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Siendo el único médico de la Isla de Briman, Christie trabajaba día y noche cuidando a los habitantes del lugar. Era consciente de que no podía casarse y abandonarlos... pero una noche de tormenta, Christie le salvó la vida a un desconocido y su vida cambió para siempre... Aquel desconocido era el doctor Hugo Tallent, un anestesista de Brisbane que enseguida le ofreció a Christie la ayuda que tanto necesitaba. A Hugo le encantaba la isla y, en poco tiempo, se enamoró también de Christie. Pero ella se negaba a marcharse, y él tenía motivos por los que no podía quedarse...
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Seitenzahl: 152
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Marion Lennox
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor en la Isla, n.º 1259 - noviembre 2015
Título original: Doctor on Loan
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7350-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
DE modo que aquello era el cielo.
Luces brillantes, blancas, cegadoras. Le dolía la cabeza, pero no era un dolor insoportable. ¿Por qué? Porque la mujer más bella del mundo estaba sonriéndole.
Era joven, pensó, pero no podría especificar su edad porque su cerebro no estaba para cálculos. De largo pelo castaño e increíbles ojos verdes, la chica tenía pecas en la nariz y su sonrisa, ah, su sonrisa habría noqueado a cualquier hombre.
En cuanto al resto... era de mediana estatura y con buenas curvas. Iba vestida de forma sencilla, con vaqueros y un jersey de color rojo. Las mujeres en la vida de Hugo Tallent solían ser más sofisticadas, pero aquella no lo molestaba en absoluto. Todo lo contrario.
De hecho, no había visto una mujer tan bonita en toda su vida.
Especialmente, porque no pensaba ver a una mujer nunca más.
Se suponía que estaba muerto.
—Hola. ¿Está despierto?
La voz armonizaba con la sonrisa. Pero... quizá aquello no era el cielo después de todo. El dolor que sentía en la cabeza era, de repente, muy, pero que muy real.
Y ella se dio cuenta. Los preciosos ojos verdes se oscurecieron de preocupación y cuando tomó su mano, Hugo se percató de que era cálida y muy estimulante.
—Le he dado un analgésico. Tardará un poco en hacer efecto, pero no se preocupe. Todo va a salir bien.
De modo que no estaba en el cielo. Estaba vivo. Y aquella era una mujer de carne y hueso.
«Todo va a salir bien». Hugo rebobinó aquella frase, haciendo una mueca de dolor. Las cosas no podían ir peor desde la última vez que estuvo consciente.
¿Por qué no estaba muerto? ¿Quién lo había sacado de su pesadilla?
La joven seguía mirándolo con expresión de simpatía, sin soltar su mano. De modo, que era su ángel de la guarda...
—¿Quiere casarse conmigo?
La chica soltó una carcajada. Lo estaba mirando como si intuyera que tenía una contusión cerebral.
—¿Perdone?
—Si me ha sacado del barco... —la voz de Hugo era un susurro ronco, dolorido. Pero no era el dolor lo que lo hacía decir esas cosas. No había dicho nada más en serio en toda su vida—. Si me ha sacado del barco... le ofrezco mi mano en matrimonio y la mitad de mis posesiones... No, puedo quedarse con todo.
La sonrisa femenina desapareció.
—Yo no lo he salvado —dijo en voz baja. En esa voz había calor, pero también preocupación, angustia quizá—. Ben Owen y sus amigos estaban pescando en el estuario cuando vieron su barco. El estuario está resguardado del temporal, pero el puerto no y cuando vieron el barco... Intentar llegar a puerto con la tormenta de anoche era un suicidio.
Lo era. Hugo lo había descubierto... demasiado tarde. Habría sido más sensato dirigirse hacia las rocas.
—Ben, que tiene catorce años, arriesgó su vida para salvarlo —siguió ella, con cierto tono de censura—. Se tiró al agua y lo sacó de debajo del barco. Dios debió echar una mano porque fue una locura. Por parte de los dos. Usted, por intentar llegar a puerto y Ben, por arriesgar su vida. Está en la habitación de al lado.
