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La vida de Rachel Adams cambió de repente cuando la nombraron tutora de dos pequeños huérfanos. Resultaba muy difícil convertirse de la noche a la mañana en la madre de dos bebés tremendamente exigentes… que no tardaron en robarle el corazón. Entonces apareció el otro tutor de los niños, el guapísimo Ford Sullivan. Era evidente que Rachel estaba haciendo un verdadero esfuerzo para cuidar bien de los niños y que no recibía su presencia de buen grado. Pero pronto se dieron cuenta de que lo mejor para los pequeños era que unieran sus fuerzas. Tanto tiempo al lado de Ford hizo que Rachel comenzara a preguntarse si los tutores podrían convertirse algún día en marido y mujer…
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Teresa Carpenter
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Mis tres amores, n.º 2153 - agosto 2018
Título original: Baby Twins: Parents Needed
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-629-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Rachel Adams estaba en guerra. Y el enemigo la doblaba en número. Con las manos apoyadas en la cadera, observaba a los dos querubines de mejillas regordetas y ojos color avellana que estaban cubiertos de crema para bebés.
–Cody Anthony Adams –reprendió Rachel al niño de diez meses, que no parecía arrepentido–, si no eres capaz de tener las manos quietas, te las voy a atar al pañal durante las siestas.
Rachel, que ya estaba cansada de antemano, se puso todavía más nerviosa al ver aquel desastre. Respiró hondo para tranquilizarse y se recordó que en esos momentos era madre. Había prometido darles un hogar a su sobrino y a su sobrina, que eran huérfanos.
Pero todavía tenía mucho que aprender.
Ya había descubierto que los niños, como los animales, sentían el miedo.
Apenas había tenido tiempo de llorar la muerte de una hermana a la que casi no había conocido. Pero enseguida había aprendido que aquellos desastres ocurrían. Y repetidamente. Y que si no mantenía las cosas lo suficientemente apartadas del alcance de Cody, ocurrían además de un modo muy creativo. A menudo con comida: gelatina, plátanos, patatas, cualquier cosa que cayese en sus manos cuando ella se daba la vuelta. Al niño le gustaba pintar con los dedos. Y su objetivo favorito era su hermana.
Qué asco.
Armada con guantes de goma y una caja de toallitas húmedas, Rachel decidió atacar. Les limpió el cuerpo, los dedos de las manos y de los pies. Y el pelo. Para terminar el trabajo, tendría que bañar a los dos bebés. Y apartar la cuna un poco más del cambiador.
De pronto se dio cuenta de algo: aquello debía de ser amor. Cuando la tolerancia eclipsaba al asco y a la exasperación, dejando que el afecto dominase, no había otra explicación.
En algún momento de los últimos seis días, se había enamorado. Y nunca antes había experimentado algo así.
Era un sentimiento que la aterraba.
Había una cosa que estaba clara, si la persona con la que compartía la tutela se pasaba por allí, ella lucharía con uñas y dientes para quedarse con sus sobrinos.
–Está bien, niños, vais a tener que aguantarme, y estoy en las últimas. Pero me quedaré con vosotros. Y os prometo que siempre sabréis que se os quiere. No tendréis que preocuparos porque alguien se sienta obligado a toleraros. Ahora somos una familia –susurró con un nudo en la garganta.
Se quitó los guantes de goma y pasó la mano por el pelo moreno de Cody. Seguía buscando el parecido de los mellizos con su hermana, y de vez en cuando captaba alguna expresión. Pero en el pelo y en los ojos tan oscuros debían de parecerse a su padre, porque Crystal había tenido los ojos marrones y el pelo castaño claro.
Crystal se había parecido a su padre y ella, a su madre. Rachel tenía el pelo muy rubio, y lo llevaba siempre corto, y unos ojos entre azules y verdes.
Un inesperado golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Rachel se puso tensa.
–¿Quién puede ser?
