Objetivo: seducción - Helen Bianchin - E-Book

Objetivo: seducción E-Book

Helen Bianchin

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Beschreibung

Dominic Andrea había planeado una estrategia muy especial para conquistar a Francesca... Primero, tenía que conseguir llamar su atención. Pero eso era fácil: Dominic era muy atractivo y Francesca tenía que hacer esfuerzos para apartar los ojos de él. Segundo, tenía que hacer que se enamorase de él. Fancesca se sentía intrigada por Dominic, pero había perdido un marido y no deseaba enamorarse de nuevo. Y, por último, tenía que pedirle que se casara con él. Dominic lo quería todo, y estaba decidido a perseguir y seducir a Francesca hasta que ella lo aceptara.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Helen Bianchin

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Objetivo: seducción, n.º 1001 - junio 2021

Título original: The Marriage Campaign

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-601-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

VOLVER a casa era siempre una experiencia agradable, pensaba Francesca mientras el avión se preparaba para aterrizar en el aeropuerto de Sydney.

La ciudad ofrecía una magnífica panorámica, con el mar azul de fondo, los altos edificios, el famoso puente y el teatro de la Ópera bañados por la brillante luz del sol, en contraste directo con el frío que había dejado atrás en Roma.

El Boeing se colocó frente a la pista y, unos minutos más tarde, rodaba por ella con un sordo ruido de motores.

Después de tomar su equipaje y pasar la aduana, Francesca se dirigió al vestíbulo de salida seguida por las miradas de la gente, algo a lo que estaba acostumbrada.

Llevaba un elegante traje pantalón color verde que destacaba su alta y esbelta figura, apenas llevaba maquillaje y había recogido su largo pelo castaño en un moño suelto. El resultado era una imagen discreta, pero muy atractiva, que no podía esconder su estatus de modelo internacional.

No había fotógrafos, ni la consabida limusina esperándola al salir del aeropuerto porque no había informado a casi nadie de su llegada; necesitaba pasar unos días con su familia y amigos antes de volver a las pasarelas y a los compromisos de trabajo por todo el mundo.

Enseguida paró un taxi y, mientras se alejaban de la terminal, observaba los autobuses, los coches, los árboles que rodeaban las avenidas; podía ser cualquier ciudad del mundo, pensaba Francesca.

Pero era su ciudad, el lugar en el que había nacido. Su padre era un emigrante italiano y su madre, una australiana que nunca se había acostumbrado a las restricciones del matrimonio.

Francesca recordaba las discusiones de sus padres, cada vez más frecuentes durante su infancia, y después el internado y las vacaciones con cada uno de sus progenitores por separado.

Una familia feliz, pensaba irónica, recordando los años que siguieron a aquello. Tres padrastros; dos de los cuales le habían mostrado un auténtico afecto y otro, cuya predilección por las adolescentes había quedado patente durante unas vacaciones, poco después de la luna de miel. Todos ellos habían pasado brevemente por su vida y habían desaparecido. Y además, estaba Madeline, la segunda esposa de su padre.

Su carrera como modelo, que había empezado como un capricho, había sido un éxito que sobrepasaba todos sus sueños. Tenía apartamentos en París, Roma y Nueva York y era una de las más solicitadas por las mejores casas de moda del mundo.

–Veinticinco dólares.

La voz del taxista interrumpió sus pensamientos.

–Quédese con el cambio –dijo ella, sacando dos billetes del bolso.

Francesca introdujo la tarjeta magnética que abría las puertas de cristal del elegante edificio de apartamentos y entró en el amplio vestíbulo.

–Me alegro de volver a verla –dijo una joven en recepción, dándole unas llaves y un paquete de cartas–. El coche que ha alquilado está en el garaje y los papeles están en la guantera.

–Gracias.

Francesca subió en el ascensor, desactivó el sistema de seguridad y entró en su apartamento.

El olor a la cera de los muebles se mezclaba con el aroma de flores frescas. Junto al sofá, en un pequeño jarrón, había un ramo de rosas con una nota de su madre: «Bienvenida a casa, cariño».

Sobre la mesa del comedor había un ramo de claveles con una nota de su padre que decía exactamente lo mismo.

