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Veröffentlichungsjahr: 1909
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Crítica literaria: (1861-1863)
Juan Valera
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Crítica literaria: (1861-1863)
EL MANFREDO, DE LORD BYRON
DE LA PROTECCIÓN DE LOS GOBIERNOS Á LA LITERATURA DRAMÁTICA CON MOTIVO DE UNA PROPOSICIÓN DE LEY
LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
SOBRE LA ESTAFETA DE URGANDA, Ó AVISO DE CIDE ASAM-OUZAD BENEGELI, SOBRE EL DESENCANTO DEL QUIJOTE
SOBRE LOS DISCURSOS LEÍDOS ANTE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA EN LA RECEPCIÓN PÚBLICA DE D. RAMÓN DE CAMPOAMOR
LOS MISERABLES, DE VÍCTOR HUGO
UNA EXCURSIÓN DE CUARENTA Y CINCO DÍAS POR ALEMANIA
CARTAS DIRIGIDAS AL SR. D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS
SOBRE EL DISCURSO ACERCA DEL DRAMA RELIGIOSO ESPAÑOL, ANTES Y DESPUÉS DE LÓPE DE VEGA
D. NICOMEDES PASTOR DÍAZ. NECROLOGÍA
LA MUERTE DE CESAR, DE D. VENTURA DE LA VEGA
NOTAS
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
POEMA DRAMÁTICO DE LORD BYRON, TRADUCIDO EN VERSO DIRECTAMENTE DEL INGLÉS AL CASTELLANO POR D. JOSÉ ALCALÁ GALIANO Y FERNÁNDEZ DE LAS PEÑAS.
La lengua y la literatura inglesas son mucho menos conocidas en España y en toda Europa que las de los franceses, nuestros vecinos. Entre España é Inglaterra hay cortísimo comercio de ideas. En aquella isla miran nuestro moderno desenvolvimiento intelectual con un profundo é injustísimo desdén, que en España les pagaríamos con usura si por medio de las traducciones y de los encomios que hacen de los libros ingleses los críticos y literatos franceses no se hubieran popularizado entre nosotros algunos autores de primer orden.
Walter Scott, Gibbon y el mismo lord Byron son tal vez los tres autores ingleses modernos que más se leen en España: pero se leen en francés, y más comúnmente traducidos al castellano de alguna traducción francesa; de suerte que la hermosura de la forma y la elegancia y el brío de la dicción, que en la poesía, sobre todo, importan muchísimo, no pueden ser apreciados.
Nuestra lengua, por otra parte, a pesar de su sonoridad, magnificencia y riqueza, es poco flexible, consta de palabras muy largas las más, y se presta difícilmente á traducciones fieles en verso. Nuestras traducciones de los poetas extranjeros suelen ser, ó prosaicas y sin el espíritu poético del originado, ó por paráfrasis é imitaciones amplificadas más bien que traducciones.
Pocos, muy pocos traductores de poetas extranjeros han tenido buen éxito en España, y bien se puede afirmar que el Aminta de Tasso, traducción de Jáuregui, es aún el más bello modelo de traducción que poseemos. Nuestros traductores de poetas griegos valen poquísimo, salvo Hermosilla, cuya Iliada, por más que digan sus detractores, que no la han leído, es obra muy estimable, superior á la inglesa de Pope y á todas las francesas, é inferior sólo á la alemana de Voss y á la italiana de Monti. De poetas latinos hemos tenido algunos regulares traductores. Horacio ha hallado en Burgos un digno intérprete, y las églogas de Virgilio, de Nemesiano y de Calpurnio, en D. Juan Gualberto González. Pero de los demás poetas latinos, ni aun de aquellos que por ser españoles nos pertenecen y nos honran, tenemos una tolerable traducción. Lucano, Silio Itálico, Séneca, Marcial y Prudencio no han hallado quien los traslade de un modo digno á nuestra lengua vernácula. La misma Eneida, tan admirada de nuestros clasicistas, no puede leerse en castellano, si bien tenemos la esperanza de que el Sr. Ventura de la Vega termine la bellísima traducción que de ella está haciendo.
