Ahora ceno en telgopor - María Bernatene - E-Book

Ahora ceno en telgopor E-Book

María Bernatene

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Intentarlo es asomarse a un abismo desde el cual podemos caer hasta destruirnos e incluso arrastrar a otros en esta caída. Es manipular un plato y correr el riesgo de que se rompa. A veces no estamos preparados para esa desilusión, para vernos frente a nuestra propia torpeza y asumir las consecuencias de que el pegamento no alcanza para volver a tener lo que teníamos antes de echarlo a perder. Hay momentos en los que, simplemente y para evitar destrozarnos, elegimos comer en telgopor. Ahora ceno en telgopor es un homenaje al amor descartable, a las mil formas que existen de distraernos. Pero también una prueba: más tarde o más temprano, necesitamos conservar las cosas. Empezaremos lavando y reutilizando; cada nuevo uso amerita más cuidado, más dedicación y ternura. Antes o después, veremos que ya estamos listos para un plato de verdad. Listos para la verdad.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 218

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Bernatene, María

Ahora ceno en telgopor / María Bernatene. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

242 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-764-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023.

© 2023. Tinta Libre Ediciones

¿Podrá el presente desenredar al pasado y dos manos frías volverse abrigo? ¿A cuántos errores estamos de la verdad? ¿A quién veo cuando lo miro?

María Bernatene

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguiencuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;alguien por quien me olvido de esta existencia mezquinapor quien el día y la noche son para mí lo que quiera,y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritucomo leños perdidos que el mar anega o levantalibremente, con la libertad del amor,la única libertad que me exalta,la única libertad por que muero.Tú justificas mi existencia:si no te conozco, no he vivido;si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

Luis Cernuda

Ahora ceno en telgopor

María Bernatene

Capítulo 1

Son las doce de la noche. Un chico, de quien no entendí una palabra dentro de su inglés dificultoso y poco modulado, acaba de hacerme el amor de forma despiadada. Hacerme el amor, qué antiguo. Me dio sin piedad en cuatro patas al costado de un lago en Ámsterdam. De noche, desesperados, con la bicicleta abandonada en la mitad del camino como si fuéramos dos adolescentes sedientos. Prácticamente, me ha destrozado por dentro de lo fuertes y rápidos que eran sus movimientos.

Balbuceaba algunas cosas mientras me desbordaba de placer. Dijo algo de mi trasero, que le gustaba mucho, lo agarraba fuertemente con sus manos. Tenía unas manos enormes y parecía que quería comprobar si, abriéndolas al máximo, era capaz de tomar por entero mis nalgas. Pero no podía y eso, se ve, le gustaba y lo excitaba todavía más.

Hacía tiempo que no me sentía tan a gusto con mis curvas. Curvas argentinas, como me decían. No sé si mis curvas tenían nacionalidad, y, si la tuvieran, las clasificaría más bien de italianas. Hacía un tiempo que venía viajando y catando todo tipo de helados, pasta y pizza. Comía hasta descomponerme, con compulsión. Y después caminaba frenética o tenía estos encuentros en donde se me quemaban las calorías y la ropa interior.

Qué cosquilleo me entra en el cuerpo cuando recuerdo todo lo que he pasado últimamente. Jamás me había sentido tan viva y nunca pensé que estar tan viva te mataba tanto, que toda esa conexión con lo instintivo y natural acabaría vaciándome por completo.

Me di una ducha reparadora, el agua caía por mi cuerpo todavía tibio y agitado. No era capaz de mirar hacia abajo, es más, no quería abrir los ojos ni usar un espejo. Solamente repetía en la oscuridad de mi mente las imágenes de aquel parque. Me mareaba pensando en ese vaivén, ese rebote contra alguien que, a lo mejor, no vería nunca más.

