Amores que matan, ¿y qué? - Andreu Martín - E-Book

Amores que matan, ¿y qué? E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Un acaudalado empresario viola a su hija de trece años y compra su silencio con dinero. Cuando, años después, la chica desaparece, el empresario contrata al detective Luis Escalé, un hombre amargado y desengañado con el mundo y con la vida, para que dé con su paradero. Pronto le saldrán al paso una serie de venganzas, crímenes, torturas y afrentas que solo podrán saldarse con sangre.Una nueva muestra de que Andreu Martín es el maestro absoluto de la novela criminal, de la violencia más depravada y de la crítica social que golpea a los lectores en plena cara. -

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Seitenzahl: 258

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Andreu Martín

Amores que matan, ¿y qué?

 

Saga

Amores que matan, ¿y qué?

 

Copyright © 1984, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962086

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1 Lo que papá le dijo a su hija

–Ya eres toda una mujer. Ya tienes trece años, ya te ha venido la regla, ya casi tienes cuerpo de mujer. Y, por tanto, tienes que parecer una mujer. Tienes que vestirte, tienes que maquillarte y tienes que comportarte como una mujer. Hoy quiero que te pongas medias por primera vez en tu vida. Y zapatos de tacón. He contratado a una peluquera, a una manicura y a una maquilladora para que estés más hermosa que nunca. Esta noche cenaremos los dos solos, tú y yo, como si fueras mi novia y te hubiera invitado al mejor de los restaurantes. Nos traerán la cena del mejor restaurante de Barcelona. Y beberás vino y champán, de los más caros, de las mejores cosechas. Y al final te haré un regalo que nunca podrás olvidar. ¿Qué te parece? ¿Te gusta el plan?

–Sí, papá.

–No, por favor. No me llames papá. Eso hace que me sienta viejo... Y tú parecerías una niña que ya no eres. Llámame Juan. ¿De acuerdo?

–Sí, Juan.

–Ven. Dame un beso.

–¿Qué te pasa, pap...? Juan. ¿Qué te pasa? ¿Estás triste?

–No. No es eso. Es que te quiero mucho. Mucho más que a una hija, ¿sabes? Mucho más que a mamá, pobre mamá. Te quiero como... como a una mujer que eres. Vamos a jugar a que eres mi novia, ¿de acuerdo? ¿Te parezco lo bastante atractivo como para ser tu novio? No estoy mal, ¿verdad? Me conservo bastante bien para mi edad. Y siempre me han gustado las altas. Y, después de todo, a cualquier hombre que te quiera para él, puede decirle que yo te vi primero, ¿no?

Cena agradable, rociada con mucho vino, mucho champán, y ahora un anissette, que hace elegante, salpicada de comentarios que la ponían nerviosa.

–¿No has tenido novio todavía? ¿No te gusta ningún chico de tu clase? Estoy seguro de que, haciendo el amor, serás tan apasionada como yo. ¿Sabes el chiste de aquellos novios, en su luna de miel, que…?

Risas y felicidad. Un suave mareo, una especie de delicioso agotamiento, el placer de mover la cabeza y sentir que la larga melena le acariciaba la espalda desnuda, ese suspiro irreprimible, ese sopor que no es exactamente sopor, esa impaciencia, la sensación de que aumenta la sensibilidad a flor de piel, el disfrute del roce de labio con labio, de las yemas de los dedos sobre el mantel, el dulzor de la saliva en la boca, el cosquilleo en las palmas de las manos...

Y, de pronto, la alarma de que papá te toque el hombro.

–Ven.

La intuición de algo no tan agradable.

–Ven. Aún no te he dado mi regalo.

Un beso que no es de padre, la invasión de una lengua, el atrevimiento de una mano en el pecho, una mirada demasiado penetrante y cargada de intenciones terroríficas, una repugnancia multiplicada por la hipersensibilidad del alcohol.

–Ven.

–¿Dónde?

–Ven. Arriba. Ya verás.

–No.

