Amor no buscado - Janis Reams Hudson - E-Book
SONDERANGEBOT

Amor no buscado E-Book

JANIS REAMS HUDSON

0,0
1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Aquella familia la recibió con un amor que le cambió la vida para siempre… Un año después de su muerte, los vecinos de Tribute, Texas, rindieron un homenaje a la sargento Brenda Sinclair. Amy Galloway acudió a apoyar al viudo de su mejor amiga y a sus hijas. Allí, le sorprendió ver el cariño con que la recibieron Riley Sinclair y sus adorables niñas. Amy tampoco esperaba sentirse atraída por el guapísimo Riley… ni que sus hijas la trataron como… como a una madre. Aunque ella no era de las que echaban raíces, de pronto empezó a preguntarse si no sería aquél el hogar que llevaba toda la vida buscando…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 195

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Janis Reams Hudson

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor no buscado, n.º 1695- mayo 2018

Título original: Riley and His Girls

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-166-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sábado por la mañana, comienzos de diciembre, Tribute, Texas

 

 

Amy Galloway aparcó su viejo coche junto al bordillo de la calle llena de árboles y se bajó. Se sentía tan nerviosa como si sobre su cabeza flotaran unas granadas. La casa, un rancho de ladrillos de color gris pálido, era hermosa y acogedora, tal como había sabido que sería. No había motivos para estar nerviosa.

Desde dentro, le llegó algo parecido al grito de una mujer angustiada. Tal vez había llegado en mal momento. Quizá debería esperar…

No, estaba allí y tenía un objetivo que cumplir. Le debía a Brenda más de lo que alguna vez podría pagarle.

El grito se repitió. Era obvio que alguien estaba algo más que un poco irritado.

 

 

Dentro de la casa, alguien estaba algo más que un poco irritado.

—Papi, Cindy no deja de soltarme el lazo —se quejó Jasmine a voz en cuello.

Riley Sinclair terminó de afeitarse y, lavó la navaja antes de recoger su camisa y ponérsela.

—Cindy —dijo de camino al vestíbulo—. ¿Has soltado los lazos de Jasmine?

—Sí —la pequeña de cuatro años sonaba asombrosamente segura.

Riley se detuvo en la puerta de la habitación de las pequeñas.

—¿Por qué?

Cindy cruzó los brazos y alzó la cabeza. Tenía los ojos entrecerrados y la expresión seria.

—Porque eran feos.

—No lo eran —chilló Pammy—. Yo misma los hice.

—Mami los habría hecho mejor —dijo Cindy.

Riley quiso cerrar los ojos, darse la vuelta y regresar a la cama. Quizá si empezara el día de nuevo, iría mejor. Era la tercera pelea de las niñas en la última media hora.

Como empezar de cero no era una opción, quiso gritar ¡Parad! Pero no podía. Y menos después de haber introducido a su madre en la refriega.

—Bueno, pues mami no está —soltó Pammy.

—Pammy —advirtió él—. Cuida el tono.

—Es verdad —la pequeña de nueve años era quien más sentía la pérdida—. No es culpa mía si no sé hacer un lazo como mamá, ni una tostada como ella, ni ninguna otra cosa —las lágrimas llenaron sus ojos.

Jasmine, de seis años, vio las lágrimas en las mejillas de su hermana mayor y se puso a llorar.

Cindy, la menor, las imitó con un sollozo propio.

Riley sintió un nudo en la garganta. Se le nubló la visión. Quiso unirse a ellas y llorar su desdicha. También él echaba de menos a Brenda. Y sabía exactamente cómo se sentía Pammy. Tampoco él era tan buen cocinero, cuidador, peinador o cuentacuentos, ni todas las otras cosas que Brenda solía hacer con las niñas antes de que la Guardia Nacional le activara el rango y la enviara a Iraq.

Ella no había querido morir más que él había querido que la mataran. Pero entendía el otro tono que también había en la voz de Pammy. A veces costaba no sentir furia por haber perdido el adhesivo que había mantenido sus vidas unidas. Para Pammy, Brenda había sido dicho adhesivo desde el nacimiento. Para él, lo había sido desde que se enamoró de Brenda en primer grado.