Intenté recordar su nombre, y me di cuenta de que nunca lo había mencionado. Sentí cierta extrañeza al comprobar que me había entregado a un completo desconocido de dientes brillantes y cabello rubio con rulos, tipo película londinense de época. Venía de Londres, eso sí lo sabía. Le gustaba andar en bici y era muy bueno haciendo cosas sucias a la intemperie. Había tenido mi sexo en su boca unas horas antes, y yo le había suplicado que se metiera dentro de mí y no me dejara espacio para pensar ni saber quién era yo o cómo iba a presentarme.

Me había hecho otra (dudosa) costumbre en este tiempo: todos los días tenía un nombre distinto, una nueva profesión. Esto dependía de mi interlocutor y de las ganas del momento. Inventaba con creatividad y elocuencia; sin embargo, no recuerdo exactamente qué le dije a este o si le dije algo en absoluto. La comunicación era imposible, y eso solo ponía alertas todos nuestros demás sentidos: el tacto, el gusto, el olfato.

Palabra, ¿quién te necesita?

Capítulo 2

Cuando empecé con esto, realmente no sabía qué iba a suceder o hacia dónde iba a decantar esta búsqueda. ¿Se puede denominar búsqueda a la avidez por perderme? Antes de hallar lo que parecía ser una salida, me sentía atrapada en una especie de reloj relleno de arenas movedizas que me iba tragando de a poco. Quería frenar esa caída libre que había emprendido quién sabe cuándo. ¿Acaso la primera vez que lo vi en aquel cine? ¿O antes, cuando fantaseé con ese alguien que no conocía pero que ya me quitaba el aliento?

Qué difícil, dejar de pensar en él, parar de repetir la historia hasta en voz alta y con las ventanas abiertas para que la corriente de aire lo llevase lejos. Pero ya era momento de hacerme a un lado, de quitarme de en medio. Torcer el destino a golpes limpios, engañar a la suerte, dejar atrás. Sin embargo, olvidar era imposible en aquella casa tomada por el pasado. Pasado que ya me cansé de nombrar. Pasado que últimamente ni siquiera aparece en mi mente. Y, cuando, insistente, me toca la puerta, paro en una cafetería y me pido unos pancakes con miel, crema, frutillas, banana y un jugo de naranja bien espeso. Y hablo en otro idioma y miro ojos nuevos y me invento tonterías que me reconfortan y que me creo.

Me las creo en el sentido estricto, es decir, me convenzo realmente de lo que digo y siento que nací hace dos días o, mejor aún, que nazco ahora, en cada momento, y que nada me pesa. Es fantástica la habilidad de la mente. ¡Hasta me enamoro! Y ahora paso a contarles la mejor parte: resulta que ando viajando y dando vueltas hace rato y me divierte muchísimo ser tan perfecta y estar tan alineada con el mundo, cosa que fantaseo, por supuesto. Nada más alejado de la realidad. Pero en el camino voy conociendo cada personaje inolvidable que es digno de ser retratado. De la mayoría, no sé ni el apellido, pero creo saber cómo volverlos locos y luego salir completamente ilesa del asunto.

Ilesa, a resguardo. Mis nuevas necesidades básicas en este proceso de reconstrucción: hacer de todo, y que no me pase nada.

Todo esto lleva una planificación de larga data. No sé exactamente cuándo empezó, tal vez todavía estaba con… otras ocupaciones. El asunto es que un día mi mamá me devolvió un llamado, que a lo mejor no debió existir, con una noticia más que alegre: “Tengo tu regalo de cumpleaños y es imprescindible que armes la valija”.

A pesar de nuestro escaso diálogo diario, ella entendió perfectamente lo que estaba necesitando y, en menos de quince días, me fui del país por un tiempo. De paseo. No fue tan fácil en el trabajo, porque venía de unas semanas bastante tormentosas, pero Martín tuvo un rol clave a la hora de que me facilitaran la posibilidad de hacer esto que ahora está tan de moda y que hemos decidido llamar home office. Con la evidente excepción de que no me encontraría en casa, sino recorriendo los lugares más despampanantes de la tierra.

Martín.