Eso no está bien. ¿Qué es lo que no está bien? Ella no lo sabe. No se atreve a decir nada. Se levanta y el mareo la echa en brazos de un padre que no es su padre, que no la besa como padre, que le mordisquea el hombro, que la llena de babas, que despierta en ella sensaciones que no le gustan, o que le gustaría sentir con alguien que no sea su padre. Juan se ha transfigurado, parece que se haya convertido en otra persona, tira de ella con brusquedad desconocida.

–¡Ven, joder!

–Pero, papá, ¿qué te pasa?

–¡Qué no me llames papá, coño! ¡Ven, ven, verás…! Si sólo quiero besarte, sólo quiero darte amor, quiero darte mucho amor porque te quiero mucho, te quiero más que a una hija, te quiero más que a tu madre, te quiero desde que naciste...

–¡No!

Entonces, estalla la grosería, la blasfemia, una febril violencia, un ataque, como si le quisiera hacer daño. Como si la quisiera matar.

–¡NO, PAPÁ, POR FAVOR, NO!

El forcejeo, la pelea, el pánico, el bulto contra su sexo palpitante, el tropezón, la caída sobre el sofá, la mano en la pierna, la mano en el pecho, la garra que desgarra el vestido, «¡me está desnudando, no, no, por favor, papá, no!», es imposible defenderse ni arañar, porque ella no quiere hacer daño a papá, no quiere hacer daño a papá, pero éste no es papá, éste es Juan, es otro, es un monstruo, por favor, un monstruo que le está quitando las bragas, que le ensucia la cara con su saliva, que ronca junto a su oído, que le hace daño, «¡por favor, papá, me haces daño! ¡Gritaré!», y una mano que le tapa la boca, que casi la asfixia, y ese tacto entre las piernas, tacto de carne caliente, ardiente, dolorosamente ardiente y que pugna por entrar.

–¡POR FAVOR, PAPÁ, NO!

Juan no es su padre. Juan es un diablo de voz ronca y temblorosa que trata de bromear mientras la tortura.

–¡Venga, nena, relájate y disfruta! ¡Qué una vez al año no hace daño!

2 Donde se escondió el Chino

Eulogio Solans (sombrero flexible, gafas oscuras para enmascarar sus diminutos ojos rasgados, camisa blanca, chaleco y pantalones negros) subió rápidamente la estrecha escalera, tan estrecha que sus hombros rozaban contra las paredes y la camisa se ensució un poco más. Cuando llamó con los nudillos a la primera puerta que encontró, mantenía la boca cerrada, los dientes apretados, y respiraba profundamente por la nariz sin prestar atención al hedor que se desprendía de los oscuros rincones.

–¿Quién es? –preguntó una voz de triple.

–Soy el Chino. Abre, Narda.

Una duda. Eulogio Solans imaginó los ojos de pasmo, la boquita formando una O escandalizada, los dedos sarmentosos revoloteando nerviosos junto a las mejillas chupadas.

–Ahora no puedo, Chino, en serio...

–¡Qué abras, con͂o! –gritó él.

La Narda abrió. Envuelta en un batín blanco, de toalla, recibió al otro con todo el patetismo de la locaza recién levantada de la cama. Aquella madrugada había llegado demasiado cansada como para quitarse el maquillaje antes de acostarse, o quizá su último cliente era de esos impacientes y apasionados, y ahora el rímel corrido ensuciaba el entorno de sus ojos, y el carmín era un borrón seco sobre sus labios, como una mancha de sangre. Sólo conservaba una larga pestaña postiza y el colorete se mezclaba en sus mejillas con el gris oscuro de una barba cerrada que una vez más se empecinaba en recordarle su condición varonil. Sin peluca, con el cabello muy corto perfilándole el cráneo y las tetas de silicona abultando la pechera del batín, era la viva representación de la lucha entre el hombre y la mujer metidos en una misma persona, era un doctor Jeckyll sorprendido en su conflicto cotidiano contra su Míster Hyde.

