Albert Camus. La nostalgia de Dios - Javier Marrodán Ciordia - E-Book

Albert Camus. La nostalgia de Dios E-Book

Javier Marrodán Ciordia

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Beschreibung

Albert Camus se asoma a través de sus personajes a casi todos los abismos del mundo contemporáneo. El Patrice Mersault de La muerte feliz es un trasunto del joven inquieto y audaz que explora los caminos de la felicidad. El Sísifo que desciende a recoger la piedra y el doctor Rieux que trata de aliviar a los enfermos desesperanzados de La peste dejan traslucir sus vivencias y aspiraciones más profundas. El Jean-Baptiste Clamence de La caída es un espontáneo profeta en el desierto del siglo XX porque su creador también lo era, aunque no siempre lo entendieran o le hicieran caso. También son hijos de las incertidumbres espirituales de Albert Camus el Daru que deja libre al árabe de El huésped y el ingeniero D. Arrast que hace de cireneo en La piedra que crece, y el Kaliayev que retrasa el magnicidio de Los justos para evitar la muerte de unos niños. Todos ellos, con sus anhelos y sus desazones y sus nostalgias, permiten adentrarse en el alma agitada y generosa de su creador. Todos ellos son exiliados del Reino. Todos ellos hacen verosímil la posibilidad de un Camus dichoso.

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JAVIER MARRODÁN

Albert Camus

La nostalgia de Dios

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byJavier Marrodán

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6758-4

ISBN (edición digital): 978-84-321-6759-1

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6760-7

ISNI: 0000 0001 0725 313X

El diálogo católico con la cultura contemporánea debe alcanzar las aguas tranquilas de las profundidades, no contentarse con los desperdicios depositados por la marea en las playas»

Erik Varden

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

1. Una vida contra corriente

Fuentes y notas

2. Los años de Argel

La sombra de la tuberculosis

Una tesina sobre Plotino y san Agustín

Teatro y activismo político

Fuentes y notas

3. De la literatura al periodismo

Las primeras obras

El periodismo, una pasión y un compromiso

Fuentes y notas

4. «El mejor hombre de Francia»

Editoriales para un país en guerra

La polémica con Jean-Paul Sartre

Un teatro con «inquietudes espirituales»

Más escritor que filósofo

Fuentes y notas

5. El Premio Nobel

El discurso de Estocolmo

La conferencia de Upsala

Fuentes y notas

6. Un corazón inquieto

Ni existencialista ni ateo

La necesidad de una moral

Un admirador de Jesucristo

El descubrimiento de Simone Weil

Los encuentros con Howard Mumma

Una muerte repentina

Fuentes y notas

7. Un recorrido literario hacia el amor

Fuentes y notas

8. La búsqueda de la felicidad

La muerte feliz

(1937)

El extranjero

(1942)

Fuentes y notas

9. La vida sin esperanza

El mito de Sísifo

(1942)

Calígula

(1945)

Fuentes y notas

10. La relación con los demás: encuentros y desencuentros

Cartas a un amigo alemán

(1943-1944)

El malentendido

(1944)

Fuentes y notas

11. La actitud frente al mal

La peste

(1947)

El estado de sitio

(1948)

Fuentes y notas

12. La rebelión es el camino

Los justos

(1949)

El hombre rebelde

(1951)

Fuentes y notas

13. Al final, el amor

La caída

(1956)

El exilio y el reino

(1957)

Reflexiones sobre la guillotina

(1957)

Fuentes y notas

14. El puente hacia la trascendencia

La realidad de la vida moral

La existencia de una conciencia moral

La búsqueda de la felicidad como punto de partida

La necesidad de dar un sentido a la vida

La virtud, un modo deseable de vivir

Fuentes y notas

15. La necesidad de valores absolutos

La conquista diaria de la verdad

La libertad para elegir el modo de estar en el mundo

El mal, un obstáculo y una oportunidad

Fuentes y notas

16. La realidad de la vida teologal

La necesidad de la redención y de la gracia

La ley natural como fundamento del hecho moral

El fin y los medios: no todo está permitido

La esperanza como expectativa de un mundo mejor

El amor como apuesta definitiva de la vida moral

El sentido trascendente del compromiso

Fuentes y notas

17. La necesidad de Dios

18. Sísifo, Barioná y un «hecho extraordinario»

Barioná, hijo del trueno

, de Jean Paul Sartre

El hecho extraordinario

, de Manuel García Morente

Fuentes y notas

Bibliografía

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Bibliografía

Prólogo El absurdo no tiene la última palabra

La casualidad —a falta de un concepto más elevado— ha querido que estuviera releyendo Los justos cuando Javier Marrodán me propuso escribir este prólogo. Lo leeré con mis alumnos en la tercera evaluación del curso, y lo leí por primera vez hace ya muchos años, en el último o el penúltimo curso del Bachillerato. En aquella época me interesaban sólo la política y la filosofía, y por eso para mí Camus era sólo un autor con hondísimas reflexiones sobre ambas. La historia de Los justos se agotaba en la pregunta por el fin y los medios, el significado de la justicia y los límites de la revolución. Se convirtió en una lectura recurrente para justificar el rechazo al terrorismo y al asesinato cuando en España aún eran herramientas políticas. Sólo años más tarde me di cuenta de que el tema central no era ninguno de esos, y de que las preocupaciones de Camus apuntaban mucho más alto.

Recuerdo también El extranjero y El malentendido, obras en las que se exponía con crudeza el alcance terrible del absurdo y la injusticia. El mito de Sísifo iba un poco más allá. Partía del absurdo y terminaba con la huida hacia adelante del sentido autootorgado. Teníamos que imaginar a Sísifo feliz aun consciente de su castigo, pero no sabíamos por qué. Después, ya en la universidad, mientras cursaba 3.º de Filosofía, leí La caída. Y fue eso exactamente. No llegó a ser como la de Saulo, pero algo de eso hubo. Al menos, una ligera incomodidad en la silla.

Con La caída llegaron las sospechas y cambiaron algunas de las intuiciones sobre las preguntas y los personajes de Camus. Llegó más tarde el Anhelo de justicia de Horkheimer. Y llegó también un librito extraño titulado El existencialista hastiado, de Howard Mumma, con una tesis imposible de verificar pero razonable: Camus había buscado, durante buena parte de su vida, la improbable y extraña verdad de Dios.

Es normal. Cualquier buscador serio —de la justicia, de la verdad o del sentido— acaba preguntándose por el significado y el alcance de la existencia de Dios. Muy pronto esa pregunta acaba desplazando a todas las demás. Pasa a ser la pregunta fundamental. La primera. La última. Al principio, por un sentido práctico, por una exigencia lógica. Si no hay Dios, ¿qué valor tienen la verdad, el bien, la belleza y la justicia? El buscador necesita a Dios para que apuntale sus creencias. O, mejor dicho, para que dejen de ser sus creencias. Para que sean las de todos. El buscador necesita la universalidad.

Sólo con el paso de los años la necesidad se transforma en algo distinto. Pasamos de necesitar a Dios para justificar lo que consideramos valioso a sospechar que valoramos todo eso gracias a que Dios lo pone en nosotros, a que Dios de algún modo está en nosotros. Pero no lo sabemos. Ni siquiera lo creemos, en realidad. Porque Camus, Clamence y muchos de sus lectores vivimos en la ausencia de fe. En la nostalgia de lo totalmente otro, que decía Horkheimer. No es necesidad. Es otra cosa. Y no es rechazo. Es otra cosa. La búsqueda de Camus, de la que habla Howard Mumma en El existencialista hastiado, ha trascendido lo pragmático. Pero probablemente nunca consiguió trascender la inmanencia a la que lo sujetaba firmemente la razón. Había encontrado la pregunta, pero seguramente no consiguió alcanzar la respuesta.