Se apartó un mechón de pelo de los ojos, miró a los dos niños desnudos y consideró ignorar la puerta. Fuese quien fuese no podía haber llegado en peor momento.
Jolie empezó a llorar. Durante la semana que los mellizos habían estado a su cuidado, Rachel había aprendido que a Cody le gustaba estar desnudo, pero a Jolie no.
Rachel era una mujer solitaria, que prefería los animales y las plantas a la mayoría de las personas, y que no solía recibir visitas, ni siquiera de sus vecinos. Pero la persona que llamaba a la puerta quería que le abriesen, porque insistió.
Dejó a los mellizos en la cuna, se aseguró de que no había nada más al alcance de Cody y fue hacia la puerta diciéndose que ya no era una solitaria. A través de la mirilla vio a un hombre que llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta negra que vestía.
Umm. ¿Sería Ford Sullivan, la persona con la que compartía la tutela de los niños? Era miembro de las Fuerzas Especiales de la Armada y su oficial al mando le había dicho a Rachel que Sullivan, alias Mustang, estaba fuera del país cuando los mellizos se habían quedado huérfanos, pero que estaría disponible en cuanto volviese de su misión.
A ella le daba igual si no volvía.
Abrió la puerta sólo unos centímetros.
El hombre era más alto y ancho de espaldas de lo que le había parecido por la mirilla. Mucho más grande. Iba vestido con vaqueros y cazadora de cuero, y llevaba gafas oscuras, botas de motorista y barba de tres días. El cielo estaba gris y nevaba, los copos de nieve caían sobre sus anchos hombros y su pelo oscuro.
Le pareció un hombre peligroso.
Rachel, que sentía debilidad por las películas de acción, sintió un escalofrío al verlo.
Cruzó los dedos para que fuese un motorista que se había quedado sin gasolina.
–¿Sí? –dijo. No le preguntó si podía ayudarlo. Ni tampoco sonrió. Pensaba que, si sonreía, la gente se entretenía más, y la mayor parte del tiempo prefería estar a solas.
–¿Rachel Adams? –preguntó él. Tenía una profunda voz de barítono.
Ella volvió a sentir otro escalofrío.
–Sí –cambió de postura, inquieta, y pensó que tenía que haber metido el todoterreno en el granero.
–¿Hermana de Crystal Adams?
No podía ser un motorista. Rachel echó la cabeza hacia atrás y lo observó con más detenimiento.
–Supongo que es Ford Sullivan.
Él asintió.
–Sí, he venido a recoger a los mellizos.
Furiosa, Rachel le puso la mano en el centro del pecho cuando el hombre intentó atravesar el umbral de la puerta.
–Espere, tipo duro. No lo conozco. Y, por el momento, no me ha gustado lo que he oído.
Sullivan no retrocedió ni un centímetro, pero Rachel sintió cómo se ponía tenso y entrecerraba los ojos, como advertencias de su fuerza y determinación. Se metió la mano en la chaqueta y sacó la cartera. Le enseñó su tarjeta de identificación militar.
Ella sabía que las Fuerzas Especiales de la Armada era un cuerpo de élite que trabajaba en los lugares más complicados del mundo. Lo sabía por películas y libros, pero era evidente que estaba considerado un trabajo de alta seguridad.
Después de un momento, él retiró la tarjeta de entre los dedos helados de Rachel.
–Señora, he venido desde muy lejos, y hace mucho frío aquí fuera.
Ella no quería dejarlo pasar, sobre todo porque le había dicho que había ido a llevarse a los mellizos. Y porque quería quedárselos, pero aquel hombre tenía unos derechos legales que Rachel no podía ignorar.
A regañadientes, se echó a un lado y lo dejó entrar. El oficial al mando con el que había hablado le había dicho que Sullivan era un hombre honesto. Muy bien.
Rachel suspiró y cerró la puerta. Luego apretó los dientes al verlo delante de la chimenea. Su enorme cuerpo hacía que su salón, pintado de azul y gris, pareciese demasiado pequeño.