Cada tanto hago una pausa en mi presente y él vuelve a mi memoria. Martín es uno de esos cabos sueltos de la historia. Es testigo y parte de lo que verdaderamente soy y de todo aquello que me pasa. Es la única persona que quiso frenar este viaje y el único que se niega a dirigirme la palabra hasta que no sea capaz de “asumir” o de “recapacitar”, como consignaba en uno de sus últimos mensajes. Él es un hilo al que estoy irremediablemente atada, y lo mucho que este hilo pueda extenderse sin quedar tirante y cortarse depende únicamente de él, de su ánimo y de lo que considera justo.

Qué me van a hablar a mí de justicia.

Justicia hoy es poder desnudarme frente a un desconocido y arrancarme, con cada polvo, todo el rastro que me ha dejado el pasado. Tengo aquella piel enquistada en la mía y no voy a frenar hasta que se me despegue por completo.

Capítulo 3

Hay un momento en el medio. Luis estaba próximo a partir, yo todavía pensaba que teníamos algo, que había un nuevo punto de encuentro indisimulable y sanador. Que había esperanzas, que bajaría la escalera mecánica en contramano para deshacer todas sus malas decisiones y volver a encontrarnos. Que entraría en razón, que el amor sería la respuesta, nuestro amor.

Sentada en casa, con las manos en el abdomen y la ilusión en franco crecimiento, me sorprendió el sonido del timbre. Todavía podía ser él, o quizás era el eco del despertador confirmándome que todo había sido un mal sueño, que él jamás nos dejaría. El corazón se me detuvo al tomar el auricular del portero, pero la voz del otro lado no era la de Luis, sino la de Martín, mi compañero de trabajo.

Volvió, como un relámpago, el recuerdo de mi anterior embarazo, y sentí una debilidad, como náuseas. Había pasado tanto, tantas cosas. Martín fue la única persona con quien pude compartir en tiempo real lo que me estaba ocurriendo en aquel entonces.

Qué vueltas da la vida. No hubiera imaginado nunca que él sería mi compañero en esos días de secretos. Pero a veces funciona un poco de esa manera, es más fácil exponer los sentimientos más profundos frente a un desconocido o alguien que no pertenece a nuestro círculo más íntimo. ¿Por qué será? Quizás se debe a que las personas que más nos conocen siempre esperan algo de nosotros y tienden a juzgar lo que les contamos en lugar de limitarse a escuchar. Aunque un poco eso es lo que uno cree que tiene que hacer cuando alguien le cuenta algo. Si no, ¿para qué lo hace?

En lo que a mí respecta, a veces necesito decir en voz alta lo que me pasa, pero en general soy bastante testaruda. No me gustan los consejos o sugerencias. Entonces, cuando necesito exteriorizar un pensamiento, voy en busca de un desconocido cuya opinión no me importe demasiado y lo largo todo. Las respuestas aparecen en mi cabeza a medida que hablo. Porque ellas siempre están ahí, en nuestro interior. Incluso las que pueden resultar adversas y las opiniones que emitirían nuestros seres queridos. Sabemos todo desde antes, pero insistimos en evitarlo. Tememos escuchar a viva voz la verdad, pero eso no la hace desaparecer.

Me encontré frente a Martín en el hall. Nos dimos un abrazo incómodo, nos envolvimos sin presionarnos del todo, como si atrapáramos el aire que rodeaba nuestros cuerpos. Subimos al departamento entre sonrisas incómodas. Yo había desaparecido del trabajo sin dar demasiadas explicaciones. Martín sospechaba que algo estaba pasando y no estaba dispuesto a quedarse afuera. Él sentía el derecho a preguntarme acerca de lo que ocurría, y yo, en algún punto, concebía la posibilidad de decirlo, de soltarlo. Y, si bien contarlo me resultaba parecido a crear un espejismo porque jamás lo había puesto en palabras, sabía que él se merecía la primicia.

