Algo más que sexo: Otoño - Nando López - E-Book

Algo más que sexo: Otoño E-Book

Nando López

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Beschreibung

La trilogía #Más que sexo# cuenta la historia de Leyre, Fran y Nagore, tres hermanos muy diferentes. Leyre y Fran son mellizos, y están a punto de terminar el bachillerato. Nagore es casi dos años menor y acaba de terminar la ESO. Los tres libros de la serie, ambientados en distintas estaciones, siguen sus peripecias amorosas y sentimentales en una trama tan cómica, triste, liosa y auténtica como la realidad que nos rodea.

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A Juan, por ser siempre el abrazo y la mirada

donde encuentro las fuerzas

para seguir contando.

«No todos los amores son verdad.

Pero tampoco hay amor sin verdades».

Ray Stevens

Los límites del amor

Algo más que sexo

Un podcast de@who_is_simone

Sexo

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00:00 / 20:47

Tienes demasiadas exigencias.

Gracias, Álex.

Me lo dice siempre que rompo con alguien. O que no quiero salir con alguien. O que le confieso que me estoy pensando si merecería la pena salir con alguien.

Tienes demasiadas exigencias, Leyre.

Gracias otra vez, Álex.

Es muy útil que te repitan tanto algo que, además, ni siquiera es verdad.

A no ser que pedirles que sepan comerme bien la boca y hablar de algo que no sean ellos mismos sea pasarme con las exigencias.

En fin, ya conocéis a mi amigo Álex (porque aparece por aquí más que yo, aunque este sea mi podcast). Da igual que no tenga razón, él sigue convencido de que sí que la lleva. Pero esa es otra historia.

La de este fin de semana podía haber salido mejor. O eso esperaba yo. Estaba convencida de que este episodio iba a ser EL episodio. Uno dedicado, por fin, a contaros que me lo había pasado realmente bien. Que había sido justo lo que deseaba. O incluso más.

Pero no.

La historia de este fin de semana no ha sido como la había imaginado, sino tal y como me la esperaba. Y eso, obvio, son dos cosas muy distintas.

Lo que deseaba era que fuera un tío con las cosas claras, con algo de imaginación, con capacidad de escucha, un tío de los que saben mirarte para entenderte, de los que leen tu cuerpo, tus gestos, de los que entienden lo que les estás pidiendo y quieren que disfrutes porque, si no es así, tampoco pueden disfrutar ellos.

Y lo que me esperaba, por supuesto, era que no sería así.

Palabra que me habría encantado equivocarme.

Y ponerle un audio a Álex nada más llegar a casa para decirle que todo había ido genial. Que lo habíamos pasado bien de verdad.

Pero qué va.

El audio que le puse fue el mismo que los anteriores:

Otro que iba a su bola. Y que besaba de pena, además.

Ahí fue cuando Álex me soltó su gran frase:

Tienes demasiadas exigencias.

Y luego me escribió los nombres de todos los tíos con los que he tenido algo estos dos últimos años.

¿Ninguno cumple tus estándares?

Tampoco han sido tantos. Nueve en dos años. Según los rancios de mi clase, sí, supongo, aunque pase de sus comentarios incel y de todo ese machirulismo del que ya hemos hablado más de una vez en este canal.

Fui repasando uno a uno todos los nombres de la lista, palabra.

Pensaba: A lo mejor alguno es rescatable. No para mí, sino para el podcast, en plan sociológico.

Alguno del que pudiera decir: ¿Os acordáis de ese tío del que os hablé hace seis programas? Bueno, pues no fue tan horrible.

Si lo comparamos con el resto, claro.

Pero nada. Ni uno.

Fui nombre por nombre (aunque aquí nunca doy ninguno, cada uno tiene el suyo, por supuesto), y comprobé que, en todos, la expectativa había quedado muy por encima de la realidad.

¿Lo ves?

Eso fue lo siguiente que me escribió Álex.

Expectativas y exigencias. Demasiadas, Leyre. Demasiadas.

Ya, Álex, pero es que no a todas nos pasa como a ti y se nos aparece un Urko en cuarto de la ESO. Un tío al que le gusta la misma música que a ti. Las mismas series que a ti. Los mismos libros que a ti. Y con el que te enrollas en cero coma y te pegas el final de la ESO más romántico del instituto, de la ciudad y yo diría que del país.

A Álex ni siquiera le ha dado tiempo de saber cuáles son sus exigencias. Sencillamente apareció Urko, que, por lo que dice, es de los que sí besan bien, y la única que pasó a tener exigencias fui yo.

No sé, a lo mejor es cierto.

Tal vez Álex lleve razón y exijo tanto que nada está a la altura de lo que quiero.

O tal vez sea aún peor.

Tal vez es que no tengo ni idea de lo que quiero.

¿Y tú? ¿Crees que lo sabes tú?

1

−¿Tan mal fue?

−Peor.

−¿Te ha bloqueado ya?

Leyre niega con la cabeza y mira a su hermano, sorprendida.

−¿Por?

−Si ha oído tu podcast, no creo que le haya gustado mucho...

−Ni siquiera hablamos de eso, Fran. No sabe ni que el podcast existe.

−¿Y de qué hablasteis? −los interrumpe Natalia, que corre a sentarse con ellos al mismo tiempo que teclea algo en su móvil.

−De él, básicamente. De los deportes que le gustan. De los videojuegos que le gustan. De las asignaturas que le gustan. Ah, y de las tías que le gustan. Que, por cierto, no se parecen en nada a mí. Pero como tampoco se molestó en preguntarme, no le dio tiempo a comprobarlo.

−¿Y a este de qué lo conocías? −se interesa Natalia.

−Del Rave. Nos habíamos enrollado hace un mes o así y, como no dejaba de darme likes en mi Insta, decidí que podíamos probar. Y decidí de pena, claro.