Y más desordenado de lo que ella había pensado. Los bebés habían llegado con muchas necesidades. Recoger la casa era un lujo que iba después de dormir y ducharse.
Los gritos de Jolie desde el dormitorio le recordaron a Rachel lo que había estado haciendo antes de abrir la puerta. Sonrió divertida. Había estado pensando que estaba en la guerra, y allí estaba uno de sus enemigos.
¿Aquel hombre quería a los niños? Pues la iba a ayudar.
–Me alegro de que esté aquí –comentó intentando ignorar el desprecio con el que Sullivan miraba a su alrededor y tomándolo por el brazo para llevarlo al dormitorio–. Porque los mellizos necesitan un baño.
Sullivan no se resistió. Se quitó las gafas de sol, dejando a la vista unos ojos azules e inexpresivos, y las dejó encima de la cama junto con su cazadora.
Jolie dejó de llorar inmediatamente para mirarlo. Rachel no la culpaba. La camiseta de algodón que llevaba puesta le marcaba los duros pectorales, y los hombros. Tenía los brazos fuertes y bronceados. Calentaba la habitación mejor que una chimenea.
Rachel no debería haberse fijado en aquello, pero no pudo evitarlo, sobre todo cuando Sullivan se acercó a limpiarle la barbilla a Jolie.
–¿Qué ha pasado? –quiso saber.
Rachel se deleitó en explicarle las costumbres de Cody.
Sullivan levantó una de sus cejas oscuras.
–Tal vez debería vigilarlos más.
–Vaya, ¿cómo no se me habrá ocurrido antes? –estúpido. Rachel tomó a Jolie en sus brazos–. Sostenga a Cody. El baño está allí.
Rachel se estremeció al darse cuenta de que había toallas y ropa sucia por todas partes. La mitad de su botiquín estaba tirado en el lavabo. Y también había… ¿un tenedor?
Trató de ignorar el caos y la vergüenza que estaba pasando y se dobló para abrir el grifo de la bañera. Cuando el agua empezó a salir caliente, se arrodilló sobre una toalla que tenía al lado de la bañera desde la última vez que había bañado a los niños. Luego puso a Jolie en el agua.
–Vigile a los bebés –le pidió a Sullivan poniéndose en pie–. Voy a buscar toallas limpias.
–Eso estaría bien –contestó él, sin molestarse en ocultar su desdén.
Sorprendida, Rachel se volvió para hacerle frente, pero él estaba concentrado en los niños. Dudó durante unos segundos si tranquilizarse o retarlo.
Por un lado, tenía que admitir que la casa estaba hecha un asco; por otro, llevaba seis días sola con los niños. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a juzgarla?
Le hubiese gustado ver si él era capaz de hacerlo mejor.
No, se dio la vuelta y fue a por las toallas. Era mejor no retarlo, porque entonces se llevaría a los mellizos y ella necesitaba cuidarlos, estar ahí para ellos, ya que no había estado ahí para su hermana.
Si Sullivan pensaba que iba a dejar que se los llevase tan fácilmente, estaba equivocado.
–¿Cómo conoció a Crystal? –preguntó Rachel cuando volvió al baño.
Se arrodilló a su lado dejando bastante espacio en medio. Lo miró e intentó hacer como si no viese que los niños le habían mojado la camiseta, que se pegaba a su impresionante pecho.
–¡Eeeeey! –gritó Cody, contento, y salpicó agua con las dos manos, mojando a todo el mundo. Jolie se apartó, cayéndose hacia un lado. Rachel fue a sujetarla, pero Sullivan llegó antes con sus grandes y competentes manos.
La sujetó con tanto cuidado que la hizo reír. Parecía muy tranquilo a pesar de que, evidentemente, la situación lo frustraba.
–No conocía a Crystal –respondió él por fin mientras le rascaba la tripita a Jolie–. Al menos, no la conocía bien. Tony Valenti era mi amigo. Trabajábamos juntos.
–¿El padre de los mellizos?
