Ahora es cuándo - Carlos Medina Plascencia - E-Book

Ahora es cuándo E-Book

Carlos Medina Plascencia

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Beschreibung

La vida política de Carlos Medina Plascencia estuvo antecedida por una rica trayectoria que dio forma a su carácter y a sus posteriores acciones públicas. En este libro conocemos esos hechos, encontramos a la figura real que comparte con nosotros apuntes biográficos y anecdóticos para explicar el porqué de su propuesta para México y también su visión del país a lo largo de los años. El presente volumen representa un acercamiento inédito a un personaje que reconocemos fácilmente, pero cuya personalidad y propósitos profundos se nos revelan hasta ahora, gracias a una perspectiva personal, siempre sincera y aleccionadora. Las páginas de Ahora es cuándo no se reducen, sin embargo, a lo anecdóctico, son también la expresión de un ideario político derivado de experiencias reales, surgido en la lucha contra los aparatos de poder, y enfocado en la construcción de una nación donde impere el estado de derecho y los habitantes gocen de mayor justicia y respeto. Alejado de aquella vieja política centrada en el clientelismo electoral, el soborno y el tráfico de influencias, Medina Plascencia opta por un estilo sensato, democrático y transparente de ejercer el poder, no como una actividad que garantiza privilegios personales, sino como una práctica de servicio público que construye consensos y suma esfuerzos a partir de un acuerdo nacional.

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A mi esposa Martha, a nuestros hijos Lorena, Carlos, Claudia y Andrea, inspiración de mi vida.

A mis papás y mis hermanos.

Quiero conocer y agradecer a Alfredo Anda, Javier Cordero, Marco Antonio Adame, Juan Diego Jasso, Jesús González, Angélica Valdovinos y Yadira Luna, quienes me han acompañado en este compromiso por México.

Y en forma muy especial a Héctor Moreno y Rogelio Carvajal ya que sin su apoyo no hubiera sido posible realizar este trabajo.

ADVERTENCIA

Lo que aquí te ofrezco es una rendición de cuentas, un corte de caja, un alto en el camino, una reflexión profunda sobre lo avanzado y los retos para el mañana; una invocación a garantizar la conclusión de la etapa de un México del que te doy parte.

Es tiempo de renovar el esfuerzo, la participación, para llevar al país en esta nueva etapa por donde mejor nos convenga a todos. La política es tan importante como para dejársela sólo a los políticos.

Es una invitación a seguir a Manuel Gómez Morin cuando advertía que “la política no debe ser la oportunidad de las más bajas satisfacciones, lucha feroz por el poder, y sus gajes más mezquinos, complicidad y compadrazgo, duplicidad y traición”.

Es también una propuesta para ti joven, que aún conservas las manos limpias, porque con tus convicciones y esfuerzo podremos construir un futuro donde la patria ordenada y generosa sea.

www.carlosmedina.com.mx

www.mexico202O.org.mx

PRESENTACIÓN

Después de casi dos décadas de militancia en el Partido Acción Nacional, donde mi participación política ha sido de tiempo completo, decidí analizar y compartir mis experiencias y la manera en que he asumido las diversas actividades públicas que he ejercido. La motivación para escribir este libro nació al finalizar mi responsabilidad como gobernador interino de Guanajuato, en junio de 1995, pues consideré necesario dejar un testimonio de la labor llevada a cabo. Sin embargo, las actividades de los años siguientes me hicieron postergar el proyecto.

Ahora mi deseo es compartir la experiencia acumulada en mi paso por la regiduría, la alcaldía de León, la gubernatura de Guanajuato, la coordinación del grupo parlamentario del PAN en la primera cámara de diputados sin mayoría del PRI,y lo que ha sido hasta ahora mi participación en el senado de la República, en fin, relatar la realidad que he vivido en cada etapa.

Aunque también han surgido otros retos y tareas en mi carrera política, como la búsqueda de la jefatura nacional de mi partido, en marzo de 2002, y la coordinación de la elección federal de 2003.

Mi interés no es otro que el de transparentar la vida política para contribuir al proceso democrático que comienza a vivir la nación, y por el que tanto luchamos en las filas de Acción Nacional. Lo hago como un acto de congruencia, convencido de que para dignificar la política es necesario que quienes nos dedicamos a ella nos mostremos tal como somos, porque al decidir ser personas públicas nos obligamos moralmente a ser ejemplo de lo que proponemos, y a mostrar congruencia entre la acción y el pensamiento.

Como a muchos mexicanos, me educaron en el seno de una familia católica, con principios y valores cuyos pilares son la verdad, la honestidad, el respeto a los demás y el trabajo. En ese sentido, estoy convencido de que nuestra razón de existir es servir a los demás. Y sólo una visión trascendente del ser humano puede construir un sistema político capaz de garantizar sus derechos elementales y proporcionarle condiciones para su realización en todos los aspectos. Estos valores y principios han sido fundamentales en mi familia que, a lo largo de 25 años, he formado con Martha y mis cuatro hijos.

He aplicado esos principios en todos los aspectos de mi vida diaria: al tomar decisiones dentro de mi familia, con mis amigos y en la empresa familiar —a la que concibo como un centro de desarrollo humano integral que nos beneficia a todos los que en ella interactuamos—; pero, sobre todo, lo he hecho en el desempeño de mis responsabilidades públicas. Y he sumado a la congruencia un sentido de eficacia, para ofrecer beneficios concretos a quienes han depositado su confianza en mi persona y en los principios de mi partido, al elegirme o designarme para asumir responsabilidades políticas.

En todos estos espacios he descubierto que el reto más importante consiste en aportar información y criterios para erradicar la subcultura de la dependencia mental y material a que nos acostumbró el viejo sistema político, para cimentar una cultura en que los ciudadanos participemos de manera corresponsable en todas las decisiones que nos competan.

Descubrí mi vocación política mientras formaba parte del Consejo del Centro Empresarial de León y fui tomando conciencia de que la vida empresarial, que influye de manera natural en todos los ámbitos, necesitaba desarrollar una interacción más real con el entorno, sobre todo en un país como México, donde no se han garantizado todavía condiciones suficientes para la actividad empresarial, la cual debe contribuir a formar hombres honestos y generar riqueza material. Porque concibo a la empresa como un núcleo de desarrollo humano donde todos los que participan tienen responsabilidades y beneficios. Aunque sólo si las condiciones sociales, fiscales, políticas y económicas favorecen la libertad empresarial, los beneficios sociales pueden ser muchos, pues cuando la situación es adversa se generan otros fenómenos. Esto lo descubrí frente al terrible escenario de principios de la década de los ochenta, cuando el país se hallaba estancado en lo económico, sumido en una gran crisis política y sin liderazgos. Tuve que replantear mi camino, convencido de que debía ampliar mi ámbito de acción y comprometerme a buscar soluciones de fondo para beneficiar al mayor número posible de personas. Así supe que la única manera de lograrlo era en la política.

Al terminar mi periodo como consejero de la COPARMEX y del Centro Empresarial de León, estuve brevemente en una organización cívica llamada PROCI (organización de promoción de la participación ciudadana) y poco tiempo después me afilié al Partido Acción Nacional en donde me ha tocado desde repartir propaganda, organizar reuniones y asistir a juntas, hasta competir por puestos de elección popular y desempeñarlos.

En mis dos primeras responsabilidades, como regidor y como alcalde conocí los alcances reales de la corrupción. Casi todos los procedimientos públicos, como servicios, permisos y contratos, requerían de una dosis de cohecho para funcionar. Era normal que los funcionarios se beneficiarán al cumplir con su deber y que los ciudadanos tuvieran que “mocharse” para obtener los servicios que pagaban con sus impuestos. Era el manejo negociado del servicio público, el cual deformaba la mentalidad de los ciudadanos, para quienes las leyes y la autoridad no merecían respeto alguno.

