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A ella no le bastaba una promesa... quería amor verdadero El director de instituto Alex Sullivan tenía muy claro que la nueva enfermera de la escuela estaba completamente fuera de su alcance. Pero cuando la bella rubia se presentó en su casa con aquel bebé empeñada en demostrar que él era el padre, Alex supo que tenía un problema. Después de la muerte de su hermana, Samantha Dell se había encargado de criar a su sobrino como si fuera su propio hijo. Y aunque el pequeño necesitaba un padre, ella no había esperado que Alex quisiera serlo a tiempo completo... y menos que también quisiera casarse con ella.
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Seitenzahl: 137
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Teresa Carpenter
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
No sólo promesas, n.º 5508 - febrero 2017
Título original: Daddy’s Little Memento
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8797-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Querida Samantha:
Si estás leyendo esta carta es porque yo ya no estoy.
Y ahora sólo quedáis Gabe y tú. Espero que os consoléis el uno al otro como me habéis consolado a mí cuando más os necesitaba.
¡Cómo he envidiado siempre tu carácter y tu determinación…! Yo he sido débil, siempre fui débil. Y sí, he cometido muchos errores.
Tenías razón. Debería haber hablado con el padre de Gabe. Pero él no ha podido echar de menos a un niño al que no conocía y yo necesitaba tanto a Gabe…
Es lo único que he hecho bien en mi vida. Es mi alma y mi corazón. No podía abandonarlo.
Pero voy a decirte la verdad: el padre de Gabe es Alexander Sullivan, de Paradise Pines, California.
No tengo más pruebas que la seguridad de una madre. Él tomó precauciones, pero… está claro que Gabe quería venir al mundo. Y siempre le estaré agradecida por haberme dado a mi hijo.
Descansaré tranquila sabiendo que tú siempre estarás ahí para Gabe.
Con todo mi cariño,
Sarah
Alex Sullivan era un hombre al que no le gustaban las sorpresas.
Él creía en las reglas. Siendo el mayor de seis chicos, había aprendido muy pronto que las reglas crean control en medio del caos. Y siendo el director del instituto de Paradise Pines, sabía que el control marcaba la diferencia entre el orden y la anarquía.
De modo que cuando abrió la puerta de su casa un domingo por la mañana y se encontró a la nueva enfermera del instituto, Samantha Dell, con un niño en brazos, supo que había un problema.
—Buenos días, Alex.
—Hola, Samantha —la saludó él, intentando disimular el escalofrío de deseo que sentía cada vez que miraba aquellos brillantes ojos verdes.
Alex tenía por norma no salir jamás con una colega. Aunque, en realidad, Samantha no era una colega. Ni siquiera trabajaba para él. Pero como enfermera del distrito, iba al instituto dos veces por semana, de modo que era intocable.
Y si eso no fuera suficiente, lo sería el niño de mejillas regordetas que tenía en los brazos.
Alex estudió al niño de pelo oscuro y ojos azules, preguntándose qué habría llevado allí a aquella pareja un frío domingo por la mañana.
—Tengo que hablar contigo —dijo Samantha entonces, sin poder disimular cierto nerviosismo—. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro.
Alex, aún sudoroso después de su carrera matinal, miró su camiseta y sus pantalones cortos. No iba vestido precisamente para recibir a nadie. El domingo era el único día que se permitía ciertos excesos: se levantaba una hora más tarde, tomaba dos tazas de café mientras leía el periódico y corría una hora más de lo habitual. Los domingos cenaba en casa de su abuela y entre el periódico y la cena se ocupaba un poco de todo y de nada, según le apeteciera.
Alguna vez se sentía solo, pero en general agradecía la paz y tranquilidad de su ordenada vida.
Y la expresión de Samantha le advertía que esa paz estaba a punto de ser destruida.
—Entra —murmuró, dando un paso atrás. La había visto alguna vez con el niño, que no podía tener más de un año, pero siempre de lejos—. ¿Es tu hijo?
En la entrada, Samantha se volvió para mirarlo.
—No, es tuyo.
Alex la miró, incrédulo. Tenía que haber oído mal. O era una broma, claro.
—¿Cómo has dicho?
—Que es tuyo. Tú eres su padre —dijo Samantha.