−¿Me pasas su nick para cotillearlo? −le pregunta su hermana sin despegar la vista de la pantalla.

−Chica, ¿ya estás hablando con Biel? −le pregunta Fran, al mismo tiempo que se tira a su lado en el sofá y trata de quitarle el móvil.

−¿Y a ti qué te importa?

−Nada −Fran eleva los brazos y se deja caer sobre el respaldo−. A mí me agobiaría.

−¿El qué te agobiaría? ¿Que el tío que te gusta te dé los buenos días, o te diga que se acuerda de ti, o que piensa en ti, o que quiere verte? ¿Eso te agobiaría, Fran?

−Que me lo diga una vez, no. Que me lo diga cada cinco minutos, pues a lo mejor sí.

−Biel y yo no nos escribimos tanto −se defiende Natalia.

−NOOOOOOOO −se ríen a la vez Fran y Leyre.

−Llevamos dos semanas sin vernos −sigue justificándose su hermana al mismo tiempo que, a modo de contraataque cariñoso, le da palmadas a Fran en los hombros y el pecho−. Lo echo de menos. Eso sí lo entendéis, ¿o tampoco?

−Dos semanas −repite su hermano con tono trágico−. Está el drama de Rose y Jack en Titanic. Y luego, el vuestro.

−Imbécil. Ya verás cuando te pase a ti.

−A mí... −resopla Fran poniéndose en pie−. Créeme que estoy a salvo, tanto de los del monólogo narcisista como de los adictos al Whatsapp. De los dos.

−No digas bobadas −lo regaña Leyre, que conoce lo bastante a su hermano para saber todo lo que esconde esa afirmación−. A ti también te va a tocar conocer a un tío y aprender a soportar tu ración de masculinidad frágil, y si no, al tiempo.

−Biel no es así −insiste Natalia, y la pantalla de su móvil se ilumina con la llegada de tres mensajes más.

−Que no estábamos hablando ahora de tu iceberg −responde Fran−, sino de mí y del inmenso número de hombres con los que tengo probabilidades de equivocarme, según Leyre. Pero, con los pocos tíos que conozco y los cero tíos que me responden en apps, esas probabilidades son casi inexistentes.

−Porque no buscas bien −opina Leyre−. O mejor: porque no buscas. No puedes quejarte de que no surja nada cuando no te molestas en provocar que pasen cosas.

−¿Provocar que pasen cosas? Cari, que lo que yo quiero es un tío mono para enrollarme con él y, si nos molamos, echar un polvo. No desatar un tsunami.

−Pues vas a tener que cambiar de actitud.

−Sí. Y de cuerpo −replica Fran, y se señala a sí mismo antes de ponerse en pie dispuesto a abandonar tanto la sala de estar como la conversación.

−No te hagas body shaming −lo regaña Leyre−. Me enferma cuando te pones así.

−Es que no me lo hago yo −esta vez es él quien busca algo en su móvil antes de mostrárselo a sus hermanas−. Los gordofóbicos son ellos. Mira −le pide mientras gira la pantalla hacia ellas.

No eres mi tipo.

No me van gordos.

Tienes pluma?

Block

−Ni caso −Natalia le quita el móvil y elimina los mensajes−. Estos imbéciles no se merecen ni un nanosegundo de tu tiempo, Fran.

Él le sonríe, recupera su móvil y busca el modo de zanjar la conversación o, al menos, de desviar el tema. No cree que ni Leyre, con su cuerpo atlético y fibroso tras años de natación y taekwondo, ni Natalia, con su equilibrada delgadez que siempre ha encajado en los cánones de lo normativo, puedan entenderlo del todo.

En el fondo, ellas piensan lo mismo y se sienten igual de solas en sus propias burbujas.

Natalia está convencida de que ni Fran ni Leyre son capaces de comprender la química desde la que Biel y ella han construido su relación.

Y Leyre sospecha que ni Natalia ni Fran acaban de empatizar con la importancia que para ella tiene su podcast, ni con su modo de entender el sexo y, en general, las relaciones.

O quizá sí se entiendan, piensa Fran mientras sus hermanas insisten en el discurso motivacional −eres guapísimo, estás genial como estás, quiérete como eres−. El problema no es la falta de empatía, sino la imposibilidad de llegar a un punto común desde el que romper esas burbujas en las que habitan sus esperanzas y sus miedos.

A lo mejor, duda Natalia, es ella la que se pregunta demasiado por cómo ven sus hermanos su relación, en lugar de asumir de una vez que la única a la que le tiene que importar lo que hace o deja de hacer con Biel es ella misma.

Y tal vez, se dice Leyre, el problema no sea que Fran y Natalia no comprenden la insatisfacción que le producen esos intentos con los tíos que luego analiza en su podcast, sino que solo pueden asistir como espectadores a una forma de ser que no se les daría bien como intérpretes.

−No me jodas... −salta Leyre tras revisar un segundo su móvil.

−¿Qué ha pasado?

Ella les enseña el block que acaba de recibir del tío del Rave.

−Al final sí que se ha enterado de que existe mi podcast.

Y los tres −que puede que no se entiendan, incluso que a ratos no se soporten, pero que no saben ser sin estar cerca− estallan en una carcajada.

2

Comentar el último episodio del podcast de Leyre.

Criticar el contenido del último episodio del podcast de Leyre.

Opinar sobre sus vidas usando como excusa el último episodio del podcast de Leyre.

Desayunar juntos pensando en cuál podría ser un buen tema para el próximo episodio del podcast de Leyre.

Sus domingos por la mañana, desde que Leyre comenzó con su podcast semanal, empiezan siempre así, salvo que la propia Leyre tenga alguna competición de taekwondo −una afición cada vez más complicada, porque no sabe de dónde sacar el tiempo que le exige el nivel al que ha llegado− o que Natalia y Fran se hayan acostado tarde la noche anterior −Natalia, por estar de fiesta con Biel; Fran, por haberse quedado en casa dibujando.