Este manejo patrimonialista tenía dividido al país entre poderosos y servidores, no había posibilidad de convivencia.

Ingresar en la política me hizo ver que la primera obligación era ser congruente y que el mayor reto consistía en cimentar las bases de un proceso educativo para cambiar esa subcultura fraudulenta. Para ello se requería que las autoridades pusiéramos el ejemplo y alentáramos la participación comunitaria. Por ello, tanto en la alcaldía como en la gubernatura, me empeñé en exponer la toma de decisiones a la ciudadanía; busqué una administración eficiente, a la cual introduje conceptos y sistemas hasta entonces desconocidos en la administración pública, basados en los procesos del desarrollo organizacional.

En su momento, las diversas luchas para hacer valer el voto por vías legales, incluyendo el proceso electoral para gobernador de Guanajuato en 1991, que desencadenó acontecimientos políticos de los que posteriormente fui actor principal, ampliaron mi comprensión de las contiendas partidistas.

En nuestro país ha sido una práctica común colgar etiquetas a los políticos. En mi caso, una hábil campaña del priismo resentido, secundada por otros partidos, pretendió convertirme en “símbolo de la concertacesión”, pero, en lo personal, acepté el reto de asumir el interinato de la gubernatura en Guanajuato porque las condiciones políticas del momento tenían al estado en un callejón sin salida: la violencia comenzaba a presentarse cada vez con más fuerza, y sentí que podía contribuir a establecer un marco legal eficiente y digno.

En este libro quiero dejar constancia de la información que tuve a mi alcance y que me sirvió para tomar las decisiones que consideré más adecuadas. Deseo, además, dar un justo reconocimiento a la lucha de un pueblo para hacer respetar su voluntad y dejar el testimonio más fiel sobre la reforma electoral estatal elaborada mientras fui gobernador interino, misma que dio un marco jurídico a los comicios del 28 de mayo de 1995, en donde Vicente Fox fue electo gobernador. Los aciagos meses de 1994, en los que se registraron el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas; el secuestro de Alfredo Harp Helú; el asesinato de Luis Donaldo Colosio; las elecciones federales y el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, opacaron los esfuerzos que realizábamos en nuestro estado. Ahora, con la serenidad que dael tiempo, estoy convencido de que se trató de un ejercicio ejemplar para el país porque se tradujo en un proceso electoral de alta participación ciudadana, con resultados creíbles, contrastando con el que se había vivido apenas cuatro años atrás.

La experiencia política adquirida después al frente del gobierno estatal, me convenció de que es necesario que los mexicanos valoremos el esfuerzo del pueblo guanajuatense al participar, durante años, en una jornada cívica cuyo desenlace consolidó el cambio político en esa entidad e impulsó a quien hoy es el presidente de México: Vicente Fox Quesada, debido a que su postulación a la presidencia sólo puede entenderse en esa retrospectiva: cuando en 1988 Acción Nacional diseñó y concretó una estrategia de defensa del voto ciudadano, gracias a la cual se ganaron los tres distritos electorales federales de Guanajuato y los tres locales del municipio de León.

Como político, he buscado contribuir a formar una nueva actitud en la que se entienda la necesidad de la apertura, del respeto y de la participación. Los frutos de esa nueva actitud se reflejan en el hecho de que hoy, en el ámbito estatal, poco más de la mitad de los mexicanos están gobernados por un partido distinto al PRI; y en que las acciones de los políticos están, cada vez más, bajo el escrutinio público.

Esa participación comunitaria y, por ende, el cambio para buscar una mejoría, es lo que Carlos Castillo Peraza definió como la victoria cultural del PAN, incluso admitiendo las fallas de sus hombres y de algunos gobiernos que ha encabezado mi partido. Han surgido nuevos actores políticos, sobre todo en la última década, pero los esfuerzos de Acción Nacional datan de hace más de sesenta años, en una lucha honesta, cabal, de búsqueda del bien común. Hay que reconocer también que su aportación abrió márgenes para el surgimiento de nuevos actores políticos, organizaciones ciudadanas, personalidades y partidos que juntos han ayudado a construir esta nueva cultura.

Ese principio de transformación cultural ha sido la piedra angular que ha orientado todas las tareas que he desarrollado. Por ello, asumo que en el servicio público he encontrado mi vocación, que no es vivir de la política sino para la política, por ser la actividad más destacada que puede realizar una persona, pues la política del bien común y de servicio a los demás se basa en ser solidario con el impulso al desarrollo integral de las personas, liberándolas de la dependencia y la sumisión.

Busco cumplir con una vocación de servicio, con la convicción de que debemos dignificar la política, lograr una mayor participación de los ciudadanos en las decisiones de gobierno, transparentar el manejo de los asuntos públicos, y convertir todo esto en la herencia social de nuestros hijos. Creo en el hombre como la verdadera riqueza de cualquier comunidad, creo en su absoluta dignidad y en que la plenitud de su ser se logra mediante el compromiso con los demás.

Así, este libro es un acto más de congruencia, para cubrir parte de la hipoteca social que he adquirido al asumir consciente y responsablemente mi trabajo político. En él se relatan mis actos, pero también y sobre todo las reflexiones desde las cuales asumí medidas que han afectado a la colectividad, por lo que merecen ser puestas a disposición de todos y cada uno de quienes se han visto involucrados.

ANTES DE LA POLÍTICA

Nací el 14 de agosto de 1955, en León, Guanajuato. Soy ingeniero químico administrador por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), campus Monterrey, y tengo una maestría en administración por la Escuela de Graduados del mismo ITESM de la ciudad de México.

De mi padre y mi madre aprendí el respeto hacia los demás, el buscar las cosas siempre derecho, sin dobleces (cuando es sí, es sí y cuando es no, es no), la disciplina y el orden, ante todo.

Mi padre, Carlos Medina Torres, trabajó en la curtiduría de mi abuelo, Andrés Medina Plascencia, y logró que le pagaran a destajo. Se levantaba todos los días a las cuatro y media de la mañana para prender la caldera de la tenería, ayudaba como acólito en misa de cinco y media en la Catedral de León, desayunaba y a trabajar. Cuando ahorró 26 pesos, mi abuelo le sugirió que comprara un cuero de res para que lo curtiera y comenzara su propia empresa. Mi abuela le prestó un peso con cincuenta centavos para completar el pago y, al procesarlo y venderlo como suela de cuero, pudo tener sus primeras utilidades. Así nació la empresa que mi padre creó en 1941, aunque su formación oficial, como sociedad anónima, fue hasta 1971. Ése es el orgulloso origen de la que hoy es una de las plantas curtidoras más grandes de Latinoamérica.

Mi padre fue un hombre que se forjó con esfuerzo, sin mayor instrucción formal, pues sólo estudió la primaria, pero logró levantar su empresa, a base de trabajo diario, haciendo del negocio y de su familia su mejor plataforma de realización en lo humano, en lo artesanal y en lo social. Hombre claro y de pocas palabras, era luchador, trabajador y exitoso. Tenía el perfil de un hombre de empresa orientado a la producción, con poca intervención en ventas y en la administración del negocio, pero estricto en el manejo del personal.

Se casó con Carmen Plascencia Fonseca, mi madre. Fuimos ocho hermanos: Lucrecia del Carmen, Carlos, Susana (quien falleció el 22 de marzo de 1996), Óscar, Luz Gabriela, Mónica, Sergio y Guillermo.