Había cinco mensajes en el contestador y Francesca pulsó el botón para escucharlos; uno de ellos era de su agente y los demás, de familia y amigos. También había varios faxes, ninguno de los cuales era urgente. Todo podía esperar hasta que se diera una ducha y deshiciera la maleta.

En el apartamento, cuyos suelos de mármol italiano estaban cubiertos de alfombras, había un salón decorado con cómodos sofás de piel en tono claro, un comedor, una moderna cocina, dos habitaciones con cuarto de baño y un precioso mirador. Las cortinas eran de color marfil, a juego con las paredes enteladas en seda del mismo tono. El toque de color lo daban los cuadros que cubrían las paredes del apartamento y los grandes cojines de los sofás.

Era un apartamento elegante, que demostraba el buen gusto de su propietaria; un apartamento para vivir y no sólo un lugar bien decorado.

Tras una larga ducha que la dejó relajada después de tantas horas de vuelo, eligió de su armario un pantalón de seda color crema, una blusa sin mangas y sandalias planas y, echándose un último vistazo en el espejo, salió del apartamento.

En Sydney había bastante tráfico, pero no la clase de atascos interminables que solía haber en las calles de Roma.

Italia. El país en el que había nacido su padre y el lugar en el que, tres años antes, se había casado con el famoso piloto de carreras Mario Angeletti, que había muerto en un accidente unos meses después de la boda. Y la semana anterior había tenido que volver al cementerio para acudir al entierro de su suegra.

Aquellos recuerdos tristes no la conducían a nada, pensaba mientras salía de su casa. Lo primero que tenía que hacer era cambiar moneda y comprar algo de comida en el supermercado cercano.

Cuando entró en el banco, se encontró con una fila de clientes que esperaban ser atendidos.

El hombre que había delante de ella se movió unos pasos y en ese momento notó el aroma de su colonia. Era un aroma exclusivo que despertó un repentino interés por el hombre que lo llevaba.

Era muy alto, pelo oscuro, anchos hombros y cuerpo musculoso bajo un polo de manga corta. Llevaba unos pantalones de marca, que marcaban su estrecha cintura y su apretado trasero.

¿Sería un contable, un abogado?, se preguntaba Francesca. Posiblemente, ni lo uno ni lo otro. Si lo fuera, llevaría un traje de chaqueta.

La cola empezó a avanzar con rapidez y Francesca se quedó mirándolo mientras se dirigía hacia una de las ventanillas.

Unos treinta y cinco años, pensaba observando su perfil. La mandíbula cuadrada, altos pómulos y rasgos marcados indicaban su ascendencia europea. ¿Italiano, griego quizá?

Otra de las ventanillas quedó vacante y Francesca se dirigió a ella. Mientras guardaba el dinero en la cartera se dio la vuelta y se chocó con el hombre.

–Perdone –dijo rápidamente, sintiendo que él la sujetaba por el brazo.

Dominic dejó que su mirada resbalara por su esbelta figura antes de mirarla a los ojos.

Había algo en ella que le resultaba familiar. Tenía rasgos clásicos, una piel clara y ojos de color miel, pero era su brillante pelo castaño lo que lo fascinaba; lo llevaba recogido en un moño y se preguntaba cómo quedaría aquel color vibrante extendido sobre las sábanas.

Francesca se sintió turbada ante la mirada del hombre y tuvo que hacer un esfuerzo para aparentar tranquilidad.

Se encontraba con hombres atractivos prácticamente todos los días de su vida y nunca sentía nada especial. Que aquel hombre la hubiera puesto tan nerviosa no era más que simple química, pensaba, una de esas cosas que ocurrían a veces.

Pero reconocer el sentimiento era una cosa y sentir aquella turbación, otra muy diferente. No le gustaba y no deseaba sentirla.

Y él se había dado cuenta. Lo sabía por la sonrisa que curvaba aquellos labios sensuales y por cómo se habían oscurecido sus ojos. Él seguía sonriendo de forma enigmática mientras soltaba su brazo e inclinaba la cabeza ligeramente.

Francesca mantuvo una expresión de frialdad mientras guardaba la cartera en el bolso. Después, se dirigió hacia la puerta.

Él iba unos pasos delante de ella y era difícil ignorar la gracia animal de aquel cuerpo masculino; un cuerpo que parecía prometer placeres sensuales sin medida.