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», defendía Camus al comienzo de El mito de Sísifo. Pero decíamos que preguntarse por el sentido, la justicia y el bien acaba por conducir a la única pregunta fundamental, que como Camus probablemente acabó sabiendo no era la del suicidio. La pregunta fundamental, la última pregunta —y la primera, a partir de ese momento— es la pregunta por la existencia de Dios. Nada tiene sentido mientras permanezca sin resolver.

Lo sabía, o lo intuía Camus. Lo supimos sus lectores. Y lo expresaban de maneras distintas sus personajes. El absurdo no es más que la respuesta a esa pregunta cuando aún no se ha formulado. Después, la cosa cambia. La pregunta comienza a cambiarte. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado, decía también en El mito de Sísifo. Del mismo modo que hay que imaginar a Sísifo feliz, también vamos imaginando la posibilidad de que ni el absurdo ni el suicidio —la muerte-— tengan la última palabra.

Hace unos meses me encontraba, no recuerdo por qué, leyendo y anotando la encíclica Spe Salvi, de Benedicto XVI. No dejé de tener la sensación de que estaba releyendo a Camus de manera indirecta. Subrayé varios pasajes, y me acuerdo ahora de uno de ellos. «No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio».

Ahí estaba La caída. Clamence: «Mire usted, me hablaron de un hombre cuyo amigo estaba preso, y él se acostaba todas las noches en el suelo para no gozar de una comodidad de que habían privado a aquel a quien él quería. ¿Quién, querido señor, quién se acostará en el suelo por nosotros? ¿Si yo sería capaz de hacerlo? Mire usted, quisiera serlo, lo seré. Sí, un día todos seremos capaces de hacerlo y entonces nos salvaremos».

Sólo después de muchos años creí entender el sentido de Los justos, entre las líneas de Kaliayev y Dora. Kaliayev: «Siempre tienes tristes los ojos, Dora. Hay que ser alegre, hay que ser orgullosa. La belleza existe, la alegría existe».

Creo que hay un motivo profundo, extraño e irracional en el anhelo íntimo de Camus y de muchos de sus lectores. No es apuesta inconsciente, ni certeza necesaria, ni sentido impostado ni consuelo superficial. Es agradecimiento. La belleza existe, la alegría existe. El absurdo no tiene la última palabra. Dios sonríe, como dice Pío XIII en The Young Pope. Y eso es todo. Aunque no sepamos explicar por qué.

Óscar Monsalvo

INTRODUCCIÓN

A Mario Vargas Llosa le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 2010 por su «cartografía de las estructuras de poder y sus mordaces imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo». A García Márquez se lo dieron en 1982 porque la unión de realismo y fantasía de sus cuentos y novelas refleja la vida y los conflictos de todo un continente. Jon Fosse lo recibió en 2023 por sus «innovadoras» novelas y obras de teatro, que «dan voz a lo indecible». En el caso de Albert Camus, la elección parece trascender las razones literarias: el jurado que le otorgó el galardón en 1957 argumentó que el conjunto de su obra «ilumina con lúcida seriedad los problemas de la conciencia humana en nuestro tiempo». Los especialistas no destacaron tanto la armonía o la originalidad de su prosa como el hecho de que se hubiera asomado honradamente a los grandes abismos del siglo xx. Más aún, se valoró que hubiese tratado de iluminar a sus contemporáneos con algunas referencias morales que podrían ayudarles a completar la incierta travesía hacia el tercer milenio.

En el discurso que pronunció en Estocolmo cuando recogió el premio, Albert Camus expuso algunas ideas sobre «el arte y la misión» que a su juicio tiene un escritor. Se trata de un empeño —dijo— que debería llevarle a comprometerse con las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad y el servicio a la libertad. «Perdido sin remedio en las convulsiones del tiempo —reconoció de sí mismo—, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir».

Su paisano Saint-Exupéry dejó escrito en Vuelo nocturno que es preciso que algunos hombres desciendan «al más íntimo corazón de la noche» sin otra linterna que de la de su propia voluntad, y algo de eso hubo también en la vida y en la obra de Camus, que regresó del fondo de los grandes misterios de la condición humana con algunas propuestas y muchas, muchísimas preguntas. Emprendió además esa búsqueda con un claro sentido de compromiso, la asumía como una responsabilidad: se sentía obligado «a algo más que a escribir».

Es significativo que tantas personas tan distintas lo citen, que casi todos nos hayamos arropado alguna vez con sus reflexiones profundas y sugerentes. Se pueden descubrir frases de Albert Camus en una publicación anarquista de carácter incendiario, en las actas de un congreso de agnósticos, en una novela ambientada en el desierto argelino o en una solemne homilía de Joseph Ratzinger.

El profesor español Óscar Montalvo escribió en una ocasión que Albert Camus había sido «el mejor moralista del siglo xx». Es una afirmación rotunda que se repite con ligeras variantes en biografías, artículos de prensa, solapas y discursos. Escribía «desde las más puras exigencias éticas», señala María Santos-Sainz, que ha recopilado y analizado su obra periodística. «Moralista en combate», lo llama el politólogo Manuel Arias Maldonado. Antonio Blanch, profesor de Crítica Literaria en la Universidad de Comillas, está convencido de que la «moral laica» que propone es «realmente ejemplar para nuestro tiempo». Javier Reverte, uno de sus muchos biógrafos, asegura que el rasgo principal del autor francés es que fue siempre «un referente moral». La investigadora Irene Martínez Sahuquillo cree que probablemente se sentiría identificado con «la figura del escritor como conciencia moral de la sociedad». Stephen Eric Bronner, autor de otra interesante semblanza, certificó en 2010 que, medio siglo después de su muerte, Camus asoma como «el gran moralista de las letras francesas del siglo xx». Hasta su amigo y después enemigo Jean-Paul Sartre admitió que Camus era «el heredero actual de esa larga estirpe de moralistas cuyas obras tal vez constituyan lo más original de las letras francesas».

Es significativo que bastantes de sus reflexiones sean asumibles para cualquier cristiano. Más aún, muchas de ellas ofrecen estímulos sugerentes para plantearse una vida mejor, también desde una perspectiva cristiana. «Por favor, recen por la felicidad eterna de Brand Blanshard y Albert Camus, dos ateos honestos que me ayudaron a ser mejor católico», propone la dedicatoria de Forty Reasons I Am a Catholic, el libro del profesor de filosofía Peter Kreeft.

«Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo», dijo en el discurso de recepción del Nobel. Y añadió: «La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga».

Aún no se ha deshecho, gracias en alguna medida a personas como él.

Charles Moeller se ocupa de Camus en el primer capítulo del primer volumen de su obra enciclopédica Literatura del siglo xx y cristianismo. Explica allí que el escritor crea personajes, como el Tarrou de La peste, que son «santos desesperados», «fieles de la religión de las Bienaventuranzas» a pesar de que no creen en Jesús, hombres capaces de amar desinteresadamente, abiertos a la trascendencia, que practican la honradez y que hablan de «ternura» para no utilizar la palabra «caridad».