Mi padre tenía un sentido de la honestidad y la congruencia que aplicó en todas las situaciones, y debo reconocer que al comienzo de mi actividad política hizo algo que me marcó para siempre. Por ejemplo, al ganar la elección para la presidencia municipal de León, en 1988, me dijo:

—Está bien, pero no puedes cobrar por lo que vas a hacer, ésa es una vocación, tú conservarás tu lugar y tu salario dentro de la empresa para que no cobres allá.

Gracias a ese gesto de mi padre, durante los tres años que fui alcalde de León, destiné mi salario a cuestiones educativas.

Asomándome a la política

Estudié desde el kínder hasta la preparatoria en el Instituto Lux, la escuela de la Compañía de Jesús en León, siempre bajo la tutela de los padres que enseñaban desde el viejo catecismo hasta los ejercicios ignacianos, y, desde luego, siguiendo el llamado que hacían a dar testimonio de nuestra fe con el lema de la institución: “Formar hombres y mujeres para los demás”.

Nunca fui un alumno de dieces, pero era ordenado. Siempre me consideré alguien tranquilo, siempre con mis libros y carpetas forradas con recortes de autos y con mi ejemplar de la revista Automundo.

En quinto semestre de la preparatoria, en septiembre de 1972, participé por primera vez en una planilla para disputar la mesa directiva de la sociedad de alumnos del plantel; era el coordinador de patrocinios y la empresa de mi padre formaba parte del patronato de la escuela a la que donaba algunas cosas, como uniformes para los equipos deportivos. La planilla en la que estuve estaba liderada por Alejandro Hernández Padilla, alias el Campanas. La otra, del mismo semestre, estaba dirigida por Alejandro Gutiérrez Murillo, alias el Pelos; y Eduardo Sojo Garza-Aldape, a la postre jefe de la Oficina de la Presidencia para Políticas Públicas del gabinete de Vicente Fox, que encabezaba a un grupo de tercer semestre, fue quien resultó el ganador.

Más adelante, al escoger el área para proseguir mis estudios me decidí por la de ciencias químico-biológicas, aunque para ayudarnos a descubrir nuestra vocación, nos aplicaron un test psicométrico.

Cuando fui a conocer los resultados, la psicóloga Carmelita Badillo, responsable del área, me comento que mi vocación estaba orientada a las cuestiones económicas y políticas. Cómo me reí de sus conclusiones; recuerdo que le contesté: “¿político? ¡nunca!”, y sin hacer mucho caso, insistí en estudiar ingeniería química.

Estudié en el Tec de Monterrey de agosto de 1973 a diciembre de 1977, donde me gradué de ingeniero químico administrador. Desde el principio de la carrera tuve experiencias inusitadas, pues a los pocos días de iniciar el primer semestre, fue asesinado Eugenio Garza Sada, cuando militantes de la Liga 23 de Septiembre intentaron secuestrarlo. Recuerdo las escenas del velorio en el edificio de rectoría, los periódicos con las fotos del sepelio en donde aparecía el presidente Echeverría acompañando a la familia Garza Sada. Pero, sobre todo, se me grabó el discurso de Ricardo Margain Zozaya, quien culpaba al gobierno de Echeverría de generar un clima de enfrentamiento social, que derivó en la irrupción de grupos armados que secuestraban y mataban en nombre de una lucha política:

—Que sus asesinos y quienes armaron sus manos y envenenaron sus mentes, merecen el más enérgico de los castigos, es una verdad irrebatible. Pero no es esto lo que preocupa a nuestra ciudad. Lo que alarma no es tan sólo lo que hicieron sino ¿por qué pudieron hacerlo? La respuesta es muy sencilla, aunque a la vez amarga y dolorosa: sólo se puede actuar impunemente cuando se ha perdido el respeto a la autoridad; cuando el Estado deja de mantener el orden público, cuando no tan sólo se deja que tengan libre cauce las más negativas ideologías, sino que además se les permite que cosechen sus frutos de odio, destrucción y muerte. Cuando se ha propiciado desde el poder, a base de declaraciones y discursos el ataque reiterado al sector privado —del cual formaba parte destacada el occiso—, sin otra finalidad aparente que fomentar la división y el odio entre las clases sociales. Cuando no se desaprovecha ocasión para favorecer y ayudar todo cuanto tenga relación con las ideas marxistas a sabiendas de que el pueblo mexicano repudia este sistema por opresor.

Todo esto dijo Margain Zozaya, padre de mi compañero, el senador Fernando Margain Berlanga, el 18 de septiembre de 1973, ante el presidente Echeverría y el gobernador Pedro Zorrilla Martínez. Pero también les ofreció una salida política:

—Con sinceridad, creemos que, si es necesario que se reexaminen actitudes del pasado, es el momento de hacerlo. Si en algo o en mucho se ha fallado, es el momento de corregir el rumbo. Si se ha malinterpretado la acción prudente de la autoridad, que la misma se haga sentir en forma seria y responsable. Sobre el interés individual o de grupos ideológicos se encuentra, al menos así lo piensan las instituciones del sector privado, el interés de la patria.

Como una consecuencia de la política populista del presidente Echeverría, en 1976, el peso se devaluó, después de 22 años de estabilidad cambiaria, pasando de 12.50 a 18 pesos por dólar. Fueron los primeros impactos políticos que advertí durante mi paso por las aulas del Tec.

En sexto semestre fui electo presidente de la Asociación de Estudiantes de León en el Tecnológico de Monterrey; éramos como un centenar. Ahí comencé a descubrir mi vocación social. De la formación académica, me marcaron la exigencia, la disciplina, la libertad y un alto sentido de responsabilidad profesional para ser eficiente en todas las actividades que fuera a emprender.

Cuando regresé a León, mi padre me pidió que me incorporara a la administración de la empresa, y aunque tenía propuestas de empleo con mejor salario en Guadalajara y Monterrey, sentí que debía atender su solicitud y empecé a trabajar de inmediato.

Otra cosa que aprendí de mi padre fue a hacer bien todas las cosas a las que uno se dedica, y en la que fue mi afición preferida, las carreras de automóviles, apliqué esa misma filosofía. Me apegaba de manera estricta a las reglas. Para cada competencia se debe seguir una metodología si se quiere llegar a determinado número de revoluciones del motor al salir de cada curva, y personalmente me encargaba de ello. Hacía los trazos, y el planteamiento completo de la carrera. Llegué a figurar como novato del año, por lo cual me decidí a buscar patrocinios, pues mis resultados me abrían esa posibilidad. Para conseguirlo, hicimos un video de promoción, un manual riguroso de imagen corporativa para solicitar apoyo a las empresas. Llevábamos copias fotostáticas a color de los diplomas que había ganado y fotografías de los trofeos. Practiqué el automovilismo durante cuatro años, hasta que tuve que dejarlo para ser candidato a presidente municipal de mi ciudad.

Conforme avanzaba en mis responsabilidades empresariales entendía mejor el valor de actuar honesta y adecuadamente en la realización de todas las actividades en las que participaba, ya que cada una significaba una carga importante para la empresa y para mi familia, por lo que debía rendir cuentas. Ese mismo espíritu me hizo entender la necesidad, aún mayor, de ser transparente cuando se trata de desempeñar funciones que afectan la vida de los demás.

Al transcurrir el tiempo comencé a dividir mis actividades entre los organismos empresariales y el trabajo en la empresa; la afición por las carreras me quitaba sólo los fines de semana, pero no me fue posible ser constante porque ese tiempo comenzó a reclamarlo la faceta de representación empresarial. Necesitábamos participar en organismos gremiales, como la Cámara de Curtiduría de Guanajuato, a través de la cual, por disposición legal, se adjudicaban las cuotas de importación de cueros bovinos. Eran permisos trimestrales, y si se retrasaban se corría el riesgo de paralizar la producción, por eso eran importantes. Como empresa, ya nos habíamos inconformado con los criterios discrecionales que se empleaban para asignar tales cuotas, por lo que decidimos que yo tomara la representación y diera seguimiento a las demandas.

