Boda de sociedad - Helen Bianchin - E-Book

Boda de sociedad E-Book

Helen Bianchin

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Beschreibung

Faltaban dos semanas para su boda con Carlo Santangelo... y era demasiado tarde para que Aysha se lo volviera a pensar. Todo el mundo esperaba ver a una novia deslumbrante que ese día realizaría su sueño, y el de cuantos la rodeaban, puesto que el matrimonio sellaría la alianza de dos poderosas familias... Aysha sabía que iba a adquirir riqueza y una envidiable posición social, por no hablar de un marido increíblemente atractivo. El único problema era que Carlo no tenía intención de renunciar a su seductora amante. Y Aysha, profundamente enamorada de su prometido, quería mucho más que un matrimonio de conveniencia…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Helen Bianchin

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda de sociedad, n.º 1089 - octubre 2020

Título original: A Convenient Bridegroom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-890-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BUENAS noches, cariño. Y hasta mañana, me imagino.

Muy sutil, reconoció Aysha. Seguía asombrándola la capacidad de su madre para dar una orden con forma, no ya de sugerencia, sino de hipótesis. Como si la que decidiera fuera Aysha. Llevaba toda la vida, o toda la vida que recordaba, siguiendo el guión que le habían ido escribiendo. El colegio más exclusivo, profesores particulares, vacaciones en el extranjero, esquí, ballet, clases de equitación, idiomas… hablaba con fluidez el italiano y el francés.

Aysha Benini era el escaparate de la inversión en educación de sus padres. Atractiva, elegante, prueba viviente de la riqueza y la posición social de su familia, cosas todas ellas que era preciso mantener a toda costa. Hasta la carrera de decoradora que había elegido entraba dentro de ese juego.

–¿No es así, cara?

Aysha atravesó la sala y rozó con los labios la mejilla de su madre:

–Probablemente.

–Tu padre y yo no te esperamos esta noche –dijo Teresa Benini, arqueando con elegancia una ceja.

Caso cerrado. Aysha revisó el contenido de su bolsito de fiesta, sacó la llave del coche, y se dirigió a la puerta.

–Hasta luego.

–Que te diviertas.

¿Qué entendería Teresa Benini por «divertirse»? ¿Tomar una cena exquisitamente servida en un restaurante de moda con Carlo Santangelo, y a continuación hacer el amor toda la noche en la cama de Carlo?

Aysha se sentó al volante de su Porche, puso en marcha el motor, y se deslizó por el camino de salida, rebasó la puerta electrónica, y condujo por la tranquila calle bordeada de árboles en la que se encontraba su casa hacia la avenida que comunicaba la zona residencial de Vaucluse con el centro de la ciudad.

Un rayo de sol se reflejó en el anillo de oro cuajado de diamantes, con un espléndido solitario, que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda. Tenía un diseño magnífico, había costado una cantidad escandalosa, y era un símbolo perfecto del enlace previsto entre la hija de Giuseppe Benini y el hijo de Luigi Santangelo.

Benini-Santangelo, se repitió Aysha mientras se incorporaba a la arteria que la llevaría a la ciudad. Eran dos inmigrantes que procedían del mismo pueblo del norte de Italia, que habían emigrado antes de cumplir los veinte años a Sydney, y trabajaron allí pluriempleados todos los días de la semana, ahorraron hasta el último centavo, y consiguieron establecer una empresa cementera al cumplir los veinticinco.

Transcurridos cuarenta años, Benini-Santangelo era uno de los grandes nombres del sector de la construcción en Sydney, con una fábrica enorme y toda una flota de hormigoneras propias.

Los dos se habían casado convenientemente, aunque por desgracia no habían tenido más que un descendiente cada uno; vivían en casas hermosas, tenían coches caros, y habían dado a sus hijos la mejor educación posible. Las dos familias habían sido amigas y tenido amigos comunes toda la vida. Había un lazo muy fuerte entre ambas, algo más que amistad, prácticamente parentesco.