Tanto Camus como sus personajes buscan la felicidad y tratan de vivir de forma comprometida y coherente su condición humana. Él mismo sostiene en El hombre rebelde que el mundo novelesco no es más que la «corrección» del mundo real según el «deseo profundo» del hombre. Pero añade que se trata «indudablemente» del mismo mundo:

El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión […]. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.

Esa reflexión suya esconde acaso un lamento biográfico, la insatisfacción que pudieron dejarle algunos lances de su existencia. Es significativo que los grandes temas que van apareciendo en su obra —la esperanza, el mal, el sufrimiento, el absurdo, el fin y los medios, la rebelión…— sean similares a los que pueden encontrarse en algunos manuales de moral, a veces en el mismo orden. Camus exploró audazmente los anhelos y los abismos del hombre, confrontó sus reflexiones con las experiencias que le iban brindando su entorno y su propia vida, y modeló con sus certezas y sus dudas los personajes que recorren sus novelas y obras de teatro. El escolapio Octavio Fullat habló ya en 1963 de «la moral atea» de Camus, que se aparta del fenómeno religioso histórico, pero que mantiene un intenso sentimiento de lo sagrado que la emparenta con el mysterion helenístico.

La profesora Inés de Cassagne cree que los puntos de contacto entre las convicciones del escritor y la fe católica —«que él conocía sin compartirla»— incluyen la primacía de la contemplación sobre la praxis; el problema del mal y los males concretos en el mundo; el valor de la persona en cuanto tal, capaz de interioridad y de comunicación; la belleza; y ante todo y sobre todo, la verdad.

Cuando en diciembre de 1948 los dominicos le invitaron a que diera una conferencia en su convento parisino de Tour-Maurbourg, el todavía joven escritor explicó que no se sentía «en posesión de ninguna verdad absoluta ni de ningún mensaje», por lo que «jamás» podía partir del principio de que la verdad cristiana es «ilusoria», sino solamente del hecho de que él no había podido entrar en ella.

El filósofo Reyes Mate tiene escrito que Camus «sabía» que el hombre moderno es el resultado de la muerte de Dios, y que sólo es posible darle sentido al sufrimiento —una de sus más irreductibles preocupaciones— si no se pierde de vista la tradición cristiana en cuyo seno él mismo había nacido. Se entiende entonces que en las Cartas a un amigo alemán trate de hacerle entender a un pagano nazi cómo de la ausencia de fe no se sigue una arbitrariedad en la determinación del bien y del mal moral, y cómo su ateísmo es perfectamente compatible con una alta exigencia ética para ofrecer un sentido a la existencia humana. En la primavera de 1943 escribió que, a pesar de la «certidumbre» de aquel «Todo está permitido» que hizo célebre Ivan Karamazov, es posible imponerse algunas renuncias: por ejemplo, la de no juzgar a los demás.

Albert Camus es un autor que ha sido muy estudiado desde ámbitos muy variados: hay tesis, biografías y ensayos que abordan casi todos los aspectos de su vida y de su obra. Por eso es de justicia anunciar ya desde ahora que estas páginas no contienen otra novedad que la de su perspectiva: proceden de una tesis titulada La dimensión teológica y moral de la literatura. El caso de Albert Camus, fueron escritas en Roma bajo la dirección del profesor José María Galván y defendidas ante un tribunal en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en mayo de 2023. La aproximación al escritor francés desde la teología moral puede resultar atractiva en el caso de un hombre que se propuso prescindir de Dios siendo muy joven, pero que nunca dejó de pensar en Él y de darle un protagonismo destacado en sus relatos e inquietudes. Se trata además de un estudio de carácter coral en la medida en que recoge y ordena y confronta las aportaciones de muchos especialistas. Casi podría hablarse de una improvisada sinfonía académica que alterna —ojalá que armónicamente— certezas e hipótesis, intuiciones y prejuicios, fuentes y descubrimientos.

En una entrevista que concedió poco después de que le dieran el Premio Nobel le preguntaron a Albert Camus por el cristianismo: «Tengo conciencia de lo sagrado, del misterio que hay en el hombre, y no veo por qué no confesar la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza», respondió, aunque añadiendo poco después que no creía en la resurrección.

Hoy se sabe que en los últimos años de su vida frecuentó una iglesia norteamericana de París y que forjó una amistad profunda y duradera con el pastor metodista Howard Mumma, con quien charló extensamente sobre Dios, la religión, la Biblia y la Iglesia. «He perdido la fe, he perdido la esperanza. Es imposible vivir una vida sin sentido», le confesó en uno de los primeros encuentros.

El profesor de Ética José Ángel Agejas resume los encuentros entre Camus y Mumma en el prólogo del libro con un párrafo significativo:

La honradez de la búsqueda espiritual del escritor francés le hará reconocer que, si la huida no era el camino responsable para superar el absurdo de la realidad, tampoco esa mística del hedonismo sensible ofrece una alternativa válida que satisfaga las aspiraciones del espíritu humano. De algún modo, su obra seguirá explorando nuevas vías que ofrezcan respuestas más satisfactorias a los interrogantes más profundos de la existencia, y que inevitablemente, van a implicar una apertura a la trascendencia.

Agejas cree que, de haber vivido Camus unos años más, hoy podríamos haber tenido unas Confesiones a la altura de las de san Agustín. Charles Moeller habla de «la santidad sin Dios» refiriéndose a él. Y el propio interesado dejó constancia de esta inquietud en un diálogo de La Peste:

—En resumen —dijo Tarrou con sencillez—, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.

—Pero usted no cree en Dios.

—Justamente. Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que me interesa actualmente.

Para Camus, «el santo laico no se va hacia la plegaria sino hacia el arte», lo resume Olivier Todd, su biógrafo más documentado.

Antonio Fontán es otro de los muchos académicos que se han sentido atraídos por él, incluso lo hizo protagonista, a medias con Cicerón, de un pequeño ensayo sobre el compromiso de los intelectuales. Allí afirma que el escritor argelino «no es tan extraño al cristianismo como él mismo creía» y que hay en su alma «un constante esfuerzo» por recoger la herencia del mensaje de Jesucristo. Y hasta sugiere que «alguien» debería analizar ese aspecto con rigor y profundidad…

Una de sus obras más celebradas fue El Mito de Sísifo. En las primeras páginas asegura que hay una pregunta «fundamental» que se impone a cualquier otra: ¿merece la pena vivir la vida? Se refiere, claro, a la vida tal y como él la entiende, que incluye «el carácter insensato» de la actividad cotidiana y «la inutilidad del sufrimiento». Hay un momento, sostiene, en que todos los decorados se derrumban: «Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el “por qué”».

Las posibles respuestas a ese «por qué» alimentan el resto del libro y ofrecen quizá, incluso a su pesar, un insospechado puente entre la modernidad y la trascendencia.