Si de los poetas latinos y griegos hay tan poco bien traducido, no es de maravillar que de las modernas literaturas haya menos y peor traducido aún, salvo raras y honrosas excepciones, entre las cuales conviene enumerar La Campana de Schiller por el Sr. Hartzenbusch, el Macbeth de Shakespeare por Villalta, La Jerusalen del Tasso por Pezuela, y algunas canciones de Heine perfectamente traducidas por D. Eulogio Florentino Sánz.
En vista, pues, de las pocas traducciones buenas en verso que posee nuestra lengua, nos parece que es empresa digna de todo aplauso y muy útil la del que hace alguna de estas traducciones, sobre todo de lenguas tan enérgicas y concisas como la inglesa.
Las razones que dejamos apuntadas nos predisponen á mirar desde luego con benevolencia el trabajo que el Sr. D. José Alcalá Galiano acaba de dar á la estampa, la traducción, en nuestro entender bastante exacta, del Manfredo de Byron. Los cortos años del traductor se alegan aquí como mérito, mas no como disculpa, porque no la necesita. Todos los defectos que en esta traducción pueden hallarse, se hallan también en otras traducciones del inglés, en verso, hechas por autores de nota y muy celebradas. Las de Villalta, quien no solo tradujo el Macbeth, sino asimismo gran parte del Otelo, adolecen de cierta extrañeza exótica imprescindible si ha de conservarse la índole del original; las traducciones de El paraíso perdido de Milton por Escoiquiz y Jovellanos, son frías y prosaicas, la primera principalmente; el célebre ditirambo de Eryden, que puso en verso D. Eugenio de Tapia, es una larga paráfrasis; y hasta la bellísima traducción que hizo de El Cementerio de la aldea de Gray el Sr. Hevia, es también algo difusa. Todo lo cual demuestra á las claras que traducir poesía del inglés al castellano es harto difícil, y que es imposible á veces, cuando se pretende hacerlo con sujeción perfecta al original y por no menos conciso estilo. Esta dificultad y aun esta imposibilidad suben de punto, como observa muy bien el Sr. D. Antonio Alcalá Galiano (en un breve prólogo que autoriza el primer trabajo que de su nieto ha visto en un tomo la luz pública, y de que vamos á hablar), si el poeta inglés que se traduce no es de los latinizados como Dryden, Lope y aun el mismo Milton, sino de aquellos en quienes predomina más el carácter peculiar de la lengua inglesa, como Coleridge, Shelley ó Byron.
La elección del poema más extraño y más desesperado de este último poeta se explica fácilmente. El Manfredo es tal vez de todas las obras de Byron, la que más hiere la imaginación de la gente joven. La melancolía tenebrosa y los ideales y metafísicos padecimientos del héroe enamoran y seducen á quien empieza á vivir, cuyos arranques de entusiasmo y de ternura producen con facilidad reacciones contrarias, las cuales, hasta cierto punto, se igualan ó se semejan á los sentimientos de Manfredo. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que el Manfredo es un poema que apasiona á la gente joven, y quien escribe este artículo recuerda muy bien que, cuando se contaba en dicho número, empezó también á traducirle en verso, y gustaba más de él de lo que gusta en el día.
Byron, como Dante, como Shakespeare y como nuestros gloriosos dramáticos, en quienes á vueltas de calidades extraordinarias, cuyo conjunto se designa con el moderno vocablo de genio, hay y no puede negarse que hay singularidades, extravagancias y hasta gravísimos defectos, padece y tiene que padecer frecuentes perturbaciones en su fama, y eclipses, aunque siempre parciales. Los aficionados á cierto orden y á las reglas antiguas, aprueban ó disimulan con dificultad los extravíos de estos eminentes poetas, y suelen menospreciarlos, haciendo á veces que predomine su opinión entre el vulgo.