Pasamos al departamento sin tomar asiento ni avanzar más que un metro para poder cerrar la puerta. Las palabras estaban desbordando mi cuerpo y yo presionaba los labios para que no se escapasen.

—¿Estás bien, Euge? —deslizó. Yo volvía a escuchar mi nombre, y este resonaba como si estuviese encerrado en un frasco. ¿Cuánto hacía que no hablaba con nadie?

Sin demasiado preámbulo, aunque con gran esfuerzo, temblores y lágrimas en los ojos, se lo dije.

Su rostro se llenó de una luz muy particular, creo que no sabía si felicitarme o lanzarme un “lo siento mucho”. Estaba al tanto de mi separación. También, en alguna charla superficial, había llegado a comentarle que ya no estaba conviviendo con Luis. Así que supongo que era una noticia que no sabía muy bien dónde encajar.

—¿Es de Luis? —Buscaba ahorrarse todo el asunto tratando de investigar en qué contexto había sido concebido. Nuevamente, no intentaba juzgarme, sino entender aquello por lo que yo estaba pasando.

—Sí. Es una larga historia, pero sí. Fue antes de… —No tenía ganas ni de nombrar lo que había pasado después.

—Ah, claro, entiendo. Bueno, y ¿estás feliz?

Me quedé mirándolo pasmada, era una pregunta imposible de responder. Me vinieron ganas de llorar. ¿Dónde estaba Luis? ¿De verdad iba a irse? ¿Qué iba a ser de mí ahora? ¿Cómo iba a llevar a cabo esto? Entré en pánico y él lo notó. No dijimos más y me dio un abrazo, pero esta vez, un abrazo firme, de verdad, sin aire que nos separase. Sentí el calor de su cuerpo junto al mío y el alivio que me embargaba.

—¿Alguna vez podré decir que estoy feliz? —solté después de dejarle los mocos en el hombro.

—Esa es la pregunta que nos hacemos todos, Euge, tranquila.

—¿Y cuál es la respuesta? —pregunté, y me respondí sola con el silencio que siguió después. No sabíamos la respuesta ni él ni yo.

—¿Querés un mate? —solté. Me sentí una psicópata, pero la verdad es que necesitaba cortar el momento. Me había quedado tildada pensando en lo que estaba por venir, y todo empezaba a írseme de las manos.

—Sí, dale. Permiso, Sentate acá, yo lo hago.

Martín empezó a moverse en mi cocina mientras yo lo observaba azorada desde el sillón. Estaba envuelta en alguna suerte de déjà vu, pensando en las veces en las que Luis acaparaba la cocina como un verdadero especialista. Pestañeé con fuerza para eliminar aquella imagen. Para no ensuciarla en la memoria, no tocarla, perderla o reemplazarla.

—Martín, ¿vos sabés cómo puedo hacer para trabajar desde casa? No creo que pueda volver por un tiempo, pero no quiero desaparecer.

—Sí, ahora vemos eso —dijo mientras probaba el primer mate y lo escupía en el fregadero.

—Bueno, gracias —solté con la mirada perdida en algún punto del suelo.

—¿De cuánto estás? —me peguntó a la vez que me extendía un mate. La duda impresa en su voz develaba que temía que, al hablarme, hiciese explotar una bomba.

—De tres meses —sentencié luego de repasar todas las imágenes por mi mente: la bruja, la prueba de embarazo, la ecografía, las veces que nos había dado negativo, la tensión y el intento por entender que esto era real, que estaba pasando.

Estaba diciendo cosas por primera vez, caminando en un terreno absolutamente desconocido. Y ese sería un lugar que más tarde me negaría a pisar, como si un embarazo pudiese negarse. Como si la vida no avanzara inescrupulosa.

Capítulo 4

Me subí a un colectivo y descubrí que el humano que viajaba junto a mí me sabía bien. Lo miré de reojo un par de veces y me convencí de que podría lamerle la piel o dejar que tocara la mía sin problemas. Cada vez soy más rápida y precisa con el radar. Estilo: okey. Aroma: okey. Dientes: todos. Conclusión: yendo no, llegando. Puedo verlo como una crónica que suelo proyectar en mi mente y a la que denomino “Cómo me volví puta”.