–Sí.
–¿También era militar?
–Sí –hizo una breve pausa–. Me salvó la vida.
–Ya veo –sí. Y la cosa no pintaba nada bien. Sullivan era un hombre honrado y se sentía obligado a cuidar de los mellizos porque se lo debía a su amigo.
Una hora más tarde, los bebés estaban bañados, vestidos y cenados. Rachel dejó a Jolie en el parque y le dio un par de bloques de plástico. Tenía que admitir que un par de manos más había hecho las cosas mucho más fáciles. Y más rápidas. Ella sola habría tardado casi el doble de tiempo en hacerlo todo.
Se volvió hacia el sofá, donde Sullivan estaba sentado, con Cody. El niño lo miró y sonrió, enseñando dos dientes. El hombre le pasó un dedo por la mejilla y lo puso de rodillas.
Cody le agarró un mechón de pelo.
Sullivan se soltó con cuidado.
Enseguida se llevarían bien.
Rachel se cruzó de brazos, no quería admitir que la imagen le parecía enternecedora. Fue hacia el lado opuesto del sofá y empezó a doblar la ropa limpia que había en el rincón.
–¿Cuáles son sus planes con los mellizos? –preguntó.
Él levantó una ceja, sorprendido por lo directa que había sido.
–Tengo planeado cumplir con lo que me pidió mi amigo y llevármelos a San Diego para que crezcan allí.
A Rachel se le encogió el corazón al ver confirmados sus peores temores.
–Bien. ¿Y qué pasa conmigo?
–Muy sencillo. Espero que renuncie a la custodia.
–¿Sencillo? –Rachel casi se atasca al repetir la palabra–. ¿Cómo puede decir que es sencillo teniendo a ese bebé en sus brazos?
Él frunció el ceño y cambió al bebé de postura. Cody echó la cabeza hacia atrás y lo miró a la cara. Los dos volvieron a comunicarse en silencio.
Luego, Sullivan miró a Rachel.
–Entiendo que no es fácil para usted. Pero es lo mejor.
–No entiende nada. Le fallé una vez a mi hermana. No volveré a fallarle. Cuando murió, su último deseo fue que yo criase a estos niños. Y eso es lo que voy a hacer.
Él siguió mirándola y luego ladeó la cabeza.
–Su hermana nunca pretendió que usted los criase.
Rachel echó la cabeza hacia atrás y luego hacia delante, como si le hubiesen dado un puñetazo en la barbilla. Si Sullivan la hubiese golpeado, no le habría hecho más daño.
Rachel sintió una culpabilidad que tenía su origen en el pasado, pero se obligó a apartarla de su mente. Crystal y ella habían dejado el pasado atrás cuando sus padres habían fallecido, tres años antes, y Crystal había ido a vivir con Rachel. Y cuando Crystal se había marchado a estudiar a la Universidad de San Diego, habían seguido estando en contacto por teléfono y correo electrónico.
Rachel era la única familia que tenía Crystal. A pesar del cansancio de la semana anterior, Rachel siempre se había aferrado al hecho de que su hermana hubiese confiado en ella para ocuparse de Jolie y Cody.
Se frotó los brazos, como si tuviese frío, pero cuando se dio cuenta de que Sullivan la observaba, cerró los puños y los puso a ambos lados del cuerpo.
–¿Cómo puede decir algo tan horrible? –preguntó.
–Yo sólo sé lo que me contaba Tony. Crystal no quería que él nombrase a un tutor sin consultarle, por eso la nombró a usted.
–Lo que demuestra que quería que yo criase a sus hijos –replicó ella, quedándose más tranquila.
–No. No se ofenda, pero Tony no quería que cuidase a sus hijos alguien que huyese de la vida y de las responsabilidades, que no fuese capaz de mantener una relación.
Rachel quiso desmentir aquello. No podía creer que le estuviese pasando algo así. Pero era real. Él estaba allí, en su salón, y no iba a hacerlo cambiar de opinión.