La conversación se interrumpe en cuanto entran en escena sus padres, que −por suerte− no suelen estar en el piso a esas horas. Su pasión por el running, una adicción que entró en sus vidas nada más cumplir los cuarenta y que se ha convertido en su nueva y más estricta religión, los tiene corriendo por la ciudad como si no hubiera un mañana y participando en todos los maratones populares que encuentran: contra el cáncer, por la infancia, por la igualdad, contra el cambio climático... En realidad, el porqué de esos maratones es lo de menos; podrían correr por cualquier causa con tal de seguir ejercitando su sacramento dominical.

Teniendo en cuenta las dimensiones del piso −en el que las hermanas comparten habitación y Fran se conforma con un cuartucho demasiado pequeño para un futuro dibujante de su nivel y talento−, los tres agradecen esparcirse por los espacios comunes cada vez que la ajetreada vida deportiva de sus padres les permite colonizarlos.

Leyre, que ya está tomando notas para su próximo podcast, piensa que a lo mejor debería hablar también de eso: del espacio. Si su podcast va sobre sexo, tiene sentido que le dedique al menos un programa a uno de los problemas que más veces se le repiten: el dónde.

Temazo: el problema no es sólo cómo hacerlo, sino DÓNDE hacerlo.

Lo anota con un asterisco en su cuaderno. Porque ella, a pesar de que Natalia opine que es una antigua, usa cuaderno. Y compra discos. Y graba un podcast porque es lo que más se parece a la radio.

Su alma vintage no soporta los canales de YouTube ni de Twitch, igual que prefiere un vinilo a Spotify. Así que sí: usa cuaderno, bolígrafos y lápices de colores, y siente una atracción casi enfermiza cada vez que pasa por una papelería y se deja media paga en cosas que no necesita pero que le encanta desplegar en su escritorio. Como los rotuladores metálicos que consiguió hace un par de días y con los que ahora subraya la palabra «DÓNDE».

Hasta ahora, nunca se ha acostado con ningún tío en su cuarto.

Ni siquiera en su piso.

Es raro que allí no haya alguien. Y además, su habitación tampoco se parece a las que salen en las series, donde los personajes, trabajen en lo que trabajen, siempre tienen un pisazo en el centro con más ventanales de los que hay en todo su edificio.

El suyo es pequeño. Una de esas construcciones de los ochenta −todas idénticas, todas impersonales− que, gracias a las reformas de sus inquilinos, se han mantenido habitables a pesar del tiempo. Pero es que, en la vida real, el trabajo de sus padres −enfermero él, profesora ella− no se traduce en los áticos y dúplex de las series televisivas.

Una pena.

Vuelve a subrayar la palabra «espacio» y se queda mirando el cuaderno mientras duda qué hacer a continuación.

Puede dedicar la mañana a preparar el guion del siguiente podcast.

(Demasiado pronto).

Puede irse al gimnasio a entrenar un rato.

(Demasiada pereza).

Puede ponerse con el trabajo que les ha mandado el de filosofía.

(Demasiada demasiadez).

Por suerte, un mensaje que responde a una de sus stories en el gimnasio llega justo a tiempo para evitar que cometa la locura de adelantar trabajo de clase. Bastante horrible es ya segundo de bachillerato para regalarle también los domingos.

El mensaje es solo un «hoy entrenas?».

Y un nombre.

Pero, joder −perdón−, qué nombre.

Jonás.

3

Si Álex tuviera que explicar quién es Jonás, diría que es el tío con el que Leyre lleva tres años obsesionada.

Ella, por supuesto, lo negaría y aclararía que no es más que un compañero de su equipo de taekwondo, que, además, le cae como el culo cada vez que empieza a presumir de su medallero.

Pero Álex haría valer su condición de MejorAmigo DesdePrimaria −un título que utiliza cuando Leyre se pone en modo negacionista− y le recordaría uno a uno todos los signos que revelan que tiene un interés incomprensible, pero absolutamente comprobable, por ese chico de más de uno ochenta, músculos de revista de fitness y mirada de anuncio de ropa interior (que a él, para qué negarlo, le ha «inspirado» más de una vez…).

¡Álex, tío!, se reiría Leyre, que si le perdona que le lleve tanto la contraria es porque sabe que es tan sincero con ella como consigo mismo.

Y sí, sería estúpido negar que Jonás le provoca más morbo que la mayoría de los tíos con los que ha estado hasta ahora. Pero también es cierto que, si la reacción de su cuerpo la lleva a acercarse a él, su cabeza le exige lo contrario.

Un polvo, ¿no?

Un polvo y, después, a la mierda.

Ese es el plan que le aconseja Álex.

Así te lo quitas de encima de una vez, ¿no?

Os enrolláis; si besa bien y te pone, os acostáis y, alehop, se acabó la tensión sexual.

Ella insiste en que no hay ninguna tensión sexual, a pesar de todos los indicios que Álex ha recopilado en este tiempo:

Leyre se muerde el labio inferior cuando Jonás le escribe, da like a sus publicaciones o aparece en algún lugar donde esté ella.

Cruza los brazos o las piernas de formas absurdas (a veces todo a la vez, en modo contorsionista) para fingir una naturalidad que no es tal.

Fuerza tanto un tono de voz neutral cuando interactúa con Jonás que su voz parece la de Siri.

Pero, dejando a un lado que esa tensión sexual −repetiría Leyre− no existe, el plan de Álex sigue siendo lo peor.

Os acostáis y se acabó.

A ver, que sí, que ese tipo de planes valdría para tíos como el del Rave.

Porque a ese ya no tiene que verlo más; como mucho, se encontrarán de nuevo en la misma disco y fingirán no conocerse.