El viaje duraba nueve horas y yo acababa de compartir unos días con el nuevo amor de mi vida (o al menos eso consideraba en la balanza de experiencias que había transitado últimamente). Sin embargo, ahora obviaré este tema, ya que había sido el verdadero detonante de esta bomba de nubes en la que iba a estar flotando un poco más. Además, ya me encontraba rumbo a otro encuentro con un ser ligeramente desagradable que me había servido de consuelo en algún momento; había decidido pasar un fin de semana con él, alejados de la gente, para poder tener sexo sin escrúpulos y sin descanso, sabiendo que luego lo olvidaríamos. Habíamos acordado reencontrarnos en esta ciudad de destino. Él me pasaría a buscar por la terminal, y nos situaríamos en un lugar fantástico en medio de una pequeña isla del mediterráneo. Pero lo de mi acompañante anónimo había resultado un hecho fortuito que no podía dejar pasar.

¿Así iba a ser ahora? Esta hambre, esta voracidad por servirme de la variedad para formar el gusto. Este intentar borrar rápidamente un cuerpo que, entre tantos, no me había resultado indiferente. Este miedo a sentir, a atravesar capas invisibles. El miedo a revelar mi propia identidad porque quería evitar encontrarme conmigo misma, verme frente a frente con mi caos interno. Era intentar volar en una carrera a pie o querer nadar en pleno vuelo. No implicarme parecía ser una opción, la mejor de todas. Pero ¿cuánto tiempo soporta esto nuestro ego? Me refiero a no ser nadie para nadie.

De todas formas, ahí estaba, en pleno autoengaño, sirviéndome las sobras y aplaudiendo al chef como si realmente hubiese cocinado para mí.

El viaje era largo, había algunas paradas técnicas que abordé con total indiferencia. No tenía urgencia, sentí que dominaba la situación. Lo observé con detenimiento sin que él lo notase en absoluto. Iba estudiando su cuerpo, la forma en que se movía, contando los cigarrillos que se fumaba, husmeando lo que elegía para comer. Este último punto fue por demás interesante, comía con compulsividad. Me llamó la atención y a la vez hizo que me acordara de mí misma devorando pancakes para no pensar. Empaticé con él. ¿De dónde sería? ¿Qué idioma hablaba? Estábamos en España en ese momento, pero cuando se ponía a mandar mensajes, que yo intentaba leer de reojo, no podía entender en qué idioma estaban escritos.

Sin embargo, creí recordar que, cuando se sentó, me dijo algo en español; en mi mente resonaban las palabras “asiento” y “mi”. Pero no era un español de España. Tampoco me pareció que estuviese mal conjugado, como cuando se trata de alguien que habla en otro idioma.

¡Uf! Por mi mente solo pasaban temas así de trascendentales. Esto era el paraíso: una mujer con un país a cuestas, un cuerpo ahora voluptuoso, sin menstruar, completamente excitada y libre. Nadie, absolutamente nadie me esperaba. Nadie pensaba en mí. Nadie me reclamaba, excepto Martín. Cada vez que veía un mensaje suyo, lo deslizaba y archivaba. Como si se tratara de un insecto volador que espantase de mi cara con el movimiento de una mano.

Capítulo 5

—Entonces…, ¿fuiste al médico? ¿Vas a seguir con el embarazo? Es decir, ¿van a seguir?… Él lo sabe, ¿verdad? —continuó Martín. A veces me resultaba un poco brusco con las preguntas, pero entendía que yo estaba demasiado hermética con este punto, y no podríamos avanzar a no ser que yo largase de una vez toda la información.

—Sí. Sí voy a seguir y sí lo sabe. —Decidí no entrar en mayores detalles. Quizás, porque me rehusaba a pensar que Luis se iría, que desconocería la verdad, que intentaría arrancarme de su vida.