—Eso no es posible —replicó él, nervioso—. Tú y yo nos conocimos hace cuatro meses…
—Yo no soy su madre, pero tú sí eres su padre —suspiró ella entonces, con los ojos llenos de compasión—. Sé que esto es una sorpresa para ti…
—¿Sorpresa? Un susto de muerte querrás decir.
Samantha estaba muy seria. De modo que aquello no era una broma…
Alex levantó los hombros y se irguió como dispuesto a la lucha. Tenía la impresión de que su vida estaba siendo amenazada…
Pero cuando Samantha reaccionó a su agresiva actitud dando un paso atrás, Alex dejó escapar un suspiro.
—Perdona. Será mejor que vayamos al salón —murmuró, haciéndole un gesto con la mano.
Ella se dejó caer sobre un sofá de cuero negro y acarició cariñosamente el pelo del niño, que se había metido el puñito en la boca.
Alex se sentó en el sillón más alejado del sofá.
Hacía solamente cuatro meses que se conocían, pero Samantha Dell siempre le había parecido una mujer bastante inteligente y sensata. Y un poco distante. Seguramente porque, como a él, no le gustaba mezclar el trabajo con el placer.
Pero mirando al niño de camiseta roja, diminuto peto vaquero y aún más diminutas zapatillas de deporte, empezó a preguntarse…
Cuando miraba aquellos ojitos azules sólo veía una carga, una responsabilidad.
Siendo el mayor de una familia de seis hermanos, Alex había tenido que ayudar a su madre con los cinco pequeños siendo él mismo un crío. Tenía catorce años cuando sus padres murieron en un terremoto en Sudamérica y, de repente, se vio solo con un montón de niños. Sus padres, supuestamente, debían haber ido a comprar joyas para la empresa familiar, la joyería Sullivan’s, pero en cambio estaban en una excavación arqueológica. Habían pagado un alto precio por «jugar» cuando deberían estar trabajando, pensaba Alex. Pero los que más sufrieron fueron él y sus hermanos.
Y, tantos años después, la muerte de sus padres seguía produciéndole una mezcla de pena y resentimiento.
Menos mal que tenían a su abuela, que los acogió en su casa y trabajó como una loca para sacar a la familia adelante.
Él quería a sus hermanos. Y le gustaban los críos, por eso era director de un instituto, pero la idea de volver a casa y encontrársela llena de niños… No, eso no era lo suyo.
Aunque ni por un segundo creía que aquel crío fuera hijo suyo.
—¿Quién es ese niño, Samantha?
—Se llama Gabe y tiene once meses —contestó mirándolo a los ojos—. Es mi sobrino. Y tu hijo.
Alex se levantó, pasándose una mano por el pelo.
—Yo no tengo hijos. Por elección.
—Puede que no quisieras, pero así es. Según la carta de mi hermana, os conocisteis durante unas vacaciones en el Caribe el verano pasado.
Samantha mencionó entonces el nombre del hotel en la isla de St. Thomas donde él había pasado las vacaciones y un escalofrío premonitorio recorrió su espalda.
Muy bien, sabía el nombre del hotel, pero eso no significaba que el niño fuera suyo, se dijo.
—¿Cómo se llama tu hermana? ¿Por qué no me lo ha contado ella misma?
—Se llamaba Sarah Travis. Éramos hermanastras. Y murió en un accidente de tráfico hace seis meses.
Sarah.
Alex recordó entonces a la chica de ojos verdes, melenita rizada… y recordó la habitación del hotel aquellas noches de luna llena.
Ella había sido lo que necesitaba en el peor momento de su vida.
—Me acuerdo de tu hermana. Y siento mucho que haya muerto, pero te equivocas sobre el niño. No es mi hijo.
—Atito, atito… —murmuró Gabe entonces, señalando una figurita de mármol.
—Un pajarito —sonrió Samantha, besando el dedo del niño. Gabe se reía mientras ella le hacía cosquillas en la barriguita… Estaba claro el cariño que sentía por él.
—Mi hermana era un espíritu libre, pero no mentía nunca. De hecho, se negó a revelar la identidad del padre de Gabe hasta que murió. Me enteré por una carta.