Pero no sirve para un compañero de equipo, alguien a quien, quiera o no, va a seguir viendo varias veces a la semana. Cada vez que entrenen. O que participen en alguna competición. O en cualquiera de las quedadas del club.

Saber que van a seguir viéndose lo complica todo un poco.

Mucho.

Incluso demasiado.

Bueno −se corrige Leyre mientras sale de los vestuarios y busca a Jonás en la sala de máquinas del gimnasio−, lo complicaría todo si hubiese algo.

Y no, Álex, no.

Digas lo que digas −se repite, mordiéndose el labio inferior nada más ver a Jonás en uno de los espejos del fondo−, no lo hay.

4

−¿Ya te ibas a escaquear hoy también?

−¿Cómo que también?

−Llevas casi una semana sin venir a entrenar...

−He estado ocupada. Algunas nos tomamos en serio lo de estudiar.

−¿En septiembre? ¿Quién tiene nada que estudiar en septiembre?

−¿Qué pasa? ¿Me has echado mucho de menos?

−Mogollón.

Los dos se ríen y Leyre se da cuenta (mierda, tarde) de que ha vuelto a morderse el labio.

Álex, 1 - Leyre, 0.

Como no está dispuesta a darle la razón, busca una máquina libre y se sienta a hacer hombros mientras espera a que Jonás se acerque para seguir hablando.

Según sus cálculos, lo hará en una o dos series más. En cuanto suelte las mancuernas y cambie el trabajode brazos por el de piernas, que es la única máquina libre cercana a la suya.

Si Jonás varía su rutina de entrenamiento y pasa del tren superior al tren inferior, le estará enviando un mensaje que ella puede interpretar como:

a) Me mola estar contigo. En plan amigos.

b) Me molaría estar contigo. En plan rollo.

La segunda opción, ahora que Álex no está cerca para fiscalizarla, no le parece mal.

¿Le apetece?

Eso sigue sin tenerlo claro, así que opta por subir la carga y castigarse un poco más. Quizá, si se concentra en el esfuerzo físico, contenga el vértigo emocional.

Jonás abandona sus pesas antes de lo esperado (si Leyre no ha contado mal, acaba de reducir a diez una serie de quince) y corre a ocupar la máquina de piernas que aún sigue disponible junto a ella.

−¿No te has puesto demasiado?

Leyre agradece su conato de mansplaining, porque conoce pocos recursos tan inmediatos para enfriar su libido.

Mientras él insiste en lo importante que es usar las cargas correctas para no sé qué de la efectividad del ejercicio, ella suma otros cinco kilos y, tras dedicarle una sonrisa irónica, sigue entrenando sin sentir el más mínimo impulso de morderse de nuevo el labio.

A lo mejor eso es lo que la ha frenado hasta ahora. No solo el hecho de que, si pasa algo entre ellos, continuarán compartiendo gimnasio y equipo, sino la intuición de que el Jonás que la saca de quicio aparecerá también en su vertiente sexual, comportándose con la misma arrogancia con la que actúa en los demás ámbitos.

Álex, 1 - Leyre, 1.

Por una vez, no le importaría haber cambiado el empate por una derrota. Pero cuanto más le habla Jonás −que sigue enfrascado en su discurso motivacional, sacándole brillo al gymbro que vive en él−, más duda Leyre de que ese chico al que podría llegar a desear SI SE CALLASE esté a la altura de sus fantasías.

Y considera que ya ha probado con los tíos necesarios para llegar a la conclusión de que, si escuchan mal fuera del sexo, escuchan aún peor dentro.

Jonás, que se ha atrevido a acercarse a su máquina para bajarle los cinco kilos de carga que ella misma acababa de subirse, es uno de ellos.

De los que no escuchan.

Si no ha escuchado el «Deja eso en su sitio» que casi le acaba de gritar en medio del gimnasio, es mucho más difícil que escuche los lugares a los que intentarían guiarlo sus manos y labios en una situación que, al menos hoy, no se va a producir. Porque Leyre no tiene el más mínimo interés en enrollarse con el tipo que se ha empeñado en que está entrenando mal.

Ella.

Que ha ganado −aunque eso parece que a veces se le olvide− más medallas que él.

No, hoy está clarísimo que no va a suceder.

Aunque a su parte menos racional −esa que trata de desoír con éxito desigual− no le parecería mal que pasara.

Sus dudas, sin embargo, dejan de importar en cuanto se ilumina la pantalla del móvil que Jonás ha dejado en el suelo. Él ve la notificación, y a su cara asoma una sonrisa en la que Leyre lee las cuatro letras que a ella llevan rato pasándosele por la cabeza y por la piel:

Sexo.

−Ya me he machacado bastante por hoy −se despide Jonás, mientras se apresura a coger la toalla al mismo tiempo que teclea algo en su teléfono−. A ver si te portas tú ahora.

−Cuando quieras te demuestro lo que me cunde.

−¿Eso es un desafío?

−No, es una invitación.

¿Una qué?

¿Pero qué estás diciendo, Leyre?

Ahora sí que se muerde de nuevo. Pero no el labio, sino la lengua. Y esta vez, ni siquiera necesita a Álex para traducirle lo que significa eso.

−Ah, ¿sí? ¿Una invitación a qué?

Mierda.

Está claro que Jonás escucha mejor lo que le conviene que lo que no le interesa.

−¿A ti qué te parece?

Leyre recurre a la que suele ser su mejor herramienta en este espacio: tensa los músculos, adopta con sus brazos una pose de combate y le intenta hacer creer que está invitándolo a poner en práctica sus dotes de taekwondista, como si con eso bastase para deshacer la ambigüedad de ese diálogo.

−Me parece que para eso tengo que machacarme todavía un poco más −responde Jonás−. Después de tu última competición, no sé si me atrevo.

Mierda (again).

¿Cómo puede ser que, en solo unos segundos, pase del mansplaining a... bueno, a esto?

