Antes de llegar - Oscar Peyrou - E-Book

Antes de llegar E-Book

Oscar Peyrou

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Beschreibung

En los textos de Oscar Peyrou «el acaecer fluye, parece venir del capítulo anterior, como si dijéramos del otro cuarto, y por último no se detiene formalmente en un párrafo que señala la conclusión y que deja cerrado el episodio. En estas páginas la tranche de vie procede con rápida cadencia, envuelta en una luz clara» (Adolfo Bioy Casares, del prólogo de El camino de la aventura de Oscar Peyrou).   «Antes de llegar reúne una muestra antológica de los relatos de Oscar Peyrou, un gran escritor que en la vida real finge ser periodista y crítico cinematográfico. El lector encontrará en esta memorable recopilación que se puede leer como una novela casi autobiográfica y que incluye nuevos relatos originales, a un autor que es, en realidad, un lúcido transgresor» (Jesús García Cívico, Registros).   «Los numerosos y sutiles registros que Oscar Peyrou maneja van de la más letal melancolía que reinventa el pasado ante el desconcierto de la propia memoria, hasta el humor que abarca el espíritu de fineza pas caliano, la construcción dislocada y subrealista o el acertado disparate consistente en equívocos casi aritméticos y mecánicos a la manera de los Hermanos Marx» (Rodolfo Rabanal, Revista de Letras).   «Los años pasan erráticos por este río de tiempo y variados lugares, que comienza a fines de los años 1950 y sigue hasta el presente. Introspectivo, misterioso, contemplativo, por momentos oscuro, el sendero es imprevisible y siempre fascinante» (Margherita Tortora, Departamento de Español, Universidad de Yale).

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Oscar Peyrou

Antes de llegar

Una novela de relatos

Peyrou, Oscar

Antes de llegar / Oscar Peyrou. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-40-8

1. Literatura. 2. Narrativa. 3. Cuentos. I. Título

CDD A863

© 2023, Oscar Peyrou

Primera edición, noviembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Edición y diagramación Héctor M. Monacci

Diseño de tapaLara Melamet

Corrección Karina Garofalo y Malvina Chacón

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Para Luz

Cuando le llegó la hora,

muchos lo acompañaron hasta la orilla,

y al entrar en el río, dijo:

Muerte, ¿dónde está tu aguijón?

Y al avanzar en lo más hondo:

Tumba, ¿dónde está tu victoria?

Así lo vadeó, y en la otra orilla

resonaron por él todas las trompetas

JOHN BUNYAN, The Pilgrim’s Progress, 1678

PRÓLOGO

Busqué a Oscar Peyrou en 2020, al comienzo de la pandemia de covid. Yo necesitaba una voz autorizada para acompañarme en la revisión de las páginas de las obras completas de su tío, Manuel Peyrou, que reeditamos como una colección en Libros del Zorzal. Sin dejar de estar uno en Valencia y otro en Buenos Aires, con Oscar nos encontramos y trabajamos varios meses en ese homenaje al gran Manuel. En el proceso, nos hicimos amigos.

Oscar me regaló, tiempo después, un ejemplar de este libro (en una edición anterior, española) que prologo ahora. Tuve enseguida, y por supuesto callé, esa incómoda sensación horaciana, casi de peligro, de quien va a leer páginas escritas por una persona que ya es un amigo. ¿Cómo hablarle honestamente de su libro? Retrasé pues el comienzo de la lectura. Vencí algún día el miedo y abrí el tomo al azar. Di con dos páginas brillantes. Supuse que había tenido buena suerte. Retrocedí y leí. Avancé y leí. Volví a leer el primer relato. Ya nunca dejé el libro.

Al amigo pude decirle con toda convicción que uno de los mejores libros de cuentos de la literatura argentina se encontraba allí, fuera de la literatura argentina, casi escondido en una editorial valenciana. Me sumé así a los admiradores de la obra de Oscar, un grupo selecto que incluía ya a personajes con el peso literario de Adolfo Bioy Casares o Rodolfo Rabanal, y críticos de primer orden como, entre otros, Margherita Tortora, profesora de español de la Universidad de Yale.

El libro es una red de relatos que el lector puede leer, si descubre ciertas claves y lo desea, como una novela, o bien disfrutar de modo fragmentado. Oscar Peyrou relata tragedias vividas en persona, o pinta acuarelas ligeras de recuerdos remotos, u observa el escenario a veces increíble en que los avatares de su vida y sus viajes lo colocan. No pierde nunca una capa de distanciamiento, hecha de inteligencia y de humor, que protege al narrador y al lector del exceso de sufrimiento, o, en otros casos, corona los momentos placenteros con la ironía que los relativiza y perfecciona.

Entrenados como estábamos por el ejercicio de colaboración en los libros de su tío, para Oscar y para mí resultó natural trabajar en esta nueva edición, argentina por fin, de estas páginas. Usando como punto de partida la edición española (llamada En la otra orilla) Oscar agregó relatos nuevos, revisamos el texto de todos y reordenamos varios.

Lector, te esperan delicias a continuación: humor, ironía, horror, nostalgia y asombro.

