¿Un matrimonio ideal? - Helen Bianchin - E-Book
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¿Un matrimonio ideal? E-Book

Helen Bianchin

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Beschreibung

Cuando Gabbi se casó con Benedict Nicols, se habló de la boda de la década, porque se unieron dos destacadas familias adineradas. Benedict se convirtió en el director de un imperio, y Gabbi se transformó en la esposa perfecta. Ella desempeñaba su papel brillantemente, pero nadie hubiera sospechado su secreta tristeza: que amaba a su marido, pero, para él, su matrimonio era sólo un asunto de negocios, sexo y herederos. Ella no quería quedarse embarazada como si ese hecho fuera parte de un trato comercial, pero sabía que, si no lo hacía, su atractiva hermanastra estaría deseosa de desempeñar el papel de esposa y madre. Tenía que hacer algo para salvar su matrimonio…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Helen Bianchin

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

¿Un matrimonio ideal?, n.º 1055 - diciembre 2020

Título original: An Ideal Marriage?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-899-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GABBI paró el coche en medio de un atasco en South Head Road, cerca del barrio de Sydney llamado Elizabeth Bay. Miró su reloj nerviosa y golpeó los dedos rítmicamente en el volante.

En una hora tenía que ducharse, lavarse el pelo, secarlo y peinarlo, maquillarse, vestirse y recibir a los invitados a la cena. El quedarse detenida diez minutos en medio del tráfico no formaba parte de sus planes.

Miró sus manos pintadas y arregladas: no había almorzado para ir a la manicura. Había tomado una manzana a media tarde, lo que no podía considerarse un adecuado sustituto de una comida.

El coche de delante comenzó a moverse. Ella lo siguió, pero al cambiar el semáforo tuvo que volver a pisar el freno.

A ese paso, le costaría dos o tres intentos pasar la intersección, pensó. Debía haberse marchado antes de la oficina para no verse afectada por la hora de más tráfico. Pero su cabezonería no se lo había permitido.

Como era la hija de James Stanton, no le hacía falta trabajar. Sus propiedades, una extensa cartera de acciones y una apreciable renta anual la situaban en la lista de ricas mujeres jóvenes de Sydney.

Además, era la esposa de Benedict Nicols, y su puesto de asesora ayudante de dirección de las Empresas Stanton-Nicols era visto muchas veces como una muestra de nepotismo.

Gabbi apretó el acelerador con satisfacción, pero tuvo que volver a parar.

El teléfono móvil sonó. Ella contestó automáticamente.

–Gabrielle.

Había una sola persona que se negaba a usar su diminutivo: Mónica.

–¿Estás conduciendo?

–Estoy retenida –contestó, preguntándose cuál sería el motivo de la llamada de su madrastra. Mónica no llamaba nunca para saludarla simplemente.

–Annaliese viene esta tarde. ¿Te importaría que fuese a cenar con nosotros esta noche?

Los años pasados en un internado de una escuela de élite la hicieron contestar cortésmente.

–No, en absoluto. Estaremos encantados de que venga.

–Gracias, querida.

La voz de Monique sonó suave cuando colgó.

Estupendo, se dijo, mientras llamaba a Marie para decirle que pusiera otro plato en la mesa.

Suspiró. Esperaba que el hecho de que fueran trece personas no fuera mala suerte en ningún sentido, pensó después de colgar.

El tráfico empezó a moverse.

James Stanton se había casado hacía diez años con una divorciada de veintinueve años con una hija pequeña y aquello lo había llenado de alegría. Monique era muy sociable, igual que él, y una anfitriona excepcional. La pena era que el afecto de Monique no había llegado hasta la hija de su esposo. Ella había tenido entonces quince años, y había sentido la superficialidad de su madrastra. Se había pasado seis meses preguntándose por qué, hasta que una amiga había dicho algo acerca de las características de una relación disfuncional desde el punto de vista psicológico.

Como respuesta, Gabbi había decidido destacar en todo lo que hacía. Como consecuencia había ganado campeonatos deportivos, había terminado la carrera con un expediente académico insuperable en Administración de Empresas. Había estudiado idiomas, y había pasado un año en París y otro en Tokyo antes de volver a Sydney a trabajar para una empresa rival. Luego se había presentado al puesto en Stanton-Nicols, y lo había ganado, gracias a su experiencia y eficiencia.

El pensar en el pasado tenía un cierto peligro, pensó Gabbi, mientras se metía en una calle de un barrio exclusivo, lleno de casas lujosas que se escondían detrás de altos muros, y adornadas con árboles frondosos.