¿Cómo es que no le ha soltado ningún comentario arrogante? ¿Cómo es que no ha vacilado ni le ha sonreído con superioridad?

A Leyre no le parece justo.

No es justo que, de repente, el tío que no sabe escuchar y que se ha atrevido a variar su carga sin consultarle antes, el gilipollas que se ha pasado todo el rato que llevan en el gimnasio hablando de sí mismo y de sus rutinas, de repente se convierta en un tío majo, simpático y razonable, que hasta le muestra admiración.

No es justo que, ahora que se va a los vestuarios mientras envía un audio a quien sea que le ha escrito, a ella le parezca aún más atractivo que antes. Porque ya no solo tiene el mejor culo de todo el gimnasio. Ni los ojos más expresivos. Ni las manos −otro de sus fetiches, paraqué negarlo− más fuertes. Ni la espalda y la cintura mejor dibujadas. Ahora, además, es un tío que no tiene reparos en admitir que una tía puede darle una paliza luchando, y que hasta la felicita por su destreza en una competición reciente.

Y no es justo −se queja para sí Leyre, mientras se muerde cada vez con más fuerza ya no sabe si el labio o la lengua− que sienta algo tan estúpido, tan anacrónico y tan rancio como lo que sea −y no, claro que no son celos− que la invade justo ahora.

5

Leyre está convencida de que, si el encuentro con Jonás hubiera sido una escena en una peli de los dos mil, habría terminado cayéndose en la cinta. O perdiendo el equilibrio en la colchoneta. O tropezando con un par de mancuernas que alguien hubiese dejado en medio de la sala.

El cómo habría dado igual, porque el resultado habría sido siempre el mismo: una caída de la heroína romántica que todavía no sabe que lo es, como dictaba el sentido del humor de esas comedias que –opina– han forjado la idea del amor durante más tiempo del que deberían haberlo hecho.

Claro que, si hubiera estado en una peli de los noventa o de los ochenta, la cosa podría haber sido todavía peor. En los ochenta, por ejemplo, habría llevado unos calentadores y un cardado imposibles. Pero en cualquiera de esas décadas la escena habría sido la misma, y habría terminado con una caída idéntica a las que recuerda de todas las películas que ha compartido con su madre, a quien alguna vez acusará formalmente de haberle arruinado la infancia y la preadolescencia con semejantes referencias (bendita Dirty Dancing, que, al lado de las demás, casi le parece la cima del feminismo ochentero).

Pero como su escena en el gym no era de los dos mil, sino de más de dos décadas después, lo que hizo no fue caerse ni cometer ninguna torpeza mínimamente graciosa, sino ir directa al saco para golpearlo con tanta fuerza que tuvo que faltarle poco (al saco) para quejarse.

Y eso sí que le dio rabia.

Habría sido mucho mejor caerse de la cinta.

Porque caerse de la cinta habría sido achacable a un despiste. O a un momento de confusión. Y es que eso es lo que empieza a asumir que le pasa cuando tiene demasiado cerca a Jonás: que se confunde y deja de tener claro qué quiere o qué no quiere.

Pero darle puñetazos y patadas a ese saco, como si tuviera que defenderse de un psicópata descuartizador, indicaba algo mucho peor.

Era señal de que le estaba ocurriendo algo que se niega a que ocurra.

Y no se trata solo de que alguien pueda llegar a gustarle.

Ni de que alguien pueda llegar incluso a importarle.

No.

La rabia de esos golpes no era por haberse callado.

Era por algo mucho más estúpido.

Mucho más irracional.

Algo que no está dispuesta a aceptar que forme parte de ella.

Que no debería formar parte de nadie.

Esa es la teoría, claro.

La realidad es que le molestaba que Jonás hubiese sonreído de esa manera al recibir ese mensaje.

Que hubiese corrido a contestar.

Que hubiese pasado de su conversación (vale, sí, tampoco era un diálogo de los de Platón) para irse al encuentro de quien fuera que estaba al otro lado de la pantalla.

¿Se puede tener celos de alguien con quien no ha llegado a pasar nada?

No.

No eran celos.

Era ego.

Y Leyre no sabe qué es peor.

Si ser tóxica porque quieres algo que no tienes.

O ser tóxica porque no tienes lo que crees que te mereces.

Así que dejó el saco medio muerto y se marchó tan cabreada que (y hay que admitir que esto sí que fue muy de los dos mil) se chocó con el torno de la salida al olvidar que no había pasado la tarjeta.

Algo más que sexo

Un podcast de@who_is_simone

Sexo

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00:00 / 19:32

¿No os pasa que todo es siempre mucho más fácil en vuestra cabeza?

Como si supieras lo que tienes que hacer y decir, pero cuando hay que hacerlo o decirlo, no te sale.

O, lo que es casi peor, acabas haciendo o diciendo justo lo contrario.

A mí, últimamente, me pasa todo el tiempo.

La teoría me la sé, pero la práctica… Es como en esos exámenes donde, aunque te lo hayas empollado todo, no tienes ni idea de cómo responder una sola pregunta.

Algo así.

Por ejemplo, tengo clara la clase de persona que no quiero ser, pero, a la vez, me enfada la persona que a veces soy.

Vale, sí, lo mismo dicho de esa manera suena raro. Pero no lo es.

No es raro que pienses que alguien no te va y, al mismo tiempo, que ese alguien te acabe molando más de lo que tu cabeza te dice que te debería gustar.

Ni es raro que tengas clarísimo que algo es una red flag y que te sorprendas cayendo justo ahí, en ese error que te habías prometido no cometer.

A mí me ha pasado.

Confieso: ME HA PASADO.

¿Y con eso qué se hace?

¿Cómo se elimina una red flag cuando te das cuenta de que la llevas puesta?

La respuesta fácil me la sé, porque es teoría.