Héctor M. Monacci

Los Ángeles, septiembre de 2023

DETRÁS DE LA LLUVIA

Mi primer recuerdo es de cuando tenía unos tres años, o un poco menos. Estaba subido en un sillón y miraba por la ventana unas flores que temblaban bajo la lluvia en el patio. También miraba las gotas que caían en el cristal y se deslizaban hacia abajo con cierta indecisión. Me interesaba cómo salpicaban en el borde de la ventana y la forma que adquirían al hacerlo. Las flores eran hortensias de esos colores variados que van del azul al blanco sucio, pasando por el violáceo.

Y mientras yo miraba las flores y la lluvia, detrás de mí oía unas conversaciones en voz baja entre mis padres y otras personas, pero no comprendía lo que decían.

Creo que me interesaba más lo que pasaba detrás que lo que estaba viendo. En ningún momento dejé de mirar por la ventana.

(c. 2013)

MÁSCARAS DE POLVO

En la calle, el sol iluminaba las caras con un matiz amarillo. La claridad era cegadora y ocultaba los rasgos de los que vagaban de un lado a otro, atontados por el calor o por sus propias limitaciones.

La luz escondía también los pensamientos, las sensaciones y los deseos. Afuera, la vida se limitaba al repetido movimiento semicircular de brazos y piernas, al intercambio de miradas y a algunos sonidos aislados.

El centro de la galería estaba oscuro. Al entrar, lo primero que sentí fue una agradable sensación de frío y de silencio. Me quedé quieto un momento, con la mirada perdida, extrañado y vacío, como alguien que ha dormido poco. Después, desde ese lugar sombrío, miré las paredes blancas, casi incandescentes. Lo importante estaba dentro de los bordes; a veces, lo fundamental son los límites.

Sobre las paredes luminosas colgaban las fotografías de los muertos. De lejos, parecían flotar. Eran ovaladas, difusas. Alguien con una cámara había paseado lentamente por el cementerio de San Michele, en Venecia, y tomado fotografías de las fotografías que adornaban las tumbas. Luego, las había colocado a miles de kilómetros de distancia, sin ningún orden establecido, sin ningún motivo que justificara su proximidad sobre las superficies blancas.

En la penumbra de la sala pensé que las fotos originales no solo habían sido tomadas cuando esas personas aún vivían, sino, incluso, tal vez cuando estaban en su mejor momento. Ninguna imagen mostraba a un anciano. Sus vidas y sus muertes quedaron reducidas para siempre a la expresión de un instante. Además, cuando las vieron recién reveladas, los muertos no sabían que esas fotografías iban a ser colocadas sobre sus tumbas ni que muchos años después vendría alguien a sacar fotografías de esas imágenes ya vetustas para exponerlas en una galería de arte de una ciudad lejana.

El lugar estaba desierto. La exposición podía ser el resultado de un esfuerzo gratuito, azaroso, oscuro, sin prestigio ni objeto. Se me ocurrió la posibilidad de que algún retrato fuera del fotógrafo o de que entre las hileras de muertos figuraran algunos amigos vivos del artista.

Cuando comencé a recorrer la sala descubrí que, aparentemente, las fotos correspondían a personas desaparecidas entre fines del siglo XIX y 1920 y mostraban los estragos del tiempo. Los bordes de ciertos rostros se confundían con la piedra que los rodeaba, otros presentaban vetas y manchas, como si también fuesen de mármol o como si la corrupción del cuerpo hubiera terminado por afectar también a su representación. Me dio la impresión de estar mirando una antigua película muda. Parecía rara esa atmósfera decadente en un lugar tan moderno e inmaculado. El piso era negro y había tubos de acero cromado por todas partes. Lo más incongruente era, sin embargo, el aire acondicionado.

Mientras observaba las imágenes, pensé que caminaba entre las tumbas mirando otras fotografías, que eran las mismas. Podía ser una húmeda tarde de noviembre, gris, y no había viento. Eran caras románticas, quietas, ovaladas como los marcos. Cuando en una lápida aparecían los miembros de una pareja, se colocaban paralelas o ligeramente inclinadas, formando un ángulo. Al presumible deterioro de la vida en común producido por la costumbre, se añadía ahora el del tiempo y el olvido. Setenta u ochenta años después de muertos, la casualidad y una especie de traición había traído esos rostros de un húmedo cementerio veneciano.

La profanación era doble: ni las fotos habían sido tomadas para adornar lápidas ni las fotos de las lápidas deberían tener por objeto ser expuestas como obras de arte. Había algo incómodo y erróneo en ese ambiente. Las caras tenían reflejos nacarados; en algunas preponderaba un color verdoso y en otras, rojizo o amarillento o una mezcla misteriosa de varios tonos.

Afuera avanzaba la tarde. Probablemente continuara el calor. Empezaba el verano y eso todavía me emociona un poco. Es una estación muy vinculada a ilusiones y fracasos. Un lento crepúsculo en medio de los ruidos. El humo de la ciudad que desde aquí no podía ni ver ni oír. Los colores brillantes estarían palideciendo como impresos en un cartón abandonado. La hoguera se apagaba una vez más.

Algunas caras parecían hundirse en la piedra, del mismo modo que continuamente se hunde Venecia. Algo perverso se movía bajo las luces. No conocía aún el cementerio de San Michele, pero lo imaginé cubierto a medias de musgo, con monumentos derrumbados sobre la tierra fangosa, olvidados, mientras cae una de esas lluvias muy finas que al principio no se notan y únicamente producen una especie de susurro en medio del silencio. La visión fue tan vívida que en varias ocasiones tuve que mirar mis zapatos para comprobar si estaban manchados.