Por los años de 1818 eran aún tan poco estimados en España nuestros dramáticos del siglo XVII, que el Sr. Böhl de Faber, un alemán, hubo de defenderlos contra las acusaciones de nuestros críticos españoles. De Shakespeare es sabido lo poco favorablemente que Moratín opinaba. Del mismo Byron decía el sabio y respetable don Alberto Lista que no era más que un loco. Pero nosotros esperamos que los adelantos hechos por la crítica en nuestros días, y el fundamento sólido y filosófico en que ha venido á apoyarse, gracias á la Estética, que puede llamarse una ciencia nueva, no consentirán en lo futuro tal divergencia de opiniones. Las exageradas alabanzas de los entusiastas de Byron y las crueles censuras de sus detractores vendrán á coincidir en un justo medio, quedando siempre el ilustre lord como uno de los más grandes poetas de nuestro siglo: poeta que, á pesar de sus rarezas, no reconoce, á nuestro ver, superior entre sus coetáneos, salvo en Goethe, Schiller y Leopardi.
De todos los poemas de Byron, tal vez el más raro sea el Manfredo. El autor mismo lo dice en sus cartas á Murray, y no se sabe qué augurar del éxito de composición tan extraña. El Manfredo, sin embargo, no puede presumir de muy original.
Las bellas descripciones que en él hay, están tomadas directamente de la sublime naturaleza de los Alpes; pero la acción y el pensamiento tienen del Fausto de Marlow, del Fausto de Goethe y del Prometeo encadenado de Esquilo, hábil aunque extrañamente combinado todo. Sobre el pensamiento y la acción del drama está el carácter del protagonista, personaje que con más ó menos dosis de impiedad y de misantropía es siempre el mismo, casi el único personaje de Byron: es el Giaour; Lara, el Corsario, Childe-Harold y Sardanápalo es el hombre aburrido, desesperado y blasfemo en mayor ó menor grado. En el Manfredo llegan al grado último esta pasión y este carácter; así es que Goethe, hablando de él, le llama la quinta esencia del más prodigioso ingenio, nacido para atormentarse á sí propio. La filosofía del Manfredo es la del libro de Job, la del Eclesiastes y la del Kempis, menos la creencia religiosa. En cambio, hay tal viveza, tal insistencia en presentar en este drama ciertas supersticiones, que no parece sólo que el poeta apela á ellas para máquina ó adorno de su obra, sino casi que las tiene por verdad. Hasta los dos versos del Hamlet de Shakespeare, que sirven al poema de epígrafe, se diría que son traídos seriamente en corroboración de la certeza de aquellas supersticiones:
There are more thiugs in heaven and earth, Horatio,
Than are dreamt of in your philosophy.
En efecto, Manfredo es un señor que vive en un castillo de los Alpes, en medio de las nieves y de los ventisqueros, que aborrece y desprecia á todo ser viviente, y que para buscar una sociedad más aristocrática y digna de él se ha entregado á la magia, y conversa familiarmente con los poderes sobrenaturales, con los espíritus de la tierra, del aire y de la luz, con las ninfas de las aguas y con el mismo genio del mal, Arimanes, á cuyo palacio acude en persona para evocar á un muerto, acordándose de que Saúl hizo lo propio la víspera de la batalla de Gelboé, y de que Pausanias, rey de Esparta, evocó á la bella Cleonice, su querida y su víctima, para que le revelase su destino.
