esperó a que yo
le embistiese dentro della.
Hícelo así, y de primero
abordo fue tal la fuerza
del ataque, que ganadas
las surtidas que había hechas
en el recinto de algunas
cortaduras y trincheras,
cuya movediza broza
era su entrada encubierta,
en desorden la vanguardia
se puso, y una vez esta
rota, ella misma tras sí
llevó las demás defensas.
CASIMIRO:
Con que mezclada mi gente
ya con la suya, en la esfera
del cuerpo de la batalla,
adonde estaban las tiendas,
corte de Adolfo, me hallé
casi apoderado dellas,
si el batallón de su guarda,
según las heroicas señas
de los grabados arneses,
plumas y bandas, no hiciera,
con desesperado empeño,
la última resistencia.
Disputábase el relance,
cuando vimos en la sierra,
de infantes y de caballos
coronarse la eminencia.
Reconoce su socorro
su gente, sin que la nuestra
por eso el tesón dejase
el alcance, de manera
que a un mismo tiempo unas tropas
con la oposición se alientan;
otras, con las auxiliares
armas que miran tan cerca,
se reparan, y otras, viendo
a cuán buena ocasión llegan,
aceleradas avanzan;
entre cuyas tres violencias
quiso, no sé si mi dicha
o mi desdicha, que hubiera
puesto los ojos en un
caballero, por las señas
que de particular daba,
coronada la cimera,
sobre un peñasco de acero,
de plumas blancas y negras.
CASIMIRO:
Él, no sé si con el mesmo
deseo, mas con la mesma
acción, a mí se adelanta,
y echadas ambas viseras
cala el can, y calo el can,
y al torno de media vuelta,
con dos preguntas de fuego
habló el plomo en dos respuestas.
Fue más dichosa la mía,
pues repitió el eco della:
«¡ay de mí!», desamparando
borrén, fuste, estribo y rienda.
Parecerate que estás
oyendo alguna novela,
y más si dijese agora
que Adolfo, por las caderas
del caballo, vino a dar
casi a los pies de Cristerna,
que entonces llegaba; pues
no hermana te lo parezca,
porque tal vez hay verdades
que parece que se inventan.
Reconoce las divisas,
y sañudamente fiera,
por pasar a la venganza,
no se embaraza en la ofensa.
CASIMIRO:
¡Oh, quién supiera pintarla!