–Chino, por favor no. –Ya no trataba de disimular su ronquera de tabaco rubio–. Chino, por favor, no, hay alguien. Hay alguien y te están buscando.

Eulogio Solans refrenó su ímpetu, la necesidad de entrar y cerrar la puerta tras él.

–Tengo que quedarme. Tienes que esconderme, Narda –suplicó mirando al suelo porque él nunca supo suplicar. Sugirió–: La galería.

Narda miró angustiada hacia la puerta del fondo del pasillo, donde éste torcía en ángulo recto. Cerró los puños, los movió convulsivamente, a la altura de los hombros, como cuando animaba a su favorito en las carreras de galgos, con idéntica crispación. Se hizo a un lado y Eulogio Solans penetró en la casa y recorrió el pasillo hacia la izquierda.

En el instante en que Narda cerraba la puerta y él aún no había tenido tiempo de salir a la galería, un hombre gordo y peludo, de rostro brutal, asomó fuera del dormitorio y vio la maraña de movimientos furtivos. Dio un paso atrás y se encerró de nuevo, tan azorado como los otros dos, porque iba en pelotas.

La galería era un reducto de dos metros por dos, con un lavadero antiguo dentro del cual se apilaban un cubo, una fregona y otros artículos de limpieza. Un pequeño armario botiquín donde se apretujaban frascos de Yacutín («el perfume de la marica moderna»), recuerdo de aquella epidemia de sarna de hace unos años. Una ventana que daba a un estrecho patio interior, húmedo y sin luz, decorado con la filigrana de las cañerías de desagüe de todos los retretes del edificio.

Sin dejar de respirar agitadamente, conmovido por el vaivén de sus pulmones, el Chino sacó la cartera que acababa de birlar en el metro y comprobó su contenido. Tres mil doscientas pesetas. Una miseria. Y tarjetas de crédito. Inútiles. Y un documento de identidad que, como un símbolo, descargó sobre él un diluvio de recuerdos y aprensiones.

Aquella otra cartera, en el Jet-Set.Había caído al suelo y la había recogido Alicia. El DNI a nombre de Zabalza. Nunca olvidaría aquel nombre. José Luiz Zabalza.

–Así que te llamas Zabalza, ¿eh? ¿Siempre das nombres falsos a tus ligues?

Así había empezado todo.

Los recuerdos, repentinamente, pesaban toneladas. Tanto como la pistola que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón. La pistola pequeña, más pequeña que su mano, con las cachas de goma negra donde relinchaba un caballo y se leía Colt. En el cargador faltaba una bala.

El Chino se sintió transportado a la trastienda de La Ilusión, a los gritos, a la rabia que lo cegaba, al tira y afloja, a la frase que le rondaba por la cabeza desde el día anterior, «La mato», primero sin ningún significado, «La mato», luego con determinación, «La mato». Y el disparo, y el cielo cayendo sobre su cabeza, el golpe terrible. Y luego el pánico. El pánico de María y el suyo propio aunque tratara de demostrar que conservaba la calma.

–¡Hay que hacer desaparecer el fiambre, ¿me oyes, María?! ¡Despierta, idiota, nunca nos encontrarán!

Era lunes, 30 de mayo. Dios, dios, dios, no tardaron ni cuatro días en encontrarlos. La sangre de María aún estaba fresca, en la trastienda de La Ilusión, todavía pringaba, cuando él entró muy confiado, llamándola, «¡Eh, María, ¿dónde te has metido?!» La puta madre que los parió. La sangre en la guillotina. Hijos de puta, la habían guillotinado.

De pronto, el Chino soltó el llanto, una catarata de lágrimas incontenibles que lo desbordaron, que lo envolvieron, que lo ahogaron, que fijaron el recuerdo y acrecentaron el dolor.

La Narda lo sorprendió llorando y tratando de contener los gemidos, con la pistola entre la cara y las manos.