Después de recorrer unos cien metros, paró. Apretó un mando a distancia y las puertas de hierro forjado se abrieron para que pasara.

Un camino en zigzag la llevó hasta una casa de estilo mediterráneo de dos pisos, enclavada en un hermoso paisaje, lejos de la carretera. Habían sido cuatro parcelas con cuatro casas adquiridas por Conrad Nicols, que habían sido demolidas para dar lugar a una casa de miles de dólares con magníficas vistas del puerto. Diez años más tarde, se habían agregado habitaciones para invitados y garajes para siete coches, remodelado la cocina y techado terrazas y balcones. Los jardines tenían fuentes, pistas deportivas, estanques de adorno y terrenos inspirados en el campo inglés, con arbustos y árboles.

Era una pena que Conrad y Diandra Nicols hubieran tenido un accidente de coche semanas después de terminados los arreglos.

Sin embargo, Conrad había conseguido después de muerto lo que no había conseguido en sus últimos diez años de vida: su hijo y heredero había vuelto de América y había tomado las riendas de Stanton-Nicols.

Gabbi puso el coche entre el Jaguar de Benedict y un Bentley negro. No estaba el coche que Benedict usaba todos los días para ir a la ciudad.

Las puertas del garaje se cerraron. Gabbi recogió su maletín del asiento de atrás y salió del coche en dirección a una puerta lateral donde tocó unos botones, activando con ellos el sistema de seguridad que daba entrada a la casa. Aunque la palabra mansión era más adecuada para definirla, pensó Gabbi.

Llamó por el teléfono interior a la cocina.

–Hola, Marie. ¿Está todo bajo control?

Los veinte años de trabajo al servicio de la familia Nicols le permitían contestar con una risita ahogada y un:

–Sin problemas.

–Gracias –contestó Gabbi, agradecida, antes de correr por el pasillo hacia una escalera caracol que subía a la planta de arriba.

Marie estaría poniendo los últimos toques a la cena de tres platos que había preparado. Su esposo, Serg, estaría probando la temperatura de los vinos que Benedict había elegido para que se sirvieran, y Sophie, la asistenta por horas, estaría terminando los últimos toques en el comedor.

Todo lo que tenía que hacer era bajar, perfectamente arreglada, cuando Serg atendiera el timbre de la puerta e hiciera pasar al primero de sus invitados al salón, en unos cuarenta minutos o algo menos.

La madre de Benedict había elegido moqueta de colores pálidos y pintura suave en las paredes, para contrastar con los muebles de caoba. En los dormitorios, la pintura de las paredes hacía juego con las cortinas y los edredones. Cada habitación era diferente.

El dormitorio principal estaba situado en el ala este de la casa. Tenía puertas acristaladas que daban a dos balcones desde los que se veían hermosas vistas del puerto. Durante el día eran unas vistas panorámicas, y por la noche se transformaban en un espectáculo mágico de luces y neones intermitentes en la distancia.

Gabbi se quitó los zapatos, las joyas y la ropa y se dirigió a una habitación casi tan grande como el dormitorio. Era un baño lujosamente decorado en mármol color marfil con una bañera enorme y un compartimento con dos duchas.

Diez minutos más tarde Gabbi salía del baño con una toalla envolviendo su cuerpo delgado y otra a modo de turbante en la cabeza.

–¿Va todo bien, Gabbi? –preguntó Benedict, quitándose la chaqueta y aflojándose la corbata.

Benedict tenía un cuerpo duro… y musculoso y una cara cuyas facciones denotaban el origen andaluz de sus ancestros. Tenía los ojos negros y una mirada intensa que jamás se dulcificaba ni ante un hombre ni una mujer.

–¿Qué pasa con el «Hola, cariño, estoy en casa»? –bromeó ella.

–¿Seguido de un beso de bienvenida? –bromeó él, quitándose la camisa y abriendo la cremallera del pantalón.

Ella sintió que su respiración se aceleraba, que sentía un nudo en el estómago, y su cuerpo se veía atraído por aquella presencia. Pero era todo físico.

Gabbi se puso una bata de seda. No era más que la atracción de aquella potente masculinidad, pensó.

Se quitó la toalla y se secó el pelo.

Se distrajo al ver a Benedict desnudo caminando hacia la ducha. Las paredes estaban cubiertas de espejos; y su cuerpo se veía reflejado. Era un cuerpo bien formado; de formas masculinas muy atractivas.