La avenida por la que circulaba bordeaba ahora la bahía Rose Bay, y redujo un poco la velocidad para admirar el paisaje. Eran las ocho y media de una hermosa tarde de verano, y el océano tenía el color y el brillo de un zafiro, reflejándose en un cielo limpio de nubes o contaminación. Había villas fantásticas en las numerosas calas y entrantes, con muchos veleros y otros barcos anclados. Al fondo, se veía una serie de rascacielos, torres de acero y cristal de diferentes alturas y diseños, enmarcando el Teatro de la Ópera de Sydney y el soberbio arco del puente Harbour Bridge. El tráfico se fue haciendo más denso a medida que se acercaba al centro urbano, con las consabidas esperas en los cruces regulados por ordenador, así que eran casi las nueve cuando por fin llegó a la entrada del hotel y dejó las llaves del coche a un empleado para que lo aparcara. Por supuesto, podría, y quizá debería, haber esperado en casa a que Carlo la recogiera, o podría haber ido ella a su apartamento. Habría sido más práctico, más sensato.

Sólo que esa noche no le apetecía ser sensata.

Aysha hizo un ademán de saludo al portero al entrar, y no le había dado tiempo a recorrer más de tres pasos del vestíbulo del hotel cuando reconoció una figura masculina que se erguía y se adelantaba hacia ella. Carlo Santangelo.

Le bastó con verlo para sofocarse y sentir que el corazón se le aceleraba. Tuvo que esforzarse para seguir respirando regularmente. Carlo tenía unos treinta y ocho años y medía un metro noventa. Sus anchos hombros y apariencia musculosa atestiguaban su cuidada forma física. Tenía un rostro de rasgos muy marcados y angulosos, en el que destacaban la firmeza de la mandíbula y el mentón, y la sensualidad de los labios. Llevaba el pelo castaño oscuro perfectamente cortado y peinado, y sus ojos eran tremendamente oscuros, casi negros.

Aysha no recordaba ninguna muestra del genio de Carlo, pero no le cabía duda de que debía de tenerlo, porque aquellos ojos podían llegar a cobrar aspecto de obsidiana, la boca endurecerse hasta reducirse a dos finas rayas, y la voz adquirir la temperatura de un témpano.

–Aysha –le dijo al inclinarse a besarla levemente en los labios, para después tomarle ambas manos entre las suyas al volverse a enderezar.

Era impresionante. Hasta ella llegó su limpio olor masculino, mezclado con una suave loción para después del afeitado. Aysha sentía que el corazón le latía tan fuerte, que se podía oír. ¿Sería posible que Carlo se sintiera tan afectado como ella por él?

Era dudoso, tuvo que responderse, porque no ignoraba cuál era el papel que él le atribuía. Su primer amor había sido una muchacha muy joven y bella, Bianca, con la que se había casado hacía ya diez años, y a la que perdió en un accidente de automóvil a las pocas semanas de la luna de miel. Aysha había llorado en secreto cuando se casaron, y públicamente en el funeral de Bianca.

Después de aquello, Carlo se había entregado al trabajo, convirtiéndose en un as de los negocios, con una gran reputación como estratega y como hábil negociador. Había salido con muchas mujeres, y se había limitado a disfrutar de lo que cada una podía ofrecer, sin pensar nunca en sustituir a la hermosa muchacha que había llevado tan brevemente su apellido.

Y así hasta el año pasado, en el que empezó a fijarse en Aysha, permitiendo que el cariño que existía entre ambos se convirtiera en algo mucho más personal e íntimo. Cuando le pidió que se casara con él, se había sentido desbordada, porque Carlo era el único hombre con el que había soñado desde la adolescencia, y el paso de la admiración al amor por él marcaba uno de los hitos de su existencia. Amor que siempre había sabido unilateral. Comprendía que se trataba de apuntalar la alianza Benini-Santangelo para la siguiente generación.

–¿Tienes hambre?

La respuesta de Aysha vino acompañada de una sonrisa encantadora y un brillo pícaro en la mirada al contestarle:

–Me estoy muriendo.