Pero no tenía tiempo de recordar esos buenos tiempos. No en ese momento.

—Venid, aquí, pequeñas —las abrazó a las tres.

Cuando terminaron de llorar, les secó las lágrimas. Pammy volvió a hacer el lazo del cabello de Jasmine y Cindy finalmente lo aprobó. Paz en la Tierra.

Treinta segundos más tarde, el timbre interrumpió esa paz.

—¡Voy yo! —Pammy estableció su autoridad como la hermana mayor.

Jasmine se olvidó de sus lágrimas y corrió tras ella.

—¡Voy yo!

—No, dejadme, es mi turno.

Su hija menor y más pequeña estuvo a punto de derribarlo al hacerlo a un lado y correr hacia la puerta.

—¿Cuál es la regla? —llamó con voz autoritaria. Podían vivir en Texas, pero eso no significaba que no debieran mostrar unas precauciones básicas.

—Pero, papá, es sábado —gritó Jasmine.

Las alcanzó en el vestíbulo justo cuando Jasmine apoyaba la mano en el pomo.

—¿Cuál es la regla?

El timbre volvió a sonar.

—Ahora abrimos —dijo. Luego se dirigió a sus hijas—. ¿Cuál es la regla?

—Jamás abrir la puerta hasta saber que se trata de un amigo.

—Exacto. ¿Y hay alguna excepción para los sábados?

Cindy hizo un mohín. Jasmine bajó la cabeza. Pammy contestó:

—No, señor. Miré. Es una señorita. Creo que parece conocida.

—De acuerdo —abrió la puerta. La mujer allí de pie medía aproximadamente un metro sesenta y cinco y llevaba una camisa azul de franela por encima de unos vaqueros viejos y zapatillas nuevas. Estaba bronceada, con pecas en la nariz y las mejillas. Tenía el pelo recogido. Parecía castaño, pero costaba saberlo desde su ángulo. Los ojos eran del verde de las hojas nuevas. La aprensión que captó en ellos lo desconcertó—. Hola —, saludó.

Amy miró al hombre que tenía ante ella y a las tres niñas que competían por ocupar una posición alrededor de él en el umbral. Esa imagen era una de las docenas de fotos que su mejor amiga y colega de rango, la sargento Brenda Sinclair, le había mostrado en Iraq a cualquiera que quisiera mirar. Brenda había adorado a ese hombre y a esas niñas.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el hombre.

Amy apartó la mente del pasado y se centró en el presente.

—¿Señor Sinclair? —preguntó. Una estupidez, ya que sabía que era él. Pero se sentía inexplicablemente nerviosa—. ¿Riley Sinclair?

—El mismo —ladeó la cabeza y la estudió más detenidamente—. ¿La conozco?

—Te dije que parecía conocida —repitió la hija mayor.

—Nunca nos hemos visto —les dijo Amy.

—¿Papi? —la pequeña se acercó a él y le tiró del brazo.

—Un segundo, cariño.

La pequeña miró a su papá y luego a Amy.

Ésta le sonrió.

—Hola.

La niña se pegó más a su padre y le sonrió a Amy mientras le hablaba a él.

—Se parece a la sargento Amy, en la nevera.

Sobresaltada, Amy miró fijamente a la niña.

—Santo cielo, Cindy, es verdad, ¿no? —dijo él—. Lo eres, ¿no? —le preguntó a ella.

Amy frunció el ceño.

—¿La nevera? ¿Qué…? ¿Yo no…?

—Mi mujer envió una foto de Iraq en la que aparecían su mejor amiga y ella. Eres tú —sonaba… sobrecogido.

Amy sintió el poderoso impulso de mirar por encima del hombro para ver con quién hablaba.

—¿Amy?

Dándose cuenta de que había guardado silencio, sonrió de repente y le ofreció la mano.

—Lo siento. Sí, soy Amy Galloway. Tú eres Riley y éstas deben ser tus hijas.

Los ojos de la niña se abrieron mucho.