Manfredo, además de su desesperación vaga, tiene un motivo más concreto y determinado de dolor. Entre todos los individuos de su especie no ha encontrado más que uno que merezca su amor, y le ha amado y le ha dado muerte, no sangrienta, sino secando su corazón. Este amor de Manfredo, que se designa en el poema con el nombre de Astarte, y cuya sombra aparece dos veces, se ignora si es su hermana; pero en ciertos momentos, en medio de lo nebuloso y sombrío del poema, cree percibir el lector que es su hermana. Manfredo ha muerto á alguien, causando con este asesinato mucho dolor á Astarte; pero tampoco se acierta bien á distinguir si el muerto es el marido de Astarte, ó su padre, ó quién. Todo es profundamente misterioso y velado en el poema y en su principal personaje, lo cual aumenta, como en Lara, ó más aún que en Lara, las proporciones gigantescas y un tanto cuanto diabólicas del héroe, y la sospecha de si este héroe será el autor mismo. Goethe llegó á creer en esto último hasta el extremo de afirmar que Astarte era una dama florentina á quien Byron había amado y á cuyo marido había muerto. Pero todos estos hechos humanos, por extraordinarios que sean, importan poco en comparación de los hechos ideales que pasan en lo profundo de la conciencia de Manfredo, y que el poeta trata de revestir de una forma sensible. El Manfredo es el poema más sujetivo y más metafísico que se ha escrito jamás. Hay momentos en que todo el drama no parece sino una pesadilla, una fantasmagoría sublime que pasa en el fondo del alma.
Manfredo lucha, como Prometeo, contra los dioses y contra el destino; pero sin esperanza de redención. Manfredo rompe las cadenas, desprecia los conjuros, arrostra las maldiciones de los espíritus, y no siente ningún natural temor; el infierno que está fuera de él no le causa espanto; pero Manfredo lleva en su alma su propio infierno, y su alma no puede morir. No hay para Manfredo más infierno que su alma misma. Manfredo es el Prometeo sujetivo de la desesperación. Las cadenas de diamante, el buitre que le devora los hígados, el Poder, la Violencia y Vulcano, son creaciones de su espíritu espantoso y fecundo en darse tormento á sí mismo. Muere Manfredo, y él y su dolor se desvanecen, y pasan de la tierra y de la vida; pero persisten en lo futuro con eterna persistencia ultramundana. Singular y horrible teología, y no menos singular y horrible filosofía es la de Byron en este poema. Es la apoteosis del espíritu humano que niega todo ser superior; pero que él mismo se castiga y se atormenta en pago de sus malos pensamientos, constituyéndose en juez de ellos, inapelable é involuntario. El espíritu, después de la muerte del cuerpo,
..... ningún color conserva
de pasajeras y exteriores cosas;
pero se absorbe en el dolor y el goce,
ambos nacidos ya de la conciencia
que de sus propios méritos adquiere.
Tal es, en resumen, el monstruoso aunque por otra parte bellísimo poema que ha traducido el joven Alcalá Galiano con notable fidelidad. Los versos, aunque no son muy sonoros, conservan el carácter extraño y selvático de los del original; y de la lectura de toda la traducción se saca, á nuestro ver, una idea exactísima de lo que es y vale el poema en la lengua inglesa.
Recomendamos á nuestros lectores la adquisición de este trabajo del Sr. Alcalá Galiano, á quien se debe estimular para que siga traduciendo con igual ó mayor acierto las obras del más gran poeta inglés de la edad presente.
Madrid, 1861.
DE LA PROTECCIÓN DE LOS GOBIERNOS A LA LITERATURA DRAMÁTICA CON MOTIVO DE UNA PROPOSICIÓN DE LEY DEL SR. BARRANTES.
El celo por el bien y prosperidad de la literatura es digno de la mayor alabanza; nosotros se la tributamos al Sr. Barrantes; pero no podemos prescindir de hacer algunas observaciones sobre su proyecto, reservando el extendernos más para cuando el proyecto sea apoyado y discutido.
No somos rígidos observadores de las máximas de los economistas; no negamos que los Gobiernos puedan fomentar y dar aliciente á ciertas profesiones ó industrias, ofreciendo premios á los que más en ellas se adelanten y sobresalgan. Todo esto lo concedemos. Sólo no podemos conceder que la profesión del autor dramático sea la más merecedora y la más necesitada de protección, y la que un Gobierno puede proteger con menos exposición de equivocarse.