Francesca se quedó turbada por aquellos pensamientos y lo achacó a una mala jugada de su cerebro, agotado tras largas horas de viaje.

Lo primero que colocó en el carro cuando llegó al supermercado fue algo de fruta. Con tantos familiares y amigos que visitar, seguramente la única comida que haría en su apartamento sería el desayuno.

Su familia, recordó de pronto. Tenía que llamarlos por teléfono, pensaba mientras tomaba algunas botellas de leche, yogur y algo de queso.

–¿Ningún capricho? –preguntó tras ella una irónica voz masculina, con leve acento extranjero.

Francesca estaba acostumbrada a que los hombres se dirigieran a ella constantemente y se volvió para contestar con amable frialdad, pero las palabras se quedaron en su garganta al reconocer al atractivo hombre del banco.

Tenía una boca fascinante, unos dientes blanquísimos y una sonrisa que hubiera vuelto loca a cualquier mujer. Y había algo en sus ojos oscuros que demostraba su sinceridad; tenía una mirada directa, casi analítica, que era más que turbadora.

¿La habría seguido?, se preguntaba. Echó una mirada sobre su carro y vio que él también había hecho algunas compras.

–Los helados –sonrió ella, intentando ser amable–. Mis favoritos son los de vainilla y chocolate.

–Ah, la chica es golosa –dijo él con una risa ronca que casi la hizo perder el equilibrio. Al mirar las manos de ella y ver una alianza, Dominic sintió algo parecido a la desilusión, pero no sabía por qué. A pesar de ello, no se desanimó. Estaba acostumbrado a arriesgarse en los negocios y en la vida–. ¿Ese anillo significa algo? –preguntó, rozando con un dedo la alianza.

–Si significa algo o no, no es asunto suyo –contestó Francesca apartando la mano.

Así que, además de belleza, tenía temperamento, pensaba Dominic, preguntándose si también sería una mujer apasionada.

–¿No quiere decírmelo?

Francesca hubiera deseado marcharse, pero algo la obligaba a quedarse.

–Déme una razón para que lo haga.

–No me gusta jugar con lo que es propiedad de otro hombre –dijo mirándola a los ojos, sin asomo de timidez.

Francesca respiró profundamente mirándolo de arriba abajo.

–Yo no soy propiedad de nadie –dijo con frialdad mirándolo a los ojos–. Y no estoy interesada en serlo, muchas gracias.

–Una pena –dijo él–. Podría ser un descubrimiento fascinante –añadió con humor–. Para los dos.

–En sus sueños –sonrió ella irónica, alejándose.

Él no hizo ningún esfuerzo para detenerla, aunque durante un segundo Francesca había sentido que había mirado en el fondo de su alma y conocido sus secretos para después apartarse, seguro de que podría conquistarla.

Se estaba volviendo loca, se decía a sí misma mientras guardaba los alimentos en la bolsa. Estaba cansada y nerviosa; lo primero era debido a las largas horas de vuelo y lo segundo a aquel estúpido hombre.

Cuando volvió a su apartamento, guardó las cosas en el frigorífico y llamó a su familia por teléfono. Después, llamó a Laraine, su agente.

El trabajo había sido su salvación durante los últimos tres años. Había viajado por todo el mundo, mostrando las colecciones de los mejores diseñadores, pero, ¿durante cuánto tiempo seguiría siendo una de las modelos más cotizadas? Y, lo más importante, ¿deseaba seguir siéndolo?

Había muchas chicas esperando a la cola, todas ellas deseosas de conseguir fama y fortuna, y los diseñadores siempre estaban buscando caras nuevas.

La moda era algo pasajero. La alta costura, un nido de ególatras rodeados de aduladores.

Y, sin embargo, a pesar de la locura, las prisas, las zancadillas, Francesca encontraba placer en mostrar aquellos imaginativos y hermosos diseños y una gran satisfacción cuando lo que mostraba era algún trabajo espectacular.

Eso hacía que las habitaciones de hotel, las largas horas en avión, los nervios y el pánico de última hora en los desfiles merecieran la pena. Un cínico añadiría que las astronómicas cifras que cobraba por desfile también ayudaban.