Hugo miró alrededor por primera vez. ¿Una habitación con luces blancas? ¿Estaba en un hospital?
Pero lo primero era lo primero. El horrible dolor de cabeza empezaba a desaparecer y podía pensar con cierta claridad.
—¿Un niño me salvó la vida? ¿Y está aquí?
—Está conmocionado y tiene una herida abierta en la mano —explicó la joven—. Parece que usted se quedó enganchado con el arnés. Por eso no podía salir del agua. Afortunadamente, Ben lleva su cuchillo de caza a todas partes; es como un talismán. Así consiguió cortar la cuerda del arnés.
—¿Debajo del agua?
—Eso es. Debajo del agua.
—Por Dios bendito...
Hugo cerró los ojos y apretó la mano femenina buscando calor. Buscando una pizca de realidad.
Había estado tan cerca...
Idiota, idiota, idiota.
—Intente no pensarlo —dijo ella entonces, soltando su mano—. Los dos están a salvo, pero... no hemos encontrado a nadie más. ¿Iba alguien con usted en el barco?
—Afortunadamente, no —contestó Hugo.
Ese había sido el problema. Aquel maldito hermano suyo...
—Ha tenido una suerte tremenda —suspiró la joven, aliviada—. No hay traumatismo, pero le he dado varios puntos en la cabeza. Además, tragó agua y tiene una rodilla dislocada.
—Mi rodilla...
Los analgésicos estaban haciendo efecto, pero sentía un dolor general en todo el cuerpo, sobre todo en la pierna izquierda. Cuando intentó moverla, parecía pesar una tonelada.
—He conseguido volver a colocar el hueso y está bien sujeta, pero me temo que sigue hinchada. No intente moverla. Como le he dicho antes, ha tenido usted una suerte increíble.
Ella volvió a tocar su mano y Hugo lo agradeció. Después del accidente, necesitaba calor humano de una forma abrumadora.
—Gracias por todo.
—Ahora tengo que irme, pero no le dejo solo —dijo entonces la joven señalando a una enfermera—. Mary Anne se quedará con usted un rato, pero es mejor que intente dormir.
—Muy bien —murmuró él.
—Me gustaría enviarlo a Brisbane, pero hasta que pase la tormenta tendrá que cargar conmigo.
Y después de regalarle otra de sus sonrisas, la preciosa joven salió de la habitación.
—Debería enviarlo a Brisbane.
El doctor Flemming estaba sentado en la sala de enfermeras, un sitio perfecto para ver entrar y salir a la gente del diminuto hospital. Desde que sufrió la embolia, se pasaba el día allí. Y, en aquel momento, estaba mirando a su nieta con las pobladas cejas fruncidas.
Christie estaba agotada. Aquella no era vida para una chica de veintiocho años, pensó. Ni para nadie. Llevaba despierta toda la noche y seguía trabajando... Se había echado encima una carga demasiado pesada. Todo por estar con él.
Eso lo ponía furioso y decidió descargar su rabia en el paciente que estaba causando el problema.
—No te preocupes por ese maldito señoritingo. Además, es más fuerte que un caballo.
—Ha estado demasiado tiempo inconsciente, abuelo. Sé que sus constantes vitales están bien, pero si tiene algún coágulo en el cerebro... Hay que hacerle un escáner.
—Pues aquí no se le puede hacer —replicó el viejo doctor.
En la isla de Briman solo tenían un aparato de rayos X y le había costado Dios y ayuda conseguirlo.
—Lo sé. Pero me preocupa.
—Las pupilas están bien, los reflejos también y no hay signos de fractura en el cráneo. Ha tragado mucha agua, pero he visto pescadores que se han tragado litros y siguen vivos para contarlo. Además, dices que está consciente.
