Amor y deber - Teresa Carpenter - E-Book
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Amor y deber E-Book

TERESA CARPENTER

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Beschreibung

El militar se había convertido en padre a tiempo completo… pero no en esposo. Como miembro de las Fuerzas Especiales de la Marina, Brock Sullivan vivía de acuerdo con su propio código de honor, un código que no le permitía ver cómo Jesse tenía que apañárselas sola estando embarazada. No tenía por qué ayudarla, pero decidió ofrecerle cierta seguridad mientras él estaba lejos luchando por su país. Jesse estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su hijo, incluso a renunciar a su sueño de encontrar el amor y convertirse en la esposa de conveniencia de Brock. Pero su marido volvió inesperadamente después de que lo hirieran en una batalla y lo que era un simple matrimonio de conveniencia empezó a convertirse en algo mucho más complicado…

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Teresa Carpenter

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor y deber, n.º 2231 - mayo 2019

Título original: Her Baby, His Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-883-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Hola, nena. Lo hemos pasado bien, pero se acabó. No puedo ser padre. Como tú misma dices, todavía no he madurado. Te deseo lo mejor. Buena suerte con el niño.

Tad

PD: He usado el ordenador de Tracy para abrirte una cuenta on-line y he sacado el dinero que me debías. La contraseña es «adiós».

 

Jesse Manning arrugó la nota pegada a la prueba de embarazo y la tiró. Mensaje recibido. Angustiada, corrió al ordenador de Tracy y entró en su cuenta. Tad la había dejado sin blanca, sola y, quizá, aunque rogaba que no fuera así, embarazada.

Se retiró el rojo cabello del rostro y respiró profundamente para ahuyentar el pánico.

Con una risa histérica recordó que era Tad quien le debía dinero a ella, y quien había insistido en que abriera una cuenta en el banco.

Además, Tracy le había pedido ciento cincuenta dólares porque no le alcanzaba para pagar el alquiler, así que su situación financiera y emocional era dramática.

Llamó al banco para intentar anular la transferencia, pero le dijeron que debía hacer la reclamación por escrito y avisar a la policía del robo.

Jesse pensó que lo haría. Ya no protegería a Tad. Lo que había hecho era imperdonable.

Su desaparición no le sorprendía. En realidad hacía tiempo que su relación había acabado. Lo increíble era que no tuviera en cuenta que no sólo le robaba a ella sino, al menos potencialmente, a su hijo.

Un año antes le había dejado y se había mudado a San Diego, pero cometió el error de creer que había cambiado cuando, tres meses atrás, se había presentado a su puerta.

Con el dinero, Tad acababa de robarle sus sueños. Una vez más. Deseaba enseñar y llevaba tiempo ahorrando para poder pagarse los estudios mientras conseguía el derecho de residencia en California.

Tendría que volver a empezar de cero.

Dejó a un lado la prueba de embarazo, se peinó el cabello, se puso rímel y corrió al autobús. No pensaba sufrir porque Tad la hubiera dejado. No lo merecía.

Mientras trabajaba en la hamburguesería Green Garter, cerca del puerto, siguió reflexionando sobre su desastrosa situación económica. Así que cuando Stan le dijo que necesitaba personal para el turno de la tarde, se ofreció a cubrirlo.

–¡Pelirroja! –la llamó alguien–. Necesitamos otra ronda.

Jesse apretó los dientes al oír el odiado apelativo y asintió con la cabeza para indicar que había oído. Por el rabillo del ojo vio a su jefe con una amplia sonrisa para recordarle que así era como debía tratar a los clientes y, obedientemente, sonrió.

Para cuando empezó el segundo turno, sentía dolor de cabeza y una punzada en el estómago le recordó que no había comido. Aun así, no tenía ganas de comer. Sabía que debía hacerlo para mantener el nivel de energía, pero los últimos días había estado inapetente. Algo a lo que no había dado ninguna importancia hasta que se dio cuenta de que no le había bajado el periodo.