–Pues vamos a cenar, ¿quieres? –y Carlo le pasó un brazo por la cintura y la condujo hacia los ascensores.

Aysha no rebasaba la altura de su hombro, y su figura menuda y frágil no se correspondía con la fortaleza de mente y de cuerpo que en realidad poseía. Carlo pensó, al pulsar el botón de llamada, en lo sumamente fácil que habría sido que Aysha se convirtiera en una niña mimada, puesto que la habían consentido mucho. Pero ni tenía malicia, ni se consideraba el centro del universo. Era una joven simpática, inteligente, lista y muy atractiva, que al sonreír se convertía en una mujer realmente bella.

El restaurante estaba situado en el último piso, y ofrecía unas vistas magníficas de la ciudad y del puerto. Era caro, exclusivo, y uno de sus sitios preferidos. Se abrieron las puertas del ascensor, Aysha entró por delante de Carlo en la cabina, y luego se quedaron en silencio mientras ascendían.

–¿Conque así de mal?

Aysha le dirigió una rápida mirada, vio su expresión de cinismo ligero, y no supo si alegrarse o resignarse a que él hubiera intuido que su silencio obedecía a lo horroroso que había sido el día. Se preguntó si tan fácil era adivinarla, pero no creía que fuera así con la mayor parte de la gente, sólo que Carlo no era como la mayoría, y hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que no era mucho lo que ella podía ocultarle.

–¿Por dónde quieres que empiece? –le preguntó, con un mohín, y, levantando una mano, empezó a contar con los dedos–: Un cliente rabioso, un jefe de planta aún más rabioso, un cargamento de tejidos de importación sin poderse descargar por una huelga, o la prueba del condenado traje. Puedes elegir.

El ascensor se detuvo, y ambos pasaron juntos a la recepción del restaurante.

–Señor Santangelo, señorita Benini, sean bienvenidos.

El maître los acogió con una sonrisa servil, tratándolos con toda la deferencia debida a los clientes apreciados. Ni siquiera les propuso una mesa, sino que se limitó a acompañarlos hasta la que preferían, al lado del ventanal que ocupaba toda la pared. Aysha se dijo que una buena posición social tenía sus ventajas, por ejemplo, un servicio impecable.

El sumiller se presentó en cuanto se hubieron sentado, y Aysha dejó en manos de Carlo la selección de un vino blanco.

–Y agua con hielo, por favor –pidió también mientras Carlo se acomodaba para escucharla.

–¿Qué tal Teresa? –le preguntó.

–Vaya pregunta global –contestó alegremente Aysha–; ¿no podrías concretar un poco?

–O sea, que te está volviendo loca –Carlo hablaba imitando ligeramente la forma de arrastrar las palabras de las señoras de sociedad, y Aysha no podía evitar el sonreír.

–Pues sí –reconoció con sarcástica admiración.

Él levantó una ceja, con expresión divertida y maliciosa.

–¿Intento adivinar el conflicto actual? –se aventuró–. ¿O me lo vas a contar tú?

–El traje de novia –le contestó, y, al recordar la escena, Aysha volvió a sentir la tensión de haber tenido que escuchar las recomendaciones de Teresa y las respuestas corteses y envaradas de la modista.

–¿Hay problemas? –Carlo no dudaba de que los habría, y muchos, y la gran mayoría aportados por Teresa.

–A la modista no le hace mucha gracia la ingerencia de mamá en el dichoso vestido –contestó Aysha, con cierto remordimiento, porque la verdad era que el vestido era una maravilla de seda y encaje.

–Ya veo.

–No –le corrigió ella–, qué vas a ver –y se interrumpió, mientras el sumiller servía el vino, y realizaba el resto del ritual de la cata con Carlo.

Una vez se hubo retirado, él volvió a preguntarle, con su tono de broma:

–¿Qué es lo que no veo, cara? ¿Que Teresa, como casi toda mamma italiana, quiere que la boda de su niña sea perfecta? El sitio, el servicio, la comida, el vino, la tarta, los recuerdos, los coches, todo perfecto. Y el vestido tiene que ser esplendoroso.