—Bueno, perdón, veo que te incomoda, no pregunto más —me dijo sin dejar de cebarme mates, como si esta tarea estuviera disociada de lo que estábamos hablando y siguiera su ritmo aun en los silencios, aun cuando nosotros nos frenábamos.

—¿Y vos? —deslicé luego de un largo silencio en el que trataba de confirmar qué sabía de él exactamente, ya que siempre era yo la que monopolizaba las charlas.

—¿Yo qué? —me dijo buscando cierta especificidad en mi pregunta, tratando de hallar un ápice de interés de mi parte en la conversación. Pero yo no tenía ni para empezar. No podía asumir la misma precisión que él tenía al preguntar porque lo desconocía casi por completo.

De pronto me acordé, él estaba casado, ¿qué hacía en casa todavía a esa hora?

—¿Y tu familia? —solté sin pensar demasiado la pregunta.

—Bien —se limitó a responder.

Ese bien me sonó muy extraño, como si, con el punto final que agregó después de pronunciarlo, hubiera decidido no contarme algo que estaba pasándole. Me resultó inadmisible, yo le contaba absolutamente todo.

—¿Bien? ¿Es todo lo que vas a decir?

Su cara se sonrojó, me evitó la mirada. Y entonces se me apareció una imagen: aquella noche de la que no íbamos a hablar, la noche. Nos besamos en la pista de ese bar, y yo salí espantada para luego acabar destrozándole la velada a Luis. Y más tarde… Más tarde nos uníamos para decirnos adiós para siempre, sin saber que estábamos concibiendo a nuestro hijo. Qué noche... imposible de olvidar. Despejé mi mente y seguí:

—¿Te separaste? —No estaba dispuesta a hacerme la tonta y cambiar de tema.

—Sí. Hace un par de meses —afirmó.

El encuentro empezaba a volverse raro. Habíamos dejado el mate y estábamos levemente recostados en el sillón. Nuestros cuerpos estaban muy cerca, pero no éramos capaces de mirarnos más que de reojo. Me sentí un poco incómoda con la situación, que, de alguna manera imperceptible, invitaba a que pasara algo más. ¿A qué había venido Martín realmente? ¿Por qué se había aparecido en mi casa? ¿Qué significó hablar con él sobre el embarazo? El clima se puso denso y yo empecé a desear que se fuera.

Me quedé mirando hacia adelante mientras él se ponía de costado y clavaba sus ojos en algún lugar de mi mejilla izquierda. Podía sentirlos como un láser que iba encendiendo el costado de mi cara hasta ruborizarme por completo. Había tensión.

—Martín, con respecto a aquella noche… —Me costaba ponerlo en palabras, pero me vi en la necesidad de aclararlo.

—Sí, sabía que lo ibas a mencionar. Te pido disculpas otra vez, Euge, me mandé cualquiera. Me arrepiento mucho, no sé por qué lo hice. —Sus palabras se escuchaban sinceras, y saberlo me tranquilizó.

—No pasa nada, ya quedó atrás. Pero, bueno, no quiero que pienses algo que no es.

—No, tranquila —me dijo tornando nuevamente su cuerpo hacia arriba como si abandonara esa intención.

Estuvimos un poco más en silencio y se puso de pie para irse, no sin antes constatar que yo estaría bien y que lo llamaría si necesitaba algo. Le recordé lo del home office, así que, antes de partir, hizo algunas cosas en mi computadora, torpemente y apurado. Luego lo acompañé a la salida y, después de un paseo olvidable en ascensor, nos dimos un abrazo todavía más incómodo que el primero y partió.