Pero aquél no era el momento de pensar en su posible, aunque poco probable, embarazo. Quizá no se trataba más que de agotamiento. Lo cierto era que la comida le daba náuseas, y eso complicaba un tanto su trabajo. El olor a aceite, combinado con el de sudor y bebida no contribuían a que se sintiera mejor. Mucho antes de que se acabara el turno ya se arrepentía de haberlo aceptado. Tendría que estar hasta las tres de la mañana y durante esas horas, esquivar las sobonas manos de los marineros se convertiría en un ejercicio físico para el que no estaba preparada.

–Jesse, la comanda está lista.

Jesse bebió un sorbo de cola para asentar su estómago antes de seguir.

 

 

El capitán Brock Sullivan entró en Green Garter para tomar una copa y descansar. La música country sonaba lo bastante alta como para impedir pensar, y el olor a cebolla frita y a carne a la plancha impregnaba el aire.

Precisamente lo que necesitaba.

De una ojeada, reconoció a algunos amigos y detectó algunos alborotadores. También a la camarera de ojos marrones y cabello rojo. La elección entre Mac’s Place y el Green Garter solía resultar sencilla gracias a que las camareras del último eran mucho más simpáticas y bonitas.

El barco partía al extranjero en seis días y había pasado sus horas de servicio instruyendo a la tropa sobre procedimientos internacionales. Las cuatro horas restantes, se había ocupado de sus propios asuntos.

–¡Brock! –lo llamó alguien desde el fondo del bar. Él saludó con la cabeza al tiempo que rechazaba la oferta de los oficiales de unirse a ellos, y ocupó su mesa habitual.

Quería una cerveza, una hamburguesa y un par de horas para relajarse.

Cómodamente sentado, con las piernas estiradas, contempló a la pelirroja que se acercaba a su mesa. Aunque lo acusaran de machista, no podía evitar que le gustara una mujer con piernas largas y minifalda negra, completada con una camisa blanca que dejaba ver un generoso escote.

Era una lástima que Jesse fuera demasiado joven para él porque la idea de comprobar entre las sábanas si era tan apasionada como su cabello anunciaba le resultaba extremadamente tentadora. Siempre le hacía pensar en un tiempo de juventud y esperanza, en otro mundo y otra mujer perdidos hacía tiempo. Después de dieciséis años, Sherry raramente ocupaba su pensamiento, pero cuando lo hacía, el sentimiento de culpa que despertaba en él lo acompañaba durante días.

–Buenas tardes –dijo la pelirroja con voz apagada al tiempo que pestañeaba como si le costara enfocar–. ¿Qué quiere tomar?

Al ver su extrema palidez y que se balanceaba sobre los pies, Brock fue consciente de que no se encontraba bien.

–¿Te pasa algo? –preguntó instintivamente, sujetándola por el codo.

–Creo que necesito sentarme –Jesse se humedeció los secos labios, pero Brock vio que sudaba y que apretaba con fuerza su cuaderno de notas–. Estoy mareada.

Brock se puso en pie de un salto para ayudarla, pero antes de que le retirara una silla, Jesse colapsó en sus brazos.

 

 

–Jesse –una voz insistente, amable, la llamaba–. Jesse, recupérate.

Ella intentó recordar dónde estaba. Era el Green Garter, pero ¿qué hacía en el suelo? ¿Por qué le daba vueltas la cabeza? ¿Qué había pasado?

–Echaos atrás, dejadle espacio. ¿Jesse? Abre esos preciosos ojos.

Reconocía la voz, pero no lograba ponerle cara. Abrió los ojos y le deslumbró la luz del techo. Parpadeó y miró en otra dirección. Notó algo bajo la cabeza. Alguien le había puesto una cazadora que olía a almizcle y que le permitió identificar al hombre que se inclinaba sobre ella intentando reavivarla.

Brock Sullivan.

–Vamos, cariño, así me gusta, abre los ojos –el olor a pasta de dientes le indicó lo próximo que se encontraba.

Demasiado cerca. Pronto se daría cuenta de que había recuperado la conciencia y ella tendría que abrir los ojos y mirarlo.

Brock Sullivan, capitán de navío, amable y respetuoso, al que siempre acudían los marineros en apuros. Un verdadero caballero en todo, menos en la hambrienta mirada que a veces le dirigía, como si quisiera comérsela.