De pronto, comprendí que desde hacía un rato tenía ganas de irme. La irrealidad de las calles era preferible a esta opresión viscosa. Las circunstancias más siniestras —como las más felices— no ocurren en un instante. Se van preparando con lentitud, como una gran tormenta o un gran fracaso.

Caminé a lo largo de los muros de la galería con mucho cuidado, siguiendo las fotografías. En el cementerio fueron colocadas para identificar unos rostros ocultos que se iban deshaciendo progresivamente, pero aquí eran caras sin nombre, semblantes que perdieron su nitidez original, suspendidos con pereza bajo un cristal.

Traté de no pensar en la infinidad de muertos a lo largo de los siglos, en los diversos y graduales procesos de descomposición, en los cementerios deshechos por el tiempo y las guerras, hundidos lentamente en el barro o cubiertos por otros cementerios. Inexplicablemente, la sensación amenazadora que sentía desapareció unos momentos. Después volvió, pero con menos fuerza.

Ya no quedarían vestigios ni del olor de las flores ni de la podredumbre en las tumbas. Tal vez, diseminados por algunos países, sobrevivieran unos pocos recuerdos fragmentarios de esos hombres y mujeres o de las fotos de las tumbas, porque todo se mezcla. Viejos que, de pronto, evocan el tiempo pasado, las visitas dominicales a San Michele, la silueta de los árboles, la expresión de unos ojos, un ángel con un ala rota, las imperfecciones y el vago color de las piedras, el recuerdo del recuerdo de una voz.

En la calle sería casi de noche. Tenía que irme antes de que afuera todo se extinguiera. Sin decidirme aún a salir, volví al centro de la sala. Desde ese refugio, en la pálida oscuridad, las pequeñas fotos ovaladas eran huellas espectrales que dibujaban una figura irregular, amenazadora, frágil, inocente y sin ningún significado.

(c. 1990)

AVENIDA DE LAS CAMELIAS

Primero pasan lentamente las banderas y, después, el viento amarillo de los clarines, las espadas y los flecos dorados ondeando como un mar y, detrás —un fondo difuso—, los uniformes azules y rojos de los granaderos sobre las largas botas brillantes que se van ondulando entre la bruma, como si estuvieran impresos en una hoja de papel que se humedece.

Casi enseguida, la llamada triste de “Avenida de las Camelias” subiendo entre los tambores y los metales, que tienen un fulgor sordo en un lugar gris donde ahora nada turba la lenta caída de la sangre sobre el piso de cemento.

Mi padre admira a los militares y muchos de sus familiares y amigos son generales y coroneles. Tal vez —pienso— cree que son valientes y fuertes, y a él le gusta sentirse protegido.

A medida que surgen, algunos pensamientos desaparecen; a veces, solo existe el borde superior de los recuerdos, de las palabras o de algún resplandor. Otras, en cambio, son tan nítidos y cercanos que parece que bastaría un pequeño esfuerzo para transformarlos en realidad, para continuar esas escenas que ocurrieron hace tantos años.

Cada vez que mi padre demuestra que me quiere se me llenan los ojos de lágrimas. Empiezo a leer una carta que comienza: “Querido hijo”, y la niebla sube por mi garganta. “Es un chico muy impresionable”, dicen. Tengo una enfermedad congénita en los ojos que me produce muchas molestias y estoy cansado de las operaciones. Un día descubro que voy mucho al cine porque tengo miedo de quedarme ciego. Médicos, largas esperas, luces intensas, anestesia.

La sangre zumba sobre la sierra de acero que va cortando viva, entre las piernas y hacia la cabeza, a una mujer encadenada sobre dos tablas. La sangre cubre como un fino polvo líquido a los compañeros de la mujer, obligados a mirar y a escuchar. A unos metros, un teniente del Ejército toma notas y un capitán consulta su reloj.

De los días junto a la playa y el mar solo queda una fotografía medio amarillenta y algo arrugada en los bordes. Mi padre —sonriente— y yo estamos tomados de la mano. Pero casi no queda ningún recuerdo de palabras, gestos o caricias. Únicamente este trozo de papel viejo, brillante, con dos siluetas detrás de las cuales va creciendo un rumor. El mar azul, translúcido, rápido y pesado; el agua verde o gris alrededor de todo; los ojos abiertos en el silencioso refugio. El cielo visto desde abajo del agua parece un tranquilo espejo que se mueve lentamente.

La náusea sube como un licor pegajoso entre mi odio y la admiración de mi padre por los militares. Ahora hay una muralla sólida e indestructible entre los dos, pero bastará un gesto o una palabra (un recuerdo) para que la barrera se disuelva y vuelvan la indiferencia, el afecto o la sumisión.

Desde la oscuridad y el abandono, espío las fiestas en mi casa. Luces de colores, la voz de mi padre como un águila, risas, el brillo de los trajes, la suave seda negra sobre la piel de mi madre; despreocupados perfumes en el centro de espejos paralelos, reproduciéndose infinitamente a lo largo de las noches.

Me gusta reemplazar el futuro por el pasado. Así, el pasado no da la impresión de estar acechándome. La rutina y la desesperación están adelante, a unos centímetros, y tienen el atractivo de parecer desconocidos.

