Amante por contrato - Helen Bianchin - E-Book
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Amante por contrato E-Book

Helen Bianchin

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Beschreibung

Mikayla quería saldar la deuda que su padre tenía con el poderoso magnate Rafael Velez-Aguilera, y solo encontraba un medio: ofrecerse en compensación. Ella sabía que era una locura. A Rafael le gustaban las mujeres experimentadas, y ella era virgen... A él le intrigó mucho la proposición de Mikayla, y sin perder un momento, le presentó un contrato que especificaba todos sus deberes como amante durante un año. Por supuesto, en el primer lugar de la lista estaba acostarse con él. ¿Sabía Mikayla en lo que se metía? Rafael era un hombre con una sensualidad a flor de piel, y cuando le hizo el amor, supo que nunca la dejaría marchar...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Helen Bianchin

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Amante por contrato, n.º 1284 - noviembre 2014

Título original: Mistress by Contract

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4844-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

EL sol brillaba calurosamente, como notó Rafael cuando entró en la cocina para preparar el café del desayuno.

Cuando terminó, lo puso todo en una bandeja y lo sacó a la terraza para disfrutar del sol de primavera.

Tomarse su tiempo para desayunar tranquilamente se había transformado en un hábito para él y esa mañana no era diferente.

Era lo mejor del día, pensó satisfecho mientras leía el periódico y disfrutaba del desayuno.

Hojeó la sección de negocios y estaba a punto de volver una página cuando vio de refilón una foto suya en una esquina.

Hmmm. Sasha estaba maravillosa. El perfil era perfecto, su sonrisa correcta y su actitud entrenada para presentar su imagen más atractiva.

Miró el pie de foto y entornó los párpados.

Celebrando la reciente adquisición de los Aguilera, Rafael Velez-Aguilera, el multimillonario empresario, y Sasha Despojoa, disfrutan de una velada en el restaurante Déjeuner.

Sonrió ampliamente.

Sí, podía decirse que era rico y triunfaba en los negocios, pensó satisfecho. Vivía en una hermosa casa en uno de los mejores barrios de Sydney, poseía un envidiable montón de inversiones y tenía posesiones en varias capitales.

Podía parecer que lo tuviera todo.

Lo que los periodistas no tocaban era su procedencia.

La pobreza suburbial en la que se había criado, el menos que saludable lugar de educación donde había sobrevivido... Todo eso no se nombraba.

Desde siempre él había querido algo más que solo una existencia en la parte mala de la ciudad. Más que una vida teniendo que vigilar que no apareciera alguien con aspecto de policía, con la necesidad de ir siempre un paso por delante. No había nada que no hubiera visto, pocos tratos que no hubiera hecho.

De pequeño, siempre había querido salir de allí. Salir de un mundo gris donde la supervivencia era la única ambición. Tener la sabiduría de la calle era solo parte de su éxito. La educación era la otra, y había luchado por ella de la única manera que conocía, ganando becas y graduándose con honores. No por la gloria de esos honores, no por agradar a sus padres, sino por él mismo.

Y había tenido éxito. Con treinta y seis años, estaba exactamente donde quería estar. Podía tener cualquier mujer que quisiera y las tenía con frecuencia, selectivamente.

De todas formas, su última compañera estaba siendo bastante permanente y, aunque que era cierto que disfrutaba con ella en la cama, él no tenía el menor deseo de una relación duradera.

¿Había una mujer única para un hombre? ¿La única? De alguna manera, lo dudaba.

Entonces, sonó su teléfono móvil y contestó.

–Buenos días, querido –dijo, en español, una voz femenina, suave e intensamente felina.

Seguro que lo hacía así como recordatorio de que él no había querido compartir con ella la noche anterior.

–Sasha.

–¿Te molesto, querido?

–No.

–Pensé que podíamos cenar juntos esta noche.

Él apreciaba el ansia en una mujer, pero prefería ser él el cazador.

–Tengo cosas que hacer.

–¿En otro momento, entonces?

Se había recuperado rápidamente, pero la necesidad de seguridad seguía allí y él decidió ignorarla.

–Tal vez –dijo, y cortó la comunicación.