—Bueno, consciente... —sonrió Christie—. Me ha pedido que me case con él.
Stan Flemming soltó una risita.
—A mí me parece una idea muy sensata. Yo mismo te lo pediría si tuviera cuarenta años menos y no fuera tu abuelo.
—Me parece que no eres muy imparcial —rio ella, pasándose la mano por el pelo.
Se sentía rara. Debía ser la fatiga, pensó. Aquella noche había tenido que controlar el ataque de asma de Mary Adams y las contracciones prematuras de Liz Myers. Y después llegó la llamada del puerto.
Afortunadamente tanto Mary como Liz estaban bien y pudo salir pitando con el padre de Ben Owen. El pobre estaba enfermo de preocupación.
«No lo encuentran, doctora Flemming. Si algo le ha pasado a mi hijo...»
—Si no hubiera sido por Ben... —gruñó entonces su abuelo—. Los pescadores se arriesgaron mucho. Y tú también, saliendo con ellos en una lancha.
—Lo sé —murmuró Christie.
Recordaría el horror de la búsqueda durante mucho tiempo. El pobre Ben había pasado más de media hora en el agua, luchando con uñas y dientes por seguir a flote mientras sujetaba a un hombre inconsciente.
Fue un milagro que hubiera podido sacarlo. Era un milagro que los dos siguieran vivos.
—El pobre debió pasarlas canutas —murmuró Stan.
Ella misma se había mareado en la lancha del director del puerto, pero el mareo se le olvidó en cuanto los subieron a bordo.
Ben, exhausto, se echó en brazos de su padre mientras Christie hacía lo imposible por reanimar al hombre que acababa de rescatar. Su corazón había dejado de latir.
«No puede morir. No lo deje morir, doctora Flemming», lloraba el niño.
La madre de Ben se ahogó cuando él tenía ocho años y los recuerdos seguían siendo una pesadilla para el crío.
—La verdad es que no pude ayudarlo mucho —suspiró Christie.
Había tenido que ocuparse del ahogado usando técnicas de reanimación pero, afortunadamente, el hombre empezó a vomitar agua, volviendo así a la vida.
—Deberías haberme despertado —protestó su abuelo.
—No hacía falta.
No era cierto, pero desde la embolia no quería molestarlo con urgencias. En su estado la noche era para dormir, no para salir corriendo a reanimar un paciente.
—Habrá que enterarse de quién es —dijo Stan, levantando una ceja.
—Ahora tiene que dormir. Ya nos enteraremos.
—Pues yo puedo decirte su nombre —sonrió su abuelo. No podía ocuparse de los pacientes, pero sí podía investigar—. Su barco se llama Sandpiper y está registrado a nombre de un tal Charles Tallent, pero según parece lo patronea su hijo, Hugo. Salió de Cairns el jueves con dirección a Brisbane. Debería haberse resguardado de la tormenta en Whitsundays... no sé por qué no lo hizo.
—Supongo que ahora lo lamenta —murmuró Christie—. Entonces... se llama Hugo Tallent.
Su paciente era un hombre muy alto, casi un metro noventa, y debía tener unos treinta y cinco años. Bronceado, con el pelo oscuro y ondulado, era de constitución atlética. Todo apariencia y nada de cerebro, seguro. Si no, ¿por qué habría salido al mar durante una tormenta? Guapo o no, debía ser un idiota.
Entonces... ¿por qué el contacto de la mano masculina había hecho que su corazón se pusiera a dar saltos?
La sensación era completamente nueva para ella. Y a la doctora Flemming no le gustaba nada. No tenía tiempo para tonterías.
Debía concentrarse en otras cosas. Cosas prácticas.
—¿Dave te ha contado qué pasó con el barco? Supongo que el señor Tallent querrá saberlo.
—Lo han llevado a la playa —contestó Stan—. Perdió el mástil y por eso seguramente buscaba puerto. Parece que tiene muchos daños, pero pueden arreglarlo.