Así que, si esto fuera un examen tipo test, la opción correcta sería que debo cambiar. Reflexionar. Y, por supuesto, practicar ese verbo que se oye a todas horas y en todas partes: deconstruirme.

Genial, sí.

Muy cool todo.

Venga, va.

Voy a deconstruirme.

Y por arte de magia (porque lo de deconstruirse suena un poco a eso), dejo de sentirme mal si un chico que digo que no me gusta se enrolla con alguien que no soy yo.

Por ejemplo.

Y no, no estoy hablando del tío del Rave, que ya sé que os quedasteis ahí y que ahora mismo os estáis preguntando si esto es una indirecta.

Pues no.

No es ninguna indirecta.

Que lo mismo ni siquiera estoy hablando de un chico en concreto.

O sí.

Bueno, venga, sí.

Sí que estoy hablando de alguien que NO es el del Rave.

Pero, como no ha pasado nada, no hay mucho que contar.

Solo que la teoría me dice que es un tío del que tengo que sudar y la práctica me insiste en que es un tío con el que me pondría hacer algo.

No sé si contenerme y pasar de él es autocensurarme o si lanzarme es dejarme arrastrar. Como si las dos respuestas fueran igual de equivocadas.

Por lo que sea.

Y quien dice «por lo que sea», dice «por el patriarcado», que es lo que tiene la culpa, entre otros miles de millones de cosas, de que me coma tanto la cabeza. Porque no solo quiero saber cuál de las dos opciones es la mejor, sino también cuál es la más libre. La que tiene menos que ver con la presión de lo que se espera que haga.

Porque de nosotras siempre se espera algo.

¿Y de ellos? ¿Qué se espera de ellos? ¿Y quién lo espera?

Me rayo.

De eso quería hablar hoy también.

De que a lo mejor tenemos derecho a rayarnos. A dudar. Hasta a contradecirnos.

Porque quizá el problema no sea que no digamos la frase perfecta en el momento perfecto. A lo mejor es que, cuan­­do llega el momento, esa frase que antes era perfecta ahora es la peor del mundo.

6

−¿Otra más, Álex?

−Sí, ¿por?

−¿No llevas muchas?

−¿Y?

−Que tú no sueles beber tanto.

−¿Pero hoy no veníamos en modo solo fiesta?

−Ya, pero del modo coma etílico no recuerdo haber dicho nada.

−Solo son unas cerves, tía, no exageres.

Álex apura su botellín y la anima a seguirlo hasta la pista, donde un tema de Bad Gyal reclama su presencia.

Leyre lo mira seria durante un segundo y duda de si debería preguntar más. O incluso atreverse a aconsejarle algo. Pero quizá eso sea arruinar el modo solo fiesta del que −Álex tiene razón− han hablado antes de llegar al Pink. Y han estado tan de acuerdo en que les apetecía salir juntos como en el lugar al que dirigirse. Ella, porque no tenía ninguna intención de arriesgarse a un posible reencuentro en el Rave con el tío del podcast. Y él, porque pasaba de tirarse otra noche en uno de esos locales hetero donde no se siente ni muy libre ni muy seguro.

De eso, piensa Leyre mientras lo acompaña a la pista, sí han hablado más de una vez. De hasta qué punto esa sensación de ser agredido no está en la cabeza de Álex, sino que forma parte de una violencia real −a veces obvia, a veces latente− que los rodea y que acaba haciendo que el gueto sea un lugar necesario. Un espacio de resistencia y de reconstrucción. Un rincón propio donde sentirse a salvo y en el que refugiarse.

−Este año tenemos que salir mucho más −le grita Álex mientras hace una pausa en medio de una coreografía de esas que jamás se ha atrevido, al menos hasta ahora, a bailar en un local como el Rave.

−Por mí... −sonríe ella con ironía−. La que se pasa los findes colgada de su novio no soy yo.

−Es que estoy muy enamorada, tía −se ríe él, recogiendo su ironía sin ofenderse.

−Estas casadísima, Álex. Pero te quiero igual.

Los dos se miran con complicidad y se dan un abrazo que tiene significados distintos −aunque convergentes− antes de seguir bailando.

El abrazo de Álex significa: «Estoy bien, en serio, no te preocupes».

El abrazo de Leyre quiere decirle que, cuando le apetezca hablar de lo que sea que le está pasando esta noche, ella va a seguir ahí dispuesta a escucharlo.

Los dos interpretan correctamente sus mensajes −privilegios del título de MejoresAmigosDesdePrimaria− y ella opta por no preguntar nada más hasta que él quiera contárselo. Lo conoce demasiado bien como para no intuir que, tras el exceso de bebida de hoy −ni siquiera le gusta la cerveza−, hay algo más.

−¿Ese no es...?

¿En serio?

Claro que es.

−Si nunca viene por aquí.

−Ya. Él no... Pero a ella sí que se la ve muy integrada.

Álex tiene razón: está claro que no es la primera vez que la chica que va con Jonás se pasa por el Pink. Por lo menos, eso se deduce de la familiaridad con la que saluda a los camareros y a un par de grupos que bailan a unos metros de la barra.

−¿La conoces?

Leyre se encoge de hombros, porque no está segura de haberla visto alguna vez. Cree que sí, pero no sabe si es porque han coincidido en el gimnasio, en clase, en el barrio...

−Pues me parece que ahora sí que la vas a conocer.

Álex apunta con la mirada a Jonás, que se acerca dispuesto a saludarlos.

−¿Tú eras la que tenías que estudiar? −se burla él.

−¿Y tú no decías que no hay nada que estudiar en septiembre?

−Eso es verdad −interviene su acompañante−. Por cierto, soy Lola.

−¡Claro! −Leyre respira con alivio: al fin la ha ubicado.

−¿Nos conocemos?

−Más o menos −le sonríe−. Yo soy Leyre.

−Álex.