Más de una vez, Jesse había pensado que, de no haber estado con Tad, habría dejado que lo hiciera. Aunque debía pasar de los treinta era un hombre espectacular, alto, fuerte, fibroso, con unos anchos hombros que parecían poder soportar el peso del mundo entero. ¿Cómo no sentirse tentada, sobre todo mirando aquellos profundos ojos azules?

Había oído a los jóvenes de la marina hablar de él con respeto y algo de temor, de lo que había deducido que era severo, pero justo. Les ayudaba en momentos difíciles a condición de que aprendieran de sus errores.

Se sentía avergonzada de haberse desmayado ante él y por un segundo pensó que, si se quedaba inmóvil, él y los demás se olvidarían de ella y la tierra se la tragaría. ¿No era California la tierra de los terremotos? ¿No podía tener suerte y que se produjera uno en aquel momento?

–No reacciona –dijo otra voz–. Tenemos que llamar a urgencias. Tiene que ir al hospital.

Jesse abrió los ojos alarmada. No podía permitir que la llevaran al hospital. No tenía dinero para pagar el servicio médico.

–Bienvenida –la saludó Sullivan mirándola fijamente con sus impresionantes ojos azules–. Llevas un par de minutos desmayada. ¿Cómo te encuentras?

Al ver la preocupación que reflejaba la mirada de Sullivan, Jesse esbozó una sonrisa.

–Regular.

–¿Te duele algo?

«El orgullo», pensó Jesse. La cabeza le retumbaba, seguía sintiendo náuseas y notaba una punzada de dolor debajo de la cintura. Pero se le pasaría con beber un poco de agua y volver al trabajo.

–Estoy bien. No he almorzado y me ha dado un pequeño mareo.

–¿Almorzar? –dijo Brock con sorna–. Son las diez. ¿Eso significa que tampoco has cenado?

–Puede –dijo ella, incómoda por sentirse en una posición tan débil–. Pero ya estoy bien.

Para demostrarlo, intentó sentarse. Su cabeza y su estómago reaccionaron al instante, pero disimuló y ahuyentó el temor que se instaló en su mente.

–Tranquila –Sullivan la ayudó sujetándole un brazo y la espalda.

Jesse se apoyó en él para ponerse en pie. Cada milímetro era un esfuerzo, pero consiguió sentarse en una silla que le ofreció su jefe, Stan.

Jesse se dio cuenta de que era él quien había sugerido llamar a la ambulancia. Se cuadró de hombros para demostrar que estaba bien. No podía enfermar. Miró a Stan fijamente.

–Lo siento. Ya estoy mucho mejor.

En cuanto pronunció aquellas palabras, la visión se le nubló y echó la cabeza hacia delante para que el cabello ocultara su rostro. Sintió un sudor frío en la frente y supo que estaba a punto de volver a desmayarse. Pero no podía permitírselo.

Una mano delicada y al mismo tiempo firme le empujó la cabeza hacia delante hasta que descansó sobre sus rodillas. Enseguida notó que la sangre le volvía a circular, pero el dolor del vientre se intensificó y se llevó la mano al costado instintivamente.

–Se acabó –dijo Sullivan–. Te llevo a urgencias.

–No –protestó Jesse. Intentó incorporarse, pero él la retuvo sujetándole la cabeza con firmeza. Con la mirada fija en el suelo, siguió argumentando que no necesitaba atención médica–. Sólo es un dolor de cabeza –intentó convencerlo–. Con una aspirina y una hamburguesa se me pasará.

Se incorporó y en aquella ocasión él la soltó. Jesse se puso en pie y lo miró con gesto decidido.

–No pienso ir al hospital.

Su irritación no impresionó a Sullivan.

–De acuerdo –se cruzó de brazos–. Demuestra que puedes caminar hasta la barra y te dejaré en paz.

Jesse miró hacia la barra diciéndose que lo lograría. No tenía opción. No podía quedarse sin trabajo. Se irguió para recuperar el equilibrio y dio dos pasos. Sullivan se mantuvo a su lado. Jesse quería lanzarle una mirada fulminante, pero no tenía energía.

Al oír a Martina McBride animarla, Jesse miró a su alrededor y vio que la observaban todos los clientes, desde los marineros a los mandos, y se sintió como si la pasearan por la borda con la única diferencia de que los que la observaban no eran sus enemigos.

