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Juan Valera

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Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas: crítica literaria

Juan Valera

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas: crítica literaria

PRÓLOGO

AL EXCMO. SEÑOR D. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

APUNTES SOBRE EL NUEVO ARTE DE ESCRIBIR NOVELAS

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

Acerca de esta edición

Enlaces relacionados

PRÓLOGO

AL EXCMO. SEÑOR

D. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

Mi querido amigo y compañero: Años há que me dedicó usted un tomo de sus obras. Desde entonces deseo darle muestras de mi gratitud y pagar el obsequio, hasta donde esté á mi alcance, dedicándole algún escrito mío. Por desgracia, la esterilidad de mi ingenio y mi pereza, que siempre fueron grandes, han ido en aumento con la vejez. Nada he escrito en mucho tiempo. Ha sido menester para que yo escriba, como quien despierta de prolongado sueño, que nuestra entusiasta amiga Doña Emilia Pardo Bazán se declare naturalista y que yo lo sepa con sorpresa dolorosa. Ansia de refutar el naturalismo ha vuelto á poner la pluma en mi mano; y, atropelladamente, sin plan ni concierto, como quien va movido y guiado por la pasión, he escrito los diez articules siguientes, que aparecieron primero en la Re vista de España, y que ahora dedico á usted reunidos en tomo. Acéptelos, aunque valgan poco, por la buena voluntad con que se los ofrezco, y como prenda simbólica de nuestro inveterado cariño amistoso, y aun de cierta fraternidad y comunidad de sentimientos y de modos de ser, que me parece descubrir en el fondo de nuestras almas, á través de las mil cualidades distintas que las diversifican y separan, ya que no hay, ni conviene que haya, almas iguales, ni tampoco muy parecidas.

La fraternidad ó comunidad de que hablo, consiste, y entiéndase que yo no menciono sino buenas calidades, y dejo las malas para que otros nos las mencionen, en que, siendo usted y yo por extremo sinceros y hasta candorosos, estamos dotados, en buen sentido, de singular doblez de carácter. Ambos somos espiritualistas, idealistas hasta rayar en misticismo, y á la vez muy aficionados á lo real y sólido, procurando no atizar la discordia, ni sembrar la cizaña, ni mantener la guerra entre el alma y el cuerpo, sino conservarlos en paz y en la más suave, rica y fecunda harmonía. En Dios, en quien creemos á pies juntillas, ponemos ambos la misma plácida y omnímoda confianza. Él nos perdonará lo que nosotros no nos perdonemos. Nuestra severidad es grande contra nosotros mismos; pero esperamos en que la misericordia del cielo nos absolverá. Y, sin embargo, creemos tanto en la energía de la voluntad, prevaleciendo contra todo determinismo y contra todo fatalismo, que no hay desventura, chica ó grande, que nos ocurra, que no la atribuyamos á alguna tontería ó á alguna culpa nuestra. Y cuando no es así, la desventura, si lo es, lo cual puede disputarse, proviene de la misma naturaleza de las cosas, contra la cual es absurdo rebelarse y chillar. Naturalisimo es ponerse viejo, después de vivir más de medio siglo. Lo pasmoso es cómo esta máquina tan complicada de nuestro cuerpo, de la cual usamos y abusamos, dura tanto sin descomponerse. Naturalisimo es morirse, más larde: realizar nuestra esencia, como dicen los krausistas. Y naturalismo es tener poco dinero, porque casi todos los seres humanos tienen poco dinero, y bastantes hay que no tienen ninguno.

Por este orden y estilo vamos nosotros justificando á la Providencia, y hallamos que la obra de la Creación es tan perfecta, hermosa y buena hoy, como en el primer día.

La mayor parte de los males vulgares no merecen lágrimas, sino risa. Y para males sublimes, en la religión y en la poesía buscamos consuelo.

De aquí que nos guste reir con el Cándido, de Voltaire, prueba de que no tomamos por lo serio su doctrina pesimista, y, á renglón seguido, hundir el alma en su propio abismo, leyendo el comentario que pone San Juan de la Cruz á la Canción que canta el alma enamorada en su unión íntima con Dios. De aquí que nos deleitemos con los escepticismos apacibles del señor de Montaigne, y nos engolfemos luego con fervor devoto en la lectura de los nombres de Cristo ó de la Guía de pecadores, de ambos Luises.