Más tarde, representé a la empresa en la Asociación Nacional de Proveedores de la Industria del Calzado (ANPIC), que tenía muy poco tiempo de formada y después, cuando tenía 24 años, me eligieron presidente de la misma. Años después me invitaron al Centro Patronal de León, desde donde me relacioné con autoridades locales, y con el gobernador en turno.

El participar en la Unión Social de Empresarios Mexicanos (USEM), influyó fundamentalmente en mi interpretación personal de las relaciones entre el empresariado y el gobierno, y las relaciones laborales. Siendo León una ciudad sin mayor presencia sindical, tomé experiencias de otras ciudades donde se registraban conflictos en esas áreas. Frente al panorama que iba conociendo, donde vislumbraba problemas mayores, como la irritación ciudadana por no encontrar mejores caminos de crecimiento y la insatisfacción empresarial por carecer del marco adecuado para realizar bien su labor, empecé a preguntarme si la acción que ejercía a través de los organismos empresariales era suficiente o si era necesario tratar de cambiar las cosas mediante la participación política.

Llegué a ocupar la secretaría del consejo de administración de Suela Medina Torres, en la que mi actividad se enfocaba a participar más directamente en los organismos empresariales, como la USEM, la Asociación Nacional de Curtidores, el Centro Patronal de León, filial de la COPARMEX; en algunos consejos de bancos locales, y en ANPIC, que presidí de 1980 a 1982. Además, participé en el fideicomiso “Mi Futuro”, en la Asociación Nacional de Curtidores, en la Asociación Desarrollo Rural de Guanajuato.

En instituciones educativas he participado desde 1982 hasta la fecha, como miembro del Consejo Educación Superior del Bajío, emanado del ITESM, campus León, y fui presidente del Patronato de Educación y Cultura de León del Instituto Cumbres. De 1981 a 1985 pertenecí al Consejo Nacional de la Confederación Patronal de la República Mexicana y en esa misma época fui vicepresidente del Centro Empresarial de León. Cuando terminé mi periodo como gobernador interino fundé el despacho Medina, Cordero, Martín y Asociados, dedicado a la asesoría y consultoría en administración pública.

Una de mis primeras experiencias importantes en organismos empresariales fue la creación de la Asociación Nacional de Curtidores. Quienes la formamos, éramos disidentes de la Cámara de la Curtiduría, controlada entonces por una elite de empresarios locales que tenía ciertas canonjías en la importación de cuero; lo que más afectaba entonces a la industria local. Después de muchos esfuerzos políticos y legales, logramos que la asociación obtuviera reconocimiento y personalidad jurídica.

Descubrí que estos organismos, más allá de la vocación empresarial, tenían una influencia determinante en la sociedad, pues los beneficios económicos se traducían en generación de empleos, en familias bien integradas, en empresas que buscan un desarrollo integral de las personas. Todo eso me llevó a entender que el mejor camino de servicio a los demás era la política. Descubrí que los hombres con vocación social habíamos dejado esa actividad en manos de gente que la había corrompido, que en vez de convertirla en un apostolado de servicio se habían aprovechado para obtener beneficios personales, familiares o de grupo.

La inestabilidad que comenzaba a vivir el país al final del sexenio del presidente José López Portillo, fue el detonador de una visión más amplia sobre la política. Para mí, la expropiación bancaria significó la culminación de la forma patrimonialista de entender y operar la política, y el resorte último para decidirme a dirigir mi actividad hacia lo social y lo político partidista.

Naturalmente, tuve que asumir los costos de ingresar a la política en un partido de oposición. Nos estuvieron aplicando auditorías federales a través de la Dirección de Aduanas, ya que éramos importadores de materia prima. Luego, durante mi campaña para la presidencia municipal de León, iniciaron una auditoría a la empresa de mi padre. Fui con él y le expuse que se trataba de una medida de presión política. Pero él se mantuvo:

—No nos vamos a rajar, no nos van a amedrentar —me respaldó, y eso fue definitivo para que yo continuara adelante.

Tiempo después, exigí a la Secretaría de Hacienda que cerraran el proceso. Habían pasado ya los cinco años necesarios para que la auditoría prescribiera, sólo entonces aceptaron que no habían encontrado nada, y es que tampoco la habían cerrado en todo ese tiempo por cuestiones políticas.

Al entrar en la política, le dije a mis familiares que debía imponer un estilo de trabajo en el que no tendría compromisos con ellos ni con nadie. Busqué que lo entendieran como el cumplimiento de mi principal compromiso social. Mi ocupación me alejó de mi familia. Así que me convertí en alguien difícil de ver, o de aparecer en una fiesta o reunión. La práctica cotidiana hizo que ambas partes nos fuéramos acostumbrando al nuevo trato. Por eso mi madre recuerda la anécdota de un saludo que alguien me quería transmitir:

—Salúdeme a su hijo —le dijeron.

—Salúdemelo usted, porque yo nada más lo veo en televisión —respondió entre risas.

Mi familia comprendió y asumió mi forma de cumplir con las actividades oficiales, porque siempre he dicho que los funcionarios tienen que poner el ejemplo ante la sociedad, con su conducta y actitud; aunque en alguna ocasión, entre bromas, siendo gobernador, le reclame a mi madre:

—Oiga, jefa, ustedes fueron muy duros con la educación que nos dieron.

—No te educamos tan mal, mira, eres gobernador —me reviró.

Los temas de conversación con mi padre, comúnmente giraban en torno a la situación de la empresa y, en general, del país y sus problemas. Era hombre de muy pocas palabras, pero de mucho afecto a su manera. A los 70 años una falta de oxigenación en el cerebro complicó su salud y lo hizo caer en coma durante un año y ocho meses, para finalmente fallecer el 12 de septiembre de 1996.

De los valores y la política

Conocí a mi esposa, Martha Padilla Vega, durante una exposición de calzado en León, en mayo de 1976, y nos casamos en diciembre de 1978. Ella también proviene de una familia leonesa. Su padre, el abogado Juan Ignacio Padilla García, fue líder nacional sinarquista. Después de vivir en la ciudad de México hasta 1954, antes de que naciera mi esposa, la familia decidió radicar en la ciudad de Ensenada. El licenciado Padilla tuvo una vida política muy intensa y su muerte, en un accidente automovilístico, en noviembre de 1968, dejó dudas sobre la verdadera causa. Vivió asediado de manera constante por el sistema, y sus hijos —tres hombres y cinco mujeres, de los cuales Martha fue la menor— se acostumbraron a que lo “desaparecieran” agentes de Gobernación, a veces pretextando el delito de disolución social.

Por esa vivencia familiar, Martha desarrolló una especial percepción de la política; sin embargo, siempre he encontrado en ella un respaldo total y discreto. Tenemos cuatro hijos: Martha Lorena, Carlos Alberto, Claudia y Andrea. Al inicio de mis actividades políticas, nuestros tres primeros hijos eran menores de edad, así que crecieron al ritmo de mis funciones públicas. Ha sido un reto que hemos procurado superar siempre unidos, y, en este sentido, hemos vivido penas y alegrías como cualquier matrimonio.

Mi educación familiar se complementó con la formación en la escuela jesuita, donde el sentido de responsabilidad social es el punto central. La doctrina ignaciana ha prevalecido en todo lo que he hecho a lo largo de mis actividades desde que estaba en la escuela; por eso puedo afirmar que mi congruencia religiosa viene de mi familia y mi compromiso social, de la formación jesuita. La persona humana como centro y medida de todo; su dignidad, la justicia social y el bien común son principios universales que van más allá de una visión partidista.