—Desde luego, nuestro paciente es un hombre afortunado —sonrió Christie—. De modo que solo tenemos que ponerle un parche y mandarlo a casa, ¿eh? Y después, encargarnos del pobre Ben.
—Nuestro Ben es un héroe —sonrió Stan.
—Sí, pero un héroe con cicatrices. Lo de anoche debió abrir la caja de Pandora y vamos a tener que rezar para que se cierre.
Eran las tres de la tarde cuando encontró tiempo para visitar a Hugo. Estaba en la sala de cuidados intensivos, de modo que lo vigilaban todo el tiempo.
Christie necesitaba a todas sus enfermeras, pero con el peligro de un coágulo de sangre en el cerebro, no quería arriesgarse. Las constantes vitales eran comprobadas continuamente y la habrían informado de cualquier cambio, por pequeño que fuera.
No fue así, afortunadamente, y a las tres estaba casi segura de que su paciente se había recuperado.
Estaba dormido cuando entró en la habitación.
—Ve a tomar un café, Mary Anne. Yo me quedaré con él diez minutos.
Cuando estaban solos, Hugo abrió los ojos.
Y eran unos ojos muy bonitos. Grandes y de color castaño claro, rodeados de arruguitas, como los de alguien que se ríe mucho. Podía ser un bobo, pero era un bobo con sentido del humor.
Christie estudió el informe médico para comprobar si había algún cambio. No tenía fiebre, la tensión era casi normal. De hecho...
—¿Me voy a morir?
Ella se sobresaltó. La había sorprendido aquella voz tan masculina. Por la mañana, le había parecido ronca y un poco temblorosa, pero parecía haber recuperado la confianza.
—No creo —sonrió ella—. Vamos a ver cómo está el pecho —dijo entonces, apartando la sábana.
Hugo Tallent tenía un torso ancho y bronceado, cubierto con un fino vello oscuro... Por Dios, aquel hombre podría aparecer en los calendarios para mujeres.
Christie, recordándose a sí misma que era médico, procedió a ponerse el estetoscopio.
—¿Puedo preguntar...?
—Shhh. Estoy escuchando.
Silencio.
—Entonces, ¿puedo...?
—Estoy intentando averiguar si sigue habiendo agua en los pulmones —lo interrumpió ella—. Póngase de lado. Con cuidado, no se haga daño en la rodilla.
—Sí, jefa.
Christie escondió una sonrisa. Le puso el estetoscopio en la espalda, en la anchísima espalda, y... frunció el ceño.
—Vaya.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Llevaba una bata blanca sobre los vaqueros, pero no parecía un médico. En su opinión, era demasiado joven. Y demasiado guapa.
Pero había comprobado su rodilla cuando se despertó. Si realmente había estado dislocada, y así debía ser porque le dolía como un demonio, aquella joven doctora la había colocado en su sitio con gran habilidad. Además, Mary Anne le contó que lo había reanimado. Le debía la vida a aquella pecosa.
—Sigue teniendo fluido en los pulmones.
—Sobreviviré.
—Seguro que sí, pero debe permanecer incorporado. No quiero arriesgarme a una neumonía.
—Ni yo tampoco —sonrió él—. ¿Seguro que es usted médico?
Christie lo miró, irónica. No era la primera persona que cuestionaba sus credenciales.
—¿Quiere ver mi diploma? Sé que parezco muy joven, pero tengo veintiocho años y terminé la carrera hace cuatro —dijo, sonriendo. Hugo sintió entonces la misma emoción que había sentido la primera vez que la vio—. No estaría aquí si no fuera una profesional competente.
Él se disculpó con una sonrisa.
—Pues yo no fui muy competente intentando llegar a puerto. Creo que arriesgué varias vidas, además de la mía.
—¿Mary Anne se lo ha contado?