Echó un vistazo a los inmaculados jardines que rodeaban la casa, pasó por las brillantes aguas de la piscina y las pistas de tenis, las flores y los setos, antes de dedicarle de nuevo su atención al periódico.

Se sirvió otra taza de café, miró su reloj y luego untó mermelada en la última tostada. Cinco minutos más tarde, entró de nuevo en la cocina y empezó a llenar el lavavajillas. Luego, subió a su habitación a vestirse.

Tenía una buena cantidad de trajes y ese día se puso uno de Armani, una corbata de seda y zapatos italianos. Luego tomó su cartera y el maletín, tomó el ordenador portátil y bajo de nuevo a la planta baja.

Encendió el sistema de seguridad, se dirigió al garaje y se sentó tras el volante de su Mercedes último modelo y tope de gama.

Su oficina estaba en el último piso de uno de los edificios más altos de la ciudad, una obra maestra de la arquitectura, desde donde se disfrutaba de unas vistas magníficas de la bahía.

El tráfico era denso y abrió el ordenador en un semáforo, le echó un vistazo a sus citas del día y tomó nota mentalmente de decir a su secretaria que hiciera dos llamadas telefónicas.

Un cuarto de hora más tarde, aparcó en su sitio reservado en el aparcamiento del edificio.

Apagó el motor, tomó el ordenador y el maletín, abrió la puerta y salió del coche.

–Rafael Velez-Aguilera.

Se detuvo al oír esa voz femenina. Luego se volvió para enfrentarse a la propietaria de la misma, con el cuerpo alerta, listo para golpear al menor signo de agresión.

Rubia, pequeña, esbelta, ojos verdes y rasgos atractivos. No parecía un oponente para él, pero sabía perfectamente que no había que fiarse de las apariencias. Era muy consciente de lo que podía hacer cualquier experto en artes marciales y que el tamaño y el sexo no importaban.

¿Estaría ella ocultando un arma? Entornó los párpados cuando se percató de la manera con que ella sujetaba el bolso de cuero. Si llevaba allí un cuchillo o una navaja, la podría desarmar antes de que se moviera un centímetro.

El edificio entero era patrullado por personal de seguridad. ¿Cómo habría entrado esa mujer?

–Sí –respondió por fin.

–Tengo que hablar con usted.

Él levantó una ceja y la observó cuidadosamente, esperando su siguiente movimiento.

–Soy un hombre muy ocupado –respondió él mirando su reloj.

–Cinco minutos.

Estaba claro que ella había practicado sus palabras, las había cronometrado y lo podía hacer en menos tiempo. Si tenía que hacerlo.

–Concierte una cita con mi secretaria.

–Ya lo he intentado –respondió ella agitando la cabeza.

Nada de lo que ella había visto y leído en los periódicos hacían justicia a ese hombre, a su evidente aura de poder.

–No sirvió de nada –añadió ella sonriendo levemente–. Su sistema de seguridad es impenetrable.

–Pues usted ha logrado entrar en el aparcamiento –dijo él, pensando que iba a tener que hacer que alguien se ocupara de eso inmediatamente.

–Por capacidad de convicción.

Una súplica desesperada basada en la verdad que le había dirigido al guarda de seguridad. Solo esperaba que eso no le costara el empleo al hombre.

Rafael tuvo que reconocer que esa mujer tenía valor.

–¿Y ahora espera usar eso mismo conmigo?

–¿Y perder más tiempo?

Eso logró intrigarlo.

–Dos minutos. ¿Su nombre?

–Mikayla. Soy la hija de Joshua Petersen.

Ella sabía muy bien que eso le iba a causar efecto.

La expresión de él se tensó y sus labios se apretaron lo mismo que su voz.

–No.

Era justo como ella se había esperado, pero insistió. Tenía que hacerlo.

–Me ha ofrecido dos minutos.

–Lo podría multiplicar por diez y la respuesta seguiría siendo la misma.

–Mi padre está muriendo.

–¿Quiere mi compasión?

–Su indulgencia.

–¿Se atreve a pedirme indulgencia para un hombre que me robó varios cientos de miles de dólares?

Ella dio una patada en el suelo, de pura desesperación.