Complemento de todo esto ha sido asumir una actitud incluyente, respetuosa de todas las expresiones sociales, políticas, culturales y para quienes tienen creencias distintas, así como la promoción de los derechos fundamentales de la persona.

DE LA NORMALIDAD A LA POLÍTICA

Despertar ciudadano

La estabilidad de un país se mide por el beneficio a sus ciudadanos, en la estabilidad de una familia.

Sin pretender encontrar las causas, en mi familia, por décadas, nos forjamos una estabilidad lograda por el ahínco y trabajo honesto diario de mis padres. Conforme fuimos creciendo, el escenario en el cual nos desenvolvíamos se dificultó. Otras referencias ideológicas, otras motivaciones políticas, otros rumbos de nuestros gobernantes comenzaban a resentirse en las condiciones para poder seguir desarrollando una vida productiva, como la que hasta entonces llevábamos.

Era una vida en la cual estábamos cumpliendo —y lo seguimos haciendo— una vocación de servicio a los demás generando empleos, exportando, siendo competitivos, tratando de ampliar los beneficios sociales con nuestro quehacer familiar.

Siendo estudiante me tocó escuchar los primeros análisis de fines de los años setenta, sobre los cambios drásticos en el régimen del presidente Luis Echeverría Álvarez, y poco después, ya inmerso en la actividad profesional, resentimos la expropiación bancaria decretada por José López Portillo, el primero de septiembre de 1982.

La visión pesimista alimentada desde el gobierno se convirtió en una negra realidad para el futuro del país. El país fue llevado a un barranco frente a los ojos de millones de compatriotas y casi nadie había hecho nada.

La medida y la forma sorpresiva en que López Portillo había consumado la expropiación bancaria, habían metido al país en un ambiente de zozobra, inquietudes, polarización política que sólo generaban duda, incertidumbre sobre el futuro y una intranquilidad social recorría el país. Para miles se había roto esa frágil estabilidad política, económica y se estaban cancelando las posibilidades de un mejor futuro. Los esfuerzos se borraban, literalmente, de un plumazo.

A las 14:16 del primero de septiembre de ese año, López Portillo en su último Informe había anunciado la expropiación de la banca tras lanzar una perorata en la que ensalzaba su propia imagen de “luchador nacionalista”.

Y sus palabras taladraron la mente de muchos mexicanos que, en ese momento, pegados al televisor, seguíamos sus lastimosas quejas y hasta sus lágrimas.

“Es ahora o nunca. ¡Ya nos saquearon! México no se ha acabado. ¡No nos volverán a saquear! No hemos fracasado. Abusaron de la libertad. Ya cerramos la fuga”, justificaba y después amenazaba, como peleador callejero: “A los desnacionalizados démosles el mes de la patria para que mediten y resuelvan sobre sus lealtades. Después actuaremos nosotros” y señalaba a los “culpables”: “Internamente la falta de solidaridad de la banca y la iniciativa privada [...] Traicionaron a México”.

Si bien es cierto que la noticia causó un gran impacto en ese momento, las condiciones que el país había vivido los últimos doce años desde la llegada de Luis Echeverría Álvarez a la presidencia de la República, por la implementación de un modelo distinto al desarrollo estabilizador para meter a México en otro, en donde el Estado era el principal actor económico y que a la postre vulneró y desprotegió al mismo Estado, hacía ver todo un proceso de debilitamiento de la economía nacional.

Hasta el periodo de Gustavo Díaz Ordaz, México había aplicado un modelo de desarrollo económico basado en la sustitución de importaciones, en donde el Estado tenía presencia en los procesos de producción y se daba más margen a la iniciativa privada. Igualmente, como sociedad en crecimiento, pasábamos de ser una sociedad rural a una urbana, los núcleos de población fueron concentrándose en ciudades capitales.

El entorno internacional también estaba en otra dinámica, el periodo de la llamada “guerra fría”, consecuencia de tener al mundo dividido en dos grandes bloques políticos y económicos, imponía dinámicas de las cuales el país no podía sustraerse. Dentro de esos procesos, el presidente Echeverría había optado por asumir un discurso populista con rasgos políticos más cercanos al socialismo; internacionalmente había preservado el principio de la doctrina Estrada, pero jugaba en el filo al insertarnos en el mundo del grupo de los no alineados.

En lo interno, el pragmatismo del sistema lograba abrir los espacios para imponer —en todas las formas— el proyecto y el discurso del gobernante en turno. Echeverría no fue la excepción.

Era la época de la búsqueda de un camino político para México y tanto Echeverría como López Portillo se acercaron a una serie de tesis populistas en las cuales buscaban conectar los principios de la Revolución mexicana con un exacerbado nacionalismo y una lucha a favor de los más desprotegidos.

López Portillo siguió en el mismo camino, sólo que con un discurso del Diálogo Norte-Sur, con una influencia más cercana del modelo socialdemócrata impulsado por Willy Brandt y promovido en el país por Jesús Reyes Heroles.

López Portillo se había topado con el crecimiento de los precios del crudo y había advertido que teníamos que aprender a administrar la abundancia, soltó el gasto público, creció la inflación, vino la desconfianza y cuando las cosas estallaron, lo más fácil fue echar la culpa a los empresarios.

En este contexto, la expropiación decretada por López Portillo se percibía como la culminación de un proyecto político-ideológico, generando con ello un divorcio entre enormes grupos de la sociedad, pues quienes las aplaudieron fueron aquellos con afinidad ideológica con respecto a la medida o quienes por disciplina o conveniencia tenían que hacerlo. Pienso que para la mayoría de los mexicanos fue una medida desconcertante.

El rescate de algunas cifras económicas de esas épocas puede ayudar a entender lo que estaba pasando.

Con Luis Echeverría había aumentado la participación del Estado en la economía al pasar de 294 a 621 empresas públicas entre 1972 y 1976; la inflación acumulada en su sexenio había llegado a 104.34%; cuando asumió en 1970 el índice anual era de7.7% y seis años después alcanzaba 15.8%; el peso se había devaluado 59% más al pasar de 12.50 a 19.95 y la deuda externa había crecido de 4.3 mil millones de dólares a 19.6 mil millones de dólares. Es decir, en el afán de volver al Estado el actor principal de la economía, ésta se había manejado con criterios políticos que habían metido al país en una espiral inflacionaria.

Casi al final de su sexenio, el enfrentamiento con el sector privado, que había llegado a su punto culminante con las expropiaciones de tierra en Sinaloa y Sonora, tuvo como respuesta que en 1975 los industriales decidieran aglutinarse voluntariamente en el Consejo Coordinador Empresarial, como una instancia de coordinación de postura unificada frente a lo que ellos entendían como un embate contra la libre empresa. Desde entonces, quienes vivimos esos periodos, hemos incorporado la palabra “crisis” como parte casi natural de nuestro vocabulario, pues las afectaciones al país no se han podido corregir. Esa pesada carga es un lastre fundamental con el cual se ha tenido que arrastrar aun en los primeros años de la alternancia política federal, y aun reconociendo la implementación acertada de algunas políticas macroeconómicas en el sexenio del presidente Ernesto Zedillo. De igual forma, el entorno mundial ha cambiado, ha pasado de una cierta bonanza a la incertidumbre, sobre todo, por guerras.

Al llegar a la presidencia en 1982, José López Portillo trató de reconciliar las posiciones, el lema de su campaña “La solución somos todos”, era un esbozo de apertura, de reconciliación política y social; inició un programa de sectorización de las empresas públicas, pero al final éstas acabaron sumando 1,155, con lo que la participación del Estado había prácticamente abarcado más de 50% del Producto Interno Bruto.