Ella lo siguió con la mirada. Luego, las puertas de cristal se cerraron tras él.

Gabbi se cepilló el pelo con fuerza innecesaria, con tristeza y rabia súbita.

Hacía un año, dos meses y tres semanas desde que se habían casado, y aún no podía controlar el efecto que causaba en ella en la cama o fuera de ella.

Tenía el pelo húmedo aún. Su color rubio ceniza parecía más oscuro, resaltando su tez clara y sus ojos azules.

Con expertos movimientos se recogió el pelo. Luego, empezó a maquillarse.

Minutos más tarde, oyó que dejaba de sonar el agua. Tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en la línea del ojo y no mirar cuando Benedict salió del pedestal de mármol y empezó a afeitarse la barba de un día.

–¿Has tenido un mal día? –preguntó Benedict.

Gabbi detuvo sus movimientos un momento.

–¿Por qué lo preguntas?

–Tienes unos ojos muy expresivos –comentó Benedict mientras se pasaba la mano por la mejilla.

Gabbi lo miró por el espejo.

–Annaliese va a venir a cenar. Es una invitada de último momento.

Benedict paró la máquina de afeitar y estiró la mano hasta el frasco de colonia.

–¿Eso te molesta?

–Soy capaz de aguantarme y asesinar los monstruos que llevo dentro.

–¿Habrá espadas verbales en el postre? –dijo Benedict con humor sardónico.

Se sabía que Annaliese era incapaz de perder una oportunidad, y Gabbi sabía que aquella noche no sería una excepción.

–Intentaré ser civilizada.

Benedict miró las curvas del cuerpo delgado de Gabbi. Luego la miró, sonrió y dijo:

–¿El objetivo es ganar otra batalla en una guerra que continúa?

–¿Te ha presentado batalla alguien alguna vez, Benedict? –Gabbi dejó el maquillaje en el cajón de sus cosméticos y se aplicó barra de labios.

Él no contestó. No hacía falta que dijera que era un hombre temido y respetado por sus colegas, y que nadie le tomaba el pelo.

Gabbi se puso una estrecha falda larga de seda negra y una blusa escotada sin mangas. Completó su atuendo con zapatos de tacón, un colgante con un diamante en forma de pera y unos pendientes a juego. Luego se miró al espejo y después se puso perfume Le Must de Cartier.

–¿Estás lista?

Gabbi oyó su voz y lo miró. Aquella imagen de Benedict casi le quitó el aliento.

Benedict tenía una fuerza especial, algo casi animal, que la ropa elegante apenas neutralizaba. Era algo irresistible para casi cualquier mujer.

Se miraron un momento.

Ella le envidiaba aquel control, y se preguntaba qué cosa podría hacérselo perder.

–Sí, estoy lista –ella sonrió y lo precedió al salir de la habitación.

La escalera principal, de mármol, llegaba a la planta baja cubierta parcialmente por una alfombra.

Los suelos eran de mármol y daban luminosidad y sensación de amplitud al vestíbulo de entrada al edificio. Las paredes estaban pintadas de color marfil, cuya uniformidad se veía interrumpida por puertas de madera tapizadas, objetos de arte, y algunas vitrinas.

Sonó el timbre cuando Gabbi puso el pie en el último escalón de la escalera.

–Es hora de que empiece el espectáculo –murmuró Gabbi al ver a Seg caminar hacia las puertas de entrada.

–El cinismo no te queda bien –dijo Benedict.

Ella lo miró con orgullo y le dijo:

–Te prometo que me portaré bien –sintió que su pulso se aceleraba.

–Estoy seguro… –dijo él.

Aquellas palabras provocaron un escalofrío en la piel de Gabbi.

–¡Charles! ¡Andrea! –exclamó Benedict cuando Serg anunció a los primeros invitados–. Venid al salón, os serviré una copa.

El resto de los invitados llegaron a los pocos minutos, y Gabbi representó su papel de anfitriona a la perfección, sonriendo todo el tiempo, y esperando que llegasen Monique y Annaliese acompañadas de su padre.

A Monique le gustaba hacer una entrada triunfal, y su llegada solía estar cuidadosamente estudiada y ocurrir en el momento más oportuno para que causara un gran impacto. No solía llegar excesivamente tarde, pero la hora de llegada estaba al límite de lo socialmente aceptado.

El anuncio de Serg coincidió con las expectativas de Gabbi. Pidió disculpas a los invitados con los que estaba conversando y fue a saludar a su padre.