Albert Camus sostiene que la novela compite con la creación —se refiere a la Creación con mayúscula— fabricando «destinos a la medida» para los personajes, pero lo cierto es que estos también se perfilan y desarrollan en función de la medida del novelista, como se puede comprobar con algunos ejemplos tomados de su propia trayectoria: el Patrice Mersault de La muerte feliz es un trasunto del joven inquieto y audaz que explora los caminos de la felicidad, del mismo modo que el Sísifo que desciende a recoger la piedra y el doctor Rieux que trata de aliviar a los enfermos desesperanzados de La peste dejan traslucir sus vivencias y aspiraciones más profundas. El Jean-Baptiste Clamence de La caída es un espontáneo profeta en el desierto del siglo xx porque su creador también lo era, aunque no siempre sus contemporáneos lo entendieran o le hicieran caso. También son hijos de las incertidumbres espirituales de Albert Camus el Daru que deja libre al árabe de El huésped y el ingeniero D’Arrast que hace de cireneo en La piedra que crece y el Kaliayev que retrasa el magnicidio de Los justos para evitar la muerte de unos niños.

Todos ellos, con sus anhelos y sus desazones y sus nostalgias, permiten asomarse al alma agitada y generosa de su creador.

Todos ellos hacen verosímil la posibilidad de un Camus dichoso.

Fuentes y notas

Las razones que motivaron la elección de Vargas Llosa, García Márquez, Jon Fosse o Albert Camus para el Premio Nobel de Literatura están tomadas de la página oficial de la Academia Sueca: https://www.nobelprize.org/prizes/literature/1957/summary/

A. Camus, El revés y el derecho. Discurso de Suecia, Alianza Editorial, Madrid 2014.

A. Saint-Exupéry, Vuelo nocturno, Anaya, Madrid 2003.

O. Monsalvo, ¿Quién engañó a los millenials?, «Voz Pópuli», 1-XI-2021. Disponible en: https://www.vozpopuli.com/opinion/engano-millenials.html

M. Santos-Sainz, Albert Camus, periodista, Libros.com, 2016.

M. Arias Maldonado, Camus, el moralista en combate, prólogo de A. Camus, La noche de la verdad. Los artículos de Combat (1944-1947), Debate, Madrid 2021.

J. Domínguez Lasierra, Entrevista a Antonio Blanch, «Heraldo de Aragón», 23-V-2010.

Entrevista a Javier Reverte, «El Mundo», 8-IV-2016. «Camus nos vendría muy bien en estos tiempos de confusión, hipocresía y relativismo», aventuró el escritor en aquella conversación.

I. Martínez Sahuquillo, Anomia, extrañamiento y desarraigo en la literatura del siglo xx: un análisis sociológico, «Reis», 84/98, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid.

S. E. Bronner, Camus, retrato de un moralista, Página Indómita, Barcelona 2022.

La necrológica escrita por Jean-Paul Sartre se publicó en France-Observateur el 7-I-1960. Aparece citada en Reverte, El hombre de las dos patrias. Tras las huellas de Albert Camus o en la biografía de Olivier Todd.

P. Kreeft, Forty Reasons I Am a Catholic, Sophia Institute Press, Nashua (New Hampshire) 2018. Brand Blanshard (1892-1987) fue un filósofo norteamericano que estudió la naturaleza del pensamiento y se propuso continuar la «philosophia perpetua» o «perennis», por la cual entendía «la doctrina de la autonomía y objetividad de la razón». Trató de tender puentes entre la psicología y la metafísica.

C. Moeller, Literatura del siglo y cristianismo (I). El silencio de Dios, Gredos, Madrid 1960.

P. Frontera Izquierdo, Actualidad de Albert Camus: «La peste», «Razón y Fe», n. 1452 (2001).

A. Camus, El hombre rebelde, Debolsillo, Madrid 2021.

O. Fullat, La moral atea de Albert Camus, Pubul, Barcelona 1963. El libro es un resumen de la tesis doctoral del autor, defendida en la Universidad de Barcelona en 1961. La investigación la codirigió Charles Moeller, que es además el autor del prólogo del libro. El propio Camus regaló a Fullat varias de sus obras a través de la secretaria de la editorial Gallimard. Fullat ha confesado que la lectura de Camus hirió «seriamente» la Weltanschauung que le habían inoculado desde párvulo. Moeller le había animado a no perder de vista que en Camus hay una «búsqueda del misterio» de la que él mismo no siempre es consciente.

I. De Cassagne, Una aproximación a Camus en diálogo con autores cristianos sobre temas esenciales, «Revista de Lenguas Modernas» [Universidad de Costa Rica], n. 27 (2017).

R. Mate, Memoria y política, «ABC Cultural», 25-III-2016.

J. A. Agejas, Camus, un ansia inagotable de justicia, en H. Mumma, El existencialista aislado. Conversaciones con Albert Camus, Voz de papel, Madrid 2005.

A. Camus, La peste, Edhasa, Barcelona 2005.

A. Fontán, El compromiso de los intelectuales: Marco Tulio Cicerón y Albert Camus, Fundación Marqués de Guadalcanal (edición no venal), Madrid 2009.

1. Una vida contra corriente

«Como artistas, tal vez no tengamos necesidad de intervenir en los acontecimientos de nuestro siglo. Pero como hombres, sí» (El artista y su tiempo).

El profesor Manuel-Reyes Mate está convencido de que «la grandeza» de Albert Camus deriva de su modo de afrontar el misterio del mal y la realidad del sufrimiento. En la atormentada geografía del siglo xx —El Marne, Varsovia Auschwitz, Hiroshima, Siberia, Argelia, Praga…—, él logra sobreponerse a lo que algunos autores han llamado «el silencio de Dios» para proponer un modo de vivir y de relacionarse con el mundo y con los demás.

Si nos preguntamos cómo lo hizo, lo primero que hay que decir es estando del lado justo en los conflictos de su tiempo. […] Optó por la Resistencia cuando otros intelectuales se encerraron en sus cubículos, denunció los campos estalinistas cuando otros más famosos defendían que hacerlo era confundir a las masas obreras, propuso una movilización de los sabios del mundo entero para una moratoria de las investigaciones nucleares ante la mirada socarrona de famosos que le tomaban por un ingenuo, defendió una tregua para los civiles en Argelia cuando lo que se llevaba era justificar el terrorismo… Causas, muchas causas, que los demás veían con indiferencia, recelo, rechazo o malévola condescendencia.

Reyes Mate cree que su entrega a todos esos desafíos que el tiempo ha revelado justos no fue el «fruto de una corazonada»: su compromiso obedece más bien al talante de «un determinado tipo de ser humano que Albert Camus construyó teóricamente pieza a pieza». Y esa conclusión suya es quizá la piedra Rosseta que permite llegar al fondo de la obra literaria del autor de La peste o Los justos.

Octavi Fullat, uno de los estudiosos que más tempranamente se interesó por los aspectos morales de la obra de Albert Camus, dice de él que fue «un buscador de formas de vida», un escritor que practicó el compromiso porque no se conformaba únicamente con el testimonio, un pensador que hizo suyas las inquietudes de una época, un poeta que trató de levantar nuevos edificios sobre las ruinas de la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial. Y recoge una cita elocuente del novelista:

Mi quehacer no consiste realmente ni en transformar al mundo ni al hombre; no tengo suficiente virtud ni suficiente inteligencia para esta tarea. Pero tal vez pueda ofrecer aquellos valores sin los cuales un mundo, aunque transformado, no vale la pena ser vivido.