Nada para nosotros ha concluido: todo es sincrónico. Vivimos en la edad de piedra y en la edad de la electricidad y del vapor; en la edad de la razón y en la edad de la fe. Tan contemporáneos nos creemos de la monera ó del protoplasma, como de la alambicada y múltiple combinación de substancias que producen, por ejemplo, un Edgardo Poe, un Enrique Heine ó un Gustavo Becquer.

Las ideas son inmortales. No es verdad que esto matará aquello. Las facultades humanas no crecen unas á expensas de otras. Todas se desenvuelven sin perjudicarse. Y este mundo en que habitamos es, por naturaleza, no menos hermoso en el día que cuando nuestros primeros padres despertaron á la vida en el Paraíso; y por arte, por habilidad nuestra, está ahora mil veces más hermoso, gracias á los jardines, palacios, teatros, ferrocarriles, barcos de vapor, elegantes salones y demás adornos que le hemos colgado.

La mujer, aseándose y puliéndose, ha ganado muchísimo. ¿Y quién es el bárbaro, ruin y tacaño que se atreve á censurar los dinerales que se gastan en modistas? En suma, todo está cada vez mejor. El espectáculo de las cosas mundanales y humanas va siendo más curioso y variado; hay más de qué enterarse, nos vamos enterando más de todo, y aunque sólo sea para seguir enterándonos, queremos vivir. Razón del vivir es la mera curiosidad. La teoría, pues, aun prescindiendo de la práctica, es alto y noble empleo de la vida. ¿Para qué ha de componer el Oran Poeta estos magníficos Poemas del Universo y de la Historia, si nosotros no los comprendemos y no los aplaudimos?

En el espíritu, que contempla, y que por participación tiene algo de divino, no hay pasado: todo está presente. Nosotros vivimos ahora y vivimos en todos los siglos, ya estudiando los grandes espíritus que en libros y manuscritos han dejado estampada su imagen, ya reproduciendo con la fantasía artística las cosas que fueron. Para nosotros no hay, pues, naturalismo ni idealismo exclusivos y estrechos. Queremos estar á nuestras anchas. Nos agrada lo real y lo ideal, lo natural y lo sobrenatural, y nos hechiza la ignorancia en que vivimos de los límites y términos, confusos siempre, entre lo físico y lo metafísico, lo normal y lo anormal, lo que es milagro y lo que no es milagro.

Nuestro escepticismo, en fuerza de ser escéptico, nada niega. Niega sólo la negación rotunda, y se inclina á creer toda afirmación, si es bonito lo afirmado. Más posibles nos parecen las hadas, las sílfides y las ondinas, que el sistema de Schopenhauer, y más verdad acertamos á entrever en la mágica blanca, en la crisopeya ó en la macrobiótica, que en la ciencia de las novelas naturalistas y en la virtud que ha de salir de tan afanosa y postiza ciencia para curar enfermedades sociales.

Con estos sentimientos é ideas he escrito los artículos que va usted á leer reunidos. Harto noto sus faltas innumerables; pero los publico porque todo se publica, y porque, si no publicase yo sino aquello en que no hallase faltas, nada de seguro publicaría.

Mi trabajo es muy corto ó muy extenso, según se considere. Para refutar las teorías estéticas de Zola, con un articulo bastaría. Para encomiar las buenas prendas de escritor que resplandecen en sus novelas, á pesar de las malas teorías, bastaba con otro artículo. De suerte, que de los diez, ocho estarían de sobra, si no me empeñase yo, casi sin querer, en hablar contra el determinismo, contra las negociaciones metafísicas y religiosas y contra el detestable influjo que ejerce todo esto en la amena literatura. El asunto, así entendido, es tan vasto, que mis diez artículos apenas le tocan.

Hay algo, además, que me apesadumbra cuando los leo. Me apesadumbra que se pueda creer que yo tiro á ebajar la literatura francesa.

Yo soy radicalmente español por todos cuatro costados. Aunque yo quisiera, no me arrancaría el españolismo á tres tirones. Lo menos he vivido fuera de España la tercera parte de mi vida, que no ha sido corta, y casi no sé hablar, pensar y sentir sino en español. Nada hay en mi de cosmopolita. Por este lado soy el hombre menos á propósito para diplomático que puede haber en el mundo.