–James –rozó la mejilla del hombre con los labios y aceptó el firme apretón en su hombro como respuesta. Luego, se dirigió a su madrastra para aceptar de ella un beso en el aire–. Monique –sonrió mientras miraba a la deslumbrante mujer que estaba al lado de Monique–. Annaliese, ¡qué alegría verte!

Benedict se unió a ellos y le puso una mano en la cintura. Una sensación perturbadora que parecía un modo de infundirle seguridad y también una advertencia secreta; aparte de producirle una reacción de atracción, lo que en aquel momento era totalmente secundario.

Benedict saludó afectuosamente a su padre, con sincero encanto a su madrastra y con afable tolerancia a Annaliese.

Monique sonrió dulcemente en respuesta. Annaliese, en cambio, respondió con su felino arte de seducción; una habilidad que parecía deleitarse en practicar con cualquier hombre de más de veinte años, sin importarle su estado civil.

–Benedict…

Con una sola palabra, Annaliese lograba transmitir todo un mensaje, y aquello la enervaba.

La presión de los dedos de Benedict aumentó, y Gabbi le sonrió, ignorando el fuego en las profundidades de aquellos ojos oscuros.

La cena fue un éxito. Habría sido difícil hasta para el paladar más exigente encontrarle un defecto, tanto en la preparación como en la presentación de la comida, y los vinos que la acompañaron.

Benedict era un anfitrión ejemplar, y su habilidad para recordar acontecimientos y cifras, combinado con su memoria fotográfica era una garantía de que la conversación fuera amena y variada. Los hombres buscaban y valoraban su opinión sobre los negocios, y lo envidiaban por su atractivo con las mujeres. Éstas, por otra parte, buscaban llamar su atención y codiciaban el lugar de esposa que Gabbi ocupaba junto a él.

«Una pareja creada en el Paraíso», habían dicho las revistas de cotilleos en su momento. «La boda de la década», habían titulado varias revistas de mujeres, adjuntando una gran variedad de fotos.

Sólo los románticos habían aceptado la imagen idílica que habían dado los medios de comunicación mientras que la alta sociedad del país entero había visto lo que se escondía detrás de esa fachada de cuento de hadas.

El matrimonio de Benedict Nicols y Gabrielle Stanton había sido el producto de la estrategia de James Stanton para cimentar su imperio financiero y que se forjara en la siguiente generación con un heredero.

La razón por la que había participado Benedict estaba clara: él quería conseguir el control total de Stanton-Nicols. La bonificación era una atractiva mujer joven muy adecuada para engendrar la prole necesaria.

La aceptación de Gabbi había estado motivada en parte por un deseo de satisfacer a su padre y por un reconocimiento realista de que, dada su enorme fortuna, habría pocos hombres, si había alguno, que pudieran desechar la ventaja social y económica que suponía ser el yerno de James Stanton y que no quisieran casarse con ella por interés económico también, y Benedict era uno de ellos.

–¿Vamos al salón para tomar el café?

Las palabras de Benedict llamaron su atención. Gabbi se puso en pie y dijo sonriendo:

–Estoy segura de que Marie debe de tenerlo listo.

«Es un tesoro inestimable esa chef». «Una velada maravillosa», le dijeron con cortesía los invitados. Ella inclinó la cabeza y agradeció:

–Gracias. Se lo diré a Marie. Le gustará saberlo.

Lo que era verdad. Marie valoraba su alto salario y la posibilidad de vivir en una casa separada. Eran las ventajas de aquel empleo, y su gratitud estaba reflejada en sus esfuerzos culinarios.

–Has estado bastante callada en la cena, querida.

Gabbi oyó la voz de Monique y se dio la vuelta hacia ella.

–¿Te parece? –preguntó sonriendo Gabbi.

–Annaliese está un poco dolida, me parece –sonrió Monique.

–¡Oh, querida! ¡Parecía disfrutar tanto! –exclamó Gabbi.

Monique la miró con ojos nublados. Gabbi no sabía cómo lo hacía. «Realmente tendría que haber sido actriz», pensó Gabbi.

–Annaliese siempre te ha considerado como una hermana mayor –dijo Monique.

No había nada de afecto familiar en lo que Annaliese sentía por Gabbi. Otra cosa muy distinta era su relación con Benedict.

–Me halaga mucho –dijo Gabbi amablemente, sosteniendo la mirada torva de Monique.

Se habían quedado un poco aparte de los invitados, que estaban saliendo del comedor, y no podían oírlas.