Muchas claves de la vida y del pensamiento de Albert Camus se encuentran en las páginas de El primer hombre, la novela manuscrita que llevaba en la cartera cuando la muerte le sorprendió en un accidente de tráfico el 4 de enero de 1960. Se trata de 144 folios escritos a vuelapluma, con pocos signos de puntuación y una caligrafía en ocasiones indescifrable, según ha explicado alguna vez su hija Catherine, que dio el visto bueno a su publicación en 1994. Albert Camus dedica el libro a su madre analfabeta («A ti, que nunca podrás leer este libro») y recrea en el primer capítulo algunas andanzas de su padre, un hombre «acostumbrado a los golpes duros» que en esas páginas iniciales trata de buscar a un médico que ayude a su esposa a dar a luz «en un lugar perdido» de los viñedos de Mondovi, donde trabaja de bodeguero. El niño que rompe con su llanto el silencio de la noche argelina es el futuro Premio Nobel, que en el relato recibe el nombre de Jacques y que en el segundo capítulo aparece cuarenta años después buscando la tumba de su padre en el cementerio de Saint-Brieuc, en Francia.

Los pocos datos del párrafo anterior permiten hacerse cargo de algunos aspectos decisivos de la existencia de Albert Camus, empezado por su nacimiento en la Argelia francesa, una circunstancia geográfica que lo acabó convirtiendo en un ciudadano doblemente expatriado, a juicio de Javier Reverte. El propio interesado escribió a la vuelta de los años en el prefacio a una edición tardía de El revés y el derecho que durante mucho tiempo vivió en un «mundo de pobreza y de luz» que lo mantuvo alejado de dos peligros que amenazan a todo artista: el resentimiento y el contento.

En aquel noviembre de 1913 convivían en Mondovi 938 europeos —casi todos colonos, conocidos como pieds-noirs— y 4689 musulmanes. El padre, Lucien Camus, de origen alsaciano, capataz de una bodega, se había casado en noviembre de 1910 con Catherine Hélène Sintés, descendiente de españoles de Sant Lluís (Menorca). Había formado parte de un regimiento de zuavos en Marruecos y fue movilizado al estallar la Primera Guerra Mundial. Resultó herido por un obús en la batalla del Marne y murió en el hospital de Saint-Brieuc el 17 de octubre de 1914, cuando su hijo Albert aún no había cumplido un año.

El pequeño Albert y su hermano Lucien, dos años mayor, quedaron al cuidado de su madre, casi sorda y analfabeta, que prefirió trasladarse a Argel para criar a sus hijos con la ayuda de la abuela de los niños, Catherine Cardona Fedelic. Vivían además en el piso del barrio de Belcourt dos hermanos de la madre, tíos por tanto de Albert: Étienne, sordomudo, y Joseph, que trabajaban como toneleros. En la casa no había nada para leer, «tan solo revistas con dibujos para ojear, ni un solo texto escrito». Era imposible imaginar que, en aquel escenario remoto y humilde a orillas del Mediterráneo, en el seno de «una familia en la que se hablaba poco, donde no se leía ni escribía», se iba a forjar una de las personalidades más relevantes en la literatura contemporánea, a quien se debe la novela más memorable del siglo xx en opinión de los 17 000 lectores franceses que en 1999 participaron en la cuesta promovida por el diario Le Monde y la cadena Fnac.

La pobreza de aquellos primeros años le brindará una mirada auténtica y agradecida sobre las realidades cotidianas:

Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que le devuelve su precio a cada cosa. Con cierto nivel de riqueza, el propio cielo y la noche cuajada de estrellas parecen bienes naturales. Pero en la parte de abajo de la escala, el cielo recupera pleno sentido: una gracia inestimable.

Charles Moeller escribe que el pequeño Albert Camus «se siente rico en bienes naturales, goza del sol y del mar, dichoso de vivir en la calle o en las playas, hasta el día en que se deja persuadir de que es útil adquirir sabiduría». Él mismo lo resume en sus Carnets, una especie de diario de trabajo que fue componiendo a partir de 1935: «Cierta suma de años vividos miserablemente bastan para construir una sensibilidad». Y más adelante: «Es en esta vida de pobreza, entre estas gentes humildes o vanidosas, donde he alcanzado con más seguridad lo que me parece el verdadero sentido de la vida». Juan Ignacio Blanco tiene escrito que toda la obra de Camus gira alrededor de «unas pocas imágenes privilegiadas» que remiten a seres y lugares a los que siempre quiso retornar. Y cita «el mar infinito, el fútbol, los ajenjos, el olor a sal en los cuerpos, el sol, los amigos, la mirada tierna de su madre y la severidad de su abuela».

Aquella infancia pobre y sencilla se contrapone con frecuencia a su posterior éxito como periodista y escritor, al hecho de que ganara el Nobel con sólo 43 años y a las claves de carácter moral que brindó a toda una generación de franceses. Albert Camus siempre habló de su madre con un cariño, una gratitud y una ternura que resultan conmovedores, y se refirió con naturalidad y hasta cierto orgullo a los años de su niñez argelina. Sin embargo, hay quienes relacionan las carencias y las dificultades de esa época con algunas de las ideas que hizo célebres a la vuelta de los años. Tony Judt, por ejemplo, se ha detenido en este aspecto:

Hoy tenemos una mejor percepción de lo que pretendía decir con la noción de absurdo. Estaba invistiendo a la palabra con muchas de sus muy concretas y profundamente personales experiencias —en particular, la difícil relación con su madre, una analfabeta y casi muda presencia/ausencia durante su infancia de pobreza en Argel— y, sobre todo, estaba intentando expresar la importancia que los sentimientos tales como el del entorno y otras sensaciones físicas tuvieron para él, en contraste con el aparente vacío del mundo espiritual.

Es cierto que los recuerdos del interesado no permiten conclusiones de ese estilo («La pobreza, tal como la he vivido, no me ha enseñado, pues, el resentimiento, sino al contrario, una cierta fidelidad y una muda tenacidad»), pero también el profesor de Ética José Ángel Agejas vincula las estrecheces de Argel con algunas aportaciones casi emblemáticas de Camus:

Esa pobreza sin resentimiento, la estrechez abierta a la vitalidad, la luz que ilumina una existencia oscura constituyen uno de los trazos característicos de su obra, tejida siempre como una tensión entre dos polos opuestos que nunca terminan de encajar del todo y que, como veremos, están en el trasfondo de su formulación del «absurdo», que no tiene nada que ver con el uso coloquial que se hace de la palabra y que tantas veces se ha equivocado con la Nada sartriana.

De su infancia y juventud argelinas proceden asimismo su indesmayable respaldo a la causa de los oprimidos, injuriados y desamparados: los «últimos» fueron para él los primeros, tanto en Argel como después en París y en muchos otros lugares de la geografía atormentada del mapamundi. Valero D’Angelo asegura que «la humanidad herida y vilipendiada que protagoniza sus novelas» casi parece ser objeto de su amor fraternal. En la misma línea, José Luis Pardo afirma que la pobreza de su propio hogar familiar no le impidió ver «otra pobreza» y «otra injusticia» aún mayores: las que sufría la población autóctona, que «sobrevivía a duras penas en unas condiciones extremas que Camus nunca se cansó de denunciar».

Fuentes y notas

M-R. Mate, El tiempo, tribunal de la historia, Trotta, Madrid 2018, 95. El profesor Reyes Mate se remite en su semblanza a José María Ridao, diplomático, escritor y periodista, gran experto en Albert Camus, autor de un interesante ensayo que se cita en otro capítulo.