Fue a principios del primer trienio de López Portillo cuando los economistas oficiales predijeron que el precio del crudo se mantendría alto, por lo cual la política cambiaria no varió y el dólar se mantuvo barato hasta 1981. Debido a que las exportaciones mexicanas dependían en un 90% de la venta de crudo, cuando el precio de éste cayó en 1981, y el gabinete se negó a aceptarlo, la crisis mexicana comenzó a tomar un giro imprevisible.

Para financiar el déficit de la cuenta corriente de México, hubo necesidad de tramitar créditos por unos 20,000 millones de dólares, duplicando con ello la deuda con la que había iniciado el sexenio. Ese clima de incertidumbre hizo que se alentara la salida de capitales.

El principal reflejo de esa desconfianza hacia las políticas económicas oficiales lo fue marcando el mercado cambiario. Baste recordar que la paridad del peso frente al dólar se mantuvo estable hasta el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz. De 1976 a febrero de 1982 el intercambio pasó de 22 a 40 pesos por dólar y hasta septiembre de ese año, por la expropiación bancaria el cambio fue de 70 por uno. Ya en diciembre, en los primeros días del sexenio de Miguel de la Madrid se pagaban 148.50 pesos por dólar. Eso no era más que el reflejo de la desconfianza, pero políticamente se interpretaba como una traición y se utilizaba como justificación del endurecimiento de la postura oficial.

Debido al control de cambios y lo convulso de la economía por la expropiación bancaria, lo que surgió fue un mercado negro incontrolable, que afectó a todas las empresas, de todos los tamaños, que de una u otra forma nos veíamos en la necesidad de realizar importaciones.

Un análisis del Centro de Estudios en Economía y Educación, resumió así las causas del proceso que llevaron a López Portillo a expropiar la banca:

Después de cuatro años consecutivos de registrar altas tasas de crecimiento basadas en el flujo masivo de recursos provenientes del petróleo y de créditos externos, en 1982 la economía mexicana enfrentó su peor crisis en 50 años. La inflación casi llegó a 100%, el crecimiento del Producto Interno Bruto fue negativo por primera vez en varias décadas (después de haber tenido un crecimiento medio de 8.5% en los cuatro años precedentes), la deuda externa llegó a cerca de 90,000 millones de dólares, mientras que las reservas internacionales llegaron a niveles inferiores a los 400 millones de dólares, aun cuando al finalizar el año se lograron recuperar, gracias al apoyo de préstamos externos de emergencia. Al mismo tiempo, los salarios reales descendieron en más de 12%, el peso se devaluó 267.8% frente al dólar estadunidense, y el déficit financiero del sector público alcanzó la cifra sin precedente de 18% del PIB. Sin embargo, es importante señalar que los indicios de este colapso económico comenzaron a mediados de 1981, a raíz de la reducción significativa en los precios internacionales del petróleo.

A medida que se agravaba la crisis, trascendió a los ámbitos político y social, culminando con la nacionalización de los bancos privados y el establecimiento de un control total (“integral”) de cambios en septiembre de 1982. Esto dio lugar al peor conflicto entre el gobierno y el sector privado mexicano en más de 50 años, acelerando una fuga de capitales ya de por sí elevada como muestra de desconfianza, tanto hacia el gobierno, como hacia el futuro inmediato de la economía.

En lo político, el discurso con el cual se justificaban las acciones de esos dos mandatarios —Echeverría y López Portillo— era el de la supuesta legitimidad política que les generaba el ser herederos únicos de la Revolución mexicana. Con ese discurso se justificaba un exacerbado nacionalismo hacia el exterior, sobre todo hacia Estados Unidos, se daban discursos y se arrancaban programas en búsqueda de la justicia social y de los más desprotegidos; se descalificaba a todas aquellas personas, grupos, partidos o instituciones que difirieran pública o privadamente de ese pensamiento que encarnaba el binomio PRI-gobierno. El discurso “revolucionario” oficial permitía calificar de reaccionarios o retrógrados, o incluso de enemigos de la patria a quienes se oponían a dicha ideología.

Es de ese periodo del cual se reclama la existencia de la “guerra sucia” en México, concomitante con acciones similares realizadas en otras latitudes latinoamericanas.

Es cierto había empresarios que se “adecuaban” a esa relación política a cambio de tener contratos, relaciones políticas, concesiones y hasta proteccionismo para sus actividades, y aunque muchos estuvieran en desacuerdo, eran pocos los que se atrevían a hacerlo públicamente. En otra parte del sector, comenzó a generarse una idea de responsabilidad social y se empezó a entender que al haber dejado la política en manos de unos cuantos y el brutal daño económico que se comenzaba a resentir en todos lados obligaba, en conciencia, a tomar posiciones distintas en los organismos privados y en forma personal a muchos de nosotros.

Al día siguiente de la expropiación bancaria, recuerdo haber hablado con muchos amigos, haber “bebido” los periódicos y de ellos recuerdo las reflexiones que se apostaban en contra de la medida, pero hubo muchos que la justificaron argumentando que la “utopía se hacía realidad”.

Con mis reflexiones, me fui el 3 de septiembre a la ciudad de México a la reunión de análisis del informe presidencial que realizaba la COPARMEX, en una de las salas del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas (IPADE).

Ese día no pudimos viajar desde el aeropuerto, pues los aviones estaban siendo utilizados para el movimiento de tropas del ejército mexicano a distintas partes del país, y los que íbamos, que éramos cuatro personas, tuvimos que trasladarnos en el automóvil de uno de ellos.

En ese entonces yo era vicepresidente del Centro Patronal de León y en las reuniones mensuales del consejo directivo de la COPARMEX participábamos Ernesto Ruffo Appel, entonces presidente del Centro Empresarial de Ensenada; Ramón Corral, de Hermosillo; Francisco Barrio Terrazas, presidente del Centro Empresarial de Ciudad Juárez; estaban además, Alejandro Gurza de Torreón; Alfredo Sandoval de Puebla y otros más.

José Luis Coindreau acababa de entregar la presidencia nacional de la COPARMEX a José María Basagoiti, Emilio Goicochea Luna era presidente de la Confederación Nacional de Cámaras de Comercio (CONCANACO) y Manuel J. Clouthier, Maquío, era entonces presidente del Consejo Coordinador Empresarial, máximo organismo de la iniciativa privada en el país.

Ya en la ciudad de México, por la televisión vimos escenas transmitidas en vivo de la manifestación de apoyo a la expropiación bancaria que había organizado con miles de acarreados el sector obrero del Partido Revolucionado Institucional. El acto parecía una réplica del año 1938, cuando Lázaro Cárdenas había nacionalizado el petróleo y miles de personas salieron al Zócalo a apoyarlo, sólo que ahora era una escenografía muy bien montada, un acto de populismo en su máxima expresión.

Los gestos de incredulidad, de coraje, de angustia de muchos de quienes estábamos dando nuestro esfuerzo para sacar al país adelante generando empleos, tratando de salvar las empresas, dejamos escapar exclamaciones de sorpresa por todos lados.

Cuando terminó la transmisión televisiva, José María Basagoiti, ironizó: “¡Camaradas!, hoy tenemos que ver el mundo de otra forma, tenemos que empezar a ver a México de otra manera, tenemos que ver cómo vamos a ayudar a nuestra patria”.

De ahí en adelante, el resto de las participaciones de los asistentes evidenciaron una preocupación general por el rumbo que seguiría el país, las ganas de contribuir a participar en la conformación de un México más justo, más libre, más grande y mejor para el futuro, despertaron el ánimo positivo de muchos de los ahí presentes.