No es la más merecedora de protección, porque, aun suponiendo que el teatro deba ser una escuela de costumbre, y no un mero pasatiempo y honesto recreo, todavía las ciencias morales y políticas y las naturales y exactas han de tener mayor, ó por lo menos igual importancia que los dramas y las comedias. Por este lado es evidente que un buen tratado de Moral ó de Medicina, una buena disertación filosófica, un estudio matemático, una Memoria sobre algún punto de Historia natural ó un compendio de Agricultura, importan más á la república que la comedia ó el drama más asermonado de cuantos puedan escribirse, salvo en lo tocante á la diversión y esparcimiento del ánimo que los últimos pueden y suelen proporcionar. Pero un Gobierno no debe tener en cuenta la amenidad y diversión que proporcione una cosa para premiarla. Objetos hay que divierten á unos y fastidian á otros, y no es razón que vaya á pagar el Gobierno lo que á él le divierte, imaginando que ha de ser para todos los hombres igualmente divertido. Fundándose en esto solo, sería una crueldad distraer algo de los fondos públicos, suministrados en su mayor parte por gente que casi nunca, ó rara vez va á la comedia, y cuando va no se divierte, para que se diviertan más y mejor los que á la comedia suelen ir.
Cierto es que la literatura da gloria, y que á un pueblo no le debe doler el pagar su gloria cuando es rico. Pero entonces, ¿por qué esta distinción en favor de la poesía dramática? ¿Por qué no se pagan también y se premian la poesía lírica, la épica, la didáctica, las novelas, las artes del dibujo, la teología, la filosofía, la oratoria sagrada, la forense, la parlamentaria, e cosi via discorrendo? Para ser justos, ya que tratamos de dar mil duros á cada autor de las doce mejores obras dramáticas que al año se escriban, es menester que demos mil duros á cada autor de los doce mejores discursos parlamentarios que se pronuncien, mil duros á cada autor de los doce mejores sermones que se prediquen, mil duros á cada autor de los doce mejores cuadros que se pinten, mil duros á cada autor de las doce mejores estatuas que se esculpan, mil duros á cada autor de las doce mejores odas que se compongan, mil duros á cada autor de las doce mejores novelas que se inventen, y de las doce mejores historias que se refieran, y de los doce mejores estudios críticos ó filosóficos, ó políticos, ó morales, ó religiosos que se hagan, llegando así hasta consumir todo el presupuesto, sin que haya bastante con él para premiar á cuantos por cualquier trabajo, con su erudición, con su habilidad ó con su ingenio dan ó se supone que dan gloria á la patria. Y no se nos diga que nos valemos de un sofisma, pues para esto sería necesario sustentar que un autor de comedias da más gloria á su patria que un orador, que un poeta lírico, que un pintor, que un filósofo, que un moralista ó que un teólogo; sería necesario sustentar que, para contribuir á la aparición de nuevos Calderones, Lopes y Moretos, se pueden y deben gastar doce mil duros anuales, y no se pueden y deben gastar para producir nuevos Cervantes, Canos, Sotos, Suárez, Granadas, Leones, Murillos, Marianas, etc., etcétera, etc.
En España se lee poquísimo, pero hay notable afición á divertirse: por manera que no sólo los amantes de la literatura, los discretos y los eruditos, sino también el más indocto vulgo, contribuyen al bienestar y al lucro del escritor de comedias, el cual, con tal que sea algo estimado del público y tenga una regular fecundidad, se forma pronto una renta superior al sueldo de un consejero de Estado, de un capitán general ó de un ministro, en suma, de uno de los primeros dignatarios y personajes. En cambio, el filósofo, el erudito, el naturalista y el matemático, como no tengan otra industria más mundana y rastrera para ganarse la vida, ó alguna posición oficial que les dé medios de mantenerse, se mueren irremisiblemente de hambre con todas sus filosofías, su erudición, sus matemáticas ó su conocimiento profundo de las leyes de la vida y de la muerte.