O. Fullat, La moral atea de Albert Camus, Pubul, Barcelona 1963.

J. Reverte, El hombre de las dos patrias. Tras las huellas de Albert Camus, Ediciones B, Barcelona 2016.

A. Camus, El revés y el derecho, Alianza Editorial, Madrid 2014.

O. Todd, Albert Camus, una vida, Tusquets, Barcelona 1997.

A. Camus, El primer hombre, Tusquets, Barcelona 1994.

C. Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, Gredos, Madrid 1960.

A. Camus, Vivir la lucidez. Todos los Carnets (1935-1959), Debate, Barcelona 2021. Los Carnets [cuadernos] son una especie de diario de trabajo que Camus fue componiendo a partir de 1935. Las últimas anotaciones son de diciembre de 1959, pocos días antes de su muerte. Contienen materiales diversos: desde retazos de novelas o ensayos —hay abundantes pasajes de La muerte feliz, El mito de Sísifo, La peste, El primer hombre…— hasta posibles diálogos de piezas teatrales —Calígula, El malentendido—, desde reflexiones filosóficas y morales hasta notas de viajes y de lectura, y también descripciones de paisajes, citas literarias, borradores de cartas, referencias de la Biblia, conversaciones escuchadas en la calle, esbozos de diálogos dramáticos, esquemas argumentales, etc. Gallimard los publicó en Francia en 1962, Losada los tradujo y difundió en Buenos Aires en 1963 y Alianza los editó en España en 1985, en dos volúmenes. En 2021 Debate los reeditó en único tomo profusamente anotado a partir de la traducción de Eduardo Paz, Mariano Lencera y Emma Calatayud. A pesar de que aparecen citados en todas las biografías relevantes, Susan Sontag cree que los Carnets de Camus son impersonales y «antibiográficos», en el sentido de que no dicen nada de su «interesantísima» vida ni de su familia ni de los agitados acontecimientos de los que fue actor y testigo, tanto en Argelia como en Francia (S. SONTAG, Los Carnets de Albert Camus, en J.M. ESPINOSA [ed.], Revista Diálogos. Antología, El Colegio de México, México DF 2008, 49-54). Es una afirmación acaso injusta, como puede comprobar en las citas de este libro.

J. I. Blanco Ilari, Preservar la experiencia: sobre el imperativo metodológico de Albert Camus, «Franciscanum», n. 166, vol. LVIII (2016).

T. Judt, Albert Camus: las incomodidades de la ambivalencia, «Claves de la razón práctica», n. 232, (2014). El artículo de Judt es un extracto del capítulo 2 de El peso de la responsabilidad, Taurus, Barcelona 2013.

J. A. Agejas, Camus, un ansia inagotable de justicia, en H. Mumma, El existencialista aislado. Conversaciones con Albert Camus, Voz de papel, Madrid 2005

V. D’Angelo, La rebelión existencial de Albert Camus, «Azafea» [Revista de filosofía], n. 17 (2015).

J. L. Pardo, Albert Camus o la arena en el engranaje, «Revista de libros», 20-VI-2013.

2. Los años de Argel

«Jamás he podido renunciar a la luz, a la alegría de existir, a la vida libre del lugar donde crecí» (Discurso de Suecia).

A partir de 1920, Catherine Camus comenzó a recibir una pensión del Gobierno francés en calidad de viuda de guerra: 800 francos anuales, más otros 300 por cada uno de sus dos hijos, hasta que cumplieran dieciocho años. Su condición le garantizaba además estudios primarios gratuitos para los niños, por lo que Lucien y Albert fueron los dos primeros miembros de la familia que aprendieron a leer y escribir. Además, la abuela los apuntó en la biblioteca municipal y «Albert se convirtió de inmediato en un lector voraz», añade Javier Reverte.

Los hermanos Camus jamás oyeron en su hogar una palabra de envidia o de amargura, apunta Moeller. «Aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento», escribirá Albert años después. Sobrevivieron al paludismo y a las carencias de la vida cotidiana en el número 17 de la Rue de Lyon —que hoy lleva el nombre de Mohamed Belouizdad— y aprendieron las primeras y las segundas letras gracias al celo de algunos de sus maestros de la escuela pública. Albert siempre recordará con gratitud a Louis Germain y Jean Grenier.

En las páginas de El primer hombre, refiriéndose al profesor de su alter ego Jacques Cormery, Albert Camus afirma lo siguiente: «Su maestro de la última clase de Primaria había puesto todo su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto, lo había modificado». El compañero que más le hizo pensar fue Georges Didier, a quien pronto le unió «una suerte de amistad muy afectuosa». Era hijo de un oficial católico «muy practicante» y contemplaba desde pequeño la opción del sacerdocio. Animó a Albert a evitar las palabrotas, con resultados irregulares. Didier ingresó con el tiempo en la Compañía de Jesús, una iniciativa que dejó «fascinado» a Camus. En las páginas de El primer hombre deja constancia de cuánto le marcó ver a un joven «enamorado del absoluto», «completamente entregado a sus pasiones leales». Mantuvieron la relación y la amistad hasta que el sacerdote falleció en un accidente de coche en Suiza el 9 de julio de 1957. Camus escribió entonces muy sentidamente al superior de los jesuitas que le había hecho llegar la noticia:

Didier formaba parte de mi infancia y de mi juventud, y, más adelante, cuando me lo encontré vistiendo los hábitos religiosos, no tuve ninguna dificultad en seguir queriendo al que nunca dejó de ser. Porque seguía siendo el mismo niño, el mismo hombre, con la misma fe, más pura y más profunda, y la misma fidelidad. La discreción y la confianza que él aportaba a nuestras relaciones, muy espaciadas debido a nuestras vidas tan diferentes, no pudieron sino enriquecer y hacer más sensible la amistad de nuestra infancia.

La sombra de la tuberculosis

Albert Camus fue bautizado en la iglesia de san Buenaventura e hizo la primera comunión vestido de marinero, aunque se alejó tempranamente de una práctica religiosa seguramente inducida por «la inercia». Recordó durante años la bofetada que le dio un sacerdote por su mal comportamiento en las clases de Catecismo. El cachete se le quedó «mucho más» grabado que la enseñanza recibida, precisa Todd. No debió de ser el único percance de ese género: «Alborotador e insolente, no siempre consigue felicitaciones ni alientos, ni es citado en el cuadro de honor. A menudo se le castiga, dos horas, cuatro horas».

En su autobiografía novelada se recogen dos pequeños acontecimientos que parecen significativos. El primero tuvo lugar cuando siendo niño debió detallar en un impreso del Liceo cuál era la profesión de su madre. Empezó a escribir la palabra «criada» y se detuvo porque le invadió la vergüenza. Y a continuación tuvo vergüenza de haber tenido vergüenza. La pulsión de ocultar un trabajo que «el juicio del mundo» creía inferior o despreciable le permitió descubrir «la maldad de su propio corazón». «Hubiera necesitado un corazón de una pureza heroica y excepcional para no sufrir por el descubrimiento que acababa de hacer» y «hubiera necesitado una humildad imposible para no acoger con rabia y vergüenza lo que sobre su carácter le revelaba», escribió de sí mismo. El segundo episodio se produjo un verano en el que surgió la oportunidad de trabajar como dependiente en una quincallería, una novedad que aliviaría la maltrecha economía doméstica. El propietario exigía a los candidatos tener quince años y continuar en el puesto cuando comenzara el curso escolar, dos condiciones que Albert Camus no cumplía. Su abuela le dijo que podía mentir en ambos aspectos y él sintió «oscuramente» que «uno no miente en lo esencial a los que ama» porque entonces no podría amarlos ni vivir con ellos.