–Te olvidas de las flores –le recordó serenamente Aysha–. El florista está que se sube por las paredes. El cocinero amenaza con dimitir porque, según él, su tiramisú es una obra de arte, y no piensa permitir que le impongan la receta de mi abuela, por muy italiana que sea.

Carlo hizo una mueca humorística, y luego dijo suavemente:

–Teresa cocina estupendamente.

Teresa lo hacía todo estupendamente; y ése era precisamente el problema. Esperaba que todo el mundo fuera tan estupendo como ella. El problema consistía en que, naturalmente, Teresa Benini apreciaba mucho el poder contratar a los mejores profesionales que el dinero pudiera proporcionarle, pero no por ello renunciaba a revisar personalmente hasta el último detalle, para que todo resultara conforme a sus imposibles expectativas.

Aysha no recordaba ninguna época en la que conservar a los empleados domésticos no supusiera un problema en su casa. Empezaban a trabajar y se despedían a una velocidad pasmosa, puesto que su madre nunca delegaba del todo ninguna tarea.

Se les acercó un camarero con la carta, y, como era nuevo, y muy joven, permanecieron en silencio mientras él se explayaba sobre las complejidades de cada plato, les recomendaba algunos, y tomaba solícita nota de su comanda antes de retirarse con la debida deferencia para comunicarla a la cocina.

Aysha levantó su copa, tomó un sorbito de agua, y se quedó mirando a Carlo:

–¿Habría alguna posibilidad de que accedieras a casarte en secreto?

Él giró su copa para mover el vino, y luego se la llevó a los labios y lo saboreó:

–¿Tienes alguna razón de peso para despertar la ira de Teresa, estropeándole la boda del año?

–No se lo tomaría bien, desde luego –convino ella–; pero casi preferiría conservar la salud mental y soportar su ira.

Carlo la miraba asombrado y divertido.

Llegó el camarero con los primeros platos: sopa minestrone y unos excelentes linguini a la marinera.

–No quedan más que dos semanas –le recordó.

A ella le parecían una cadena perpetua. Si por ella fuera, se habría ido a vivir a un apartamento, pero Teresa había sentenciado que era una estupidez, puesto que en la casa de sus padres disponía de toda un ala para su uso exclusivo, que incluía gimnasio, sauna, y un amplio salón. Tenía su propio coche, su garaje con entrada independiente, y, en principio, podía entrar y salir sin dar cuentas a nadie.

Aysha empuñó el tenedor, enroscó en torno a él una porción de pasta y se lo llevó a la boca. Deliciosos.

–¿Están buenos?

Como respuesta, enrolló hábilmente otra porción y le acercó el tenedor.

–Prúebalos –le dijo, sin pensar en lo íntimo que podía resultar el gesto, y tuvo un sobresalto cuando Carlo puso sus dedos sobre los de ella, guió su mano, y sin dejar de mirarla a los ojos, se llevó la pasta a la boca.

Se le hizo un nudo en el estómago, y, cuando se deshizo, Aysha sentía que le retumbaba el corazón en los oídos.

Sonriendo, Carlo tomó un poco de minestrone con la cuchara, y se lo ofreció.

–¿Quieres probarla?

Probó un poquito, y le dijo que «no» con la cabeza cuando le ofreció más. ¿Se daría cuenta de lo mucho que le costaba conservar la serenidad en momentos como ése?

–Tenemos ensayo mañana por la tarde en la iglesia –le recordó Carlo.

La expresión de Aysha se ensombreció, y dejó el tenedor, sin apetito por el momento.

–Ya, a las ocho –corroboró, sin darles ninguna expresión a las palabras–. Y después cenamos todos los del ensayo.

Es decir, los padres de los contrayentes, los propios novios, las damas de honor con sus parejas, los niños y niñas portadores de las arras, y los papás de los niños. Y al día siguiente, tendría la despedida de soltera, que no iba a consistir precisamente en unas cuantas amigas, que se reúnen con algo para picar y una botella de champán. Habría cincuenta invitados, camareros contratados, y una actuación elegida por Teresa.