–Mi padre está hospitalizado con un tumor inoperable de cerebro. Si lo denuncia se pasará el poco tiempo de vida que le queda en la cárcel.

–No –dijo él empezando a caminar hacia los ascensores.

–Haré lo que sea –dijo ella como último recurso.

Ya le habían rechazado dos cartas y un buen montón de llamadas telefónicas.

Él se detuvo, se volvió y la recorrió con la mirada insultantemente.

–Necesitaría más de lo que creo que es usted capaz de darme –dijo.

–Usted no lo sabe.

–Sí. Lo sé.

Si él se metía en los ascensores con llave, lo perdería.

–Por favor.

Rafael oyó esa palabra, sintió el leve temblor de la voz de ella y siguió caminando. Llegó al ascensor y se volvió.

–Tiene un minuto para salir de este aparcamiento; si no, haré que la detengan por allanamiento.

Él se esperaba ira, rabia, incluso un intento de atacarlo. O una bien ensayada escena de lágrimas.

Pero en vez de eso, vio orgullo en la forma en que ella levantó la barbilla. Su boca se movió un poco cuando trató de recuperar el control que había perdido momentáneamente, como indicaba el leve rastro de humedad que se veía en sus ojos verdes.

Se le escapó una lágrima solitaria, que le corrió por la mejilla.

Un sonido electrónico anunció que había llegado el ascensor y él usó su llave para abrir la puerta; luego se metió en él y metió la llave en su ranura.

Su expresión no cambió nada.

–Treinta segundos –dijo y giró la llave.

Poco después, Rafael estaba ya en su despacho. La electrónica y los ordenadores le habían hecho ganar una fortuna. Llamó a su secretaria por el intercomunicador, confirmó su agenda del día y empezó a trabajar.

Dos horas más tarde, terminó con lo que estaba haciendo y pidió el archivo Petersen.

No era que necesitara que le refrescaran la memoria, Había vivido demasiado como para que algo así le afectara. Pero la imagen llorosa de una cierta rubia no lo dejaba en paz y se la quiso quitar de encima.

Joshua Petersen, viudo, con una hija, Mikayla, soltera de veinticinco años, profesora. Tenía su dirección, número de teléfono, el lugar donde daba clases, sus aficiones...

Levantó una ceja.

¿Thai-boxing?

Imprimió toda la información y se metió los papeles en el bolsillo de su chaqueta.

Luego hizo una llamada telefónica.

–Consígame todo lo que pueda acerca de Joshua Petersen. Datos médicos y personales.

El hombre había achacado a sus deudas de juego sus continuos robos, y por aquel entonces, Rafael no había investigado más profundamente.

Una hora más tarde tenía las respuestas que quería. El informe médico confirmaba lo que le había dicho su hija.

Rafael imprimió el informe y lo volvió a leer en papel.

Estaba demostrado que ese hombre había usado el dinero para pagar los gastos de hospital causados por el mantenimiento de su esposa, que había sufrido un accidente de carretera que la había dejado en coma durante meses antes de morir.

Eso había sido hacía seis meses.

El hombre casi había logrado devolverlo, pero una auditoría había descubierto sus depósitos irregulares, sus intentos de pagar la deuda. Y su caída en el juego fue solo cuestión de un mes. ¿Tal vez se trató de un último intento para conseguir el dinero y reponer lo que se había llevado?

Rafael se acomodó en su sillón y se quedó pensativo.

Desde allí se veía una panorámica magnífica de la bahía de Sydney, pero él no le estaba prestando atención.

Madre de Dios. ¿En qué estaba pensando? El padre era un ladrón, ¿por qué debería interesarle la hija?

Porque le intrigaba, decidió. Le interesaban las relaciones humanas, la lealtad familiar. ¿Hasta dónde se extendería la de ella?

Recordó la forma orgullosa en que levantó la barbilla y como trató de contener cualquier signo de emoción, a pesar de que se le escapara esa lágrima solitaria, y decidió averiguarlo.

Llamó a su secretaria y le dijo que, si llamaba ella, le pasara la llamada.

Veinticuatro horas más tarde, lo hizo.

–A las siete y media –le dijo secamente, y nombró un restaurante–, reúnase allí conmigo.