Una comedia ó un drama se escriben en uno, dos ó tres meses, y no necesita el autor sino papel y tinta y pluma para escribirlos: así es que aunque el autor dramático gane poco ó no gane nada, sólo pierde ó malbarata su trabajo y un corto espacio de tiempo; pero el sabio necesita muchos libros, instrumentos costosos á veces, y largas vigilias y profundos estudios preparatorios; y quizás necesita, además, emprender penosísimas y dispendiosas peregrinaciones, registrar archivos, hacer sacar copias de documentos, recoger ó adquirir colecciones de estos ó de aquellos objetos, y valerse de otros medios que le obligan á gastar en balde el tiempo, el dinero y la paciencia. Por eso hay tan pocos sabios y tantos escritores dramáticos malos ó buenos. ¿Por qué, pues, se ha de proteger la literatura dramática y no la ciencia?
El tercer inconveniente que nacería de esta protección, sería el prestarla de un modo poco atinado.
Si el sentimiento moral predominaba en la junta calificadora, podría muy bien acontecer que premiase las doce obras más santas y buenas, aunque, literariamente consideradas, más tontas. Lamentable cosa es, y nos da pena confesarlo; pero no son á menudo las obras mejores las más morales. En el siglo brillante de León X, se llevó con razón el lauro de la poesía Ludovico Ariosto, á quien llama Cervantes cristiano poeta, pero que no lo es, ni por la moral, ni por el desenfado irreligioso con que trata ciertos asuntos. Si en tiempo de Luis XV de Francia se hubiese tratado de premiar la mejor novela, indudablemente que el Cándido de Voltaire se hubiera llevado la palma, salvo el poder ahorcar ó quemar vivo al autor, después de premiado, por inmoral ó por impío. Y en nuestra misma España, si en el siglo XV se hubiera querido premiar la mejor obra de imaginación, la desenfrenada y obscena Celestina hubiera tenido que llevarse el premio, á ser justos los jueces. Pero prescindamos de esta dificultad, y supongamos, por un instante, que el mérito literario y la moralidad están en razón directa en todas las obras que han de ser juzgadas: ¿es tan fácil acaso justipreciar el mérito literario? Siguiendo la corriente de la opinión pública, se exponen los jueces á confirmar y sancionar el capricho de un momento, tal vez la depravación del gusto. Separándose de esta corriente, se exponen á ser censurados del modo más acerbo, y, lo que es peor, á premiar obras atildadas, académicas, conformes á las reglas, pero faltas de espíritu y de brío, antipáticas, y tal vez inferiores á la farsa más absurda y grosera, cuyo autor, al menos, ha tenido el tino y el talento de complacer al público, primer fin del poeta dramático, que debe ser eminentemente popular.
Por todas las razones antedichas, razones que explanaremos y completaremos si el proyecto de ley llega á discutirse, juzgamos dicho proyecto poco acertado, aunque concebido con las más nobles intenciones, y en virtud de un amor desinteresado á las letras, que honra en extremo al Sr. Barrantes.
Los doce mil duros que, según el proyecto, se han de dar á las empresas que representen mejor y con más brillante aparato los dramas, nos parecen un gasto menos justificado todavía. El público que disfrute de las magníficas decoraciones, de la rica mise en scène, y de la habilidad de los más excelentes actores, es quien debe directamente pagarlos.
De los actores y de los autores dramáticos, puede ser y es el público Mecenas, y no han menester ni conviene que tengan otro.
Si el Sr. Barrantes quiere que la literatura sea protegida, presente otra proposición de ley en favor de aquellos ramos que sin protección no pueden florecer ni dar fruto, de aquellos ramos que no puede, ni quiere, ni debe pagar el vulgo, y que, sin embargo, es conveniente y honroso que florezcan en todo país civilizado.