—Mira, no quiero faltarle al respeto a tu hermana, pero… —empezó a decir Alex, paseando por el salón—. Sólo estuvimos juntos dos noches y… yo usé protección. Siempre uso protección.
Samantha levantó una ceja.
—Eres director de un instituto, Alex. Y sabes tan bien como yo que los métodos anticonceptivos fallan. Los condones se pueden romper… Y lo siento, pero eres el padre de Gabe.
Él se frotó la sien derecha, confuso. No podía creer lo que estaba oyendo.
—Llevas cuatro meses en el instituto. ¿Por qué no me lo has dicho antes? De hecho, ¿por qué no me lo dijo tu hermana cuando se enteró de que estaba embarazada?
Avergonzada, Samantha agachó la cabeza y empezó a arreglar la ropita del niño. Pero Gabe soportó el arreglo durante unos veinte segundos antes de empezar a dar patadas. En la lucha, enganchó la manita en el escote del jersey de Samantha y tiró hacia abajo…
Alex tuvo que contener al aliento al ver el sujetador de encaje blanco y la piel, más blanca, debajo. Afortunada o desafortunadamente, Samantha se tapó enseguida.
Intentaba calmar la pataleta de Gabe, pero el niño quería que lo dejase en el suelo.
Por un momento, los ojos de Alex conectaron con los ojitos azules del niño. ¿Azul Sullivan? Su determinación, desde luego, era la de su familia.
—Déjalo en el suelo —sugirió.
Samantha miró la mesa de cristal, las estanterías llenas de libros y el mueble metálico del estéreo.
—No creo que sea buena idea.
—¿Sabe andar?
—Aún no, pero cada día está más valiente.
—Déjalo en el suelo. No creo que se haga daño.
Samantha dejó al niño sobre la alfombra y le dio una pelota de goma para jugar.
—Debes saber que mi familia es muy pequeña —dijo entonces—. Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, mi madre cuando tenía diecinueve. El padre de Sarah nos dejó cuando ella nació… En fin, a mi madre no le gustaba estar sola, así que hubo varios hombres en su vida, pero no se quedaron mucho tiempo. Sarah tenía doce años cuando nuestra madre murió, dejándola a mi cargo. Yo hice lo que estaba en mi mano, pero entre la facultad y el trabajo, no pude cuidar de ella como hubiese querido… Cuando te conoció, Sarah necesitaba que la necesitasen. Y decidió que un niño llenaría ese espacio vacío en su vida.
Alex no sabía cómo responder a tan reveladora confesión porque, a pesar de las tristes circunstancias de la vida de Sarah, seguía sin entender la razón por la que no le había dicho que iba a tener un hijo suyo.
—Eso no explica…
—Lo sé. Y lo siento, pero mi hermana no pensaba decírtelo. Yo creo que fue a esa isla con la intención de quedarse embarazada… —Samantha se interrumpió un momento para aclararse la garganta—. Pero no quería hacerte responsable.
La sorpresa dejó a Alex helado. Helado y furioso. «Otra vez no», pensó. «Otra vez no».
Sentía como si le hubieran robado una parte esencial de sí mismo.
Como no decía nada, Samantha contestó a la segunda parte de la pregunta.
—Quizá debería habértelo contado antes, pero tardé algún tiempo en instalarme en Paradise Pines. Además, antes de decírtelo quería conocerte un poco.
—¿Estás diciendo que debía pasar una especie de prueba? —exclamó él, furioso.
Samantha se encogió de hombros.
—Cuando supe que mi hermana estaba embarazada, le dije que debía informar al padre del niño, pero ella se resistió hasta el final. Pero cuando murió y tuve que hacerme cargo de Gabe, decidí que era mi obligación contártelo. Ahora Gabe es mi responsabilidad y su bienestar mi única preocupación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alex, intentando calmarse. No podía enfadarse con ella por no haberle dicho que era el padre de Gabe cuando, para empezar, él seguía negándose a creer que era hijo suyo.
—Creo que no tener padre es mejor que tener un padre abusivo.
Él dejó escapar un suspiro.
—Estoy de acuerdo contigo. Lo que me molesta es que hayas tardado cuatro meses en decidir que yo no sería un padre abusivo.