Mikayla se había preparado para otro rechazo y, por un breve momento, se vio entre la esperanza y la desesperación.

–No puedo.

–¿Por qué no?

–Porque trabajo por las noches.

–Llame y dígales que está enferma.

Pero ella no se podía permitir perder su trabajo.

–Termino a las once –le dijo.

–¿Enseñando?

–Sirviendo mesas.

Se produjo un momento de silencio y luego Rafael le preguntó:

–¿Dónde?

–No en su zona habitual.

–¿Dónde?

Él había estado en antros peores de los que ella se podía imaginar.

Mikayla se lo dijo.

–Allí estaré.

Y estuvo, con media hora de antelación. Se sentó en una mesa, pidió café y se dedicó a observar la nada distinguida clientela y la forma como ella los trataba.

Eso la estaba poniendo nerviosa, como Rafael había pretendido. Observó la forma como ella trató de ignorarlo y eso lo divirtió, pero la diversión se vio sustituida por la irritación cuando un cliente, borracho, le puso la mano en el redondeado trasero.

No necesitó oír lo que ella le dijo, ya que el mensaje fue muy claro y sus ojos brillaron peligrosamente.

¿Estaba ella resentida por la necesidad de tener un segundo trabajo tanto como con su padre por haber actuado de tal manera que ella se viera en esa condición?

Tal vez no. Ella había demostrado tener valor y orgullo, unas cualidades que Rafael reconocía y admiraba. ¿No era por eso por lo que estaba allí esa noche?

A las once en punto, Mikayla se llevó a la cocina un montón de platos, murmuró una disculpa por no quedarse más tiempo y se quitó el delantal. Luego, se retocó rápidamente el maquillaje y se pasó una mano por el cabello antes de entrar de nuevo en el restaurante.

Rafael Velez-Aguilera no era un hombre al que ella se pudiera permitir mantener esperando. Él ya la estaba esperando en la puerta y ambos salieron a la calle.

Una vez allí, se dirigieron al coche de él, entraron y ella se quedó extasiada por el lujo y la comodidad de vehículo.

Fueron en un tenso silencio hacia la zona elegante de la ciudad. Allí, él aparcó y apagó el motor.

Mikayla se preguntó cuánto duraría aquello. Tenía que repasar algunas cosas para las clases del día siguiente. Casi no había tenido tiempo para nada ese día: del colegio había ido a ver a su padre al hospital y luego a su casa para prepararse para ir al restaurante, así que apenas había comido nada.

Y los pies la estaban matando. Llevaba unos zapatos de tacón que eran parte de su uniforme de camarera, lo mismo que las medias negras, la minifalda y el pequeño top. Odiaba ese uniforme casi tanto como ese trabajo.

Se obligó a caminar decididamente hasta que llegaron al café adonde se dirigían.

Se instalaron en una mesa de la terraza y pronto apareció un camarero para tomar nota de su pedido.

Ella pidió un descafeinado para poder dormir y se le hizo la boca agua ante la carta de sándwiches de alta cocina.

Minutos más tarde, cuando les llegó la comida que había pedido Rafael, él le dijo:

–Coma.

Conocía bien el escenario. Seguramente, ella había comido poco y a toda prisa. Si es que había comido.

Él se acomodó en su asiento y se dedicó a observar cómo ella comía, tratando de que no se le notara el hambre que tenía.

Esperó hasta que ella se hubiera comido dos sándwiches y tres cafés, y luego fue directamente al grano.

–Le sugiero que exponga su caso.

Ella se puso las manos en el regazo y las apretó juntas, odiando casi tanto a ese hombre como se odiaba a sí misma por lo que estaba a punto de decir.

–Estoy trabajando en dos sitios, en uno de ellos siete noches a la semana. También trabajo los fines de semana. Dejando aparte el alquiler, la comida y mis necesidades, tardaría toda la vida en pagarle lo que le debe mi padre...

No sabía cómo le podía sugerir... ¿Cómo podía? Pero no tenía otra alternativa.

–Solo tengo a mí misma que ofrecer. Como su amante. Sexualmente, socialmente, durante un año –añadió apresuradamente.

A él le entraron ganas de sacudirla y no se detuvo a pensar por qué.

–¿Es ese el trato?