Su marido era uno de los pescadores que arriesgó la vida para rescatarlo y Mary Anne era de las que decían las cosas a la cara. Hugo Tallent no solo había puesto en peligro su propia vida y la de Ben, sino la de todos los pescadores que salieron al mar para ayudarlo.
—Me lo ha contado —suspiró el hombre—. Parece que la mitad de los habitantes de la isla ha arriesgado el cuello por mí.
—Ben arriesgó su vida para salvarlo. Y los pescadores, para salvarlo a él. Es un chico estupendo.
Hugo se mantuvo silencioso mientras Christie comprobaba sus pupilas y ajustaba el goteo.
—¿Cuándo puedo verlo? A Ben, quiero decir.
—No lo sé.
—Pero dijo que no estaba grave, ¿no?
—No, pero... No está preparado para recibir visitas.
—Doctora Flemming...
—Ah, ¿sabe cómo me llamo?
—Me lo dijo Mary Anne.
—Y usted es Hugo Tallent, ¿no?
—Ah. Veo que, además de médico, es usted una buena detective —sonrió él. Pero no era una sonrisa muy alegre—. ¿Hay algo que no me ha contado, doctora Flemming?
—¿Sobre qué?
—Sobre Ben. ¿Está peor de lo que me ha dicho?
Seguramente aquel hombre tenía la misma sensibilidad que un pilón de piedra, pero querría conocer al chico que lo había salvado antes de marcharse de la isla. Era lo normal. De modo que quizá debería contarle parte de la historia.
—La madre de Ben murió cuando él tenía ocho años. Estaban haciendo surf y cuando vio que al niño se lo llevaba una ola... A Ben lo encontraron horas después, flotando sobre la tabla, pero ella se había ahogado. El pobre no ha podido superar que se ahogara por culpa suya.
—Ya veo —murmuró Hugo.
—Creo que usted sigue con vida porque Ben quería sacarlo a toda costa. No podía soportar que se repitiera lo que pasó con su madre —suspiró Christie.
Hugo parecía consternado. Quizá no era tan insensible como había creído.
—Tengo que verlo.
—Hoy no va a ser posible. Recuerde que todavía no puede apoyarse en la rodilla y... ah, por cierto, el jefe de policía de Briman quiere verlo.
—¿El jefe de policía?
—Tiene que saber qué pasó. Y con quién debe ponerse en contacto.
—Sí, claro —murmuró él, pensativo—. La gente de aquí debe pensar que soy un idiota.
—Supongo que se les ha ocurrido —sonrió Christie—. Pero solemos pensar eso de todos los que no son de Briman.
Hugo Tallent tomó su mano, angustiado.
—Por favor, escúcheme... Necesito dar una explicación.
—De acuerdo.
Christie se sentó en la cama. Podía descansar cinco minutos y, además, le gustaba estar cerca de aquel hombre. No sabía por qué. Daba la impresión de necesitar urgentemente un poco de calor humano y para eso están los médicos.
—No era mi barco.
—No.
—¿Lo sabe?
En su voz había una nota desesperada. Como si supiera que, por muchas explicaciones que intentase dar, no sería capaz de explicar lo que había hecho.
Christie suspiró. Los hombres necesitan justificarse. Sobre todo, cuando han hecho una tontería. Y ella estaba dispuesta a escucharlo. Después de todo, era mejor escuchar que recetar un sedante.
—El director del puerto nos ha dicho que el barco está registrado a nombre de su padre.
—Sí. Pero mi hermano Peter lo tomó prestado.
—No entiendo.
—Nadie entiende nada de lo que hace Peter —murmuró él, con amargura—. Mi padre compró el barco cuando se retiró y desde que murió mi madre, ese barco lo es todo para él. No sé cómo lo convenció Peter para que se lo dejara... El caso es que lo llevó hasta Cairns, pero después decidió que irse a las Bahamas con unos amigos era más divertido. Así que dejó el Sandpiper en el puerto de Cairns.
—¿Y?