−Vamos a pedirnos algo. ¿Venís?

−No, thanks −responde Leyre antes de que Álex tenga tiempo de hacerlo−. Ya llevamos de sobra.

En cuanto Jonás y Lola se alejan en dirección a la barra, Álex, que nunca desaprovecha un buen salseo, aprovecha para interrogar a su amiga.

−¿La conoces o no?

−Coincidimos una vez, sí. Antes del verano.

−¿Coincidisteis? ¿Dónde?

Leyre mira hacia el fondo de la pista, donde se encuentran los baños.

−Ahí. ¿Y sabes qué? Que esa noche Lola me demostró que es una reina.

−Pues menos mal que te cae bien.

−¿Por?

−Porque algo me dice que los vamos a tener pegados toda la noche.

La intuición de Álex se confirma en cuanto Jonás y Lola vuelven con sus bebidas y se sitúan frente a ellos formando un círculo irregular.

La música y la compañía obligan a Leyre a aplazar su relato de cómo y cuándo se conocieron Lola y ella.

Cuando lleguen a casa, se lo resumirá a Álex en un par de whatsapps que es imposible que tengan para él la misma importancia que para ella.

No fue más que una de esas situaciones que suceden en los baños de las discotecas y de las que, para mal y para bien, ya ha vivido unas cuantas.

Para mal, porque le hierve la sangre al pensar que hay tanto cabrón suelto.

Para bien, porque en cuanto una de ellas entra en uno de esos baños siempre encuentra el apoyo de las demás.

Pasa de él, tía.

No le hagas caso.

No dejes que te haga sentir mal ese gilipollas.

Tú vales mucho.

Lola no dijo nada de eso, pero se sentó a su lado justo después de que ella entrara en ese baño para tratar de afrontar un ataque de ansiedad que no sabía cómo contener.

En su caso no había un tío fuera. Ni un whatsapp. Ni nadie la había dejado en visto.

Su historia no tenía una raíz sentimental, así que no podían calmarla insultando a un enemigo invisible. Lo que la impedía respirar no tenía que ver con el amor ajeno, sino con el amor propio: con la presión de ser quien era, con las dudas de si quería seguir siéndolo, con la sensación de que nunca nada era bastante, ni en los estudios, ni el deporte, ni en la amistad, ni mucho menos en su familia. Y esa noche, sin que pasara nada excepcional, se le acabaron las fuerzas para seguir respirando y sintió que se ahogaba y que necesitaba romper en un llanto que no terminaba de llegar.

Hasta que una chica entró en el baño mientras ella, pálida, se agarraba al lavabo, y le preguntó un sencillo: ¿Estás bien? Y en cuanto vio que no podía responderle más que agitando la cabeza, la ayudó a sentarse en el suelo y se acomodó a su lado hasta que ella recobró la calma y pudo inspirar el aire que le faltaba.

Qué vergüenza, cree Leyre que le dijo.

Vergüenza de qué, cree que le respondió Lola.

No recuerda si le dijo también su nombre ni si hablaron de algo más. Si llegó a contarle por qué su vida se le había subido al pecho hasta robarle el oxígeno y la perspectiva. Intuye que no, que solo le dio las gracias y regresó a la pista fingiendo que no había sucedido nada, aunque lo cierto fuera que le estaba sucediendo todo.

Ahora, mientras los cuatro bailan, hablan, beben y se divierten, se pregunta si Lola no la recordará o si habrá preferido fingirlo para no ponerla en una situación incómoda.

¿Tú no eres la chica que tuvo un ataque de ansiedad en el baño?

Lola no se lo pregunta y Leyre tampoco se lo dice. Aunque quizá ella también la haya reconocido. O quizá no. Quizá haya demasiadas emergencias cada noche en los baños de las discotecas como para recordarlas todas.

7

−Ese no te quita ojo −le susurra Álex, sacándola de su ensimismamiento−. A las cuatro en punto.

−No seas petardo, anda. Que sabes que con lo de las horas no encuentro nunca nada.

−Junto a la puerta.

−Ahora sí.

Leyre aparta la mirada del rincón en el que, desde hace dos canciones, Jonás y Lola se comen la boca −vorazmente, puntualizaría en su podcast− y fija su mirada en el chico que la observa con descaro mientras finge reírse con sus amigos.

No duda que sus colegas puedan haber dicho algo ingenioso, pero sí que él haya podido enterarse, porque es obvio que, como le ha advertido Álex, no les presta atención. Toda su atención está puesta en ella, en dejarle ver que le ha interesado y que, en medio del mercado en el que Leyre siente que a veces se convierten las noches, la ha escogido.

Qué honor.

Resopla aburrida, como si quisiera disuadir a ese chico al que no sabe si tiene ganas de conocer, pero su gesto no causa el efecto previsto y él, en vez de desistir, se acerca.

−Uno: nunca hago esto. Dos: no sé por qué estoy haciendo esto. Tres: si te raya o te molesta que lo haga, me lo dices y dejo de hacerlo.

−¿Esa es tu entrada siempre?

−¿Cómo?

−Que si te llevó más tiempo escribirla o memorizarla.

−Vale, ya lo pillo −asiente él casi sin atreverse a mirarla−. Opción tres: te raya.

Se gira dispuesto a emprender la retirada y Leyre, por un segundo, se arrepiente de haber sido tan brusca.

Busca con la mirada a Álex, que se encoge de hombros, incapaz de discernir si lo que acaban de vivir ha sido una actuación ensayada o un ejercicio de improvisación sin red.

−No me raya −lo detiene, aún sin saber si se arrepentirá−. Pero todo el mundo tiene una frase de entrada.

−Yo no −sonríe él con timidez−. Y si la tuviera, no daría tanta pena como esa.

−No da pena, solo descoloca −se anima a opinar Álex.