Para redondear la situación, Aysha no había querido tomarse antes de la boda más que dos semanas del total de seis de sus vacaciones. Seguir trabajando agravaba el estrés al que estaba sometida, aunque tuviera un lado bueno, al mantenerla ocupada con otras cuestiones, y distraerla de la tensión que se iba acumulando con su madre. El lado negativo eran las horas que tenía que sacar antes de entrar a trabajar y después de salir del trabajo para elegir diseños y colores y supervisar la instalación de alfombras, cortinas y muebles en la enorme casa que Carlo había hecho construir cerca del puerto. Sin dejar de batallar con Teresa cada vez que sus gustos no coincidían, y Teresa olvidaba que su papel era de asesora. Cosa que sucedía continuamente.

–Un penique por tus pensamientos.

Aysha levantó la vista y vio la sonrisa socarrona de Carlo.

–Estaba pensando en la casa –dijo, sin mentir–; está quedando todo muy bien.

–¿Te gusta?

–¿Y cómo iba a no gustarme? –le contestó sencillamente, evocando el moderno diseño que el arquitecto había dado al edificio, formado por cinco alas independientes, con aislamiento acústico, que convergían en un patio central. La luz y el espacio eran los protagonistas del interior de la casa, que contaba con una galería balconada para las obras de arte, un pequeño auditorio, y una sala de juegos. Había una zona construida más baja, con piscina, sauna y jacuzzi. Era un escaparate, un espacio en el que agasajar a los invitados y seguir haciendo negocios. Aysha pensaba convertirlo en un hogar.

El sumiller volvió para rellenar las copas, seguido del camarero joven, que retiró los platos e inmediatamente llevó los segundos.

Aysha miró a su prometido, mientras comían en silencio. Le pareció la encarnación de la masculinidad, elegante, decidido, y dueño de una sensualidad primitiva que era un auténtico imán para las mujeres. Otros hombres envidiaban su mezcla de contundencia y encanto, una combinación absolutamente irresistible.

Aysha era muy consciente de todas y cada una de sus cualidades, y se preguntaba si sería ella mujer suficiente para retenerlo.

–¿Le apetece tomar postre, señorita Benini?

El deseo de complacer del joven camarero resultaba casi agobiante, y ella le sonrió amablemente al contestarle:

–No, gracias, prefiero café.

–Parece que lo tienes conquistado –dijo Carlo cuando el camarero se retiró.

–Qué cosas tan bonitas dices –le contestó, con ganas de enredar.

–¿Tú crees que debería ponerme celoso?

A ella le habría gustado que la pregunta fuera sincera, pero no lo creía probable, así que le siguió el juego.

–Bueno, es joven y guapo –hizo como que reflexionaba–. Será seguramente un universitario que trabaja por la noche para pagarse los estudios. Y eso quiere decir que es alguien con empuje –y continuó, sin dejar de sostener la mirada de Carlo, ni de sonreír–, así que no sé si querría dejar la habitación que tendrá alquilada, vender su vehículo, que me imagino que será una Vespa, y dedicarse a ser un gigoló.

Carlo se rió suavemente, y Aysha sintió escalofríos por todo el cuerpo, como si cada una de las terminaciones nerviosas de su piel lanzara una descarga.

–Creo que será mejor que te lleve a casa.

–Acuérdate de que he venido en mi coche.

Sus ojos parecieron oscurecerse, y su mirada se hizo más intensa:

–¿Como gesto de independencia, o como aviso de que no piensas compartir mi cama esta noche?

La sonrisa de ella volvió a ser deslumbrante, y sus ojos relampaguearon burlones:

–Teresa opina que mi objetivo número uno debería ser ocuparme de tus necesidades físicas.

–¿Y la opinión de Teresa es la que cuenta? –preguntó él con una voz suave como la seda, sin que eso la engañara ni por un instante.

–Mi madre cree que hay que cubrir todos los frentes –le contestó alegremente.