–Chino, Chino, te buscan, han estado haciendo preguntas, ofrecen mucho dinero. Chino, no llores pero aquí no estarás seguro. Aquí entra y sale mucha gente, todos los confites del mundo te están buscando, Chino, por favor...

Y él, desmoronado:

–Por favor, por favor, Narda, por favor...

No lloraba de miedo. Lloraba de dolor, de recuerdos, de imaginarse a María guillotinada. De verla con el tanga de lentejuelas, y las plumas, y las tetas al aire, tan espectacular, tan sonriente, en el teatro del Paralelo donde el Chino trabajaba de tramoyista. Y luego, en la cama, tan apasionada, sacudida por frenéticos orgasmos, uno tras otro, gritando «Me matas, Chino, me matas, me muero», abierta de piernas, con aquel coño que sabía abrir y cerrar, como la boquita de un pez, como si quisiera decir algo por allí. Lloraba al recordar los chistes, las bromas. «Un día, acabarás hablando por ahí», «De momento, ya canta». Oh, dios, dios, dios, y la cuchilla que cayó, la cuchilla que cualquier persona del público puede comprobar que está terriblemente afilada. La cuchilla, el golpe, «Me matas, Chino, me muero».

–Te buscan, Chino. Dos tíos, dos pasmas. Lo saben todo de ti. Ofrecen diez mil calas por lo bajo. Lo tienes todo en contra, Chino. Vete de la ciudad, vete al extranjero...

La Narda le había puesto la mano en la nuca, jugueteaba con sus cabellos grasientos. Y él se sorbía los mocos, más derrotado que nunca, mientras en la ducha el hombre gordo y peludo, de rostro brutal, pensaba que a lo mejor tenía diez talegos al alcance de la mano.

3 Lo que Juan Amorós le contó a Luis Escalé (I)

De la casa salió una criada de unos cuarenta años, aún de buen ver, uniformada en blanco y negro, con envarados andares de reina. Bajó con dignidad los tres escalones y llegó hasta la verja por la línea sinuosa de losas de pizarra que atravesaba el jardín. Preguntó a través de la verja.

–Soy Luis Escalé –dijo el visitante–. El señor Amorós me está esperando.

La criada abrió la verja con gesto condescendiente, volvió a cerrarla, y precedió al recién llegado en un largo safari a través del jardín, de un vestíbulo decorado con antigüedades, de un inmenso salón de muebles modernistas, de un pasillo y una escalera que subía al primer piso. Antes de llegar al despacho donde le esperaba su anfitrión, Luis Escalé ya supo cuál sería el tema de la charla. Se había fijado en el óleo que ocupaba un lugar preferente en el recibidor, y en la gran fotografía del salón. Representaban a una chica muy joven y hermosa cuyos ojos diabólicos no sabían sonreír. Y, mientras subía las escaleras, lo recibió una canción de Joan Manuel Serrat que daba la pista definitiva.

Qué va a ser de ti lejos de casa,

nena, qué va a ser de ti…

Juan Amorós Giral, de cincuenta y tres años, brillante pelo de erizo, ojos de dictador, boca de labios apretados aun cuando la tuviera abierta, vestía un traje gris perla con brillo, evidentemente hecho a medida para dar un poco de alma a su cuerpo macizo y compacto como una roca. La camisa de finas listas azules, abierto el cuello de puntas excesivamente largas, fracasaba en su intento de frivolizar la imagen y darle un aire juvenil y deportivo. Recibió a su visitante firmemente encajado entre los brazos de un confortable sillón de los que no se hunden más de lo necesario, de los que no permiten que el ocupante pierda su compostura, un sillón que también parecía hecho a medida para que, a pesar de su corta talla, la cabeza pudiera reposar en el punto previsto del respaldo, ni un centímetro más arriba ni un centímetro más abajo. Tenía cruzadas sus piernas cortas y regordetas en una postura que no debía de resultarle muy cómoda, quizá para demostrar que sus calcetines conjuntaban perfectamente con el color del traje, quizá para presumir del brillo de sus zapatos Gucci. Parecía un reyezuelo de la mafia neoyorquina. Un ídolo a la espera de que los fieles se postraran de rodillas ante él.