Esos veinticuatro mil duros, que desearía el Sr. Barrantes gastar en el teatro, se podrían dar á las tres Academias de Ciencias morales y políticas, de Ciencias exactas y naturales y de la Historia, para que ofreciesen más premio y estímulo que hoy á trabajos utilísimos, que sin este incentivo y apoyo no se pueden hacer, y que importa mucho que se hagan. El espíritu de nuestros antiguos y grandes filósofos, duerme ignorado en el centro de empolvarlos in folios, de donde se pudiera desentrañar; de nuestros estadistas, jurisconsultos y teólogos, se sabe también harto poco, pasando España por una nación mucho menos científica de lo que ha sido; nuestros sabios rabinos y musulmanes, cuyas teorías, una vez bien conocidas, podrían servir para completar y aun para hacer posible una buena historia de la filosofía en la Edad Media, no han sido aún debidamente analizados y juzgados: el estudio de las ciencias naturales está descuidadísimo en España, y debiera fomentarse; en nuestra historia hay mil puntos importantísimos, inexplorados aún, y hasta en nuestra bibliografía hay que hacer mucho. A todo esto, que el público no puede pagar ni premiar, debieran prestar pábulo las tres mencionadas Academias, disponiendo certámenes, proponiendo premios, y dando ocasión á que se escriban libros, que no se escribirán de otra suerte, y que, una vez escritos, honrarán nuestro saber y nuestra cultura.
Por ejemplo, así como Remusat ha hecho en Francia un estudio sobre Pedro Abelardo, podría hacerse en España un estudio sobre Lulio, ó Vives, ó Huarte, ó Servet. Así como Renan se ha adelantado á escribir sobre Averroes, pudiera escribirse en España de Jehuda ben-Leví ó de Maimonides; pudiéramos, en suma, reivindicar muchas glorias, que los extranjeros se atribuyen, reconstruir el pasado científico de España, caido en olvido ó en menosprecio, y preparar un grande y nuevo florecimiento científico, que correspondiese y compitiese con nuestro valer literario y poético, que nadie niega.
Someramente tocamos aquí este inmenso asunto, en el cual nos dilataremos acaso en otra ocasión, sobre todo si el Sr. Barrantes y otros jóvenes diputados, amantes de las letras y de las ciencias, hacen justicia á la rectitud de nuestras observaciones, y las adoptan en parte para que se logre un propósito tan bueno, dejando el teatro, como toda literatura popular, encomendado al público, que es y debe ser siempre su único Mecenas.
Sólo añadiremos que, cuando los mezquinos premios que ofrece y da la Biblioteca Nacional, han producido ya obras de tanto mérito como la publicada del Sr. Barrera y la próxima á publicarse del Sr. Aguiló, y cuando de los premios, mezquinos también, de la Academia de la Historia, se ha originado la importante y eruditísima Memoria de los Sres. Oliveres sobre la Munda Pompeyana, bien se pueden esperar más ópimos frutos, si se prestan á estos estudios serios mayor protección y aliciente.
Madrid, 1861.
La presencia en esta corte de dos catedráticos dignísimos de la mencionada Universidad, y el propósito formado por aquel Claustro, y que deben cumplir ellos, de presentar á la Reina una exposición, suplicándole se digne restaurar y acrecentar tan célebres estudios, nos mueven á tomar la pluma para coadyuvar en lo que nos sea posible á este buen deseo, procurando excitar en su favor la opinión pública, el celo del señor Ministro de Fomento y su amor á las glorias literarias de España.
La Universidad de Salamanca, decaída de su esplendorosa elevación, no por culpa de sus maestros, sino por incuria y abandono de nuestros gobernantes, apenas se puede decir que tenga en el día de hoy una sola facultad completa, la de Derecho, y en vez del sinnúmero de estudiantes que en lo antiguo frecuentaba sus aulas, sólo cuenta ya de ciento á ciento cincuenta matriculados. En tal extremo de abatimiento ha venido á caer la escuela que tantos Papas y tantos Concilios generales han declarado una de las cuatro principales del orbe, sin competidora y sin par, fuera de las Universidades de Oxford, París y Bolonia.