−Vaya −el chico vuelve a encogerse, como si quisiera volverse invisible a fuerza de hacerse más pequeño−. No sabía que iba a recibir puntuaciones.

−Ten points, cariño −se ríe Álex, pero, antes de que le responda, se interrumpe al reconocer la canción que ha empezado a sonar−. Lo siento, este temazo me llama.

Se pierde en la pista moviéndose al ritmo de los primeros acordes del Desire de Calvin Harris y Sam Smith, y rápidamente se incorpora a un grupo de amigos a los que acaba de reconocer y que bailan la canción con idéntico entusiasmo. Leyre lo mira entre la alegría y la preocupación.

Se alegra porque le encanta cómo brilla el Álex divertido y fiestero. El Álex que, desde que le dijo a los trece que era gay, no escatima en maquillaje ni en purpurina cuando la noche lo requiere. El Álex que sabe saltar de grupo en grupo y que jamás oculta su pluma, a pesar de que eso le haya provocado más de una situación incómoda e incluso violenta.

Si escondo la pluma, ¿cómo se supone que voy a volar?, le dijo un día en que ella, que todavía no había empezado con su podcast ni con sus lecturas de Butler, Evaristo y Despentes, le preguntó si no sería mejor que fuera más discreto. En su defensa, Leyre hoy diría que cuando soltó esa burrada homófoba solo tenían trece años y medio. Y que con trece años y medio es difícil entender queno tienes que protegerte de la violencia que ejercen contra ti, sino exigir que esa violencia no se produzca.

Pero, junto a la alegría por ese Álex, está la inquietud por el Álex que calla, el Álex que oculta, el Álex que aprendió que la purpurina también era muy práctica para ocultar heridas. Y hoy no deja de preguntarse por lo que hay debajo de ese modo fiesta del que su amigo no para de hablar y en el que ella intuye, por lo menos, una conversación pendiente.

−Me llamo Marc −el desconocido de la presentación teatral reclama de nuevo su atención.

−Leyre.

−¿Seguro?

−Bastante, sí −se ríe ella, desconcertada.

−¿Seguro que no te llamas Simone?

[Inciso necesario:

Vale, sí, hoy no lo haría.

¿Y?

Entonces le pareció la caña.

Pero es que los orígenes de su podcast se remontan a su 15 cumpleaños. Y con quince es comprensible que creyera que hacerle un homenaje a Simone de Beauvoir en su nombre de guerra era una idea estupenda. Y original.

Luego se dio cuenta de que había mucha más gente que había tenido esa misma idea. Pero ella ya había creado sus cuentas en redes y usado el mismo nick en todas ellas:

@who_is_simone

Podía haberlo cambiado, sí.

Eso también lo sabe.

Porque la idea del podcast surgió mucho antes de que realmente se pusiera con ello.

Y al principio ni siquiera era como ahora.

No hablaba mucho de sexo, porque el sexo era algo que aún no había pasado en su vida.

Pero, cuando empezó a pasar y tuvo cosas que contar, ya era tarde para cambiar de nick.

Así que sigue siendo @who_is_simone.

Aunque haga chistes sobre ello en más de un programa.

Porque ha descubierto que el mejor modo de defenderse de sí misma es la risa.

En realidad, es el mejor modo de casi todo.

Fin del inciso necesario].

−No me digas que...

−Te he reconocido por la voz −le confiesa él−. Lo escucho siempre.

−Pero si apenas me has dejado decir nada...

−Con lo que has dicho, suficiente. Tu voz es peculiar.

−¿Y eso es bueno o malo?

−Muy bueno, ¿no? Ser olvidable es como no ser. Y ahí entra demasiada gente.

−¿Y tú y yo no somos parte de esa gente?

−A lo mejor sí, pero nos esforzamos por no serlo.

−Ahora sí lo entiendo.

−¿El qué?

−Lo de tu frase.

−Que no es una frase. Bueno, sí, pero no en ese sentido.

−¿En qué sentido?

−¿Me va a tocar alguna pregunta fácil, o voy pidiendo el comodín del público?

Los dos se ríen y Leyre lo mira intrigada. ¿De dónde ha salido ese tipo y por qué le divierte hablar con él?

−No conozco muchos tíos que escuchen mi podcast. Bueno, ni tampoco muchas tías, la verdad.

−Ya lo harán. A mí me gusta lo que dices. Pero también lo que no dices.

−¿Los silencios?

−Los interrogantes.

−¿Como cuáles?

−Como saber cuáles son las señales para saber si le gustas a alguien.

−Piensa en las que usas tú. Si te molestas en escuchar, el no y el sí son evidentes.

−Pues estaré atento... Por si acaso.

La mira a los ojos antes de llevarse la copa a la boca y apurar lo que le queda de un trago. Sin embargo, su pose de autoconfianza se viene abajo en cuanto empieza a toser y tiene que buscar un rincón en la barra para dejar el vaso.

−¿Estás bien?

Él, aún sin poder hablar, asiente.

−Lo mismo te has pasado de velocidad.

Marc la mira frunciendo el ceño, incapaz de determinar si el comentario de Leyre/Simone va con segundas.

−En mi cabeza sonaba diferente −dice por fin−. Me daba la vuelta en plan misterioso, me iba al otro extre­­mo de la pista y esperaba a que tú decidieras venir.

−¿Y si decidía no ir?

−Por lo menos te habría saludado. Y luego me pondría superintenso cada vez que escuchara tu podcast. Soy muy Jane Austen.

Mal.

Está todo mal.

Fatal.

Álex perdido en la pista, bailando en algún lugar donde Leyre ya no alcanza a verlo.

Jonás saliendo con Lola a toda prisa y sin siquiera despedirse, seguramente en busca de algún lugar donde continuar con la sesión erótica apenas empezada en el Pink.

Y ella delante de un tío que no deja de descolocarla y que, además, utiliza referencias que le ponen. Por