Hizo el bachillerato gracias a la beca que el profesor Jean Grenier le animó a solicitar a pesar de la oposición de la abuela Catherine. Grenier fue desde aquella época una persona relevante en la vida de Camus. Había sido profesor de filosofía y redactor en La Nouvelle Revue Française a las órdenes de Gaston Gallimard antes de viajar a Argel en 1930 para impartir clases en el instituto Bugeaud. Él avivó en el joven Albert la pasión por la literatura y con el tiempo se convirtió en uno de sus consejeros más habituales, además de lector pionero de varios de sus manuscritos.

A los 17 años le diagnosticaron al futuro Premio Nobel una tuberculosis que acabó truncando su afición al fútbol y su trayectoria como portero en el Racing Universitario de Argel («Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga, eso me ayudó mucho en la vida»). Francis Hunter sostiene que el fútbol le proporcionó una metáfora «perfecta» de la vida: no siempre es el mejor el que gana, nada puede hacerse solo, y el árbitro comete errores con frecuencia, como tan a menudo sucede en la historia. La enfermedad le abrió además al «problema de la muerte» desde una edad muy temprana. Torcuato Fernández-Miranda, autor de un estudio pionero sobre Camus y el cristianismo, cree que las complicaciones de la tuberculosis dividieron de forma decisiva la biografía del escritor: los textos que ponían de manifiesto «la plenitud gozosa de la vida» y el orgullo de la condición de hombre dejaron paso a una crisis moral que abrió el «segundo periplo de su navegación literaria». «No es lo mismo hablar retóricamente de la enfermedad que padecerla», insiste Fernández-Miranda, que aporta en su ensayo un párrafo significativo de las páginas felices de Nupcias:

Nada más despreciable que la enfermedad. Es un remedio contra la muerte. Una preparación. Un aprendizaje cuya primera etapa es el enternecimiento consigo mismo. Un apoyo para el hombre en su gran esfuerzo para escapar a la certidumbre de morir todo entero.

Aquel diagnóstico inquietante que puso nombre a sus debilidades y comprometió su futuro obligó a Albert Camus a interiorizar la experiencia de su fragilidad y la incertidumbre del porvenir, y muy probablemente lo situó frente a Dios. Comentando algunos pasajes juveniles de Nupcias o de El revés y el derecho, Fernández-Miranda concluye que late en ellos «el mejor Camus», aquel que roza el misterio de la verdad y la belleza, y que «está a punto de hallar en él la verdadera luz de su amor y ternura por las cosas y los hechos cotidianos de esta tierra». Después sus obras tomarían otros derroteros, como pone de manifiesto uno de los personajes de Calígula, escrita tiempo después: «Los hombres mueren y no son felices». También Miguel Ángel Blázquez, autor de una breve y sugerente biografía novelada de Albert Camus, piensa que el escritor vivió siempre lastrado por las heridas que marcaron su infancia: la temprana muerte de su padre, las limitaciones de su madre, el carácter severo de su abuela, la enfermedad… Y sugiere que una consecuencia de todas aquellas carencias fue una ilimitada necesidad de afecto.

Con todo, estudió Filosofía y Letras, publicó sus primeros escritos en la revista Sud, se entusiasmó con las novelas de Gide y Malraux, fundó el Teatro del Trabajo y se casó joven con la extravagante Simone Hié, a quien trató inútilmente de alejar de la morfina y otros excesos. El matrimonio apenas duró un año. «La primera persona a quien amé y a quien fui fiel se me escapó con la droga, con la traición», se dolerá a la vuelta de los años en su diario.

En 1933 se incorporó al movimiento antifascista Amsterdam-Pleyel, fundado por los escritores Henri Barbuse y Romain Rolland. Ambos habían promovido desde el periódico comunista L’Humanité un congreso contra el fascismo y la guerra que se celebró en París poco después de que Hitler hubiera sido nombrado canciller de Alemania.

Una tesina sobre Plotino y san Agustín

Entre los hitos de aquellos años juveniles destaca la tesina que escribió para completar el diploma de estudios superiores en 1936. El trabajo se titula Metafísica cristiana y neoplatonismo, Plotino y san Agustín y muestra una soltura y una audacia argumental impropias de un universitario de 22 años. El filósofo estadounidense Stephen Eric Bronner cree que el objetivo histórico de Camus era cuestionar «la visión mecánica del cristianismo como el simple sucesor de la cultura clásica». Lo cierto es que en las conclusiones afirma que el cristianismo se hizo universal —católico— porque era «la única esperanza común y el único escudo eficaz contra la infelicidad del mundo occidental». Y sostiene que se convirtió en una filosofía a partir de la muerte de san Agustín. Las páginas finales incluyen un extenso elenco bibliográfico, con apartados específicos para los alejandrinos, los gnósticos, el helenismo y, por supuesto, el autor de La ciudad de Dios. Gracias a esa relación se sabe que leyó a Étienne Gilson (Introducción a la filosofía de san Agustín) y Jean Guitton (El tiempo y la eternidad en Plotino y en san Agustín), entre otros. Todd señala que la tesina presenta un estilo ensayístico y hasta un cierto componente autobiográfico: el doctorando habla constantemente de sí mismo, se busca en los autores estudiados y apuesta por el mundo griego frente a la opción del cristianismo: «El cristianismo no hará sino dar cuerpo a la idea, tan poco griega, de que para el hombre el problema no es perfeccionar su naturaleza, sino escapar a ella». Camus identifica la propuesta de la Iglesia con una suerte de ética de la renuncia, incluso del resentimiento. Se trata de una idea probablemente deudora de su muy leído Nietzsche que acabará lastrando buena parte de su pensamiento y de su producción literaria. A pesar de las diferencias y de algunas prevenciones, la tesina le proporcionó una cierta complicidad con san Agustín que mantuvo el resto de su vida. Amaba de él «la pasión y la búsqueda de la rectitud», pero le dejaba «perplejo» su sentido del pecado. «Para Agustín, el hombre se libera alcanzado la gracia divina» y «Camus busca la gracia de los hombres», lo resume Todd, que también detalla que el escritor leyó las Confesiones en la edición Garnier de 1925, con el texto latino a pie de página, y que subrayó numerosos pasajes, algunos significativos. Por ejemplo: «¿Es posible, Señor, que haya en mí algo que sea capaz de comprenderos?».

Como se verá más adelante, es probable que la percepción que el escritor francés tiene del cristianismo esté afectada por un planteamiento peligrosamente voluntarista: aunque la búsqueda de la felicidad es la primera pulsión de los hombres que describe en sus novelas, se mueve lejos de la explicación teológica que santo Tomás de Aquino brinda a esa aspiración incuestionable en la Suma —«el hombre no es perfectamente bienaventurado mientras le quede algo que desear y buscar»— y ensaya algunas opciones que no conducen a buen puerto, al menos si da por bueno el desenlace de sus primeros relatos.