A su derecha, una estantería de caoba que cubría toda la pared exhibía un televisor, un vídeo, la mayor colección de discos y cassettes que el visitante había visto en su vida y un impresionante, demasiado ostentoso, equipo estereofónico a través de cuyos amplificadores la voz de Serrat seguía diciendo a Escalé cuál era la misión que le iban a encargar.

Esperaste en el sillón

y luego en el balcón

a la pequeña.

Y de punta a punta de la ciudad

preguntaste a los vecinos

y saliste a los caminos.

Quién sabe dónde andará.

La melancolía del cantante contrastaba en una contradicción irritante con la amorfa actitud de Amorós. Parecía querer convencer al recién llegado de que, si estaba escuchando aquella canción blandengue, era por pura casualidad. Y, sin embargo, Escalé estaba convencido de que el otro había corrido a poner el cassette en cuanto había oído el campanilleo de la verja. Quizá para fingir que estaba profundamente afectado.

No había un solo libro a la vista.

Juan Amorós no se puso de pie. No dio muestras de que el porte y la altura del recién llegado hubieran hecho la menor mella en él, ni de extrañeza ante la constatación de que un detective privado (al que quizá imaginaba desaliñado y en actitud de derrota) se pareciera tanto a cualquiera de los respetables empresarios que compartían con él de vez en cuando las respetables mesas del Círculo Ecuestre o del Orotava. Deslumbrante, abundantes y rizados pelo y barba blanca, solemne expresión de perdonavidas en unos ojos tristes, boca cuya elocuencia se veía acrecentada por profundas arrugas cultivadas con sonrisas durante más de cincuenta años, la fuerza de Luis Escalé radicaba sobre todo en su aspecto relajado e indiferente, idéntico al que hubiera mostrado en un supermercado donde fuera a comprar una lata de cualquier cosa.

Aun no conociéndolos, un espectador ocasional sabría de inmediato que se encontraba ante dos hombres muy duros, cada uno en su estilo, y hubiera notado de forma casi física, a flor de piel, el combate mental que acababa de entablarse.

Terminó la canción:

Y hoy te preguntas por qué

un día se fue

tu pequeña,

si le diste toda tu juventud,

un buen colegio de pago,

el mejor de los bocados

y tu amor...

Amor sobre las rodillas.

Caballito trotador.

El reyezuelo se movió con lentitud, como dolorido. Extendió su mano derecha y pulsó el botón para interrumpir la audición, saco el cassette y lo dejó sobre un velador, entre una fotografía de la chica de ojos diabólicos, una tabaquera, un encendedor y un cenicero de plata.

–Siéntese –ordenó.

Luis Escalé condescendió y consideró que era un golpe bajo el hecho de que el sillón que le correspondía fuera más mullido que el de su anfitrión. Eso aumentó la incomodidad que sentía desde que había entrado en aquella casa y casi se arrepintió de haber acudido a la cita. Se arrepintió de su pecado de curiosidad, del «vamos a ver qué quiere» estimulado por el halago previo («Acudo a usted porque es el mejor detective de la ciudad, venga a verme») que lo había arrancado de su sillón accediendo a ir al encuentro del cliente en lugar de darle cita en su despacho. Eso era algo que no hacía desde el principio de su carrera, cuando su agencia era sólo una habitación de diez metros cuadrados en un sórdido edificio de Ronda Universidad y un par de empleados sin licencia. «Venga a verme», imperativo inmediatamante consecutivo a una somera presentación, «soy Juan Amorós», como si todo el mundo tuviera la obligación de saber quién era Juan Amorós.