Me sentí contagiado por ese compromiso con nuestros hijos y México, pues mientras algunos empresarios tenían casa en Estados Unidos y consideraron la posibilidad de salir hacia allá, reiteré mi decisión de vivir y trabajar aquí, en el hogar de mis hijos. Ya no estaba dispuesto a dejar de asumir mi responsabilidad para colaborar en el cambio, en la transformación de México porque la camarilla de gobernantes lo habían hecho como si fuera de su patrimonio y hacían con los mexicanos lo que les venía en gana. Dentro del sector algunas cosas no eran tan claras, pues también había que admitir que muchos fueron beneficiados por las relaciones de amistad, por las decisiones políticas de proteccionismo o por afinidades políticas, lo cual justificaba de alguna forma la estabilidad que hasta entonces habíamos vivido y, por ende, al sistema.

Pero conforme una nueva clase empresarial había comenzado a surgir y cuestionar más a fondo el modelo de país, y a tener una preocupación por el futuro, otras ideas fueron permeando dentro de los organismos empresariales.

El proteccionismo de la economía nacional había tenido efectos en la industria curtidora, de la que mi familia siempre ha vivido. Esta industria tenía cuotas de importación de cuero y se limitaba la posibilidad de producir más por las mismas circunstancias.

Se había dado una escasez muy profunda de divisas, como lo vivimos a partir de agosto de 1982, cuando había que estar comprando dólares en el mercado negro para importar las materias primas y, en ocasiones, había que ir hasta la frontera con dinero en efectivo para comprar los dólares para poder seguir operando la planta productiva.

También se vino a la memoria mi paso por el Tecnológico de Monterrey, entre 1975-1976, cuando se dio aquella devaluación con el presidente Luis Echeverría y que puso en duda aquella famosa Ley de Asentamientos Humanos la cual se llegó a interpretar como el pretexto para restructurar la propiedad de los bienes inmuebles, sobre todo de la vivienda, para dar acomodo y cabida a la gente que no tuviera techo, que no tuviera casa. Era Echeverría metido de lleno a la política tercermundista, ejecutando acciones espectaculares que, en el fondo, sólo generaban más problemas de los que se decían resolver.

La expropiación bancaria fue interpretada también como una medida de avance hacia un modelo socialista, como antesala de un modelo comunista. Por la educación familiar, los valores y la filosofía en el trabajo, sobre responsabilidad, bien común, siempre he creído más en la libertad del hombre, por lo que al ver toda esta serie de pasos que se venían dando desde años atrás, podía entenderse como todo un proyecto político ideológico hacia ese rumbo.

Mi conclusión fue que no podíamos quedar ajenos, no podíamos quedar como espectadores y por ello teníamos que tomar alguna acción más decisiva.

Indignados por el proceder del presidente López Portillo al haber pisoteado la Constitución para expropiar la banca, al sentirnos saqueados y manipulados por una medida que metía al país en una vorágine populista, decenas de grupos cívicos y algunos empresariales efectuaron reuniones en el Distrito Federal, León, Mérida, Monterrey para manifestar su protesta, sus opiniones sobre las causas de la crisis en que estaba inmerso el país. Esas fueron las reuniones “México en la libertad”, a las que una vez quisieron boicotear las anónimas amenazas de bombas en los aviones donde viajarían los expositores.

En dichas reuniones, realizadas en forma, totalmente abierta, se daban una serie de análisis jurídicos, económicos y políticos sobre las causas, inconsistencias legales, consecuencias políticas y económicas de la medida. En cada una de ellas se exhortaba a la gente a una participación cívica más definida hacia un sistema de libertades basado en el humanismo y se cerraban entonando el Himno Nacional.

Políticamente, para mí, la explicación válida era el avance de un modelo en el que el Estado monopolizaba la actividad económica en un mundo cada vez más interdependiente, en donde se corría el riesgo de aislar al país. Ya en esas fechas estaba en preparación el relevo presidencial. Miguel de la Madrid era el presidente electo. Parte esencial de su discurso político era la tesis del nacionalismo revolucionario, mismas que eran impulsadas por un grupo de asesores económicos de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), conocidos como “lombardistas” —por seguir las propuestas de Vicente Lombardo Toledano.

En un ambiente tan polarizado, lleno de incertidumbre, la expectativa política de algunos sectores vislumbraba un viraje ideológico a una especie de “socialismo a la mexicana”.

La respuesta a los planteamientos de los distintos sectores de la sociedad que se habían dejado escuchar en esas reuniones de México en la libertad, la dio el mismo presidente electo, Miguel de la Madrid, el 29 de septiembre de 1982 en una entrevista que concedió al cineasta John Huston.

“¿Está México en el camino del socialismo?”, le inquirió el cineasta y De la Madrid respondió: “No es ni puede ser la intención del gobierno mexicano conducir al país por un proceso de socialización. La votación del 4 de julio fue en favor de los principios de la Revolución mexicana y no del socialismo. Mi compromiso es con la Revolución mexicana y no con el socialismo”. Otra vez, el discurso camaleónico del viejo sistema.

Meses antes, en su toma de posesión del primero de diciembre, De la Madrid reconocía la verdadera situación del país al resumir que tenía una “economía de guerra” y anunciaba su Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE). De la Madrid se comprometió a aplicar una nueva política económica, al abrir a México a los mercados mundiales, a reducir la propiedad estatal y a marcar grandes cambios fiscales. Estaba inaugurando un giro en el proyecto político y económico del país, aunque pocos nos dimos cuenta en ese momento.

Con ese clima de desconfianza sobre el rumbo político, De la Madrid convocó a una reunión al Consejo Coordinador Empresarial, entonces dirigido por Clouthier. Quienes estuvieron en esa cita, recuerdan que Maquío, como pocas veces estaba intranquilo, reflexivo. De la Madrid los recibió acompañado de todo su gabinete, con la banda presidencial puesta y los representantes de las Fuerzas Armadas. Comenzaron a dialogar sobre la situación imperante y la posición del empresariado nacional. En algún momento, De la Madrid perdió los estribos y manoteando, gritó: “¡Yo soy el presidente de la República!”. Los hombres de empresa se levantaron de la mesa y abandonaron la reunión.

El discurso empleado por el presidente López Portillo en contra del sector privado, como justificación de la expropiación bancaria generó un ambiente de hostilidad hacia dicho sector, lo cual derivó en una polémica entre la COPARMEX y la dirigencia nacional del PRI, presidido entonces por Adolfo Lugo Verduzco.

La crisis social más el ambiente de empresarios “villanos” exigía una respuesta inmediata para clarificar realmente nuestros principios, nuestro actuar y sentir como hombres de empresa, que arriesgaban también su capital en la búsqueda de un bien común y no sólo el particular.

En noviembre de 1982, COPARMEX realizó una asamblea extraordinaria en la cual, entre otras cosas, se decidió lanzar una campaña para crear conciencia de la necesaria solidaridad que la situación exigía en esos momentos a empresarios y trabajadores.

“COPARMEX, hoy lo repetimos, se ha planteado como prioridad la defensa del empleo. Nos preocupan más los que no tienen trabajo, los que ya lo han perdido, los que están en riesgo de perderlo, que aquellos que teniendo asegurado su puesto y su sueldo se ven afectados por la erosión inflacionaria que produjo las devaluaciones y la crisis financiera.

”Entendemos el trabajo como el encuentro del hombre con su dignidad, con su libertad, con sus posibilidades de autorrealizarse. Dicho de otra manera, es el encuentro del ser humano con su propio proyecto de vida. El fin subjetivo del trabajo es el hombre. Por eso el empleo en tiempos de crisis es fundamental”, sostenía nuestra campaña.