Lo que sí tengo, me jacto de tener y creo haber tenido siempre, por cima de todo mi españolismo, es un espíritu de justicia que me hace reconocer las excelencias y los defectos sin atender á la nacionalidad de quien los tiene. Y tengo también bastante franqueza para decir mi opinión, aunque escandalice. Si yo creyera que España había sido hasta hoy, en ciencias y letras, el último de los pueblos de Europa, lo diría sin rodeos. Mí patriotismo se cifraría entonces en excitar á mis conciudadanos á esforzarse para lucir el talento y las facultades que aun no habían lucido, y para que tuviesen en lo futuro los poetas, los sabios, los filósofos, los autores dramáticos y los novelistas, que no habían tenido antes.

Por dicha, yo creo que de todo hemos tenido; que nuestro valer, como pueblo, tanto en la acción cuanto en el pensamiento, ha sido extraordinario, y que no debemos desmayar á causa de la presente postración, sino tratar de la renovación y auge de la importancia mental y material que en otro tiempo tuvimos en el mundo.

Para esto no pido divorcio de Francia; no reniego de Francia y de su influjo: lo que pido es juicio para que imitemos y sigamos á Francia en lo bueno y no en lo malo, y para que nosotros pensemos también algo por nosotros mismos, y no tomemos sin reflexión ni criterio los peores pensamientos, y los más de pacotilla, según vienen hechos de Francia, no de otra suerte que señorito pobre que presume de currutaco y se viste en las prenderías.

Fuerza es confesar que Francia, por mil razones, ha ejercido grande influjo intelectual por todas partes, y como ninguna otra nación del mundo, no ya desde el reinado de Luis XIV, sino desde los siglos medios.

Reconocido este privilegio francés, esta especie de primacía, disto yo mucho de querer rebelarme. Mi rebelión sería vana. No valdría sino para hacerme pasar por sandio, por ignorante ó por loco. Pero si no me rebelo contra la primacía, puedo y debo rebelarme contra los abusos tiránicos que por ella se cometan.

Mala ocasión es ahora para esta rebelión. Generalmente se escoge para rebelarse el momento en que la nación que predomina está postrada, y, á la verdad, nunca Francia ha sido más poderosa por el pensamiento que en nuestro siglo. Por cada libro que cada hombre civilizado lee en su lengua, lee seis ó siete en francés ó traducidos del francés. Los sabios de Francia son admirados. La lengua francesa, estudiada, y, mal ó bien, hablada en todos los países. Bouillet y Larousse son las fuentes del saber para cuantos quieren saber de priesa. Jamás tuvo Francia poetas tan ilustres como desde Andrés Chénier hasta hoy. Víctor Hugo, Lamartine, Béranguer, Musset, Coppée, Barbia, Leconte de Lisie, Bativille y Sully Preudhomme son universalmente y con razón celebrados. Los críticos y pensadores franceses nos sirven de guía. En literatura forman nuestro criterio Villeinain, Renán, Sainte Beuve. Julio Lemaitre, Taine, y no pocos otros. Y los novelistas franceses, con todos los defectos que tienen y que nos atrevemos á ponerles, son los más leidos, los más aplaudidos y los más traducidos en todas las lenguas.

Hay que observar, no obstante, que de este mismo gran florecimiento de Francia dimanan faltas que en España apenas concebimos y que podemos tomar candorosamente por excelencias.

En España, salvo el teatro, donde se gana algún dinero, apenas es posible el industrialismo en las demás producciones literarias. Entre nosotros casi nadie lee ni compra libros. Por consiguiente, casi nadie escribe para ganarse la vida. Los autores somos menos y escribimos menos. Apenas hay en España un autor de profesión. El hombre que viene á casa á hacer el empadronamiento se quedaría pasmado y me tendría por vago, sin oficio ni beneficio, si yo le dijese que era literato. En mi cédula de vecindad ya figuro como empleado, ya como cesante, ya como propietario, por más que sean las propiedades pocas. Pero ¿quién se atreve á declararse literato de profesión? Todos los que en España escribimos somos meros aficionados, y no podemos ser otra cosa. Tal vez el más popular autor de novelas, Pérez Galdós, cuente con un público de veinte mil lectores en todo el mundo español, desde Irún á Málaga y desde la Patagonia á Tejas, sin olvidar las islas Canarias, Baleares, Antillas. Filipinas, Marianas, Carolinas, Fernando Póo, Annobón y Coriseo y los presidios de África. Pero ¿quién más puede jactarse en España de popularidad semejante?