–No lo creo. Y si es una broma, me parece de muy mal gusto.
–No es ninguna broma –él dudó. Era evidente que tenía información que no quería compartir con ella–. Eso sería cruel. Escuche, yo pertenezco a una familia muy numerosa y unida, y Tony formaba parte de ella. Él quería que los mellizos también tuviesen esos lazos de unión con ella.
Sullivan se agachó para recuperar su chaqueta y sacar unos papeles de la misma. Se los tendió a Rachel.
–He traído unos documentos para que los firme, para que me ceda la custodia.
A regañadientes, Rachel miró los papeles que le ofrecía. No quería tomarlos, no quería pensar que tenía razón acerca de los motivos de su hermana para nombrarla tutora a ella, pero hacía tiempo que había aprendido que no servía de nada engañarse.
Ni intentar evitar la realidad.
Él miró a su alrededor y luego la miró a los ojos.
–Es evidente que la situación se le escapa de las manos –comentó.
–Eso es ridículo –se defendió ella ignorando los papeles y tomando varios petos de los niños–. No estoy desbordada. Sólo necesito algo de tiempo para acostumbrarme.
Él se levantó y dejó a Cody al lado de Jolie, en el parque.
–Y mientras se acostumbra, los niños sufren.
Rachel sintió que la ira que estaba conteniendo desde que había abierto la puerta empezaba a bullir en su interior. Se puso las manos en la cadera y lo miró indignada.
–¿Cómo se atreve? No han sufrido. Llevo algo de retraso en las labores de la casa. ¿Y qué? Me ha pillado en un mal día. Suelo recoger cuando están durmiendo, pero anoche tenía que escribir. Tenía que hacer una entrega.
Él señaló la habitación desordenada, los ojos azules le brillaban de impaciencia.
–Esto está aquí acumulado desde hace más de un día. Pónganos las cosas fáciles a los dos. Renuncie a la custodia y no tendrá que acostumbrarse, no tendrá que ir detrás de ellos recogiendo lo que tiren.
–¡Basta! –Rachel no podía más.
Entró en su habitación y tomó la bolsa de los pañales. Fue al cambiador y metió algunos más, dos pijamas, un paquete de toallitas y la leche en polvo para el biberón.
–¿Cree que puede hacerlo mejor que yo? –dijo pasando al lado de Sullivan, de camino a la cocina.
–Creo que es mejor que se tranquilice –dijo él con tanta calma que Rachel se puso todavía más nerviosa.
Ella abrió la puerta de la nevera y bufó al notar que la uña del dedo pulgar se le enganchaba con el tirador y se le rompía. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las contuvo. No quería mostrar ningún signo de debilidad delante de aquel hombre frío que la observaba y que juzgaba todos sus movimientos.
–Estoy tranquila –dijo arrancándose la uña rota y metiéndose el dedo en la boca mientras sujetaba la puerta de la nevera con la cadera, sacaba dos biberones y los metía en la bolsa de los pañales.
Fue hacia donde estaba él y le dejó la bolsa en los brazos.
–Estoy estupendamente.
Fue hasta el parque, tomó a Jolie en brazos. Agarró dos mantas que había en el borde y la tapó con una de ellas. Luego le tiró la otra a Sullivan, que la miraba con recelo.
–Traiga a Cody.
–¿Qué está pasando aquí, Rachel?
–Le estoy haciendo un favor –respondió ella buscando su abrigo y sacando de él las llaves del coche. Luego fue hacia la puerta.
–¿Va a firmar los papeles?
Ella rió.
–Todavía mejor. No voy a firmarlos.
Él la siguió hasta el Toyota, y la hizo volverse, con Jolie en brazos.
–¿Adónde cree que va?
–Yo no voy a ninguna parte. Es usted el que se marcha –le quitó la bolsa con las cosas de los bebés, abrió la puerta y la echó dentro–. ¿Quería a los mellizos? Aquí los tiene. Para las próximas veinticuatro horas.