–Estoy dispuesta a negociar.

Él la miró detenidamente hasta que ella estuvo a punto de gritar.

–¿En qué términos?

–Firmaré un acuerdo prenupcial en el que se afirme que no reclamaré nada de usted durante nuestro trato, ni a su final. A cambio, usted retirará las acusaciones contra mi padre.

Él tardó un momento en responder y en su voz se reflejó un evidente cinismo.

–Tanta lealtad es admirable. ¿Pero estaría usted preparada para la realidad?

Ella se obligó a mirarlo, a pesar de que se estaba muriendo por dentro.

Él era un hombre grande, debía medir más de metro noventa. Con el cabello oscuro, casi negro. Un rostro muy bien proporcionado, pómulos anchos, mandíbula firme, frente fuerte. Además de unos penetrantes ojos oscuros y una boca sensualmente moldeada.

Había algo en su expresión que la preocupaba. Una dureza que tenía poco que ver con su capacidad para los negocios. Pensó que era un hombre que había visto mucho y soportado más.

Eso lo hacía complejo, peligroso. Una cualidad que no aparecía en su biografía ni en ninguna de las fotos que ella había visto en los periódicos.

–Yo podría ser un amante tremendo.

Rafael vio cómo la expresión de ella se helaba por un momento, pero se recuperó enseguida.

–O muy malo en la cama.

Él sonrió ante su audacia.

Ella pensó que, sin duda, también en eso era bueno. Tenía todo el aspecto de un hombre cómodo consigo mismo y con su experiencia para poder dar placer a una mujer.

Mikayla pensó que ese era su último recurso. Había vendido su apartamento, había cambiado su coche por otro más barato y de segunda mano y había vaciado su cuenta corriente; todo para tratar de ayudar a su padre, pero no había logrado reunir ni una fracción de lo que él debía.

–Pone un precio muy alto a sus servicios –dijo él.

Rafael pensó que no era nuevo recibir un pago en carne. Se había hecho desde siempre, pero en la sociedad actual se llamaría coacción. Sin embargo, había sido sugerencia de ella, no de él, lo que le daba una nueva dimensión al trato y podía evitar los problemas legales de la situación.

Aquello tenía connotaciones intrigantes. Nada de malos entendidos. Incluso podía resultar interesante.

La verdad era que había una parte de él que deseaba hacerla suya, llevarla al borde de la locura y oírle suplicar para que le diera placer. Una y otra vez.

Pensó que eso era química sexual, y se preguntó si él se atrevería a perseguirla.

La observó mientras ella se comía el último sándwich. La palidez había desaparecido de sus mejillas.

–¿Más café?

Mikayla se secó los labios con la servilleta. Se sentía cansada y, lo que más quería era volver a su casa.

–No, gracias –dijo y rogó en silencio para que él le diera una respuesta.

Mientras esperaba, se preguntó si él estaría meditando su oferta o solo jugando a algún juego cruel.

¿Se daría cuenta él de lo mucho que había pasado ella en el último mes, siendo consciente del delito de su padre y esperando a que el hacha cayera sobre su cabeza? ¿De lo poco que había dormido pensando en lo que podía pasar?

–La llevaré a casa.

–Gracias, pero puedo tomar un taxi hasta donde tengo el coche –dijo ella, pensando que tenía el dinero justo para hacerlo.

–Yo la llevaré –dijo él firmemente.

Una vez en el coche, permanecieron en silencio hasta que él le preguntó:

–¿Dónde tiene el coche?

–En la siguiente calle a la izquierda, a media calle a la derecha.

Poco después llegaron donde ella había aparcado el muy viejo Mini, que era su único medio de transporte.

Mikayla puso la mano en la puerta y se volvió hacia él.

–Supongo que mi oferta no le interesa...

Necesitaba consejo legal antes de tomar una decisión. Y además, a ella no le vendría mal esperar un poco.

–Me pondré en contacto con usted dentro de unos días.

Aquello era mejor que un no definitivo.

–Gracias.

Luego ella huyó de allí, pero fue consciente de que él esperó a que estuviera dentro del coche y arrancara. Rafael la siguió hasta la calle principal, donde ella giró en una dirección y él en la otra.