De esta escasez de público, y por lo tanto, del menor aliciente para ser escritor, prosista ó poeta, nacen condiciones que distinguen mucho nuestra literatura de la francesa.

Los que "estudian en España con la mira de sacar fruto del estudio, estudian leyes, medicina, ó cosa así. Casi nadie estudia literatura. El que estudia de esto es por inclinación irresistible, á despecho de sus padres, y sin concierto. Por lo común, empieza por la estética y acaba por la ortografía, si es que llega á estudiarla. El desdén con que el público trata en España al escritor, suele ser pagado con no menor desdén del escritor para el público. Para lo que va á ganar, no quiere el escritor tomarse el trabajo de devanarse los sesos. Hasta imagina, en ocasiones, que tiene cosas profundas que decir, y que debe callárselas, receloso de cansar y de que no le entiendan.

De aquí que no nos esmeremos cuanto debiéramos y escribamos peor de lo que pudiéramos escribir. De aquí que el escritor en potencia valga más en España que el escritor en acto. Para mi, es evidente que la potencia poética de Espronceda, su corazón y su mente, valían tanto ó más que los de Byron; y, con todo, mirando sólo las obras, hasta los españoles consideran á Espronceda como un reflejo de Byron, y, por consiguiente, como inferior.

Pongamos á otro poeta, cuya espontaneidad y carácter castizo no consienten que le asimilemos con nadie, si bien donde no cabe asimilación cabe comparación. Podemos pesar el mérito del poeta, con relación al mérito de otro poeta de otro país. Comparemos de esta suerte á Zorrilla y á Víctor Hugo. En todo aquello que la naturaleza da gratis, Zorrilla no queda por bajo; pero Víctor Hugo vence á Zorrilla por el estudio y por el esmero. Víctor Hugo ha estudiado y aprendido más: medita con más reflexión sus asuntos; se afana cuidadoso en darles forma, y hasta sus disparates y extravagancias se fundan en discurso que Zorrilla ni para sus aciertos emplea. Nadie tomará á Zorrilla por profeta ó por maestro de altas doctrinas, como tal vez, aun cuando sea desatinadamente, tomen algunos á Víctor Hugo; pero nunca, ni en lo más inspirado de Víctor Hugo, ni en lo más lozano, ni en lo más sublime, deja de notarse que todo está buscado y trabajado; siempre falta aquella frescura, aquella divina é inmaculada candidez, como ampo de nieve que cae sobre verde hierba y no se mancha con el lodo, que se nota en cuanto escribe Zorrilla, cuando no escribe por escribir, sino movido de inspiración. En los instantes en que Zorrilla atina, hay un no sé qué de instintivo que raya en sobrenatural, y que en Víctor Hugo jamás se ve. En Zorrilla, entonces, el lector ó el oyente se inclina á entender, al pie de la letra y no como hipérbole oriental, que hay un genio ó un demonio que mueve la lengua ó la pluma del poeta y le infunde maravillosas revelaciones. Entonces, damos todo su significado recto á esta octava de la Leyenda de Alhamar:

Y aunque en idioma terrenal y humano

Para la humana comprensión la escribo,

De espíritu más alto y soberano

La luminosa inspiración recibo:

Guía mi corazón, guía mi mano

Ser, á quien dentro de mi ser percibo,

Y el genio ardiente que en mi pecho habita

La palabra me da que os doy escrita.

Entonces creemos, porque el poeta nos contagia de su locura, que el poeta, sin arte y sin cálculo, se siente herido en el fondo del alma, ilustrado y movido por

El resplandor que, de la Esencia Suma

Derramado, los mundos ilumina.