Cuando el detective tomó asiento, ya sabía quién era Juan Amorós. En la agencia tenían un archivo formidable alimentado constantemente por una chica que recortaba diarios y rellenaba fichas con todas las informaciones de todos los casos que se iban resolviendo. Sabía ya que Amorós había empezado siendo dueño de un taller de reparación de aparatos electrónicos, que luego habían sido dos talleres, que luego habían sido cinco, que luego había montado una fábrica y que, posteriormente, con la concesión de una importante multinacional alemana, se había convertido en Principal Accionista, Presidente y Director General de una de las empresas más importantes del ramo. «Es fácil la elección: Elexón.» «Tía Elixa lava con Elexa. Elija Elexa.» Y sabía que en el 74 se había separado de su mujer en circunstancias desagradables. Escalé sabía eso, y también sabía que Amorós solía contratar la protección de la Agencia Segurtrans, entre cuyos múltiples servicios se incluían los de Seguimiento e Información sobre personas.

El detective miró al otro con impertinencia, frunciendo los labios como si estuviera a punto de soltar una irrespetuosa carcajada. No dijo «En qué puedo servirle». Sólo esperó.

Incapaz de ocultar su despecho, Amorós carraspeó y se puso a hablar. Seguro de sí mismo, soberbio, sin un tic ni un ademán ni una inflexión de voz que delataran la menor emoción, partió del principio de que no hay familia perfecta y de que la mayor o menor duración de un matrimonio y de las relaciones paternofiliales dependía exclusivamente de la suerte. (Escalé pensó que se estaba justificando y eso le gustó). El había tenido mala suerte y con estas palabras resumía el disparate de la separación de su mujer, diez años atrás, un escándalo que llegó a conmover incluso a la inconmovible clase empresarial de Barcelona. (Hubo quien aseguró que Amorós había sobornado a más de uno y a más de dos para conseguir la separación, la tutela de la niñay el confinamientode Montserrat en una clínica privada.) Eso fue en 1974. Si en los casi diez años que siguieron él y Alicia tampoco habían llegado a congeniar, eso era asimismo atribuible a la mala suerte. Él había hecho todo lo posible por hacerse querer, dándole a la chica una buena educación en colegio de pago, dándole toda la libertad que quería, satisfaciendo todos sus caprichos. Casí repetía literalmente la letra de la canción de Serrat. Aun ahora, después de que a los dieciocho años ella había decidido vivir fuera de la casa paterna («Se escapó y no pudiste retenerla», pensó Escalé con satisfacción), aun ahora le pasaba dinero para que no le faltara de nada. Y las cosas no debían de haber ido tan mal cuando, hasta hacía doce días, ella había accedido a comer con él, cada miércoles, en el Club de Tenis.

–Quizá piense usted, por mi manera de hablar –dijo, relajando su hieratismo para encender un cigarrillo con un gesto que casi tenía algo de humano–, quizá piense que yo no quiero a mi hija... –Escalé echó una ojeada a la fotografía enmarcada en plata que había sobre el velador, y la otra que destacaba en la estantería, entre los cassettes, y recordó el retrato al óleo del recibidor, y la foto del pasillo e imaginó más en el dormitorio, y en la mesa del despacho y en álbumes encuadernados en piel, todas representando a la misma muchacha de ojos diabólicos. Siguió Amorós–: Bien, pues le diré que sí, que la quiero más que a nada en el mundo. Si hicieran falta pruebas, le contaría todas las peripecias que tuve que hacer para que me la confiaran a mí y no a la histérica de su madre. Otra prueba sería que ahora mismo acudo a usted porque me preocupo por ella. Pero sinceramente me trae muy sin cuidado lo que usted piense. Encuéntrela, averigüe lo que yo quiero que averigüe, yo le pago y se acabó.

–O sea –dijo Escalé, irreverente, como exigiendo al otro que fuera al grano y se dejara de rodeos, disimulada su falta de respeto por una sonrisa sumisa–. O sea, que su hija ha desaparecido. Pero ella no vivía aquí, y usted sólo la veía una vez a la semana. ¿Cuándo la echó a faltar, señor Amorós? –La ironía daba a entender que era inconcebible que Amorós echara a faltar jamás a nadie.