–¿Perdone? No estoy acostumbrado a recibir órdenes.
–Claro que sí, está en el ejército.
Eso no podía discutírselo.
La expresión de él no cambió, no iba a ceder tan fácilmente. Pero se irguió, como si se preparase para pelear. Y eso indicaba que Rachel había conseguido darle donde más le dolía.
Ella debería haberse sentido avergonzada por la satisfacción que sentía, pero aquel tipo la estaba amenazando a demasiados niveles.
–Parece que piensa que es fácil ocuparse de dos bebés –continuó Rachel abriendo la puerta de atrás, sentando a Jolie y atándola a su silla–. Muy bien. Va a tener una oportunidad.
Sullivan había dejado la puerta abierta. A Cody no le gustaba quedarse solo en la casa, y lo hizo saber gritando. Rachel miró a Sullivan con desdén.
–Tal vez quiera empezar por ir a buscar a Cody –sugirió.
–No hasta que no entienda qué está pasando aquí.
Ella cerró la puerta del coche y mantuvo las distancias, permaneciendo alejada de su atracción. ¿Cómo era posible que aquel extraño tuviese ese efecto en ella?
–Lo primero que tiene que saber es que no tiene que marcharse cuando un bebé llora.
Él se pasó una mano por el pelo oscuro.
–Tiene razón.
Volvió a la casa y regresó unos segundos después con la chaqueta debajo de un brazo y Cody enrollado en una manta.
De acuerdo, Sullivan estaba empezando a actuar con sentido común.
Rachel intentó tomar a Cody, pero Sullivan lo tenía sujeto con fuerza. Ella levantó una ceja y esperó.
–Antes tenemos que hablar –dijo él.
–No, ya hablaremos después. Después de que haya intentado dar de comer y cambiar a dos bebés. Después de que haya pasado la noche sin dormir intentando dormirlos a ellos. Después de que no haya podido lavarse los dientes y le hayan manchado su mejor camisa. Entonces, hablaremos.
Él apretó los dientes y sacudió la cabeza.
–¿Cómo sabe que no me los voy a llevar a San Diego?
Ella lo miró con los ojos entrecerrados y agarró a Cody con fuerza.
–Porque sé que es un hombre de honor. Íntegro. He hablado con su oficial al mando –dio la vuelta al todoterreno e instaló a Cody en su silla. Le dio un beso en la cabeza y lo tapó con la manta.
Luego se agachó, recogió un par de juguetes del suelo y se los dio a los bebés. Ambos se los llevaron inmediatamente a la boca. Eran muy confiados. La vida de un bebé de diez meses no era nada complicada.
–Lo hago por vosotros, chicos –les dijo–. No tengáis piedad.
Luego volvió al otro lado del coche.
–Además, no he firmado los papeles –luego extendió el brazo con la palma de la mano hacia arriba–. Las llaves.
–Pensé que me iba a llevar yo a los niños –dijo con los hombros todavía en tensión.
–Quiero las llaves de su jeep. Se lleva mi coche. Yo necesitaré el suyo.
Él frunció el ceño todavía más, era evidente que no le gustaba la situación.
–Mire, no voy a renunciar a los bebés sin luchar por ellos, pero estoy cansada, sucia y hambrienta. No estoy preparada para discutir el tema. Y usted tampoco lo estará hasta que no haya pasado algo de tiempo con los mellizos. Así que intercambiemos las llaves y nos vemos mañana.
Él dudó un instante.
Finalmente, le dio las llaves de su coche y tomó las de ella.
–Espero que se dé cuenta de lo que está haciendo –dijo Sullivan subiendo al todoterreno y abrochándose el cinturón–. El honor y la integridad no me convierten en un caballero –cerró la puerta y puso el vehículo en marcha; luego bajó la ventanilla–. Soy un soldado. Los soldados nunca abandonamos a nuestros hombres.
Rachel observó cómo desaparecía el coche por el camino y rezó por que no hubiese cometido el mayor error de toda su vida.