Pero Francesca nunca había tenido problemas económicos. De pequeña, había vivido en una maravillosa casa, y había estudiado en los mejores colegios. Sin embargo, mientras su madre se encargaba de perpetuar aquella vida de cuento de hadas, su padre se había encargado de que mantuviera los pies en la tierra. Tenía inversiones, propiedades y acciones que aseguraban su futuro por completo y, sin embargo, nunca le había atraído la idea de vivir sin trabajar.

Quizá era la herencia italiana de su padre lo que hacía que se sintiera incentivada para poner toda su energía en cada proyecto. La palabra «fracaso» no estaba en su vocabulario.

–Pienso estar de vacaciones toda la semana –dijo a su agente. Laraine insistió en que reconsiderara su decisión–. Mañana hablaremos en tu oficina. ¿Te parece bien a las diez?

Cuando colgó el auricular, se estiró y sintió que el agotamiento se apoderaba de ella. Prepararía algo ligero para cenar y después se metería en la cama.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

FRANCESCA estaba inclinada sobre el escritorio de su agente, repasando la lista de propuestas de trabajo.

–Confirma mi asistencia al desfile a beneficio de la Asociación De Lucha Contra El Cáncer y al de la gala que organiza la Fundación Para La Investigación De La Leucemia. También haré la sesión de fotos con Tony y… el jurado en el concurso de caras nuevas –dijo, mientras repasaba y descartaba otras invitaciones–. El pase privado en la boutique de Margo también –añadió, tomando un sorbo de agua–. Y ni una cosa más.

–Anique Sorensen me ha llamado varias veces. Es muy insistente –dijo Laraine.

El hecho de que Francesca donara la mitad de sus honorarios a causas benéficas cada vez que volvía a su país natal hacía que siempre encontrara montones de peticiones para diferentes eventos.

–¿Cuándo?

–El lunes, en el hotel Marriott.

–Dime que es para alguna causa social y te mato.

–Entonces, estoy muerta. Es para la Fundación Pide Un Deseo.

–Maldita sea –exclamó de forma poco elegante Francesca arrugando la nariz.

–Pero lo harás –sonrió su agente, satisfecha.

–Sí –asintió Francesca levantándose y colgándose el bolso del hombro. No podía negarse a aparecer en una gala a beneficio de niños que sufrían enfermedades terminales–. Envíame los detalles por fax.

–¿Qué planes tienes para hoy?

–Una playa solitaria, un libro y el móvil –sonrió Francesca–. Se supone que estoy aquí de vacaciones.

–No olvides ponerte crema protectora.

–No te preocupes.

Una hora más tarde, estaba tumbada bajo una sombrilla en la playa, observando el horizonte y disfrutando de la suave brisa del mar y del olor a sal, mientras oía a las gaviotas que se acercaban a buscar comida en la playa.

Estuvo leyendo durante una hora y después dejó el libro y llamó a una de sus mejores amigas, con la que había compartido internado durante la adolescencia y que, como ella, había tenido que pasar por la experiencia del divorcio de sus padres.

Marcó el número y esperó que su secretaria le pasara a una entusiasmada Gabbi que deseaba saber cuándo podrían verse.

–Esta noche, si tu marido y tú pensáis ir a la exposición de Leon –sonrió Francesca. El extrovertido propietario de la galería de arte era famoso por sus veladas, a las que sólo eran invitados los personajes más selectos de la ciudad–. ¿Vais a ir? Estupendo –añadió–. Voy a cenar con mi madre, así que es posible que llegue un poco tarde.

–Pásalo bien –dijo Gabbi. Francesca tuvo que echarse a reír ante aquel comentario irónico. Las dos se conocían muy bien.

Lo pasó bien charlando y cotilleando con su madre mientras tomaban consomé, ensalada y fruta. La permanente dieta de Sophy incluía porciones minúsculas de comida baja en calorías.

Su madre era una conversadora muy amena y siempre encontraba algo divertido que decir sobre todo lo que ocurría a su alrededor. Era normal que coleccionara hombres como otras mujeres coleccionaban joyas. Y todos ellos seguían siendo sus amigos cuando la relación terminaba. Con una excepción, Rick; su primer marido y el padre de Francesca. Él era el único que no había caído rendido en las encantadoras redes de Sophy.

Un poco después de las diez, Francesca pagaba la cuenta del restaurante y acompañaba a su madre a tomar un taxi, antes de entrar en su coche.