Hace poco miré con asco una exposición de armas porque entre ellas apareció la muerte como algo concreto. Las armas maravillosas de mi infancia. El color gris oscuro de la espada de mi bisabuelo, las anécdotas audaces, los laureles grabados en el acero, las muescas en la culata de un Remington de caballería de mi abuelo.

Solo hay dos posibilidades —creo, a veces, que piensa mi padre en Buenos Aires—: la excitante del que tira y la sórdida del que recibe la bala. Desde lejos, todo eso parece falso y mediocre y hasta un poco ingenuo. Pero en esos días en que los recuerdos, el hastío y la angustia son más claros, vuelve la duda. La exaltación del triunfo o el horror de la derrota.

—“Avenida de las Camelias” es un lindo nombre para una marcha militar, ¿no? Un nombre romántico.

A mi padre le gustan las cosas desconcertantes y raras, las paradojas; situaciones muy intensas en un contexto aburrido.

Recuerdo los libros de aventuras, las muertes de los personajes, la posibilidad de comenzar a leer nuevamente el libro que acabo de terminar para que todos vuelvan a estar vivos, aunque uno sepa que después van a morir.

Todo se deteriora y las formas se vacían de contenido. Primero, se resquebrajan imperceptiblemente de adentro hacia afuera, hasta que, inesperadamente, la máscara se deshace y todo se modifica y se pierde; una mueca escéptica, un gesto vago de tristeza que repite un gesto de alegría.

Estoy acostado, mirando el techo de la habitación, mientras escucho mis pensamientos aterciopelados, casi inmóvil. No sé si mi padre me quiere. No se lo puedo preguntar. Nunca podré. Después, huelo la llegada del verano entre las hojas de un árbol, en un ambiente verde como el que hay debajo del mar, pero transparente.

—¿Por qué no dejan escuchar la música? —pregunta mi padre y coloca nuevamente el disco. Seis marchas militares de cada lado. Ahora sí que hay silencio.

Estoy con un estandarte en las manos, entre disparos aislados y el ocasional tableteo de las ametralladoras, una tarde luminosa de junio, ignorante de todo, indiferente, caminando entre las balas. Solo me falta la sonrisa triste para que la escena sea perfectamente literaria.

Muchas veces pienso con incredulidad en mis amigos muertos y en sus cuerpos torturados y hundidos a culatazos. Por las heridas no sale nada, ni sangre ni un sonido.

—¿Vamos al desfile? —me pregunto a mí mismo.

Empleo el plural para sentirme acompañado. Pero ahora mi padre está a mi lado y es inmortal y me quiere y todo lo que proviene de él es bueno y seguro. Lo miro, pero nunca puedo verlo claramente.

Se superponen los tiempos, las circunstancias y los deseos. A veces, es invencible y tranquilizador; a veces, indefenso y despreciable. Pero siempre me queda la presión de su mano cálida, seca y mágica, con los dedos amarillos, perfumados de tabaco.

Caminamos juntos entre la gente que lleva banderas e insignias, aplaude, canta o corre desesperada. A mí me gusta burlarme de las jerarquías y pienso en un general gordo colocado en una situación ridícula.

—General de la Nación —dice con orgullo mi padre, y los dos comenzamos a silbar “Avenida de las Camelias”.

El azul y el rojo de los uniformes centellea entre los clarines y el alarido solitario de la mujer dividida en dos delante de sus compañeros, entre los infinitos perfiles paralelos y los correajes y las bayonetas que oscilan rítmicamente. Los granaderos marcan el paso con fuerza y se van hundiendo en el asfalto mientras la música se debilita hasta que todo es una nube viscosa y gris que arde en los ojos.

La memoria de todos estos años, una ilusión, un humo de infinitos colores que surge de un pozo muy profundo y gira, poco a poco; algo triste que se va y vuelve de la mano de mi padre —hace mucho tiempo o ahora mismo—, cuando los dos miramos el desfile y escuchamos la banda, solos en el mundo.

(c. 1990)

LUCERNE FESTIVAL

A las seis de la tarde de un día de agosto yo estaba sentado en una pequeña sala del KKL de Lucerna. Ese día, el simposio se centraba en el futuro de la creatividad. En el escenario, detrás de los invitados, se proyectaba el asunto de la reunión en letras blancas sobre un fondo azul casi negro que simulaba un cielo nocturno: Die Zukunft der Schöpfung.

Ignoro casi por completo la lengua alemana. Si me guiara por el sonido de las palabras, la frase anterior podría describir con bastante exactitud la situación de alguien acatarrado chapoteando en el lodo.

Mi objetivo final —todo hay que decirlo— era la cena que, a partir de las siete, se serviría al terminar la reunión.

El programa era muy apretado porque a las 19:30 comenzaría un concierto de la Filarmónica de San Petersburgo en el mismo edificio y contaba con comer algo antes. No era muy optimista sobre la cantidad de alimentos que podría ingerir en tan poco tiempo. Además, había que considerar la ceremoniosa lentitud de los camareros suizos que, como todo el mundo sabe, son en su gran mayoría españoles. La única posibilidad de tener éxito era ser un personaje de esas primeras películas mudas en las que todo ocurre de un modo acelerado.