Y, en general, se nos antoja que en lo natural y espontáneo tienen más de divino nuestros poetas que los franceses; mientras que en lo artificial y precioso, fruto de mejor educación literaria y de más refinada cultura, los poetas franceses nos vencen, y rara vez llegan á ser tan pueriles, vacíos y palabreros como nosotros.

En la sinceridad también llevamos ventaja á los franceses, porque el poeta español es menos poeta de oficio. Un Baudelaire, un Richepin y un Rollinat, son en España casi imposibles. Como chistes de pésimo gusto, como brutales facecias, en un momento de borrachera ó de libertinaje, se dirán en España no menores blasfemias. A Espronceda se le atribuyen unos versos donde asegura que su mayor deleite sería ver un cementerio muy relleno de muertos y un sepulturero machacando cráneos, y donde manifiesta deseo de pegar fuego á un bosque y de ver aullar y achicharrarse á un anciano en mitad del incendio. Otro poeta, de mis amigos, ha hecho todavía más: ha compuesto ciertas coplas, que él llama las coplas de Don Juan Espantoso, que son ya el non plus ultra, y superan á cuanto Richepin, Baudelaire y Rollinat dijeron ó imaginaron.

Lo que no se le ha ocurrido á nadie en España es la persistencia en broma de tan mal carácter, consagrando á ella la vida, como si fuera serio y sentido lodo. La blague triste, la pose pesada, de Baudelaire, no se da entre nosotros. ¿Iremos á tomar por lo serio esta blague y esta pose?

Conviene distinguir lo que es maña é ingeniatura de lo que es sincero y verídico. Al distinguirlo, no inferimos grande ofensa al valer moral del autor. El fanfarrón acaba por creer en su propia habladuría. El sargento Marco Bomba creyó en sus hazañas y Mahoma en sus milagros.

Todo lo expuesto me ha servido de norma para juzgar á Zola y procurar que los novelistas españoles no le sigan.

En lo que se refiere á pintar fielmente costumbres y pasiones y á imitar la naturaleza, Zola no añade nada á lo que dicen los preceptistas, desde Aristóteles hasta hoy. En cuanto al pesimismo y al determinismo, aunque me parezcan mal, todavía tendría yo cierta indulgencia, siendo el pesimismo y el determinismo sinceros. Más vale ser pesimista y fatalista convencido, que no fingir creencias que no se tienen. En lo que absolutamente no puedo ni quiero tolerar nada es en la teoría artístico-literaria, que se apoya en el más grosero materialismo, que destruye toda poesía y que hace del arte de escribir novelas un apéndice de la medicina experimental.

Contra esta teoría y contra sus perversos resultados no hay en el día, en la misma Francia, grande escritor que no clame, que no anuncie su desaparición, como la desaparición de una epidemia.

Pocos días há, el 31 de Marzo, al tomar posesión de su asiento en la Academia francesa el elegantísimo é inspirado poeta Leconte de Lisie, y al hacer el elogio de su glorioso antecesor Víctor Hugo, dice, aludiendo sin duda á la escuela naturalista: "Si el desdén de la imaginación y de lo ideal se instala imprudentemente en muchos espíritus obstruidos por teorías groseras y malsanas, la savia intelectual no está agotada aún. Bien lo prueban muchas obras contemporáneas, altas y briosas. El público letrado no tardará en desechar con desprecio lo que aplaude hoy con ciega locura. Las epidemias de esta clase pasan y el genio permanece."