—¿Sabes quiénes somos?

—Por supuesto. Vuestra madre me contó todo sobre vosotras.

—¿Sí? —preguntó la más pequeña.

—¿En Iraq? —quiso saber la mediana.

—Antes de morir —expuso sin rodeos la mayor.

—Así es —confirmó Amy.

—Ella era sargento también —dijo la mayor.

—Sí —anheló abrazar a esas pequeñas, mantenerlas a salvo, quererlas.

Pero se recordó que no la necesitaban. Tenían a su padre para todo eso.

—Me pregunto —le comentó a él— si podrías disponer de unos momentos de tu tiempo.

—Por supuesto —repuso él—. Chicas, abrid paso y dejad que entre la sargento.

Ella movió la cabeza.

—Llámame Amy. Ahora soy civil.

—¿En serio? —la sonrisa de él se amplió—. ¿Hay que felicitarte o darte el pésame?

Así como la mayoría de la gente daba por hecho que debería sentirse encantada con estar fuera del ejército, ese hombre entendía que podía sentirse de otra manera. Lo agradeció.

—Un poco ambas cosas —repuso con sinceridad.

Lo siguió más allá del salón a la derecha y el comedor a la izquierda, a lo que Brenda había llamado la sala de estar, compuesta por la cocina en un extremo, televisor, sofás, una mecedora y un par de sillones, junto con librerías y un equipo de música en el centro del otro extremo.

Suspiró aliviada. Brenda había sido una perfeccionista y le había hablado de lo que se afanaba en mantener su hogar ordenado y limpio, o todo lo que lo permitían tres hijas y un marido. Vio que era una habitación en la que una persona podía sentirse a gusto. Varios pares de botas de goma llenaban el suelo junto a las puertas correderas de cristal que daban al patio y al jardín, y unos rollos de papel, dio por hecho que se trataba de planos, ya que Riley era contratista, sobresalían del paragüero que había junto a un sillón. Alguien se llevaba trabajo a casa esos días.

Y allí, en el centro de la biblioteca central, había tres ranas pequeñas y una grande de cerámica, que representaban a Riley y a las niñas, tal como se lo había descrito Brenda.

—Siéntate donde quieras —ofreció Riley—. ¿Te apetece un refresco o un café?

—Oh, no, gracias. No te molestes por mí. Me disculpo por no haberte llamado antes de venir.

—Disculpa aceptada, pero completamente innecesaria. Eres bienvenida en cualquier momento, y lo digo en serio.

Parecía sentirlo de verdad. Experimentó una sensación peculiar. Entre un calor y un cosquilleo que le atenazó la garganta.

—Gracias —logró decir.

Se sentó en la mecedora. Riley ocupó el sillón grande y las niñas se acomodaron en los apoyabrazos y a sus pies y la miraron.

Amy se recobró con rapidez.

—Veamos —estudió a las tres pequeñas con atención exagerada—. Tú —señaló a la mediana— eres Jasmine.

—¿Cómo lo has sabido?

—Creo que vi tu foto una o dos veces —«o trescientas», pensó con placer secreto—. También vi la tuya —le dijo a la mayor—. Eres Pammy.

—Así es.

—Y tú —observó a la menor—. También he visto tu foto, pero tu nombre… lo… lo tengo en la punta de la lengua…

—Cindy —manifestó la pequeña con una risita.

—No, no me ayudes. Lo recordaré. Te llamas…

—Te lo he dicho, Cindy.

—No, no, no es ése —Amy frunció el ceño y se mostró distraída.

—Sí que lo es. Me llamo Cindy.

—No, estoy segura de que no es así. ¡Lo tengo! Esmeralda. Te llamas Esmeralda.

La pequeña Cindy estalló en carcajadas, igual que sus hermanas. Su padre rió con ellas.

—Esmeralda, Esmeralda —entonaron Pammy y Jasmine.

—No, soy Cindy —la pequeña rió entre dientes hasta que se puso a hipar, y luego continuó riendo.

En ese momento sonó el timbre.

Riley miró a sus hijas.