De ésa surgieron los lemas “Solidaridad. Trabajadores y empresas para superar la crisis”, la cual tenía como fundamento la firme creencia en la solidaridad humana y nacional. “Porque en este momento la solidaridad implica un entendimiento mutuo empresa-trabajador, que acabe con cualquier planteamiento de lucha de clases, y que venga del terreno exclusivamente humano, de la relación de persona a persona”, se advertía.

Después la campaña se enfocó a la exigencia de un realismo económico como base del progreso social, “porque lo que está viviendo México, la elevación de precios de hoy, es consecuencia de la mentira de ayer, de los subsidios, del ilusionismo. El falso progreso social, por falta de realismo económico, nos está llevando a un retraso social”.

El siguiente principio fue “México: Nuestro Compromiso” el cual se sustentaba en los atributos naturales de libertad y responsabilidad que como seres humanos tenemos todos.

“La justicia y la libertad en el orden social y el ideal de la democracia en el orden político son tanto más posibles cuando exista mayor libre compromiso de los ciudadanos con la nación entera. Por eso, nuestro libre compromiso, antes que nada en el orden temporal, es con México como nación, que, en tanto, es la sociedad en la que naturalmente nos integramos como personas, porque la persona sólo se realiza y se perfecciona en la sociedad, y la sociedad cumple su fin propiciando la plenitud de las personas.

”Por este compromiso con México, como empresarios afirmamos que aquí estamos y aquí nos quedamos. Que aceptamos nuestra responsabilidad social, aquí y ahora, afrontando en este momento crítico de nuestra historia, y cerrando filas con nuestros conciudadanos, con otros empresarios, con nuestros trabajadores”, fundamentaba la campaña del sindicato patronal.

Durante ese año todos los centros empresariales fueron abanderados en ceremonias oficiales, como una muestra evidente de nuestro compromiso con el país.

“Ratificamos así la original intención de los pioneros de COPARMEX que la fundaron precisamente para hacer patria a través de la promoción y acción empresarial”, decía el texto que se leía en cada ceremonia de abanderamiento.

“La mística empresarial es inseparable del patriotismo; ser buen empresario implica ser patriota, tener la disposición de anteponer los intereses nacionales a los propios intereses para dar sentido axiológico al quehacer empresarial”, se reiteraba.

No en vano, años adelante, cuando ocupó por primera vez la presidencia del Consejo Coordinador Empresarial, Claudio X. González definiría a la COPARMEX como la “conciencia” del empresariado mexicano.

El sistema

Hablar de 1987, de las recomposiciones políticas, de las divisiones, de la elección de los tres candidatos a la presidencia de la República obliga a dar un breve repaso a la historia del PRI y algunas de sus facciones, pues sin ello, estoy seguro, no se entendería el surgimiento de la diversificación de la oposición y de lo competido del proceso electoral que se dio al año siguiente.

La escisión del ala populista del PRI, autonombrada primero Corriente Democratizadora, para luego convertirse en Frente Democrático Nacional y, finalmente, en Partido de la Revolución Democrática, evidenció para muchos analistas, la ruptura de las corrientes de la familia revolucionaria al no acordar la repartición del poder, como marcaban sus propias reglas no escritas.

Esa disputa inició por la candidatura presidencial de 1987, por lo que no puede entenderse el surgimiento del llamado neocardenismo sin hacer referencia a su génesis en el priismo.

Sucesos, declaraciones, personajes, se entremezclaron y se separaron a lo largo de este tiempo, y hoy es necesario repasar los principales momentos de esa etapa, en la cual coincido con algunos observadores, hubo un pleito entre hermanos políticos.

Ciertamente otros factores han ido influyendo para tratar de dar identidad y legitimidad política al hoy tercer partido en importancia en el país, pero hasta la fecha su problemática interna lo ha convertido en un resquicio de resentidos del sistema, sin una aportación de fondo para la formación ciudadana y con una obstinación por tratar de arrebatar el poder por el poder mismo.

Los pactos, acuerdos y arreglos que se dieron al término de la revolución para institucionalizar la vida política de México combinaron una serie de factores que funcionaron como una maquinaria bien aceitada y a eso se le llamó “sistema político mexicano”. Las personas y grupos que eran y son partícipes se han visto beneficiados con posiciones políticas y hasta negocios. Las facciones y grupos incluidos dentro de ese proceso, y sus sucedáneos han sido denominados “la familia revolucionaria”.

Sus dos piezas fundamentales habían sido el presidente de la República y el Partido, que en su momento fue Nacional Revolucionario, después de la Revolución Mexicana y desde 1946, Revolucionario Institucional. Fue un partido creado desde el poder para tener un instrumento público en donde se dieran forma a los acuerdos que se tomaban a trasmanos.

Calificado por el académico y analista Daniel Cosío Villegas como la “monarquía sexenal hereditaria”; por el escritor peruano y excandidato presidencial de ese país, Mario Vargas Llosa como la “dictadura perfecta”; por el comandante sandinista Jaime Wheelock, no sólo perfecta, “sino ejemplar” y por el viejo político priista Manuel Moreno Sánchez como la “monarquía republicana”; éste es el modelo que ha estado transformándose los últimos años.

El eje de todo esto era el presidente de la República, el cual tenía facultades constitucionales y metaconstitucionales que le permitían ser el “fiel de la balanza” en las decisiones políticas en el gobierno o al interior de su partido; por esa “investidura”, en el sistema se le reconocía su privilegio para el nombramiento de candidatos a puestos de elección popular, de cualquier cargo, hasta el manejo indiscriminado de las finanzas públicas. Una de las facultades que siempre implicó una gran tensión y desgastes en el país fue su sucesión, pues si bien él gozaba de un periodo de seis años, bajo un cierto proyecto, al término del mismo pasaba, de hecho, al olvido. Las razones que hasta ahora se conocen para este proceso de designación popularmente bautizado como “dedazo”, eran adaptadas a cada circunstancia, pues implicaban desde quien les cuidara la espalda hasta seguir con el mismo proyecto político-económico.

Por tradición el presidente de la República designaba a su sucesor y maniobraba políticamente para consensar las fuerzas internas y lograr que el PRI diera a conocer el nombre del ungido. Ésta era una facultad exclusiva del presidente en turno. Los textos escritos por los expresidentes priistas hacen referencia a estas decisiones, asumiendo que la designación de su sucesor era parte de su obligación política.

El pragmatismo del sistema y quienes lo operaban, más la experiencia en el poder le permitieron sobrevivir incluso con acontecimientos internacionales que parecían adversos. Parte de ello era la capacidad camaleónica para adaptarse a entornos de distintos matices ideológicos. Existen quienes quisieron interpretar ese vaivén ideológico como un péndulo, el cual oscilaba cada seis años hacia la “izquierda” o “derecha” política para guardar un cierto equilibrio.

Sin embargo, con las medidas populistas de Echeverría y López Portillo, ancladas en los discursos de la Revolución mexicana, ese supuesto vaivén no se cumplía del todo. Bajo ese contexto, el régimen de Miguel de la Madrid fue un punto de quiebre de ese modelo centralista y populista de sus antecesores, y fue el periodo en el cual se sentaron las bases para adaptar el sistema a los cambios internacionales y de los cuales el país no podía ya sustraerse.

Para muchos observadores éste fue el inicio del apego del país al neoliberalismo y de un relevo generacional en el sistema, pues dentro del grupo político de De la Madrid se formaron quienes serían sus sucesores: Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo Ponce de León. Ambos persistieron en ese nuevo modelo político y económico.

Mis inicios en la vida política coinciden con ese periodo en el cual Miguel de la Madrid llega a la presidencia de la República. La herencia de un país con economía de guerra, los aires de democracia en Latinoamérica y el proceso de globalización mundial marcaron una transformación en todos los órdenes de la vida del país.