Después de una pausa durante la cual estuvo a punto de echar a patadas a aquel sujeto, Amorós apagó su cigarrillo en el cenicero de plata.

–Es cierto –reconoció con un bufido–. Se puede decir que sólo hace dos días que no la veo. Dos miércoles. Los dos miércoles últimos, exactamente el día 1 y el día 8, en que faltó a nuestra cita en el Club de Tenis. Pero no quiero que se engañe tomando decisiones precipitadas, señor Escalé. –Lo miró con suficiente intensidad como para frenar en seco la embestida de un toro furioso–. Lo importante no es que mi hija haya desaparecido. Me da igual lo que haga. Su vida es suya y, cuando me necesite, ya sabe dónde encontrarme. No es eso lo que me preocupa. Hace más de un año que vivimos separados. Déjeme hablar.

La preocupación de Amorós por su hija había nacido, en realidad, el miércoles 1 de junio, precisamente el día en que Alicia había faltado a su cita semanal por primera vez, cuando Ricardo Blanco, el pintor, le telefoneó de noche, muy preocupado.

–¿Qué sabes de tu hija, Juan? –preguntó a bocajarro.

La pregunta no necesitaba justificación. Ricardo Blanco y Juan Amorós eran antiguos amigos y sus hijas siempre salían juntas. Se habían conocido en el Colegio de las Damas Negras y las frases «Voy a estudiar a casa de Eva», o «Esta noche dormiré en casa de Alicia» eran una constante en la historia de las dos familias. Cuando Ricardo Blanco se interesaba por Alicia era que estaba preocupado, en realidad, por su propia hija.

–No sé nada –respondió Amorós con cautela–. Precisamente hoy teníamos que encontrarnos en el Club de Tenis, como cada miércoles, y no ha venido.

–¿Cuándo fue la última vez que la viste?

–Pues... el... miércoles pasado.

–¿Te dijo si tenía planeado irse a los Estados Unidos, a los Ángeles?

–¿Cuándo? –inquirió Amorós, desconcertado.

–Un día de éstos. Hoy.

Amorós tardó un poco en contestar. Sí, Alicia había hablado alguna vez de que quería ir a conocer California, y él se había ofrecido en más de una ocasión para pagarle el viaje, pero nunca habían llegado a ningún acuerdo. Y el miércoles pasado, 25 de mayo, no le había hecho ningún comentario. Todo había ido como de costumbre. Habían comido en el Club de Tenis, al aire libre, en una terraza, disfrutando de un sol intenso suavizado por una brisa refrescante, y como de costumbre apenas habían intercambiado una docena de frases. «¿Cómo estás?», «Bien», «Te sienta muy bien este vestido», «¿Qué tomarás?» Ella había pedido espárragos a la parmesana y redondo de ternera. No se había tomado el menor interés por mantener una conversación y había respondido a su padre con la mayor economía de palabras posibles. Había evitado ostensiblemente mirarle a los ojos en todo momento excepto cuando él le entregó el talón de cincuenta mil pesetas. Entonces, los ojos castaños de Alicia, mirada diabólica, le recordaron a Amorós que aquel ritual era un acto de justicia y no una dádiva generosa. Todo había ido como siempre.

–Claro que no –respondió Amorós–. Qué disparate.

–¿Podemos vernos?

Se encontraron en un estudio que Ricardo Blanco tenía, en secreto, en la Avenida de Madrid. El Picadero desconocido por todos, incluso por su familia, donde el pintor llevaba a sus ligues. Amorós era la única persona que tenía alguna noticia del escondrijo y aquel día, cuando Ricardo le dio la dirección por teléfono, lo visitó por primera vez.