Y aunque me lisonjee esta aprobación que, sin saberlo, da Leconte de Lisie á lo que yo he escrito contra el naturalismo, todavía me lisonjea más lo que contra el pesimismo y el ateísmo, aplicado á la literatura, dice Alejandro Dumas, contestando á Leconte de Lisie, reo, por cierto, de este pecado. Si no fuera porque hay razones y argumentos que se caen de su peso y se ocurren á cualquiera, sería yo capaz de llenarme de vanidad y de entender que Alejandro Dumas me copiaba cuando dice: "Hablando con franqueza, yo no creo en el verdadero deseo de morir de aquéllos que, después de expresarle en tan hermosos versos como los que acabo de citar, siguen con vida. La desesperación de ellos me parece entonces puramente literaria. De cuanto el hombre puede codiciar, fortuna, riquezas, salud, amor y muerte, la muerte es precisamente lo único que está en su poder procurarse en seguida sin el apoyo de los dioses y sin el auxilio de los hombres. Y la muerte es también lo único que no se procura casi nunca." Es después chistoso, por más que en medio de lisonjas, atenciones y delicadas cortesías tenga algo de vejamen y cantaleta para el nuevo académico francés, el arrepentimiento que supone Dumas en él de su odio á la vida y el dar por seguro que se le han pasado las ganas de morirse. »Lo prueba, añade, que le vemos á usted aquí, vivo, bien vivo, gracias á Dios, y hasta inmortal, como aquí lo somos todos, sin que yo pueda garantizar á usted más. Durante esta inmortalidad mutua ya nos esforzaremos en hacerle á usted amar la vida, á fin de que usted pueda seguir escribiendo mucho tiempo lindos versos en alabanza de la muerte, y ya verá usted que esta vida tiene momentos agradables, como el de ahora, por ejemplo, en el cual siento verdadero gozo, se lo aseguro á usted, en honrar públicamente, aunque contradiciéndole algo, á un hombre de gran entendimiento y de hermoso carácter."

A usted y á mi, que amamos la vida, nadie tiene necesidad de convencernos de que la vida es buena; mas esto no quita que el afecto mutuo haga que nos parezca mejor y nos dé ánimo y serenidad dulce para esperar la muerte el día en que llegue.

Y en cuanto á la poesía, incluyendo en la poesía la novela, diga Zola lo que diga, si no sirve para curar los males de la vida real, sirve y debe servir para que el alma se levante por cima de ellos en la contemplación de sobrenaturales bellezas que la inspiración alada arrebata del cielo y que la fantasía creadora reviste de forma sensible. Donde no hay algo de esto, ó bien la risa benigna y la burla piadosa que engendra la observada contraposición entre la deficiencia de los medios y la sublimidad de las aspiraciones, crea usted, como yo creo, que no valen todos los más minuciosos estudios del natural, todas las descripciones de campos, ciudades, máquinas, tiendas, minas, salchicherías, burdeles y hospitales, para que admiremos como bella obra de arte la negra pintura de la miseria, degradación é infortunio humanos.

Adiós, mi querido amigo. Consérvese bien de salud; sacuda la pereza, y escriba novelas otra vez, siguiendo mis preceptos, que puedo imponer sin insolente soberbia, pues son los de siempre, y por cima de todos el de no sujetarse á ninguno; seguir la inspiración; ser más libre que el aire, y no proponerse nada fuera del arte mismo.

Soy siempre de usted afectísimo amigo y compañero,

JUAN VALERA.

Bruselas 2 de Abril de 1887.

APUNTES

SOBRE EL

NUEVO ARTE DE ESCRIBIR NOVELAS

I

Pocos días ha vino á mis manos un libro, titulado El naturalismo, traducido en francés y originalmente escrito en lengua española por Doña Emilia Pardo Bazán, cuyo claro entendimiento y agudo ingenio reconozco y aplaudo. Leí dicho libro con la avidez y el deleite con que leo todo lo que me parece discreto y bien parlado; pero lejos de convenir en lo que dice la autora, lo hallé opuesto á lo que yo pienso, y sentí el más irresistible prurito de impugnarlo.

Como el libro de Doña Emilia há tiempo que se publicó en el original, me pareció fuera de sazón entablar polémica sobre él; pero me decidí á poner por escrito cuanto se me fuera ocurriendo sobre los puntos que el libro toca, seguro de que ha de salir lo que yo dijere contrario á lo que el libro dice.

La oportunidad de la polémica ha pasado; pero la ocasión de tratar del asunto no pasó ni puede pasar, porque es de interés permanente, y, en mi sentir, de grande interés para España.

Salvo el teatro, lo más popular, en el día, de todo cuanto se escribe, es la novela. Y como el teatro requiere circunstancias especiales y la novela no, la novela es lo más importante de la amena literatura.