Me hallaba en el simposio pensando en estas cosas e imaginando posibilidades mientras los integrantes del panel discutían animadamente. Yo solo comprendía palabras aisladas como herren, ohne, negativ, politik o, inesperadamente, blumen. Comencé a interesarme por el sonido de lo que oía. Cada uno de los cuatro participantes y el moderador eran de un cantón diferente; la pronunciación era diversa; la longitud de las vocales, variable; la dicción de algunas consonantes, distinta.

Había dos calvos, uno con corbata y otro, sin. El calvo con corbata decía frases cortas que solían hacer reír a algunos de sus colegas y a gran parte del público. Me pareció que el otro calvo se sentía algo molesto, pero menos por el éxito social de su compañero que por no ser el único que mostraba la piel rosada y tersa de su cabeza. He notado que el afán por la originalidad, aunque sea ese tipo de melancólica originalidad, es universal. Ocurre lo mismo cuando dos mujeres con el mismo vestido coinciden en una reunión.

Otro de los integrantes de la mesa redonda era un flaco que daba la impresión de ser el más serio de los cuatro. Tal vez en esa consideración influyeran su bigote y los largos lapsos en los que permanecía en silencio. El silencio goza de un inmerecido prestigio. Cuando finalmente abría la boca, se exaltaba vagamente, por lo que imaginé que o era mejor actor que los otros o estaba más convencido que ellos de lo que decía. También había una mujer de pelo blanco. Tenía un aspecto tan maternal y bondadoso que daba miedo. Del cuarto, no podría decir casi nada. Creo que me recordó uno de esos dibujos a tinta con pocos detalles, un esbozo, un contorno sobre una hoja de papel blanco. Tenía una cara borrosa, como si le hubiese caído una gota de agua encima. El moderador era un tipo obsesivo que gobernaba la reunión con mano de hierro.

Como ya he mencionado, hablaban del futuro de la creatividad. ¿Pero qué podían saber de eso si apenas se sabe algo de los hechos del pasado, del que solo se conocen versiones generalmente interesadas y falsas? Era algo tan vago e incierto que daba igual reflexionar durante horas o permanecer callado.

En realidad, no podían estar hablando de nada serio. Conversaban sobre la nada. Pensé que estaban allí —además de por la cena, como yo—, por la invitación y el dinero que les pagarían.

Era difícil saber cómo era la relación entre ellos, si es que la había. Tal vez, algunos se conocieran desde antes. La mujer de pelo blanco era historiadora y funcionaria de la sección suiza de la WWF, la organización mundial en defensa de los animales; el calvo sin corbata, director del Museo Internacional de Relojería; el calvo ingenioso, filósofo y presidente de la Universidad Witten/Herdecke; del que no se podía recordar su cara solo me queda un nombre que parece falso: Bruno Porro.

En realidad, sus ocupaciones eran tan heterogéneas que no era probable que se conocieran desde antes. Intuí algo forzado en todos ellos, como si actuaran en una obra de teatro mediocre. Aunque había que tener en cuenta la situación: cuatro personas de distintas ocupaciones hablando de algo inexistente.

A las siete en punto, el moderador dio por terminado el simposio y todos salimos con rapidez hacia el sitio donde se serviría la cena. Mientras trepaba velozmente por las escaleras pensé que la asombrosa puntualidad era una prueba más de que el tema del simposio y el simposio mismo eran algo secundario. Un pretexto.

Automáticamente —la experiencia no me permite cometer errores—, me senté cerca de la salida de los camareros y comencé a controlar el reloj. A las siete y doce sirvieron la primera copa de vino; a las siete y dieciocho, el primer plato. A esa altura, ya me había comido los panes que me correspondían a mí y a mis dos vecinos —ausentes por el momento— y me había bebido tres copas.

El primer plato —el único que pude probar— consistía en un caldo de color caoba. Dentro sobrenadaban dos trozos de un pastel de espinacas de masa muy fina. Era mejor de lo que me imaginaba. Con pena en el alma me puse de pie y partí con paso enérgico —tenía muchas dudas— hacia el concierto.

Llegué jadeando. La sala era horrible, por lo que supuse que su acústica sería espectacular. Iluminado por sórdidos tubos de neón, imaginé los exquisitos platos que me estaba perdiendo, las copas llenas de vino, los postres multicolores y extraordinarios.

Los músicos fueron saliendo en un orden riguroso.

El ceremonial era complicado, como el de la corte de Borgoña. Todo parecía estar relacionado, sutil y alternativamente, con el prestigio de los instrumentos o con el de sus intérpretes.

El programa se inició con el Concierto para piano n.º1 de Tchaikovsky. Los primeros y poderosos compases me produjeron una gran sorpresa y me retrotrajeron a la infancia. Cuando era chico, un mediocre y vulgar programa de radio utilizaba esa melodía como telón de fondo. Era la primera vez en mi vida que el recuerdo era inferior al presente. La nostalgia acababa de ser derrotada.

Desde mi asiento, los miembros de la orquesta parecían muñequitos mecánicos. Se movían con una extraordinaria precisión, en especial los violines. Me fijé, al azar, en un gordo y en una flaca. Mientras el primero masturbaba enérgicamente a un violonchelo, la segunda movía la flauta de pico frente a la partitura como si fuera una encantadora de serpientes.