La inquietud de Amorós aumentó al ver que su amigo estaba más avejentado que nunca. Ricardo Blanco era dos años mayor que él, pero pertenecía a la clase de personas que no aceptan la vejez, ni siquiera la madurez, y siempre había cuidado su cuerpo pugnando por aparentar una energía y un vigor que cada vez eran más escasos. Aquel día, había dejado de hacerse algo, algo que quizá tuviera relación con el tinte del pelo o con el maquillaje o con la forma de vestir, o quizá simplemente con el hecho de que algo hubiera flaqueado en su interior, pero el caso es que sus ojeras, su turbia mirada mortecina y la curvatura de su espalda resultaban ominosas. Estaba borracho.

–Bueno, ¿qué ocurre?

Ricardo Blanco sirvió un par de whiskies antes de empezar a contar su historia.

4 Lo que Ricardo Blanco contó a Juan Amorós

Ricardo Blanco solía definirse como «pintor hedonista, fanático del sexo, violador frustrado». Le encantaba hablar de mujeres, valorarlas a distancia, asediarlas con desvergüenza, halagarlas o escandalizarlas, y luego presumir de haber hecho con ellas esto o aquello, adornando el relato con todo lujo de detalles. Como un adolescente inmaduro, aún a su edad le gustaba hablar del tamaño de su verga, o de la cantidad de orgasmos que le había proporcionado a su pareja la noche anterior, o señalar a una mujer hermosa y contar cómo la había seducido y cuántas veces se la había tirado. Se sentía orgulloso cuando hablaba de su matrimonio «abierto» y afirmaba rotundamente que la felicidad era directamente proporcional a la cantidad de amantes que tuvieran marido y mujer. Y, ante su sonrisa cegadora y su apabullante seguridad, cualquiera tenía que acabar dándole la razón.

Pero lo cierto es que, en los últimos tiempos, Ricardo Blanco no estaba tan satisfecho como aparentaba. Las mujeres que se le ponían a tiro estaban envejeciendo al mismo tiempo que él. De las fiestas que Luisa organizaba en casa y de las reuniones de intelectuales que frecuentaba se esfumaron los rostros juveniles, las sonrisas fascinadas y fascinantes, los ojos ingenuos y la espontaneidad descarada, para dejar paso a otros cuerpos, maduros y «bien conservados», de pechos cansados, surcados de estrías, traqueteados por años de firme resistencia, y a conversaciones demasiado semejantes a las que mantenía con Luisa como para provocar ningún tipo de interés. Y a Ricardo Blanco se le fue despertando la añoranza de los otros cuerpos, aquéllos recién estrenados, inexpertos, de pechos sólidos porque aún no habían tenido tiempo de ser amasados por demasiadas manos. Y comprobó con dolor que la secretaria del marchante, o la pintora naïf que lo visitó para pedirle consejo, o las modelos a las que llevaba al Picadero (y no sólo por amor al arte) ya no podían tomarle en serio. Se reían y le permitían algún atrevimiento como si le dieran limosna, pero se batían en retirada a la menor proposición concreta. La frase hecha «Podría ser tu hija» le dio pie a él para hacer un chiste que usaba siempre («Bueno, sí, podrías ser mi hija tú, y dos más, o tres, o cinco, pero, ¿todas?») y a la vez le obligó a tomar conciencia de que ya era viejo, un viejo verde ridículo y ansioso que, como no se anduviera con cuidado, acabaría ganándose la compasión de todos.

Claro que siempre quedaba la alternativa de ir de putas, pero la sola idea de verse obligado a ello le parecía denigrante. «Nunca he tenido que pagar para que nadie se interese por mí», dijo el día que Amorós se lo sugirió, «y nunca pagaré.»

Empezó a frecuentar solo algunos locales nocturnos, quizá con la idea de encontrar a la chiquilla ingenua que se enamorara de él a primera vista y diera el primer paso, y descubrió, deprimido, que tenía que fruncir los ojos y concentrarse enormemente para distinguir, lejos, muy lejos, como simples puntitos, a las mujeres que le apetecían. En una de estas desesperantes escapadas, en el Jet-Set, se tropezó milagrosamente con lo que buscaba.