Dio un paso en falso y se tuvo que apoyar en una mesa. Un joven se puso en pie de un salto y la tomó por el codo. Ella sacudió la cabeza frenéticamente. Tenía que hacerlo sola. Pero ya era demasiado tarde.

Sullivan se adelantó, le rodeó la cintura con un brazo y la condujo hacia la puerta.

–Apóyate en mí.

Su solidez era demasiado tentadora como para resistirse. Consciente de que había hecho todo cuanto podía para fingir que no pasaba nada, descansó en él. Obligarse a comer una hamburguesa no iba a servirle de nada.

–Espera –dijo cuando llegaban al coche–, necesito el bolso y el abrigo.

Stan se los llevó en cuestión de segundos.

–Ojalá no sea nada –dijo, dirigiéndose a Sullivan.

–En cuanto sepa algo, te llamo –dijo él. Y la ayudó a subir al asiento del acompañante.

–¿Quieres que avise a alguien? –preguntó Stan.

Jesse pensó en la nota de despedida de Tad y negó con la cabeza.

Miró el perfil de Sullivan de soslayo, tan firme, tan seguro. Probablemente no había cometido ni un error en toda su vida. ¿Cómo podría entender una vida como la suya, plagada de errores? ¿Cómo explicarle a alguien así que cada día era una lucha por sobrevivir?

Claro que era lógico ir al hospital. El problema era no tener dinero para pagarlo. Había llegado el momento de decirlo. Carraspeó.

–Escuche… –¿cómo debía dirigirse a él?

Sullivan la miró de reojo y le tendió la mano.

–Brock Sullivan. Puedes llamarme Brock.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

YO ME llamo Jesse –dijo ella, tomando la mano de Brock.

–Encantado, Jesse, pero si pretendes convencerme de que no te lleve al hospital, ahórrate el esfuerzo.

–Estoy bien, de verdad.

Brock sacudió la cabeza.

–Te has desmayado y uno no se desmaya sin motivo. Además, te has llevado la mano al costado como si te doliera. No pienso dejarte hasta que te haya visto un médico.

–¡No tengo dinero! –dijo ella, avergonzada–. No puedo pagar la tarifa de urgencias.

Brock la miró como si no comprendiera el problema.

–Yo pagaré. Ya me lo devolverás.

Hizo que sonara un plan tan razonable que Jesse se sintió aún peor.

–No puedo permitirlo.

–¿Por qué no?

Jesse no podía explicarle que no comprendía cómo un extraño mostraba más interés y compasión por ella que Tad.

Sólo llevaba en San Diego un año, así que no era una experta en las normas de la marina, pero sí había aprendido que la reputación de un marino era lo más valioso que tenía. La Armada apoyaba a las familias, y censuraba a los marineros que no afrontaban sus responsabilidades.

Brock merecía que le diera una explicación.

–No puedo permitir que pagues porque creo que el médico va a decirme que estoy embarazada.

Se produjo un breve silencio. Jesse vio que Brock enarcaba las cejas para luego recomponer el gesto.

–Entonces, es imprescindible que te vea un médico, ¿no crees? –fue todo lo que dijo.

–Supongo que tienes razón –Jesse se acurrucó en el sillón, rodeándose la cintura con los brazos. Desde que había sospechado que podía estar embarazada, sus sentimientos habían estado cargados de duda y miedo.

No se trataba de que no quisiera tener hijos, sino de que siempre había pensado que los tendría cuando tuviera una carrera, marido, un hogar.

Su presente era pura inestabilidad, sin futuro, sin novio, y en un destartalado apartamento que compartía con una amiga con la que no podía contar.

–Te he oído decir a Stan que no había nadie a quien avisar. ¿Quiere decir eso que el padre está ausente?

–Se ha marchado –dijo ella, consciente de que no tenía sentido mentir–. Se ha ido dejándome una nota de despedida.

–Puede que si supiera…

Jesse alzó la mano rápidamente para interrumpir a Brock.

–Ha dejado la nota pegada a la prueba de embarazo que compré ayer. La encontró en mi bolso cuando buscaba el dinero de mis propinas.

–¡Basura!

Jesse apretó los labios.

–Eso es un piropo.