Estaba enfermo, acostado en la cama y escuchaba el radioteatro del mediodía. Miraba la vieja radio y la luz detrás de los números de las frecuencias. A veces, movía con lentitud el dial para sintonizar mejor la emisora. Solo cuando estaba enfermo podía escuchar la radio a esas horas. La vaga música del recuerdo luchaba infructuosamente con la maravillosa música del presente.

De pronto, me alegré de haberme perdido la cena. Pero casi enseguida volví a pensar en el segundo plato, en el otro vino y en los postres y, a pesar de que ignoraba en qué habían consistido, surgió la incertidumbre. De todas maneras, ya era tarde —me consolé—.

Inesperadamente, terminó el concierto. Se encendieron las luces y me deslumbraron un poco, como si yo también estuviese en el escenario. La gente aplaudía. Algunos aclamaban a los intérpretes. Estimulado por el espectáculo y por mi narcisismo, me puse de pie y me incliné profundamente para saludar y agradecer los aplausos.

En el ómnibus, de vuelta al hotel, veía, de un lado, una confusa franja de casas en movimiento, luces, árboles y calles, y del opuesto, el perfil fijo de una persona, que quizás fuera yo mismo, que se reflejaba oscuramente en el cristal de la ventana y que parecía viajar sobre la superficie de las cosas.

(c. 2000)

EN UNA TERRAZA DE TEHERÁN

Hace años, en una fiesta celebrada en la terraza de una casa en Teherán, conocí a Kiarostami.

Estábamos los dos solos, separados del resto, escuchando el rumor que llegaba de atrás —conversaciones, música, risas, cristales y platos— y mirando la ciudad que estaba debajo. Desde la terraza se veían manchas oscuras e hileras de luces.

Hablamos unos diez minutos, no recuerdo de qué. Después nos quedamos en silencio una media hora, cada uno con sus pensamientos. Podría haberle preguntado algo. Pero entonces no me pareció mal compartir cómodamente el silencio con una persona casi famosa, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, o como si no sintiéramos ninguna curiosidad ni nos interesara nada la vida del otro, mientras mirábamos la ciudad a nuestros pies, que desde ahí arriba era una confusión, un lento desorden apagado y sin límites, luminoso y sombrío.

(c. 2015)

UNA ESPINA EN LA GARGANTA DEL MINISTRO

En la década de 1920, un tío de mi padre fue nombrado ministro plenipotenciario de Argentina en Suecia, Noruega y Dinamarca. Yo no lo conocí, pero en mi casa estaba considerado una especie de imbécil muy guapo, pomposo, conservador y lleno de prejuicios. Y algo vulgar, debido —como suele decirse— a la monotonía de sus éxitos.

En cierta ocasión, el primer ministro de uno de esos países lo invitó a su casa de campo a pasar un fin de semana. El tío de mi padre encontró a la madre del primer ministro tomando el sol totalmente desnuda sobre el césped, lo que ya en esa época debía de ser una costumbre aceptada en ese país. Imagino su cara al ver a la anciana.

Otra vez, el rey de Suecia invitó al cuerpo diplomático a una cena de gala. El tío de mi padre tragó una gruesa espina de pescado que se le clavó en la garganta. En lugar de ponerse de pie y buscar ayuda, el pobre hombre permaneció inmóvil, muy erguido y digno en su silla, tratando de pasar desapercibido, hasta que se desmayó de dolor o por la pérdida de sangre o por la impresión.

(c. 2014)

LA PATADA DEL PROFETA

Estaba en San Juan de Acre, el antiguo puerto donde llegaban los cruzados para conquistar lo que llamaban Tierra Santa. Ahora, que está en manos de los israelíes, solo se llama Akko.

Hacía poco que había terminado una guerra en la frontera del Líbano y la ciudad estaba bajo toque de queda. Faltaban unas dos horas para que se iniciara y mi mujer y yo estábamos en el Museo de los Templarios. El ambiente era muy tenso entre la población local y los ocupantes israelíes. En el museo había muy poca gente.

Yo contemplaba una lanza o una armadura cuando noté que me tocaban el culo con cierta lentitud. Tras la sorpresa, me revolví con la velocidad de una mamba negra mientras rugía como un león herido. Sentí el eco viril de mis insultos que rebotaban en las viejas y gruesas paredes.

El autor de la profanación era un chico alto y muy flaco, de unos quince años, vestido con una chilaba verde y amarilla a rayas, que huyó riendo con un amigo.

Terminamos de ver la exposición y salimos. Ya faltaba poco para que se iniciara el toque de queda. La calle estaba desierta y silenciosa. Al girar por la primera esquina en dirección al hotel, veo a unos veinte metros la chilaba verde y amarilla que camina en la misma dirección que yo. Sin pensarlo, corro y le pego una patada con todas mis fuerzas. El de la chilaba, debido a la fuerza del impacto y a su escaso peso, se eleva unos centímetros del suelo al tiempo que gira la cabeza. Es un hombre muy anciano que viste igual que el chico. Al comprobar mi error y temiendo la lapidación de los vecinos, echo a correr en dirección contraria, mientras mi inocente víctima huye despavorido hacia adelante.

Toda la escena transcurre en silencio ante mi mujer, que se queda quieta y sola en medio de la calle.

El anciano no dijo ni una palabra, ni siquiera emitió un ligero gruñido al sentir el golpe, como si el castigo fuera justo y merecido por algún pecado que hubiese cometido en el pasado, o quisiera cometer en el futuro.