Desde que griegos y romanos pasaron, sólo ha habido cinco ó seis naciones con lengua literaria y con una literatura bastante rica, distinta y enérgica, para difundirse por el mundo. Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, España con Portugal y Rusia ya, son las seis ó siete naciones por excelencia civilizadoras, que han llevado y seguirán llevando por todas las regiones y entre todas las tribus y castas su lengua, sus creencias, sus artes y su saber experimental ó especulativo. No declararé yo á quién tocó antes ni á quién toca hoy la primacía entre estas seis naciones; pero sí he de notar que España, aun considerándola muy decaída, dista de ser la última. Su lengua se habla aún por más de cuarenta millones de hombres que se han extendido por América, Africa, Asia y la Oceanía. Sin necesidad de intérprete, todo escritor español halla ó debe hallar su público desde Barcelona hasta Manila y desde Cádiz hasta Valparaíso. La lengua de que él se vale, lo mismo resuena en las alturas de Guadarrama que en la cumbre de los Andes, en las orillas del Guadalquivir que en las del Río de la Plata. Después de la lengua inglesa, no hay lengua que se oiga más en este planeta que habitamos. Y tal vez sean las lenguas francesa é inglesa las únicas que se adelanten y venzan á la española en ser aprendidas por principios y habladas por extranjeros.

Entre todas las clases de libros, los de novelas son los que más influyen en divulgar el pensar y el sentir de una nación, tanto por ser los más leídos, cuanto por la latitud y libertad que tiene el novelista para hablar de todo.

Si miramos con imparcialidad la literatura española, vemos que en el teatro, á pesar de la riqueza y constante florecimiento del español, y sin tener en cuenta á los antiguos dramáticos griegos, tal vez habrá quien sostenga que, por la singular grandeza de Shakespeare, valen tanto ó más los ingleses; y que, por la corrección y primor de sus clásicos del siglo de Luis XIV, por sus ingeniosos autores del pasado siglo, y por la fecundidad, arte, chiste y conocimiento de la escena de los del presente, los franceses compiten con nosotros, si no nos llevan ventaja. En la poesía épica, á no contar con Camoens, haciendo la unión ibérica literaria, debemos declararnos vencidos. No valen todos nuestros épicos lo que valen Dante, Ariosto, Tasso, Milton ó Klopstock. En poesía lírica se nos adelantan, á mi ver, ingleses, italianos y alemanes. En la poesía popular narrativa es en lo que será difícil que nadie nos supere. Nuestro Romancero no tiene igual. Pero en la leyenda, en el cuento en verso, más ó menos sublime, que viene á ser derivación del romance popular, ampliado, atildado y escrito por poetas cultos, Francia, Alemania é Inglaterra nos vencen en el día, á pesar del grandísimo valer del Duque de Rivas, de Zorrilla, de Espronceda, de Núñez de Arce, de Campoamor y de otros.

Tal es, en mi opinión, desechando todo excesivo amor patrio y hablando con franqueza, nuestra importancia relativa en letras amenas en todos los géneros, salvo en uno: en el que podemos llamar poesía en prosa; en la novela, hoy tan cultivada.

Ocurre con la novela algo de muy extraño. Si atendemos sólo al siglo presente, á pesar de la postración de España como poder político, y en ciencias, industria y comercio, bien se puede afirmar que en ningún linaje de poesía en verso hemos decaído. En la Urica, Quintana, Gallego, Lista, Espronceda y otros, no están por bajo de los más grandes poetas de las otras naciones; y en la dramática, Don Alvaro, El Trovador, Los Amantes de Teruel y no corta serie de otros dramas, llenos de ingenio, de pasión y de gracia, sostienen nuestro teatro á la altura del francés, que es hoy el más celebrado del mundo; pero en la poesía en prosa, en lo que llaman novela, hemos sido estériles, imitadores desmañados, y harto infelices hasta poco há. Mirando sólo á lo presente, hubiera podido decirse que el genio de nuestra nación no la llamaba á ser novelista.

La causa de tamaña torpeza y de esterilidad tan deplorable, no era natural y radical, sino hija de las circunstancias. Las novelas requieren mucho lector que las pague y excite la codicia de escribirlas. Tal vez sea menester escribir multitud de ellas, malas ó medianas, para que, por inspiración dichosa, salga una que sea buena. Y como en España había pocos lectores, la novela no se escribía. Nos bastaba con traducir del francés y del inglés para el consumo diario. Y acostumbrados ya á traducir, cuando escribíamos algo con pretensiones de original, solía ser un débil é infeliz remedo.