Seguía mirándola fijamente, y casi se diría que leyéndole el pensamiento.

–¿Y tú también lo crees?

–Yo no tengo ninguna estrategia –le contestó, ya seria.

¿Se daba cuenta de que estaba enamorada de él? ¿De que llevaba toda la vida enamorada de él? Esperaba que no lo supiera, porque le habría dado una ventaja excesiva.

–Acábate el café –dispuso Carlo con gentileza– y nos marchamos.

Levantó la mano y el camarero se materializó con la cuenta. Firmó la nota, dejó una generosa propina, y se volvió a acomodar en su asiento para observar a Aysha, que se puso tensa, pero supo disimularlo. Carlo preguntó:

–¿Tenemos algo para el próximo fin de semana?

–Mi madre tiene algo previsto para cada día hasta el día de la boda –declaró con inusitada franqueza.

–Pues que Teresa reajuste esos compromisos.

–¿Y si no quiere? –preguntó Aysha con verdadero interés.

–Le dices que he organizado una escapada a la playa por sorpresa, y que ya tengo los billetes de avión y el alojamiento reservado para pasar el fin de semana.

–¿Y los tienes?

Sonreía en parte por la broma al responderle:

–Llamaré para hacer las reservas en cuanto lleguemos a mi apartamento.

El resplandor de su mirada fue directamente al corazón de Aysha.

–Ya me darás las gracias.

Atravesaron juntos el salón y, al pasar por el mostrador de recepción, el maître indicó obsequiosamente que ambos coches les aguardarían a la puerta.

Allí estaban cuando llegaron a la puerta principal del hotel. Aysha fue detrás del Mercedes durante todo el recorrido por el centro de la ciudad, siempre en dirección este, hasta que llegaron a Rose Bay, al edificio de su ático.

Entraron en el aparcamiento subterráneo y ella dejó su coche en la plaza inmediata a la de Carlo; luego caminaron juntos, en amistoso silencio, hacia los ascensores. Cuando, al cabo de unos minutos, entraron en el lujoso vestíbulo del apartamento, Aysha pensó que la verdad era que no les hacía ninguna falta una casa.

Las cortinas estaban abiertas, y la vista del puerto desde aquella altura era magnífica. Un fantástico paisaje de luces, las de los edificios de la ciudad, las farolas, los anuncios de neón, del que disfrutar a través del ventanal que ocupaba una pared completa.

Lo oyó entre tanto descolgar el teléfono y encargar los billetes de avión y las reservas de hotel para el siguiente fin de semana.

–Podríamos vivir aquí –murmuró al acercársele Carlo por detrás.

–Claro que podríamos –dijo él, rodeándole la cintura y haciendo que reclinara la espalda contra él.

Aysha sintió cómo apoyaba el mentón sobre su cabeza, sintió el calor de su aliento que jugaba con su pelo, y no pudo evitar un leve escalofrío al descubrir los labios de él en el delicado hueco de debajo del lóbulo. Estuvo a punto de cerrar los ojos para creer que aquello era auténtico. Que se trataba de amor, no de deseo.

Un gemido brotó y quedó ahogado en su garganta al recorrer él el borde de su cuello con los labios, la lengua, convertidos en instrumentos eróticos con los que jugaba a acelerar su pulso. Llevó una mano a su pecho, buscando el punto más sensible, y la otra la extendió en la parte baja de su vientre.

Aysha sentía el impulso de exigirle que fuera más deprisa, que le quitara la ropa mientras ella le arrancaba la suya hasta que no quedara barrera alguna entre los dos. Sentía el deseo de que la levantara en sus brazos, de hundirse contra él, de agarrarse a él mientras la llevaba a cabalgar como nunca en su vida.

Pero había en él demasiado control. Ni siquiera en la cama perdía del todo el dominio de sí mismo, como le sucedía a ella. Había momentos en los que tenía ganas de gritar que, aunque aceptara a Bianca como parte importante de su pasado, ella era su futuro. Pero no se atrevía a decir esas palabras. Seguramente, porque temía oír su respuesta.