(c. 2001)

EL BOTÓN

Tengo que coser el botón en la manga de un saco. Intento enhebrar la aguja. Después de unos diez minutos infructuosos, pienso que el hilo es más grueso que el ojo de la aguja. Después, comprendo que la aguja o el hilo juegan conmigo. A veces, el hilo está por entrar y se dobla. A veces, entra unos milímetros pero un movimiento, por pequeño que sea, lo hace salir. Al fin, después de unos veinticinco minutos, logro enhebrar la aguja. A una distancia respetable hago un nudo y corto el hilo. En vez de hacer un nudo sencillo hago, con las consiguientes demoras y fracasos, un nudo complicado que aprendí cuando era chico y asistí a un curso de navegación a vela. Pongo el botón en posición y desde abajo atravieso la tela y uno de los cuatro agujeros. Una duda. ¿Lo coso en un orden, digamos, circular o en cruz? En cruz es más bonito y da más sensación de firmeza. Doy unas diez puntadas y noto que en la última he cometido un error. Meto la aguja por debajo del botón y descubro que, inexplicablemente, el hilo está por fuera desde el movimiento anterior. Así que ahora tengo un hilo al lado del botón y otro saliendo por un agujero. Trato de volver atrás pero lo único que logro es que se enrede. Doy varias vueltas con el hilo en la base del botón y lo corto. Separo las dos puntas con cierta dificultad porque no me puedo humedecer los dedos debido a que tengo la aguja entre los labios. Hago cuatro nudos consecutivos, esta vez sencillos. Espero que el botón no se caiga y que no me trague la aguja.

(c. 2013)

“CHAMPAGNE CHARLIE” EN ORCHARD STREET

Llueve sobre Nueva York. Los domingos, el agua que cae hace más ruido que el resto de los días de la semana. Sobre la desconsolada Orchard Street se habrá formado una frágil alfombra inmunda. En la habitación hay una radio encendida. Detrás de la ventana, flota mi cara.

La mancha pálida se balancea apenas tras el cristal. Nadie sabe lo que piensa mientras las gotas se deslizan con pereza sobre la superficie brillante y polvorienta. Adentro, la voz despreocupada de Leon Redbone podría estar cantando “Champagne Charlie”.

(c. 1993)

TRES AÑOS

Cuando tenía tres años, mi hija dijo: “Si me muero, voy a quedarme sin mamá”.

(c. 1994)

VIVIR EN LO PERDIDO

La voz de Borges, que también es su cara, se desdibuja como la arena impulsada por las lágrimas y retrocede desde el aeropuerto de Barajas hasta el piso enorme y sombrío de la calle Esmeralda, en Buenos Aires.

Yo soy un niño. Escucho y observo a un hombre de traje gris, de movimientos inseguros, que entra en la casa de mis tíos, se sienta y habla y, a veces, sonríe de un modo tan inesperado que parece obsceno. Se sienta en el extremo izquierdo del sofá del escritorio y si fuera de día, su rostro recibiría toda la luz de afuera. Pero la lámpara de bronce ilumina la habitación con un color dorado y en su antigua superficie curva y brillante se reflejan los contornos difusos de dos bibliotecas, de unos cuadros y del propio Borges, también sin límites, perdido en esa discreta penumbra, en ese paisaje que parece ser contemplado a través de una copa llena de coñac.

Un poco más lejos, veo a mis tías y a la madre de Borges que toman el té. Todas tienen un tono de voz parecido y el mismo aspecto etéreo y frágil y utilizan palabras que se usaban hace muchos años. Cuando bebo en ellas, las tazas azules me producen la impresión de un pequeño cielo cóncavo, cálido e íntimo. Detrás, aparecen las imágenes de una tetera y una bandeja de bronce y de cobre.

Borges discute con alguien sobre una palabra que en islandés antiguo significa fuego. Las dos posiciones discrepan solo en la manera de pronunciar una vocal.

Una lejana puerta se abre y se cierra.

Los pasos de mi tío Manuel se oyen con creciente intensidad mientras avanza por el largo pasillo que une las habitaciones con el escritorio. Los pasos de mi tío muerto retumban ya como el atronador latido de la sangre. Hace un comentario breve e irónico, saluda, se sienta y dice algo, pero yo no lo oigo.

Sobre un gran escritorio de roble, la lámpara ilumina un pisapapeles esférico de cristal. En su interior, unas flores brillantes, aterciopeladas y enfermizas, crecen sobre una superficie de minúsculas burbujas plateadas que, misteriosamente, parece blanda. El aspecto enfermizo de las flores tal vez derive de los violentos colores de sus pétalos. Azul y rojo oscuro, verde claro, rosa. Paso mucho tiempo mirándolas e imagino que dentro de la esfera existe otro país.

Al sentarse, mi tío cuida que sus pantalones no se arruguen. Cuando no sale se pone un pijama viejo, una bata muy deteriorada y unas zapatillas casi deshechas. Pero ahora se arregla la corbata de seda para que quede un pliegue en el centro y la acaricia entre los dedos con un gesto vago. Le gustan las paradojas y él mismo es un poco contradictorio. Adentro es un mendigo, y afuera un aristócrata. Camisas y zapatos ingleses, trajes impecables y controlados rasgos de audacia en los colores que elige.