—¿Las tres no tenéis una fiesta a la que ir? Apuesto que ésa es Marsha, que viene a recogeros para ir a la casa de Brandi.

—¡La fiesta de Brandi!

—¿Dónde está el regalo?

—Lo tengo.

Las chicas hablaron tan deprisa, que a Amy le resultó casi imposible saber quién decía qué. En un abrir y cerrar de ojos, un regalo envuelto con papel llamativo y luminoso apareció de la nada y corrieron hasta la puerta de entrada, donde se reunieron con una adolescente… Amy dio por hecho que se trataba de Marsha. Riley habló unas palabras con la joven, luego el grupo se marchó acera abajo. De repente, Amy y Riley se quedaron a solas.

—Vaya —susurró Amy—, ¿es así todo el tiempo?

Riley sonrió.

—Bienvenida a mi mundo —se encogió de hombros—. Hay una fiesta de cumpleaños en la siguiente manzana.

Ella movió la cabeza.

—Y yo que pensaba que Brenda merecía la medalla por cómo había muerto; pero ahora veo que ella, y tú, deberíais haber recibido una por el modo en que vivís.

—¿Medalla? —Riley frunció el ceño—. Oh, te refieres a su Corazón Púrpura.

—Me refiero a la otra. La grande.

—¿Qué otra? —inquirió despacio.

—Oh, diablos. ¿Aún no te ha llegado?

—¿Qué no ha llegado? ¿De qué estás hablando?

—No me lo puedo creer —Amy apretó la mandíbula y trató de decidir qué contarle. ¿Y si algo salía mal y los jefazos decidían no concederle la medalla?

No. No les permitiría que hicieran algo así. Ni los otros.

—Lo siento —le dijo a Riley—. Pensé que ya se habían encargado de todo hacía tiempo. Brenda fue nominada a recibir la Estrella de Bronce.

Riley estuvo seguro de haber oído mal.

—¿La qué?

—No me lo puedo creer. En alguna parte se debe haber traspapelado algo.

—No lo entiendo —Riley sentía como si mil agujas le pincharan la piel de los antebrazos—. ¿Una Estrella de Bronce? ¿Por qué? ¿No tiene sentido?

—De acuerdo —ella alzó una mano—. Empecemos de nuevo. ¿Qué te contaron sobre la muerte de Brenda?

Las palabras Brenda y muerte empleadas en la misma oración ya no lo dejaban sin aliento como un año atrás, pero aún seguía el dolor.

—Sólo que murió por unos disparos de arma de calibre pequeño en alguna parte de Bagdad.

Amy respiró hondo.

—Lo siento. Creía que sabías que tu esposa murió como una heroína.

—¿Heroína? ¿Brenda? —tenía la boca tan reseca que le costaba hablar—. ¿Cómo? ¿Qué pasó? Y me llamo Riley.

Ella asintió.

—Sí. De acuerdo. Lo siento. Lo que pasa es que jamás imaginé que no lo sabrías —suspiró y luego se lanzó a la historia—. Íbamos en un convoy por la carretera entre Bagdad y el Aeropuerto Internacional. Nosotros, me refiero a nuestra unidad de suministro, teníamos que ir al aeropuerto a hacernos cargo del envío, porque las cosas no paraban de perderse y el coronel estaba a punto de perder la paciencia.

Riley tragó saliva.

—Brenda y tú estabais en la misma unidad.

—Sí —se frotó las manos sobre el pantalón en un gesto nervioso—. De regreso a la ciudad, uno de los vehículos que iba por delante golpeó contra un aparato explosivo improvisado… y se desató el infierno. La mañana había comenzado con una alerta de amenaza de Nivel Ámbar y en un abrir y cerrar de ojos, había pasado a Nivel Negro, que significa conflicto abierto.

Dominado por un torbellino de emociones, Riley escuchó mientras Amy le contaba cómo los camiones que tenían por delante explotaban y el vehículo en el que Brenda, Amy y otros de la unidad viajaban recibía tantos impactos que se detenía en seco. Las balas zumbaban furiosas a su alrededor. Se vieron obligados a abandonar el vehículo y a buscar protección detrás de un tanque quemado en el borde del camino. Uno de los hombres del camión que iba tras ellos corrió a su encuentro.