—No tardé cuatro meses en darme cuenta de eso… ¡Gabe, no!
El niño se había metido bajo la mesita de café y estaba dándole golpes al cristal.
—No pasa nada.
—Sí, ya, bueno… Tengo que irme. Gabe está muy inquieto.
Alex la miró, incrédulo, mientras tomaba al niño en brazos y se dirigía a la puerta.
—Espera. ¿Para qué has venido? ¿Qué es lo que quieres?
—He venido a decirte que Gabe es tu hijo y que espero que quieras ser parte de su vida. Lo que pase a partir de ahora es cosa tuya —suspiró Samantha—. Adiós.
Él se quedó mirándola desde el porche, sin saber qué hacer.
El niño tuvo la última palabra. Lo miró por encima del hombro de su tía con aquellos solemnes ojos azules tan parecidos a los suyos y dijo:
—Adió.
—Bueno, no ha ido tan mal como esperaba —suspiró Samantha, apretando al niño contra su corazón—. Ya me imaginaba que se quedaría de piedra. Pero no ha negado conocer a tu madre y no nos ha echado a patadas de su casa. Ya es algo.
—Mama —murmuró Gabe, dándole un golpecito en la cara.
Mamá. A Samantha se le encogía el corazón cada vez que el niño la llamaba así. Se sentía como una traidora, como si le estuviera robando el sitio a su hermana.
Hacía todo lo posible para que Gabe recordase a Sarah, pero era demasiado pequeño como para explicarle que ella no era su mamá.
—Debería haberle hablado antes de ti, pero teníamos que pasar algún tiempo juntos, ¿verdad, cariño? —murmuró, mientras sacaba las llaves del coche—. Venga, adentro —dijo, abriendo la puerta del Taurus y colocando a Gabe en su sillita.
Después de ponerle el cinturón de seguridad y darle su jirafa de peluche, Samantha se colocó tras el volante.
—Le daremos algún tiempo, a ver qué pasa. Alex Sullivan es un hombre decente. Sé que le importa mucho su familia y es muy cariñoso con los niños del instituto, así que… además, ¿quién podría resistirse a esos ojos azules? —Gabe soltó una risita cuando Samantha le dio un pellizco en la nariz—. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. El resto depende de él. Criar a tu madre me costó muchísimo y no me enorgullece decir que necesité ayuda.
—Mama.
Samantha suspiró.
—Espero que Alex entre en razón. Yo no me acuerdo muy bien, pero creo que tener un papá es lo mejor del mundo.
La gran pena de Samantha era no recordar mejor a su padre. Se acordaba de sus besos, de la sensación de seguridad, de cariño… Era lógico que su madre lo hubiera echado tanto de menos.
—Samantha.
Sorprendida, se volvió y vio a Alex al lado del coche. Parecía más grande que nunca, con sus anchos hombros recortados contra el cielo gris de la mañana. Sus facciones estaban en sombra, escondiendo su expresión, pero parecía despeinado, como si se hubiera pasado la mano por el pelo varias veces.
¿La habría oído hablar con Gabe?
—Quiero que nos hagamos una prueba de ADN.
—Muy bien.
—Iré a buscaros mañana para ir al hospital —afirmó él.
A Samantha no le hizo gracia el tono autoritario, pero no protestó. Que pidiese una prueba de ADN demostraba que estaba dispuesto a aceptar su responsabilidad si se comprobaba que era el padre del niño.
También podría ser una forma de quitarse un peso de encima, pero prefería ser positiva.
En realidad, era más de lo que había esperado. Además, Gabe y ella no tenían nada que perder.
—¿A qué hora?
—A las diez. ¿Me das tu dirección?
Samantha miró a Alex, que estaba en una esquina con los brazos cruzados, intentando aparentar una tranquilidad que no sentía. Su palidez y los golpecitos que daba en el suelo con el pie lo traicionaban.
De tal palo, tal astilla. Gabe parecía incapaz de estarse quieto mientras esperaban al médico.
—¿Te encuentras bien, Alex? —le preguntó.
Él levantó una ceja.
—Claro que estoy bien.
—No tenemos que hacerlo si no quieres. Puedes aceptar mi palabra de que Gabe es tu hijo…