Aun prescindiendo de la utilidad que traería á esta nación el que se conservase en todo su brillo la Universidad de Salamanca, y en ella las tradiciones, el recuerdo vivo y el fuego sagrado de la inspiración científica propia de los españoles, todavía debiera desvelarse el Gobierno en bien de esta Universidad, como quien conserva un glorioso monumento. Aun suponiendo que nuestra propia inspiración científica y literaria ha muerto ya, que las nacionalidades se funden en un espíritu, ya que no materialmente, y que el saber y el arte y la poesía en España no pueden ni deben ser sino una faz, ó quizás un reflejo del saber, del arte y de la poesía del resto de Europa, todavía debiera el Gobierno levantar de su postración á la Universidad de Salamanca, como testimonio de una época de originalidad y de espontaneidad que ya ha pasado. Por muy cosmopolita que el hombre sea, no se complace, con tal de que tenga corazón, en borrar los más nobles signos y caracteres que distinguen ó han distinguido á su patria.
Por otra parte, no es sólo la literatura, no son sólo la poesía y las demás creaciones artísticas las que, á pesar del trato y comercio más frecuente y más íntimo de las naciones, en el día, deben guardar su forma y su condición nacionales, y un sello peculiar que de las otras las diferencie, sino que hasta la ciencia misma, ya que no en sus principios, que son idénticos por donde quiera, en su proceder y en su método ha de ser varia, ha de llevar el signo del pueblo de donde procede, si este pueblo no quiere desaparecer del mapa espiritual, no quiere que se escriba la historia de la civilización del mundo, haciendo caso omiso de su existencia. Importa, pues, vivificar el pensamiento español, no sólo con el sustento que viene de fuera, é iluminarle, no sólo con la luz de una ciencia más adelantada, que Francia y Alemania principalmente nos trasmiten, sino que importa vivificarle é iluminarle también con la propia luz y con las antiguas doctrinas, para que se eleve como árbol robusto y fructífero, que tiene sanas y hondas raíces en este suelo, y no como planta parásita, estéril y pobre, que vive sólo y se nutre del aire que aspira.
Ningún suelo está más probado y es más generoso que el de Salamanca para el cultivo del espíritu nacional. Allí nació gigante y desde allí se dilató por el mundo todo, llevando á los más remotos climas nuestra nobilísima y en los siglos XV y XVI elevada y superior cultura. Allí estudiaron los jurisconsultos que redactaron las Partidas, los astrónomos que formaron las Tablas, y muchos de los sabios hebraistas que publicaron la Biblia Complutense. Allí se educaron Jiménez de Cisneros, Bartolomé de las Casas, el Tostado, D. Diego Hurtado de Mendoza, Fernán Pérez de Oliva, Arias Montano, Antonio Agustín, Victoria, Soto, Melchor Cano, Morales, Francisco de la Torre, Fr. Luis de León, Nebrija, Acosta, el Pinciano, Salinas y otra infinidad de filósofos, teólogos, jurisconsultos, poetas, hombres de Estado, médicos, músicos, humanistas, oradores y eruditos, que honraron á España en el siglo de oro de nuestra civilización y en el mayor auge de nuestra grandeza y de nuestro predominio en el mundo.
La Universidad de Salamanca fué, en aquella dichosa edad, consultada por los reyes y por los pontífices, y hasta por un hombre más grande que todos los reyes y los emperadores todos, por el inmortal Colón, á quien fueron favorables sus decisiones. De la Universidad de Salamanca salieron los más sabios y profundos doctores que brillaron en Trento; notables filósofos que dieron lecciones en París; grandes artistas que enseñaron la música en Italia. A la Universidad de Salamanca acudía entonces á inspirarse la juventud estudiosa de Flandes, de Alemania y de más remotas regiones. La civilización española estaba dotada entonces de carácter propio, brillaba con luz clarísima, y tenía por centro y foco de esta clarísima luz á la Universidad de Salamanca.