—Pero había demasiado campo abierto. Recibió un disparo y cayó a diez metros de la protección.

Riley sintió que un puño le atenazaba el estómago. El único motivo por el que Amy podía estar contándole eso era porque Brenda…

—Brenda inició un fuego de cobertura mientras Johnson y Cohen iban en busca del soldado herido del otro camión. Meeker. Don Meeker. A mitad de camino, Johnson recibió un impacto en la pierna. Brenda y yo abandonamos la protección y fuimos a ayudar.

Riley se obligó a mantener los ojos abiertos, y no ceder al deseo de cerrarlos y taparse los oídos para negar lo que estaba oyendo.

—Fue peor que cualquier pesadilla que haya tenido alguna vez. Hacía calor, había polvo por doquier y mucho ruido, con el humo que salía de los vehículos en llamas lo bastante denso como para asfixiar a un elefante. Tenía un sabor acre. O quizá fuera el sabor del miedo.

Guardó silencio tanto rato, que Riley tuvo que instarla a continuar:

—¿Qué sucedió después?

—Sucedió que Brenda se quedó al descubierto y comenzó a disparar para brindarnos cobertura y protegernos con su cuerpo mientras Cohn y yo poníamos a resguardo a Johnson y a Meeker —sus ojos se vieron enormes, húmedos y angustiados—. Recibió tres disparos, pero siguió disparando para protegernos.

Un zumbido sonoro en los oídos de Riley amenazó con ahogar las palabras de Amy. Se afanó por escuchar, mientras mentalmente felicitaba a su mujer a la vez que reculaba de esa escena devastadora que se desarrollaba en su interior.

—Cuando llegamos al refugio —musitó Amy—, Brenda había recibido una cuarta bala. Fue ésa… —la voz se le quebró—. En el cuello —hizo otra pausa para serenarse—. No pudieron hacer nada por ella. Era demasiado tarde. Lo siento tanto. No era mi intención venir a remover viejas heridas. Me marcharé. Lo siento —se puso de pie.

Riley alzó una mano para detenerla.

—No, espera. Por favor.

—Jamás imaginé que no lo sabrías.

—¿Por qué no me lo han contado? Lo único que dijeron fue que había muerto de unos disparos de armas pequeñas.

Amy volvió a sentarse.

—Supongo que, técnicamente hablando, eso es cierto. Aunque es el mayor eufemismo que he oído últimamente.

Riley se reclinó en el sillón.

—No termino de asimilarlo. ¿Brenda es una… heroína? ¿De verdad?

—¿Te cuesta creer algo así?

Riley levantó la cabeza con brusquedad.

—En absoluto. Es típico de ella —de pronto tuvo ganas de sonreír—. Siempre fue la persona más valiente que he conocido.

—¿En serio?

Rió con sonido lóbrego.

—No has conocido a su madre.

Amy lo sorprendió con una carcajada.

—¿Te refieres a la Dragona?

A pesar del dolor que había aflorado en su interior, Riley rió.

—¿Ella te contó eso?

Amy sonrió.

—Puede que tú la conocieras desde hace más tiempo, pero yo la conocí en las trincheras, literalmente. Quizá sepa cosas de ella que tú desconoces. Ella me habló de su madre. La quería, pero no podía ser la persona que su madre quería que fuera.

—Algo que Brenda entendió y aprendió a soslayar ya desde segundo grado.

—¿Ya estabais cerca entonces?

—Si por eso te refieres a si vivía cerca de ella, sí, vivíamos a dos manzanas de distancia. Si te refieres a emocionalmente cerca, estaba loco por ella desde antes del jardín de infancia.

—No puedo imaginar cómo logró ser quien era y, a pesar de ello, complacer a su madre al mismo tiempo.

—Lo convirtió en un arte, pero hubo ocasiones en que no lo lograba. Entonces tenía que decidir si decepcionar a su madre o a sí misma.