–Ella te aprecia mucho.

Lo dudaba. Gabbi siempre había sido vista como una rival, y Annaliese era la digna hija de su madre. Se vestía y arreglaba con cuidado, se perfumaba, y se lanzaba a su misión de seducir. Jugaba, sonreía, y disfrutaba de la caza hasta que encontraba al hombre adecuado.

Gabbi se libró de dar una respuesta porque Marie le ofreció un café al entrar al salón. Agradecida, aceptó el café.

Alzó la taza con serenidad y sorbió.

–Si me perdonas… Tengo que hablar con James.

Era casi medianoche cuando se fueron los últimos invitados, ni demasiado pronto ni demasiado tarde para un fiesta a mitad de semana.

Gabbi se quitó las sandalias y atravesó el salón.

Sentía un peso en la cabeza; una tensión acumulada desde la nuca hasta el cuello.

Sophie había recogido las tazas de café que quedaban y los vasos de licor. Por la mañana, Marie dejaría el salón limpio y en perfecto orden.

–La velada ha sido todo un éxito, ¿no crees? –comentó Benedict.

–¿De qué otro modo iba a ser? –contestó ella mirándolo.

–¿Quieres que nos sentemos y critiquemos un poco a nuestros invitados? –dijo él con docilidad.

–No particularmente.

–Entonces, te propongo que vayas al dormitorio y te metas en la cama.

Ella alzó la barbilla un segundo y luego dijo mirándolo fijamente.

–¿Y que me prepare para complacerte?

Benedict la miró con un peligroso brillo en los ojos. Enseguida, se apagó y se acercó a ella con gráciles movimientos de pantera.

–¿Complacerme?

Estaba muy cerca de ella. Su fragancia masculina mezclada con su colonia derrumbaban sus defensas y daba en el blanco de su femineidad.

No le hacía falta tocarla. Y lo sabía.

–Tu apetito sexual es… –Gabbi hizo una pausa, luego agregó–: Voraz.

Él alzó una mano y le tomó la barbilla, obligándola a mirarlo.

–Es privilegio de la mujer la no aceptación.

Ella lo miró cuidadosamente. Vio las pequeñas arrugas en el extremo de sus ojos, los finos contornos de su boca, aquella boca que exploraba tan bien las curvas del cuerpo de ella.

–Y costumbre del hombre emplear métodos desleales para convencerla –dijo Gabbi.

Benedict le acarició la mejilla, el cuello, y le soltó el pelo.

Cayeron juntos a la alfombra. Él le peinó el pelo rubio con los dedos. Entonces bajó la cabeza. Ella cerró los ojos mientras sentía la caricia de sus labios alrededor de su oreja. Él siguió hasta su boca. Ella tembló y quiso recuperar el control.

Debía de decirle que parase, decirle que estaba cansada, inventar un dolor de cabeza, por ejemplo. No quería pasar por el momento de después de hacer el amor; pasar por la experiencia de sentirse feliz y saber al mismo tiempo que la lascivia no podía sustituir jamás al amor.

El cuerpo de Benedict se movió contra el de ella. Hubiera querido defenderse, pero no podía luchar contra la fuerza de las caderas de Benedict mientras él se apoderaba de su boca y la poseía, suavemente al principio, luego apasionadamente, de tal modo que ella se rindió.

A ella no le importó sentir las manos de él acariciando su falda, y menos cuando le acarició las nalgas y la alzó contra él.

Ella curvó sus piernas alrededor de las caderas de él y le rodeó el cuello con sus brazos.

Él la llevó a su dormitorio.

Gabbi estaba ardiendo de pasión, deseaba dolorosamente sentir su piel, quitarle la corbata y desabrocharle los botones de la camisa hasta sentir el vello de su pecho musculoso.

Gabbi deslizó su boca por el cuello de Benedict.

En un momento dado, ella se dio cuenta de que estaba de pie, sin ropa, al igual que él, y gimió de placer cuando él la echó en la cama.

Sin preliminares, rápido, violentamente. Luego, él podría tomarse todo el tiempo que quisiera.

«Ahora», pensó. Pero no, lo había dicho en voz alta, porque él se rió descaradamente.

Él se hundió en ella y observó las delicadas facciones de su cara mientras ella lo aceptaba, y se aferraba a él.

Se quedó quieto durante unos segundos, y ella sintió que él volvía a moverse, se retiraba, volvía a entrar más profundamente, lentamente, con un ritmo que la hizo arder.