–¿Por qué estabas con un tipo así? –preguntó, furioso.

–Hace mucho, mucho tiempo, estuve enamorada de él –Jesse rió quedamente–. Lo gracioso es que rompí con él y me mudé a San Diego para empezar de nuevo.

Brock la miró de reojo.

–Pero volvisteis a encontraros.

Jesse cerró los ojos y apoyó su dolorida cabeza en el fresco cristal de la ventanilla.

–Se presentó hace unos meses en mi casa, jurando que había cambiado. Al principio no le creí, pero después de un tiempo consiguió convencerme.

Sus palabras fueron recibidas con un desconcertante silencio. Jesse abrió los ojos y miró el perfil de Brock, cuya silueta se recortaba contra las luces del exterior.

–Lo siento –dijo ella–. Supongo que todo esto es demasiado personal para contártelo. Cometí un grave error y ahora estoy completamente sola –concluyó, más como si pensara en voz alta que dirigiéndose a él.

Ésa era la razón de que no se hubiera enfrentado a la posibilidad de estar embarazada, ni se hubiera planteado el futuro de su bebé, si es que lo estaba. Un frío helador le recorrió la espalda al pensar que con su actitud podía haber perjudicado al bebé. Brock posó su fuerte mano sobre la de ella.

–Esta noche no estás sola.

 

 

Brock mantuvo su palabra y permaneció junto a ella en la sala de espera hasta que el médico le pidió que lo dejara a solas con Jesse para examinarla.

El doctor Wilcox, un hombre mayor de cabello canoso la palpó cuidadosamente y le hizo una serie de preguntas extremadamente personales sobre sus relaciones sexuales y la fecha de su último periodo.

Mientras el doctor acababa la exploración, Jesse, con la mirada fija en el fluorescente del techo, se tuvo que morder el labio para no reír. En una sola noche había desvelado sus más oscuros secretos a un total desconocido y a un médico.

–Puede incorporarse –dijo el doctor WIlcox. Tras explicarle que estaba deshidratada, pidió a una enfermera que le pusiera suero intravenoso. A continuación llamó a Brock–. La señorita Manning está embarazada.

El médico siguió hablando, pero Jesse ya no escuchó nada más porque su mente invocó la imagen del bebé que estaba creciendo en su interior.

En unos segundos, sintió una desbordante ternura, los ojos se le llenaron de lágrimas y se llevó las manos al vientre a la vez que se arrepentía de cada pensamiento negativo que había tenido respecto a la posibilidad de estar embarazada. Un profundo sentimiento estableció al instante un vínculo inquebrantable entre ella y su hijo, y juró que nunca le fallaría.

–Señorita Manning, ¿me está escuchando? –preguntó el doctor Wilcox.

Jesse pestañeó repetidamente para salir de su ensimismamiento.

–¿Perdón?

Brock le apretó la mano afectuosamente y dijo:

–Será mejor que empiece de nuevo, doctor.

–Va a tener que cuidarse mejor –dijo el médico, incluyendo a Brock en una mirada reprobadora–. Además de estar deshidratada, tiene una infección de riñón y falta de hierro. Por lo que me dice, está embarazada de dos meses y el primer trimestre es el más peligroso para el feto.

La severidad de la mirada con la que acompañó sus palabras hizo que Jesse se sintiera diminuta, especialmente cuando vio que, una vez más, incluía a Brock en la reprimenda.

–Doctor, se equivoca…

El médico alzó un dedo con gesto severo para interrumpirla.

–No me corresponde entender, señorita. Si quiere tener ese hijo, tendrá que realizar algunos cambios. En primer lugar, debe pasar veinticuatro horas en reposo, seguidas de un mes de escasa actividad.

–Un mes… –susurró Jesse, desconsolada.

–Necesita descansar y comer con regularidad, además de beber mucha agua. El zumo de arándanos es bueno para la infección de orina –continuó el doctor a medida que escribía en un papel–. Le recomiendo que vea a un obstetricia –se puso en pie y guardó el bolígrafo y el cuaderno de notas en el bolsillo de su bata–. Buena suerte, señorita Manning –le estrechó la mano y, tras saludar a Brock con un gesto de la cabeza, salió de la habitación.