—Era ingeniosa para ser una niña —apuntó Amy.

—Estaba desesperada —indicó Riley—. Quería hacer todas las cosas que se les permitía a sus hermanos. Decidió hacerlas a espaldas de su madre.

—Y eso le hizo daño a ambas, ya que las dos sabían lo que estaba pasando.

Riley suspiró.

—Sí que la conocías, ¿verdad?

—Sí —musitó—. Era mi mejor amiga.

—No sé qué es lo que va a pensar Marva con las noticias que traes, pero Frank, el padre de Brenda, va a estar tan orgulloso, que se le saltarán los botones de la camisa. Una vez que supere la nueva oleada de dolor. ¿Qué posibilidades hay de que te quedes en la ciudad hasta que ellos regresen de Austin mañana y puedas contarles lo que me acabas de decir a mí?

—Oh, no sé…

—Aquí tenemos una habitación libre —ofreció con rapidez. No quería que se marchara todavía de la ciudad, pero tampoco quería causarle un apuro económico.

—No, no es eso —comentó Amy—. Tengo una habitación en el Tribute Inn. Pero gracias por ofrecérmela. Es que… ¿estás seguro de que no deberías ser tú quien se lo contara?

Él movió la cabeza.

—Frank tendrá preguntas que yo no podré contestar. Te agradecería que fueras tú quien se lo transmitiera. Desde luego, si dispones del tiempo para quedarte.

—Tengo tiempo —le dijo—. Si quieres que hable con ellos, lo haré encantada. ¿Los llamo mañana o qué?

—¿Por qué no vienes a cenar mañana? Los traeré a casa y las chicas pueden ver la tele en la sala de estar mientras nosotros hablamos en el salón. ¿Qué te parece?

—Perfecto. ¿Y tus padres?

—Se trasladaron a Florida hace años. Hablaré con ellos por teléfono.

—Oh. De acuerdo, entonces. Los padres de Brenda, mañana por la noche, aquí.

Riley se relajó un poco más.

—Bien. Bien. ¿Seguro que no quieres beber algo?

—Oh, no, gracias. Debería irme. Pero hay algo en lo que me gustaría que pensaras.

—¿Qué? —preguntó.

—Brenda estaba preparando algunas cosas para darles por Navidad a las chicas, ya sabes, el año pasado. Cuando el ejército guardó sus cosas para mandárselas a casa, olvidaron las bolsas con los regalos. Yo no las envié de inmediato porque no estaban terminadas. Las guardé y trabajé en ellas lo mejor que pude. Es el motivo por el que he venido, para darle los regalos a las niñas. Lo que quiero saber es si prefieres entregárselos ahora o esperar tres semanas más hasta la Navidad.

—¿Qué son?

Amy sonrió y movió la cabeza.

—Sorpresas. Un montón de cosas pequeñas y un par de grandes. A medida para cada una.

—Eso suena a Brenda.

—Así es. Decididamente, son típicos regalos de Brenda.

—¿Has dicho que quería que fueran regalos de Navidad?

—Sí.

—Entonces, es lo que haremos.

—Bien, porque aún no están completos. Los terminaré y si me marcho de la ciudad antes de las fiestas, te los dejaré a ti.

—¿Te vas a quedar en la ciudad?

—Un tiempo. Y ahora te dejaré tranquilo —se puso de pie y fue hacia la puerta.

Riley se levantó y la siguió.

—No me molestas en absoluto. Eres bienvenida aquí en todo momento, y lo digo en serio, Amy.

—Gracias —se detuvo ante la entrada y se volvió hacia él—. Ella te amaba mucho.

Riley sintió el dolor familiar atenazarle el corazón.

—Lo sé. Yo también la amaba.

Capítulo 2

 

Amy se dejó caer en su cama del motel. Estaba acostumbrada a pasar sin comer, sin dormir, acostumbrada al calor terrible y a tener arena en todo, incluida la pasta de dientes, además de a la falta de intimidad. Había visto morir a gente. Le había disparado a hombres que le disparaban a ella.