Capítulo 6

Habíamos cumplido con tres cuartas partes de un viaje agónico, un viaje que me sirvió para hacerle una radiografía completa. Yo llevaba una falda corta de colores; generalmente, no la elegía para viajar, pero, a pesar de los kilos de más, me quedaba muy bien, así que resultaba oportuna en esta especie de ritual de apareamiento. Cuando estaba sentada, la falda se deslizaba un poco hacia arriba y dejaba ver mis muslos abultados, esos muslos que, tal como me habían mencionado, delataban mi nacionalidad. Pude ver que esto le llamó la atención. Simplemente, me di cuenta.

Las casi seis horas de viaje nos tenían ahora más distendidos. Nuestros cuerpos, que habían arrancado apenas rozándose, ya estaban directamente apoyados entre sí. Mi temperatura y la suya se balanceaban en un punto de contacto.

Se durmió. Observé su cuerpo, sus tatuajes. Me llamaban mucho la atención, eran dibujos muy específicos, de un estilo pop que no había visto jamás, como si fuese fanático de algún artista concreto. Una mezcla de Picasso con Britto. Seguí el camino de las ilustraciones que iban desde las pantorrillas a su cuello y llegué a su rostro. Me detuve en su boca y traté de representarme cómo encajaría con la mía si fuéramos a besarnos.

El tiempo pasaba, también las experiencias, pero había algo en mí que me hacía tan fantasiosa y soñadora como siempre. Tenía que sacudir la cabeza para deshacerme de las imágenes que me estaba representando. Tuve que cruzar las piernas para contener la presión que empezaba a sentir en mi sexo. Habían pasado unas pocas horas desde la última vez que había hecho el amor y faltaba apenas un par más para entrar en una especie de maratón de perversión. Pero yo no podía dejar de pensar en eso. ¿Me había convertido en una ninfómana? Lo cierto es que pensar en sexo era algo cómodo. Era fácil de solucionar. Mucho más fácil que disolver la nube que flotaba, silenciosa y paciente, sobre mi cabeza. Sin embargo, era consciente de que, más tarde o más temprano, iba a tomar su rol protagónico, porque el misterio era absolutamente imposible de ignorar con el paso del tiempo.

A solo media hora del destino, la excusa fue algo circunstancial; no recuerdo bien qué fue, aunque podría inventarlo para el relato, yo qué sé. Podría decir que nos llamó la atención un hombre que se había cambiado de la ubicación asignada y, cada vez que subía alguien, volvía a su asiento original por las dudas; lo hizo una y otra vez durante las nueve horas de viaje. O quizás, una mujer que hablaba por teléfono; medí, y estuvo hablando cerca de cuatro horas con alguien que parecía ser su pareja. Más que hablar, medio que se acompañaban virtualmente por el auricular, era bastante tedioso. Ella incluso almorzó en silencio con el teléfono mientras él la escuchaba abrir paquetes y masticar. Qué curiosas son las formas que toma el amor.

En fin, también podría decir que nos pusimos a hablar de todas las paradas que hizo el bus. Ya rozaban lo ridículo, sobre todo esta parada que tenía lugar media hora antes de que llegáramos a destino y duraba media hora. Era una pérdida de tiempo. O de lo insistente que era el chofer rogándonos que no comiéramos a bordo, cosa que mi compañero de asiento ignoró por completo.

Como dije antes, comía con desesperación. Primero, un sándwich enorme con una cantidad bochornosa de salame, calculo que eran unas siete fetas. Luego, unos grisines. Más tarde, un paquete de papas tamaño familiar que sacaba de una mochila una y otra vez para servirse un puñado y volverlo a guardar. Parecía un grupo de payasos saliendo de un Fiat seiscientos. Nunca podría haber imaginado que entrarían tantas cosas en esa bolsa. Rebajaba todo con una botella de agua, agua que entraba en su boca cuando la comida todavía se encontraba dentro de ella. Supongo que le servía para hacer una especie de pasta y tragar. No debía ser fácil pasar la comida después de la cantidad de cigarrillos que había fumado. Todo eso fue rematado con un chocolate. Quedé sorprendida. Incluso tomó unas papas más después del chocolate. Qué habría sido si nos hubieran dejado comer dentro del bus.