La idea negativa que Albert Camus tiene del cristianismo es compatible con una dimensión moral y comprometida de la existencia. Más aún, propone razones e ideales en ocasiones muy próximos al mensaje del Evangelio. Él mismo consigna en los Carnets que necesita «imponerse» una moral. El citado Bronner destaca una paradoja que puede detectarse en todos los libros del futuro Premio Nobel: su afirmación de la ausencia de Dios siempre aparece «ligada» al anhelo de salvación y de sentido que sólo Él podría proporcionar.

El balance al que llega Todd después de examinar aquel trabajo académico es elocuente: «Camus se ha desembarazado de Dios, pero no de la necesidad de elaborar para uso propio un código de conducta». Para el futuro Premio Nobel —añade— la hoja de ruta puede resumirse en tres verbos: vivir, actuar, escribir.

Refiriéndose al «joven Camus» de aquellos años universitarios, Joseph Ratzinger recuerda que a la sentencia de Jesucristo «Mi reino no es de este mundo», él contrapuso convendido la de «Nuestro reino es este mundo». Y añade el cardenal que frente al «universo de crueldad y violencias sin sentido» bosquejado proféticamente por Nietzsche, al menos hay en el caso del futuro Premio Nobel un deseo de abrazar el mundo «más objetivo y más impresionante». El futuro Benedicto XVI relaciona el planteamiento de Nietzsche y acaso la disyuntiva insalvable de Camus con la «maladie catholique» [enfermedad católica] que había popularizado la psiquiatría francesa a finales del xix, y que vendría a ser una «neurosis específica» que surge de

una pedagogía torturadora en la que el cuarto y el sexto mandamiento consumen todas las energías del hombre, y los complejos de autoridad y de pureza le incapacitan hasta tal extremo para ser libremente él mismo que la alienación degenera en pérdida del yo y [la] negativa al amor y a la fe, lejos de ser salvación, se convierte en convulsión y ausencia de redención.

Entre diciembre de 1937 y octubre de 1938 trabajó en el Instituto de Física del Globo de Argel. Vestía una bata blanca mientras hacía fichas, reordenaba los datos de presiones atmosféricas y calculaba sumas y valores medios. Controlaba además los termómetros de la ciudad y anotaba los cambios de temperatura. Quiso opositar a una plaza de profesor de Filosofía, pero la delicada situación de sus pulmones le impidió obtener el certificado médico que le exigían para presentarse a la prueba. El examen que le practicó el doctor Émile Pouget consigna que pesaba 65 kilos y medía 179 centímetros. Obtuvo un puesto de profesor de Gramática en Sidi-bel-Abbès, aunque renunció a la plaza después de completar las doce horas en tren desde Argel y conocer de primera mano aquella «caricaturesca ciudad de colonización» donde tenía su sede el primer regimiento de la Legión Extranjera. Durante algunos periodos estuvo empleado en una tienda de recambios de automóviles y también como agente marítimo. Esta última ocupación inspiraría más adelante la atmósfera que envuelve las andanzas laborales del Patrice Mersault de La muerte feliz. El hecho de que su salud incierta le impidiera convertirse en funcionario mantuvo abiertas otras posibilidades, afortunadamente.

Los Carnets de sus años juveniles también dejan constancia de que era un hombre con una gran capacidad de amar, lleno de deseos de estar con los demás, de pasárselo bien con ellos:

No malogra uno su vida cuando la pone en contacto con el mundo. Todo mi esfuerzo, en todas las situaciones, las desdichas, las desilusiones, consiste en volver a reanudar los contactos. Y aún en medio de esta tristeza, qué deseos siento de amar y qué embriaguez ante el solo espectáculo de una colina en el aire de la tarde.

Teatro y activismo político

Albert Camus empezó a interesarse por las injusticias laborales y sociales de la Argelia francesa a pesar de la historia oficial y normalizada que le habían explicado en el colegio («el país era presa de la anarquía» hasta que llegaron los franceses y lo incorporaron a su «magnífico imperio colonial»). Se afilió al Partido Comunista en 1935 y colaboró en el Diario del Frente Popular, donde se labró fama de intelectual indómito y comprometido.

Sus inquietudes políticas encontraron un cauce oportunísimo en el teatro. Todd recuerda que hacía con gusto de D’Artagnan en las representaciones escolares y que «adoraba leer» los papeles de Molière o Marivaux. «No sólo ama el teatro: lo necesita en la ciudad y en el escenario».

El Teatro del Trabajo mencionado páginas atrás le ayudó a descubrir que tenía algo de «dirigente» y le permitió crear y organizar una estructura que en enero de 1936 llevó a escena una adaptación de la novela El tiempo del desprecio, de André Malraux. El libreto lo preparó él mismo, muy interesado por el personaje de Kassner, un comunista que escapa tras ser interrogado por los nazis. Podría afirmarse que el texto es un ejemplo temprano de literatura comprometida. Todd precisa que hay una idea de Malraux que seduce a Camus: «A uno le puede gustar que el sentido de la palabra arte sea intentar dar conciencia a los hombres de la grandeza que desconocen en sí mismos […]. No es la pasión, sino la voluntad de demostrar lo que destruye la obra de arte». En esa línea, Albert Camus explicará más adelante que todos y cada uno de los espectadores que asisten al teatro tienen también una cita consigo mismos.

El tiempo del desprecio se representó en la sala de baños Padovani, en el municipio de Bab el-Oued, próximo a Argel. Asistieron varios cientos de espectadores que salieron «entusiasmados» del local, hasta el punto de que la función adquirió con el tiempo la categoría de leyenda.

Su segundo «intento teatral» fue Rebelión en Asturias, una obra escrita a partir de lo ocurrido en España en 1934, cuando el Gobierno radical-cedista de Alejandro Lerroux reprimió duramente las revueltas que siguieron a la «huelga general revolucionaria» que habían convocado los sindicatos socialistas. La representación fue prohibida por el alcalde de Argel, Augustin Rozis, que apoyaba a fascistas y franquistas, y simbolizaba a ojos de Camus «las peores inclinaciones del colonialismo». Los promotores de la función respondieron con el lanzamiento de octavillas y carteles, y la polémica contribuyó a aumentar el interés por la obra. «El verdadero teatro permite desafiar a la burguesía», escribió aquellos días Albert Camus a sus amigas Jeanne y Marguerite. El libreto de Rebelión en Asturias ha sobrevivido gracias al empeño del joven editor Edmond Charlot, que publicó una pequeña tirada. En 2022 la editorial española Altamarea lo imprimió en castellano.

El Teatro del Trabajo también llevó a escena obras clásicas y adquirió cierta fama en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su principal promotor se fue desengañando del componente propagandístico que animaba las iniciativas y libretos de la compañía, hasta el punto de crear una nueva, el Teatro del Equipo, que pretendía ser «independiente», aspiraba a no mantener una posición política ni religiosa, y buscaba una relación de amistad con los espectadores, según se lee en el manifiesto fundacional. La pluma siempre vibrante de Camus se intuye en otros pasajes de aquella declaración de intenciones:

El teatro es un arte de carne y hueso que otorga a cuerpos vivos el cuidado de traducir sus lecciones, un arte al mismo tiempo grosero y sutil, un entendimiento excepcional de los movimientos, de la voz y las luces. Pero, también, es la más convencional de las artes, existe por esa complicidad del actor y del espectador que le dan un consentimiento mutuo y tácito a la misma ilusión.

En la temporada 1937-1938 montaron cuatro obras en tres espectáculos: La Celestina, El regreso del hijo pródigo, El paquebote «Tenacy» y Los hermanos Karamazov