La voz monótona de Borges describe su primer viaje a Suecia. “Apenas llegué —dice— fui a la playa para mojar las manos en el mar del Norte.” El mar del Norte surge entre brumas fantásticas, desconocidas, nostálgicas y envuelve el escritorio, y el viento helado y gris desgarra la penumbra.

Unos años después de la muerte de mi tío, Borges me cuenta una anécdota de Manuel. Una vez caminaba con un amigo detrás de una mujer que, de espaldas, era espectacular. “Apurémonos —dijo mi tío—. La única esperanza es que sea fea de cara.”

Manuel era mi maestro y consejero. Me cuenta anécdotas de personajes famosos que conoció —Errol Flynn y Graham Greene— e historias de su vida. Es un experto en mujeres y literatura, que es casi todo lo que me interesa en esa época. Lo rodea un misterioso pasado de amores, pero como todos los hombres solo recuerda con nostalgia los desgraciados. Una vez dice: “Me gusta la aventura cuando esta es tan cómoda como la ausencia de aventura. Me parezco a ese personaje de un cuento inglés que quería cometer un desliz siempre que el desliz fuera confortable, honesto, apropiado a la clase media de su país, y entonces decidió raptar a su mujer, con lo cual conciliaba la aventura con la respetabilidad”. Imito el gesto con que se pasa los dedos por el costado de la cabeza y el modo en que se burla de alguna gente.

Después, la violencia adquiere cierto prestigio en la Argentina y, lentamente, me alejo de él. Es muy conservador. No podemos hablar de política, primero, y de nada, después. Me mira y yo me voy yendo, como de tantas cosas, imperturbable, con una leve sonrisa, como él me enseñó.

Tal vez entonces la política fuera muy importante para mí o quizá fuese un pretexto. Una noche llegamos a discutir violentamente. A partir de entonces, lo desprecio con una exagerada intensidad.

Después se enferma. Sufre una gran melancolía que se agrava con problemas físicos. Pasan los años. Se recupera, languidece, mejora y recae. Un día de verano lo voy a visitar al sanatorio donde está internado. Encuentro su habitación vacía; parece que nadie hubiese estado allí nunca. Le pregunto a una enfermera. Me mira con un destello de curiosidad y lástima y me dice que el hombre que estaba allí acaba de morir. Yo digo “ah”, como si me enterara de que el tren que espero va a llegar con un poco de retraso, y me voy. Camino asombrado por las calles desiertas.

Lo velan en su casa de la calle Esmeralda. En un momento, Borges se acerca al cadáver y le acaricia la cara.

En el cementerio hace calor. Alrededor del ataúd hay mucha gente. Me mantengo un poco alejado, cerca de un ciprés, y pienso que sus amigos me miran y susurran “Ese es el sobrino que lo odiaba”. Oigo varios discursos fúnebres. Borges habla sentado, en voz tan baja que pocos lo oyen. Hace largas pausas. Parece que continuara conversando con Manuel sobre algo que la muerte no pudo interrumpir. Borges termina diciendo “Y ahora, aquí, tenemos ante nosotros su memoria, su fama, su leyenda”. Ayudo a llevar el ataúd hasta el panteón familiar donde también está el cuerpo de su madre y tal vez estarán los de sus hermanos. La construcción es de granito gris y tiene una pesada puerta de hierro. Adentro, las paredes son de mármol y hace frío. El olor de las flores se une a un leve matiz de corrupción. Una escalera desciende hasta la oscura cripta donde se adivinan otros féretros de madera ya deslustrada con empañadas manijas que fueron brillantes y placas de metal con unos nombres y unas fechas.

Afuera quedan muchas flores, algunas por el suelo, pisoteadas, entre cintas de seda violeta con letras doradas. Busco una gran corona de laureles que toda la noche estuvo en un atril junto a su cuerpo, pero no la encuentro.

Un tiempo después, Borges escribe un poema sobre Manuel: “Suyo fue el ejercicio generoso de la amistad genial. Era el hermano a quien podemos, en la hora adversa, confiarle todo o, sin decirle nada, dejarle adivinar lo que no quiere confesar el orgullo”. Y, más adelante: “La nostalgia fue un hábito de su alma. Le placía vivir en lo perdido”.

Voy a vivir a España y comienzo a recordar a mi tío con frecuencia. Lo imagino como antes de mis tristes guerras solitarias. Regreso por un mes a Buenos Aires y visito a Borges para hablar con mi tío muerto. Nuevamente en Madrid, los recuerdos de los dos se confunden. Las palabras “Le placía vivir en lo perdido” me acechan como la memoria de una canción que vuelve.

Borges llega a España para presentar su último libro. Lo voy a esperar a Barajas. Sus acompañantes lo bajan del avión en una silla de ruedas para que esté más cómodo. A su lado hay funcionarios de la Embajada Argentina y de la editorial. Yo lo veo desde lejos e imagino que está un poco cansado del viaje y de la amabilidad exagerada de los que lo reciben. Detrás de los controles de la aduana están los periodistas y los fotógrafos. Los de la televisión prueban sus luces y mueven las cámaras con impaciencia. Cuando por fin sale, lo iluminan tanto que pienso que se va a desprender de la realidad, como una lámina vieja y seca de un álbum. Lo rodean, le preguntan tonterías. Le toman fotos y fotos y lo filman.